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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
REFORMA Y CONTRARREFORMA
por el profesor DR. HERMANN TÜCHLE con la colaboración del profesor DR. C. A. BOUMAN
Lo tradujo al castellano ANDRES-PEDRO SANCHEZ PASCUAL
DE WITENBERG A TRENTO
CAPITULO PRIMERO
ESPAÑA Y LA EXPANSION MUNDIAL DE LA IGLESIA
En la época del
pontificado renacentista la Iglesia católica pagó del modo más grave las
consecuencias de la crisis de la Baja Edad Media, que venía durando ya siglos.
Pero mientras la decadencia del espíritu religioso parecía anunciar violentas
conmociones, quedaban aún casi intactos, como reserva de fuerzas primordiales e
imperecederas y como fuente de nueva energía, la Península Ibérica y los países
sometidos a ella.
Castilla, que durante mucho
tiempo había estado aliada militarmente con Francia, era desde el siglo XV una
de las grandes potencias europeas. En el ámbito interno la Iglesia española, al
salvaguardar el derecho de elección de los cardenales, había salvado,
especialmente en el Concilio de Constanza, la tradición de la Iglesia misma,
impidiendo así que se diluyera en una inconsistente liga de naciones. Desde el
momento en que Isabel la Católica, que estaba casada con Fernando de Aragón,
subió al trono de Castilla y León a la temprana edad de veintitrés años,
inicióse un nuevo auge del país. Al unir Castilla con Aragón creó la base
permanente de la situación de España como gran potencia. Sólo ahora pudo concertarse
la paz con Portugal; sólo ahora recobró el país la seguridad general. Ahora se
tenía posibilidad de poner fin a la obra secular de la reconquista cristiana
de la península, suprimiendo el último bastión del Islam, el reino de Granada.
Al exigirle los Reyes Católicos los tributos al rey moro, éste había contestado
que, en lo sucesivo, las casas de moneda de su reino no acuñarían ya oro, sino
acero. Pero las armas de las tropas cristianas parecían estar hechas de un
acero más duro todavía. Con importante participación extranjera —en el
ejército español luchaban incluso jóvenes caballeros alemanes— se llevó
adelante durante diez años la campaña como una tarea cristiana universal, para
fomentar la cual había concedido el papa indulgencias en 1483. En 1487 se
conquistó Málaga; la mezquita principal fue transformada en catedral cristiana
y una tercera parte de los moros hechos prisioneros se empleó para liberar a esclavos cristianos en Africa. Y
enfrente de Granada, que estaba defendida por 1.030 torres, la reina Isabel,
que se había presentado personalmente en el campamento, hizo construir, como
expresión de su convicción de que aquella campaña era un asunto de fe, la
ciudad de Santa Fe. Cuando Granada se entregó por fin, en 1492, el primado de
España, cardenal Mendoza, se adelantó con sus huestes para ocupar la Alhambra. De este modo la bandera de los cruzados,
regalo del papa Sixto IV, que había precedido a las tropas en la campaña, fue
lo primero que apareció sobre las alturas de la Alhambra para anunciar que el dominio de la Media Luna había
sucumbido ante la Cruz de Cristo.
UNIDAD DE IGLESIA Y
ESTADO
La prolongada lucha no
sólo había mezclado a los señores con el pueblo, sino que había creado además
en la nación española un ardiente y casi fanático espíritu de fe. La divisa Plus
Ultra era para España, ciertamente, un mito, pero era también historia;
era su misión, a la que estaba predestinada y en la que consumía su existencia.
La unidad de la Iglesia y el Estado, la total penetración de aquélla por éste y
de éste por aquélla, y, como presupuesto de todo esto, la unidad religiosa
misma, constituía una de las máximas perennes de la política española. Y así no
resulta extraña la lucha contra los enemigos de la fe y contra los apóstatas, y
la subyugación de los judíos y mahometanos, elementos de raza extraña. Los
conversos del judaismo, llamados «cristianos nuevos», habían retornado en gran
parte, de manera declarada u oculta, a su antigua fe. La unión entre ellos era
muy estrecha. Y no era pequeño el peligro de su propaganda, el peligro del proselitismo. Pronto
pareció que en España vivían dos naciones que se odiaban a muerte. Fernando el
Católico consiguió del papa el establecimiento del Tribunal de la Fe, la
Inquisición española, que fue desde el principio un instrumento omnímodo en
manos del monarca y que más de una vez había de ser empleado, en el futuro,
también para fines estatales y políticos. La expulsión de los judíos en el
mismo año de la conquista de Granada fue una medida puramente política.
Tampoco se mantuvo durante mucho tiempo la promesa de libertad religiosa hecha
a los moros de Granada. Cuando éstos se opusieron a los intentos cristianos de
convertirlos y surgieron revueltas, los Reyes Católicos retiraron su promesa y
les colocaron, en 1501, ante esta disyuntiva: o bautizarse, o marchar al
destierro. Así se creó la unidad religiosa de España.
Los Reyes Católicos
—Alejandro VI les había concedido en 1496 el título de Maiestas Catholica—
veían la consumación de su política absolutista también en su dominio sobre la
Iglesia española. Además del nombramiento del Inquisidor general, lograron
obtener de los papas el derecho de patronato sobre los puestos eclesiásticos
importantes del reino de Granada. Sixto IV les confirmó expresamente el derecho
de «placet» para las bulas
pontificias, así como el derecho a apelar del tribunal eclesiástico a su
propio tribunal, derecho que ya habían reivindicado mucho antes, para que su
poder fuese completo. Ya desde el comienzo de su gobierno Isabel se había
venido presentando personalmente en las elecciones de la Orden de Santiago,
para decidir, de acuerdo con sus deseos, la elección del Gran Maestre. Y
Fernando se hizo transferir las dignidades de Gran Maestre de las demás
Ordenes militares españolas. Para su sucesor, Carlos V, Adriano VI unió
expresamente estas dignidades con la corona. Ciertas cuestiones del dominio
feudal del papa sobre Nápoles provocaron violentas reacciones del rey, de tal
modo que durante algún tiempo se temió una total ruptura de Fernando con Roma.
CISNEROS Y EL HUMANISMO CRISTIANO
Este dominio de los reyes
sobre la Iglesia, que era un fenómeno general en las postrimerías de la Edad
Media, no impidió, sin embargo, en modo alguno, que se activase con éxito la
vida eclesiástica en el reino español. Obispos adornados de grandes cualidades,
estimados también en la corte y de gran influencia en ella, entre los que se
cuentan el piadoso Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y especialmente los cardenales
Mendoza (f. 1495) y Jiménez de Cisneros (f.
1517), laboraron celosamente por reformar y fortalecer sus Iglesias. En los
años 1473 y 1512 se celebraron dos importantes Sínodos provinciales, y sus
decretos de reforma fueron llevados realmente a la práctica. El clero regular
no quedó exento de cumplir los nuevos preceptos. Se impuso la observancia
estricta especialmente en las Ordenes mendicantes; todos los monasterios de
benedictinos fueron obligados a unirse a la congregación reformada de Valladolid. Un primo del mismo Cisneros llevó a cabo la reforma en Monserrat. A
los sacerdotes seculares les exigió que observasen el deber de residencia, y a
los párrocos, la confesión frecuente y la homilía dominical. Se declaró la
guerra de un modo especial a la ignorancia religiosa. El cardenal Mendoza
escribió un catecismo de la vida cristiana para promover la educación
religiosa. Se fundaron numerosos Colegios y Unversidades. El seminario de
Granada sería más tarde el modelo que tendrían en su mente los padres del
Concilio de Trento al
promulgar su decreto sobre los seminarios. Como octava maravilla del mundo
consideraron los hombres de aquel tiempo la fundación de la Universidad de
Alcalá por Cisneros, a la
que el cardenal franciscano dotó de una manera verdaderamente principesca.
Mas las energías no se
agotaban en levantar grandiosos edificios para iglesias, universidades y
hospitales; a las nuevas instituciones se les encomendaban también grandes
tareas y se les asignaban grandes fines. En Alcalá, Cisneros creó no sólo una cátedra de teología
tomista, sino también otra de teología escotista e incluso una tercera de
teología nominalista; y junto a ellas estableció cátedras de griego y de
hebreo. Llamó a su fundación a estudiosos de Salamanca y de París,
encargándoles que editasen un texto científicamente fiel de la Sagrada
Escritura. Con una liberalidad asombrosa, llegó a invitar incluso a Erasmo a
que fuera a España para colaborar en los trabajos. A sus costas y de acuerdo
con sus directrices —el texto de la Vulgata no debía ser corregido según el
texto griego, sino que debía ser restablecido según los mejores manuscritos
latinos— apareció, por fin, como resultado de los más serios trabajos
filológicos, la Políglota Complutense, llamada así por el nombre latino de
Alcalá, que fue la primera edición impresa del texto primigenio del Nuevo Testamento,
al que muy pronto siguió el texto del Antiguo. Los seis tomos se fueron
imprimiendo entre 1514 y 1517, pero no salieron a la luz pública hasta 1520,
pues hasta después de la muerte de Cisneros no se solicitó la aprobación pontificia. Nadie menos
que Erasmo tributó los mejores elogios a la labor realizada por los estudiosos
de Alcalá: Gratulor vestrae Hispaniae ad pristinam eruditionis laudem veluti
postliminio reflorescenti. También se pensaba editar un Aristóteles en
griego y en latín.
Cisneros fue
el gran mecenas del humanismo cristiano en España, que, bajo la dirección de
Nebrija (cuya actitud crítica frente a las tradiciones de la Iglesia provenía
de Lorenzo di Valla), pretendió dedicarse exclusivamente, ya antes de que se
acabase el siglo, a trabajar en la Sagrada Escritura. Nebrija encontró
numerosos discípulos en sus trabajos para establecer un texto crítico del
Evangelio en la época en que había aparecido el nuevo arte de imprimir, texto
que incluiría los más diferentes manuscritos, junto con sus errores. Además de
esto, Nebrija fue el heraldo del futuro grandioso del idioma de Castilla y el
reanimador de la cultura latina, ahora que el país se encontraba ya
completamente liberado de la dominación de los moros.
El humanismo cristiano
fue favorecido eficazmente por una corriente mística. Se tradujeron obras como
la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia; en 1493 apareció un Lucero
de la vida cristian;, era conocida la explanación del Miserere hecha
por Savonarola. La meta anhelada de
todos los dirigentes eclesiásticos parecía ser un cristianismo orientado
totalmente hacia la interioridad y la gracia. El estudiar la Etica de Aristóteles,
así como a Cicerón, Séneca y Boecio, se apreciaba únicamente como preparación
para la imitación de Cristo. Añadió a esto la impresión que a los hombres de
aquella época produjo el prodigio de la dilatación de la cristiandad, que iba
más allá de todo lo imaginado, y de la cual se sentía instrumento el cardenal
español. Se despertaron esperanzas mesiánicas, que se concentraron en torno a
Cisneros y, algunos años más tarde, en
torno al joven rey. Pero de los teólogos nominalistas de Salamanca salieron los
primeros españoles que más tarde se hicieron sospechosos de tendencias
luteranas; de sus filas salieron los alumbrados, aquellos místicos que dos
generaciones más tarde habían de ser perseguidos rigurosamente por la
Inquisición y el Santo Oficio.
Desde el comienzo hubo
también en España una oposición contra el humanismo cristiano y contra la labor
de crítica textual de Erasmo. Y fue tan ruidosa, que Clemente VII tuvo que
amenazar con encarcelar a uno de sus portavoces si no callaba. La misma
Políglota de Alcalá no volvió a ser impresa en los decenios siguientes, a pesar
del vivo interés existente por la Sagrada Escritura, y el Concilio de Trento ni siquiera la cita. Sólo más tarde, en
tiempos de Felipe II, tuvo una reimpresión, lejos de la patria española, en Amsterdam, con el nombre de Biblia Regia.
Al morir Fernando en
1516, a la edad de sesenta y cuatro años, hallándose en camino hacia Sevilla,
el anciano Cisneros asumió
la regencia, junto con Adriano de Utrecht, preceptor del heredero, Carlos I, y la administró
según el espíritu del fallecido rey. Se negó a que se predicase en España la
indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, la cual
había de convertirse en Alemania en el motivo de la aparición de Lutero. Dos
meses antes de morir el cardenal, desembarcó Carlos en Asturias. Durante toda
su vida Cisneros había
intentado fortalecer el poder real frente a la despótica nobleza feudal y las
ciudades. Sin embargo, no había logrado un éxito definitivo. Al nuevo rey, al
que, al comienzo, se le miraba en España como extranjero y protector de los
extranjeros, las Cortes, reunidas en Valladolid, le manifestaron que sólo le prestarían el juramento de
fidelidad si también él juraba mantener los privilegios, libertades y usos de
los municipios, y sobre todo las leyes que prohibían dar cargos y beneficios a
los extranjeros. Cuando más tarde, al saberse que Carlos había sido elegido
emperador romano-germánico, éste desatendió los ruegos de los españoles de que
no abandonase el país y emprendió viaje hacia el norte en 1520, estallaron
alborotos en las ciudades. Estos se dirigían aparentemente contra las
depredaciones de los extranjeros, pero en realidad iban contra el mismo Carlos.
Sólo la derrota de la rebelión general, a la vuelta de Carlos en 1522, a causa
de la cual las ciudades perdieron sus libertades y privilegios, a la vez que
sufrieron sensibles daños en su vida comercial, dio al rey de España aquella
plenitud absolutista de poder y de recursos, que más tarde Carlos V había de
poder emplear, militar y financieramente, en sus empresas, que se extendieron a
todo el mundo.
EL NUEVO CAMPO
MISIONAL
El territorio sobre el
que reinaba Carlos I había sobrepasado hacía ya tiempo las fronteras de
Occidente. En el campamento de Granada había aparecido en 1492, ante los
vencedores Reyes Católicos, el genovés Cristobal Colón, a fin de conseguir de ellos apoyo para sus planes
de encontrar por Occidente el camino hacia la India. El 3 de agosto del mismo
año partió, con tres carabelas, del puerto de Palos de Moguer; y el 12 de
octubre llegó, sin saberlo, a territorio americano. Tres viajes posteriores
ampliaron el radio de sus descubrimientos; otros audaces y osados marineros,
aventureros y conquistadores siguieron su ejemplo. Ante los ojos de los
contemporáneos surgió un Nuevo Mundo sobre cuyo suelo fueron plantadas la
bandera española y la cruz de Cristo. Indudablemente Colón emprendió sus
aventurados viajes «por Dios y por el oro». Pero al dar nombre a los nuevos
territorios (San Salvador, Santa María, Trinidad) realizó una especie de
bautismo, iniciando la cristianización del Nuevo Mundo. La consecuencia de
estos viajes fue una dilatación gigantesca del Orbis cbristianus. La
Iglesia había sobrepasado ahora las fronteras de Occidente. Un inmenso campo
nuevo de actuación, un ingente campo de trabajo se abría ahora ante ella: el
mundo entero.
Cuando Colón, a la
vuelta de su primer viaje, se presentó ante Isabel en la Plaza Mayor de
Barcelona y los indios que había traído consigo solicitaron el bautismo, que
les fue administrado en la catedral de la ciudad, siendo madrina la misma
reina, comenzó al mismo tiempo una de las épocas más grandiosas de la historia
misional de la Iglesia. En el segundo viaje de Colón marchó ya un benedictino
de Monserrat, Bernardo Boil, a
quien el rey había nombrado director de un grupo misionero de doce hombres. La
santa misa se celebró por primera vez en el Nuevo Mundo en Haití, en la fiesta
de la Epifanía de 1494, y en septiembre de ese mismo año se administró el
primer bautismo. El reino de Dios había llegado, aun cuando Boil volvió el mismo año a España.
Al igual que todos los
asuntos eclesiásticos españoles, la labor misionera estuvo inseparablemente
unida desde el principio con la política. Un poco de la compacta unidad de la
Alta Edad Media parecía haber arribado así, con la misión, al Nuevo Mundo. Es
extraño que alguien se escandalizase de ello, como el dominico P. Las Casas.
Más frecuente era una consideración verdaderamente escatológica de las cosas,
tal como la expresó por escrito, a finales del siglo XVI, el franciscano Mendieta: Dios, decía, había destinado a los
españoles para ser su pueblo escogido y había exaltado sobre todo el mundo, en
la persona de Carlos V, al emperador-mesías. El milenario reino del
Apocalipsis estaba próximo. Pero en el terreno de las cosas concretas hubo, más
de una vez, dificultades y colisiones. Cuando Portugal, que poseía la
jurisdicción espiritual sobre todos los territorios recién descubiertos,
protestó contra la toma de posesión por España de la India de Occidente, fue
el papa Alejandro VI quien, a ruegos del rey Fernando, resolvió las
dificultades, con las cuatro famosas bulas del año 1493. Los territorios ya
descubiertos y los que se descubrieran al oeste se donaban a la corona
española, con el encargo expreso de que llevase la religión cristiana a los
pueblos que poblaban aquellas islas y el continente. Se trazó, de polo a polo,
una línea de demarcación que corría al oeste de las Azores. La India oriental
sería territorio de dominio portugués, y la «India occidental», de dominio
español; a ambas naciones se les imponía la misma condición de misionar la
población indígena. En el tratado de Tordesillas de 1494, los dos países
desplazaron esta línea 370 millas más al oeste.
La corona española tomó
en serio desde el principio esta tarea misionera. Con el nuevo gobernador
llegaron a Haití en 1502 diecisiete franciscanos, y en 1519 arribaron los
primeros dominicos; en 1511 llegaron veinticuatro misioneros a Puerto Rico. Ya
en 1616 ordenó Cisneros que
ningún barco podía partir hacia el Nuevo Mundo sin llevar sacerdotes a bordo.
En 1522 se habían erigido ya ocho obispados en las Antillas. En 1522
desembarcaron en Méjico tres franciscanos holandeses, elegidos por el confesor
del emperador, a los que siguieron, al año siguiente, los «Doce Apóstoles», que
eran religiosos españoles. A su llegada, Cortés salió a su encuentro y, con
asombro de los aztecas, bajó de su caballo, se arrodilló humildemente ante el
grupo de frailes y les pidió su bendición. En 1526 uno de ellos fue nombrado
primer obispo de la ciudad de Méjico. En los diez años siguientes fueron llegando
dominicos y agustinos. Estos primeros misioneros no sólo eran hombres
ejemplares y deseosos de ganar almas, sino también gentes cultas. Para poder
misionar tuvieron que comenzar por aprender varias lenguas, cuya composición
era radicalmente distinta de todas las europeas. Pero en el transcurso de pocos
años pudieron publicar los primeros diccionarios y los primeros catecismos en
los idiomas de los indígenas. Los resultados de la labor misionera fueron
extraordinarios, realmente inverosímiles. En veinte años habían sido bautizados
algunos millares de hombres; 8.000, 10.000, más aún, 14.000 bautizos en un día
no eran algo raro para dos franciscanos. Se puede tener una opinión distinta
acerca del método de misionar, se puede poner objecciones a la calidad de las
conversiones, pero los números mismos son citados de manera tan inequívoca en
las diversas fuentes, que no puede caber duda de ellos. Las cinco provincias de
los franciscanos y las tres de los dominicos existentes en Méjico a finales del
siglo, son una prueba más del brío con que se acometió esta labor y del eco que
había encontrado en este país.
Uno de los más
importantes campos de actividad fue la escuela. Ya el mismo año de su llegada,
los «Doce» fundaron el primer centro de enseñanza, en el que se buscó el método
pedagógico más adecuado a los indígenas y se transformó de raíz su vida. Junto
a la religión y las otras disciplinas corrientes, los indios aprendían aquí,
bajo la dirección de los religiosos, todas las habilidades manuales y técnicas de
los europeos: la construcción de casas y puentes, el tejido de telas y la
elaboración de instrumentos domésticos, el cultivo de la tierra, la cría de
ganados y la cerámica. En todo eran competentes estos frailes; curaban a los
enfermos y consolaban a los moribundos, enseñaban a los niños y enterraban a
los muertos, corregían a los equivocados y defendían a los oprimidos contra
toda explotación, reemplazando en poco tiempo a íos personajes que antes
dirigían la sociedad pagana. Crearon un país católico, que pronto encontró su
centro religioso en el santuario mariano de Guadalupe, aunque, ciertamente,
también sufrió después la tensión entre el clero secular y el regular, y pocos
decenios más tarde cayó en un cierto letargo bajo una administración colonial
secularizada. También en Sudamérica la misión marchó al mismo compás que la
conquista; los misioneros caminaban, por así decirlo, tras las huellas de los
conquistadores. Sin embargo, los éxitos no fueron tan contundentes como en
Nueva España (Méjico). Mientras que aquí fue un pueblo civilizado el que se
llevó a la verdadera fe, en Sudamérica fue necesario acostumbrar antes a las
tribus indias, más o menos nómadas, a la vivienda fija, a la regla, la ley y el
trabajo.
También la mayor
población europea de estos países trajo consigo no pocas rebeliones y
retrocesos, dada la ferocidad de los indios y los latrocinios y la
explotación, con frecuencia brutales, de los conquistadores y colonos. La
pluralidad de formas que la Iglesia misionera llegó a encontrar es asombrosa.
Va desde la Universidad de los dominicos en Lima (1535), en el antiguo y
elevado Imperio incaico de Perú, hasta las aldeas misioneras de Ecuador y
Paraguay, en las que los indios, sistemáticamente instruidos, religiosamente
dirigidos y educados para el trabajo por los religiosos, y, a la vez, aislados
de la malsana influencia de los colonizadores, habían de vivir la forma de
sociedad cristiana adecuada a ellos.
EL P. BARTOLOME DE
LAS CASAS
Toda concentración de
indígenas, y su cuidado especial, ya se realizase en las ciudades-monasterios
de Méjico o en las «reducciones» del Gran Chaco, en Paraguay, despertaba
ciertamente la resistencia y la repulsa hostil de los colonos y propietarios
europeos. En los indios, de los que necesitaban indispensablemente, dada la
falta de animales de tiro y de carros, veían ellos mano de obra barata y
gratis. Los indios eran, en efecto, paganos, y por ello, según la opinión de
muchos teólogos, no poseían derechos de ninguna clase en una sociedad
cristiana. Una nueva esclavitud surgió de esta manera en América. Pero los
misioneros, al concentrar ahora a los indios, los substraían a los colonos.
Muy pronto se entabló
una lucha a fondo en torno a aquellos nuevos cristianos. El problema en
cuestión eran los derechos humanos universales de los indios. Uno de los
méritos inmortales de la Iglesia consiste precisamente en haber hecho triunfar
el principio de la igualdad de las razas; haberlo hecho triunfar poco a poco,
desde luego, pero sin acudir a las violencias externas, empleando tan sólo los
medios de la enseñanza, de la protesta y del sacrificio personal de sus obispos
y sacerdotes. El dominico P. Bartolomé de las Casas se convirtió en defensor de
los derechos del hombre y en campeón de la libertad de los indios, a pesar de
los duros obstáculos con que tropezó incluso en determinados círculos
eclesiásticos.
La relación de los
indios con sus nuevos dueños se basaba, jurídicamente, en la llamada
«encomienda». A todos los españoles que habían hecho méritos especiales en el
Nuevo Mundo se les concedía el derecho de imponer impuestos a los indios que se
les habían encomendado de por vida, y de obligarlos a trabajar, así como el
deber de cuidarse de su bien espiritual y corporal. En la realidad práctica de
la vida cotidiana este sistema no significaba otra cosa que la adjudicación de
indios para realizar trabajos forzados en las minas y plantaciones. Las Casas,
que en 1502 había llegado a Haití con una encomienda de este tipo, y que luego
había sido ordenado sacerdote en Roma y había predicado en Cuba entre los
indígenas, se dio cuenta, en la isla de Santo Domingo, gracias al valeroso
sermón de un dominico, de la injusticia de todo este sistema. Las Casas
renunció a su encomienda, pero su ejemplo fue imitado por muy pocos de sus
connacionales. Entonces acudió a la corte de España, para interceder allí en
favor de los indios. Consiguió del regente Cisneros que nombrase una comisión investigadora, con la cual
volvió a América. Aquí la labor de ésta le pareció demasiado tímida. Por ello
volvió de nuevo a España y presentó sus propios planes: Para sustituir a los
indios, que morían prematuramente en las minas y plantaciones, propuso que se
llevasen a América esclavos negros, más robustos, escogiéndolos entre los que
hubieran sido derrotados en una guerra justa. La vida le enseñó más tarde,
ciertamente, cuán injustas eran las guerras en que los portugueses habían
apresado a los negros y les habían reducido a esclavitud.
Mas su pacífica labor misionera y colonizadora tropezó con la
resistencia de funcionarios y comerciantes españoles. Con el fin de poder
continuar su lucha en favor de los indios, Las Casas se hizo ahora dominico.
En sus escritos atacó denodadamente el que se ejerciese coacción en la misión,
y pidió que el único camino fuese la predicación y la libre aceptación de la
fe. Sus memoriales dirigidos al Consejo de Indias, en los que recalcaba de modo
especial que la única justificación de la presencia de los españoles en el
Nuevo Mundo era el deber de misionar, tuvieron finalmente el resultado de que
Carlos V promulgase en 1542 las «Leyes Nuevas»; en ellas se prohibía la
esclavitud, se equiparaba a los indios con los españoles, en lo relativo a los
impuestos, y se suprimían las encomiendas. Como obispo de Chiapa, en Méjico, Las
Casas había de llevar a la práctica las nuevas leyes. Mas los colonizadores
españoles promovieron una revuelta contra él. Tuvo que volver a España, y tras
una entrevista de importancia histórica que tuvo con el Consejo de Indias, en
presencia de Carlos V, fue declarado libre de toda culpa. Las Casas renunció a
su diócesis y permaneció en España como consejero de la corte y defensor de los
indios. Con su obra brevísima relación de la destrucción de las Indias pretendía evitar que el rey realizase nuevas conquistas en el Nuevo Mundo. Con
este escrito fomentó también ciertamente en gran manera, contra su voluntad, la
«leyenda negra» antiespañola. Todavía a sus ochenta y dos años se presentó Las
Casas ante Felipe II y defendió los derechos de los indígenas.
Como verdadero humanista, Las Casas había advertido el
valor de las culturas
extrañas y pedía que la
misión y sus métodos se acomodasen a aquéllas.
Sus adversarios no eran
sólo, ciertamente, la codicia y el egoísmo de los colonizadores. Contra
él estaban también los teóricos que intentaban repensar desde una
perspectiva aristotélico-escolástica los problemas que el descubrimiento de América había planteado. A fin de cuentas, la guerra que se hacía a los indígenas había que justificarla también
ante la conciencia moral ¿Qué eran aquellos indios? ¿Eran paganos o cristianos vueltos al paganismo, eran personas racionales o animales salvajes, seres intermedios entre el hombre
y el animal? ¿Eran bárbaros que era preciso someter al poder de los civilizados
españoles, para llevarlos a la religión y a los sentimientos
cristianos? ¿Pueden los indios aprender a vivir como los trabajadores cristianos de España? ¿Se puede hacer la guerra a los infieles precisamente por ser infieles?
¿Pueden los cristianos imponer castigos a
los paganos si éstos han pecado contra la
ley natural? Estas y
otras preguntas semejantes inquietaban a los teólogos y juristas de España y de otras naciones. Sin inmutarse, Las Casas defendía en todos estos problemas, por hablado y por escrito,
la total paridad de los
indios con los hombres de
otras razas, la posibilidad de realizar la cristianización
por medios pacíficos, la colonización pacífica del Nuevo Mundo, la ilegalidad
de la guerra en América. En esto era un discípulo fiel del general de su Orden,
el cardenal Cayetano, que fue el primero que, en 1517, defendió que los paganos
de los países recién descubiertos no eran, ni de derecho ni de hecho, súbditos
de los príncipes cristianos. Los métodos misionales de los príncipes cristianos
deben guiarse por este principio: «Ningún rey, ningún emperador, y ni siquiera
la Iglesia romana, puede hacerles la guerra».
En el P.
Las Casas se agitaba la conciencia moral de la España católica. A su influjo
hay que atribuir el que, finalmente, bastante tiempo después de su muerte, la
nueva legislación real de 1573 recusase el concepto de conquista. Las Casas no
se encontraba sólo, desde luego. Al menos en la práctica los misioneros
consideraron siempre a los indígenas como hombres plenos, capaces de recibir el
cristianismo, aun cuando en Méjico se dudó durante algún tiempo en dar la
sagrada eucaristía a los indios, e incluso un Sínodo celebrado en la ciudad de
Méjico en 1555 prohibió que se permitiese a los indios acceder a las órdenes
superiores —los primeros franciscanos llegados al país habían pensado de manera distinta.
EL
PATRONATO DE LA CORONA
La Curia romana se dio
cuenta desde el primer momento de que los audaces viajes marítimos de
descubrimiento que partían de Palos, Cádiz y la desembocadura del Tajo
revelaban un número ingente de iniciativas y energías misioneras, y las
movilizó conscientemente, apoyándolas con todos sus medios. Pues, en efecto,
mucho antes que España, había sido Portugal, la otra nación de la Península
Ibérica, la que, desde Enrique el Navegante (f. 1460), había esperado encontrar, por medio de expediciones
metódicas, aliados contra los moros de Marruecos. Naves portuguesas habían
rodeado ya la punta meridional de Africa, habiendo llegado, desde Zanzíbar, a
la costa occidental de la India. En el año 1500 descubrieron Brasil, y diez
años más tarde ocuparon Goa, en la costa de la India.
Desde el comienzo iba
unido con estas empresas el pensamiento de la propagación del Evangelio. De
nuevo estaba presente la Iglesia en los territorios recién descubiertos, en la
persona de los miembros de la Orden de Cristo, a cuyo frente había estado, en
efecto, Enrique el Navegante. Los papas habían encomendado en otro tiempo a
esta Orden la misión de rechazar el Islam y el paganismo y proteger la cruz de
Cristo, y todavía en vida de Enrique, Calixto III había concedido al prior de
la Orden de Cristo toda la jurisdicción espiritual sobre los actuales y futuros
territorios ultramarinos de Portugal. Después que el mismo rey asumió el cargo
de Gran Maestre, él mismo desempeñó también este patronato, es decir, la
jurisdicción espiritual sobre todas las colonias. Con ello asumía la obligación
de financiar la erección de los obispados y parroquias y de preocuparse del
envío y mantenimiento de los misioneros. Las sumas que el rey o la Orden de
Cristo tenían que aportar por tal motivo no eran pequeñas. Pero la rica
dotación de las Iglesias demuestra que los reyes tomaban muy en serio sus
obligaciones. A cambio de esto tenían toda una serie de privilegios: elección y
envío de los misioneros, nombramiento de los obispos, fijación y cambio de los
límites de las diócesis, la jurisdicción espiritual, es decir, toda una suma de
privilegios que iban mucho más allá de los derechos ordinarios de patronato. Al
rey se le había encomendado, por así decirlo, por encargo del papa, la
predicación del Evangelio y la administración eclesiástica en todos los
territorios ultramarinos. Por orden del rey marcharon los misioneros al Congo
y fundaron allí el primer reino cristiano; por mandato suyo marcharon en 1503
dos franciscanos a misionar el recién descubierto Brasil; como legado del rey
desembarcó san Francisco Javier en 1542 en Goa, que era el obispado de la base
portuguesa en Oriente y que había sido erigido pocos años antes. Pero cuando
España se presentó, al lado de Portugal, como nación marinera y descubridora,
los papas concedieron también a los Reyes Católicos lo que antes habían
concedido al rey de Portugal. Ya en 1501 se les reconoció todos los diezmos de
«Indias». Y una bula de 1508 les otorgó todos los derechos de patronato, el
derecho de presentación para los beneficios y monasterios existentes en todos
los obispados ya erigidos o que se erigiesen, y el derecho de fijar y cambiar
los límites de las diócesis. Adriano IV aseguró incluso a su antiguo discípulo
Carlos V que el envío de los misioneros debía ser considerado por sus
superiores legítimos como missio canónica, esto es, como algo oficial de
la Iglesia. De esta manera también el rey de España se convirtió en cierto modo
en predicador de la fe, con el derecho y el deber de designar, enviar y
mantener a los misioneros, los cuales podían ser mandados incluso contra la
voluntad de los superiores de la Orden, si éstos, por negligencia, no hubieran
puesto a disposición ningún personal. El rey de España —ésta fue pronto la
convicción de muchos misioneros y juristas— ejercía, en las cuestiones
eclesiásticas de su imperio americano, un vicariato, que se basaba en el deber
de misionar, impuesto por el papa. La Santa Sede rechazó desde luego tales
ideas, y en el sigloXVII incluyó en el Indice una obra que exponía la función
misional de la potestad civil.
CAPITULO SEGUNDO
LA CRISIS EN LA
VISPERA DE LA REFORMA PROTESTANTE
La
historia no es el resultado de procesos económicos ni una función de las
circunstancias sociales. Pensar esto equivaldría a pasar por alto el poder de
las ideas y, sobre todo, a negar la libertad de las decisiones humanas. Mas
este campo de la libertad, en el que se toman las decisiones, es moldeado poderosamente
por las realidades externas. Estas crean las situaciones especiales que luego
reclaman la entrega y la decisión, así como la atmósfera que favorece el
decidirse por esto o por aquello. Esto es cierto también con respecto a la
Iglesia, a pesar de su vertiente teológica, que para los fieles es una
vertiente sobrenatural. La Iglesia, en efecto, se encuentra indisolublemente
incardinada en el mundo, y quiere conducir a su fin eterno a los hombres de
cada siglo, dentro precisamente de su propia circunstancia.
Aplicando lo dicho a la
historia de nuestro período, esto significa que las influencias económicas y
sociales de los siglos XV y XVI no fueron la causa de la Reforma protestante,
pero sí crearon las condiciones que hacen comprensible el comienzo de la
innovación de la fe y su difusión asombrosamente rápida. El alejamiento de la
Iglesia medieval puede hacerse así más comprensible. Con ello no se exime, sin
embargo, a las conciencias de los grandes y pequeños actores de la
responsabilidad por la pérdida de la unidad religiosa. A pesar del agravamiento
crítico, casi explosivo, de la situación después de 1500, la Reforma
protestante sigue siendo la obra personal del fraile de Wittenberg.
LA NUEVA ECONOMIA
El siglo anterior a la
Reforma protestante trae consigo una reorganización total de las formas
económicas. La aparición de la economía financiera, su difusión desde Italia a
Francia, a Inglaterra, a Flandes y sobre todo al sur de Alemania tuvo que
llevar a la Iglesia a una grave crisis económica. Al decir Iglesia nos
referimos aquí a todos los elementos de la vida eclesiástica, empezando por el
pontificado y la Curia, pasando por los obispos y cabildos, y acabando por los
monasterios y las parroquias rurales, a excepción tal vez de los párrocos de
las ciudades florecientes. El patrimonio de la Iglesia consistía, en efecto,
sobre todo en tierras, que eran dadas en feudo o en abriendo; los ingresos de
las parroquias se basaban casi completamente en donativos en especie, y los de
los monasterios y demás corporaciones económicas eclesiásticas, en diezmos y
rentas rústicas principalmente. Una serie de continuadas devaluaciones de la
moneda disminuyó la capacidad adquisitiva de los ingresos financieros, de los
diezmos cobrados y de los demás impuestos. Dado el estancamiento de la
población y la emigración a las ciudades, el campo y las tierras perdieron
valor. Los obreros del campo fueron siendo cada vez más escasos. Con ello se
resintió la economía autónoma de los monasterios. Los molinos y granjas
decayeron. Las guerras que asolaron Bohemia y los territorios limítrofes, el
sur y el norte de Italia, Escocia, España y Borgoña —Alemania es algo más
afortunada— dejaron sentir sus efectos. Las cosechas eran arrasadas, las aldeas
y las granjas monacales, incendiadas, y los monasterios, saqueados. La economía
experimentó un proceso de atrofia del que se resintieron sobre todo la economía
campesina y los propietarios de tierras. La Iglesia va perdiendo cada vez más
una parte de sus bienes, los vende por necesidad o los hipoteca a judíos, como
garantía de deudas contraídas. Cada construcción de un monasterio o de una
iglesia representa una reducción del patrimonio y, por tanto, una disminución
de los ingresos corrientes.
Esto no dejó de tener
consecuencias para la vida interna de la Iglesia. Los obispos pierden su
independencia respecto de los fieles. Decaen los estudios en las antiguas y
famosas Universidades, porque las Ordenes religiosas no pueden enviar a sus
jóvenes estudiantes a los Colegios. Los monjes descuidan la vida espiritual y
religiosa, pues tienen que ocuparse en cultivar las posesiones de los
monasterios o procurarse el sustento. En la selección de los novicios se es
extraordinariamente liberal, ya que faltan vocaciones. Los monasterios piden que
se les confien parroquias, a fin de subvenir a su indigencia. La acumulación de
beneficios en una sola persona, cosa que iba contra el sentido y el derecho de
todo el sistema de beneficios, pasa a ser algo usual, pues un solo beneficio no
es ya capaz de alimentar al beneficiario de acuerdo con su rango.
La guerra convirtió a
los monjes en soldados. La inseguridad de los caminos proporcionó a los obispos
un pretexto real o ficticio para descuidar su obligación de visitar la
diócesis y de residir en ella. La pobreza obligó a los párrocos rurales a
ganarse el pan de un modo distinto. La decadencia económica indujo a los papas
a emplear medios siempre nuevos, nuevas «prácticas» para asegurar y mantener
los ingresos de la Curia, y no digamos para aumentarlos. Los papas organizan
sistemáticamente el sistema de impuestos. Los obispos intentan imitarles. A
esto se añaden los impuestos que había que pagar al soberano del territorio. El
priorato catedralicio de Canterbury debía
entregar al papa y al rey el 46 por 100 de sus ingresos. Es esta, desde luego,
una cifra no corriente, pero que resulta casi insoportable. Por otro lado, los
hombres de aquella época carecían de una visión general y de conjunto de la
economía, lo que les hubiese hecho conocer las causas de todo aquel mal. Por
ello, sólo veían a los cobradores de impuestos enviados por el papa, que no
dudaban en castigar con penas eclesiásticas, incluso con la excomunión, a los
que no pagaban, y creían que el papa era el verdadero culpable de todo aquello.
Las vehementes quejas y acusaciones contra la política financiera del
pontificado se convirtieron realmente en el tópico del siglo, y eran repetidas
incluso por aquéllos a los que no afectaba en absoluto el mal.
Adherirse a las formas
económicas que prevalecerían en el futuro era algo que la Iglesia no podía
hacer, debido a su prohibición del préstamo a interés. Los negocios bancarios,
realizados también por los papas desde el siglo XIV, negocios que hicieron
acumular inmensas riquezas a los Medici y a otras familias de Florencia y de Siena y que
convirtieron a comienzos del siglo XVI, a los grandes comerciantes de
Augsburgo, en maestros de una actuación financiera política, y a
Jacobo Fugger el rico en una persona que
debía intervenir necesariamente en los grandes proyectos dinásticos y
políticos, fueron considerados por las concepciones rigurosas de la Baja Edad
Media en cierto modo como una especie de usura pecaminosa. Es verdad que en
Italia la gente aprendió a saltar con una cierta elegancia por encima de las
dificultades morales. Finalmente, el mismo Pío II, que era de Siena, introdujo
en los Estados Pontificios el monopolio del alumbre, y en Florencia se
consideró muy pronto como normal el exigir un interés del 7 al 8 por 100. Los
escrúpulos morales se acallaban entregando una parte de los propios ingresos
para fundaciones piadosas y caritativas; con ello se ofrecía asimismo ocasión
de hacerse propaganda.
Los representantes
alemanes del primer capitalismo se enfrentaron de un modo más serio y concienzudo
con este problema. Cuando los comerciantes de Augsburgo o la Sociedad
Comercial de Ravensburgo escribían en sus libros, en su propia cuenta, la
expresión «capital de nuestro Señor Dios»; cuando los Fugger o Fúcar, en el
balance de 1511, indicaban que el capital del santo titular de Augsburgo, san
Ulrico, ascendía a 15.000 florines; cuando Jacobo Fugger erigía, «para alabanza y en agradecimiento a
Dios» la fundación social más grande del siglo, el barrio de los Fugger, con
sus 142 viviendas, no eran éstas fórmulas vacías, sino signos de aquella
armonía entre piedad y afán de lucro, fe y vocación temporal, en que vivían
estos jefes de las finanzas. También se había intentado solucionar teóricamente
el conflicto, después de que predicadores populares como el alsaciano Geiler
de Kaisersberg y Sebastián Brant atacaron
violentamente los monopolios y los intereses, y el canónigo de Eichstátt, Adelman de Adelmansfelden, un humanista, aplicó
demasiado claramente al «usurero» Jacobo Fugger su comentario al De usura vitanda, de
Plutarco. Entonces los Fugger solicitaron los servicios del joven pero ya
famoso profesor Juan Eck, de Ingolstadt, que había dado en esta ciudad su primer
curso sobre problemas económicos. En él había afirmado que el prestar dinero a
interés no constituía usura. Juan Eck celebró, en el convento de carmelitas de
Augsburgo, una disputa sobre la licitud del préstamo a interés. Una disputa
preparada por Eck en Ingolstadt fue
prohibida por el obispo de Eichstätt, a cuya diócesis pertenecía la ciudad.
Entonces Eck, que había defendido en un tratado el interés del 5 por 100,
marchó en 1515, apoyado por los Fugger, a Bolonia, donde de nuevo celebró una
disputa sobre la licitud del préstamo a interés, consiguiendo ganar para
sus ideas a los dominicos. También la universidad de París era favorable a sus
ideas. Se tenía, pues, ya la justificación teológico-moral de la nueva forma de
economía, justificación que, desde luego, se apoyaba sólo en la autoridad de un
profesor. En cambio, la Iglesia oficial mantuvo todavía de modo absoluto,
durante todo el tiempo de la Reforma protestante, la prohibición de cobrar
intereses.
LA CIUDAD Y EL CAMPO
La forma de economía del
capitalismo primitivo se desarrolló en las ciudades, cuyo florecimiento tiene
lugar en el período que antecede inmediatamente a la Reforma protestante. Aquí
vamos a tratar principalmente de las ciudades alemanas, que, en comparación
con las de Francia e Inglaterra, se distinguían por su libertad cívica y por la
independencia del sistema político. De las 85 ciudades reseñadas en el registro
imperial de 1521, 65 eran entonces de hecho directamente imperiales, es decir,
dependían directamente del Imperio. A pesar de su número tan grande, estas
ciudades no constituían un factor de poder político. Les faltaba para ello la
guía política e igualmente la unión entre sí. Las ligas de ciudades,
establecidas para garantizar la seguridad pública, estaban completamente
sometidas al influjo de los príncipes, y éstos se resistían, con obstinada energía,
en las Dietas, a admitir la igualdad de derechos de las ciudades.
A cambio de esto, la
posición económica de éstas era tanto más fuerte, pues habían participado
destacadamente en la revolución espiritual que significó para el pueblo alemán
el rápido tránsito de la economía agraria a la economía financiera. Favorecida
por la administración autónoma de las ciudades, en la cual participaban ya no
sólo los patricios, sino también los gremios y las corporaciones, se fue
desarrollando una poderosa conciencia del propio poder. Esta se puso de
manifiesto no sólo en aquellas soberbias casas de burgueses, de elevadas
fachadas y magníficos patios interiores, que antes de la Segunda Guerra Mundial
orlaban todavía tantas «plazas mayores» (Marktplaiz) o escoltaban or-
gullosamente la «calle del Imperio» (Reichs strasse). La iglesia principal de la ciudad era la expresión de
la armonía serena, que reinaba también en estas burguesías libres, entre la
conciencia cívica y una gran devoción religiosa. Generaciones anteriores habían
comenzado a construir templos gigantescos en Ulm, Friburgo y Estrasburgo, en
los cuales se siguió trabajando hasta la Reforma protestante. Las ciudades más
pequeñas intentaban competir con las mayores. En estas edificaciones podía
encontrarse una extraña acumulación de artesanos, los cuales, por su parte,
encontraban trabajo desde Praga hasta Milán e intercambiaban ideas entre sí.
La burguesía se
identificaba casi con la iglesia principal de su ciudad. Los libros de
donaciones de las grandes iglesias revelan la participación de todas las capas
de la población. Junto a los donativos se encuentran las prestaciones
personales y los legados. Sin embargo, más de una vez la construcción de la
iglesia superaba la potencia económica de la ciudad, y entonces se pedía ayuda
y subsidio de fuera. Un medio para conseguir esa ayuda eran las indulgencias.
Son innumerables los permisos dados para hacer colectas, con concesiones de
indulgencias por los obispos. Para los proyectos de mucha categoría, el Consejo
de la ciudad se dirigía a Roma. Estrasburgo, Friburgo, Constanza y Zurich son algunos ejemplos, escogidos al azar,
de las concesiones de indulgencias por los papas. En ellas se asociaba un
donativo en dinero para la construcción de la iglesia, hecho como obra de
penitencia, con la remisión de penas temporales por los pecados. Sólo la
acumulación de tales indulgencias y, además, la exigencia de la Curia de
participar en los beneficios para atender a los fines generales de la Iglesia,
suscitó la crítica violenta contra
las indulgencias para construir iglesias y contra la indulgencia en cuanto
tal.
Los burgueses
consideraban la iglesia de la ciudad como su templo
propio. No es sólo que en ellas
erigieran sus túmulos, para los
cuales construían con frecuencias capillas enteras. También controlaban
los bienes de la iglesia, poniendo para ello administradores, e intentaban imponer su voluntad propia en el
terreno de la política personal. La iglesia, con sus numerosos altares y beneficios, fundados por los burgueses, debía favorecer tan sólo, en lo posible, a los hijos de la ciudad. Para ello el
Consejo se preocupaba solícitamente de conseguir el patronato sobre las
iglesias y capillas de la ciudad. Cuando esto no se lograba, se prefería
a veces edificar una iglesia
propia de la ciudad, o influir
sobre la iglesia parroquial, fundando una canonjía para un predicador. Poco a poco fue dejando
de haber, en las muchas ciudades imperiales, algún beneficio que el obispo
pudiera proveer libremente. Las ciudades intentaban someter a su dominio incluso a los monasterios
radicados dentro de sus muros. Les imponían tutores que cada año tenían que dar cuenta de la administración de los bienes y posesiones, y que hacían también inventarios de las riquezas del convento, para
poder obligarles así a pagar impuestos. En esta cuestión las ciudades tropezaban ciertamente con un antiguo privilegio, garantizado por el Derecho canónico: la exención de impuestos del estamento
clerical. Las múltiples donaciones de tierras y posesiones hechas
a iglesias y monasterios tenían que perjudicar gravemente la capacidad
tributaria de la ciudad. A los simples clérigos todavía se les podía conceder
tal privilegio; pero la exención de impuestos favorecía a menudo, a través de
los patronatos y fincas pertenecientes a monasterios y fundaciones ajenos, a
éstos y al clero feudal. Además, las importaciones de mercancías por los
monasterios o las tabernas propiedad de la Iglesia hacían competencia a los
ciudadanos particulares o perjudicaban el comercio de las ciudades marítimas
(Suecia). Por ello las ciudades exigieron de las instituciones eclesiásticas
tributos, dinero contante y sonante, o bien prendas, o prohibieron totalmente
las fundaciones de bienes raíces entregados a «manos muertas». Asimismo los
hospitales, que recibían constantemente ricas donaciones y legados, pasaron a
depender de las ciudades. Los administradores civiles se convierten en los
únicos representantes del hospital, cuyos servicios debían favorecer únicamente
a los habitantes de la propia ciudad; por su parte, los derechos de dominio
sobre los hospitales debían ser incluidos en el marco de la
política de la ciudad dentro del territorio. De esta manera, al comienzo de la
innovación religiosa se había creado —de
modo paralelo al dominio de los señores territoriales sobre la Iglesia en la
Baja Edad Media— un sistema compacto de la jerarquía eclesiástica de la ciudad,
que había de tener una importancia decisiva para el destino de la Reforma
protestante en las ciudades imperiales.
Las muchas fundaciones
existentes en las iglesias y capillas exigían un clero numeroso para decir las
misas vinculadas obligatoriamente con aquéllas. Tendencias semejantes se
dejaban sentir también, por lo demás, en las muchas ciudades alemanas no independientes,
y en las de los Países Bajos, que en parte llegaban a alcanzar incluso la
extensión de Londres. Ello hizo que en el siglo anterior a la Reforma
protestante aumentase de modo extraordinario el número de clérigos que vivían
en las ciudades. Es éste un fenómeno que puede comprobarse en todos los países.
No siempre es posible indicar, desde luego, cifras exactas, dado que el número
de las fundaciones no tiene siempre que coincidir necesariamente con el de
clérigos. Pero, como ilustración de una situación general, pueden bastar unas
pocas indicaciones. En la catedral de Estrasburgo había en 1521 veinticuatro
canónigos, a los que se añadía el collegium de los sacerdotes no nobles, con 63 prebendados, que
eran auxiliados todavía en el culto por 36 capellanes. En 1536 había en la catedral
de York 55 capellanes (chantries). Cuando santa Teresa de
Avila inauguró su primera fundación en Medina del Campo, había en esta ciudad,
según nos dice su biógrafo, además de las dos parroquias, la colegiata, con
dos cabildos de 80 sacerdotes, dieciocho conventos y nueve hospitales. Se dice
que en Inglaterra había de 10.000 a 12.000 sacerdotes seculares para una
población aproximada de tres millones de habitantes.
En contraposición a las
ciudades, los caballeros y los campesinos eran estamentos en decadencia. El
desarrollo del arte de la guerra, la introducción de las armas de fuego y de
los ejércitos de lansquenetes hicieron realmente innecesarios a los caballeros.
Su riqueza, que, al igual que la de la Iglesia, estribaba en bienes raíces,
disminuía, mientras el comercio de las ciudades próximas era cada vez más
floreciente. Además, la clase social entera estaba completamente dispersa, y
cada uno tenía sólo miras egoístas. El caballero no servía ya al Imperio, sino únicamente
a sí mismo, y se oponía incluso a que se regulase de modo general la seguridad
pública. No pocos caballeros creían que las circunstancias cambiarían muy
pronto; por ello acogieron con gozo desde el principio la aparición de Lutero,
pensando que, en su nombre, podían suprimir radicalmente, en provecho propio,
las posesiones eclesiásticas. Pero Sickingen sufrió una grave derrota, que
afectó a la caballería entera, cuando emprendió una campaña de rapiña en
dirección a Tréveris.
También los campesinos
estaban descontentos, y esto ocurría no sólo en Alemania. En Inglaterra los
poseedores de tierras se pasaban entonces de la economía del diezmo a la
economía del arriendo, de la agricultura a la ganadería. La tierra fue
considerada como inversión de capital por los comerciantes que se habían
enriquecido en el comercio. La economía de pastos requería muchos menos
arrendatarios. Los antiguos campesinos emigraron a las ciudades, convirtiéndose
en jornaleros asalariados al servicio de la incipiente industria textil. En
Alemania la situación económica de los campesinos no era mala de suyo; pero, excepto
unos pocos, carecían de libertad personal. Los diversos grados de falta de
libertad se habían ido acercando cada vez más, y ya sólo se hablaba, en general,
de la «pobre gente» o del «plebeyo». El cultivo de tierras recibidas en feudo
de los señores llevó por sí mismo a la servidumbre. De hecho, sin embargo, en
Flandes y en el Rin las cargas que pesaban sobre los plebeyos se hicieron cada
vez menores. El campesino ascendía también aquí, cada vez más, a la categoría
de arrendatario —tanto más enojosos le parecían, por ello, los intereses y
rentas, los obsequios que debían hacer anualmente en señal de acatamiento, los
tributos en caso de muerte, la restricción de la libertad de movimiento, la
prohibición de cazar y pescar, sobre todo la transformación de los pagos en
especie en pagos en dinero, y los nuevos tributos destinados a compensar al
propietario o el señor feudal por la desvalorización del dinero. Los propietarios
de tierras —entre los que, una vez más, estaba la Iglesia— intentaban, siempre
que moría el anterior feudatario, imponer nuevas condiciones y transformar los
feudos hereditarios en feudos eventuales. Frente a esto, los campesinos
reclamaban el «derecho antiguo» y pensaban que el comportamiento de sus
señores iba contra la ley divina y humana. La introducción del derecho romano
escrito y el auge económico de los habitantes libres de las ciudades los
excitaron todavía más, de tal modo que, ya antes de la aparición de Lutero, se
habían producido en varias ocasiones levantamientos de campesinos, sobre todo
en el Alto Rin, cerca de Suiza, donde éstos habían conseguido asegurarse su
libertad política y de clase. Aun cuando los levantamientos fueron aplastados,
no se extinguieron las secretas esperanzas de que Dios mismo implantaría un
orden justo.
CRISIS POLITICA
También en el terreno
político se encontraba el país de origen de la Reforma protestante en una
situación de graves crisis. Para cerciorarse de esto basta con comparar las
circunstancias de Alemania con las de Francia. En esta última nación el rey
había conseguido imponerse a todas las fuerzas centrífugas del país, sobre
todo a las de los vasallos de la corona. Desde la época de la victoria sobre
los ingleses y el final de la Guerra de los Cien años (1453), los Estados
feudatarios habían ido siendo incorporados uno tras otro al reino, siendo los
últimos Anjou, Maine y
la Provenza; Borgoña fue conquistada, y la Bretaña, adquirida por matrimonio.
El gran Estado moderno francés era un reino centralista, con un rey
absolutista a su frente, de cuya voluntad dependía todo, incluso todo lo que
ocurría en el seno de la Iglesia. El Parlamento no era más que la corte de
justicia del rey. Ya en 1438 una asamblea del clero francés, reunida en Bourges para examinar las resoluciones del
Concilio de Constanza, pide al rey que apruebe y sancione sus acuerdos, a fin
de que éstos adquieran vigencia en el reino mediante esa aprobación. Como
compensación de una posterior condescendencia aparente, Luis XII obtuvo del
papa el título de rex christianissimus. La influencia del rey en la
provisión de obispados y abadías era prácticamente ilimitada. En 1516 esta
situación quedó legalizada por un concordato. Con ello, ciertamente, apenas se
incrementó el poder del rey dentro de la Iglesia; mas ahora no se basaba ya en
una disposición interna francesa, como la Pragmática Sanción de Bourges, sino en la autoridad del papa. En el
concordato éste había otorgado al rey el derecho de nombrar a todos los obispos
y abades del reino, y además se había declarado conforme con que todos los
pleitos, cuando no concerniesen a obispos, se tramitasen en la misma Francia;
también quedaban eliminadas todas las intervenciones papales en el sistema de
provisión de cargos (expectativas, reservaciones, etc.). El rey es ahora «el
primer personaje eclesiástico» del reino: con ello, sin embargo, se obligaba
también moralmente en cierto modo a nombrar buenos obispos. En los siglos
posteriores el confesor del rey propuso casi siempre a éste, para que las
nombrase, a personalidades muy respetables, mientras que, todavía en tiempos de
Enrique III, el favor real colocaba a muchos seglares al frente de obispados y
abadías. Mas, a pesar del concordato, siguió habiendo «anarquía en las
instituciones y en las costumbres» de la Iglesia (Imbart de la Tour); ésta se manifestaba en la ruptura de la
unidad por grupos e intereses, y en la lucha recíproca por conseguir un exceso
de libertades. Principalmente los patronatos sobre las instituciones
eclesiásticas desmembraban las diócesis, y el sistema de encomiendas destruyó
toda vida autónoma de las comunidades monásticas, de tal modo que las autorreformas quedaron siempre paralizadas necesariamente.
¡Cuán distinta era la
situación en el Imperio! En el siglo XV, durante el largo y poco enérgico
gobierno del emperador Federico III, habíanse acrecentado rápidamente en él la
autonomía y el egoísmo de las autoridades particulares. El Imperio apenas era
más que una liga de príncipes, a los que únicamente la corona imperial
mantenía un poco unidos. Todos los intentos realizados a comienzos del siglo
para volver a movilizar la energía del Imperio, fracasaron. Apoyándose en el collegium de los príncipes electores, el arzobispo de Maguncia,
Bertoldo de Henneberg, había intentado unir de nuevo a los príncipes alemanes,
estatuyendo una seguridad general, un tribunal común (la Cámara Imperial) y
unos impuestos comunes. Mas como los príncipes no estaban dispuestos a realizar
los sacrificios necesarios, el rey Maximiliano pudo reformar el Imperio en
provecho propio e impedir en su mayor parte aquella reforma. El mando del
Imperio volvió a disgregarse, y ni siquiera consiguió imponerse de nuevo en
las negociaciones de Carlos V con los Estados. La división del Imperio en las
diez circunscripciones de Maximiliano sólo alcanzó importancia en el terreno
militar, e incluso aquí no la tuvo más que en las circunscripciones de la Alta
Alemania. Y así, al comienzo de la Reforma protestante, un emperador que tenía
unos grandes bienes de la corona, los cuales residían en su mayor parte fuera
del Imperio, se enfrentaba a una Dieta de celosos defensores de intereses
particulares. En la elección imperial de 1519, el mismo príncipe elector de
Maguncia llegó a decir que el Imperio era una aristocracia (de príncipes), cuyo
auténtico soberano era la Dieta. Se pensaba ciertamente que la reforma del
Imperio era una tarea que había que realizar, pero ni siquiera Carlos V pudo
llevarla a cabo. Sólo teniendo en cuenta este trasfondo de la crisis
constitucional alemana se hace comprensible el peculiar comportamiento de las
Dietas y de los príncipes al comienzo de la innovación religiosa; sólo teniendo
esto en cuenta pueden entenderse las justificadas esperanzas de Francia de
conseguir la corona imperial, y los cohechos, que eran cosa casi diaria, y que
culminaron en la traición de Mauricio de Sajonia.
Tampoco en el terreno de
la política eclesiástica había conseguido Alemania alcanzar aquel influjo que,
en Inglaterra, en Francia y en España había llevado a la formación de una
Iglesia nacional. Es cierto que existían tendencias de esa índole, pero sólo
las alentaban príncipes y soberanos territoriales aislados. En las más
diferentes partes del país, tales tendencias consiguieron obtener también
amplísimos privilegios de la Curia. Apoyándose en ellos, o también sin su
ayuda, y siguiendo el ejemplo del vecino, los príncipes limitaban la
jurisdicción de los obispos, ejercían un auténtico derecho de inspección sobre
los clérigos que residían y los monasterios que radicaban en su territorio y
exigían controlar la administración de las riquezas de la Iglesia y las
indulgencias predicadas en territorio de su soberanía; cuando éstas iban
acompañadas de colectas, las consentían o prohibían teniendo en cuenta únicamente
puntos de vista financieros. Ya hemos visto antes cómo las ciudades libres
siguieron el ejemplo de los príncipes. Es cierto que, en general, y a excepción
de algunos obispados territoriales del norte y este de Alemania, la provisión
de las diócesis no estaba en manos de los príncipes. Tampoco el poder central
ejercía ninguna clase de influencia sancionada por leyes, al contrario de lo
que podía hacer el rey francés. La provisión de las diócesis se hacía más bien,
según el concordato de Viena de 1448, por elección de los cabildos, que luego
Roma aprobaba. Esta práctica estaba restringida por ciertas reservaciones. Así,
el papa proveía todos los cargos que habían quedado vacantes por muerte de su
titular si éste estaba en la Curia o al servicio del papa, o aquellos otros en
que la elección no había sido canónica, pero también cuando la elección era
válida, si un motivo razonable o el consejo de los cardenales intervenía para
que se nombrase a una persona más digna. Esta regla tan flexible suscitaba
muchas discordias. La Curia se había asegurado también una cierta influencia en
lo referente a la composición de las juntas electivas, mediante el derecho de
proveer la mitad de los beneficios que vacaban en los cabildos (se dividía la
provisión según el momento de la vacancia, y se hablaba de «meses
pontificios»). Además, cuando se cubrían puestos en iglesias catedrales o en
monasterios de varones, la Curia pedía una tasa por servicios, y cuando se
proveían todos los demás cargos eclesiásticos más importantes, exigía las
anatas. Esta reglamentación constituyó la base de las relaciones entre el
Imperio y la Iglesia hasta el año 1803. No se llegó a firmar un concordato con
el Imperio, como había pretendido el príncipe elector de Maguncia, Bertoldo
de Henneberg.
Esta reglamentación, que
era muy desventajosa en comparación con la de otros Estados, hizo surgir en la
práctica fenómenos grandemente perjudiciales en parte. Algunos papas
renacentistas intentaron incrementar más aún los derechos e impuestos de Roma.
La avaricia y la caza de cargos empujó a muchos clérigos hacia Roma, pues
pensaban que en la Curia prosperarían de modo especial. Todo esto creó un gran
malestar en Alemania, un apasionado sentimiento antirromano y anticlerical,
que las Dietas de príncipes y los sínodos de obispos fueron manifestando en
numerosas quejas contra Roma. Además de las quejas por el sistema de
nombramientos y por las exigencias de dinero, había otras también porque la
apelación a Roma hacía que los procesos quedasen sustraídos a la propia
jurisdicción. Desde 1458, las «Quejas de la nación germánica por el menoscabo
de la Iglesia alemana» desempeñaron un papel muy importante en numerosas Dietas,
especialmente después de que el humanista alsaciano Wimpfeling las compiló en
1510, por encargo del emperador Maximiliano. Los gravamina, que eran unas cien quejas particulares, no fueron
tomados en serio por la Curia, que no intentó atenderles; por ello se los
empleó como medio de agitación en las Dietas celebradas en los primeros tiempos
de la Reforma protestante. Las reclamaciones de los nuncios para que el Imperio
interviniese con su poder fueron acalladas.
CLERO Y OBISPOS
La situación económica
tanto de los numerosos sacerdotes que vivían en las ciudades como de los
párrocos rurales difería mucho entre sí. Al lado de algunos párrocos que
obtenían ingresos realmente principescos, estaba la gran muchedumbre de
parroquias rurales dotadas con ingresos medianos, cuando no muy malos, y las
exiguas prebendas de los capellanes y altaristas. Sobre todo los vicarios de
parroquias incorporadas a monasterios tenían que contentarse, en muchas
regiones, con ingresos muy modestos. Esto ocurría no sólo en la Alemania
central. Más de la mitad de todas las parroquias de Escocia estaban
incorporadas a monasterios, y los vicarios eran muy mal pagados. En un memorial
que el obispo de Clermont presentó
en 1546 en Trento, afirmaba
que, de las 800 parroquias de su diócesis, sólo 60 estaban atendidas de hecho
por párrocos, y todas las demás, por vicarios, cuyo sueldo era muchas veces de
diez o doce florines; y a causa de su pobreza, decía, tales vicarios no podían
defenderse siquiera contra esta injusticia. Y en lo que respecta a Flandes, una
investigación moderna ha demostrado que el sacerdocio representaba un ascenso
social muy relativo: que el sacerdote recién ordenado, cuando tenía en su poder
la promesa de un beneficio, se había condenado a la pobreza para toda su vida.
Aun cuando disfrutase de una prebenda, tenía en general que agenciarse, con el
trabajo de sus manos, lo que le faltaba para el sustento. Y si no tenía un
beneficio, se veía obligado a mendigar. Los sínodos detallaban incluso de modo
positivo las profesiones marginales que estaban permitidas. ¡Tan natural
resultaba la pobreza del simple sacerdote! El hecho de que no faltasen
vocaciones demuestra que en muchos de éstos alentaba un idealismo capaz de
impresionar a los jóvenes. Si en la ciudad resultaba posible aumentar los
ingresos trabajando como escribano, pintor, encuadernador o médico, en el campo
esto podía conseguirse empleándose como hortelano, pescador y, muy
frecuentemente, como labrador, para cultivar incluso las tierras
pertenecientes a la Iglesia. Así los sacerdotes establecían un íntimo contacto
con el pueblo, conocían sus necesidades, pero, por otro lado, no permanecían
libres de sus faltas. Siempre que oigamos quejas sobre las reyertas entre
clérigos, sobre el hecho de que jugaban, bebían y andaban mucho por las
tabernas, deberemos ver tales quejas en el contexto que acabamos de señalar.
La formación de estos
sacerdotes era, lógicamente, muy modesta. La mayoría de los futuros clérigos se
educaba en compañía de un párroco, acaso el de su misma ciudad natal,
conviviendo con él. Aquí aprendían los rudimentos del latín y el rito de la
misa y de la administración de los sacramentos, se entusiasmaban por el ideal
del sacerdote cuando tenían ante sí un ejemplo vivo, pero se contentaban también
con la mediocridad y la rutina vulgar cuando la vivían día a día. El estudio
en las escuelas catedralicias o monacales no era accesible más que a una
pequeña minoría. En las escuelas de latín de las ciudades se enseñaba los
rudimentos de esta lengua a aquéllos que se disponían a cantar por las calles
para ganarse el pan de cada día. La formación universitaria era al principio
una excepción. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XV empezó a ser más
frecuente la asistencia a las universidades, pero en ellas muy raramente se
estudiaba teología. En la mayor diócesis alemana, la de Constanza, en la que
había unos 17.000 clérigos, sólo 4.700 estudiaron en universidades durante
estos cincuenta años. En los primeros decenios del siglo XVI casi la mitad de
los clérigos había asistido a la universidad. Las circunstancias eran
favorables en esta diócesis, pues existían tres universidades en ella o muy
cerca de sus fronteras. Cifras semejantes se dan también en Inglaterra.
El estudio en la
universidad, que presuponía casi siempre, como base económica, el disfrute de
un beneficio, no favorecía ciertamente el cumplimiento de la obligación de
residencia de los párrocos. Las dispensas de este deber por razón de estudios
universitarios son, desde luego, un testimonio muy laudable de la alta estima
en que la Iglesia tenía a estos estudios, pero manifiestan, por otro lado, una
comprensión muy escasa para las exigencias de la cura de almas. Tales dispensas
multiplicaban el empleo de substitutos, que, por ser auténticos
«arrendatarios», mostraban poco sentido de responsabilidad para el rebaño que
se les había confiado, y tenían que llevar, además, una vida muy poco segura.
No es fácil señalar numéricamente cuántos eran los que cumplían con la obligación
de residencia. Todos los datos son inseguros, bien porque la manera de designar
a los clérigos tiene un significado distinto en cada región, bien porque faltan
cifras comparativas, o porque éstas tienen sólo una validez local. En cualquier
caso, parece que en el siglo XVI las circunstancias eran peores en Francia y en
los territorios del Rin que en Flandes o en el obispado de Utrecht.
Entre las anomalías y
defectos del clero se contaban sobre todo, además de los numerosos fallos
particulares en el terreno moral, la gran difusión del concubinato. Los relatos
de las visitas pastorales mencionan una cuarta parte (Países Bajos) e incluso
una tercera parte de todos los clérigos (Bajo Rin, 1569). Casi una cuarta parte
del clero está reseñado en el registro penal del oficial de Chalons. Decanos celosos denuncian al obispo, por
este motivo, a docenas de clérigos de cada diócesis, o se acusan a sí mismos.
Pero el mal parecía inextirpable, y la intervención de los tribunales
episcopales no era, en consecuencia, bastante severa. Los culpables eran
castigados casi siempre con una simple multa. Aun cuando se exigía abandonar a
la concubina, esto no se realizaba casi nunca. En las aldeas el concubinato
parecía casi inevitable, debido en parte a que los párrocos trabajaban en el campo.
A los ojos de muchos seglares el concubinato de los sacerdotes apenas
constituía ya un escándalo, habiendo perdido, incluso según la opinión de
muchos clérigos, su carácter de culpa. ¡Hasta tal punto habíase debilitado en
este estamento la energía de lo auténticamente religioso, la entrega a Dios! Lo
que escandalizaba era, a lo sumo, el que muchos párrocos intentaran que sus
hijos habidos en concubinato heredasen el beneficio que ellos disfrutaban.
Había que pedir, ciertamente, dispensa a Roma para que los hijos de sacerdotes
pudieran recibir las órdenes sagradas, pero esta dispensa se concedía con
frecuencia.
Al igual que en el caso
de la obligación de residencia, también en este terreno resultaba difícil
señalar las cifras exactas. Las que figuran en los registros episcopales y en
los minutarios conservados no abarcan, sin duda, todos los casos llegados a
conocimiento de los tribunales. Por otro lado, los clérigos aislados
verdaderamente ejemplares han quedado en el recuerdo de las gentes sólo casualmente,
por su obra literaria o por sus memorias. En los territorios de lengua alemana
podemos señalar al párroco de Basilea, Ulrico Surgant (f. 1506), muy meritorio
por las enseñanzas homiléticas y por la instrucción pastoral que daba a sus
hermanos de sacerdocio; al predicador de la catedral de Estrasburgo, Juan
Geiler de Kaisersbeg (f. 1520), o al sacerdote suabo Enrique de Pflummern, de Biberach (1475-1561), que no aceptó beneficio alguno durante
toda su vida, para poder servir mejor a Dios y a los enfermos en el hospital.
El número seguramente elevado de los sacerdotes fieles, buenos y ordenados
realizaba su obra en silencio, sin llamar la atención. Esto es preciso
recordarlo tanto más, si se piensa que, por así decirlo, estos sacerdotes eran Self-made
men, que no habían tenido la
educación ascética y religiosa de un seminario, que sólo muy raramente se
habían sentido animados por el ejemplo de obispos santos, que no habían sido
apartados del mal por la severidad de un vicario general o de una visita pastoral,
y que apenas eran tonificados por el ejemplo de sus compañeros de la misma
población. A veces un pequeño número de sacerdotes de las mismas ideas se
reunía para formar una hermandad sacerdotal. Estas, que eran numerosas, no se
preocupaban solamente de conmemorar dignamente el día del cabildo o de
celebrar oficios fúnebres por los miembros fallecidos, sino que, mediante
numerosas prescripciones particulares, señalaban también cómo se podía llevar
una vida sacerdotal ordenada, según el modelo de las Ordenes religiosas, los
benedictinos o los premostratenses. Apenas había algún sitio en que se enseñase
o se practicase una ascética o una piedad propia, acomodada a los sacerdotes
seculares. El clero carecía sobre todo del sentido de la obligación de la cura
de almas. Su trabajo se reducía a rezar el oficio divino y decir misa, llevar
los libros de ánimas y de las fundaciones, administrar la iglesia y sus
riquezas, predicar, cuando esto no era una tarea propia de fundaciones hechas
expresamente para este fin, administrar los sacramentos a los moribundos,
enterrar a los muertos y vigilar que se cumpliesen en la parroquia los decretos
del derecho canónico. El clero no enseñaba el catecismo, cosa que se dejaba a
los padres; no confesaba de modo regular, no ayudaba ni iba en busca de los
descarriados, no congregaba a los buenos para llevar a cabo empresas
apostólicas. Se creía ser —y se era realmente— una comunidad cristiana, para
gobernar a la cual era completamente suficiente el derecho canónico. Todavía en
1549, Bucer escribe desde la Inglaterra de Eduardo VIII que el clero se
preocupaba sólo de sus ceremonias, predicaba rarísimamente y jamás enseñaba la
catequesis.
Despertar el sentido
pastoral debería haber sido tarea de la jerarquía. Mas pedir esto, ¿no es
exigir algo imposible de aquellos hombres que gobernaban las diócesis,
personajes procedentes casi todos ellos de la nobleza, que se habían
engrandecido con la administración y el disfrute de los beneficios de los
cabildos, cuyos estudios universitarios se reducían, en general, sólo al
derecho canónico, que, con frecuencia, habían alcanzado demasiado jóvenes, por
intereses familiares, su dignidad, que estaban atormentados por las deudas del
cabildo y que se hallaban complicados en innumerables negocios políticos?
Además, entre los que llevaban mitra había algunos que eran claramente indignos
y otros muchos que no comprendían bastante la gravedad de su cargo. El
arzobispo de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo, que quería tener, por razones
puramente económicas y dinásticas, además de la sede de Halberstadt, todavía la de Maguncia, es uno de los más
conocidos representantes de este tipo de personajes. Por conseguir algunos
obispados se discutía durante largos años; en Constanza a cada uno de los dos
candidatos contendientes los apoyaba respectivamente el papa y el emperador, y
en Flandes, el papa y el rey francés. A comienzos de siglo estas sedes
permanecen vacantes durante años. Para otros, los obispados eran únicamente
trampolines de su carrera, etapas de un ulterior ascenso. Estos jamás ponían
los pies en sus diócesis. El cardenal Ippolito d’Este, arzobispo de Milán, no visitó ni una sola vez
su diócesis durante los treinta años que van de 1520 a 1550. El que luego sería
cardenal Accolti (f. 1532), que fue el que redactó el primer borrador de la
bula Exsurge dirigida contra Lutero, comenzó siendo obispo de Ancona, obtuvo luego sucesiva o simultáneamente
el arzobispado de Rávena, los obispados de Cádiz, Cremona, Maillezais y la administratura de Arras,
y siendo cardenal de Albano, pasó
luego a serlo de Palestrina para
acabar siéndolo de Sabina. ¡Y ni siquiera había estado jamás personalmente en
Cádiz o en Arras! Otros obispos recibían sus diócesis, por así decirlo, como
recompensa a servicios prestados en la corte, no sólo en la Curia, sino también
al emperador, pero sobre todo a los reyes de Francia e Inglaterra. De los
quince obispos que había en este último país el año 1517, diez de ellos habían
estado anteriormente al servicio del rey. Además, éste los seguía empleando
para llevar a cabo misiones diplomáticas en toda Europa. Naturalmente, así no
podían cumplir con su obligación de residencia. Y si bien Inglaterra había
conseguido liberarse desde hacía siglos de las intervenciones pontificias en el
sistema de provisión de cargos, había de conocer por su propio fracaso, por
así decirlo, la acumulación y el sistema de encomiendas. Wolsey, el lord canciller, hizo que se le
confiriesen varios obispados y abadías. De los quince obispos, sólo tres de
ellos eran teólogos; el más conocido de éstos era Juan Fisher, obispo de Rochester; los demás habían estudiado derecho civil más bien que
derecho canónico. Era, pues, natural que los obispos de aquel tiempo no
tuviesen ya apenas idea del contenido teológico, del carácter sacramental de su
dignidad y de su función. Su vinculación interna con el papa era muy floja. A
sí mismos se consideraban únicamente como jueces y administradores; no sabían
ya que eran maestros de su diócesis, y los primeros pastores responsables. Por
el contrario, siguiendo el ejemplo de la Curia y de las cortes, organizaban
toda una cancillería y dejaban al vicario general que se relacionase con los
sacerdotes, y a un obispo auxiliar, sacado la mayoría de las veces de una de
las Ordenes mendicantes, y que se hallaba sometido al vicario general, que
realizase las funciones pontificales.
Con todo, también en la
patria de la Reforma prostestante había excepciones, y no pocas, entre el
episcopado. Podríamos citar aquí obispos de Augsburgo, Constanza, Estrasburgo,
Eichstätt y otras diócesis. Algunos de ellos predicaban de nuevo,
personalmente, al pueblo, cosa que era considerada casi como un milagro, e
intentaron mejorar la situación mediante sínodos y estatutos. Toda la segunda
mitad del siglo XV está llena de intentos de reforma y de sínodos
reformadores. Estas tendencias no pudieron triunfar porque los obispos y los
vicarios generales actuaban de un modo demasiado legalista y muy poco
sacerdotal; además, no trabajaban en común, encontraban muy pocos ayudantes y
colaboradores bienintencionados en sus cabildos y, sobre todo, tampoco se
realizaba la reformatio in capite, la reforma de la
Curia romana y del pontificado. Por otra parte, permanecieron prisioneros del
sistema y de la política de los beneficios. En el tomo segundo de esta obra se
habla, por otro lado, de la situación de la Curia en la época del pontificado
renacentista.
LOS MONASTERIOS
Digamos todavía unas
palabras sobre los monasterios. También aquí encontramos un cuadro parecido.
Los esfuerzos reformistas de los benedictinos se alimentan de la energía
religiosa de la propia Orden. Educados en Subiaco y animados por el ejemplo de las Congregaciones renovadoras
de Italia y España, fueron surgiendo centros reformadores en Melk, de Austria;
en Kastl, del Alto Palatinado, y en Bursfelde del Weser, que consiguieron grandes éxitos. Mas a
pesar del apoyo que varios obispos les prestaron, muchos monasterios
intentaron eludir la obligación de renovarse, trasformándose, con aprobación
de Roma, en fundaciones de canónigos seculares. Las visitas eclesiásticas, que
no pocas veces eran realizadas también por el soberano del territorio,
tropezaron en algunos lugares con una abierta resistencia. Un efecto de esta
reforma fue que los conventos se poblaron de frailes, lo cual llevó a su vez a
construir nuevos edificios mucho mayores. También la actividad cultural, no
tanto la propiamente científica, experimentó un nuevo auge. Pero el afán
constructor y la preocupación de los príncipes por su independencia, así como
las críticas frecuentemente infantiles contra las otras direcciones
reformadoras, no permitieron que los buenos comienzos madurasen y produjesen
auténticos frutos. Así, por ejemplo, en Alemania la reforma de la Orden benedictina
quedó detenida hacia 1500. Mientras las abadías alemanas eran relativamente
ricas, y en parte independientes del poder de los príncipes, encontrándose
también exentas en muchas ocasiones, las escocesas estaban sometidas a los
abades encomendatarios nombrados por el rey. Los monasterios benedictinos
ingleses, cuyo número no era, por lo demás, tan grande como el de los monasterios
de canónigos agustinos del mismo país, no eran en general tan ricos, y mucho
menos lo eran los pequeños prioratos, sometidos al protectorado de un noble
rural. La mayoría de las casas no eran exentas, hallándose sometidas, por
tanto, a los obispos. En las visitas de éstos se escuchan frecuentes quejas
sobre el abandono del rezo coral y de la vida comunitaria; y en una pequeña
parte de las casas se registran también algunos escándalos y un auténtico
desorden. Por lo demás, los aproximadamente ochocientos monasterios del país
tienen un nivel mediano en el aspecto religioso y moral.
A los antiguos
monasterios, construidos sobre la base de la regla benedictina y agustina, se
enfrentaban las numerosas casas de las Ordenes mendicantes, las cuales, en la
mayoría de los casos, estaban sometidas en la práctica al control de las
ciudades. Había en Alemania pequeñas ciudades libres que encerraban dentro de
sus muros conventos de varones de las cuatro Ordenes mendicantes, y además
numerosos conventos de mujeres, así como asociaciones de terciarias. En
Inglaterra, la mitad de los 177 conventos de Ordenes mendicantes se encontraban
en los territorios del centro y en la región oriental.
La situación interna de
estos conventos se hallaba caracterizada por una constante alternancia de
decadencia y de anhelos de reforma. En el caso de Alemania, y aun cuando
reduzcamos a su justa medida las exageraciones de muchos príncipes y ciudades,
que hablaban como hablaban por el interés que tenían en aumentar sus propios
derechos, han quedado suficientes testimonios y quejas, del sur y del norte,
acerca de verdaderos defectos, que se refieren por igual a conventos de
hombres y de mujeres. No vamos a tratar aquí tampoco de casos particulares de
infracciones y excesos pésimos, que con razón tenían que provocar grave escándalo.
Aunque no eran excepciones totalmente raras, tampoco eran frecuentes, y,
además, la crítica las generalizaba y aumentaba. Peor y más general era la
descomposición de ciertos principios de la vida religiosa en cuanto tal: la
supresión de la clausura con los más diversos pretextos, el abandono de la
vida comunitaria, el acceso a la propiedad privada. Los frailes conservaban las
tierras que habían heredado de sus padres, disponían de ingresos, hacían
testamentos y legaban sus celdas. Aspiraban a vivir del mismo modo que los
sacerdotes seculares y abrigaban los mismos anhelos pequeño-burgueses de tener
asegurada su vida. Incluso cuando llevaban una vida ordenada, la mediocridad
religiosa hacía que apareciesen fenómenos tales como el descuido o la
interrupción de los estudios, el ansia de placeres y la pereza, cosas éstas que
los humanistas sacaban a cuento con mucha frecuencia, poniéndolas en la
picota, aunque a veces exageraban. Por su parte, al pueblo le molestaban sobre
todo las colectas repetidas en comarcas exactamente señaladas, y además, la
desagradable competencia entre párrocos y religiosos por predicar y confesar,
enterrar a los muertos, hacer vigilias y estaciones, sobre todo porque, en todo
esto, se discutía con frecuencia solamente por los estipendios y donativos,
los cuales, de todos modos, para el párroco resultaban indispensables.
Mas junto a esto había
muchas personas que tomaban con seriedad la vida religiosa. En todas las
Ordenes podemos ver vigorosos intentos de reforma, que se extendían a veces a
la mayoría de los monasterios. Tales movimientos pretendían restaurar la
antigua forma de vida, la observación exacta de la regla. Los monjes reformados
recibían a menudo un nombre determinado, según cual fuera la meta de su
observancia. Con todo, la renovación no pudo triunfar plenamente ni siquiera
entre los dominicos, que fueron los primeros que la intentaron partiendo de
Italia, y que sabían lo que querían. Es cierto que el general de la Orden,
Cayetano, quiso implantar en ésta el convencimiento de que todos «se encuentran
en estado de condenación si no abrigan la voluntad sincera de poner todo lo
que poseen a los pies de su superior». Cayetano volvió a nombrar un lector para
cada casa y declaró que la Orden
perecería «si nuestro saber teológico no nos salva».
Todavía en 1515 pudo fundar una provincia observante en los
Países Bajos; a ella le fueron
incorporados también
conventos flamencos, y se le dio el nombre
de Germania inferior.
Pero entre los diez conventos no observantes
de la provincia teutónica, que se enfrentaban en 1520 a los
treinta y nueve conventos observantes, estaban las
importantísimas casas de Estrasburgo, Zurich y Augsburgo.
El movimiento observante franciscano, que comenzó en Francia, llegó, apoyado
por príncipes y por esposas de éstos, a Alemania, donde
fue conquistando convento
tras convento, no sin encontrar una violenta
resistencia; llegó incluso a formar
una provincia observante, con un capítulo
propio, y tuvo un celoso
guía en el eminente teólogo Gaspar Schatzgeyer (t 1527), que luego sería provincial. En el año 1517 León X aprobó la formación de dos Ordenes independientes, la de los observantes y la de los conventuales,
que intentaron a veces denigrarse recíprocamente, con daño de la buena causa. Entre los agustinos eremitas, a cuya Orden pertenecía Lutero, el
sajón Andrés Proles (f. 1503) consiguió poner a los conventos observantes bajo la dirección de un
vicario general. Y una vez nombrado él mismo para tal cargo, impuso implacablemente
la reforma en su patria con ayuda del poder
secular e intentó introducirla también en el sur. Tras su muerte, Staupitz prosiguió con celo la
observancia. También aquí hubo escisiones en la Orden. Los observantes se negaron a someterse a un provincial no reformado. Por este asunto emprendió Lutero su viaje a Roma. El general de la
Orden apoyaba enérgicamente el movimiento de reforma. Egidio de Viterbo (general de
1506 a 1510), que en 1511, en su discurso de apertura del Quinto Concilio de
Letrán, había propuesto el programa de una reforma desde dentro (homines per
sacra inmutari fas est, non sacra per homines), defendió también en
la Orden una reforma en el verdadero sentido de la palabra; esta no aspiraba a
realizar algo revolucionariamente nuevo, sino a restablecer la forma antigua.
En esto coincidía con ciertas ideas básicas del Renacimiento, con el cual tenía
en común también, por lo demás, grandes intereses científicos, sobre todo en
el terreno de la Biblia. Realmente le faltó, lo mismo que a los demás
jefes del movimiento reformista de las diversas Ordenes, el apoyo constante y
básico de los papas. Tampoco los intereses encontrados de los soberanos y las
ciudades permitían actuar de un modo unitario.
En la Baja Edad Media se fundaron muy pocas
Ordenes religiosas nuevas y, en general, éstas fueron de poca importancia. La
más importante relativamente fue la
Comunidad de Hermanos de la Vida Común, que comenzó en Utrecht y Deventer a finales del siglo XIV. Esta comunidad
de seglares, que quería vivir a la manera de los religiosos, pero sin emitir
votos formalmente, conquistó grandes méritos especialmente en el terreno de la
educación de la juventud y de la formación de los clérigos, así como en el de
la promoción de un noble humanismo cristiano. Erasmo y Wimpfeling se educaron
en sus escuelas (el último tuvo como maestro a Dringenberg). La devotio moderna, aquella piedad cálida, aunque de índole un poco pasiva, que insistía sobre todo
en la imitación íntima y personal de Cristo y desatendía la importancia de la
Iglesia en el orden de la gracia, se encontraba entre ellos en su propio
elemento. El monasterio de Windesheim junto a Zwolle, que se formó a base de un círculo de estos devotos,
convirtióse muy pronto en el centro de una amplísima reforma de las colegiatas
de canónigos agustinos. La congregación se extendió hasta el territorio de
Magdeburgo, llegando por el sur hasta Suiza. El grupo de los verdaderos
Hermanos continuó dirigiendo, empero, en los Países Bajos y en el norte de
Alemania, sus escuelas ininterrumpidamente hasta la época de la Reforma
protestante, gozando de máximo prestigio en todas partes, de tal manera que
todavía en 1534 el Consejo de la ciudad de Rostock les pidió que continuasen dirigiendo sus escuelas, aun
cuando ningún miembro de la comunidad se convirtió al protestantismo. Todavía
no está claro, al parecer, si y hasta qué punto su modo de ser, por la seriedad
de su forma de vida, por el cultivo de la lectura y la meditación de la Biblia
y por la proximidad a los místicos y, con ello, también a san Agustín,
favoreció la rápida propagación en los Países Bajos de la piedad calvinista y,
sobre todo, más tarde, de la jansenista.
LA PIEDAD DE LOS
SEGLARES
También los seglares de
aquella época cultivaban, al parecer, una piedad que apenas tenía ya vínculos
objetivos. Esto no quiere decir que no tomasen parte activamente en el culto eclesiástico,
en la misa y el oficio divino, en los sermones y vigilias, aunque raramente en
los sacramentos. Pero esta vinculación no era ya suficiente en muchas
ocasiones. Una nociva inquietud religiosa se apoderó principalmente del pueblo
alemán. «Todo el mundo quería ir al cielo», escribe un cronista de Augsburgo
del siglo XV, y la gente intentaba asegurar su salvación por todos los medios
posibles. Así como se aumentaba el número de altares en las iglesias, así se
acumulaban fundaciones sobre fundaciones, indulgencias sobre indulgencias, y
muchos hombres poco instruidos pensaban que con su propio esfuerzo podrían
atraer la gracia de Dios, aunque los grandes predicadores prevenían contra
tales ideas. El cálculo casi mercantil, la explotación comercial de la piedad
por otros, bien el señor territorial (en Halle o Wittenberg), o bien un elocuente predicador o un mercachifle de
indulgencias, presentaba el contrapolo de lo anterior. Cambian de lugar los
puntos de gravedad de la vida religiosa. Por doquier la gente busca patrones
protectores contra todos los males; quiere tener pruebas palpables y
manifiestas en los relicarios (reliquias) de los santos, que ahora se alinean y
exponen para que todo el mundo las vea. Se abandona la piedad de orientación teológica
para ir a caer en el sensacionalismo: en los lugares de peregrinación se quiere
ver y casi tocar con las manos los milagros. La gente no repara en sacrificios
de ningún género para lograrlo. Jamás, desde las cruzadas, se habían puesto en
movimiento masas tan grandes de fieles como las que peregrinaban en las últimas
décadas de la Baja Edad Media hacia Santiago, San Michel y San Guilles, hacia Einsiedeln, Aquisgrán
y Tréveris, hacia Jerusalén, Roma y Wilsnack. En Wilsnack, en la Marca de
Brandeburgo, enseñábanse hostias sangrantes —a pesar de la prohibición del
legado pontificio, Nicolás de Cusa (1451)—, hasta que fueron quemadas en la
Reforma protestante. Cuando predicadores exaltados conseguían despertar los
instintos subconscientes de las masas, los relatos sobre presuntas
profanaciones de hostias consagradas y sobre asesinatos rituales podían
terminar con una matanza de los judíos de la localidad. Había muchas
supersticiones, incluso acerca de las cosas más sagradas, que no eran
suficientemente combatidas por los predicadores; ansia de apariciones,
brujería y quiromancia redondean este oscuro cuadro. También existía,
ciertamente, un reverso brillante: las innumerables obras de arte religioso,
creadas por una piedad honda y profunda, la preocupación por la belleza y el
esplendor del culto, el florecimiento de las hermandades de todas las clases
sociales, las innumerables fundaciones caritativas, y con ellas toda la
legislación social de nuestros días (ésta estaba, ciertamente, menos bien organizada
y desarrollada que hoy, pero era ejecutada por libre voluntad y brotaba de un
corazón lleno de misericordioso amor a los hermanos), y sobre todo la
vinculación, que llegaba hasta lo más hondo, entre la fe y las costumbres
populares.
El ejemplo del Oratorio
del Divino Amor, en la Italia de comienzos del siglo XVI, demuestra la gran
energía religiosa que para la renovación de la Iglesia atesoraban las
hermandades de seglares. Este Oratorio no representa, sin duda, otra cosa que
la forma final de tales hermandades, las cuales surgieron por propia
iniciativa, dada la insuficiencia de la cura de almas y la apatía de la Iglesia
oficial. A ello se añaden los libros religiosos, extendidos por todas partes.
La mitad, sin duda, de todos los libros publicados desde la invención de la
imprenta eran de tema religioso; y, a su vez, la mitad de éstos servían para la
formación, devoción y edificación religiosas, estando escritos muchos en la
lengua del pueblo y no faltando tampoco traducciones de la Biblia, al menos en
Alemania y Francia. También forman parte de la cara luminosa de la época los
beatos y santos de aquel tiempo, desde el sencillo campesino y padre de familia
del cantón suizo de Unterwalden, místico y apóstol de la paz de su país, san
Nicolás de Flüe (f. 1487), hasta la camarera mayor de la corte de la reina
Isabel de Inglaterra, Margarita Pole, madre del cardenal del mismo nombre, que fue decapitada
a sus setenta años (1541).
EL HUMANISMO
Todo el carácter
bifronte de esta época se revelaba también en la nueva actitud espiritual de
una élite cuya característica era el humanismo. Las ideas de los humanistas se
divulgaron de manera rápida y general mediante relaciones personales, amplio
intercambio epistolar y largos viajes, mediante la imprenta y una actividad
editorial apoyada en gran parte en tendencias idealistas. El presupuesto de
todo ello era, desde luego, la apertura de las cortes principescas italianas,
el gran número de nuevas universidades del siglo XV y la aparición de una capa
de ricas familias burguesas, que dirigían los destinos de las ciudades. Con
anterioridad a 1500 el humanismo era la forma de vida tan sólo de algunos
sabios o círculos exclusivos; éstos habían llegado a adquirir en cierto modo,
con Petrarca, conciencia de su dignidad individual de hombres y consideraban
que su desarrollo personal propio era la tarea más importante de su vida. A la
formación total del hombre completo servían también formas de existencia que
recordaban bastante la vida de muchas Ordenes religiosas. A los humanistas,
que eran en su mayor parte seglares de familias económicamente independientes,
les gustaba retirarse del mundo como los cartujos, y llevaban, junto con unos
cuantos amigos escogidos, una vida dedicada a la ciencia y a la amistad, bien
en sus casas de campo, bien en el tranquilo gabinete del sabio. Pero nada de
esto significaba una renuncia religiosa al mundo; su misión era únicamente la
de servir a la salvaguardia de la libertad. La ascética tendía sólo a la
formación plena del ideal de la personalidad; la filosofía, al desarrollo del
propio ser. No se prestaba mucha atención a los problemas metafísicos y
teológicos, y el ideal monástico de los consejos evangélicos no correspondía a
lo que ellos pensaban del cristianismo. Este no era para ellos una escuela del
servicio divino, ni una imitación de Cristo en el espíritu de la negación de sí
mismo; el cristianismo era para los humanistas una doctrina, una filosofía
práctica de la vida conforme a razón.
A esta orientación
práctica e individualista se añadía una sorprendente acentuación de lo formal.
Los humanistas aspiraban, ciertamente, a la totalidad del saber acerca de Dios
y del hombre, pero creían poder adquirirlo sobre todo con el estudio de la
retórica. Los concilios unionistas del siglo XV y la conquista de
Constantinopla por los turcos habían hecho afluir a Italia numerosos sabios
griegos, abriendo, por así decirlo, una nueva dimensión espiritual ante los
asombrados occidentales: el mundo de la filosofía platónica y de los Padres
griegos. En sus escritos se creyó poder encontrar la auténtica esencia del
hombre y de su misión. La Escolástica, echada a perder por el nominalismo, con
sus sutilezas y sus innumerables distingos, no puede ya competir con la
espontaneidad de estas nuevas fuentes. Y así se estudian ahora las lenguas
antiguas, para aprender, en las obras de los clásicos, su propio estilo, pero
también para poder leer la Biblia y los Padres en su texto original y poder
aproximarse al espíritu de éstos. Se desprecia la Escolástica; se combate a
sus representantes, sobre todo a los teólogos de las Ordenes religiosas, si
bien algunos de ellos se adhirieron a la nueva mentalidad. De esta manera
surgió un materialismo peculiar, que prescindía prácticamente de lo
sobrenatural, una indiferencia frente a la teología y la Iglesia, y el
cristianismo se diluyó en una filosofía moral, de la que se esperaba —pero
esto se esperaba más aún de las bonae litterae— un efecto moralizante y
educativo. Como los humanistas tenían conciencia de enfrentarse a la actitud y
la tradición vigentes hasta entonces, se creían llamados a presentar
positivamente nuevos programas para restaurar el cristianismo, tal como ellos
lo concebían, o a combatir apasionadamente a sus adversarios. Las fingidas Cartas
de los hombres oscuros, en las que humanistas radicales cubrieron de
sospechas morales, de burla y desprecio a los teólogos y a los monjes, cuando,
en la disputa de Reuchlin, se trató de si todos los escritos judíos, o
solamente los panfletos contra el cristianismo, deberían ser destruidos,
pertenecen sin duda a lo más condenable con que jamás se ha aniquilado
moralmente a un adversario.
Por su crítica de lo
tradicional el humanismo hizo, en su país de origen, Italia, que muchos de sus
adeptos se volvieran escépticos y se apartaran de la fe revelada. En lugar de
buscar respuestas a los problemas de la religión o de la formación de la vida
en las fuentes de la revelación, se las buscaba en los clásicos paganos,
confundiendo en todo o en parte la visión cristiana del mundo con la pagana. En
cualquier caso, los humanistas no estaban dispuestos a admitir una dirección
por la autoridad eclesiástica. La Academia Romana, fundada hacia 1460 por el
humanista Pomponio Leto, no
sólo se había dado a sí misma un nombre y un título pagano, sino que se había
aproximado grandemente al paganismo también en su mentalidad, de tal forma que
el papa Pablo II la suprimió el año 1468. Tras salir de la cárcel, sus
miembros se vengaron, con pluma mordaz, del «bárbaro» que ocupaba la Sede pontificia.
Junto a la Academia Romana florecía otra semejante en Florencia bajo el
patronato de los Médici. Esta desvinculaba conscientemente la filosofía de la
teología, y apoyaba su visión del mundo con citas de los filósofos antiguos; Platón
y la Estoa sobre todo eran venerados de un modo casi religioso. Se creía poder
evitar un enfrentamiento directo con la Iglesia acudiendo a la doctrina de la
doble verdad, según la cual, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la libertad
de voluntad y la realidad de los milagros debían ser negadas desde la
perspectiva de la razón, pero afirmadas desde la de la fe, doctrina ésta que el
quinto Concilio de Letrán condenó explícitamente en el año 1513.
El humanismo no atravesó
los Alpes en esta forma abiertamente pagana, aunque muchos estudiantes
alemanes habían tenido contactos en Italia también con tales doctrinas
escépticas. En las universidades de Padua y Bolonia, donde el humanismo se hallaba especialmente
instalado, estudiaron el político local de Agusburgo, Conrado Peutinger, y Willibaldo
Pirckheimer, que luego sería burgomaestre en Nuremberg. Pero cuando Peutinger conoció a
Pomponio Leto, el antiguo defensor de la
república romana y Pontifex Maximus de la Academia de Roma, éste era ya un hombre que, en el umbral de la
vejez, se había vuelto moderado y a quien varios cardenales tenían en mucha
estima. Y su influjo fue contrarrestado por el de otros maestros humanistas más
moderados. Pero de sus estudios en Italia, estos hombres trajeron a su ciudad
natal una crítica contra Roma, teñida de humanismo, una especie de pensamiento
republicano, que, en el terreno teológico, colocaba la autoridad del concilio
ecuménico por encima de la del papa. Consideraban esto, según el modelo
antiguo, como la república perfecta, que garantizaba la paz. Es comprensible
que, desde entonces, no tuviesen reparos en integrar a la Iglesia en la
estructura ciudadana, considerándola como una institución educadora, por así
decirlo. Junto a ello, estos humanistas de las ciudades imperiales tenían unos
intereses científicos amplísimos. Peutinger tuvo acceso al círculo que rodeaba
a Maximiliano, y con una mentalidad patriótica imperial, parecido en esto al
humanista alsaciano Wimpfeling, se interesaba por el Imperio medieval,
acudiendo para ello incluso a las estatuas y medallas. Por su parte,
Pirckheimer era un verdadero polígrafo, cuyo campo de actividades se extendía
desde la astronomía hasta la traducción de la literatura clásica y patrística.
Pero la meta a que aspiraba con el sistema educativo de Nuremberg que él había promovido y dirigido, era la eruditio christiana, la
cual, sin embargo, estaba poderosamente configurada por la imagen clásica del
hombre, tal como aparece en Plutarco. Tales hombres adoptaron al principio una
actitud muy abierta frente a las novedades de la Reforma protestante, y fueron
los primeros partidarios entusiastas de Lutero. Pero cuando luego se apartaron
de la innovación religiosa, debido al curso totalmente antihumanista que ésta
siguió, renunciaron a adherirse decididamente a la doctrina católica. El viejo
Peutinger, por ejemplo, se retiró más o menos de la vida pública.
La otra novedad que se
trajo de Italia fue el estudiar los textos con los métodos de la crítica
filológica, y no sólo los textos de los clásicos antiguos, sino también los de
los Padres de la Iglesia e incluso el de la Sagrada Escritura. En esta forma el
humanismo encontró al hombre que había de convertirse en su más brillante
representante, el holandés Desiderio Erasmo (1469-1536), coetáneo de Peutinger
y de Pirckheimer. Su interés existencial por la Biblia tal vez lo había adquirido
Erasmo, hijo de un sacerdote, en su primera formación en Deventer. Su vida externa tuvo, ciertamente, un
desarrollo muy peculiar. Este fraile agustino, que muy pronto abandona el
hábito de la Orden y sólo veinticuatro años después solicita dispensa
pontificia para realizar tal acto, este sacerdote, que no ejerce su sacerdocio,
pero que, igualmente, pide permiso casi una generación más tarde para poder
aceptar beneficios, no parece estar realmente llamado a ser jefe intelectual
del cristianismo, cosa que creyó, sin embargo, más tarde.
Erasmo no conoció el
humanismo en Italia. En la universidad de París aprendió la crítica mordaz a la
Escolástica y su modo de pensar, encontrando el complemento positivo para todo
ello en su viaje a Inglaterra, que pudo emprender cuando tenía treinta años.
Entre los muchos contactos que tuvo, fue decisivo para él su encuentro con Juan
Colet, que tenía su misma edad. Colet era catedrático de Nuevo Testamento en
Oxford, y de sus viajes de estudios por el sur de Europa había traído el
humanismo cristiano, con su amor a los escritos de la Biblia, pero también el
estudio crítico del texto bíblico. Bajo la dirección intelectual y espiritual
de Colet se encontraba también entonces el joven Tomás Moro, con el que Erasmo
inició una amistad que había de durar toda la vida. En compañía de Colet, que
coincidía con él en la crítica a la Escolástica y en la condenación abierta de
muchos abusos de la piedad popular, descubrió Erasmo la importancia de las
lenguas bíblicas. Con ello encontró este holandés la tarea de su vida, aquel
estudio erudito y reverencial del texto del Nuevo Testamento. Sin embargo,
Erasmo estará siempre escindido en su interior. La otra mitad de su ser,
alimentada sin duda por complejos ocultos, pertenecía a la crítica, más aún, a
la sátira y a la burla de los monjes, de su teología escolástica, de los cargos
eclesiásticos, de la Curia en general, sin que el teólogo Erasmo estuviese
dispuesto a sacar las últimas consecuencias de ello o a abandonar su trato
amistoso con esa misma Curia. Los desacuerdos, las contradicciones de sus
afirmaciones y sus cartas nos revelan una peculiar falta de decisión y de claridad.
Erasmo no era un sistemático; era un hombre, a la manera como él lo concebía,
es decir, una personalidad caracterizada por su individualismo, la cual,
sostenida por un alto aprecio de sí misma, siente siempre desde la situación
concreta y actúa y escribe en concordancia con ella. Que aquel hombre tímido,
desconfiado y sensible uniese una clara conciencia de su misión con un arte
excepcional para ganar y conservar amigos y con una erudición destacada y
brillante fue lo que hizo de él una personalidad directora en una época en que
la Iglesia no tenía en su jerarquía grandes personalidades de este tipo.
El ideal de vida de
Erasmo era el cristiano formado, no el hombre piadoso. A describirlo dedicó su Manual
del soldado cristiano, el Enchiridion, que se publicó en 1504 en Lovaina y volvió a
reeditarse en 1518, con un nuevo prólogo. Para su autor esta obra era una ars
pietatis, un manual de piedad. Hay que distinguir bien entre lo que Erasmo
quiso con esta obra y los efectos prácticos que tuvo. Una veta platónica atraviesa
la entera doctrina de Erasmo sobre la piedad. Por su esencia más íntima, hombre
y mundo tienden a llegar desde su cara aparente a su cara invisible. Lo visible
representa a lo invisible, está en lugar suyo, pero apunta, por encima de sí
mismo, hacia lo espiritual. Es cosa discutida, a la que se dan diversas
interpretaciones, si Erasmo quedó o no prendido en el platonismo y si llegó
interiormente a Cristo no sólo como maestro y modelo, sino también como Cabeza
de todos los redimidos (Auer). En todo caso, el Enchiridion encierra también una cara muy crítica, auténticamente
polémica. Sin pensar demasiado en qué son los sacramentos o hasta qué punto la
jerarquía eclesiástica fue fundada por Dios, Erasmo atacaba el error, muy
extendido según él, de reducir la religión a las ceremonias y de observar, como
los judíos, la ley de la letra, desatendiendo, en cambio, la auténtica piedad.
Los sacramentos carecen de sentido si falta la aportación personal; y la
aportación del hombre, en cuanto peregrino que marcha del mundo visible al
invisible, consiste en la práctica de las virtudes de Cristo. El arma principal
del soldado cristiano no son los sacramentos, y ni siquiera la realidad de la
Iglesia, sino la Sagrada Escritura. El que la estudia, leyéndola en privado
cada día, el que encuentra en ella a Cristo, es decir, lo que Cristo enseñó, el
que, pasando a través del polícromo vestido de imágenes y narraciones, consigue
encontrar y aprender el misterio invisible, éste se trasforma interiormente en
cierto modo, sobre todo si se esfuerza por conquistar, ejercitando diariamente
la voluntad, la virtud de Cristo. Para este hombre, los sacramentos y el
cumplimiento de muchos preceptos y tradiciones no tienen ya la misma función
que para el principiante de la piedad popular; no necesita ya del sacerdote en
la misma medida, y para él pierden su significación los diversos estados de la
Iglesia: el estado de seglar, el de sacerdote y el de religioso. Estos no son,
en efecto, grados de piedad superior, sino sólo distintas formas de vida,
útiles o inútiles para cada uno, según sea su constitución corporal o
espiritual. De esta manera los sacramentos, el estado sacerdotal y los
ministerios pierden su valor absoluto en la Iglesia. Según Erasmo, lo que los
obispos y los papas tienen que hacer propiamente en ella no es otra cosa que
ser para el pueblo cristiano modelos en el camino hacia la perfección. Los
obispos ocupan realmente un lugar superior cuando imitan a Cristo no sólo en su
ministerio, sino en su vida y en sus costumbres. Lo que ellos tienen que
ofrecer en su vida no es la virtù general de los humanistas italianos, sino la virtud
de Cristo. Es posible que en este punto hayan influido sobre Erasmo las ideas
de la escuela de Deventer, escuela
que pertenecía, en efecto, al mundo de la Imitación de Cristo. Erasmo
es, ciertamente, un aristócrata del espíritu. Sabe que su ideal no resulta
accesible más que a muy pocos. La gran masa permanece presa en la religión de
la Iglesia invisible. Los débiles necesitan preceptos y tradiciones,
sacramentos visibles y estructura exterior de la Iglesia. Erasmo carece de
comprensión para la función universal de la eucaristía.
Erasmo marchó después a
Italia. Se doctoró en teología, y en Bolonia y Padua se relacionó con los famosos helenistas de la época.
El humanismo italiano, sobre todo en su forma filológica, histórico-crítica, de
un Valla, se le aparece ahora vivo en su propia atmósfera. Ya por este tiempo
recoge, siguiendo el modelo de las anotaciones del Nuevo Testamento (Collado Novi Testamenti) de Valla, material para su propia edición crítica.
Pero el humanista fue también a Roma, visitó en ella los lugares sagrados y se
sintió extraordinariamente bien en la Curia pontificia. Sin embargo, al volver
a Inglaterra en 1509 escribió, en la casa de Tomás Moro, el Elogio de la
locura (Encomium moriae), en el que elabora intelectualmente su experiencia
italiana. En esta obra encontramos, de un lado, benevolencia para con la
inagotable riqueza de las gentes sencillas, de los cristianos débiles, cuya
curiosidad inocente y limitación individual les hacen gozar tan felizmente del
mundo y de la vida; pero, por la otra parte, burla mordaz y severa condenación
de los cardenales y el papa. ¡Qué contraste tan agudo entre el trajín de la
Curia y el ejemplo de los apóstoles! ¡Qué contraposición entre la vida del
«santo» Padre y la imitación de Cristo! Las guerras de Julio II, que
perturbaron la estancia de Erasmo en Italia, son algo horrible. No tienen ya
«absolutamente nada que ver con Cristo, y, sin embargo, los papas abandonan por
ellas todo lo demás».
La tensión entre el Enchiridion y el Encomium se repite varias veces en las obras posteriores, pero
no es ya superada. Con todo, el círculo de amigos de Erasmo se hace mayor; su influjo,
más amplio; y su posición, más prestigiosa. Es consejero de príncipes en los
Países Bajos, amigo de cardenales romanos; conoce personalmente a León X, que
alaba en la Curia su erudición. Pues Erasmo había editado ahora en Basilea —en
la que había encontrado a Froben, hombre que compartía sus ideas e impresor y
editor bien equipado técnicamente —su Novum Instrumentum, es decir, el Nuevo Testamento griego, con anotaciones y una traducción hecha
con claridad humanística y en un latín elegante. A través de Beza, el texto
griego de Erasmo fue, durante tres siglos, el textus receptus; la
traducción latina se editó unas doscientas veces, sin que pudiera sustituir o
desplazar, desde luego, a la Vulgata. Erasmo dedicó su obra a León X y al
primado inglés Warham. Al texto se añadían las introducciones, en las que
sintetizó, haciendo una teología bíblica, los pensamientos expresados en el Enchiridion. Ahora hablaba de la «filosofía de Cristo», que no
estaba reservada únicamente a los doctores. «A todo el mundo le está permitido
ser cristiano; todos pueden ser piadosos, más aún, me atrevería a afirmar, algo
audazmente, que pueden ser teólogos». Si los cristianos manifiestan la doctrina
de Cristo no sólo en las doctrinas y en las ceremonias, sino en su corazón y en
su vida entera, vendrá la Edad de Oro, el auténtico renacimiento, el restablecimiento
del cristianismo en la naturaleza humana. En contra de los ataques del teólogo
de Ingolstadt, Eck, Erasmo recibió en
1518 la aprobación pontificia que había pedido para su obra. Al Instrumentum siguieron las ediciones de los Padres, empezando por san Jerónimo, al que
admiraba como el más sabio de todos los Padres de la Iglesia. Con su traducción
de la Biblia no había él querido corregir a san Jerónimo, sino, según pensaba,
las erratas de los copistas del monje de Belén.
Mientras en Alemania
Erasmo quedó sobrepasado por Lutero en los años siguientes y su posición se
debilitó a causa de su indecisión al comienzo de la Reforma protestante, siguió
siendo en España, hasta 1525, el jefe intelectual indiscutido, cuyas ideas
aceptaron de un modo verdaderamente exaltado todos los círculos locales de los
amigos de una renovación intelectual y religiosa. Al fracasar la guerra civil
española contra el rey y sus fines universalistas, también el espíritu
estrechamente nacionalista, hostil a lo extranjero, sufrió efectivamente una
derrota. Ahora todo movimiento reformador en el espíritu del Evangelio permanece
indisolublemente ligado, en todos los círculos de la población y hasta dentro
de las universidades, con el príncipe de los humanistas. Las tensiones y la
guerra entre Carlos V y Clemente VII son el suelo espiritual sobre el que se
mantiene y en el que se acrecienta el entusiasmo por Erasmo. Sus obras se
reimprimen. El Enchiridion se publica en español, y lo defiende decididamente
contra los ataques de los teólogos de Lovaina nada menos que un hombre tan
influyente como el secretario del inquisidor general. Los principales obispos
del país son erasmianos, exactamente igual que el gran canciller del emperador
y su secretario Alonso Valdés, cuyo hermano Juan se convertirá, en los años
siguientes, en el jefe espiritual de círculos erasmianos del evangelismo en
Nápoles y Valladolid.
En lo que respecta a la
Reforma protestante, Erasmo intentó mediar el mayor tiempo posible entre Roma y Wittenberg, para lograr la concordia
y la paz, entendida de un modo completamente personal. Lutero y Erasmo
coincidían en su exigencia de una reforma, de una renovación en el espíritu del
Evangelio. Pero Erasmo fue durante mucho tiempo totalmente inconsciente de que
la confianza humanística del hombre en sí mismo y el recurso a su propia
fuerza, su optimismo ético eran diametralmente opuestos a la experiencia de
Lutero sobre la salvación. Sólo el hecho de que la libertad evangélica
degenerase en libertinaje, tal como él lo veía, le convirtió en crítico de
Lutero. Pero en este asunto distingue deliberadamente entre el espíritu
evangélico y la condenación del reformador. El mantenimiento de la unidad de la
Iglesia no puede significar para él el final de la renovación religiosa,
comenzada en todas partes en el espíritu de la libertad del Evangelio. En la
exégesis bíblica, a la que Erasmo se dedicó con cuerpo y alma, encontró siempre
distintas posibilidades de interpretación. Aquí creía ver él la posibilidad de
una libre discusión, en la medida en que definiciones dogmáticas no la hubiesen
coartado. Por eso Erasmo aconsejaba continuamente reducir al mínimo las
definiciones dogmáticas. Si subrayaba la autoridad de la Iglesia, lo hacía tan
sólo porque en ella hay armonía y seguridad, basada en la concordia
caritatis; una cuestión distinta es si hay también verdad. Todavía en 1533
dice que es preciso ser tolerante, pues no existe claridad sobre las cuestiones
supremas. Y si en 1529, año de la Reforma protestante en Basilea, abandonó esta
ciudad porque no se celebraba en ella ninguna misa, no hizo esto porque
considerase a la Iglesia católica como la única verdadera, sino como la mejor
relativamente. El conocimiento de la evolución histórica de las formas
eclesiásticas era para él más importante que su resultado e incluso que la
fundación divina de la Iglesia. Ya la distinción entre Iglesia católica e
Iglesia romana o papal es característica de la fluctuante indecisión y del
semicatolicismo del príncipe de los humanistas. Y si bien escribió también en
una ocasión: «Reconozco a Cristo, no a Lutero; reconozco a la Iglesia romana,
que considero idéntica con la Iglesia católica; de ésta no me separará ni siquiera
la muerte; tendría ella que separarse expresamente de Cristo», revela, sin
embargo, una confusión y ambigüedad teológicas sorprendentes al declarar en
otro momento:
«No me he apartado jamás
de la Iglesia católica... Sé que en esta Iglesia, que vosotros (los luteranos)
llamáis papista, hay muchos hombres que me desagradan. Pero gentes como éstas
veo también en tu Iglesia. Se soportan más fácilmente los males a los que se
está acostumbrado. Por ello soporto esta Iglesia, hasta que vea otra mejor, y
ella está también obligada sin duda a soportarme a mí, hasta que yo mismo
mejore. Y no camina mal el que, entre dos males distintos, elige el camino del
medio»”.
E igualmente pudo, sin
ser infiel a sí mismo, volver de nuevo a Basilea en 1535 para estar más cerca
de su editor. En esta última ciudad morirá un año más tarde, sin poder recibir
los sacramentos de la Iglesia.
Bajo tales jefes
espirituales, la Iglesia católica estaba expuesta, realmente indefensa, a las
borrascas de la innovación religiosa. Tendría que pasar casi una generación
entera hasta que se pudo superar el primado de la moral sobre el dogma y la
funesta ambigüedad teológica, y hasta que consiguió triunfar la herencia
valiosa de Erasmo: el amor a la pureza de la Iglesia primitiva y la conciencia
de la responsabilidad pastoral de los obispos. En cambio, su anhelo de una
adoración más pura de Dios, que no estuviera soterrada bajo las ceremonias y
las devociones especiales, su aspiración a una actitud religiosa vuelta hacia
la vida, apartada de la ascética monástica, y su exigencia de un compromiso
interior, personal, para con el Dios redentor fueron actualizados, en una
medida revolucionaria, en la Reforma protestante.
Es verdad que Ignacio de Loyola tomó muchas cosas de los
estatutos del humanista Colegio de Montaigu de París, pero el establecimiento,
sugerido por él, de la Inquisición en el año 1542, representaba la victoria de
aquellos monjes y teólogos a quienes Erasmo había temido siempre. Las
fijaciones dogmáticas del Concilio de Trento, el ideal conciliar del obispo y la conciencia
acentuadamente confesional del calvinismo, con su principio de la
predestinación, representaron el fin del humanismo. Uno de los últimos eramistas,
el duque Guillermo de Cleve, cuyo gobierno duró muchos años (de 1538 a 1592),
tuvo que ver cómo incluso en su propio territorio, donde las posiciones
religiosas podían desarrollarse con libertad, se organizaron, desde 1568,
comunidades luteranas y calvinistas, conscientes de su especial naturaleza.
CAPITULO TERCERO
LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE
EUROPA
MARTIN LUTERO. JUVENTUD Y FORMACION
La crisis letal en que
se debatía la Iglesia manifestóse abiertamente cuando la Reforma protestante
inició su ataque contra ella. La send, para este ataque la dieron las conocidas 95 tesis del
fraile agustino Martín Lutero. Lutero, nacido en Eisleben en 1483, procedía de
una familia de mineros absolutamente fiel a la Iglesia, que partiendo de una
situación modesta, había conseguido irse elevando poco a poco hasta alcanzar
un cierto bienestar. Tras cursar sus primeras letras en Mansfels y Magdeburgo,
el joven Martín marchó, en la primavera de 1501, a la universidad de Erfurt. La facultad de artistas, a la que él
pertenecía, era partidaria de Aristóteles, y en lógica se inclinaba, bajo el
influjo de autores ingleses, al terminismo, una especie de nominalismo
moderado. Aun cuando Lutero no llegó a entablar contacto directo ya entonces
con la teología occamista, esta escuela había abierto, sin embargo, el camino
para su posterior idea de Dios y su valoración de la gracia. Sus relaciones
con los círculos humanistas de Erfurt no
llegaron a ser muy estrechas, a pesar de su amor a los clásicos antiguos. En
1505 alcanzó el grado de magister artium. Padre e hijo estaban
de acuerdo en la necesidad de proseguir los estudios universitarios. Por deseo
de su padre, Lutero se dedicó al estudio del derecho. Pero de repente surge un
incidente dramático. En medio del semestre el joven magister se toma unas vacaciones. Cuando volvía de casa a
Erfurt le sorprende una fuerte tormenta.
Al caer un rayo cerca de él, exclama: «Socórreme, santa Ana, entraré fraile.»
Catorce días después ingresó en el convento de agustinos eremitas observantes
de Erfurt. Lutero dirá más tarde que
fue llamado «por una visión del cielo»
Los años que permaneció
en el convento de Erfurt fueron
sin duda el período decisivo de su vida, aun cuando apenas resulte posible
señalar ya con seguridad cuál fue su evolución interior en aquellos años. En
todo caso, en el convento se encontraba rodeado de un ambiente católico bueno y
no encontró en él, cuando ingresó, ni decadencia de las costumbres monásticas,
ni antipapismo, ni crítica de la piedad popular, pero tampoco auténtico agustinismo.
De todos modos, allí estudió a Gabriel Biel, cuyas Sentencias le
hicieron penetrar hondamente en el occamismo, y trabó una relación íntima y
familiar con la Biblia. Fueron sobre todo los Salmos, la Epístola a
los Romanos y la dirigida a los Gálatas —la Epístola más amada de
Lutero— los que le formaron. Entre tanto, había profesado en 1.506, y en 1507
fue ordenado sacerdote.
Parece que en su primera
misa el pensamiento de la cercanía de la terrible majestad de Dios provocó
fuertes conmociones en su alma. Tuvo experiencia viva de lo tremendum, de lo inefablemente grande que es que el frágil hombre eleve su mirada hacia
Dios, hacia aquella terrible majestad ante la cual la tierra se estremece. Al
lado de esta incomparable grandeza de Dios, el hombre no puede ser ya nada. La
posterior idea de Lutero, según la cual Dios lo es todo y el hombre no es nada,
es aprehendida aquí por la vía del sentimiento, con una escrupulosidad
profundamente anclada en lo subjetivo, mucho antes de ser concebida por el entendimiento.
Y, sin embargo, el joven monje quiere estar convencido, por experiencia
propia, de que se halla en estado de gracia, sin que se deje tranquilizar
definitivamente por su confesor, el ejemplar Staupitz. Para Lutero no llegaron
nunca a convertirse en convicción práctica las ideas de que la Iglesia, en
cuanto Cristo que sigue viviendo, es la tierra de que debe alimentarse el
individuo cristiano para convertirse en un creyente, y de que el juicio de
aquélla es presupuesto de la verdad del conocimiento teológico y de la santidad
del obrar del cristiano particular. El que luego sería «doctor jurado de la
Sagrada Escritura» se preocupaba escrupulosamente de que su doctrina
coincidiese con la Biblia. Para él resultaba inconcebible que, en tal caso, pudiera
llegar a estar en oposición a la Iglesia. Se manifestaba ya entonces así uno de
los problemas capitales de la Reforma protestante: la relación entre la
Escritura y la Iglesia.
Mas tales experiencias
no ejercían todavía influjo alguno sobre la vida práctica. También el nombre de
Lutero se encuentra inscrito en una cédula de indulgencias concedida en 1508 a
los agustinos de Erfurt. En Erfurt se destinó a Lutero al
cargo de lector, pero luego el vicario de la Orden, Staupitz, lo envió a la
universidad de Wittenberg para
dar en ella lecciones de filosofía moral y, pronto, también de teología. Con
independencia de toda tradición de Escuela, Lutero explicó en esta universidad,
que había sido fundada poco años antes, la Etica a Nicómaco, de
Aristóteles. En estas lecciones concibió muy pronto la relación entre la
filosofía y la teología, no ya a la manera aristotélica, sino a la manera
occamista. Partiendo de la Biblia y de san Agustín llegó a recusar a la razón,
que, contra su voluntad, se veía forzada a confesar que Dios era demasiado
elevado para ella. Dios no puede ser conocido; comprenderle significaría
empequeñecerle. El estudio de san Agustín le abrió también, ciertamente, los
ojos para ver el pecado incluso del justo y la impotencia de la voluntad
humana. Lutero creía que podía ratificar todo esto con su propia experiencia
personal. Pronto volvió a Erfurt, para
dar allí lecciones sobre las Sentencias de Pedro Lombardo en el Estudio
General de la Orden. Poco después de esto su convento lo envió a Roma, por
asuntos propios de la Orden, y allí defendió el ideal de la observancia frente
a las reglamentaciones jurídicas. Los defectos de la Roma del Renacimiento
apenas le impresionaron entonces. Una vez vuelto a la patria, actúa de nuevo en Wittenberg, donde, en 1512, alcanza
el grado de doctor en teología, haciéndose cargo de la cátedra de Sagrada
Escritura, que hasta entonces había detentado Staupitz y que desempeñó hasta su
muerte con una fidelidad ejemplar. Siendo a la vez jefe de estudios del
convento y predicador de las iglesias principales de la ciudad, pronto el joven
profesor se convierte en una de las figuras más destacadas de Wittenberg, figura respaldada por la Orden, la Universidad
y los estudiantes. Lutero dictó lecciones sobre los Salmos, y luego
sobre la Epístola a los Romanos, comentando más tarde las Epístolas
a los Gálatas y a los Hebreos. Esto ocurre en los años 1513 a 1518.
En sus clases quería volver al texto primitivo, y rechazó la Vulgata, cuya
traducción, como es sabido, es más antigua que el texto de los manuscritos
griegos conservados. Sobre esta base Lutero llega muy pronto a dar una
explicación puramente histórica, renunciando a todas las glosas medievales y a
cualquier tipo de alegoría. En sus lecciones sobre la Epístola a los Romanos escribe en la introducción: San Pablo enseña en la Epístola a los Romanos la realidad del pecado en nosotros y la justicia única de Cristo. Con esto
habría llegado, pues, ya Lutero a nuevas concepciones fundamentales en
teología.
LA «EXPERIENCIA DE LA
TORRE» Y LAS IDEAS FUNDAMENTALES
A esta clarificación la
precedieron sin duda múltiples experiencias. Se ha querido ver ya, como punto
de arranque de esto, la experiencia práctica de Lutero acerca de la justicia
de las obras y el hecho de que por entonces llegase a sus manos la obra de san
Agustín contra los pelagianos, titulada De spiritu et littera. Lutero
mismo contaría más tarde cómo en el convento no se cansaba de hacer
penitencias, de ayunar, orar y pasar las noches en vigilia, para conseguir que
Dios fuese clemente con él. Mas todos sus esfuerzos habían sido en vano, hasta
que el Señor le redimió por el Evangelio de la sola fe justificadora, y le
abrió las puertas del Paraíso. No es preciso tomar demasiado a la letra este
relato. Muy probablemente nos encontramos aquí ante engaños inconscientes de la
memoria. Al comienzo Lutero encontró tranquilidad y paz en el convento. Sólo
más tarde apareció el sentimiento de no ser capaz de cumplir la ley divina,
como exigía la disciplina de la Orden, a lo que se añadieron violentas
tribulaciones y tentaciones. Se apoderó de Lutero el sentimiento del pecado,
que, según él, perdura aun a pesar del arrepentimiento, la confesión y la
penitencia, y la creencia de no poder arrostrar la terrible majestad de Dios. La
experiencia de la concupiscencia mala y de estar prisionero del propio yo
(Jedin) le condujo al borde de la desesperación. Todos los consejos de Staupitz
no le sirvieron para vencer tales estados de angustia. Entonces le llegó un
conocimiento del cual Lutero habla como de su experiencia reformadora decisiva.
He aquí cómo la cuenta restrospectivamente el mismo Lutero en 1545, en el
prólogo al tomo primero de sus obras latinas:
«Me poseía un deseo
obstinado de comprender al Pablo de la Epístola a los Romanos. No me lo
había impedido hasta ahora la falta de fervor, sino una sola frase del primer
capítulo: “La Justicia de Dios se revela en él [el Evangelio]”. Pues yo odiaba
la expresión “justicia de Dios”. En efecto, había sido yo enseñado, según el
uso y la interpretación de todos los doctores, a entender filosóficamente esta
expresión, como dicha de la llamada justicia formal o activa, en virtud de la
cual Dios es justo en sí mismo y castiga por ello a los pecadores e injustos.
Mas yo sentía, con un completo desasosiego de conciencia, que, a pesar de que
mi vida de monje era intachable, ante Dios era un pecador, y que no podía
confiar en aplacarle mediante mis obras de satisfacción. Así, pues, no amaba yo
a este Dios justo y que castiga el pecado, sino que lo odiaba. Con protestas
mudas, y, si bien no todavía blasfemas, sí, desde luego, terribles, me irritaba
contra él: me preguntaba si no era ya bastante que los pobres pecadores, los
eternamente condenados por el pecado original, fuesen oprimidos con toda suerte
de desgracias por la ley de los diez mandamientos, para que, además, en la
Buena Nueva añadiese Dios dolor al dolor, que encima cargase todavía sobre
nosotros, mediante el Evangelio, su justicia y su cólera. De este modo me
enfurecía yo, con una conciencia salvaje y sobresaltada. Pero yo seguía insistiendo,
en mi angustia, sobre aquel pasaje de san Pablo, deseando saber, con ardiente
curiosidad, lo que con él quería decir. Hasta que, cavilando día y noche,
presté atención, por la misericordia de Dios, al contexto de aquel pasaje que
dice: “La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de
la fe”. Entonces comenzé a entender la justicia de Dios como la justicia
mediante la cual el justo vive por regalo de Dios (como justo), esto es, de la
fe. Y comprendí que el sentido es éste: El Evangelio revela la justicia pasiva
de Dios, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como
está escrito: El justo vive de la fe. Entonces me sentí verdaderamente como
nacido de nuevo y como si hubiese entrado en el cíelo más alto por las puertas
abiertas. E inmediatamente el semblante de toda la Escritura se me apareció de
un modo nuevo».
La comprensión de Romanos, 1, 17 se convierte, de esta manera, en la clave de sus ideas, tal como luego se
fueron desarrollando poco a poco. La justicia de Dios no es ya ahora, para
Lutero, la justicia que castiga y que premia y que Dios posee, tal como la
habían concebido los escolásticos occamistas, sino la justicia que Dios otorga,
la justicia inmerecida de la gracia; y Dios mismo no es ya el Dios del
capricho, sino el Dios de la misericordia. Con ello Lutero encontró algo nuevo
para él, pero que había sido enseñado ya por todos los exégetas de la Edad
Media. Que esta idea fuese, sin embargo, una idea reformadora y herética es
algo que se debe al contexto en que la colocó el profesor de Wittenberg.
En correspondencia con
su propia experiencia religiosa personal, esta justicia de Dios se opone
diametralmente, para él, a toda autojusticia del hombre, que envenena la
totalidad de sus obras. El hombre se halla completamente corrompido a causa del
pecado original; la concupiscencia, que permanece incluso después del
bautismo, es sencillamente pecado. Por ello, el obrar propio no sirve de nada
en el proceso de la justificación. Las llamadas buenas obras no contribuyen
nada a la salvación y no son tampoco un presupuesto para la justificación; no
producen ningún mérito. Las verdaderas obras buenas no son otra cosa que la
consecuencia, el fruto de la nueva justicia. La justicia de pensamiento no es,
sin embargo, una elevación del ser humano, indisolublemente unida con la
remisión del pecado, y un nuevo principio de la vida sobrenatural, sino la
aceptación personal del pecador por Dios, en virtud de los méritos de Cristo.
No por el ser, sino únicamente por la fe, y, desde luego, por la sola fe sin
obras, se une el pecador con Cristo. Mas a pesar de su justificación, continúa
siendo pecador (simul iustus et peccator); sus pecados están únicamente
recubiertos; la justicia de Cristo sólo se le aplica externamente, sólo se le
imputa. Lo único que el hombre puede hacer es entregarse confiadamente a la
palabra de Dios, confiar en los méritos de Cristo en la cruz, y experimentar el
juicio dictado sobre el pecado. Esta actitud de confianza es para Lutero la fe.
La idea de la justicia
por la fe y de la función de la sola fe tenía que completarse con la negación
de la libertad de la voluntad humana. Pues el hombre que pudiera decidirse en
favor del bien sería, en efecto, su propio salvador y no necesitaría de Cristo.
Justamente la esencia del pecado consiste en que el hombre intenta introducir
furtivamente de algún modo lo humano en el proceso de la salvación. Pero es una
injusticia contra Dios que alguien desee y busque la justicia que El da. La
naturaleza humana no puede hacer otra cosa que pecar. Puede demostrarse que
las obras del hombre, por muy buenas que puedan ser o parecer, son, sin
embargo, pecados mortales. Las obras de los justos son pecado, y mucho más,
naturalmente, las de los no justos. Lutero expondrá estas tesis en Heidelberg en 1518. Pero si el hombre no puede hacer
otra cosa que pecar, y su suerte después de la muerte es diferente, esto
significa que la decisión sobre la suerte eterna de cada hombre sólo puede
depender de la voluntad de Dios. Por tanto, Dios predestina a los hombres no
sólo a la bienaventuranza, sino también a la condenación. Dios no quiere dar
la gracia a todos. No existe ningún seguro contra esta predestinación divina,
pero sí hay la certeza de salvación de los que confían con fe, el refugiarse en
las heridas de Cristo, el acogerse a la cruz. Unicamente esto garantiza la
salvación, a pesar de todas las tribulaciones interiores, que no significan, en
efecto, otra cosa que la señal infalible de que «Cristo está contigo y tú estás
con Cristo».
Estas son ideas propias
del nominalismo radical, a las que se añaden ideas de la escuela agustiniana e
influjos de la mística alemana, que aquí colaboran con las experiencias
personales de Lutero. Este no ha encontrado todavía un sistema para sus nuevos
conocimientos y, durante toda su vida, no permitirá que ningún sistema le
aparte de la fogosa espontaneidad y originariedad de sus pensamientos. Pero
sus afanes científicos alcanzan nuevas metas. Quiere una teología religiosa,
que hable al corazón y enseñe la nueva fe sin aparato filosófico. De esta
manera limita la teología a la Biblia y a los Padres, que es preciso explicar
literalmente; rechaza la Escolástica, calificándola de juego de palabras, y se
burla de Aristóteles. Uno llega a ser teólogo tan sólo cuando dice adiós a
Aristóteles, afirma en 1517, en una disputa contra scholasticos. Esto
era una declaración radical de guerra contra toda la teología medieval.
LA DISPUTA DE LAS INDULGENCIAS
La ocasión que hizo
madurar completamente las nuevas ideas y exponerlas en público fue, para
Martín Lutero, la predicación de la indulgencia para la construcción de la
basílica de San Pedro. En 1505 el papa Julio II había encargado a Bramante que
realizase aquella gran obra. De acuerdo con una costumbre que había surgido en
la Edad Media para activar, mediante la concesión de una indulgencia, las
grandes obras provechosas a todos, también Julio II (1507) y su sucesor León X
(1514) anunciaron una indulgencia plenaria para toda la cristiandad. A las
condiciones ordinarias de recibir los sacramentos se añadía la entrega de una
limosna, como contribución para la gran obra. A los predicadores de la
indulgencia se les concedían especiales poderes para confesar y absolver. Se
podía comprar la así llamada cédula de confesión y, de esta manera, quedar
absuelto, una vez en la vida, de todos los pecados, incluso de los reservados
al papa. La indulgencia se podía aplicar también a los difuntos; desde el siglo
xv existían, en efecto, indulgencias papales para las almas del purgatorio.
La indulgencia para la
construcción de la basílica de San Pedro no se predicó en el norte de Alemania,
esto es, en la provincia eclesiástica de Maguncia, hasta el año 1517. En 1513,
el príncipe Alberto de Brandeburgo, que sólo tenía veintitrés años y era
hermano del príncipe elector, fue elegido para arzobispo de Magdeburgo y para
administrador apostólico de Halberstadt. Al
año siguiente, también el cabildo catedralicio de Maguncia lo eligió para
arzobispo de esta ciudad, después de haberse comprometido a pagar a Roma, de su
propio dinero, las anatas, que ascendían a catorce mil ducados. Ahora bien, el
derecho canónico prohibía que una misma persona acumulase varios obispados. El
regir tres obispados era algo inaudito en Alemania. Mas como Alberto no quería
renunciar a ninguno de aquéllos, trabajó por lograr en Roma una dispensa que
le permitiera seguir reteniéndolos. Dada la politización y mundanización de la
Curia, la dispensa fue concedida por León X, tras prolongadas negociaciones,
pero había que pagar por ella diez mil ducados más. Ahora bien, ¿cómo iba a
poder pagar Alberto esta suma inmensa? Al parecer, fue el representante en Roma
de los Fugger el que señaló un camino al legado de Alberto: Se podría nombrar
al arzobispo de Maguncia comisario de la bula en sus tres obispados y en los
territorios de Brandeburgo. Debía, pues, encargarse de la venta de la
indulgencia, pero participaría también en la recaudación. Una mitad del dinero
conseguido con aquélla debía ir a Roma, para la construcción de la basílica,
pero con la otra mitad se quedaría él. Contra esta mitad, los Fugger le adelantarían
el dinero necesario para pagar las tasas exigidas por Roma. Los legados de
Alberto pusieron algunos reparos contra esta transacción simoniaca, pero el
arzobispo, hombre ligero y de sentimientos mundanos, concertó el trato. Las
tasas fueron pagadas directamente por los Fugger, que ahora estaban interesados
económicamente en la indulgencia. Dado que en ésta se trata de algún modo de
la aplicación de los méritos ganados por la sangre de Cristo, este manejo de la
indulgencia como garantía en un gran negocio bancario se presenta cuando menos
como escandaloso.
En 1517 Lutero no sabía
todavía nada de esta prehistoria de la indulgencia para la construcción de la
basílica de San Pedro. Tampoco sabía nada de que el cabildo de la catedral de
Maguncia quería obtener algún beneficio de aquélla para su catedral, ni de que
el emperador Maximiliano exigía, para dar su aprobación, que se le pagasen
tres mil florines, destinados a la construcción de la iglesia de Santiago en Innsbruck. Lo que exasperó a Lutero fueron otras
cosas.
La bula Sacrosancti, de 31 de marzo de 1515, concedía, pues, al arzobispo de Maguncia la predicación
de la indulgencia por un período de ocho años. En ella se empleaba la fórmula plenissima omnium peccatorum
remissio, que hoy puede dar lugar a
malentendidos, pero que entonces se entendía correctamente. La bula decía
también, apoyándose en sólidos argumentos teológicos, que la indulgencia era
aplicable a los difuntos. El primer domingo de adviento se predicó la
indulgencia en Maguncia, y en enero de 1517 Alberto nombró dos comisarios para
que lo hicieran en el arzobispado de Magdeburgo; uno de ellos era el dominico
de Leipzig, Juan Tetzel (1465-1519), que ya anteriormente había actuado como
predicador de indulgencias. Tetzel comenzó muy pronto a predicar en Eisleben y
en Leipzig. El príncipe elector había redactado una instructio summaria para los predicadores. Esta, de suyo, puede ser
interpretada en un sentido correcto, pero de hecho, envolviéndolo en fórmulas
piadosas, venía a convertir la predicación de la indulgencia en un negocio, en
el cual lo más importante era el dinero. Esto valdrá también para Tetzel; los
reproches contra su vida privada no son, en cambio, más que calumnias, nacidas
del odio que Lutero abrigaba contra el dominico, incluso una vez muerto éste.
En lo que respecta a la indulgencia para los vivos, Tetzel enseñaba una
doctrina correcta, es decir, subrayaba la necesidad del arrepentimiento. Pero
acaso. debamos también admitir que, en lo referente a la aplicación a los
difuntos, defendió, al menos en cuanto al contenido, la frase que, en cuanto a
las palabras textuales, se pone falsamente en boca suya: «Tan pronto como se
oye caer la moneda en el cepillo, el alma sube de un salto al cielo». Con ello
seguía una opinión de escuela, no absolutamente rara, según la cual podía
ganarse la indulgencia para los difuntos mediante la simple entrega del dinero,
es decir, sin arrepentirse, y que podía ser aplicada con total seguridad a un
alma determinada.
Ocurría, empero, que los
dos príncipes existentes en Sajonia habían prohibido, por motivos políticos y fiscales
—desde hacía ya mucho tiempo los señores territoriales consideraban, en
efecto, la indulgencia como una cuestión económica—, la predicación de Tetzel
en sus territorios. Y cuando el dominico predicó en abril en territorio de
Brandeburgo, muy cerca de la frontera con Sajonia y en las cercanías de Wittenberg, muchas personas de esta última ciudad
acudieron a escucharle. Lutero se enteró de esto por sus penitentes. ¡Qué
contraste entre su propia lucha sangrienta contra el pecado y el miedo al
infierno, y la despreocupada seguridad que aquella charlatana predicación de
gracias inauditas ofrecía a la conciencia moral! Su propia experiencia del
miedo a salvarse y de la certeza de la salvación, y su refugiarse en las
heridas del Crucificado, habían convertido al fraile Lutero en un adversario
apasionado de aquella superficialidad moral y religiosa que él consideraba que
era la indulgencia, dado su desprecio de la comunidad cristiana de la Iglesia
visible. Al reaccionar ahora contra esto, su celo religioso le hizo creer que
actuaba en defensa de los derechos de la Majestad Divina.
Lutero predicó contra la
indulgencia y se esforzó por conocer a fondo la doctrina eclesiástica sobre
aquélla. Finalmente, reunió sus objeciones contra los abusos contenidos en la instruccio
summaria y las envió al arzobispo de Maguncia y a su propio ordinario, el
obispo de Brandeburgo. Al príncipe elector de Maguncia le adjuntó también un
tratado sobre la penitencia
y las tesis compuestas por él. Al día siguiente, festividad de Todos los Santos de 1517, clavó estas 95 tesis en las puertas de las iglesias del castillo y de la universidad de Wittenberg e invitó a los
profesores a celebrar una
disputa académica sobre ellas. El que las tesis estuvieran redactadas en latín mostraba que Lutero no tenía intención de llevarlas al pueblo.
Pero al menos habían de sobresaltar a los teólogos. A ello se debe también el que la formulación de algunas sea muy cortante.
Su ataque no se dirigía sólo contra la
indulgencia, sino ya también contra la
potestad que la concede.
Lutero afirmó ciertamente en 1545 que los
obispos no habían hecho
caso en absoluto de las cartas del pobre fraile, y que, por ello, despreciado, había dado a
conocer sus tesis disputadas mediante un cartel. Con ello no había
querido hacer otra cosa, decía, que defender la verdadera doctrina del papa sobre la indulgencia, en contra de los mercachifles y charlatanes de
mercado. Mas esto es, cuando menos, un engaño de la memoria. Pues, en este caso, Lutero no habría podido preguntar en sus tesis por qué el papa, que era más
rico que Creso, no podía
construir la basílica de San Pedro con su dinero, en vez de con el dinero de los pobres fieles. En las tesis se afirma además que el papa sólo puede perdonar penas que él mismo haya impuesto de acuerdo
con su propio criterio o según los cánones del
derecho canónico; que las indulgencias no tienen ninguna relación
con las almas del purgatorio; que el poder del papa sólo puede alcanzar a los
vivos, no yendo más allá de la muerte. No es el papa, sino sólo Dios, el que
perdona la pena. Nada terreno, y, por tanto, tampoco el poder de las llaves,
llega hasta el otro mundo. ¡Una y otra vez se separa, pues, rudamente lo
divino de lo humano, sin dejar relación alguna entre los dos! Se afirma que las
indulgencias no son necesarias en absoluto, pues, si está verdaderamente
arrepentido, todo cristiano posee, incluso sin cédula de indulgencia, la plena
remisión del pecado y de la culpa. Lutero desea que los cristianos adopten una
actitud diferente en su vida. «Cuando nuestro Señor Jesucristo dijo: Haced
penitencia, quería que toda nuestra vida fuese penitencia», se dice en la
primera de las tesis. Así, pues, no es la vida del cristiano paz y paz, sino
guerra y guerra. Es un caminar con Cristo a través de la pasión, la muerte y
el infierno. Y así el cristiano confía en entrar en el cielo más bien
sufriendo muchas tribulaciones que disfrutando de una tranquila seguridad. Se
debía elegir el sufrimiento saludable, más bien que eludirlo. Lo agradable
equivale a la corrupción. Pero lo agradable eran, a los ojos del
pueblo, las gracias de las indulgencias,
ofrecidas y repartidas indiscriminadamente.
La lucha contra la
indulgencia se convierte, pues, en una lucha de Lutero en defensa de sus ideas
religiosas fundamentales sobre la fe fiducial y la seguridad de la salvación,
que atraviesa por muchas asechanzas. Lutero había escrito a Alberto de
Brandeburgo:
«Las pobres gentes del
pueblo creen que, una vez que han comprado las cédulas de indulgencia, están
seguros y ciertos de su bienaventuranza. Pero el hombre no puede estar seguro
de ella por obra de ningún obispo, puesto que ni siquiera lo está por la gracia
infusa de Dios, ya que el Apóstol exige realizar la salvación en temor y
temblor... ¿Por qué, pues, se hace que el pueblo con esas falsas fábulas y
promesas de perdón pierda el miedo y esté seguro?... Pues en la instrucción se
afirma que el hombre es reconciliado con Dios por la gracia de la indulgencia».
También en otras
ocasiones se había dicho que las bulas pontificias de indulgencias iban contra legem et
evangelia también otros teólogos
habían expresado ya críticas, sin transformarse por ello en jefes de un
movimiento contra la Iglesia. También las tesis de Lutero habrían podido quedar
sólo dentro del mundo científico y de la bibliografía teológica, si no hubieran
encontrado un eco tan entusiasta en la nación alemana. Estas tesis hicieron
despertar al pueblo alemán de su tensión latente. El barril de pólvora estaba
cargado desde hacía tiempo. La palabra de Lutero fue la chispa que lo hizo
saltar.
Es cierto que la disputa
propuesta por Lutero no se celebró. En cambio, las tesis se difundieron por
toda Alemania en pocas semanas. Sin que Lutero interviniera en ello, fueron
copiadas a mano y transmitidas de unos a otros: en enero de 1518 se
imprimieron ya en Basilea, Leipzig y Nuremberg. Erasmo las envió a su amigo Tomás Moro; Durero las
tenía a mano, y ya el 5 de enero de 1518 Cristóbal Scheuerl, jurista de Nuremberg, habla de una traducción alemana. Su
rápida difusión sólo puede explicarse por la excitabilidad religiosa del
pueblo, así como por su repudio del exagerado fiscalismo papal. El pueblo se
dio cuenta de que aquí tenía su jefe, en la lucha contra las mismas cargas que
se veía obligado a soportar contra su voluntad. Lutero se convirtió en el
portavoz del descontento alemán y, a la vez, en intérprete del carácter de esta
nación, pues ya en su primera tesis había propuesto como tema general de la
vida cristiana, no el sosiego y la seguridad clásico-antiguos, sino el
desasosiego y la errabunda añoranza germánicos (Lortz).
Es
cierto que Lutero encontró algunos adversarios, pero no un frente defensivo
teológico cerrado ni tampoco una oposición general por parte de los poderes
públicos. En sus oponentes jugaba también un papel la contraposición entre
Sajonia y Brandeburgo y la competencia de las universidades. Conrado Koch
(Wimpina), que era entonces rector de la universidad brandeburguense de
Francfort del Oder, amigo de Tetzel y sacerdote secular, escribió unas contra
tesis, que fueron defendidas y dadas a conocer por Tetzel. Al Sermón sobre
la indulgencia, predicado por Lutero en la primavera de 1518, replicó
Tetzel con una refutación en alemán y cincuenta tesis en latín. Trataban del problema
de la autoridad eclesiástica y afirmaban que la decisión en asuntos de fe estaba
reservada al magisterio infalible del papa. Tetzel había llegado ya, pues, al
auténtico punto clave de la controversia. Juan Eck, que hasta entonces había
sido amigo de Lutero y era procanciller en Ingolstadt, colega del fraile de Wittenberg y hombre de confianza del duque de Baviera así como
del sabio obispo de Eichstat, Gabriel de Eyb, escribió privadamente, por
encargo precisamente de este obispo, unas Adnotationes a las 95 tesis,
las cuales se propagaron en copias a mano. En ellas notaba un cierto parentesco
entre las ideas de Lutero y las de Juan Hus, condenado en el Concilio de
Constanza. Lutero vio en ello una acusación de herejía y respondió con una
irritada contrarréplica, titulada Asterisci. Decía que Eck condenaba sus
tesis sin haberlas comprendido en absoluto. «En toda su obra no hay nada de
teología (esto es, de la Biblia); todo son extravagancias científicas. Concedo
que todo es verdadero si las teorías de escuela son verdaderas, cosa que Eck
afirma, pero yo niego». Ambos personajes se habían convertido en adversarios
irreconciliables.
Que se formase un frente
defensivo cerrado lo impidió no sólo la coincidencia de Lutero con las
corrientes opuestas a la Curia, existentes en la nación, sino también la falta
de claridad teológica, que ya podía notarse en Erasmo. Sólo así puede
comprenderse la actitud ambigua de muchos buenos católicos, seglares y
clérigos, con respecto a Lutero, y sólo así resulta posible entender los
coloquios religiosos, que duraron hasta los años cuarenta. Ni los humanistas,
ni el papa León X, cuya mentalidad era fuertemente humanista, se sintieron
sobresaltados por las tesis de Lutero. A ello se añadía la ausencia de interés por
la teología en los hombres que desempeñaban de hecho el gobierno de los territorios,
también en los asuntos eclesiásticos. Estos hombres tenían casi todos una
formación meramente jurídica y consideraban tales disputas a lo sumo como
medios para perjudicar la competencia económica de la Curia. Carecían de toda
comprensión con respecto al contenido teológico de los problemas discutidos.
Cuando el arzobispo de
Maguncia vio que la irrupción de Lutero ponía en peligro la indulgencia y, por
tanto, también sus negocios monetarios, mandó que se notificasen los hechos a
Roma. Probablemente ya por entonces los dominicos habían denunciado en Roma al
reformador, acusándole de herejía. Pero León X consideró que todo aquel asunto
no tenía demasiada importancia, y encargó al nuevo general de los agustinos
que calmase al hermano Martín. Mas en el capítulo de la Orden celebrado en Heidelberg en abril de 1518, éste rechazó la admonitio y aprovechó la ocasión para seguir propagando sus ideas. De su defensa salió la disputatio de uno de sus discípulos sobre el pecado, la gracia y la
falta de libertad de la voluntad, y toda la teología de la cruz. Lutero tenía
ya un círculo de oyentes que se convertirían de esta manera en colaboradores y
codivulgadores de sus ideas, y más tarde, en aliados en la lucha. La provincia
alemana de la Orden le apoyaba en su totalidad, de igual manera que sus colegas
y sus oyentes de la universidad, entre ellos el dominico Martín Bucer.
Después de la disputatio celebrada en Heidelberg, Lutero
redactó una extensa aclaración de sus tesis (Resolutiones de virtute
indulgentiarum) y la envió a Roma, al papa, acampañada de un escrito lleno
de frases de sumisión. Ahora bien, en ella no retractaba o atenuaba en modo alguno
su doctrina, sino que la defendía y exacerbaba. Este escrito no produjo ninguna
impresión en Roma donde, no por iniciativa del papa, sino por el fiel
cumplimiento de su deber de algunos funcionarios de la Curia, se había iniciado
el proceso contra Lutero. El profesor de Wittenberg fue invitado a presentarse en Roma en el término de
sesenta días y a justificarse de la acusación de herejía, que se le hacía. El
necesario dictamen teológico sobre su doctrina lo dio el dominico Prierias, magister sacri Palatii. Lo redactó en tres días, y se limitaba tan sólo a las
cuestiones del primado (Dialogue in praesumptuosas M. Lutheri conclusiones de potestate papae). Como también el emperador Maximiliano I pidió que se
procediese contra Lutero de acuerdo con las leyes del Imperio, pareció que el
proceso podía solventarse con toda rapidez.
Pero, de repente, este
asunto se convirtió en una cuestión política. Lutero supo ganar para su causa a
su príncipe elector, Federico el Sabio, que deseaba que la causa se tramitase
en Alemania. Ahora bien, el elector de Sajonia era el único enemigo en los
planes del emperador tendentes a ganar los votos de los príncipes electores
para que saliese elegido como futuro rey romano su sobrino Carlos I de España.
Y como también el papa se oponía a la candidatura del joven rey español, pues
temía que los Estados de la Iglesia volverían a quedar cercados, por el norte y
por el sur, por una potencia demasiado grande, hubo que tener en cuenta los
deseos del elector sajón. Fueron, pues, motivos políticos los que se antepusieron,
funestamente, a los intereses religiosos. El legado pontificio, Cayetano,
dominico sapientísimo, pero que no poseía dotes diplomáticas especiales, y que
había sido enviado a la Dieta de Augsburgo, recibió el encargo de hacer
comparecer a Lutero, escucharle paternalmente y enviarle de nuevo a
Wittenberg, sin ponerle dificultades. En
octubre de 1518 tuvo lugar el interrogatorio en Augsburgo, que no produjo
ningún resultado. El cardenal había destacado con toda claridad las dos
cuestiones principales: la naturaleza de la indulgencia y la eficacia de los
sacramentos, e intentó que Lutero se retractase de su negación del tesoro de la
Iglesia, de los méritos de Cristo, del cual podía el papa conceder
indulgencias, y de su afirmación de que la sola fe da su eficacia a los
sacramentos. Lutero negóse a retractarse en tanto no se le convenciese con
argumentos sacados de la Sagrada Escritura. Finalmente, temiendo ser apresado,
huyó de la ciudad no sin dejar una apelación notarial a Papa non bene
informato ad melius informandum. Cuando, algunas
semanas más tarde, llegó a Wittenberg una
solicitud de extradición, con la noticia de que el proceso continuaba en Roma,
Lutero apeló, como medida de precaución, a un concilio ecuménico. El príncipe
elector se negó a entregar a Lutero, pues no estaba demostrada su herejía. De
nuevo volvió a interrumpirse el proceso durante meses, pues ahora el papa
pensaba en el elector de Sajonia para oponerle como candidato al rey Carlos I
de España.
LA DISPUTA DE LEIPZIG Y LA EXCOMUNION
La labor teológica
siguió adelante, ciertamente. Cayetano, que ya antes y después del
interrogatorio de Augsburgo había escrito sobre algunas de estas cuestiones (Utrum
papa auctoritate clavium dat indulgentiam animabus in purgatorio; De divina institutione pontificatus), redactó una bula sobre las indulgencias, destinada a
privar a Lutero del pretexto de que la Iglesia no se había pronunciado todavía
autoritativamente sobre esta cuestión. La bula fue firmada finalmente por el
papa en el mes de noviembre. Este largo plazo favoreció extraordinariamente la
propagación de la doctrinas luteranas, aun cuando Lutero mismo guardó silencio.
La propaganda de la imprenta había seguido avanzando, y la excitación de los
espíritus era tal, que resultaba preciso hablar. Así, Eck había invitado al
profesor Karlstadt, colega de Lutero en Wittenberg, a celebrar una disputa. El plan fue aprobado por el
duque Jorge de Sajonia, de sentimientos fieles a la Iglesia. Para la disputa
de Leipzig, que se celebró en el mes de junio de 1519, había preparado Eck una
lista de tesis. La última trataba del primado y atacaba directamente a Lutero.
Este respondió con unas contratesis y consiguió ser admitido en el último
momento a la disputa. Después de la disputa entre Karlstadt y Eck acerca de la
gracia y la voluntad libre, vino la disputa entre Lutero y Eck acerca del
primado del papa. Lutero, a quien Eck, mucho más hábil, había puesto en un
aprieto, se vio ahora obligado a sacar las consecuencias claras de sus ideas.
Eck opinaba, en efecto, que la negación de la institución divina del primado
colocaba a Lutero en la misma línea de Wiclef y de Hus. A ello respondió Lutero
que, entre los artículos de Hus, había habido varios muy cristianos y
evangélicos. A esto replicó Eck preguntando: Entonces, si el concilio de
Constanza condenó tesis muy cristianas, ¿es que se equivocó? A lo que Lutero
contestó que también los concilios ecuménicos podían equivocarse. Ante estas
palabras, que cayeron como una bomba en la sala, Eck declaró inmediatamente que
Lutero era hereje y defensor de los husitas. El duque de Sajonia había
abandonado aterrado la sala. .
Al rechazar la
infalibilidad de los concilios ecuménicos, Lutero rechazó todo magisterio de
la Iglesia. Lo que quedaba ahora era únicamente la Biblia. Entonces formuló
Lutero con toda decisión el principio de que sólo debe considerarse como verdad
religiosa aquello que pueda ser demostrado por la Biblia. El protestantismo
encontró así su auténtico principio formal: la doctrina de la sola fides.
La disputa de Leipzig
destruyó definitivamente la opinión, sustentada también hasta entonces por el
príncipe elector de Sajonia, de que todo el asunto de Lutero no era más que una
discusión académica entre profesores, para acabar con la cual lo mejor sería
solicitar un dictamen universitario. Ya antes de la disputa de Leipzig se había
convenido en aceptar como árbitros a las universidades de París y de Erfurt. Pero luego no se convocó a ninguna de
estas dos universidades. En Leipzig se había demostrado, en efecto, que no
existía ya ninguna base común, sino únicamente enfrentamiento y contradicción.
Por este motivo, aun después de la disputa, la lucha siguió adelante, aunque ya
no en forma académica, sino en forma popular, frecuentemente grosera, violenta
y sucia. La imprenta ofreció la posibilidad de propagar, mediante hojas volantes
y hojas sueltas, una polémica odiosa contra la Iglesia papal, en la que
desempeñaron un gran papel las imágenes burlescas y las caricaturas que
presentaban al papa como un asno y como príncipe del infierno y a la Iglesia
romana como la gran prostituta babilónica, y se reían de los cardenales,
sacerdotes y monjes. No puede afirmarse que Lutero mismo se mantuviese alejado
de esta lucha poco noble. Por el contrario, hizo todo lo humanamente posible
para excitar y alentar a sus partidarios.
El problema de las
generaciones influyó ahora, acelerando y agravando el decurso de las cosas.
Los jóvenes estaban a favor de Lutero; los viejos, en cambio, defendían la
tradición. Sin embargo, había también entre los jóvenes que se adhirieron al
reformador dos direcciones: una humanista y otra radical. A la primera
pertenecían los hombres que Lutero ganó para sí en Heidelberg, Juan Brenz, posterior reformador de Hall,
ciudad imperial de Suabia, y del ducado de Württenberg, y el alsaciano Martín
Bucer, que había de convertir a la nueva doctrina la ciudad de Estrasburgo.
Junto a ellos estaba el monje agustino Nicolás de Arnsdorf, coetáneo de Lutero y colega suyo en la
universidad de Wittenberg, y,
en primer término, Felipe Melanchton, que a sus diecisiete años era magister en Tubinga, y a los
veintiuno fue nombrado profesor de griego en la universidad de Wittenberg por recomendación de su tío abuelo
Reuchlin. Muy pronto se convirtió Melanchton en partidario entusiasta de
Lutero, a quien acompañó también a la disputa de Leipzig. Y ya iban alcanzando
también posiciones dirigentes en las ciudades imperiales de Alemania los
entusiastas estudiantes de Wittenberg.
A la orientación radical
de los primeros partidarios de Lutero pertenecían Tomas Münzer, que ya en 1520
era predicador en Zwickau, famoso
jefe de los campesinos rebeldes, y también el radical profesor de Wittenberg, Karlstadt, y, sobre todo, el portavoz de
los belicosos y descontentos caballeros alemanes, Ulrico de Hutten, joven
humanista sin escrúpulos y uno de los autores de las famosísimas Cartas de
hombres oscuros. En aquel tiempo todavía escribía en latín contra los
papistas. Pero a partir de 1521 el coronado poeta escribió también en alemán,
para entablar contacto con las masas en la lucha contra los curas extranjeros.
Apareció su Librito de diálogos, anticlerical, que echa sobre Roma la
culpa de todos los males. En Lutero veía Hutten el campeón de la libertad
espiritual y nacional, que ahora había que conquistar en lucha contra Roma y
contra todos los clérigos, y por ello hace que sus invectivas se expongan en
público. Junto al vagabundo poeta Ulrico de Hutten está el caballero bandido de
gran estilo Francisco de Sickingen, que llevará más tarde a la ruina a la
caballería alemana. Su castillo de Ebern era todavía entonces «la casa de la
justicia», en la que se reunía un círculo de amigos secretos de Lutero,
castillo que ofreció también a éste como lugar de refugio.
A estos jóvenes se
oponían los defensores de la antigua fe, hombres de la generación anterior,
personalidades venerables, dotadas de una profunda conciencia de sus
obligaciones y de una piedad correcta, pero carentes del fuego avasallador de
un heroísmo bendecido desde arriba: los dominicos Prierias y Hochstraten, que
estaban comprometidos ya en la discusión en torno a Reuchlin, Tomás Murner,
franciscano de Alsacia, y los hombres de la corte de Sajonia, el duque y sus
capellanes de palacio. Hasta su muerte, ocurrida en 1539, el duque de Sajonia
fue, entre los príncipes alemanes, el adversario más decidido de Lutero; fue un
celoso reformador y un enemigo sincero del curialismo y, llevado de su estricto
sentido del derecho, atacó fuertemente los defectos de la Iglesia. De sus
capellanes, el suabo Jerónimo Emser fue violentamente atacado por Lutero poco
después de la disputa de Leipzig, mientras que Codeo estaba todavía entonces de
parte del reformador de Wittenberg. En
vano intentó luego convencer privadamente a Lutero para que se convirtiese; lo
único que consiguió con ello fueron burlas y calumnias. A sus escritos Lutero
respondió tan sólo la vez primera. El amor herido se transformó en una violenta
hostilidad. Sin embargo, Codeo fue uno de los pocos que vieron desde el
principio la necesidad de realizar una contralabor religiosa, y él mismo era un
sacerdote de fe ardiente y dispuesto al sacrificio. Se hizo famoso por ser el
autor de la primera biografía católica escrita después de la muerte de Lutero,
los Commentaria de actis et scriptis M. Lutheri, de 1549, obra que, a pesar de su carácter totalmente polémico, y aunque
contiene ciertamente mucho veneno y mucho odio, no encierra mentiras
conscientes y ha venido configurando en gran medida, hasta bien entrado el
siglo xx, la imagen católica de Lutero.
Lutero había negado en
Leipzig la infalibilidad de los concilios antiguos, y en un folleto titulado Sobre
el papado de Roma había rechazado éste, considerándolo como una
institución humana. La morada en que la cristiandad había venido habitando
hasta entonces se encontraba, pues, destruida. Ahora era necesario edificar de
nuevo la vida de los cristianos y ganarse la opinión pública. A este fin
sirvieron los tres grandes escritos reformadores del año 1520. Es ésta una
época lógicamente propicia para Lutero. El emperador recién elegido se encuentra
aún en España. Lutero es, pues, el jefe de la nación. Se dirige a los laicos,
escribe en alemán, renuncia en estos escritos a las especulaciones y discusiones
teológicas, coloca en el primer plano cuestiones de política eclesiástica y
emplea como aliado el muy extendido descontento contra la administración de la
Curia romana, contra su mundanización y su físcalismo. Ahora no se trata de una
teoría, de la indulgencia por ejemplo, sino que se trata del papa y de toda la
Iglesia existente hasta entonces. En aquél ve Lutero el enemigo jurado del
verdadero cristianismo, el Anticristo de los últimos tiempos, anunciado por san
Pablo. Su pensamiento y su lenguaje se tornan escatológicos; sus imágenes son
las del Apocalipsis. Aparecen así escritos programáticos político-eclesiásticos,
dirigidos «a sus queridos alemanes», que llevan dentro una gran carga
explosiva. En el plazo de tres meses se publicaron estas tres obras: A la
nobleza cristiana de la nación alemana sobre el mejoramiento del Estado
cristiano, De la cautividad babilónica de la Iglesia, y De la libertad
del cristiano. La primera es una exhortación dirigida a la nobleza, es
decir, a los laicos, invitándoles a tomar en sus manos la reforma de la
cristiandad, sobre la base del sacerdocio universal de todos los fieles: «Todos
los cristianos pertenecen verdaderamente al estado clerical y no existe entre
ellos ninguna diferencia más que la del oficio. Esto se debe a que tenemos un
solo bautismo, una sola fe, un solo evangelio, y somos igualmente cristianos.
El que haya salido del bautismo, puede gloriarse de estar ya ordenado
sacerdote, obispo y papa, aun cuando no a todo el mundo competa ejercer tal
ministerio».
De este modo se declaró
al seglar mayor de edad y responsable. Según esta obra, no existen dos estados
separados en la cristiandad, sino solamente uno. No puede, por tanto, seguir
subsistiendo el primado de Roma. La interpretación de la Sagrada Escritura, la
convocatoria de un concilio ecuménico son cosas que corresponden a cada cristiano,
y en primer término a los jefes de la cristiandad, los nobles. Estos deben sacar,
en lo que respecta al gobierno de la Iglesia alemana, las consecuencias del
sacerdocio universal de los fieles. En pocos días se vendieron cuatro mil
ejemplares de este revolucionario escrito.
De la cautividad
babilónica de la Iglesia se refiere a
la Iglesia invisible, hechura del Evangelio, a la que mantienen presa
múltiples disposiciones humanas: la doctrina de los sacramentos, la doctrina
de la transubstanciación y del carácter sacrificial de la santa misa, la
negación del empleo del cáliz a los laicos y el establecimiento de impedimentos
matrimoniales. Por una feliz inconsecuencia, Lutero no llevó hasta su último
extremo la negación de los sacramentos. Mantuvo el bautismo de los niños, la
cena y, en parte, también la confesión, pero tampoco éstos tenían eficacia por
sí mismos, sino sólo por la fe. El sacerdocio sacramental resulta ahora superfluo. La nueva comunidad
no necesita más que servidores de la palabra, conocedores
de la Biblia, para predicar la palabra.
De la libertad del cristiano, la primera obra sobre la libertad aparecida en el territorio de habla alemana, está dedicada
al papa León X. De este modo quiere
Lutero quitar de antemano
toda justificación a la
excomunión inminente. Con un
lenguaje bíblico sencillo expone su evangelio de Cristo y del perdón de los pecados por la
fe. Pero el tesoro esencial del hombre redimido
es la libertad cristiana. Un cristiano es un
señor libre, que domina
sobre todas las cosas y no se halla sometido a nadie; y, a su vez,
el cristiano ideal es el que está libre de todas las cosas terrenas, hallándose sometido a cualquiera en la caridad.
Y cuando luego la bula Exsurge Domine condenó las doctrinas de Lutero y ordenó al profesor que se retractase, éste
publicó uno de sus peores escritos incendiarios: Contra la bula del Anticristo. La
bula en que se le amenaza
con la excomunión, dice, le ha hecho ver ahora que el papa
es el Anticristo. Por ello se enfrenta al papa y a los cardenales,
apoyándose en su bautismo, como hijo de Dios y heredero de Cristo; les ordena que hagan penitencia y anulen inmediatamente esas
demoníacas blasfemias, amenazándoles con condenarles en nombre de Cristo. De
nuevo apeló Lutero a un concilio universal, y el día 10 de diciembre de 1520,
ante la puerta de la ciudad de Wittenberg, y entre el júbilo de los estudiantes,
arrojó al fuego un ejemplar de la bula pontificia, el Código de derecho
canónico y los escritos de sus adversarios, con estas palabras: Quoniam tu
conturbasti sanctam veritatem Dei, conturbet te hodie Dominus. In ignem istum!
Los
acontecimientos se precipitaron ahora. Lutero es excomulgado. Staupitz le exime
de la obediencia monástica. Lutero se encuentra psíquicamente a la intemperie
y depende totalmente del favor del pueblo y del capricho de los príncipes. En
esta hora, éstos le apoyaron, ciertamente. La cancillería imperial había hecho
redactar los correspondientes mandatos contra él, e igualmente había comenzado
ya a moverse la oposición, sostenida por el príncipe elector de Sajonia:
Lutero, decía, no había sido rebatido. Teniendo en cuenta los sentimientos
populares, se invita a Lutero a ir a la Dieta de Worms, «para recibir informes de
él mismo», y dándole la seguridad de tener libre escolta. El nuncio del papa,
Aleander, y Federico el Sabio intentaron impedir el viaje de Lutero a Worms, pero éste
quería acudir a la Dieta. En las ciudades alemanas se le tributa un
recibimiento triunfal. ¡Tan intensos eran los sentimientos antirromanos y la
excitación religiosa en el pueblo! Aleander
escribió entonces a Roma: «Los alemanes se han convencido de que podían ser
buenos cristianos incluso estando en contradicción con el papa, y de que
también la fe católica podría mantenerse en pie en tal caso». La justificación
nacional del interrogatorio la había dado su señor territorial: Decía que era
equitativo dar a Lutero la posibilidad de defenderse. No se podía condenar a un
alemán sin haberle oído antes sin producir un escándalo tremendo. El 17 de
abril de 1521 se le hicieron a Lutero, en presencia de la Dieta, dos
preguntas: Si reconocía ser autor de los escritos que se le atribuían, y si
estaba dispuesto a retractarse de los errores contenidos en ellos. A la
primera contestó afirmativamente en el mismo momento; para responder a la
segunda pidió que se le diera tiempo para pensarlo. Lutero había esperado que
se celebrase una disputa para poder defender sus doctrinas. El emperador le
invitó a que pensase en el gran peligro, las discordias, revueltas, levantamientos
y derramamientos de sangre que su doctrina había producido en el mundo. Al día
siguiente Lutero rechazó toda retractación: «Mientras no sea refutado por la
Sagrada Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme de nada,
pues obrar en contra de la propia conciencia es malo y peligroso. Dios me
ayude. Amén» .
LA TRADUCCION DE LA
BIBLIA
El interrogatorio de Worms puso en claro que la evolución religiosa
personal de Lutero se había convertido en un asunto público, de alta política,
y creó también un gran marco propagandístico en torno a Lutero, otorgándole,
para decirlo con palabras modernas, la publicidad necesaria para el triunfo de
su causa. Tanto más cuanto que Lutero, que volvía de Worms escoltado por doce caballeros y había
predicado todavía en Eisenach, sufrió
un asalto simulado y desapareció de la vida pública. Con ello no sólo quedó a
cubierto de las repercusiones del Edicto de Worms, que entre tanto se había promulgado, sino que encontró
también una temporada de recogimiento y de trabajo tranquilo.
En la Wartburg, el «caballero Jorge» no sólo supera
graves asechanzas espirituales y no sólo redacta su folleto sobre los votos
monásticos, que habían de hacer correr a él una inmensa muchedumbre de monjes
y monjas que vivían en los conventos sin vocación o en desacuerdo con la regla
y los votos. Un segundo y violento escrito polémico, titulado Sobre el abuso
de la misa, estaba dirigido a sus hermanos de Orden de Wittenberg y se burlaba de la misa, presentándola como
una idolatría vergonzosa. Pero, junto a esto, Lutero comenzó en la Wartburg su traducción alemana de la Biblia. El
Nuevo Testamento lo terminó en diez semanas; el Antiguo no lo acabó sino doce
años más tarde.
La Biblia de Lutero no
es sólo la primera traducción alemana de la Sagrada Escritura. Según un
recuento efectuado en 1939, se conservan 817 manuscritos alemanes de esta
Biblia, entre los cuales hay 43 que la contienen completa. En lo que respecta a
ediciones, hubo, hasta 1522, catorce en alemán y cuatro en bajo alemán, las
primeras de las cuales fueron la Edición de Mentelin, hecha en Estrasburgo
(1461 ó 1466), y la Edición de Augsburgo de 1473. Las ediciones eran, sin embargo,
relativamente pequeñas. Indudablemente, la Biblia de Lutero era la mejor
traducción desde el punto de vista literario. Su particularidad consistía no
sólo en que, a diferencia de otras traducciones de la Vulgata, ésta estaba
hecha sobre la base del texto primitivo, según creía Lutero, es decir, sobre la
edición de Erasmo de 1519; estaba traducida además con un lenguaje próximo al
pueblo, intuitivo: el lenguaje sajón-bohemio de cancillería, que la Biblia de
Lutero convirtió en alto alemán. Por otro lado, esta traducción atestigua las
fabulosas dotes literarias del traductor y el fuego ardiente de las vivencias y
los sentimientos religiosos de un hombre que había crecido junto a la Biblia y
había apoyado su existencia entera únicamente en la palabra de Dios. Por ello,
también el centro de la substancia religiosa de la Reforma protestante se
encuentra en esta Biblia. Lo cual no debe hacernos olvidar, desde luego, que
Lutero se ingirió caprichosamente en el canon y en el texto, que divide la
Escritura en partes esenciales y partes menos esenciales, que quiso encontrar
confirmado en ella su propio punto de vista, y que, como confiesa un
historiador protestante de nuestros días, «los lugares ambiguos desde el punto
de vista lingüístico los interpretó desde el centro de la justificación por la
sola gracia». La Biblia de Lutero se vendió rápidamente. Los primeros tres mil
ejemplares se agotaron en pocas semanas; en los dos años siguientes hubo no
menos de cinco ediciones.
Para la innovación
religiosa tuvo gran importancia el hecho de que, en 1521, se agregase a la
Biblia la segunda obra capital de aquélla: los Loci
communes rerum theologicarum, salidos
de la pluma de Melanchton. Estos son una exposición de los conceptos
fundamentales de la teología según las ideas de Lutero y constituyen, por
tanto, una obra sistemática, una dogmática y una ética a la vez. Los Loci tenían como misión acercar las ideas reformadoras a
las personas cultas, sobre todo a los humanistas, y, acentuando la importancia
de la disciplina eclesiástica pública, salvaguardar también la paz en la
comunidad.
EL PROBLEMA DE LA ORGANIZACION ECLESIASTICA
En efecto, la prolongada
ausencia de Lutero de Wittenberg puso
de manifiesto el peligro que amenaza a todo movimiento no organizado cuando ha
perdido a su jefe: el radicalismo y la dispersión. En Wittenberg asumió ahora la dirección el radical
Karlstadt, que incluso llegó a ganar para sus ideas a Melanchton. Se pretendía
sacar las consecuencias prácticas de las tesis de Lutero. Inicióse la
descatolización de la vida pública. Karlstadt defendió los sermones de un
agustino contra la misa, y él mismo, en la navidad de 1521, pronunció en la
iglesia de la universidad, vestido por primera vez de seglar, un sermón, y sin
confesarse antes, dijo una misa sin canon, distribuyendo en ella la comunión
bajo las dos especies. Al día siguiente Karlstadt, que tenía ya cuarenta y un
años, se prometió en matrimonio. Hacía tiempo que había defendido que el
matrimonio de los sacerdotes seculares era obligatorio, pero que el de los
frailes estaba permitido. De acuerdo con una orden dada por él, todos los
bienes de los monasterios y de las iglesias, así como los beneficios y las
fundaciones fueron fusionados, para formar una «caja común», destinada a pagar
a los clérigos y auxiliar a los pobres. Se prohibió la mendicidad. Consiguientemente,
el capítulo provincial de Wittenberg de
los agustinos eremitas permitió que los frailes abandonaran el convento. La
forma de proceder fue cada vez más tumultuaria. Karlstadt penetraba en las
iglesias y destruía imágenes y estatuas. Los altares laterales fueron
retirados, y se quemó el óleo para la extremaunción. A la destrucción de las
imágenes se añadió, bajo la influencia de algunos fanáticos expulsados de Zwickau, la renuncia al estudio de la teología.
Los obreros debían predicar el Evangelio. Karlstadt recomendaba a los estudiantes
que abandonasen la universidad y aprendiesen un oficio manual; él mismo se hizo
campesino. La universidad llevaba una vida lánguida.
Esto hizo que Lutero no
pudiera permanecer más en la Wartburg, y
se presentó de repente en medio de las masas revolucionarias de Wittenberg. Con ocho valientes sermones consiguió
ganarse la opinión pública. La libertad cristiana no permite la modificación
violenta de cosas que son indiferentes. La reforma religiosa no puede propagarse
mediante la violencia, ni por disposiciones del brazo secular, ni por el
levantamiento de las masas. Es preciso predicar la verdad y dejar que la
palabra actúe. Los espíritus fanáticos tuvieron que retirarse, pero habían enseñado
algo a Lutero. Este sólo había pretendido enseñar y predicar, pero nunca
organizar. Ahora tuvo que sacar las consecuencias prácticas de su doctrina, si
no quería que se volviera a abusar de ella. De esta manera organizó la liturgia
en Wittenberg. Quedaron eliminadas la
misa privada, la obligación de confesarse y el precepto de ayunar, y también
el monacato y el celibato; en cambio se mantuvo la lengua latina para el culto,
el uso de las vestiduras litúrgicas y la elevación de la hostia en las misas
dominicales. El cáliz de los seglares es puesto a disposición de todos. La
comunidad cristiana, que es para Lutero la única forma legítima de Iglesia,
tiene derecho a decidir si el predicador expone la docrina pura (Una
comunidad o congregación cristiana tiene el derecho y el poder de juzgar toda
doctrina, y de llamar, nombrar y destituir a los doctores [1523]), pero,
sin embargo, no posee ninguna potestad disciplinaria sobre sus miembros,
potestad que, en aquellos años, Lutero recusa todavía absolutamente incluso a
las autoridades seculares. Pocos años más tarde cambiará radicalmente de
opinión.
Lutero permanece en Wittenberg y allí enseña, predica y escribe
incansablemente. En 1524 abandona el hábito monástico y un año más tarde, con
gran disgusto de Melanchton, se casa con la monja cisterciense Catalina de Bora, que había salido del convento. De ahora
en adelante su obra se irá desligando cada vez más de su propia persona y
seguirá su propio destino.
ULRICO ZUINGLIO
Entre tanto había ido
destacándose en el sur del territorio de habla alemana, en Zurich, otro jefe de la Reforma protestante:
Ulrico Zuinglio. Su retrato de la Biblioteca Central de Zurich lleva esta inscripción:
Dum patriae quaero per
dogmata sancta salutem
Ingrato patriae caesus ab ense cado.
Estos versículos caracterizan
bien una parte del carácter zuingliano. Su reforma, y la reforma de Suiza en
general, es mucho más una cuestión humanística, y especialmente una cuestión
política, que la reforma de Lutero. Es la idea, procedente de la Antigüedad, de
la patria, a la que el humanista Zuinglio otorga un papel político y nacional.
Además de esto, vive en una época en la que los infantes suizos representan una
valiosa tropa auxiliar para el papa, por lo cual muchos clérigos de la
Confederación eran favorecidos con especiales muestras de afectos y pensiones
pontificias.
Zuinglio era sólo unas
semanas más joven que Lutero. Su padre era un apreciado campesino de
Toggenburg. El joven Zuinglio estudió en Viena, de donde fue expulsado, y luego
en Basilea. En ambas universidades se compenetró profundamente con el
humanismo y conquistó muchos amigos que sentían igual que él. El hecho de que,
mientras todavía estudiaba en Basilea, ejerciese ya el cargo de maestro de
escuela en San Martín, es algo que cuadra muy bien con la imagen del joven
humanista. A sus veintidós años la comunidad de Glaris le eligió como párroco
suyo; Zuinglio consiguió que un co-opositor favorecido por el papa renunciase
al puesto. Entonces recibió también la ordenación sacerdotal.
Zuinglio era partidario
del papa y, desde 1515, se hallaba en posesión de una pensión romana. Abierto
a las exigencias del día, acompañó dos veces, como capellán, a sus compatriotas
a Italia, estando presente en las batallas. Tras su vuelta empezó a atacar los
intentos franceses de atraerse a Glaris, cosa que no podía conciliar con su
ardiente patriotismo. Como no logró triunfar, dejó su parroquia a un vicario y
se hizo dar un cargo de capellán y predicador en el conocido santuario de Einsiedeln.
En diciembre de 1518 el Consejo de Zurich le nombró predicador de la catedral de esta ciudad.
Al lado de sus preocupaciones pastorales, Zuinglio no había olvidado los
estudios humanistas. Además del griego aprendió hebreo. Desde 1516 estaba en
relación con Erasmo, que le incitó a que en sus predicaciones emplease
únicamente la Escritura y los Padres. Zuinglio dejó, por ello, de predicar
sobre trozos selectos del Evangelio o de las Escrituras y predicó
constantemente sobre el Evangelio de San Mateo y otros escritos de la
Biblia. Es verdad que se acercaba a la Escritura de forma distinta que Lutero.
Este aspiraba a encontrar en ella su salvación; Zuinglio, en cambio, la verdad
en su forma más pura. El es un racionalista, qué se enfrenta a la palabra
revelada de un modo más crítico que Lutero y que intenta recortar el misterio
todo lo posible; por ello quiere reducir el cristianismo a la filosofía de
Cristo y simplificarlo. Para ello necesitaba eliminar la justificación por las
obras y especialmente las peregrinaciones, la veneración a los santos y a las
reliquias y, naturalmente, también el sistema de las indulgencias.
Se hizo famoso por vez
primera cuando, por encargo del vicario general de Constanza, se enfrentó al
franciscano de Milán Sansón, a quien se le había encargado que predicase la
indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. El
obispo de Constanza había prohibido predicar en su diócesis a este predicador
de la indulgencia, que convertía su misión en un repugnante negocio de dinero,
y la Confederación había logrado finalmente que León X destituyese a Sansón.
Mas durante estos arios
Zuinglio se había apartado ya internamente de la Iglesia. No se ha llegado a
determinar con exactitud si esto se debió al influjo de Lutero, cosa que
Zuinglio negó enérgicamente. En todo caso, se transformó en un reformador de
cuño propio. Aun cuando se apropió las tesis luteranas acerca de la fe, la
justificación y la Escritura, las acentuó, en cierta manera, de modo distinto.
Zuinglio no había sufrido las luchas de conciencia de Lutero y no tenía tampoco
la vivencia de la certeza de la salvación. Por ello los temas más importantes
no son, para él, la gracia y la muerte de Cristo en la Cruz, sino la ley como
voluntad propia de Dios; no la justificación, sino la santificación que Cristo
crea en el hombre. La importancia dada a esta nueva vida introduce una
tendencia moralizante en su sistema. La voluntad de Dios se encuentra
claramente expresada en la Sagrada Escritura. Por tal motivo, hay que examinar
todas las costumbres, para ver si están prescritas en aquélla, y eliminarlas si
no lo están. Zuinglio se aproxima en este punto al reformador de Wittenberg, Karlstadt. Aplicando tales criterios,
¿qué queda de los sacramentos? Sólo el bautismo y la cena, pero éstos pasan a
ser meros símbolos sin eficacia alguna.
La ruptura externa con
la Iglesia tenía que llegar al fin. Ya en 1521, el predicador Zuinglio, a quien
siempre habían preocupado los problemas de la comunidad social y política,
pidió al Pequeño Consejo que ordenase a todos los predicadores emplear, como
única base de sus sermones, la Sagrada Escritura. Cuando, a consecuencia de
las predicaciones de Zuinglio, los habitantes de Zurich dejaron públicamente de cumplir el
precepto del ayuno, el obispo de Constanza protestó contra esto en 1522.
Entonces Zuinglio publicó un sermón titulado Sobre la elección y libertad de
los alimentos y envió una epístola al obispo, firmada, además de por él,
por otros diez clérigos. Muy pronto dirigió este mensaje también a la Dieta de
la Confederación, reunida en Lucerna. En él se solicitaba que se concediese
libertad para la predicación apostólica y que se suprimiese el celibato. Esto
constituía para Zuinglio un asunto completamente personal. En 1524 se casó con
la viuda con que venía conviviendo desde bastante tiempo antes. Cartas
pastorales y exhortaciones del obispo de Constanza, así como una prohibición
por parte de la Dieta, no tuvieron el menor resultado. A la amenaza de
excomunión Zuinglio respondió con un violento ataque contra las jerarquías de
la Iglesia. Renunció a su oficio de predicador y no quiso tener ya nada que ver
con la antigua Iglesia. Pero el Consejo de Zurich le confirmó, a su vez, en aquel cargo. En 1523 tuvo
lugar la disputa organizada por el Consejo, cuyo resultado se conocía ya de
atemano. Zuinglio compuso para ella sesenta y siete tesis, en las que rechazaba
la Iglesia visible, negaba la tradición, la jerarquía, el sacerdocio y el
sacrificio de la misa, impugnaba los votos religiosos, los días de fiesta y el
ayuno y asignaba abiertamente el gobierno de la Iglesia a las autoridades
temporales. La disputa terminó con la victoria de Zuinglio; las explicaciones
del vicario general de Constanza, Juan Faber, que era también discípulo de Erasmo, estaban
redactadas en un tono demasiado doctrinal y autoritario. El Consejo ordenó a
los predicadores que se atuviesen a las tesis de Zuinglio.
Este había elaborado ya
un nuevo rito del bautismo, que subrayaba únicamente el valor simbólico del
sacramento. Una segunda disputa habría debido tener como resultado la
supresión de las imágenes y de la misa, pero el pueblo se resistió todavía a
ello. Mas en enero de 1524, cuando el clero se negó a aceptar la Reforma
protestante, el Consejo prohibió las procesiones y peregrinaciones; y en junio,
la veneración de las imágenes. Se ordenó que, en el término de trece días,
todas las iglesias de la ciudad debían quedar «purificadas», blanqueadas las
paredes y retirados o destruidos las estatuas y cuadros. Las velas, el toque de
campanas y la extremaunción fueron eliminados; los órganos, desarmados, y en
enero de 1525, clausurados los monasterios. Zuinglio convirtió la catedral en
una escuela teológica, cuya misión era educar una comunidad popular que
hundiese sus raíces en la Biblia. Una regulación de la ciudad acerca de las
limosnas afectó a todas las fundaciones eclesiásticas. Antes de Pascua de 1525
el Consejo prohibió la misa, y el Jueves Santo se celebró la primera cena de la
forma más sencilla. Al mes siguiente se creó un tribunal de matrimonios; estaba
compuesto de seglares y predicadores y entendía legalmente en los problemas de
impedimentos y validez o separación de los matrimonios, antes tratados en la
Curia episcopal, y, más tarde, también en la cuestión de la disciplina eclesiástica
y la provisión de parroquias. Con esto quedaba completada la estructura de la
unidad cristiana, en la cual, más bien que en la parroquia, veía Zuinglio la
auténtica Iglesia visible. También hizo uso sin escrúpulo alguno del brazo
armado de la ciudad cuando los anabaptistas amenazaron con destruir su
comunidad. El culto zuingliano era muy simple. Constaba solamente de oración,
lectura de la Escritura, predicación, y, cuatro veces al año, administración de
la cena. Se prohibió el canto eclesiástico y tocar el órgano. El bautismo era
solamente el signo cristiano de la alianza, y la cena, la conmemoración de la
pasión de Cristo. Las palabras de la consagración se interpretaron de manera
puramente simbólica (est = significa). De manera resuelta y con una
energía que actuaba duramente, Zuinglio quiso congregar un pueblo entero en sus
casas de oración y predicación, dedicadas a la palabra y carentes de toda
imagen, y terminó pronto con la pena de los zuriqueses partidarios de la fe
antigua («Muchas madrecitas ancianas lloraron»).
El sistema de Zuinglio,
la entrega total de la Iglesia al Consejo de la Ciudad —pues considera la
comunidad eclesiástica y civil como una unidad religiosa— se convirtió en
modelo para muchas ciudades imperiales del sur de Alemania. ¡Qué diferencia
con la comunidad de Lutero en Wittenberg! Ambos
reformadores habían organizado así, casi al mismo tiempo, sus comunidades como
expresión de la diversidad de naturaleza propia de cada uno.
LA GUERRA DE LOS
CAMPESINOS
Pero
tampoco Lutero consiguió mantener puro su ideal. Es cierto que,
inteligentemente, había sabido mantenerse alejado de la revolución de los
caballeros del Imperio y no mezclar la causa de éstos —la libertad alemana—
con la libertad del hombre cristiano, alabada por él. Entonces escribió su
tratado Sobre la soberanía secular, y hasta qué punto se le debe obediencia. Más difícil le resultó adoptar una actitud consecuente y clara en la guerra de
los campesinos. Entre éstos, ideas de revolución social se habían mezclado acá
y allá con la ideología religiosa de los fanáticos y anabaptistas. Esta unión
fue el primer peligro grave para el luteranismo.
Uno de los jefes más
fanáticos era Tomás Münzer, antiguo sacerdote católico, que ya en la disputa de
Leipzig estuvo de parte de Lutero y que después quiso llevar a la práctica en Zwickau el nuevo orden de cosas. Pero, al
hacerlo, se había apartado de varias doctrinas luteranas. Más realista que el
monje de Wittenberg, pretendía
que hubiera alguna colaboración humana en el acto de fe. Afirmaba que María
llegó al acto de fe sólo por haber vencido internamente los obstáculos. Pero
esta victoria interna ocurre por el testimonio directo del Espíritu, por la
luz interior, la palabra interior, que se contrapone a la palabra muerta de la
Biblia. Era inconcebible, decía, que Dios, que había venido hablando durante
siglos, no hablase ya ahora, cual si se hubiera vuelto mudo. Lutero se burlaba
de ellos diciendo que querían hablar directamente con Dios. La meta de Münzer
era lograr el Reino de Dios para el pueblo sencillo y pobre. Por ello estaba
lleno de odio contra los profesores de Wittenberg, que representaban para él los escribas hipócritas
contra los que prevenía Juan Bautista.
«A nuestros doctores les
gustaría llevar el testimonio del Espíritu de Jesús a la universidad...
únicamente quisieran juzgar la fe con su Escritura robada, aun cuando no tienen
fe en absoluto, ni ante Dios ni ante los hombres. Pues cada uno observa y
procura aspirar a los honores y riquezas. Por ello tú, hombre sencillo, debes
instruirte a ti mismo».
El Evangelio es
precisamente para los miserables y oprimidos, para los desheredados, que son,
en verdad, los elegidos. El Evangelio no suprimió la ley, sino que la cumplió
con seriedad suma. Si se quiere preparar la venida del Reino de Dios, no se
debe temer al peligro ni al riesgo. Lutero facilita demasiado las cosas a los
hombres. Predica únicamente el «Cristo dulce como la miel, un Cristo a
medias». Pero «el que no quiere el Cristo amargo, morirá, pues se ha hartado de
miel». Lutero es por ello el «verdadero archicanciller del demonio», el «papa
de Wittenberg». Pero el pueblo
alcanzará la libertad, y únicamente Dios será su señor. Por este motivo, Münzer
incitaba a acudir a tumultos, destruir las imágenes y, después de que los
príncipes de Sajonia se apartaron de él, rebelarse contra los reyes, los
príncipes y los clérigos. Ahora firmaba: «Tomás Münzer, con la espada de
Gedeón». En Zwickau se había
aliado con los fabricantes de paño. Pero el Consejo de la ciudad intervino
expulsando a los profetas del nuevo reino cristiano. En Allsted, ciudad
campesina del electorado de Sajonia, Münzer organizó la primera liturgia
alemana. Acosado por Lutero, se dirigió a la ciudad imperial de Mühlhausen, en
Turingia. Expulsado de allí, volvió a aparecer en 1525 y estableció una
teocracia radical de los pobres. Se estaba ya en medio del levantamiento social
de la guerra de los campesinos, que Münzer había atizado convenientemente en el
centro y el sur de Alemania. Ya hemos indicado antes cómo los anabaptistas
organizaron junto con Karlstadt disturbios en Wittenberg. «Las turbas y los fanáticos» son desde entonces
enemigos de Lutero, a los que éste odiaba casi más que al papado. Mientras
Münzer se encontraba en Allsted, había escrito Lutero una Carta a los
principes de Sajonia sobre el espíritu de rebelión .
La guerra de los
campesinos estalló indudablemente a causa de los impuestos y gravámenes. Los
campesinos se encontraban muy descontentos con su situación social y soportaban
difícilmente el capricho de sus señores, la trasformación de los feudos, la
introducción del derecho romano escrito, la aparición de la economía monetaria
ciudadana. Pero desde el principio se mezclaron con la rebelión también motivos
religiosos. Ya la leyenda que en 1491 se puso, en el Alto Rin, en la bandera
de la liga, decía: Unicamente la justicia de Dios. Su imagen mostraba al
Crucificado, rodeado de María y de Juan, con un campesino arrodillado que
miraba hacia la cruz. El pertenecer a la liga implicaba la obligación de rezar
determinadas oraciones. Con la convicción de que todos los redimidos poseían la
misma dignidad de cristianos, se pedía a los señores que diesen libertad, como
verdaderos cristianos, a los campesinos. Luego vino la revolución religiosa, la
lucha contra los obispos y los monasterios, que eran, en su mayor parte, sus
señores feudales, así como el escrito de Lutero acerca de la libertad del
hombre cristiano. No cabe duda de que Lutero se refería a la libertad interior
cuando escribía que el cristiano está libre de todas las cosas terrenas; pero
los campesinos entendieron la libertad de toda dependencia de señores feudales
eclesiásticos y seculares, y la exención de todos los impuestos y servicios
militares. Es verdad que la revolución campesina había comenzado en el Alto Rin
y en Württemberg ya antes de que Lutero apareciese. Pero ahora los discursos
incendiarios de clérigos agitadores como Tomás Münzer, y las numerosas hojas
volantes llenas de odio, con sus cuadros e imágenes, que también el pueblo
sencillo podía comprender, echaron leña al fuego.
En Memmingen los campesinos decidieron en 1525
establecer un orden confederado, «una comunidad cristiana según el Evangelio».
Para los problemas de derecho eclesiástico, con respecto al cual ellos no se
sentían competentes, se designaría a siete predicantes y doctores, entre ellos
Lutero, Melanchton y Zuinglio. Pero el derecho civil lo tomaron ellos mismos en
sus manos. Acordaron Los Artículos fundamentales y principales de todos los
campesinos y súbditos de soberanos eclesiásticos y seculares, los célebres
Doce artículos, que fueron redactados sin duda por el mozo peletero de Memmingen, Sebastián Lotzer. El primer artículo
postulaba la libre elección de los párrocos por la comunidad, a los que ésta
debe dar el justo diezmo de grano, pues lo ordena el Antiguo Testamento. El
elegido predicará el Evangelio «puro y claro, sin añadiduras humanas». El
artículo tercero se lamenta de que «se nos considere como siervos, lo cual es
lamentable, teniendo en cuenta que Cristo redimió a todos con su preciosa
sangre. Por ello está de acuerdo con la Escritura el que seamos libres»; no el
carecer de soberanos, pero sí el no ser siervos. Los demás artículos postulan
la libertad de caza y pesca, madera para construir viviendas y para hacer
fuego, supresión de los tributos en caso de muerte, disminución de las
prestaciones personales, facilitación de los arrendamientos y supresión de todos
los castigos arbitrarios.
Indudablemente estos
artículos, que se caracterizan por su moderación y por el temor de Dios, eran
obra de idealistas. La masa, que no se componía ya sólo de campesinos, sino
también de numerosos obreros manuales y de operarios de la ciudad, cayó bajo el
influjo de agitadores y realizó saqueos y extorsiones. Más de mil monasterios y
castillos fueron quemados. Esto provocó un enérgico movimiento de defensa.
Jorge Truchsess de Waldburg, general de la Liga Suaba, se enfrentó a los
diversos grupos de campesinos y los aniquiló. La reacción de los vencedores en Franconia y Turingia fue terrible.
Münzer fue derrotado en Frankenhausen, y luego atormentado y decapitado. El margrave Casimiro de Brandeburgo-Kulmbach hizo
sacar los ojos, en Kitzingen, a sesenta y dos ciudadanos que habían participado
en las revueltas, y los expulsó de la ciudad, para que viviesen de la
mendicidad. La rebelión de los campesinos había fracasado, y con ello también
el intento de que el decidir sobre la fe nueva o la antigua dependiese, a
través de la libre elección de los párrocos, de cada una de las comunidades.
Los que salieron vencedores fueron los príncipes territoriales.
Los campesinos habían
esperado que Lutero los apoyaría y le pidieron que interviniese. Lutero
escribió en abril de 1525 una Exhortación a la paz sobre los doce artículos
de los campesinos; en ella se dirigía ante todo a los príncipes y a los
señores y reconocía que las peticiones de los campesinos eran en general
razonables y justificadas. Los culpables de las revueltas, decía, eran los mismos
señores, y en especial los que se resistían al Evangelio. Un mes más tarde,
cuando monasterios y castillos fueron quemados también en Franconia y Turingia y empezaron a triunfar la
violencia y el saqueo, escribió, como apéndice a la reimpresión de la Exhortación, una nueva obra titulada: También contra las bandas asesinas y bandoleras de
los otros campesinos. En ella exhortaba a los príncipes a que matasen a los
campesinos como a perros rabiosos y decía que esto era una obra agradable a
Dios. El lenguaje de Lutero es muy duro:
«Por ello debe
arrojarlos, estrangularlos, degollarlos secreta o públicamente, todo el que
pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un
hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso. Si
tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos,
mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso
tú; jamás podrás encontrar una muerte más feliz. Pues mueres obedeciendo la
palabra de Dios... y sirviendo a la caridad».
En sus cartas manifiesta
idénticos sentimientos: «Los campesinos, aunque fueran muchos miles más, son
ladrones y asesinos». «(Entre los campesinos) los hay inocentes, y a éstos Dios
los salvará y conservará sin duda alguna... Y sí no lo hace, es que no son
inocentes, sino que, cuando menos, han callado y estado de acuerdo... Haz que
las escopetas silben entre ellos».
Según Lutero, los
soberanos existen para proteger a los hombres piadosos e impedir las revueltas,
y la obligación del súbdito de obedecer llega hasta el extremo de que debe
renunciar a defenderse por sí mismo.
¿Mas no se debe la
guerra de los campesinos, al menos en parte a Lutero? ¿No había exhortado él a
los laicos a que se defendiesen por sí mismos, no había cargado él la atmósfera
con su tono desconsiderado y rudo, y no había instigado a las masas, con una
cólera desenfrenada, a levantarse contra los órdenes básicos existentes?
El fracaso de la
rebelión de los campesinos y el escrito incendiario de Lutero perjudicaron
mucho, sin duda, el prestigio del reformador. Que ahora pueda hablarse o no de
un final de su Reforma protestante como movimiento popular es, indudablemente,
una cuestión de apreciación, según que se piense más bien en el pueblo sujeto
a los príncipes o en los habitantes de las ciudades. En todo caso aparece ahora
un cierto distanciamiento entre Lutero y el pueblo sencillo. Aquél se había
dado cuenta de que, a pesar de su naturaleza invisible, su Iglesia necesitaba
un orden, unos órganos y un gobierno visible, si es que la doctrina y la moral
no habían de quedar entregadas al capricho de cada uno. Mas el gobierno y la
disciplina de la Iglesia no se podía encomendar a los pastores, pues éstos
tenían que servir a la palabra. Quedaban los príncipes y los Consejos de las
ciudades, a los que podía confiarse la organización eclesiástica de las masas.
Lutero retornó de esta manera a la práctica medieval de que fuese el señor
territorial el que gobernase la Iglesia, y a la idea de que el príncipe, como
cristiano especialmente destacado, y en virtud de la misión encomendada a él
por la gracia de Dios, era una especie de obispo, que debía cuidar del orden
eclesiástico. Es verdad que el príncipe no debía coaccionar a las personas de
fe distinta para que aceptasen la verdadera doctrina, pero debía prohibir el
culto herético y cuidar de que se venerase bien a Dios. Con esto se establecía
la base para la creación de las Iglesias territoriales alemanas; igualmente, la
propagación del Evangelio era trasladada del ámbito de lo casual y personal al
círculo de lo oficial y político.
IGLESIAS
TERRITORIALES EN ALEMANIA Y EN LOS
PAISES ESCANDINAVOS
Desde los días de Heidelberg y de Worms Lutero había ido ganándose constantemente nuevos
amigos, que difundían luego la Reforma protestante en los lugares donde
actuaban e intentaban hacerla triunfar. Ya hemos citado a Melanchton, a Hutten,
a Sickingen, a Bucer y a Brenz. Arnsdorf había ayudado a Lutero en la traducción de la Biblia y
actuaba en Magdeburgo; Bugenhagen,
de Pomerania, fue párroco en Wittenberg y luego en Hamburgo; Justo Jonás, colega
suyo en Wittenberg, tradujo
sus escritos latinos, y el nuremburgués Spalatino, que era secretario particular del príncipe elector de
Sajonia, fue durante años el mediador de las ideas y los deseos de Lutero cerca
de su señor, persona siempre inquieta e irresoluta. A ellos se añadían
multitudes de monjes salidos del convento, agustinos, franciscanos, como
Eberlin, natural de Ulm, o el cronista Conrado Pelicano, dominicos como Bucer,
benedictinos como Ambrosio Blarer, brigitanos como Ecolampadio, y otros muchos.
Entre los secuaces de la primera hora se encontraban también —aunque más tarde
se alejaron en parte de Lutero— muchos humanistas que desempeñaron cargos en
ciudades, sobre todo en Nuremberg, donde
ya en 1521 se predicó la doctrina luterana, Wilibaldo Pirckheimer y Lázaro Spengler, y además los reformadores de las ciudades
imperiales: del sur de Alemania Hal, Esslingen,
Reuttlingen, Memmingen, Augsburgo y Constanza.
Un nuremburgués celebró, ya en 1524, una disputatio luterana en Breslau, en Magdeburgo, en Erfurt; y en Halberstadt, Bremen y Danzig se
predicaban ya sermones en que se defendía la doctrina de Lutero. Entre los
príncipes, en cambio, sólo el hijo y el sobrino del elector de Sajonia se
adhirieron al principio a Lutero. Desde 1523 el Gran Maestre de la Orden
Teutónica, Alberto de Brandeburgo, estaba en relaciones con el reformador, y
los obispos de Sambia y de Pomerania habían
consentido por aquellos tiempos que se predicase en sus diócesis la doctrina
luterana. Ellos mismos se declararon luteranos en 1524, y se casaron, siendo
los primeros apóstatas entre el episcopado alemán.
En 1525 el Gran Maestre,
Alberto de Brandeburgo, transformó, por consejo de Lutero, el territorio de la
Orden Teutónica, Prusia, en un ducado secular, y lo tomó como tal, en feudo,
del rey de Polonia. Al mismo tiempo introdujo la organización protestante de
la Iglesia, aunque conservó
la estructura episcopal. Su matrimonio con una hija del rey Federico I de Dinamarca tuvo una gran importancia para la Reforma protestante realizada en este último país.
Prusia, territorio de la Orden Teutónica, fue así
la primera región alemana que sucumbió en
su totalidad a la Reforma
protestante. Otros territorios habían de seguirla muy pronto.
Por influencia de Melanchton, el landgrave Felipe de Hessen había ordenado en 1524 que en su territorio se
predicase el Evangelio puro.
Dos años más tarde, y siguiendo
el ejemplo de Zurich, hizo que se celebrase en Homberg una disputa bajo la dirección
del ex franciscano francés
Lamberto de Aviñón; en ella este último
defendió 158 tesis redactadas por él y compuso, a raíz de esto, un nuevo orden eclesiástico: la Reformatio ecclesiarum Hessiae. En ella no sólo
se regula la organización y
la vida de la Iglesia en Hessen, la educación de la juventud y la proyectada fundación de una nueva universidad en Marburgo, sino que además se habla
de los conventos y fundaciones
del país, a cuyos
moradores se indemnizó, contra su voluntad, con rentas; se suprimió el antiguo culto y los párrocos papistas fueron
sustituidos por
predicadores partidarios de la nueva fe.
Todo el que no quiso someterse a la ordenación fijada por el soberano tuvo que emigrar. Se denegó la libertad de conciencia tanto a los partidarios de la nueva fe como a los anabaptistas. El poder de
la Iglesia se encontraba ahora totalmente en manos del landgrave, el
cual había impuesto rápidamente el nuevo orden de cosas a pesar de las advertencias
de Lutero.
Para
llevarlo adelante, Felipe de Hessen pudo apoyarse en la Despedida de la
Dieta de Espira de 1526. Esta despedida tenía un carácter provisional y, según
ella, en los asuntos de que hablaba el Edicto de Worms, esto es, la innovación
religiosa, cada Estado del Imperio debería comportarse como creyese que debía
hacerlo en conciencia ante Dios y la majestad imperial. Esta disposición se
convirtió, sin razón, ciertamente, en la base jurídica para destruir la
organización eclesiástica católica y erigir Iglesias territoriales luteranas
independientes en algunas regiones. A esto se unía casi siempre el
establecimiento de una nueva organización eclesiástica y su imposición por
medio de visitas eclesiásticas, realizadas en todo el territorio por encargo del
soberano; lo cual culminaba casi siempre con la fundación de una universidad
regional propia, cuando ésta no existía.
Hasta 1529 se organizaron Iglesias territoriales de
este tipo en Hessen y Sajonia, en algunos ducados
y condados más pequeños, pero también en
muchas ciudades imperiales, como Brema, Estrasburgo, Magdeburgo, Nuremberg y otras. En Sajonia, el
sucesor de Federico el Sabio dispuso en 1527 que cuatro comisiones realizasen
la visitatio en todo el país; el mismo Lutero participó en ella. Melanchton
había compuesto el breviario de visitas, y Lutero, un Pequeño Catecismo para el pueblo, y un Gran Catecismo para los párrocos, y ya antes había
publicado un cantoral, una misa alemana y un rito bautismal. Todavía se
conservan ceremonias y ropajes, el canto y la elevación de la hostia; se
eliminaba, en cambio, el canon, cosa de la que el pueblo sencillo apenas se dio
cuenta. Como administradores eclesiásticos se nombró a clérigos, y como
superintendentes, a seglares designados por la autoridad. Aun cuando Lutero
quería que la colaboración civil fuese sólo el servicio de amor del hermano
mayor, esta Iglesia territorial, en la que los partidarios de la antigua fe
tenían que abandonar el país, y los anabaptistas eran castigados y
ajusticiados, trasformóse en una Iglesia propia del príncipe. En ella sólo
mandaba la voluntad del soberano, incluso en asuntos puramente eclesiásticos.
Iglesias territoriales
en cierto sentido, fuera del Imperio, eran también las Iglesias luteranas de
los países escandinavos, que establecieron en ellos los señores seculares,
venciendo muchas resistencias. En el caso de Dinamarca fueron decisivas su
estrecha vinculación con Holstein y Schleswig, donde en 1528 se
introdujo una organización luterana de la Iglesia, y las relaciones del rey con
su yerno, el nuevo duque luterano de Prusia. Aun cuando en las capitulaciones
de su elección el rey Federico I había tenido que aceptar la prohibición de la
predicación luterana, ya en 1527 consintió públicamente la nueva doctrina. Esta
la predicaba un antiguo sanjuanista y estudiante de Wittenberg, Juan Tausen, que fue nombrado capellán de
la corte. En la Dieta celebrada en Copenhague, veintiún predicadores, bajo la
dirección de Tausen, presentaron su confesión, la Confessio Hafniensis. Esta tiene como punto de arranque, no la lucha personal por un Dios
misericordioso, en el sentido de Lutero, sino el humanismo de la Biblia, en el
espíritu de Zuinglio y de Bucer. La defensa del catolicismo, realizada por el
carmelita Pablo Heliae, influido asimismo por las tendencias humanistas, y por
el franciscano alemán Nicolás de Herborn, no tuvo éxito. En la guerra civil por la sucesión del
trono danés obtuvo la victoria, tras prolongadas luchas, el duque Cristián III de Holstein, que era ya luterano. La Reforma protestante alcanzó
ahora la victoria mediante un golpe de fuerza. Todos los siete obispos daneses
fueron encarcelados repentinamente, en 1536, y se los sustituyó por
superintendentes; se confiscaron los bienes de la Iglesia, y los obispos no fueron
puestos en libertad hasta que renunciaron a sus cargos; el obispo de Roskilde,
que se negó a ello, murió en la cárcel en 1544. Para organizar la Iglesia se
hizo venir de Wittenberg a
Bugenhagen, que coronó al rey y compuso la Ordinario ecclesiastica según
el modelo de Sajonia, con la diferencia, sin embargo, de que en la dirección
de la Iglesia no se le agregó al rey un consistorio eclesiástico; los superintendentes
no eran en realidad otra cosa que funcionarios reales. Un año más tarde (1538)
Dinamarca se unió a la Liga de Esmalcalda, aceptando entonces también la
confesión de Augsburgo. Como Noruega estaba unida personalmente con Dinamarca,
participó del destino de la Iglesia danesa. También en la lejana Islandia, sometida a Dinamarca, se impuso la
voluntad del rey danés, si bien el triunfo de la innovación no se decidió hasta
1550, con la ejecución del obispo Juan Arason de Holar, que defendió la causa
católica con las armas en la mano y solicitó ayuda del protector de la
Iglesia, el emperador Carlos V.
En Suecia, que se
hallaba sometida igualmente a Dinamarca desde la unión de Kalmar (1397), la jerarquía, en contra del
movimiento nacional, estaba aliada con los daneses ya antes de la aparición de
Lutero. Había apostado, pues, a la carta del perdedor y se hallaba además gravemente
comprometida por la matanza de Estocolmo, ocurrida en 1550. Cuando el jefe de
los rebeldes, Gustavo I Vasa, que era internamente protestante, consiguió
imponerse como rey en 1523, encontró unos colaboradores destacados en el
archidiácono Lorenzo Andersson y
en el predicador de la catedral de Strángnás, Olaf Peterson o Petri. Ambos
eran luteranos; Olaf Petri había
sido discípulo de Lutero en Wittenberg. Andersson fue nombrado canciller del reino. Los primeros objetivos
de la nueva política eclesiástica eran todavía moderados: se quería que los
obispos fuesen del país, que también lo fuera el arzobispo y que se hicieran
reformas. Pero al final triunfaron tendencias más radicales. Se aprovechó la
ocasión de ciertos levantamientos para quebrantar el poder de los obispos y
para subvenir a las finanzas del reino confiscando bienes eclesiásticos. La
Dieta de Vesteras decidió en 1527 que se incautasen, a favor del rey, los
ingresos sobrantes de la Iglesia y exigió que se predicase la palabra de Dios.
El obispo Hans Brak de Linkóping, defensor incansable de la antigua Iglesia,
huyó a Polonia. En 1529 quedó eliminada toda autoridad papal sobre los
obispos. Se reprimió un levantamiento del pueblo católico. En 1531 fue
consagrado arzobispo de Upsala —cuestión
ésta que todavía no estaba resuelta legalmente— Lorenzo Petersson (f. 1573),
hermano de Olaf, sin que el papa interviniese para nada, pero de acuerdo con
el antiguo rito católico de los obispos consagrados. El gobierno de la Iglesia
nacional sueca se encontraba indudablemente en manos del rey. Es verdad que se
tardó decenios en conquistar a la gran masa del pueblo para la Reforma
protestante. Esta conservó en Suecia no sólo el ministerio episcopal y la
ordenación de los sacerdotes, sino también, mucho más que en Alemania, ritos,
ceremonias y festividades católicas. Tal actitud conservadora —durante
decenios se siguieron celebrando cada año, por ejemplo, los días dedicados a
los difuntos— hizo que el pueblo tardase mucho tiempo en darse cuenta de la
ruptura con la antigua Iglesia.
Desde Suecia la Reforma
protestante se extendió también a Finlandia, que se hallaba sometida a aquélla
desde hacía mucho tiempo, y a Estonia, recién conquistada. La traducción sueca
de la Biblia, hecha en 1541 por Lorenzo Petersson, y la finlandesa, realizada
en 1548 por Miguel Agrícola, fortalecieron la Reforma protestante en la
conciencia del pueblo.
También en los otros
países del Mar Báltico se introdujo rápidamente el luteranismo, tras la conversión
a él del Gran Maestre de la Orden Teutónica, Alberto de Brandeburgo. Sobre todo
se abrieron a la innovación las ciudades de Riga, Reval y Dorpat. El Consejo y
los ciudadanos estaban de acuerdo en ello. En cambio, el mariscal de campo de
la Orden Teutónica, Walter de
Plettenberg, soberano de estas provincias bálticas, permaneció católico. Su
política dubitante consintió, sin embargo, que las canonjías y las sedes
episcopales fueran cayendo poco a poco en manos protestantes. Mas sólo después
de morir el enérgico arzobispo Juan de Blankenfeld, que se había aliado con la
nobleza de Livonia para
proteger la religión católica, y de que el arzobispado de Riga cayese en manos del
margrave Guillermo, hermano del Gran
Maestre, quedó sellada la suerte de la Iglesia católica en Livonia y, con ello, también en todo el Báltico.
La posterior soberanía de Polonia sobre estas provincias no consiguió cambiar
nada aquí, dado sobre todo que la debilidad de la realeza y el estado de
anarquía existente en Polonia no pudieron impedir siquiera que en su propio
país se formasen comunidades protestantes, sobre todo entre los alemanes de
las ciudades de Danzig, Elbing y Thorn.
PROGRESOS DEL
PROTESTANTISMO EN SUIZA
La innovación religiosa
realizó progresos importantes también en el sur. La lucha política de Zuinglio
no podía contentarse con lo alcanzado. «No dudó en disolver la Confederación
para crear una nueva unidad política sobre base religiosa: la liga de los
cantones afiliados al Evangelio, con la intención de erigir el reino de Cristo
en el país». Pues, entretanto, Ecolampadio, natural de Franconia, había iniciado su prolongada estancia en
Basilea. Ecolampadio era condicípulo de Melanchton y ya antes había actuado
como predicador en Basilea. Con anterioridad a la Dieta de Augsburgo había
vivido durante algún tiempo en el monasterio brigitano de Altomünster y había
publicado allí una obra sobre la confesión, que revela pensamientos
inequívocamente luteranos. Ahora había vuelto a Basilea como pastor de almas y
profesor de teología. El día de Todos los Santos de 1525 celebró la primera
cena protestante. Entre tanto, los cantones del interior de Suiza, Uri, Schwyz,
Unterwalden, Zug, Lucerna y Friburgo habían convocado un coloquio religioso en Baden de Aargau, al que había prometido asistir Juan Eck. Además de él,
intervinieron, por parte católica, el vicario general de Constanza, Juan Fabri,
y el franciscano. Tomás Murner. Por parte protestante comparecieron
Ecolampadio, Haller, de
Berna, y además legados de Glarus y de Schaffhausen; Zuinglio, en cambio, se negó a participar. Al principio
la disputa se desarrolló de modo favorable a los católicos. Juan Eck venció, en
un gran torneo dialéctico, a Ecolampadio, y Fabri a Haller; Murner, por su parte, presentó cuarenta
acusaciones contra Zuinglio, en las que elevaba una enérgica protesta contra el
modo como se había llevado a cabo la Reforma protestante en Zurich. Fabri entregó al presidente su Demostración
cristiana, en la que presentaba testimonios bíblicos de la presencia real
de Cristo en la eucaristía, y concluía con estas palabras:
«No es preciso hablar
mucho; todos los que creen en Cristo, y yo, tenemos a Cristo, su palabra eterna
y única verdadera, todos los doctores, consensum Christi fidelium, todos los muertos y vivos. En esto quiero perseverar
y en esto aconsejo a todos los demás que perseveren. Si yo estoy seducido,
Cristo, el Espíritu Santo y la santa Iglesia me han seducido» .
Mas, a pesar del
resultado de la disputa, Basilea y Berna siguieron introduciendo paso a paso la
innovación. Los gremios de Basilea se levantaron contra el Consejo y la
universidad en la noche del martes de carnaval de 1529 y se hicieron con el
poder. La misa fue eliminada, y las imágenes, destruidas; la comarca arrebató
el poder civil al obispo. Este tuvo que abandonar la ciudad y retirarse a
Prunstrut. El cabildo catedralicio se refugió en Friburgo de Brisgovia. Una
ordenación introducida algunas semanas más tarde por el nuevo Consejo, que
comenzaba hablando de la predicación y terminaba con prescripciones sobre el
corte y la tela de los vestidos, y amenazaba con la excomunión, esto es, con el
destierro a los partidarios de la antigua fe y con la muerte a los anabaptistas,
consumó la transformación. En vano había pedido Ecolampadio que los presbíteros
de la Iglesia impusieran una disciplina eclesiástica. Erasmo, que no quiso
aceptar, ni siquiera aparentemente, la revolución religiosa abandonó la ciudad.
En Berna, tras la
disputa celebrada en Baden, los
partidarios de la nueva fe resultaron vencedores en las elecciones. Bajo la
dirección de Bertoldo Haller, natural
de Rottweil y párroco de la iglesia
catedral, se celebró en enero de 1528 una gran disputa, con el fin de demostrar
que se había dado el paso a la nueva doctrina; los católicos quedaron casi totalmente
excluidos de ella, pero, en cambio, comparecieron legados de todos los cantones
y ciudades protestantes de la Alta Alemania, hasta Augsburgo y Nuremberg. A los anabaptistas no se les permitió
hablar; Zuinglio y Ecolampadio refutaron al luterano Haller y su doctrina de la cena. Resultado de
ello fue que la Reforma protestante se realizó siguiendo el ejemplo de Zurich. Glarus, San Gallen y Biel siguieron el
ejemplo de Berna, y también Mülhausen, de Alsacia, se adhirió a la liga de los
partidarios de la nueva fe, liga denominada Derecho cristiano de los
ciudadanos; a ella opusieron los cantones católicos, en 1529, una Unión
cristiana con el archiduque Fernando de Austria. El peligro de un choque a
mano armada entre ambos partidarios era muy grande.
AGRUPACIONES
POLITICAS
Los Estados católicos
despertaron después de que Felipe de Hessen consiguió apoderarse de los obispados de Franconia. Las victorias de Carlos V sobre el rey de
Francia, la paz concertada por el emperador con Francisco I y el papa Clemente
VII habían fortalecido la conciencia de su propio poder. En el mensaje que el
emperador envió a la Dieta de Espira de 1529 ordenaba que se anulase la
Despedida dada en la Dieta anterior. De esta manera se acordó también, bajo la
dirección del archiduque Fernando, anular la Despedida de la Dieta de 1526 y
acabar con los llamados sacramentarios (partidarios de Zuinglio) y con los
anabaptistas. En atención a las reformas protestantes ya efectuadas, se acordó
lo siguiente:
«En los demás Estados en
que hayan aparecido las nuevas doctrinas y no se las pueda eliminar sin que
surjan en parte rebeliones, protestas y peligros considerables, debe evitarse
en lo sucesivo, en lo humanamente posible, toda otra innovación, hasta que se
celebre un concilio» . Pero debía consentirse el antiguo culto y proteger todos
los derechos y rentas de los clérigos católicos. Se declaraba además,
finalmente, que ninguno de los Estados podía violentar, importunar o declarar
la guerra a otros por causa de la fe, e igualmente, que nadie debería ni
querría tomar bajo su especial protección a los súbditos o parientes de otro,
por motivos de fe, contra la voluntad de los soberanos de aquéllos. Con esto se
atacaba el proceder de Felipe de Hessen. Las reincidencias deberían castigarse con la
proscripción imperial.
Esta Despedida privó a
los príncipes territoriales y a las ciudades de la Alta Alemania de todo título
jurídico, siquiera aparente, que justificase la innovación que habían llevado
a cabo. Con ello se condenaba una vez más de raíz la nueva organización
eclesiástica. Mas, por otro lado, se incluyó en la Despedida una fórmula muy
ambigua: «En lo que sea humanamente posible.» Dejábase así abierto el campo en
gran manera al capricho subjetivo. No se exigía, pues, la represión de la nueva
fe, sino la tolerancia de la antigua. A pesar de ello, inmediatamente después
de ser presentada la Despedida de la Dieta, el 19 de abril de 1529, un grupo de
ciudades protestó contra ella. Eran seis príncipes y catorce ciudades libres
del sur de Alemania; a saber, los príncipes de Sajonia, Hessen,
Brandeburgo-Kulmbach, Anhalt y los dos de
Luneburgo; entre las ciudades estaban, ante todo, Estrasburgo, Nuremberg y Ulm. Esta protesta hizo que los
partidarios de la nueva fe, que se designaban a sí mismo como viri boni (creyentes), recibieran el sobrenombre de protestantes. La protesta se basó en
motivos religiosos, entre otros el siguiente: «Que en los asuntos que afectan
al honor de Dios y a la salvación de nuestras almas, cada uno debe responder y
dar cuenta por sí solo ante Dios, es decir, que ninguno del lugar puede
disculparse con lo que hagan o acuerden otros, sean muchos o pocos». Se exigía,
pues, una positiva libertad de conciencia, tal como en otro tiempo la había
exigido Lutero en Worms, mas
no para el pueblo, sino solamente para los Estados.
Las consecuencias de
esta actitud hicieron aparecer como posible un enfrentamiento militar. Por ello
los partidarios de la nueva fe, encontrándose aún en Espira, concertaron un
tratado secreto de ayuda entre Sajonia, Hessen, Estrasburgo, Ulm y Nuremberg. Para aumentar el poder político de los partidarios de
la nueva fe, el landgrave intentó
acabar con las rivalidades internas existentes entre los protestantes y llegar
a un entendimiento con los territorios de la Alta Alemania, esto es, con los
zuinglianos del sur de Alemania y de Suiza, a los que Lutero rechazaba,
tachándolos de sacramentarios. Ya entonces Felipe de Hessen veía en el emperador el enemigo; por ello proyectó una
gran coalición de todos los protestantes del Imperio y de Suiza contra la casa
de Habsburgo, coalición en la que se incluía también a países no protestantes
como Francia, Dinamarca y la república de Venecia. Se quería cerrar al emperador el paso de los Alpes y la
línea del Rin, y de esta manera desalentarle. Ahora bien, el presupuesto
necesario de esta liga política era la reconciliación religiosa entre Lutero y
Zuinglio. No resultaba fácil reunir a ambos. Finalmente Ecolampadio y Bucer
consiguieron del orgulloso Zuinglio que acudiera a Marburgo para celebrar una
entrevista con Lutero; de éste lo consiguió el landgrave, aunque Lutero no era partidario de una liga dirigida
contra el emperador. En las conversaciones celebradas en Marburgo en octubre
de 1529 no se llegó, sin embargo, a un acuerdo. Se coincidía en 14 artículos,
pero se discrepaba en 15, en la cuestión de la presencia de Cristo en la
eucaristía. Lutero, apoyándose en las palabras de la consagración, que había
escrito delante de sí, con tiza, sobre la mesa, se declaró partidario de la
presencia real y corporal; Zuinglio negó la idea de la comunión espiritual
basándose sobre todo en el Evangelio de San Juan. Una propuesta de meditación
hecha por Bucer, para concebir la presencia real de modo sacramental, es decir, no quantitative vel qualitative vel localiter, fue rechazada por Zuinglio, que la calificó de
papista. Tampoco pudo lograrse la alianza política. Ulm y Estrasburgo la
rechazaron porque los artículos de Schwabach, que le servían de base, atacaban
duramente la doctrina de Zuinglio sobre la eucaristía.
LA «CONFESIO
AUGUSTANA»
La formación de
confesiones y la creciente diferenciación entre luteranos y zuinglianos
progresaron más aún en la Dieta de Augsburgo de 1530. Al concertar la paz con
el papa, Carlos V había prometido que, por las buenas o las malas, haría volver
a los protestantes a su antigua fe. Tras una ausencia de nueve años decidió
volver a Alemania y asegurarse, en la Dieta que estaba convocada para
Augsburgo, no sólo la ayuda de los príncipes contra los turcos, sino también
—como se decía en la convocatoria— actuar contra la desviación y la división de
la santa fe, llegar a una única verdad cristiana y lograr un acuerdo. Como los
que profesaban la nueva fe habían exigido, en la protesta de 1529, que en los
asuntos religiosos no estuviesen obligados por la mayoría de votos, sino sólo
por su propio voto personal, la convocatoria imponía a todos los Estados
imperiales la obligación de presentarse. El emperador llegó en compañía del legado
pontificio, Campeggio. De los teólogos católicos estaban presentes Eck, Codeo y
Fabri. En representación de Lutero, que no pudo venir, por estar proscrito, se
presentó Melanchton, como teólogo oficial del electorado de Sajonia.
Ambas partes habían hecho
muchos preparativos para la anunciada confrontación teológica. Eck, que, en
nombre de los duques de Baviera, exigía una enérgica intervención del emperador
contra la innovación, había resumido los errores de Lutero en 404 tesis. Cada
uno de los Estados protestantes apareció con una confesión propia. El
establecimiento de un frente común fue mérito de Sajonia. Basándose en el
resumen, que había pedido, de los puntos capitales de la religión cristiana, Melanchton
redactó un escrito justificativo de los cambios religiosos realizados en
los territorios sajones. Pero cuando vio el escrito de Eck, transformó la
defensa en una profesión de fe con ayuda de Jonás, Spalatino y el canciller de Sajonia, Brück, seguro
de la aprobación de Lutero, que se encontraba en Coburgo.
La Confessio
Augustana, el primer escrito confesional protestante que alcanzó una
importancia histórico-universal, estaba redactado en latín y en alemán y
dirigido expresamente al emperador. Después de ser sustituido, a instancias del
landgrave Felipe, el prólogo conciliador
de Melanchton, dándosele una redacción más cortante, salida de la pluma de
Brück, la Confessio fue firmada por los príncipes de Sajonia, Brandeburgo-Kulmbach,
Brunswick-Luneburgo, Hessen y Anhalt, y las ciudades de Nuremberg y Reutlingen, pero no lo fue por las otras ciudades de la Alta
Alemania ni de Suiza, debido a la doctrina sobre la cena que en ella se
sostenía. El 25 de junio el texto alemán fue leído ante el emperador y la
Dieta.
La Confesión de
Augsburgo consta de dos partes. En primer lugar van veintiún artículos, en los
que se resume las doctrinas de los protestantes. La exposición de las
doctrinas controvertidas más importantes es desvaída e indecisa. Es cierto que
se enseña la justificación en el sentido luterano, y el artículo sobre la
palabra de Dios se antepone al referente a la Iglesia; pero en la doctrina
sobre la cena no habla de los verdaderos puntos de diferencia y admite todavía
la doctrina de la transubstanciación. La esencia de la Iglesia queda en
penumbras (Asmussen), y
nada se dice del rechazo del primado pontificio, el purgatorio, la veneración
a los santos y la indulgencia. Al final de esta primera parte, en el artículo
veintiuno, se declara: «Haec fere summa est doctrinae apud nos, in
qua cerní potest nihil inesse, quod discrepe a scripturis vel ab ecclesia catholica vel ab ecclesia romana, quatenus ex scriptoribus nobis nota est.» Toda
la disputa giró sólo en torno a algunos abusos, que se enumeran en la segunda
parte: la comunión bajo una sola especie, el celibato, la misa pagada y
privada, la obligación de confesar, los preceptos del ayuno, los votos
monásticos y la jurisdicción de los obispos.
El reformador suabo Juan
Brenz dijo, a propósito de la Confessio Augustana, que lo principal era
que por fin se había conseguido que sus doctrinas fuesen toleradas.
Indudablemente, también Melanchton perseguía estos mismos objetivos cuando
subrayaba, por ejemplo, que se debía conservar el poder de los obispos, si
predicaban correctamente el Evangelio. Nada se decía, ciertamente, del derecho
divino de aquéllos. ¡Pero qué ventajas tan grandes tenían que derivarse de aquí
para la innovación, si no se cambiaba la imagen externa y jurídica de los obispos,
y éstos se pasaban a la nueva Iglesia! Junto al oportunismo, Melanchton tomaba
su actitud irenista con una seriedad sagrada. Estaba convencido de no hallarse
fuera de la ecclesia romana ortodoxa. Y por ello, pocos días después de
ser leída la Confessio pudo escribir, sin adulación, al legado pontificio.
“No tenemos una doctrina teológica distinta de la Iglesia romana. Hasta el día
de hoy veneramos al papado. Permaneceremos fieles a Cristo y a la Iglesia
romana hasta el último aliento de nuestra vida, aunque la Iglesia nos condene y
aunque sólo una pequeña diferencia en los ritos parezca dificultar el acuerdo”.
Melanchton aprovechó de buena gana la ocasión de tratar con los teólogos
imperiales y con el secretario del emperador, e hizo llegar a Roma ciertas
propuestas, a través del legado. La concordia y los sacramentos le importaban
realmente.
El más famoso, aunque no
el único escrito confesional del protestantismo, que todavía hoy tienen que
aceptar, con algunos cambios, los párrocos luteranos al ser nombrados para el
cargo, no es obra de Lutero, que le reprochó su hipocresía, sino de su
discípulo, el maestro de escuela y humanista Melanchton. Por ello se ha dicho
que constituye el intento más significativo del humanismo de penetrar en el
luteranismo. Del humanismo procede su tendencia a no dar mucha importancia, a
bagatelizar y relativizar las diferencias y contradicciones dogmáticas, como
ocurre en la Confessio Augustana. Con ello, aunque los contemporáneos no
lo advirtieron, comienza el desplazamiento del centro de gravedad desde los problemas
de fe a los problemas de la estructura y las formas de la Iglesia;
indirectamente comenzó también una cierta infravaloración de la revelación y lo
sobrenatural.
Zuinglio, que no había
sido invitado a la Dieta por sacramentario, envió al emperador, por medio del
obispo de Constanza, y en nombre de las ciudades de Zurich, Basilea y Berna, una Ratio fidei extraordinariamente anticatólica, pero también
antiluterana. Su acritud polémica movió a las ciudades —de mentalidad
zuingliana, por otro lado— de Estrasburgo, Constanza, Lindau y Memmingen a
redactar, bajo la dirección de Bucer, la confesión de las cuatro ciudades,
llamada Confesión tetrapolitana, que fue presentada a la Dieta el día 9
de julio. Contenía una fórmula ambigua en el problema de la cena y exigía las
buenas obras como fruto de la fe.
Sobre la respuesta que
había que dar a la Confessio hubo divergencias entre el emperador, que
deseaba que sólo se tratasen las diferencias doctrinales mencionadas en ella,
y el legado, que quería aludir también y condenar como heréticos los otros
puntos discutidos que no aparecían en la Confessio. En el espíritu del
legado, Eck, basándose en el trabajo realizado por una comisión de veinte
teólogos, presentó un proyecto, que el emperador rechazó por demasiado largo y
polémico. Ante todo, Eck suavizó el tono y se limitó a tratar los problemas de
la Confessio. Esta toma de posesión del emperador, llamada luego Confutatio, fue leída ante los Estados del Imperio. El emperador esperaba que los
protestantes se someterían a ella sin discusión. Pero príncipes y ciudades de
la oposición rechazaron la mediación imperial, «por Dios y por su conciencia».
Melanchton comenzó a destacar más claramente las diferencias doctrinales en su Apología, la cual; desde luego, no llegó a estar terminada hasta la primavera siguiente.
Esta Apología no ejerció ya ningún influjo sobre las deliberaciones.
Durante la Dieta se
celebró una serie de coloquios religiosos, pero al final todo incitaba a tomar
una decisión. La situación teológica, así como la política, era poco clara e
incluso confusa. Las discusiones para llegar a un compromiso no obtuvieron
ningún resultado en los puntos principales. Melanchton, que estaba dispuesto a
hacer amplias concesiones, no encontró ningún apoyo en sus propias filas.
Finalmente, los Estados protestantes rechazaron un acuerdo provisional, y el
dictamen colectivo de sus teólogos puso de manifiesto que no consideraban la Confessio
Augustana como expresión integral de la doctrina protestante. Lutero, que
veía en cualquier unión, de cualquier tipo que fuese, una reconciliación entre
Cristo y Belial, prohibió
a sus amigos que hiciesen más concesiones, aunque hubiese peligro de una
guerra. Finalmente la Despedida de la Dieta, que suscribieron únicamente los
Estados católicos, renovó el Edicto de Worms y dispuso el restablecimiento de la autoridad de los
obispos y la restitución de los bienes robados a la Iglesia; se dio para ello
un plazo hasta abril de 1531. Por su parte, el emperador prometió que intervendría
ante el papa para que se celebrase un concilio ecuménico, a fin de acabar con
los abusos y los trastornos.
Para impedir que los
católicos llevasen a cabo estos acuerdos, los protestantes constituyeron, en
febrero de 1531, y por un plazo de diez años, la Liga de Esmalcalda, con el fin
de defenderse contra el emperador. Se decía que éste no era más que soberano
elegido del Imperio. Que únicamente como príncipe territorial era soberano
instituido por Dios, lo mismo que ellos. Y que estaba permitida la guerra entre
personas de igual rango. Con ello salvaron los juristas los escrúpulos de
Lutero, que no aceptaba el derecho de resistir contra el emperador. La Liga se
alió también con potencias extranjeras hostiles al emperador, Francia,
Inglaterra y Dinamarca, así como con los rebeldes húngaros. A Felipe de Hessen le hubiera gustado asociar a la liga
también a Zuinglio. Sin embargo, éste prefirió hacer triunfar primero sus
planes en Suiza, conquistar para Zurich y para el Evangelio los «territorios neutros», y
poner a toda la Confederación bajo el dominio de Zurich y Berna. Ya en 1529 pudo impedirse a duras penas, en
la primera Paz de Kappel, una
guerra entre Zurich y los
cantones católicos. Pero esta vez Zuinglio quiso «realizar previsiones». Mas Berna
se negó a seguirle. Entonces Zuinglio prohibió comerciar con las ciudades de Wallis. Este corte de los víveres obligó a los
cantones católicos a acudir a las armas para salvaguardar su existencia. El 11
de octubre de 1531 vencieron en Kappel a un ejército de Zurich. Zuinglio, que había acudido armado a a la lucha como
capellán, fue muerto, junto con otros veinticuatro predicantes. Tras una
segunda derrota en el monte Zug, se llegó a la segunda Paz de Kappel, que aseguraba su religión a cada uno de
los cantones y prohibía toda propaganda en los cantones católicos. En los
territorios neutros debían las parroquias decidir la confesión a seguir. El Derecho
cristiano de los ciudadanos fue derogado, y se restableció también la
suprimida abadía de San Gallen.
La muerte de Zuinglio,
considerada por Lutero como castigo merecido, facilitó la adhesión de las
ciudades del sur de Alemania a la Liga de Esmalcalda. Esta pudo sacar
inmediatamente fruto de su fuerza. Instigados por Francia, los turcos habían
vuelto a aparecer en 1532 con un poderoso ejército y amenazaban el territorio
de Estiria. El emperador dependía del apoyo de los Estados protestantes. Felipe
de Hessen intentó aprovecharse de
ello. Mayor moderación mostró el príncipe elector de Sajonia, que pedía la
supresión de los procesos entablados a causa de los robos de los bienes
eclesiásticos. El emperador tuvo finalmente que ceder. En el llamado Compromiso de Nuremberg prometió que consentiría a los
protestantes hasta que se reuniese un concilio, y, en secreto, también que
aboliría los procesos pendientes. De nuevo tuvo que abandonar Alemania por un
plazo de ocho años, para luchar contra franceses y turcos.
EL CAMINO SEGUIDO POR
INGLATERRA
Entre los aliados en que
pensaba Felipe de Hessen para
la Liga de Esmalcalda se encontraba, además de Francia, también Inglaterra. El landgrave de Hessen veía con mayor claridad que muchos de sus contemporáneos
que el rumbo que entonces iniciaba Inglaterra tenía que llevar necesariamente a
la separación definitiva de la Iglesia romana. También en el reino insular
había muchas cosas predispuestas para la innovación. Las relaciones con la Sede
romana eran bastante flojas. Ya en el siglo XIV unos decretos del Parlamento
habían declarado ilegales las provisiones penales sobre los beneficios ingleses
y habían prohibido las apelaciones a Roma, así como que se introdujesen en el
país bulas, procesos y reservaciones pontificias. De esta manera había ido
echando raíces una Iglesia nacional, situada en un «espléndido aislamiento»
—siempre fácil para el inglés— frente a Roma. Tampoco había desaparecido de
todo el efecto producido por las ideas de Wiclef, quien había propuesto que los
bienes eclesiásticos fuesen confiscados como bienes nacionales, y el de las
predicaciones de los lolardos, que calificaban al papa de Anticristo. A pesar
de todos estos sentimientos antirromanos, la separación de Inglaterra de Roma
no fue, con todo, otra cosa que una acción arbitraria del rey, que ejercía un
dominio casi absoluto y que encontró auxiliares demasiado bien dispuestos.
A Enrique VIII
(1509-1547), que había sido educado, cuando era joven príncipe, para la carrera
eclesiástica, lo consideraban los humanistas de su tiempo como el modelo de un
príncipe del Renacimiento, deseoso de una reforma auténticamente evangélica de
la Iglesia. Por ello hizo que su canciller Wolsey, que era legado pontificio, visitase el clero regular y
diese disposiciones para elevar la formación eclesiástica; tales disposiciones
fueron sobrevaloradas por los contemporáneos, pero los afectados apenas las
cumplieron. Cuando apareció Lutero, se opuso a él e incitó a Carlos V una y
otra vez a que interviniese enérgicamente, y a Erasmo, a que rompiese con el
reformador. El mismo escribió personalmente, en su mayor parte, la Assertio
sepiem sacramentorum, en la que se oponía a la negación de los sacramentos
hecha por Lutero en su De captivitate babylonica ecclesiae. El rey
dedicó su obra al papa «como signo de su fe y de su amistad». En este libro
confesaba inequívocamente el primado pontificio: «La Iglesia entera está
sometida no solamente a Cristo, sino también, por Cristo, al único representante
suyo, el papa de Roma». Negar obediencia al sumo sacerdote en la tierra es para
él un delito comparable a la idolatría. Por este libro el rey recibió del papa,
en 1521, el título de Defensor fidei, que anhelaba desde hacía tiempo.
Su actitud siguió siendo la misma en los años siguientes; persiguió a los
lolardos y autorizó la polémica literaria contra los primeros luteranos de
Inglaterra. De todos modos, el gobierno sufrió una modificación también en los
asuntos eclesiásticos, convirtiéndose en un gobierno para, por y en interés de
un solo hombre (Hughes): el rey. El intento de reemplazar cada vez más al papa
en la dirección y reforma de la Iglesia no tenía, por lo demás, nada de
revolucionario en sí; todos los príncipes de aquel siglo deseaban alcanzar
objetivos parecidos, sin el papa y a veces contra él.
Pero Enrique tenía
también un motivo muy especial para adoptar esta actitud: su «gran asunto», su
asunto matrimonial. Poco después de subir al trono habíase casado Enrique con
Catalina de Aragón, tía de Carlos V, la cual había estado casada en primer
matrimonio con Arturo, hermano mayor de Enrique. Arturo murió cuando apenas contaba
quince años, sin que el matrimonio se hubiera consumado. Ya en 1503 fue
solicitada y se obtuvo del papa la dispensa del impedimento de parentesco. De
los cinco hijos del matrimonio de Enrique sobrevivía únicamente la princesa
María. La sucesión al trono tenía, pues, que convertirse en un problema, ya
que Inglaterra no había tenido jamás hasta entonces ninguna reina que
gobernase. A ello se añadió la ardiente pasión que se apoderó del rey por la
dama de la corte Ana Bolena. Para hacer posible el matrimonio con ella y
obtener así el deseado heredero, el rey pensó en separarse de Catalina y hacer
declarar inválido su matrimonio con ella. En el Antiguo Testamento encontró
razones para justificar la invalidez de su matrimonio. El Levítico, 18,
16, prohibía, en efecto, unirse en matrimonio con la mujer del hermano. Por
ello decía el rey que la dispensa de 1503 era subrepticia y, por tanto,
inválida; y que durante dieciocho años él había vivido en incesto. Al leer la
Biblia le habían acometido remordimientos de conciencia, y consideraba la temprana
muerte de sus hijos como un castigo divino. En cambio, no le inquietaba en
absoluto el hecho de que el Deuteronomio, 25, 5 ordenase el matrimonio
levítico (cf. Mateo, 22, 24), el que también estuviese emparentado con
Ana Bolena, pues una hermana de ésta había sido amante suya, y que, por tanto,
su matrimonio con ella tropezase con la misma prohibición divina. «La
conciencia de Enrique era algo muy confuso, y no podemos negar su terrible
violencia tan sólo porque no podamos seguir su lógica».
Cuando el canciller,
cardenal Wolsey, se
convenció de que el rey estaba firmemente decidido a no desistir de sus planes,
gestionó con todo celo su causa, como obediente servidor de su señor, aun
cuando acaso él pensara en una nueva unión matrimonial distinta que el rey. En
1527 Wolsey y el
primado de Canterbury citaron
al rey a juicio, por vivir incestuosamente. Cierto número de obispos sabios
debían dar su opinión, en calidad de peritos, sobre si se podía consentir el
matrimonio con la viuda de un hermano. Juan Fisher declaró que podía celebrarse un matrimonio de ese tipo
contando con la dispensa papal, y señaló que la única instancia competente para
decidir era Roma. Por ello se envió a Roma a un secretario de Wolsey, para que gestionase allí la causa de
Enrique.
Se quería conseguir dos
cosas del papa: que declarase nulo el matrimonio con Catalina, y que
concediese dispensa, por parentesco ilegítimo, para el matrimonio con Ana
Bolena. Inicialmente llegó incluso a pensarse en solicitar dispensa para un
doble matrimonio. Clemente VII, que estaba entonces en guerra con el emperador,
concedió en diciembre de 1527 la dispensa del matrimonio de parentesco
ilegítimo, en el caso de que el primer matrimonio no fuera válido. Su
característica indecisión y las consideraciones políticas le hicieron eludir de
este modo el tomar una decisión. Acaso esperaba también que la pasión real se
iría enfriando con el tiempo. Mas ante la insistencia de Enrique, en 1528 envió
a Inglaterra al cardenal Campeggio. La bula que éste leyó al rey fue quemada inmediatamente;
probablemente le daba ciertas esperanzas. El tribunal eclesiástico, presidido
por ambos legados pontificios, Campeggio y Wolsey, inició el proceso en 1529. Catalina no lo aceptó y
apeló al papa, que, entre tanto, había concertado de nuevo la paz con el
emperador. A instancias de éste, el papa suspendió los poderes de ambos
legados y trasladó el proceso al fuero romano. El representante del rey hizo
saber en Roma que esto ocasionaría la ruina de la Iglesia y la pérdida de
Inglaterra; a ello respondió el papa que era mejor que Inglaterra se perdiera
por la justicia que por la injusticia. Wolsey cayó ahora en desgracia. Su sucesor en el puesto de
lord canciller fue el famoso humanista Tomás Moro, adversario convencido, pero
muy astuto y reservado, del gran asunto del rey. Este intentó presionar al papa
solicitando nuevos dictámenes de universidades del país y del extranjero, y con
amenazas del «Parlamento de reforma», recién elegido. Pero en 1531 Clemente
prohibió al rey que celebrase un nuevo matrimonio en tanto no hubiese llegado a
su término la investigación. La campaña propagandística hecha para conquistar
la opinio communis doctorum no logró más que un
éxito parcial. Así, las universidades de Napóles y de España declararon válido
el matrimonio, y París declaró su nulidad únicamente bajo la presión del rey
francés y con la protesta de cuarenta y tres doctores.
Pero Enrique no se dejó
ya disuadir de sus planes. Cayó bajo la influencia de un destacado miembro del
parlamento, adornado de grandes dotes políticas, Tomás Cromwell, quien le aconsejó separarse de Roma,
siguiendo el ejemplo de los príncipes alemanes. En una asamblea general del
clero, convocada por razones de Estado, el rey exigió una declaración de que
él era la cabeza suprema de la Iglesia en Inglaterra. El obispo de Rochester,
Fisher, propuso que se añadiese: En
cuanto lo permite la ley de Cristo. Y así, a propuesta del anciano arzobispo de Canterbury, Warham, la asamblea
aprobó la declaración de que «el rey es el único protector de la Iglesia, su
único y supremo señor, y, en cuanto lo permita la ley de Cristo, también su
cabeza suprema». La Iglesia nacional absolutista y el humanismo antirromano
habían coincidido en esta resolución, que se convirtió en la base de la Reforma
protestante en Inglaterra. Tras la muerte de Warham el rey nombró primado del
país al antiguo capellán de la familia Bolena, el servil Tomás Cranmer, que era
el que había propuesto en otro tiempo recabar los dictámenes de las
universidades. Durante un viaje por Alemania Cranmer había conocido el
luteranismo y se había casado secretamente. Tomás Moro se retiró para no verse
obligado a servir al rey como instrumento en su camino hacia el cisma. En la
dignidad de lord canciller le sustituyó Audeley, y en su influencia sobre el
rey, Cromwell. El
gobierno temporal y espiritual del país cayó con ello en manos de personas
carentes de escrúpulos, pero dotadas de talento y absolutamente fieles al rey.
Para contestar a la
declaración de la asamblea de clérigos, el papa publicó un Breve admonitorio.
El Parlamento respondió a ello negando el pago de las anatas, que el rey
reivindicó inmediatamente para sí. En enero de 1533 Cranmer casó al rey con Ana
Bolena, y cuatro meses más tarde declaró nulo el matrimonio de Enrique con
Catalina, y válido el nuevo matrimonio. El día 1 de julio fue coronada Ana, y
en septiembre vino al mundo la que luego sería reina Isabel. El papa declaró no
válido el matrimonio, pero hasta marzo de 1534 no dio el dictamen final del
proceso, por el que declaraba que el único matrimonio legítimo era el celebrado
con Catalina. En julio lanzó sobre Enrique, Ana y Cranmer la excomunión, contra la cual el rey había apelado ya un año antes a
un concilio ecuménico. Enrique llevó ahora a cabo la ruptura definitiva con
Roma. El Acta de supremacía votada por el Parlamento en noviembre de 1534
declaraba que el rey y sus sucesores eran la única cabeza terrena de la Iglesia
inglesa, que poseía plenos poderes para reprimir y exterminar los errores,
herejías, abusos y escándalos. Los poderes y las rentas del papa pasaron al
rey. Se exigió reconocer, mediante un juramento, esta posición del rey; al que
no lo prestase, o rechazase el juramento, exigido ya antes, por el que se
reconocía el nuevo matrimonio del rey y la regulación de la sucesión al trono,
se le amenazaba con la pena de muerte, como reo de alta traición.
El cisma inglés no
encontró ninguna oposición en el pueblo. El papa y la Curia no gozaban, en
efecto, de muchas simpatías. Sin embargo, fuera de los círculos de los
poderosos y de los que disfrutaban de grandes rentas, no se abandonó ninguna de
las antiguas prácticas religiosas. El clero, que estaba acostumbrado desde
mucho tiempo atrás a la Iglesia estatal, se había sometido ya en 1532. Los
obispos, muchos de los cuales los había elegido el rey entre sus partidarios
más sumisos e incondicionales, habían estado dispuestos a ceder siempre ante el
cesaropapismo. Sólo unos pocos tuvieron el valor de recusar el juramento al
Acta de supremacía. Entre éstos se encontraban el sabio obispo Juan Fisher y el antiguo lord canciller, Tomás Moro,
que fueron encarcelados. Pablo III nombró cardenal al primero, hallándose éste
todavía en la Torre de Londres. Ambos fueron decapitados. Moro murió, como
declaró en sus últimas palabras, como buen servidor del rey, pero, antes, como
servidor de Dios. Mayor oposición encontró Enrique en los monasterios. Los que
se negaron a prestar juramento, sobre todo los cartujos, fueron encarcelados,
y en la cárcel se los dejó morir de hambre. En el curso de los años fueron
cruelmente ejecutados dieciocho víctimas: cartujos, un agustino, un religioso
de Santa Brígida y algunos franciscanos y sacerdotes seculares. Un intento de
rebelión campesina realizado en el norte, la llamada Peregrinación de gracia,
no se oponía al Acta de supremacía, sino al modo de proceder contra las
imágenes y reliquias y contra los monasterios. La oposición de
los religiosos a prestar el juramento proporcionó al rey pretexto para llevar
a cabo una secularización en gran escala. Había casi mil monasterios y
fundaciones en el reino, cuyos ingresos se calculaba que eran una quinta parte
de la renta nacional. Un acta del Parlamento clausuró en 1536 doscientos
noventa y un monasterios, casi todos pequeños; los monasterios ricos sufrieron
la misma suerte en 1539. Los monjes
fueron expulsados e instigados a casarse. Las posesiones de los monasterios
fueron confiscadas; una parte se regaló a los amigos del rey, y la otra fue
vendida. Los nuevos poseedores se convirtieron, comprensiblemente, en los más
fuertes sostenedores del nuevo orden de cosas. El despotismo del rey, acentuado
por Cromwell, a quien aquél nombró
vicario general suyo en asuntos eclesiásticos, alcanzó una cumbre grotesca en
el proceso contra Tomás Becket, acusado
de alta traición y que había muerto casi cuatrocientos años antes, y en la
destrucción del féretro del santo, ordenada por el rey. En sus posteriores
historias matrimoniales el rey tuvo en Cranmer un sumiso príncipe de la
Iglesia, que declaró nulo el matrimonio con Ana Bolena, concedió dispensa para
un nuevo matrimonio, por razón del parentesco con aquélla, y más tarde anuló
también el cuarto matrimonio del rey. La publicación por Pablo III, en el año
1538, de la bula que excomulgaba y deponía al rey y exoneraba a sus súbditos
del juramento de fidelidad, no produjo ningún efecto. La Edad Media había
pasado ya.
Su hostilidad contra
Carlos V llevó a Enrique a establecer en 1536 contactos con Wittenberg. Un sínodo inglés, celebrado en ese mismo
año bajo la presidencia de su vicario general Cromwell, proporcionó al país un nuevo credo, los Diez
artículos, en que había elementos luteranos. Este credo consideraba como
fuentes de la fe la Escritura y los tres primeros Símbolos de la Iglesia.
Enseñaba que la justificación equivalía a una acceptatio, suprimía las
indulgencias, reconocía sólo tres sacramentos, pero mantenía la transubstanciación.
Por lo demás, las ceremonias católicas, incluso la veneración a los santos y
las oraciones por los difuntos, siguieron subsistiendo. Después de la
Peregrinación de gracia se preparó, con la intervención personal del rey, un
nuevo credo, de tendencia más católica y que admitía como válidos los siete
sacramentos. Pero al mismo tiempo el rey ordenó que todas las iglesias debían
poseer una Biblia inglesa. A la traducción empleada se le puso muy pronto un
prólogo y unas notas de orientación luterana. Se celebraron negociaciones con
la Liga de Esmalcalda, con las que se perseguían nuevos objetivos
matrimoniales. Pero después, por cálculos políticos, tuvo lugar un cambio
radical. En 1538 el rey prohibió que los sacerdotes se casasen. Cranmer vióse
obligado a enviar de nuevo su mujer a Alemania. Un año después el Parlamento
promulgó por mandato real, y contra la enconada oposición protestante, la Bloody
Act, el Estatuto de
sangre. Este imponía, bajo pena de muerte, la aceptación de seis artículos: la
transubstanciación, el celibato —considerado como mandato divino—, la
obligatoriedad de los votos monásticos, la comunión bajo una sola especie, la
conveniencia y necesidad de la misa privada, y la confesión auricular. Cromwell fue ejecutado como traidor y hereje; a su
ejecución siguió la de tres sacerdotes que habían atacado la arbitrariedad
real, y la de tres protestantes, que se habían burlado de la religión católica.
Una obra doctrinal del rey de 1543 recomendaba, ciertamente, la veneración a
María y a los santos, pero establecía, por lo demás, una conciliación entre la
doctrina protestante y la católica. En 1546 se prohibió al pueblo sencillo la
lectura privada de la Biblia. Las ejecuciones de luteranos duraron hasta la
muerte de Enrique. El resultado de las constantes oscilaciones reales fue una
lenta infiltración de opiniones heréticas y una angustiosa inseguridad en el
terreno religioso.
Para ayudar a su único
hijo, menor de edad, Eduardo V (1547-1553), el rey había nombrado un Consejo de regencia, que se componía en su mayor parte
de personajes favorables al protestantismo. A su frente encontrábase el duque
de Somerset y, más tarde, el duque de Northumberland, los cuales,
durante la minoridad del rey, que había sido educado en el protestantismo,
apoyaron los esfuerzos de Cranmer para llevar a cabo una auténtica innovación
de la fe en Inglaterra. La oposición que apareció en algunos lugares fue
reprimida sangrientamente.
OTROS EXITOS
LUTERANOS EN EL IMPERIO
Volvamos ahora a los
acontecimientos que tenían lugar en Alemania. Los años en que el emperador
estuvo ausente del Imperio fueron años de gran incremento de la Iglesia
luterana. En este decenio se perdió para la Iglesia antigua una serie de
importantes territorios alemanes. Así, el duque Ulrico, expulsado de su ducado
de Württenberg por haber violado la tregua, y que se había pasado en Suiza a
la innovación, reconquistó en 1534 su territorio, con ayuda de Felipe de Hessen, auxiliado por los componentes de la Liga
de Esmalcalda y apoyado económicamente por Francia. Por estar en paz con Austria
fue preciso dejarle mano libre en las cuestiones religiosas. Pronto introdujo
la innovación; en ella, dividió el territorio, de manera singular, en una zona
de influencia luterana y otra de influencia zuingliana. Los dos reformadores
Blarer y Schnepf se habían puesto antes de acuerdo, ciertamente, para llegar a
una fórmula conciliadora en el problema de la eucaristía. Los monasterios de la
región, tan famosos en otro tiempo (Hirsau entre otros), fueron secularizados.
La lealtad de los monjes y, en especial, la perseverancia de los monasterios de
mujeres fue asombrosamente grande. También la universidad de Tubinga fue
protestantizada, a pesar de su oposición, y en el antiguo convento de agustinos
se erigió un stipendium, el famoso Stijt, destinado a la
formación de clérigos. La reforma protestante la consumó positivamente el hijo
de Ulrico, el inteligente y piadoso duque Cristóbal (1550-1568). Con el apoyo
de Juan Brenz, se centralizó el gobierno de la Iglesia en una autoridad
dependiente totalmente del Estado: el Consejo de la Iglesia, y en 1559 se
publicó una gran ordenación eclesiástica. Los bienes de la Iglesia, que Ulrico
había secularizado en su totalidad, fueron devueltos a aquélla en su mayor
parte y administrados separadamente en la Caja común de la Iglesia, no
empleándose más que para fines eclesiásticos, entre los que se contaban
también, ciertamente, las obras de caridad y de enseñanza.
Con anterioridad o
simultáneamente a la pérdida de Württenberg, la Iglesia católica perdió
definitivamente toda una serie de ciudades libres y de otros territorios. Las
pérdidas más graves fueron las de Brandeburgo y el ducado de Sajonia. En el
primero, el príncipe elector Joaquín I había sido, hasta su muerte, adversario
constante de Lutero y de la Reforma protestante. Aun cuando su esposa, que era
una princesa de Dinamarca, era luterana desde hacía años, a su muerte, ocurrida
en 1535, el príncipe creyó que podía asegurar la religión católica en el país
haciendo jurar a su hijo que la mantendría y dictando unas disposiciones
testamentarias adecuadas al caso. Pero cuatro años después de morir su padre,
Joaquín II, que estaba en relación con Lutero desde mucho tiempo atrás, se pasó
a la nueva doctrina. Víctima de la confusión teológica de aquellos años, creyó
que con ello no quebrantaba su juramento; por el contrario, en el paso que dio
vio tan sólo la posibilidad de purificar de abusos a la religión católica en
su territorio. La ordenación eclesiástica implantada por él tiene por ello un
carácter muy conservador. En el ducado de Sajonia, el duque Guillermo el
Barbudo, de severa mentalidad eclesiástica y al que se consideraba entre los
príncipes alemanes como el jefe de los partidarios de la antigua fe, no pudo
impedir que la nueva doctrina irrumpiese en su territorio. Al morir, en 1539,
se llevó a cabo la reforma protestante contra la oposición de los Estados y
bajo la dirección de su hermano Enrique, que era protestante desde mucho tiempo
antes. También la universidad de Leipzig fue adherida a la nueva doctrina y
dotada con los bienes confiscados a la Iglesia, de acuerdo con las propuestas
de Lutero y de Melanchton.
LOS ANABAPTISTAS
Por los años en que el
protestantismo se difundía sin encontrar dificultad, los anabaptistas
consiguieron durante algún tiempo entre el pueblo una adhesión mayor que Lutero
y que Zuinglio. En ellos se había manifestado una forma distinta del
pensamiento y de la vida reformadores, forma que tuvo un importante
desarrollo, sobre todo entre la cristiandad anglosajona, y que todavía hoy
configura grandemente el aspecto del protestantismo, sobre todo en los Estados
Unidos de América, en la figura de numerosas Iglesias libres. Los orígenes de
los anabaptistas no están nada claros, pues no se entremezclan con movimientos
políticos. Se ha querido ver en ellos a los herederos de los movimientos
espiritualistas que durante la Edad Media se difundieron entre el pueblo
sencillo. Lutero designó en conjunto a todas estas diversas direcciones con el
nombre de «soñadores» (Schwármer). Parece, sin embargo, que se trata de
varias corrientes distintas, que surgieron con independencia unas de otras,
aunque luego, ciertamente, se influyeron a veces mutuamente. En cualquier caso,
no puede dudarse del origen independiente de los anabaptistas de Zurich.
Cuando, en diciembre de
1523, Zuinglio se doblegó ante la autoridad política, en el problema de la
introducción inmediata de la cena, algunos de sus anteriores discípulos
consideraron tal acto como una traición. Estos se coaligaron para obedecer incondicionalmente
al Evangelio. También para ellos era la Escritura la única fuente de la fe,
aunque se centraban principalmente en el Nuevo Testamento. Ahora bien,
entendían el Evangelio como directamente obligatorio, incluso con respecto a
la dimensión social y económica de la vida diaria. Estos hombres sometían a la
palabra de la Biblia la totalidad de la vida, que no puede ser ya otra cosa que
una vida espiritual. Partiendo de este principio fundamental, se les hizo
problemática la actitud a adoptar frente a la autoridad civil, y la relación
entre Iglesia y sociedad. Para el cristiano no existe un gobierno profano. Se
recluyeron, pues, en una pequeña comunidad de hombres dispuestos a seguir a
Cristo, no por coacción de la autoridad, sino porque se integraban libremente
en aquélla. Así pasa al primer término el re-bautismo de los adultos, como rito
de ingreso en la comunidad visible. El principio de la unidad de territorio e
Iglesia, esto es, la Iglesia territorial, queda, pues, eliminado, e igualmente
lo fue toda organización externa de la comunidad.
En Zurich la persecución contra ellos comenzó
inmediatamente. La autoridad insistió en la obligación de bautizar a los niños
recién nacidos. Los anabaptistas se dispersaron por toda la Suiza alemana. Desde
Waldshut, Hubmaier llevó esta doctrina, a través de Augsburgo, hasta Moravia. A todas las persecuciones oponían ellos
su paciencia. No eran gentes belicosas, sino los primeros representantes de la
tolerancia. Al dispersarse desarrollaron una actividad misionera. Mientras en Zurich Felipe Manz era ahogado en 1527 en el río Limmat, en Augsburgo Denck ganó
para la causa a Juan Hut, cuyos discípulos rebautizaron en el Tirol. Melchor Hofmann llevó las nuevas ideas al norte de Alemania y a los
Países Bajos. La actividad misionera y la expansión de los anabaptistas iban
siempre acompañadas de la proscripción social y de la persecución cruenta. Los
legados suizos discutieron en Zurich sobre
las medidas represivas a tomar. En Tirol, docenas de anabaptistas murieron en la hoguera.
Hubmaier, que se encontraba en Nikolsburgo, en Moravia, tuvo que ser entregado y fue quemado en Viena. Un
decreto imperial de la Dieta de Espira de 1529 imponía la pena de muerte a
todos los anabaptistas. Partidarios de esta doctrina fueron ejecutados en
Suabia y Baviera, pero también en el Palatinado y en Basilea. Zuinglio y
Lutero, Melanchton y Brenz compartían esta misma actitud hostil. De esta manera
se empujó a los anabaptistas a recorrer caminos extraños. Surgieron tendencias
escatológicas, quiliásticas y comunistas. El peletero de Augsburgo Agustín Bader creía que su hijo era el Mesías y mandó
construir para él una corona y una espada de oro. El tirolés Santiago Hutter fundó en Nikolsburgo aquellas granjas
fraternas en las que no había propiedad privada y en las que el jefe señalaba
su trabajo a cada uno. Cientos de miles de personas se adhirieron a estos
«hermanos hutterianos».
Mientras los
anabaptistas pacíficos creían que Dios mismo aniquilaría a los impíos, uno de
los discípulos de Melchor Hofmann, que
actuaba en Estrasburgo, a saber, el panadero holandés Juan Mathys, de Harlem, se creyó llamado a erigir el futuro Reino de Cristo
por la fuerza de las armas en caso necesario. Sus enviados estimaron que
Münster de Westfalia era la ciudad adecuada para llevar a cabo sus planes. En
ellas había triunfado en 1533 la Reforma protestante, gracias a la predicación
demagógica del sacerdote Rottman. En enero de 1534 llegaron a Münster los
«apóstoles» de Mathys, ganaron a Rottmann para su causa, y rebautizaron en una
semana a 1.400 adultos. Al principio se llevó una vida de entusiasmo religioso
y de pobreza evangélica. Pero ciertos elementos radicales lograron imponerse
con la llegada de Juan Bockselsen, de Leiden, y del mismo Mathys. Un golpe de fuerza puso la ciudad
en manos de los anabaptistas. El suegro de Juan de Leiden,
Knipperdolling, fabricante de paños de
Münster, fue nombrado alcalde. Las tropas que el obispo Francisco de Waldeck había enviado contra Münster fueron
derrotadas; pero Mathys fue muerto, y Münster, finalmente, cercado. En la
ciudad sitiada, Juan de Leiden se
hizo proclamar rey del nuevo reino de Sión, en el que se introdujo la comunidad
de bienes y la poligamia. La multitud fanatizada, que había destruido
bárbaramente las imágenes de las iglesias de la ciudad, esperó que ésta fuese
liberada milagrosamente, como se le había anunciado. Entre tanto, las ideas
anabaptistas se propagaron por toda Westfalia, llegando hasta Lübeck. El obispo
buscó ahora ayuda y la encontró en el landgrave Felipe de Hessen. En junio de 1535 las tropas aliadas penetraron en la
hambrienta ciudad y dieron fin, con un castigo terrible, a la mala semilla.
Münster fue devuelto a la fe católica. Knipperdolling y el rey de Sión fueron
ajusticiados; no se sabe qué fue de Rottmann.
El reino de Münster, que representaba una desviación
espantosa de las originarias ideas anabaptistas, dañó gravemente el prestigio
de éstas. Pero Menno Simons, que había sido antes párroco católico
en Frisia, consiguió reunir de nuevo a los elementos más moderados y
educarles para que llevasen una vida de retiro y de trabajo y rechazasen toda
violencia. Estos «bautizantes», pronto llamados también menonitas, que no
admitían el juramento, el servicio militar y civil ni las acusaciones
judiciales, alcanzaron tolerancia y, más tarde, también libertad, en Holanda,
después de haber sido sangrientamente perseguidos durante cuarenta años.
Propagaron su forma de vida más allá de las fronteras de este país, hasta el
territorio de colonización de la Prusia oriental y occidental, llegando
finalmente hasta Siberia y, desde allí, a Norteamérica. Junto
a éstos surgieron una y otra vez, sobre todo en Württenberg, comunidades de
anabaptistas que esperaban el reino de Cristo en Besarabia y en el Volga, en
Palestina y en Norteamérica. Sin embargo, en Centroeuropa fracasó el intento
hecho por gentes sencillas, sobre todo por obreros manuales, de organizar una
vida religiosa partiendo de la sola fe —la idea luterana—, sin instituciones ni
organizaciones y sin el apoyo del Estado. La lucha de Lutero contra los
espíritus soñadores y fanáticos, a los que, hasta el final de su vida, condenó
juntamente con los sacramentarlos, no dejó de tener éxito. Las Iglesias territoriales
y el absolutismo religioso de los príncipes territoriales fueron los auténticos
vencedores.
Sin embargo, se formaron
en Inglaterra y en los Estados Unidos, en la primera mitad del siglo, bajo la
influencia de los «bautizantes», las primeras comunidades de baptistas, que hoy
se han convertido en grandes Iglesias libres y cuentan con muchos millones de
bautizados.
JUAN CALVINO
Mientras el ejército
católico-luterano daba fin en Münster al gobierno de los anabaptistas,
penetraba en territorio alemán el tercer gran reformador: Juan Calvino. Si lo
que le interesaba a Lutero era la nueva teología, a este hombre nacido en
Picardía lo que le importaba era la nueva Iglesia, el hombre nuevo y sus
instituciones. Calvino era más claro y más consciente de sus fines que Lutero;
era tal vez más unilateral y más fanático que el alemán, pero no tenía los
arrebatos ni las oscilaciones que se pueden percibir en éste. Naturalmente
Calvino había aprendido de Lutero, pues era una generación más joven que el
profesor de Wittenberg. Pero
lo que aquél creó, partiendo de las incitaciones generales, fue una obra
completamente autónoma.
Calvino nació en Noyon,
ciudad de Picardía, en 1509. Procedía de una capa burguesa culta. Su padre era
administrador de los bienes y consejero jurídico del obispo y del cabildo. Muy
joven aún, su hijo consiguió algunos beneficios eclesiásticos, y en París,
donde convivió algún tiempo bajo el mismo techo con Ignacio de Loyola, así como en Orleáns y en Bourges, se dedicó a los estudios jurídicos y
humanísticos. Dos cosas prepararon la conversio súbita de que habla en
alguna ocasión el mismo Calvino: la muerte de su padre y la influencia de
elementos luteranos en Francia. Su padre había sido acusado de defraudación; y
como no rindió cuentas, fue excomulgado. El patrimonio de Juan estuvo a punto
de ser confiscado. Finalmente, su padre murió excolmulgado por la Iglesia.
Existía ahora una dura enemistad entre la familia de Calvino y la Iglesia, de
la cual había vivido aquélla hasta entonces. Amargado, Calvino se refugió en el
estudio, perdiéndose en cavilaciones agotadoras. Encontrándose en esta
situación confusa, pero tremendamente anticlerical, era especialmente
accesible a las influencias de los círculos luteranos.
Las ideas humanísticas de
un cristianismo purificado y simplificado se habían difundido ampliamente en
Francia y habían ganado amigos poderosos tanto en la corte real como entre el
episcopado. El rey Francisco I y su círculo íntimo, sobre todo su hermana
Margarita de Navarra, pero también el obispo Guillermo Briconnet de Meaux (f. 1534), intentaban realizar por sí
mismos la reforma humanística. El obispo Briçonnet luchaba contra la
ignorancia de su clero, el abandono de la residencia y la tremenda mediocridad
de los estudios en su diócesis. Haciendo de mecenas, atrajo magníficos
profesores a su corte episcopal. A este «Círculo de Meaux» pertenecían hombres
como Guillermo Farel y el picardo Lefévre d’Etaples. Estos hombres preveían el
peligro de una revolución religiosa, pero creían poder mantenerse distanciados
de ella. Lefévre, a quien el obispo había nombrado vicario general suyo, pudo
editar en francés las epístolas y evangelios de los domingos, para su empleo en
las misas. Su discípulo, el flamenco Clichtove, publicó un escrito en que
alababa la vida monástica y un Espejo de sacerdotes. Su lucha contra algunos
abusos de la predicación franciscana suscitó contra el grupo influyentes
enemigos. El grupo en cuanto tal fue acusado de herejía y se disolvió casi por
entero. Farel huyó a Suiza, mientras que Clichtove atacó en sus escritos a
Lutero en 1524, y dos años más tarde, la doctrina de Ecolampadio sobre la cena.
Pues las obras del primero se compraban y leían masivamente en Francia. El
cautiverio del rey tras la batalla de Pavía trajo consigo el cambio. Tampoco
podía oponerse a los escritos de Zuinglio, dedicados al rey. Ahora el
Parlamento, con el apoyo de la Sorbona, tomó a su cargo el cuidado de la
Iglesia en Francia. Los conventículos religiosos y la traducción francesa del
Nuevo Testamento, ya empezada, fueron prohibidos. Hubo numerosos procesos. El
anciano Lefévre huyó a Estrasburgo. Tras su derrota, Francisco I llegó al
convencimiento de que la unidad nacional sólo podía restaurarla sobre la base
de la unidad religiosa. Y así el luteranismo empezó a ser perseguido conjuntamente por el rey, el Parlamento y los
obispos deseosos de reformas. Incluso hubo un profesor de Toulouse que fue quemado en 1532. Muchos círculos
de intelectuales simpatizaban en gran medida con el luteranismo; así, el
humanista Melchor Volmar, de Rottweil, que
fue profesor de griego de Calvino. Este se convirtió en un miembro celoso y
activo de estos círculos, predicaba en las conmemoraciones secretas de la cena
de sus amigos, a las que asistía en un amplio territorio, y trabajaba
incansablemente en un libro que había de dar una sólida base a la nueva
doctrina. Con un gesto lleno de carácter, renunció por entonces a sus
beneficios eclesiásticos. Vinieron luego ataques contra la misa y, por fin, la
colocación en París y en el castillo de Amboise, donde residía entonces el rey,
de unos cartelones con una apasionada burla de la misa. Estos cartelones (placards) destruyeron no sólo todas las esperanzas de coloquios
unionistas con el protestantismo alemán, sino que provocaron también la
ejecución de todos los sospechosos y la fuga de numerosos partidarios. Entre
ellos se encontraba Calvino, que se dirigió primeramente a Basilea.
En esta ciudad publicó
anónimamente, a sus veintisiete años, la obra en la que había trabajado durante
tanto tiempo: la Institutio religionis christianae. Este compendio de la
fe, que publicó luego numerosas veces, ampliándolo, lo puso Calvino bajo este
lema: No he venido a traer la paz, sino la espada. En un prólogo y dedicatoria
magistrales a Francisco I intentaba defender Calvino a sus correligionarios
franceses contra la acusación de profesar doctrinas erróneas. En el centro de
todo se encuentra para él la realidad terrible del Dios vivo, a cuyo honor y a
cuyo servicio está exclusivamente dedicada nuestra vida. Si Calvino pretendía
negar cualquier participación del hombre en su salvación, no le quedaba otra
explicación que el recurso a la sola voluntad divina. Esta es la única voluntad
que hay en el universo. Nuestra vida y nuestra muerte, nuestro sufrimiento y
nuestra desesperación, tanto en el más acá como en el más allá, se encuentran
solamente en manos de aquella voluntad única y todopoderosa que se expresa en
los decretos inmutables de Dios. Sólo Dios obra. El hombre no puede condenarse
a sí mismo eligiendo libremente el mal; no escoge en modo alguno; está salvado o condenado. Dios causó el primer pecado original: Decretum
horribile Dei, pero fácil de aceptar. El que está exento de la condenación
debe su suerte no a su propio obrar, no a su fe, sino únicamente a los méritos
del Redentor. Está elegido gracias a la redención de Cristo, único Mediador.
Por medio del Espíritu Santo despierta Dios en el predestinado la certeza de
ser conocido por Dios y de pertenecer a la comunidad de la Iglesia. Esta
Iglesia, de la que forman parte tan sólo los verdaderos creyentes, se hace
visible mediante la configuración de la vida externa de acuerdo con la
Escritura, la predicación del Evangelio puro, la administración de los
sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo, sin añadidos humanos, y la
disciplina eclesiástica. En la doctrina sobre el sacramento del altar Calvino
rechaza el simbolismo de Zuinglio. Las palabras y los signos no son formas
vacías y huecas. Si el signo nos fue dado por Dios, entonces también nos fue
dado el cuerpo; ahora bien, el cuerpo está sentado en el cielo a la diestra del
Padre, cuerpo que los fieles comen de modo espiritual, pero real, mientras que
los reprobados sólo reciben las especies. Pues su vida y todo lo que ha
recibido del Padre, Cristo nos lo comunica a nosotros a través del Espíritu
Santo.
Después de escribir la Institutio Calvino se dirigió al norte de Italia, con el fin de ganar para su causa a la
duquesa Renata de Ferrara, hermana del rey francés, que simpatizaba con las
ideas protestantes. Al volver a Estrasburgo, la guerra le obligó a dar un rodeo
a través de Ginebra. En esta ciudad el predicador Farel, paisano de Calvino, le
invitó a ponerse al servicio del Evangelio en ella. Calvino se quedó y de esta
manera convirtióse Ginebra en la cuna del calvinismo.
La ciudad de Ginebra
venía discutiendo desde hacía décadas con su obispo a causa de la libertad
ciudadana. Sus prelados procedían exclusivamente, desde largo tiempo atrás, de
la vecina casa de los duques de Saboya, que consideraban la sede episcopal de
Ginebra como una iglesia propia. En su lucha por conquistar la libertad, la
ciudad concertó en 1526 una alianza con Berna. Esto significaba también, en
última instancia, la introducción de la innovación religiosa en Ginebra. Pues
los habitantes de Berna habían tomado a su servicio a Farel como agitador de la
nueva fe y como pionero de sus propias ambiciones de expansión
político-religiosa. Farel, que no era tanto un teólogo independiente cuanto un
magnífico predicador, que se había dado a conocer con Ecolampadio y Zuinglio,
empezó a reformar, partiendo de las villas berneses, en la cercana Suiza romana
occidental, y desde 1534 actuaba también en Ginebra. Aquí se había conquistado
a la masa de los ciudadanos, y cuando las disputaciones, organizadas según el
modelo de Zurich y de
Berna, resultaron desfavorables a los católicos, los protestantes ocuparon las
iglesias principales de la ciudad. El Consejo se declaró partidario de la nueva
religión y prohibió la misa. El obispo y el cabildo catedralicio tuvieron que
abandonar la ciudad y el territorio de Ginebra, y trasladar su residencia a la
vecina ciudad de Annecy, en
Saboya; desde aquí, setenta años más tarde, Francisco de Sales pudo conseguir
de nuevo derechos de ciudadanía para la antigua fe, al menos en el territorio
que rodea a Ginebra.
En esta ciudad la
innovación no estaba organizada. En su paisano, que se encontraba allí de paso,
vio Farel el hombre capaz de realizar esa organización. Calvino se quedó,
redactó un catecismo y una nueva fórmula del credo, en la que calificaba la
misa de «invento diabólico» y maldito. A la vez introdujo un orden riguroso en
la Iglesia y en las costumbres. Los que se resistían eran desterrados. El que
se negaba a prestar juramento al nuevo credo, debía ser expulsado. Desde el
principio Calvino intentó crear una Iglesia visible, que era, a sus ojos, la
única que se encontraba también en disposición de destruir la antigua Iglesia.
Contra esta rigurosa disciplina eclesiástica y contra la coartación de sus
libertades se rebelaron los influyentes patricios ginebrinos. Y cuando Calvino
se negó también a admitir los usos que quería imponer la Berna aliada —entre ellos estaban el
mantenimiento de las cuatro festividades
antiguas, de la piedra del
bautismo, de las hostias ácimas y del
tocado especial de los novios—,
Calvino y Farel fueron destituidos y desterrados. Mientras éste último permaneció predicando ahora en Neuchátel, Calvino marchó
a Estrasburgo, invitado por Bucer y por Capito, para cuidar
de la comunidad de los
franceses allí refugiados. Tres años
permaneció en esta ciudad,
y recibió muchas incitaciones sobre todo
de Bucer para organizar la liturgia y edificar la comunidad. Con motivo de los coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, en
los que participó, trabó también contacto con los otros grandes
reformadores alemanes, excepto Lutero.
Martín Bucer (1491-1551), el dominico de Schlettstadt, a quien ya hemos
mencionado varias veces, no creó, ciertamente, un nuevo tipo
de Iglesia, pero es
una de las personalidades más destacadas de la Reforma protestante. Cinco años después de adherirse en Heidelberg, en 1518,
a Lutero, introdujo, actuando como predicador y párroco, la Reforma protestante en Estrasburgo, en cuya organización
trabajó durante un cuarto de siglo. En el intervalo
estuvo también en Hessen, en Kurköln, y participó en los coloquios religiosos; en ellos —y no porque no le importasen
las diferencias de las distintas confesiones— intentó siempre llegar a un acuerdo entre Lutero y Zuinglio,
entre los anabaptistas y la Iglesia jerárquica, entre la Reforma
protestante y los católicos. De los teólogos reformadores Bucer es, sin
duda, el más influido por Eras- mo; en sus primeros años veía en
Lutero sólo la confirmación de las doctrinas de aquél. Cree en la posibilidad
de que todos los que creen en Cristo se unan; trabaja por defender el tesoro
común de todos los cristianos, el establecimiento de los neccessaria de
la fe y el valor de la tradición patrística. De las críticas que por este
motivo encuentra en sus amigos se queja en una ocasión con estas desengañadas
palabras: «¡Oh nefasta ceguera, que ni siquiera los mejores protestantes vean
lo que significa creer en una Iglesia universal y en la comunión de los santos,
y en ser miembros de Cristo, que busca siempre y restablece en sus miembros lo
perdido!» Incluso siendo ya protestante, Bucer no deja de ser, no sólo por su
pasión por la predicación, sino también por su pensamiento estático, el antiguo
dominico educado en el tomismo, que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, la
Ley y el Evangelio, así como la fe y las obras, y que ve en la idea
véterotestamentaria de la Alianza el tipo del concepto de Iglesia, y, contra
los anabaptistas, ve en la disciplina eclesiástica un signo de la verdadera
Iglesia, en la que los elegidos se congregan para realizar el Reino de Dios.
Ecos de Bucer se encontrarán también en la doctrina y la organización de Cal
vino. Por rechazar el Interim, Bucer se
vio obligado a abandonar Estrasburgo. Más tarde
hablaremos de su actividad
en Inglaterra.
Mientras Calvino permanecía al lado de Bucer y conocía a
otros importantes teólogos luteranos, con ocasión de su participación en los
coloquios religiosos de
los años 1540 y 1541, el sabio cardenal Sadoleto, uno de los cardenales
más destacados entre los nombrados recientemente por Paulo III, había intentado, en una carta dirigida al Consejo de Ginebra,
reconquistar esta ciudad para la Iglesia católica. Los mismos círculos
protestantes que antes habían obligado a expulsar a Calvino, le llamaron ahora para que volviese a Ginebra. Calvino exigió, como condición de su retorno, que se estableciese una disciplina
eclesiástica separada de la jurisdicción civil, y volvió,
aunque el Consejo quería seguir siendo el que mandase, en su mayor parte, sobre la disciplina eclesiástica. Las Ordonnances ecclésiastiques aceptadas
por el Consejo, en las que se aprovechaban las experiencias de
Estrasburgo y Zurich, se fueron convirtiendo poco a poco, sin
embargo, en manos de Calvino, en el medio
de organizar la vida pública de acuerdo con la
palabra de la Escritura y de erigir una teocracia según el modelo del antiguo reino judío y de la república platónica. Según esta
nueva ordenación eclesiástica, la nueva Iglesia era una Iglesia
comunitaria, dotada de unos órganos exactamente determinados: los
pastores, que tenían que predicar la palabra de Dios; los doctores,
que se cuidaban de la instrucción pública; los presbíteros, que eran los que,
elegidos por el Consejo, habían de vigilar las costumbres de la ciudad; y los
diáconos, a quienes estaban encomendados las obras de caridad y los hospitales.
Como estos órganos eran electivos, podían exigir que se les obedeciese
estrictamente. Se había creado un nuevo clericalismo, mezclado esta vez, de
modo extraño, con el estatalismo clerical. Había, además, el Colegium de
los pastores, y el Consistorio, que era una especie de tribunal inquisitorial,
formado por los predicadores y por doce ancianos, cuva misión consistía en
vigilar exactamente toda la vida religiosa de cada uno de los ciudadanos y
castigar las faltas. Las penas consistían en amonestación, reprensión,
excomunión, obligación de pedir perdón públicamente y entrega al Consejo, para
que castigase al reo. Se empleó la tortura, y los que cometían pecados graves,
como los blasfemos, los adúlteros o los adversarios obstinados de la nueva fe,
eran entregados al Consejo. De 1541 a 1546 hubo 56 penas de muerte y 78
destierros. Cada barrio de la ciudad estaba encomendado a un vigilante, que
recibía incluso las denuncias de parientes y vecinos. Los días de fiesta
desaparecieron y la vida social se tornó sombría y seria. El juego de cartas, el teatro y el baile fueron
prohibidos, se castigó el lujo en el vestir, se suprimieron los bares, y sólo
se permitía acudir a la única taberna situada en el barrio en que cada uno
vivía. Una transformación singular de las tareas del Estado: Calvino hizo que
el Consejo declarase que su doctrina era la doctrina santa de Dios.
Inmediatamente después
de su vuelta Calvino escribió con toda rapidez un Catecismo, con 373 preguntas
y respuestas, que no era apropiado ciertamente para la instrucción de los
niños, pero que servía, desde luego, como base de la fe. La organización de la
liturgia, en la que también intervinieron muchas sugerencias recibidas en
Estrasburgo, preveía una predicación diaria, flanqueada por la oración y el
canto de los Salmos. El viernes se celebraba regularmente una «congregación»,
esto es, una conferencia seguida de discusión. La cena se distribuía sólo cuatro
veces por año, y no cada mes, como había deseado Calvino al principio. En ella
se empleaba pan y vino corrientes. En estos templos calvinistas no había,
naturalmente, ni altares, ni imágenes, ni velas.
Calvino y su
organización eclesiástica no dejaron de tener adversarios en Ginebra. Entre
ellos se contaban los antiguos campeones de la libertad de la ciudad, que
habían permutado al duque de Saboya por un dictador francés; además, la mejor
sociedad, deseosa de gozar de las alegrías de la vida, y también gentes que se
oponían a toda definición teológica y a toda organización eclesiástica, así
como, igualmente, auténticos adversarios teológicos. Hubo también reveses
políticos, en los que los adversarios de Calvino ganaron las elecciones.
Todavía en 1555 se produjeron disturbios, que Calvino aprovechó como pretexto
para aniquilar a sus enemigos y consolidar su organización política; ésta era
de una seriedad sombría, pero también de un orden y una moralidad ejemplares.
Al conceder derecho de ciudadanía en Ginebra a los fugitivos franceses, Calvino
había logrado crearse también en la ciudad una posición cada vez más fuerte
contra la oposición política de Berna; apoyándose en ella fue como pudo
completar definitivamente su organización eclesiástica. Los adversarios
teológicos fueron liquidados sin piedad. Gruet, que había negado la divinidad
de Cristo, fue decapitado en 1547; el antiguo carmelita Bolsee, que se atrevió
a atacar la doctrina de Calvino sobre la predestinación, fue quemado, a
instancias de éste, en 1551; Castellion, que, por su oposición a las doctrinas
de Calvino acerca de la bajada de Cristo a los infiernos, había sido declarado
inepto para servir a la Iglesia ginebrina, fue difamado todavía por aquél en
Basilea. El médico y humanista español Miguel Servet, que combatía la doctrina
de las tres divinas personas y no quería reconocer a Cristo una divinidad
preexistente, fue denunciado, por encargo de Calvino, a la inquisición católica
de Lyon. Cuando Servet, que desde hacía años mantenía intercambio epistolar
con Calvino, pudo huir, y llegado a Ginebra, estaba escuchando un sermón de
Calvino, fue reconocido y encarcelado. Calvino impulsó enérgicamente el proceso
y Servet fue quemado en 1553. Tales condenas atemorizaron a sus otros
adversarios.
Calvino no había querido
reducir su labor a Ginebra. A través de esta ciudad intentaba consolidar el
protestantismo en Francia e influir misionalmente también en otros países.
Buscando aliados políticos, llegó a un acuerdo, en la doctrina sobre la eucaristía,
con el sucesor de Zuinglio en Zurich. Calvino
y Bullinger concertaron en 1549 el Consensus Tigurinus, que en la doctrina sobre la cena adopta las
formulaciones calvinistas atenuadas, creando así la base para la posterior
unificación de las Iglesias suizas reformadas. Desde el principio se preocupó
también Calvino del nuevo clero de su Iglesia. En 1559 logró fundar en Ginebra
la llamada Academia, dedicada a la enseñanza de la teología, cuya dirección
asumió su paisano Teodoro de Beza. A la muerte de Calvino, en el año 1564, la
Academia tenía 1.200 alumnos en las clases inferiores y 300 estudiantes
universitarios, entre los que se contaban muchos extranjeros.
DIFUSION DEL
CALVINISMO
La capacidad de difusión
del calvinismo fue asombrosamente grande. Primeramente pareció ganar nuevo
terreno en Inglaterra, bajo el reinado de Eduardo VI. Al comienzo el
calvinismo se contentó con la derogación de los Artículos de sangre, ordenó la
comunión bajo las dos especies y volvió a permitir el matrimonio de los
sacerdotes. Esta moderación hay que atribuirla sin duda a la influencia de
Bucer, que entonces vivía en Inglaterra, pues había sido desterrado a causa del Interim. La transformación de la
misa —que de ser un sacrificio pasó a ser una ceremonia de alabanza y de acción
de gracias— en el primer Book of Common Prayer, redactado por Cranmer, no satisfizo a los reformadores
más radicales. En octubre de 1548 Calvino envió al duque de Somerset un programa completo de reforma, pidiendo
que se instruyese al pueblo con ayuda de un catecismo y de un credo, se
eliminasen los abusos en la liturgia y se excomulgase a los viciosos. Tras la
caída de Somerset, Calvino
continuó sus exhortaciones. Bucer y Vermigli se encargaron de la revisión de
la liturgia. El nuevo Book of Common Prayer de 1552 mantiene, ciertamente, las
vestiduras y los ritos litúrgicos, pero elimina el último resto de la idea de sacrificio y está completamente impregnado de teología calvinista. Con su obra De regno Christi, Bucer intentó crear una organización eclesiástica
según el modelo de Ginebra, mas su temprana muerte, ocurrida en 1551, le impidió llevarla a cabo. Cranmer, en cambio,
consiguió imponer todavía
una nueva fórmula confesional: los 24
artículos de 1553. Es
cierto que tales artículos están
redactados en forma a veces no
obligatoria, signo esto de su carácter de
compromiso, pero se dirigen
tanto contra los católicos como contra
los anabaptistas, y adoptan la doctrina de Calvino acerca de la cena y de la predestinación, aun cuando evitan las consecuencias más extremas que de ella se derivan. Sólo el mantenimiento del ministerio episcopal no se ajusta del todo al modelo
calvinista de la nueva
Iglesia anglicana. La existencia de ésta volvió a peligrar, sin embargo,
una vez más, a causa de la temprana
muerte del rey (1553) y del
paso del poder a María Tudor, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, la cual había permanecido católica.
En Francia, en cambio, Calvino y su tendencia consiguieron transformar a los partidarios de las ideas protestantes en una
Iglesia, un partido y un ejército belicoso. Hubo en el campo muchos pequeños grupos que se
consideraban a sí mismos como Iglesia en el sentido luterano, y que acaso nombraban también un predicador y recibían la cena,
pero que, por lo demás, dada la dura persecución contra los partidarios de la
nueva fe, se dejaban ver lo menos posible, hacían bautizar a sus hijos por los párrocos
católicos e incluso asistían en ocasiones a misa, para no llamar la atención, y
se mantuvieron alejados de todos los excesos iconoclastas. Estos grupos, apenas
organizados, veían su modelo en la comunidad de Estrasburgo y pedían a esta
ciudad que les mandase sus predicadores. Por lo demás, los había por todas
partes en Francia; sus miembros pertenecían a todas las clases sociales, desde
la pequeña burguesía hasta la alta nobleza, y entre sus filas eran numerosos,
sobre todo en el sur, los hombres de negocios. Ni siquiera las numerosas penas
de muerte pudieron quebrantar su valor ni disolver sus asociaciones.
Desde el
principio Calvino se sintió a sí mismo como protector de estos grupos. Los
defendió en numerosas cartas y coloquios, pero pronto intentó también
transformarlos de acuerdo con el modelo de su Iglesia ginebrina. Exigía que se
renunciase al «nicomedismo». No se debía participar en las costumbres impías, y
antes que ello, se debía huir a Ginebra. Más tarde exigió: primero,
congregación antes de la celebración de
la cena; segundo, elección de un predicador; luego, pequeñas reuniones para
orar e instruirse; más tarde, introducción de la disciplina eclesiástica según
el modelo de Ginebra; y sólo entonces, la cena. Es decir: primero, la Iglesia,
y sólo entonces, y en ella, los sacramentos. Entre ellos está también el
bautismo, aunque Calvino aceptaba, en principio, el bautismo católico. Sobre
esta base se formó en París, en 1555, la primera «Iglesia», a la que siguieron
otras muchas en los años posteriores. Durante los siete años siguientes
Calvino envió a Francia 87 pastores. A pesar de estar controlados y vigilados
desde Ginebra, surgieron, sin embargo, numerosas desviaciones, que hicieron
aparecer como urgente, a los ojos de la creciente autoconciencía de los
reformadores, una cierta fusión. Pronto tuvieron entre sus miembros, o al menos
entre sus protectores, a personajes de la casa real: Antonio de Borbón, rey
titular de Navarra; su hermano, el príncipe Luis de Condé; así como los hermanos
Coligny, el almirante Gaspar, el general Francisco de Andelot y el cardenal
Odet, que había recibido la púrpura a los diez años, y a los once el
arzobispado de Toulouse; y,
además, numerosas damas pertenecientes a la nobleza e incluso a la alta
aristocracia. Los protestantes habían adquirido conciencia de su poder. Ya
había ocurrido a veces que, al ser descubiertas sus reuniones en París, habían
conseguido abrirse paso con las armas en las manos. No temían la publicidad, y
en mayo de 1559 se reunieron en París para celebrar un sínodo nacional, cuyo
objetivo era crear y presentar al rey un credo nacional-francés para sus
400.000 miembros. Esta Confessio gallicana tenía, ciertamente, como
modelo una redacción de Calvino, pero admitía, sin embargo, una revelación
natural de Dios y limitaba el papel del Espíritu Santo a atestiguar la
Escritura inspirada. Junto a ello se instituía una ordenación eclesiástica que,
aun siendo totalmente calvinista, regulaba también la aplicación de la
excomunión. En las disposiciones sobre el matrimonio se hablaba ya de los
problemas del matrimonio mixto. Pero lo más importante para toda la Iglesia
reformada fueron los artículos que rechazaban toda forma de dirección central
por una Iglesia local o por un sínodo permanente.
Estos dos escritos
crearon la verdadera Iglesia hugonota. Con el nombre de hugonotes se designa
desde ahora a los protestantes franceses, sin duda por su vinculación con
Ginebra, donde el antiguo partido de la independencia era llamado los
«confederados».
Mas los hugonotes no
eran sólo una Iglesia; ahora se convirtieron también en un partido político,
que luchaba por conquistar el poder. Es cierto que su Confessio se había
referido todavía a la obediencia debida incluso a una autoridad no creyente.
Cuando el poder de la corona decayó, durante la minoría de edad de Francisco II
(1559-60), y se dudaba de que fuese legítima la regencia, que se encontraba en
manos de los Guisa —el duque Francisco y su hermano Carlos, «cardenal de Lorena»—, a la oposición política del príncipe Condé le
resultó fácil convertir, en parte con la aprobación de Lutero, las energías
religiosas de los hugonotes en aliados suyos. Mas la conjuración de Amboise,
que había de provocar la caída de los Guisa, fracasó. En este crítico momento
la reina madre, Catalina de Médici, se hizo cargo por sí misma de los asuntos.
Por consejo de su canciller consintió a los hugonotes el ejercicio privado de
su religión. Con ello quedaba suprimida en principio en Francia la ilegitimidad
de los calvinistas. En el sur del país los hugonotes llegaron incluso a ocupar
iglesias católicas, en las que se siguió celebrando el culto públicamente.
Catalina suspendió la persecución legal contra los protestantes y llamó a
Antonio de Navarra para que participara en el gobierno. En vano el duque de Guisa,
el condestable Montmorency y el
mariscal de San Andrés formaron un triunvirato para defender el catolicismo. La
reina madre hizo que en el monasterio de Poissy se celebrase, en septiembre de
1561, un coloquio religioso, en el que participaron, por parte calvinista, el
hábil Teodoro de Beza, y por parte católica, el cardenal de Lorena y el general de los jesuítas, Laínez. El
coloquio fracasó, sobre todo a causa del problema de la eucaristía. Una
propuesta de unirse, sobre la base de la Confesión de Augsburgo y de la
Confesión de Württenberg de 1557, no tuvo éxito. Laínez recordó que sólo el
Concilio de Trento estaba
capacitado para resolver tales problemas. Catalina jugó entonces la carta
protestante, antiespañola. Una vez que Coligny le hubo prometido que, si
consentía los templos calvinistas, tendría la ayuda de 2.150 iglesias,
Catalina hizo publicar en enero de 1562 el Edicto de San Germán. Este concedía
a los hugonotes la organización del consistorium, libre ejercicio de la
religión fuera de las ciudades, culto privado en las ciudades, celebración de
sínodos y reconocimiento de los pastores.
La innovación religiosa
se introdujo rápidamente en los Países Bajos, que habían pasado finalmente a
la casa de los Habsburgo, por intermedio de la esposa de Maximiliano I. Los
agustinos, dos de los cuales fueron ejecutados en Bruselas ya en 1523, llevaron
ideas luteranas a aquellas tierras. También el príncipe-obispo de Lieja se vio
obligado a publicar edictos contra los luteranos en 1520 y 1521. La quema de
los libros de Lutero, de acuerdo con el Edicto de Worms, no había podido impedir la propagación de
la nueva doctrina, de tal manera que, en 1529, Carlos V se creyó obligado a
amenazar con la pena de muerte a los herejes y a los que poseyeran libros prohibidos.
Es cierto que el Edicto no siempre fue aplicado con severidad; con todo, un
gran número de herejes —la mayoría de los cuales fueron levantiscos
anabaptistas, peligrosos desde el punto de vista político— sufrió la pena de
muerte. Los sucesos de Münster hicieron que en 1535 se reavivasen las leyes
persecutorias. Por lo demás, parece que, excepto los anabaptistas, sólo consiguieron
formarse pequeños círculos de partidarios de la nueva fe en las ciudades y en
los territorios más industrializados, círculos compuestos de clérigos,
comerciantes y artesanos, pero a los cuales aportaron su simpatía grupos mucho
mayores, sobre todo por motivos patrióticos. Acaso así se explique el por qué
las autoridades eclesiásticas fueron en general más benignas que las civiles.
El calvinismo se
introdujo en los Países Bajos después de 1540, en una época de cierta
suavización de la política religiosa imperial —entonces se estaban celebrando,
en efecto, los coloquios religiosos en el Imperio—. Calvino, que, por parte de
madre, se sentía a sí mismo belga, hizo graves reproches a los partidarios de
la nueva fe, a causa de su actitud pacífica, los tildó de nicodemitas y les
envió un predicador, que había de poner las bases de la futura Iglesia. Tal
predicador fue quemado en 1545. Pero ahora los holandeses viajaron en número
cada vez mayor a Ginebra, para instruirse y formarse. Pronto surgieron comunidades
populosas y combativas organizadas según el modelo de Ginebra. Todavía
intentaban permanecer ocultos, pero exigían a sus miembros, antes de ser
admitidos en la nueva Iglesia, que abjurasen solemnemente del papa y de la
Iglesia romana. Una Confessio Bélgica, redactada en 1561 según el modelo
de la francesa, fue aprobada por Calvino y aceptada por el primer sínodo, celebrado
en Emden en 1571.
Al éxito de la Reforma
protestante contribuyó decisivamente el hecho de que aquélla coincidió ahora
con una oposición política muy extendida. En 1555 Carlos V había dejado los
Países Bajos a su hijo Felipe II, que sería luego rey de España. Este, que era
un campeón del predominio español en Europa y defendía un absolutismo decidido
de la corona frente al pueblo y la Iglesia, estaba impregnado, lo mismo que su
padre, de la conciencia de su deber de soberano de proteger a la Iglesia católica
y mantener por todos los medios la unidad de la fe en su reino. Los incidentes
que al comienzo de su reinado tuvo Felipe II especialmente con el papa Pablo IV
no produjeron ningún cambio en esto. No es extraño que un soberano tan
poderoso, que poseía también extensos territorios en Italia, ejerciese en
ocasiones un influjo inmenso sobre la política del pontificado, aun cuando sus grandes
acciones políticas encaminadas a mantener y restablecer la
Iglesia católica en Francia y en Inglaterra fracasaron totalmente o al menos en parte. En los Países Bajos le
enajenaban los sentimientos del pueblo no sólo su carácter
desconfiado y retraído. En
efecto, a partir de 1559, y durante
todo el largo período de su
reinado, Felipe no volvió a ver las provincias septentrionales de su imperio, dejó mano libre a la Inquisición y volvió a llevar severamente a la práctica
los edictos religiosos de su padre. Después de la paz concertada con Francia en 1559, y para proteger mejor al
país contra el calvinismo,
que se infiltraba desde el
sur, trabajó por conseguir del
papa una nueva distribución de las diócesis.
Pablo IV consintió en 1559
que se establecieran 18
obispados, agrupados bajo tres arzobispados, en lugar de las cuatro diócesis existentes
hasta entonces. Al igual que con
la reorganización eclesiástica que había
llevado a cabo en
España, también en los Países Bajos aspiraba
Felipe II a eliminar toda
jurisdicción eclesiástica de obispos extraños del
país y a conseguir una mejor atención de la cura de almas, independientemente de las regiones desarrolladas económica
y políticamente. El rey obtuvo el derecho de presentación de todos los
obispados, a los que fueron incorporados
numerosos monasterios; contra la encomendación creada de este modo se rebelaron
sobre todo las abadías radicadas en Brabante. Los primeros obispos de las nuevas diócesis eran personas de confianza del rey; así, el inquisidor general,
Sonnius, prolífico teólogo controversista, fue nombrado
primer obispo de s’Hertogenbosch. Esta nueva organización eclesiástica suscitó un amplio
malestar. Se la veía en la misma línea que el notable desdén por los
privilegios históricos de los Países Bajos, la presunta o real explotación del
país y la preferencia dada a los españoles al conferir los altos cargos. Al
frente de la oposición política se encontraban los gobernadores de provincias,
el conde Egmont y el príncipe Guillermo de Nassau-Orange, quien simpatizaba con el
luteranismo, así como el almirante conde Horn. Estos pidieron que se respetasen los
derechos de las provincias y se opusieron a la proyectada introducción de la
Inquisición española. Finalmente, en 1564, la gobernadora general, Margarita de Parma, medio hermana de Felipe II, tuvo que sacrificar a su inteligente
consejero, el cardenal Granvela. Entre la baja nobleza se formó una liga, la
cual se propuso como objetivo luchar por los derechos de los Estados. Pero sus
jefes, calvinistas muy enérgicos, lucharon contra los edictos religiosos y en
favor de la libertad religiosa. El hecho de que, en
una demostración ante la gobernadora general se presentasen
cubiertos de pobres vestidos, hizo que se
les diese el sobrenombre de «mendigos» o «pordioseros». Los diversos grupos de
partidarios de la nueva fe se reunieron entre sí, y muy pronto adoptaron una
actitud muy radical, bajo la influencia de los incendiarios sermones de
numerosos predicadores llegados de Ginebra, Francia y Alemania; también
intervinieron en esto las aspiraciones sociales de ciudadanos y obreros
insatisfechos. En agosto de 1556 estalló en todo el país una terrible
revolución, preparada sin duda, con destrucción de imágenes, iglesias y
monasterios. Especialmente las ciudades de Amberes y Amsterdam fueron duramente afectadas. En muchas
villas el culto católico dejó de existir. Mas el gobierno pudo reducir la
revuelta, y muchos de los partidarios de la nueva fe abandonaron las filas de
los Pordioseros, bajo la horrible impresión que les produjeron aquellas
vandálicas destrucciones. Guillermo de Orange, que era el más comprometido, se refugió en su patria
alemana, Nassau-Dillenburg, donde se pasó oficialmente al luteranismo.
También en Hungría y en
Transilvania el calvinismo consiguió hacer retroceder en pocos años al
luteranismo, que había penetrado ya tempranamente, y formar algunas Iglesias.
Sólo los alemanes de Transilvania permanecieron fieles al luteranismo y
formaron en 1545 una Iglesia territorial, sobre la base de la Confesión de
Augsburgo. La hora triunfal del calvinismo en la misma Alemania había de llegar
más tarde, después de la muerte de Calvino.
AGRAVACION DE LAS
CIRCUNSTANCIAS EN EL IMPERIO
La situación en Alemania
se encuentra caracterizada por la progresiva formación de bloques militares de
ambos grupos religiosos y por una serie de intentos de llegar, por medio de
coloquios religiosos, a una unión amigable. Independientemente de esto, la
posición de los protestantes se iba consolidando cada vez más en el Imperio.
Con los Artículos de Esmalcalda, redactados por Lutero a instancias del
príncipe elector de Sajonia, los protestantes habían recibido una nueva base
confesional, con una tendencia fuertemente anticatólica; además, consolidaron
su alianza con la admisión de nuevos miembros, consiguieron del emperador que
suspendiese otra vez, ante la nueva amenaza por parte de los turcos, los
procesos y aprovecharon la ausencia de aquél para acrecentar, con todas sus
fuerzas, el territorio sobre el que dominaban. El príncipe elector y el duque
de Sajonia se apoderaron de los obispados sajones y los protestantizaron; el
duque católico Enrique de Brunswick-Wolfenbüttel fue expulsado por el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hessen. El conde palatino Otón-Enrique, que tenía muchas
deudas, se apoderó de los bienes de la Iglesia en el Palatinado-Neuburgo y
promulgó en 1543 una ordenación eclesiástica protestante. Al año siguiente, el
príncipe elector Federico II del Palatinado se pasó a la nueva doctrina. La
Iglesia católica había perdido de este modo, no sólo todo el norte de Alemania,
desde Polonia hasta el Weser; también
en el sur se formó un bloque protestante con Württenberg, el Palatinado y Hessen, con lo cual tres príncipes electores se
habían pasado ya a la nueva doctrina. Si los protestantes conseguían ganar para
su causa a otro príncipe elector más, quedaba excluido que hubiera un
emperador católico en el futuro, dada la mayoría protestante. De hecho, también
el arzobispo de Colonia, Armando de Wied, se puso al habla con Bucer en
Estrasburgo; le hizo ir a Bonn y predicar en esta ciudad, y elaborar, en unión
de Melanchton, una ordenación protestante. Pero la resistencia del cabildo
catedralicio, de la universidad y del Consejo de Colonia impidió que se
realizasen tales planes, de igual modo que, también en Munster, el plan del obispo, Francisco de Waldeck, de transformar sus obispados de Minden, Münster y Osnabrück en un principado
protestante secular fue impedido por el cabildo catedralicio. En Colonia se
manifestaron ya los primeros éxitos de una reacción católica positiva y
constructiva.
Así, pues, la separación
de la Iglesia romana era un hecho consumado, debido a la entrega existencial
de Lutero y de Calvino, a la predicación de sus numerosos e importantes
discípulos y amigos, y a la pasión de los anabaptistas. Mas, por muy dolorosa que deba parecemos la pérdida de la
unidad de todos los cristianos, la Reforma protestante no puede ser vista de un
modo exclusivamente negativo. Manifestó mucha energía constructiva, creó
comunidades que, por hallarse sometidas a la palabra divina, provocaron una
notable energía de confesores. No todos sus miembros eran cristianos perfectos.
Lutero no se cansa de predicar contra el vicio de la bebida; la destrucción de
las imágenes en muchas poblaciones pone de manifiesto una horrible barbarie
cultural, y los protocolos de visita de la Iglesia luterana no revelan, ni en
el pueblo ni en el clero, una mejoría con respecto a los anteriores defectos
católicos. Pero la tenacidad de los calvinistas en las cárceles francesas, a
los que Calvino escribió cartas llenas de compasión humana, pero impregnadas
también de aliento y de esperanza cristiana, la paciencia de los anabaptistas,
la respetuosa fidelidad a la palabra de la Biblia, el cultivo de una vida
interior íntima, que recuerda a la mística, revelan que la Reforma protestante
fue desencadenada también, desde luego, por factores políticos, y apoyada de
forma enérgica, y a veces decisiva, por ellos, pero que constituyó, a pesar de
todo, un movimiento que nacía de dentro. En ella encontraron satisfacción antiguos
anhelos a los que la Iglesia apenas había prestado atención en aquel siglo: el
deseo de una experiencia y una vinculación religiosas personales, frente a la
sobreacentuación de la institución y el sacramento; de una palabra viva y
directa de la Biblia, frente a tanta especulación teológica, que se había
vuelto impersonal; de una interpretación de la palabra divina utilizable para la vida diaria; de un culto
inteligible; de una comunidad fraterna, frente a un clericalismo que en
ocasiones era demasiado soberbio. Por ello, las traducciones de la Biblia al
idioma materno y una liturgia comprensible —así, la misa alemana de Lutero para
el sentir de los alemanes, y la liturgia sin imágenes de los templos
calvinistas, para el claro pensamiento francés— poseían una fuerza realmente
sugestiva sobre las masas. El miedo de la antigua Iglesia a que se abusase de
la palabra divina y se la falsease, miedo que precisamente ahora impedía las
traducciones de la Biblia a la lengua del pueblo, pareció un intento de substraer
al pueblo la palabra íntegra de Dios, contra lo cual aquél exigió
impetuosamente sus derechos.
CAPITULO CUARTO
RESPUESTA Y DEFENSA
LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO
La Reforma protestante
constituyó un poderoso desafío a la Iglesia católica, el cual exigía que ésta
le diese una respuesta existencial. Tal respuesta brotó de sus raíces vitales
más íntimas. Mucho tiempo se hizo esperar, ciertamente, esta respuesta, pues la
seriedad y gravedad de la amenaza tardaron mucho en llegar a la conciencia.
Ocurrió, sobre todo, que los dirigentes de la Iglesia sólo en el último
momento, por así decirlo, se dieron cuenta de la necesidad de oponer una
defensa verdaderamente religiosa al tremendo peligro que el protestantismo
constituía para la existencia del catolicismo.
LA RESPUESTA DEL
DERECHO FORMAL
Primeramente se intentó
oponer una defensa rutinaria, acudiendo a las medidas del derecho medieval.
Después de las denuncias hechas contra Lutero, se inició en Roma el proceso
contra él por sospecha de herejía. Rápidamente se llegó al convencimiento de
que Lutero era un hereje notorio y de que, por tanto, debía exigírsele una
retractación, o lanzar sobre él la excomunión. Esta había sido, en efecto, la
primera misión encomendada al cardenal Cayetano cuando marchó a Augsburgo. La
petición de extradición hecha al príncipe elector de Sajonia y la apelación
condicionada de Lutero a un futuro concilio general fueron luego las últimas
etapas de este proceso, que se interrumpió provisionalmente, por
consideraciones de alta política. El proceso no volvió a reanudarse hasta 1520.
Presidida por dos cardenales, se formó una comisión de teólogos, que examinó
detenidamente las tesis presentadas de Lutero y que muy pronto se puso de
acuerdo sobre su condenación. Cuando Eck hubo llegado a Roma, se trató de la
bula que había de condenar las tesis de Lutero. En su dictamen por escrito, los
generales de las Ordenes mendicantes añadían a cada una de las tesis una
calificación teológica; Eck deseaba, en cambio, que los artículos presentados
fueran condenados en bloque.
La bula Exsurge
Domine se publicó el 15 de junio de 1520, es decir, dos años y medio
después de la disputa sobre las indulgencias. Tras la frase inicial del Salmo
se invita de manera solemnísima a todo el ejército de los santos a que se
levante contra Lutero, que devasta la viña del Señor, desprecia la exégesis
bíblica de la Iglesia e interpreta la Escritura en el sentido en que le
conviene. Las ideas defendidas por Lutero, se decía, habían sido condenadas ya
por la Iglesia mucho tiempo antes, y últimamente en Constanza, en el proceso
contra Hus. Luego se califica en parte de heréticas y en parte de falsas
cuarenta y una tesis de Lutero, y se las rechaza. Los escritos que contuviesen
tales errores deberían ser quemados. El que siguiera aferrado a estas
doctrinas, caía en la excomunión solemne. Se conjura a Lutero y a sus amigos a
que vuelvan a la Iglesia, y se les da un plazo de sesenta días para que se
retracten. Si no lo hacen, deberán ser considerados y tratados como herejes
notorios. Hasta aquí la bula. Las cuarenta y una tesis están sacadas
literalmente, excepto una, de los escritos de Lutero. La mayor parte de ellas
habían sido censuradas ya en 1519 por la Facultad de teología de Lovaina.
Trataban de la indulgencia y de la eficacia de los sacramentos; las referentes
al primado, entre las que se encontraba la única tesis no tomada literalmente
de Lutero, habían sido incluidas a instancias de Eck.
El efecto producido por
la bula fue muy inferior a lo que se esperaba en Roma. No solamente porque,
como el mismo Eck admitió más tarde, estaba ya rebasada en cuanto al contenido
cuando apareció y no destacaba de un modo suficientemente nítido las ideas de
Lutero, sino también porque no llegó a publicarse en toda Alemania. Eck y el
nuevo nuncio, Aleander, debían preocuparse de su publicación. Pero el prestigio
de las bulas pontificias había caído ya muy bajo en Alemania, y el hecho de que
Eck interviniese hizo que la bula pareciese fácilmente la efusión de una
enemistad personal. La opinión pública se rebeló contra la condenación de
Lutero. En Leipzig y Erfurt hubo
disturbios estudiantiles y el obispo de Brandeburgo, ordinario de Wittenberg, no se atrevió, por su parte, a
publicarla en la universidad de esta ciudad. Sólo en Renania y en los Países
Bajos se cumplió la bula, con ayuda del emperador. Por orden de éste, los
escritos de Lutero y de sus secuaces fueron quemados, con gran concurrencia
popular, en Amsterdam, Lovaina y Lieja. La irritación de Lutero
por este motivo fue inmensa. Tenía, pues, razón el obispo de Eichstadt cuando decía que el
quemar públicamente los escritos de Lutero no haría otra cosa que extender y profundizar los antagonismos. Ya hemos hablado en otro lugar del modo como Lutero reaccionó ante la bula. El 3 de enero de 1521 se lanzó contra él la excomunión, mediante la bula Decet Romanum Pontificem. Tampoco a esta bula se le prestó en Alemania atención especial. No hubo una posterior condenación pontificia de las ideas
fundamentales de Lutero, que entre tanto
se habían ido destacando
cada vez más claramente, a pesar de lo mucho que
Eck insistió en ello. La bula Exsurge no produjo una clarificación definitiva de los espíritus, porque la doctrina
del primado pontificio no pasaba
de ser, en la conciencia de muchos
buenos católicos, más que
una opinión de escuela.
De acuerdo con el derecho
medieval, a la excomunión siguió la proscripción imperial. La cancillería imperial había elaborado ya, a instancias de Aleander, una severa requisitoria contra Lutero, pero entonces el príncipe elector de Sajonia forzó a que se invitase a éste a ir a Worms. Con ello los Estados daban
el primer paso que les apartaba del derecho canónico; tras la negativa de Lutero a retractarse, el emperador declaró que estaba
dispuesto a poner en juego su corona y su vida para mantener la religión heredada y extirpar la herejía. De todos modos, pasaron todavía cinco semanas hasta que Carlos V
pudo firmar, el 26
de mayo de 1521, el Edicto de Worms, elaborado por
Aleander. Se lanzó sobre Lutero la proscripción
imperial; se ordenó quemar sus escritos; éstos no
podían ser ni impresos ni vendidos. El Edicto se promulgaba, según dice su
texto, en virtud de la autoridad imperial y con el consejo y la voluntad
unánime de los Estados. Esto es cierto tan sólo en parte. Pues la mayor parte
de los Estados se había marchado ya, y sólo el príncipe elector de Brandeburgo,
como portavoz de los Estados, había dado su aprobación. El Edicto se convirtió
también, sin embargo, en ley de los Estados, pues éstos, al tratar de la
invitación a Lutero, habían declarado que el emperador podría proceder contra
éste si se negaba a retractarse. Mas tampoco el Edicto de Worms consiguió
imponerse en el Imperio. Ni siquiera fue promulgado en todos los territorios, y
en otros lo fue muy tarde. Así, en las capitales del ducado de Baviera,
entonces dividido, no se publicó hasta finales de otoño de 1521. El príncipe
elector de Sajonia, que era a quien más habría afectado, lo desdeñó
públicamente. Sólo a estas transgresiones directas del derecho y al
resquebrajamiento de la armonía imperial debió la Reforma protestante el que
pudiera subsistir y, finalmente, triunfar. El emperador, por su
parte, se vio obligado a abandonar
Alemania a causa de la amenaza de guerra con Francia. La ejecución del Edicto
de Worms siguió siendo, en las Dietas
sucesivas, la exigencia siempre repetida del gobierno imperial y de los legados
pontificios. Pero se la rechazaba con todas las fórmulas suaves y dúctiles
posibles, con «dilaciones» y compromisos, que, como hemos señalado ya, fueron
considerados realmente como bases jurídicas del establecimiento de Iglesias
territoriales luteranas.
EL INTENTO DE LA
REPRESION MILITAR
Cuando quedó demostrado
que las soluciones jurídicas de la cuestión religiosa resultaban imposibles y
hubieron terminado infructuosamente los coloquios religiosos para llegar a un
acuerdo, y los protestantes rechazaron rotundamente la invitación de acudir al
Concilio, el emperador pensó que podría lograr una solución acudiendo al
empleo de su poder. Una vez que se concertó la paz con Francia y se llegó a un
armisticio con los turcos, Carlos se lanzó a la guerra contra el poder
político de la Reforma protestante, es decir, la Liga de Esmalcalda. El emperador
había conseguido crearse con este fin una serie de importantes aliados, a
saber, Baviera, que hasta entonces había apoyado, en contra de la Casa de
Habsburgo, a los de la Liga de Esmalcalda, y, en general, la Curia. Esta aprobó
los pactos que el emperador había concertado con el legado Farnesio, en la
Dieta de Worms de 1541,
de una guerra contra los protestantes alemanes, e incluso aportó a la empresa
200.000 ducados, un cuerpo auxiliar de 12.000 soldados de a pie y 500 de a
caballo, y casi un millón de ducados de la Iglesia española. Roma comenzó
pronto a poner en pie de guerra su ejército. Pablo III quería cumplir su tarea
para restablecer la unidad de la Iglesia, empleando el último medio, el de la
sangre. Los protestantes tuvieron que conocer los preparativos de la Curia. Sin
embargo, desaprovecharon la ocasión de adelantarse militarmente al emperador.
Carlos V dijo que sus propios preparativos eran medidas para restablecer en el
Imperio la concordia, la paz y el derecho, sometiendo a los rebeldes. Sobre
todo, consiguió romper el frente de los de la Liga de Esmalcalda, e incluso
consiguió que algunos protestantes fueran aliados suyos: además del
margrave de Brandeburgo-Küstrin y Kulmbach, el duque de Brunswick-Calenberg y, sobre
todo, el duque Mauricio de Sajonia, yerno de Felipe de Hessen. A este último, político frío y
calculador, en cuyas decisiones no intervenían motivos religiosos o éticos, se
lo ganó prometiéndole la dignidad de príncipe elector de Sajonia y una parte de
este territorio. El 16 de junio de 1546 el emperador declaró que se veía
obligado a actuar por la fuerza contra los desobedientes príncipes de Sajonia y Hessen. Una semana antes había
comunicado a su hermana María el motivo principal de su acción:
«Si no intervenimos
ahora, el resto de Alemania se hallaría en peligro de apostatar de la fe, y
también los Países Bajos... Después de haber pensado esto una y otra vez, me he
decidido a comenzar la guerra contra Sajonia y Hessen por haber ellos quebrantado la tregua... Y aunque este
pretexto no puede encubrir por mucho tiempo que de lo que se trata es de la
religión, sin embargo, sirve al comienzo para dividir a los equivocados».
Tras haber lanzado
Carlos la proscripción imperial contra ambos príncipes, los de la Liga de
Esmalcalda, mejor preparados, habían comenzado las hostilidades. En un audaz
avance, Schertlin de Burtenbach llegó, con el ejército de las ciudades
aliadas del sur de Alemania, al borde de los Alpes y se apoderó del
desfiladero de Ehrenberg, que
era la entrada al Tirol. El
emperador, sin embargo, pudo recurrir a sus tropas auxiliares italianas y
holandesas. En pocas semanas obligó a capitular a Württenberg y a las ciudades
aliadas del sur de Alemania. Pero la guerra se decidió en Sajonia, país donde
había nacido la Reforma protestante y donde pocos meses antes había muerto
Lutero. Mauricio de Sajonia, que había atacado allí, encontró una fuerte
resistencia y llamó en su auxilio al emperador. Y aunque éste, que se hallaba
muy enfermo tenía que hacerse llevar en una silla de mano, acudió muy
lentamente con sus tropas, consiguió finalmente la victoria, el 24 de abril de
1547, en Mühlberg del Elba. El príncipe elector, hecho prisionero, tuvo que
firmar en Wittenberg una
capitulación en la que renunciaba a la dignidad de príncipe elector y a la
mitad de su territorio, en beneficio de su pariente Mauricio. El, en persona,
tuvo que permanecer encarcelado, lo mismo que el landgrave de Hessen, que
tuvo que entregarse asimismo a merced del emperador. Los de la Liga de
Esmalcalda no podían esperar tampoco ninguna ayuda de fuera. Enrique VIII y
Francisco I habían muerto en los primeros meses del año 1547. Los príncipes y
ciudades del norte de Alemania, excepto Magdeburgo, abandonaron, por ello, la
lucha. El emperador impuso, desde luego, elevados tributos a los Estados
sometidos, pero ni se apoderó otra vez de Württenberg en beneficio de la Casa
de Habsburgo, ni obligó tampoco a los partidarios de la nueva fe a que
retornasen sin más a la antigua. Sin embargo, dejó curso libre en Colonia al
proceso eclesiástico. Armando de Wied tuvo que abdicar, y su sucesor fue un
católico. Julio de Plug pudo
tomar posesión, en contra de Nicolás de Arnsdorf, del obispado de Naumburgo, que se le había discutido
injustamente, y el expulsado duque de Brunswick-Wolfenbüttel pudo volver a su territorio, aunque
no consiguió recatolizarlo. La próxima Dieta había de sacar las consecuencias
de la victoria del emperador. Este esperaba sobre todo que en ella podría
decidir a los protestantes en reconocer el Concilio inaugurado en Trento.
Pero en el tiempo que
transcurrió hasta que se reunió la Dieta tuvieron lugar acontecimientos
decisivos. En medio de la guerra el papa había abandonado la alianza, por
desconfiar de las intenciones posteriores del emperador, y el 11 de marzo
había decidido trasladar el Concilio de Trento a Bolonia, es decir, a una ciudad perteneciente a los
Estados de la Iglesia. El emperador jamás podía esperar que conseguiría hacer
acudir ahora a este Concilio a los vencidos protestantes. A ello se añadió el
incidente del asesinato de un nepote del papa, con motivo de la conjura de
Fiesco de Génova. La tirantez entre el emperador y el papa alcanzó su punto
álgido en el invierno de 1547 a 1548, cuando aquél lograba sus triunfos sobre
los adversarios de la Iglesia. Por ello, en la Dieta «acorazada», que se
celebró en Augsburgo en 1548, Carlos V sólo pudo presentar a los Estados, como
voluntad suya propia, una regulación provisional de los problemas religiosos
—hasta la vuelta del Concilio a Trento. Como
los Estados protestantes no opusieron reparos, la religión provisional
imperial (el Interim), o, como decía su título, Declaración sobre cómo se
ha de mantener la religión en el Sacro Imperio hasta que se resuelva el
Concilio general, se convirtió en ley del Imperio. Este Interim era producto del trabajo de una comisión nombrada por
el emperador, a la que pertenecían el obispo Pflug de Naumburgo, el obispo
auxiliar de Maguncia, Helding, y el teólogo palatino del príncipe elector de
Brandeburgo —que había permanecido neutral en la guerra—, el luterano Juan
Agrícola, a quien muchos de sus correligionarios miraban mal a causa de sus
peculiares doctrinas. Bucer no quiso colaborar. El emperador había pensado
originariamente en una regulación para todos los Estados; mas a esto se
opusieron enérgicamente los Estados católicos, al frente de los cuales estaba
el obispo de Augsburgo, cardenal Truchsess. Por ello, a éstos sólo se les
impuso una orden de reforma, según el esquema de Pflug. En lo que respecta a su
contenido, el Interim era una dogmática católica ligeramente retocada, que
hacía pequeñas concesiones a los protestantes en la esfera práctica: el cáliz
de los seglares y el matrimonio de los sacerdotes. Tampoco aquí se decía nada
sobre el problema de la restitución de los bienes de la Iglesia.
El Interim no consiguió sus objetivos. Es verdad que fue cumplido
en todos aquellos lugares a que se extendía el poder imperial, sobre todo el
sur, Württenberg y las ciudades libres. Su cumplimiento se aseguró aquí
mediante un cambio constitucional, suprimiendo la participación de los gremios,
en su mayoría protestantes, en el gobierno de la ciudad, y poniendo en su lugar
un Consejo formado por patricios casi todos católicos. También Brandeburgo y el
Palatinado aceptaron el Interim sin
más. El nuevo príncipe elector de Sajonia hizo componer, con ayuda de
Melanchton, una fórmula propia, el Interim de Leipzig, que atenuaba las formulaciones dogmáticas, pero presentaba los sacramentos y
los usos eclesiásticos como preceptos neutrales, puramente externos (adiáfora).
A esto se opuso enérgicamente el profesor de Wittenberg Flacio Ilirico; por tal motivo, se le expulsó de esta
ciudad, y se refugió en Magdeburgo, no vencido todavía por el emperador. Este
último territorio se convirtió en el alma de la resistencia contra el Interim, gracias a él y a sus numerosos escritos polémicos
sobre la «cancillería del Señor Dios». En ella, pocos años más tarde, un grupo
de teólogos, bajo la dirección de Flacio, intentó justificar históricamente la
innovación redactando la historia de la Iglesia en ocho tomos conocida con el
nombre de Centurias de Magdeburgo. Desde Magdeburgo se confirmó también,
mediante un gran número de sátiras, la opinión pública acerca del Interim, y se fortaleció el
repudio pasivo que el pueblo luterano le opuso. Por parte católica, la protesta
del papa contra la unilateral regulación imperial y la falta evidente de
sacerdotes buenos, formados y celosos repercutieron muy desfavorablemente
sobre la restauración del culto católico en miles de parroquias. Los decenios
de edictos y resoluciones no cumplidos, las leyes provisionales y la
inseguridad habían impedido que surgiese una generación de sacerdotes de
carácter enérgico. Pero al Interim le faltó sobre todo tiempo para arraigar.
Con el pretexto de
someter a Magdeburgo, sobre el que se había lanzado la proscripción imperial,
Mauricio de Sajonia andaba reclutando un gran ejército. Como se consideraba
perjudicado por el emperador, el príncipe elector, a quien sus correligionarios
despreciaban llamándole el Judas de Meissen, se unió con el nuevo rey francés Enrique II y gestionó
una alianza de Francia con varios príncipes protestantes, dirigida contra el
emperador. Contra el pago de grandes sumas destinadas a proteger la libertad
alemana, el rey debería apoderarse, «como vicario del Imperio», de las ciudades
de Cambrai, Metz, Toul y Verdún. Los príncipes alemanes le prometieron también
su ayuda para que se apoderase de Borgoña, Artois y Flandes, e incluso, si el rey lo deseaba, para
alcanzar la corona imperial.
A la vez que concertaba
este acuerdo, el príncipe elector seguía asegurando su fidelidad al emperador
y su consentimiento de enviar delegados al Concilio que Julio III había vuelto
a convocar en Trento. Una vez
finalizados los preparativos, el rey francés cayó sobre las diócesis citadas,
los turcos, sobre Hungría, y los príncipes aliados, sobre el sur de Alemania.
Mauricio negoció con Fernando de Austria e intentó apoderarse del emperador
asaltando el desfiladero de Ehrenberg. El
emperador, que se encontraba en Innsbruck, consiguió a duras penas huir a Villach a través de Brennero. Fernando tuvo que
hacer considerables concesiones en sus negociaciones con los príncipes
protestantes. El Acuerdo de Passau derogó el Interim, liberó al landgrave de Hessen y
permitió el libre ejercicio de la religión hasta la próxima Dieta. Del
Concilio no se habló ya.
Nuevas campañas bélicas
retardaron la proyectada regulación final. Cuando sólo contaba treinta y dos
años, en 1553, Mauricio de Sajonia, que de nuevo luchaba al lado de la Casa de
Habsburgo, murió en la batalla de Sievershausen, cuando se encontraba
realizando una expedición de castigo contra las campañas de saqueo del
margrave de Brandeburgo-Ansbach. Y el
emperador, prematuramente agotado, había vuelto a los Países Bajos. Aquí
redactó su ineficaz protesta contra el Tratado de Passau. Ya comenzaba a desligarse internamente de
sus dignidades y trabajos. El Imperio había de corresponder a su hermano
Fernando; por ello dejó que éste arreglase la cuestión religiosa.
LA PAZ RELIGIOSA DE
AUGSBURGO
En su calidad de rey
romano Fernando dirigió las negociaciones en la proyectada Dieta imperial, que
tuvo lugar en Augsburgo en 1555. Es verdad que la mayor parte de los príncipes
alemanes no acudieron personalmente a la Dieta; enviaron delegados, los más
activos de los cuales fueron los de los Estados protestantes, de igual manera
que la actitud de estos Estados había sido siempre más agresiva. No se quiso
saber nada de que lo que propiamente se discutía era el problema de la
autorización, por el derecho imperial, de la innovación religiosa. A los
protestantes, que tenían en sus manos el poder, lo que les importaba era el
derecho a oprimir todo lo católico en el Imperio y a apoderarse de los bienes
eclesiásticos, y por ello los príncipes protestantes no querían permitir a sus
súbditos católicos más que la práctica privada de su devoción en la propia
casa, y en cambio exigían que a los súbditos protestantes de los príncipes
católicos se les permitiese el ejercicio total, libre y público de su religión.
Entre los obispos alemanes, sólo el de Augsburgo, cardenal Truchsess, defendía
de manera clara y decidida el punto de vista católico. No quiso apartarse de la
idea de la religión única, y esto «como cristiano perseverante y como
alemán de nacimiento, como hombre y como príncipe imperial». Por este motivo
sólo pudo llegarse, como resultado de prolongadas negociaciones, a un
compromiso: la Paz religiosa de Augsburgo, de 25 de septiembre de 1555.
La regulación se hizo sin la intervención del emperador ni del papa. Una paz
religiosa general y permanente entre católicos y protestantes le parecía al
emperador que iba contra la esencia de su oficio de protector de la Iglesia.
El mismo día que terminó la Dieta, una hora antes de la lectura solemne de la
Despedida, un correo imperial trajo al rey la noticia de que Carlos había
decidido renunciar al trono. Y los legados pontificios, que estaban presentes
en Augsburgo al comienzo, fueron llamados a Roma para el cónclave y retenidos
allí, debido a la muerte consecutiva de dos papas. Pero el nuevo pontífice,
Pablo IV, era el tipo perfecto del contrarreformador riguroso, al que le
resultó imposible participar en Augsburgo, donde, por la fuerza, salió un
resultado que él no podía aceptar, pero en el que tampoco pudo influir de ninguna
manera.
La Paz religiosa de
Augsburgo fue, pues, obra de juristas, los cuales no vivían ya, ciertamente,
dentro de las ideas del Imperio. La paz enlaza los dos principios del
territorialismo y de la paridad de ambas religiones. Se acordó una paz permanente
entre los católicos y los partidarios de la confesión de Augsburgo.
Zuinglianos y anabaptistas quedaron excluidos del reconocimiento por el
derecho imperial. En cada territorio debería haber una sola religión. Los
Estados imperiales decidirían libremente la religión de todo el territorio a
que se extendía su dominio. Poseían el ius reformandi, que culminó luego
en esta fórmula: Cuius regio,
illius et religio. Los súbditos
tenían que seguir la confesión de sus soberanos. Tenían, sin embargo, derecho
a emigrar, sin sufrir daños en su honor ni en sus bienes (ius emigrandi). Posteriormente ambas partes acudieron de igual manera al medio anticristiano de
la expulsión. A estas resoluciones principales de la Paz se añadían otras
reglas acerca de la forma de actuar y acerca de determinadas excepciones. El
derecho de emigrar no tenía vigencia en los territorios de los Habsburgo. En
las ciudades imperiales se debía seguir tolerando a las minorías de confesión
distinta que existieran ya allí desde mucho tiempo antes. El reservado
eclesiástico determinaba que los príncipes eclesiásticos no poseerían el
derecho de reformar. El obispo o abad que se convirtiese al protestantismo
tenía que perder, por tanto, su cargo, su territorio y sus ingresos. Con esto resultaba
legalmente imposible transformar territorios eclesiásticos en señoríos
políticos, como había ocurrido en Prusia. Los protestantes no aceptaron el
reservado, y por ello Fernando lo hizo incluir en la Despedida en virtud de su
potestad imperial. En cambio, los caballeros, ciudades y parroquias de
territorios eclesiásticos que perteneciesen a la confesión de Augsburgo desde
mucho tiempo atrás, podían continuar ejerciendo su religión; esta declaración (Declaratio
Ferdinandea) fue desconocida para casi todos, pues jamás fue promulgada.
Unicamente el príncipe elector de Sajonia obtuvo el documento firmado por el
rey y lo depositó en su archivo. Los bienes secularizados a la Iglesia
continuarían en manos de los protestantes, según la situación de 1552. En los
territorios de la nueva confesión, la jurisdicción eclesiástica de los obispos
pasó a los soberanos locales. Los miembros de la Cámara imperial debían ser
designados en forma paritaria.
La Paz religiosa de
Augsburgo les pareció a los contemporáneos un monstrum in natura, pues
impedía el restablecimiento de la unidad de la Iglesia. La tolerancia que
aparecía en ella no era un sentimiento auténtico, sino una medida política.
Era una paz de los territorios entre sí. Sólo había paridad de confesiones en
el Imperio y en algunas ciudades imperiales, pero no en los dominios de los
príncipes territoriales. La paz no podía durar. Si los católicos veían en ella
el máximo de concesiones a los protestantes, éstos la consideraban como un
punto de partida para futuras extensiones y conquistas. Especialmente las
disposiciones de excepción que afectaban a los territorios eclesiásticos
encerraban la semilla de nuevas discordias.
REACCION EN
INGLATERRA
La sucesora católica del
rey Eduardo VI de Inglaterra intentó aniquilar en su reino la Reforma
protestante. Eduardo VI había tomado ciertamente algunas medidas para impedir
que su hermana le sucediera en el trono. Pero la nobleza y el pueblo
reconocieron como reina legítima a María, hija de Enrique y de Catalina de
Aragón. María (1553-1558), una de las mujeres más cultas de su tiempo, había
sufrido mucho a causa de la separación de sus padres y de su constante
postergación como «hija incestuosa», y había permanecido fiel a la fe católica
incluso bajo el reinado de
su medio hermano Eduardo. Habiéndose convertido en una mujer agria
y rígida, intentó restablecer con mano firme el catolicismo en Inglaterra. Pero desconocía el estado religioso del país —en el que no alentaba ya una conciencia de la
Iglesia católica— y el
espíritu belicoso de los protestantes ingleses, que eran aproximadamente unos 300.000. Para que la auxiliase en su tarea, consiguió del
papa que enviase como legado pontificio a su primo, el cardenal Pole. Su matrimonio con el príncipe heredero de España,
Felipe (II), hijo de Carlos V, en julio, y la solemne readmisión de la nación inglesa en la Iglesia católica, por Pole, en noviembre de 1554, hicieron
ciertamente odiosa a la reina en círculos muy amplios. Estallaron conjuraciones
contra ella, que costó mucho esfuerzo
dominar. Tampoco faltaban burlas groseras contra
la religión católica. Con
prudente moderación, el papa Julio III renunció a que se
devolviesen a la Iglesia los bienes confiscados. También el
Parlamento aceptó ahora la reconciliación con
Roma y la derogación de las medidas eclesiásticas tomadas a partir de Enrique VIII. Con ello volvieron a entrar en vigor las leyes
medievales contra los herejes. Eran los
obispos los que exigían que
se procediese con dureza contra los protestantes; a su frente estaba Gardiner, que en otro tiempo había reconocido ciertamente
la supremacía de Enrique, pero que, al oponerse al protestantismo, había tenido que soportar encarcelamiento bajo Eduardo VI. Hubo
numerosas ejecuciones (273), que ganaron para María, entre el pueblo y entre los futuros historiadores ingleses, el sobrenombre
de «la Sanguinaria». Entre las víctimas hubo numerosos anabaptistas,
pero estaban también su rival en la corona, Juana Grey, el arzobispo
Cranmer, que murió sin retractarse, y varios obispos y predicadores. Otros
muchos huyeron al continente y formaron comunidades calvinistas, sobre todo en
Francfort y en Ginebra. Su temprana muerte —en 1558— privó a María del éxito, o
acaso la preservó del gran desengaño del fracaso. Pues la Reforma protestante
había afectado, y no sólo superficialmente, a extensos territorios de
Inglaterra. Pole murió el mismo día que la reina. Un relato de aquella época
afirma que dos terceras partes del pueblo permanecieron católicas o fueron
ganadas de nuevo para el catolicismo. Mas fuera del pequeño círculo que rodeaba a Pole, en esta recatolización faltaba el gran impulso arrebatador de la
evangelización de un pueblo que estaba desorientado y se había hecho
indiferente a causa de veinte años de cambios religiosos.
LA IGLESIA ESTATAL INGLESA
La violencia exigía
nueva violencia, y la sangre reclamaba nueva sangre. Isabel I (1559-1603), hija
de Enrique VIII y de Ana Bolena, se había declarado católica ciertamente bajo
el reinado de María, e incluso en el juramento de su coronación prometió
conservar la religión vigente. Sin embargo, su actitud frente a los problemas
religiosos era de gran frialdad, y desde el principio se dejó guiar únicamente
por sus consideraciones de política interior y exterior. Por lo demás, como
trabajó durante casi cuarenta años con el mismo ministro, Cecil, posteriormente lord Burghley, no está
aclarado quién es el responsable de cada una de las medidas religiosas que se
tomaron bajo su gobierno.
La reina propuso al
Parlamento cambios en la religión, anulando con ello de nuevo la restauración
de la Iglesia católica en Inglaterra. El Parlamento votó una nueva acta de
supremacía, en la que se calificaba a la reina de Supreme
Governor en los asuntos
religiosos y profanos. Para oponerse a las diversas tendencias existentes en el
Parlamento— la Cámara Baja se inclinaba más bien a una reforma calvinista, las
jerarquías eclesiásticas de la Cámara Alta, al catolicismo, y los Pares
laicos, al orden vigente bajo el reinado de Enrique VIII—, Isabel ordenó, en un
acta de uniformidad, que se reintrodujese el Prayer Book de 1552, sin cambios esenciales. Se exigió a los jefes
católicos que prestasen juramento a la supremacía de la reina. El que se
negaba a ello perdía su puesto. Todos los obispos, excepto uno, fueron
depuestos por tal motivo; en cambio el clero se sometió en su mayor parte.
Para sustituir a los obispos católicos, once de los cuales murieron en la
cárcel o en arresto domiciliario en casa de sus sucesores, se creó una nueva
jerarquía. A su frente se colocó a un antiguo capellán de la familia Bolena, el
profesor de Oxford Matías Parker; éste fue consagrado según el ritual de
Eduardo VI, que ya Pablo IV había declarado nulo en 1555, y él consagró
a su vez a otros obispos según el mismo rito. Los nuevos obispos fueron
escogidos en su mayor parte entre los que habían emigrado bajo el reinado de
María, algunos de los cuales simpatizaban mucho con el calvinismo. Y aunque la
reina, que temía que una constitución presbiteriana de la Iglesia mermase el
absolutismo real, no quería saber nada del calvinismo, encontró en la nueva
Iglesia estatal un campo de actividad, aunque también, ciertamente,
adversarios, gracias a una amplitud
de miras apenas comprensibles en el continente. Se llegó así a violentas
discusiones, sobre todo en la universidad de Cambridge, en la que se fueron
formando poco a poco los futuros partidos, anglicanos y puritanos.
La nueva Iglesia inglesa
necesitaba también un credo. Por ello los obispos reelaboraron los cuarenta y
dos artículos de 1533, reduciéndolos a treinta y nueve. Tolerantes en
cuestiones de usos litúrgicos y de piedad, estos artículos revelaban, sin
embargo, en su doctrina un evidente punto de vista protestante, más aún, calvinista.
Según ellos, la Escritura es el único fundamento de la fe. La Iglesia romana,
lo mismo que los concilios ecuménicos, han errado también en asuntos de fe. Los
artículos dejaban en vigor sólo dos sacramentos, negaban el carácter de sacrificio
de la eucaristía y defendían la concepción calvinista de la cena. Establecían
la validez de las ordenaciones celebradas bajo Eduardo, permitían el
matrimonio de los sacerdotes, rechazaban expresamente la jurisdicción del papa
en Inglaterra y determinaban la supremacía de la reina como poder ordenador. En
1563 se declaró a estos artículos norma de fe de la Iglesia estatal.
La opresión de la
religión católica hizo progresos también en otros puntos. La obligación de
prestar juramento a la supremacía de la reina se extendió a todos los miembros
de la Cámara Baja, a los profesores y abogados, y a todos los sospechosos de
ser partidarios de la antigua religión. Se amenazó con la muerte al que se
negase dos veces a prestar el juramento. Se ordenó la asistencia al culto
protestante. A los que faltaban se les imponían multas elevadas. La
celebración o la asistencia a la santa misa era castigada, si se reincidía por
tres veces, con cadena perpetua. Al principio la reina se contentó con imponer
penas draconianas en dinero y en pérdida de libertad. Pero luego se dictaron
numerosas penas de muerte, que se realizaban de manera cruel, como si se
ajusticiara a reos de alta traición.
Tras un levantamiento
ocurrido en el norte y capitaneado por un gran número de nobles, Isabel aumentó
la persecución. La respuesta a esto fue la bula de Pío V de 1570, por la que se
excomulgaba y deponía a Isabel y se liberaba a sus súbditos del juramento de
fidelidad. Es posible que el papa se dejase incitar a tomar esta medida no
sólo por su entrega absoluta a la causa de la Iglesia, sino también por falsas
informaciones acerca de los católicos ingleses. Creía sin duda que éstos se
habían abstenido de rebelarse contra Isabel únicamente por escrúpulos de
conciencia; desconocía la lealtad y la depresión de los católicos ingleses, que
tampoco participaron en las posteriores conjuras para liberar a María Estuardo,
reina de Escocia, a quien Isabel retenía prisionera.
Poco a poco la
persecución contra los católicos fue transformándose en un intento de
aniquilarlos radicalmente. Sin embargo, las víctimas morían no sólo por
participar en conjuraciones, sino también por confesar la fe católica. Una
gran parte de los católicos ingleses se acomodó externamente a la línea
exigida, pero otros —incluso hijos de mártires y de personas que se habían
negado a prestar el juramento (Recusanten)— apostataron. La nobleza pudo
mantenerse un poco más libre, a costa de inmensos sacrificios financieros, y
muchos ricos emigraron. Así, el joven Guillermo Alien, posteriormente cardenal,
que un año después de su ordenación sacerdotal en 1568 fundó en Douai el Colegio inglés para la formación de
sacerdotes destinados a los católicos ingleses. Más tarde se fundaron otros
colegios en Roma y Valladolid. Desde
1574 hasta la muerte de la reina, no menos de cuatrocientos treinta y ocho
sacerdotes formados en el Colegio de Douai desembarcaron clandestinamente en Inglaterra, y
noventa y ocho de ellos fueron ajusticiados. A partir de 1580 compitieron con
ellos los jesuítas. Mas, a pesar de ir disfrazados, muchos de ellos fueron
reconocidos o traicionados, y ejecutados. Entre ellos se encontraba también
Edmundo Campion, antiguo
diácono de la Iglesia inglesa, del cual incluso los mismos protestantes admiten
hoy que se mantuvo libre de intrigas políticas, trabajando únicamente por la fe
de sus compatriotas.
Es verdad que en aquella
época de intolerancia radical muchos católicos promovieron atentados contra
Isabel, para favorecer una sucesión católica en el trono; en una ocasión
realizaron esto incluso con la aprobación expresa del cardenal secretario de
Estado de Gregorio XIII, de igual forma que también Isabel dio en varias
ocasiones pasos para hacer asesinar a este papa y al rey de España. Pero
incluso cuando Felipe II intentó invadir Inglaterra con su Armada Invencible,
tras la ejecución de María Estuardo por Isabel, los católicos permanecieron
leales. A pesar de ello, se promulgaron nuevas leyes persecutorias, se
aumentaron las penas financieras contra los que se negaban a prestar el
juramento, se amenazó con la pena de muerte a los sacerdotes que residieran en
Inglaterra y se prohibió a los católicos alejarse más de cinco millas. En los
últimos años de gobierno de la reina la única esperanza de los católicos era
que el heredero del trono, el hijo de María Estuardo, gobernaría con mayor
suavidad, en recuerdo de su madre.
ESCOCIA
Este, Jacobo I, era rey de la Escocia reformada desde que fue encarcelada su
madre en 1567. La doctrina de Lutero había penetrado muy pronto en este país,
apoyada por el anticlericalismo de la nobleza escocesa y, más tarde, también
por el ejemplo de Inglaterra bajo Enrique VIII. Sin embargo, el rey y el
arzobispo de St. Andrews se
opusieron resueltamente a todos los intentos de Reforma protestante. Incluso un
miembro de la casa real, Patricio Hamilton, que había conocido en Alemania la nueva doctrina, fue
quemado como hereje en 1528. Pero cuando el rey Jacobo V murió en 1524, no pudo triunfar, frente a la
poderosa nobleza, la regencia a favor de María Estuardo, que no había cumplido
aún un año. La fatal necesidad de decidirse por Francia o por Inglaterra
ejerció un tremendo influjo, difícil de apreciar, sobre los destinos
religiosos.
Después de ser quemado
en la hoguera, en 1546, uno de los primeros predicadores del calvinismo, Jorge
Wishart, los conjurados asesinaron al arzobispo-cardenal David Beaton y llamaron al antiguo sacerdote Juan
Knox, amigo de Wishart, para que predicase el Evangelio. Sin embargo, éste fue
apresado al año siguiente por los franceses y enviado a las galeras. Dos años
después fue indultado, permaneció en Inglaterra y colaboró en la redacción de
los 24 artículos de Eduardo VI. Bajo el reinado de María la Católica huyó a
Francfort y a Ginebra. En su patria se habían celebrado, entretanto, sínodos en
1549 y 1551, que promulgaron unas disposiciones para la reforma del clero.
Estas llegaban demasiado tarde. Desde Ginebra, Juan Knox no sólo había
escrito, contra las dos reinas, la de Inglaterra y la de Escocia, su Primer
toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres, sino que,
por instigación suya, la nobleza escocesa había formado una liga (Convenant) para defender la «comunidad de Cristo» y luchar contra la «comunidad de
Satanás». Llamado por la nobleza, Knox volvió a su patria en 1559, y con sus
predicaciones contra la «idolatría» ganó a mucha gente del pueblo, que devastó
numerosos monasterios e iglesias. La muerte de la regente, que había proscrito
a Knox, facilitó el cambio. Como María Estuardo, esposa de Francisco II, se
encontraba todavía en Francia, y los protestantes estaban apoyados por tropas
inglesas, y los escoceses no deseaban tampoco una unión con Francia, el
Parlamento, reunido en Edimburgo en agosto de 1560, confirmó la Confessio
Scotica de tendencia calvinista redactada por Knox, prohibió el culto
católico, cuya celebración, en caso de triple reincidencia, era castigada con
la pena de muerte, y declaró abolido el poder del papa sobre Escocia. Una
ordenación eclesiástica del mismo año pretendió resolver la dificultad de que
al frente del Estado se encontrase una reina católica, a la que no se la podía
declarar, siguiendo el ejemplo inglés, cabeza de la Iglesia. Y así, siguiendo
el pensamiento de Lutero, se llegó a dar a cada comunidad (congregation) el derecho de elegir por sí misma sus párrocos y
presbíteros. El marco externo de la Iglesia no fue alterado por el momento, ni
tampoco se suprimieron los obispados ni los monasterios; lo único que ocurría
era que la corona, al proveer los beneficios, no solamente presentaba a los
candidatos, sino que los nombraba directamente, cosa que antes estaba reservada
a Roma. Hasta 1572 no desaparecieron los obispos en la Iglesia escocesa, que
ahora pasó a ser una pura Iglesia de presbíteros.
Tras la muerte de su
marido, María Estuardo, que contaba diecinueve años, volvió a Escocia. La
reina tenía grandes dotes y era muy simpática, pero no estaba en modo alguno a
la altura de las circunstancias escocesas; y como, además, era liviana y
apasionada, no pudo imponerse al fanatismo de Knox. Este la atacó
inmediatamente, tachándola de «idólatra», hasta el punto de que la reina apenas
podía celebrar el culto católico en la propia capilla de su corte. A ello se
añadió la oposición de la nobleza, bajo la guía de su medio hermano, el conde
de Moray. Su matrimonio con un primo suyo, el católico lord
Darnley, hombre incapaz, la alejó todavía
más de sus súbditos protestantes. Surgieron diferencias entre los esposos. Darnley murió asesinado en 1567, y tres meses más
tarde María se casó con el conde protestante Bothwel, de quien se decía que
había sido el asesino de Darnley. Knox acusó a la reina de participación en el asesinato y de adulterio, y
exigía que se la ajusticiase. Un levantamiento obligó a María a abdicar en su
hijo Jacobo (IV), que
sólo tenía un año. En 1568 se refugió al lado de su prima, la reina Isabel de
Inglaterra, pero ésta la mantuvo prisionera durante diecinueve años, hasta que
al final, acusada de atentar contra la vida de Isabel, fue ejecutada en 1587.
La huida de la reina
proporcionó una indiscutida preponderancia a los presbiterianos escoceses,
hasta la mayoridad de Jacobo. Los
bienes de la Iglesia cayeron en su mayor parte en manos de la nobleza. Cuando
el rey Jacobo VI volvió
a introducir el sistema episcopal, tuvo que retirarlo, pocos años más tarde,
en favor del presbiterianismo. Tampoco pudo hacer triunfar el rey, veinte años
más tarde, la extensión de la Iglesia episcopal inglesa a Escocia.
La suavización de las
leyes persecutorias, esperada por los católicos de Inglaterra a la subida al
trono de Jacobo, ahora Jacobo I de Inglaterra (1603-1625), no llegó.
Después de unos comienzos moderados, el soberano, que estaba no poco orgulloso
de su formación teológica, se lanzó de nuevo a la persecución. Por este motivo,
algunos nobles concibieron el plan de hacer saltar por los aires al rey y al
Parlamento (1605). Pero este condenable atentado, llamado Conjuración de la
pólvora, fue descubierto. Los participantes fueron ajusticiados, así como
el provincial jesuíta Garnett, que
había conocido el plan bajo secreto de confesión.
Este atentado, y la doctrina
defendida por el cardenal jesuíta Belarmino acerca del poder indirecto del papa también en asuntos
temporales, movieron al rey a exigir de los católicos un juramento especial de
fidelidad. En él se declaraba que era doctrina impía y herética afirmar que el
papa tiene derecho a deponer a los príncipes, y que los súbditos tienen
derecho a deponer y matar a los príncipes excomulgados. En una réplica a
Belarmino, Jacobo defendió personalmente
la dignidad y el poder del rey. Mientras Pablo V rechazaba el juramento de
fidelidad exigido, algunos católicos ingleses lo prestaron. Sólo el casamiento
del príncipe heredero Carlos con una princesa católica (1624) trajo un cierto
alivio a los católicos.
LA NOCHE DE SAN
BARTOLOME Y LAS GUERRAS DE LOS
HUGONOTES
Al igual que había
ocurrido en Alemania con la Paz religiosa de Augsburgo, tampoco el Edicto de
San Germán de 1562 representó el final de las discusiones religiosas en
Francia. A los protestantes les parecía insuficiente. Es cierto que en París
los predicadores exhortaban a cumplir el Edicto y a no hacer uso de la
violencia, pero en el resto del país la gente se dejó influir más bien por el
ejemplo belicoso de Ginebra. En diversos lugares ocurrieron agresiones contra
iglesias y monasterios, llegándose incluso a asesinatos, a los que respondían
en otros sitios los católicos con la misma moneda. Las agresiones fueron aprobadas
por varios predicadores llegados de Ginebra, que exigían el exterminio total
de la «idolatría» católica, para lograr lo cual estaba permitido incluso
resistir a unas autoridades impías. El Parlamento de París se negó, por ello, a
inscribir oficialmente el Edicto de San Germán.
La matanza que las
tropas del duque de Guisa hicieron entre los 1.200 asistentes a un sermón
protestante, el 1 de marzo de 1562, en Vassy, pueblo de la Champagne, en la
cual fueron muertos 74 protestantes, constituyó la señal para el estallido de
la primera guerra de los hugonotes. A ella habían de seguir siete más, hasta el
año 1598. En estas guerras civiles se realizaron crueldades innumerables y
ambos bandos echaron mano, sin escrúpulo alguno, de la traición, el asesinato,
la mentira y el engaño. Estalladas por cuestiones religiosas, estas guerras
adquirieron también muy pronto un matiz político, antiespañol. No sin razón se
veía en Felipe II el aliado más poderoso y predispuesto de los católicos,
detrás del cual venía, a mucha distancia, la ayuda del papa y del duque de
Saboya. Por este motivo, los hugonotes llamaron en auxilio suyo a los príncipes
alemanes y, en especial, a Inglaterra, En luchas enconadas se llegó a un cierto
equilibrio militar, después de morir en el campo de batalla Antonio de Navarra
y San Andrés, y caer asesinados Francisco de Guisa y también el príncipe Condé.
Sólo el miedo a un complot entre la reina madre y el rey Felipe continuó
alentando las luchas, hasta que la Paz de San Germán, de agosto de 1570, dio
fin a la tercera guerra de los hugonotes. En este tratado, la reina madre, que
entretanto se había vuelto claramente católica, pero también antiespañola,
otorgó amnistía total y plena libertad de conciencia a los hugonotes. Estos
podían celebrar sus oficios religiosos en los territorios de la nobleza y en
algunas ciudades, excepto París y el lugar en que residiese la corte; tenían
acceso a todos los puestos políticos y recibieron, por el plazo de dos años,
cuatro plazas fuertes, que podían ocupar con sus tropas propias. La reconciliación
de ambos partidos religiosos había de sellarse con el matrimonio de la hermana
del rey, Margarita de Valois, con
el calvinista Enrique de Borbón, hijo de Antonio de Navarra.
El almirante Coligny
adquirió ahora gran influjo sobre el joven y poco enérgico rey Carlos IX,
influjo que aprovechó para poner a Francia de parte de Inglaterra en la guerra
contra España. Con ello los rebeldes de los Países Bajos habrían obtenido
también una ayuda decisiva. Mas la ambiciosa reina Catalina vio disminuido su
poder por Coligny. Por esto, en alianza con su hijo menor, Enrique de Anjou, hijo del asesinado duque de Guisa,
decidió eliminar a Coligny, asesinándole alevosamente. El atentado fracasó, sin
embargo, y el almirante quedó solamente herido. Como se temía la venganza de
los hugonotes, se decidió ahora —si es que no lo habían planeado ya antes los
Guisa— asesinar a todos los jefes de los hugonotes, que habían acudido a París
a la boda de Enrique de Borbón. Cuando el rey supo quién se ocultaba tras el
primer atentado, dio su aprobación a este proyecto demoníaco. En la madrugada
de la festividad de san Bartolomé (24 de agosto) de 1572, Coligny y los más
importantes de sus correligionarios cayeron bajo el puñal de los asesinos, que
pertenecían a las tropas de los Guisa. La matanza prosiguió en París todo el
domingo y los dos días siguientes; después se corrió a las provincias. A las
tropas del rey se unió también el populacho, ansioso de sangre y de botín, que
participó en las carnicerías desde Bourges y Lyon hasta Toulouse y Burdeos. El número de víctimas se cuenta por
millares, si bien las cifras de 30.000 y más son sin duda muy exageradas. Una
inteligente propaganda presentó a las víctimas no como mártires de su fe, sino
como delincuentes culpables, que habían proyectado una gran conjura contra el
rey y contra la corte. Tales noticias fueron creídas también por el papa
Gregorio XIII, que, al recibir la noticia del aniquilamiento de los «rebeldes»,
hizo celebrar un Tedeum y organizó otras
manifestaciones de júbilo. El papa creía, en efecto, que ahora se abrogaría la
Paz de San Germán y que Francia volvería a emprender un rumbo inequívocamente
católico.
La noche de san
Bartolomé privó ciertamente a los hugonotes de sus jefes —el que escapó a la
muerte, tuvo que abjurar de su fe, como Enrique de Borbón-Navarra y el hijo de
Condé— y puso fin también a peligrosas discusiones acerca de cuestiones
constitucionales en la Iglesia protestante, pero no acabó con los hugonotes.
Tras el terror, la huida y la emigración iniciales de muchos, la masa de los
creyentes volvió a reunirse, aprestándose a resistir. En 1577, en el Tratado de Poitiers, reinando Enrique III, el
derecho de los hugonotes volvió a quedar limitado a la libertad de conciencia
en todo el reino, y al libre ejercicio de su religión para la nobleza y en 75
ciudades. Tampoco la guerra siguiente trajo variación alguna. Pero entretanto
había aparecido una nueva fuerza política, que impidió que se hiciesen más
concesiones a los protestantes, a saber, la llamada Liga Santa, que era
una alianza católica, fundada en la patria de Calvino. ¡Hasta tal extremo la
predicación de los jesuítas y capuchinos había hecho cambiar ya el clima
espiritual de Francia! La Liga pretendía proteger la religión católica también
contra el débil rey Enrique III. Frente al absolutismo ilimitado, se dio suma
importancia al pueblo y a su soberanía. Ya se habían discutido también en el
campo católico los problemas del derecho a la resistencia contra las
autoridades y al tiranicidio. La Liga consiguió ganar al pueblo de París para
su idea e impedir así que el rey hiciera más concesiones.
La situación en Francia
se hacía cada vez más crítica, debido a la falta de descendencia de Enrique III y a la muerte de su hermano menor. El
próximo sucesor de la corona habría sido Enrique de Navarra, que hacía ya mucho
tiempo que había vuelto al calvinismo. Ahora bien, bajo un rey protestante, y
dado el carácter agresivo de los calvinistas, la Francia católica parecía
perdida. En este momento el movimiento popular de la Liga se transformó en una
alianza militar, bajo la dirección del duque Enrique de Guisa. Para defender
los intereses católicos y excluir de la sucesión al trono a Enrique de Navarra
se estableció una alianza con Felipe II de España. Los hugonotes se habían
organizado ya en una especie de Estado y habían nombrado protector suyo a Enrique
de Navarra. Entonces la Liga, mediante un levantamiento del pueblo de París,
obligó en 1585 al rey a revocar todas las concesiones hechas hasta entonces a
los hugonotes y a prohibir, bajo pena de muerte, el culto protestante. La Liga
y el rey de España consiguieron luego de Sixto V que excomulgase a Enrique de
Navarra como hereje reincidente y le declarase excluido de la sucesión al
trono; esta medida fue rechazada en Francia, por considerarla una intromisión
en los derechos del Estado. Sin embargo, el papa no se dejó convencer para
unirse a la Liga. En 1585 estalló la octava guerra de los hugonotes, que había
de resultar decisiva no sólo para la corona francesa, sino también para el
destino de la Iglesia en Francia, para el predominio de España y para la independencia
del pontificado. Pronto surgieron complicaciones entre la Liga y el indeciso
rey, que tuvo que abandonar la ciudad de París, favorable a aquélla. Para
vengarse mandó asesinar, en diciembre de 1588, a los jefes de la Liga, Enrique
de Guisa y a su hermano Luis, cardenal de Reims, y encarcelar al candidato de la Liga al trono, el
cardenal de Borbón. Sixto V le citó por este motivo a juicio. La Sorbona
declaró por unanimidad que el pueblo no estaba ya obligado a guardar su
juramento de fidelidad al rey. Este se alió ahora con Enrique de Navarra para
conquistar París. Pero el 1 de agosto de 1588 cayó bajo el puñal de un
dominico, que era partidario fanático de la Liga. Al morir nombró sucesor suyo
a Enrique de Navarra, a quien exhortó a abrazar la fe católica.
Enrique de
Borbón-Navarra no pudo triunfar al principio contra Felipe II y contra la Liga,
a quienes el sucesor de Sixto V apoyaba ahora con tropas y dinero. Sus promesas
a los católicos suscitaron la desconfianza de sus amigos hugonotes. Ante la
candidatura de la española Isabel, hija de Felipe II y nieta de Catalina de
Médici, Enrique IV, que era un hábil político y cuyos vínculos e intereses
religiosos no eran muy fuertes, decidió convertirse. El 25 de julio de 1593, en
la iglesia de san Dionisio, abjuró de la herejía. La guerra dejó de ser ahora
una guerra de religión y se transformó en una lucha contra los españoles y
contra sus aliados de dentro de Francia. Por este motivo la Liga tuvo
finalmente que disolverse. Clemente VIII absolvió al rey y gestionó en 1598 la
paz con Felipe II. Quedaba asegurada así la posición de Francia como gran
potencia, y, por cierto, como gran potencia católica.
Los antiguos aliados de
Enrique quedaron primero desconcertados y luego enfurecidos por su conversión.
Finalmente, en el Edicto de Nantes de 30 de abril de 1598, Enrique IV les hizo muchas
concesiones también por motivos políticos —pues los hugonotes, que constituían
aproximadamente una tercera parte de la población, mantenían aún su
organización político-religiosa—. Tal Edicto determinaba, ciertamente, que la
religión católica debía ser reconocida como predominante en el Estado, que el
culto católico debía ser restablecido en todos los lugares donde se lo había
suprimido y que los bienes robados a la Iglesia deberían ser devueltos. Mas los
partidarios de la «denominada religión reformada» consiguieron libertad de
conciencia y también, en gran parte, libertad de culto en todo el reino. Tenían
derecho al libre ejercicio de la religión no sólo en todos los lugares en que
lo habían conseguido ya en 1596 y 1597, sino también en dos poblaciones de cada
provincia, excepto París y algunas ciudades episcopales, lo mismo que en los
palacios y castillos de la nobleza. Tenían acceso a todos los cargos del Estado.
Su organización eclesiástica fue subvencionada con una elevada suma de dinero
del Estado. Y además consiguieron tribunales especiales, mixtos, determinados
puestos en el Consejo real y más de 200 plazas fuertes, durante ocho años, como
garantía de la paz, plazas que en parte fueron ocupadas por guarniciones
protestantes, que pagaba el rey, y en parte fueron entregadas a la nobleza.
El Edicto de Nantes, que el papa no aprobó, que los
Parlamentos no inscribieron sino a regañadientes, y además del cual los
protestantes consiguieron también de hecho la permanencia de su organización
política, resolvió casi durante un siglo el problema confesional en Francia,
si bien sus resoluciones políticas sólo estuvieron vigentes durante una generación.
La solución francesa no es la alemana de la Paz religiosa de Augsburgo, pues en
Francia no existían príncipes territoriales al lado de la realeza absolutista.
En el Edicto de Nantes no se
habla tampoco de una paridad de las confesiones. En él se creó más bien una
especie de dualismo, un Estado dentro de otro Estado; este sistema se ha comparado
con el estatuto de las minorías nacionales en la Europa Central después de la
primera guerra mundial.
LOS PAISES BAJOS
También en los Países
Bajos se creyó poder acabar por la violencia con los disturbios políticos y con
la innovación religiosa. Felipe II envió a aquel país a su mejor general, el
duque de Alba, con plenos poderes y con instrucciones severísimas. A los
catorce días de haber llegado estableció ya el duque de Alba el «Consejo de los
disturbios», que el pueblo denominó, no sin razón, «Consejo de la sangre». Una
ola de violencia y de terror se extendió por el país. Encarcelamientos,
ejecuciones, que ascendieron a miles —entre ellas también las de los condes
Egmont y Horn—, la huida
de varios millares de personas a Inglaterra y Alemania y graves opresiones
financieras eran las características del nuevo sistema instaurado por el duque
de Alba en las provincias sureñas del dominio español. Mas por todas partes
estallaban levantamientos. Al frente de la lucha por la libertad volvió a
ponerse Guillermo de Orange, que
al principio proclamó la libertad de conciencia y la del país, pero que en 1573
se declaró abiertamente a favor del calvinismo. En tierra y en mar consiguieron
los Pordioseros un triunfo tras otro. El duque de Alba tuvo que ser destituido.
El calvinismo consiguió triunfar en las provincias de Holanda y de Zeelanda; el
culto católico fue prohibido. Como centro científico del calvinismo, Guillermo
fundó en 1575 la universidad de Leiden. Pero el gobernador general Alejandro Farnesio
(1578-1592) logró, de todos modos, romper el frente adversario, gracias a los
abusos calvinistas en Gante, y salvar la Bélgica actual para España y para la
Iglesia católica. Y así, en lugar de la paz religiosa proyectada por Guillermo
para todo el país, sobrevino la formación de la Unión de Utrecht, con sólo nueve provincias del norte. Estas
se declararon independientes en 1581. En la nueva república federal de los
Estados Generales, que Guillermo dirigía como gobernador, la libertad
religiosa debía estar garantizada. Sin embargo, en determinadas circunstancias
el culto católico fue considerado como un crimen merecedor de la pena de
muerte. Es verdad que la Noche de san Bartolomé había privado a los rebeldes de
sus aliados franceses, y que la guerra por el arzobispado de Colonia les
impidió relacionarse libremente con sus amigos alemanes. Pero el hundimiento de
la Armada Invencible representó también para ellos el éxito definitivo. Las
luchas se prolongaron todavía ciertamente durante decenios y no terminaron
hasta el reconocimiento de la independencia de los Países Bajos en la Paz de Westfalia.
De esta manera surgió un nuevo Estado calvinista, muy orgulloso de sí mismo y
con una poderosa fuerza económica, aunque sin la compacta unidad de la fe. Una
cuarta parte al menos de la población continuaba siendo católica, incluso en
las ciudades. Pero esta gran minoría no tenía ya ningún derecho, ningún culto
público y ninguna dirección eclesiástica. La organización de las diócesis fue
destruida, la mayor parte de los clérigos, expulsados, y los bienes de la
Iglesia, confiscados. Sólo la herencia del humanismo holandés entre los dueños
del país impidió una constante persecución sangrienta. Fue necesario recurrir
a la labor ilegal de sacerdotes errantes, sobre todo franciscanos y jesuítas,
para mantener la fe de esta minoría, hasta que Roma pudo volver a ocuparse de
ella. En 1592 el vicario episcopal de Utrecht fue nombrado primer vicario apostólico, aunque,
ciertamente, no pudo dirigir la actividad de los misioneros más que desde
Colonia. La posterior conquista de los «países de la generalidad» (partes de
Brabante y Limburgo), con su población predominantemente católica, proporcionó
a los demás católicos un considerable refuerzo moral. Hacia mediados del siglo había en los Países Bajos una gran tolerancia
y libertad de confesión, gracias al influjo duradero de la mentalidad erasmiana
y por consideración a los intereses económicos de la nación.
¿ACUERDO ESPIRITUAL? LOS COLOQUIOS RELIGIOSOS
Además de acudir al
empleo del derecho y de la violencia, desde el principio se intentó superar
también espiritualmente la innovación. Mas aquí se puso muy pronto de
manifiesto que todos los escritos apologéticos, por muy sincera y buena que
fuese su intención, no pudieron hacer dudar de su punto de vista a uno solo de
los reformadores ni pudieron tampoco impresionar al pueblo. Las obras sistemáticas
escritas en latín, demasiado extensas con frecuencia, eran leídas por muy
pocos; en todo caso, no podían competir con los escritos alemanes de Lutero,
sus panfletos y los de sus amigos, ilustrados con xilografías de artistas populares.
Además, muchos de los autores de aquellas obras no estaban libres de éste o del
otro defecto, tal como acumulación de beneficios, ansia de poseerlos, vanidad y
ergotismo. Cuanto más sabios eran, más groseramente los atacaban los
reformadores, aniquilándoles así moralmente. La contribución del humanismo tuvo
gran importancia. Los humanistas fueron, en efecto, los primeros admiradores de
Lutero, y muchos personajes destacados de la Reforma protestante procedían
ellos mismos del humanismo. Melanchton puede ser considerado en verdad como el fundador del humanismo protestante. Por ello,
la separación de los orígenes espirituales no podía llevarse a cabo con
polémicas. En este terreno fue preciso llegar a renuncias dolorosas y, por
ello, estar dispuesto también a los compromisos, a los cuales, en el campo
contrario, se inclinaba de antemano precisamente el humanismo. El mismo Erasmo
escribió a Lutero en 1519 que él quería permanecer neutral para poder servir a
las ciencias florecientes. Y en 1521 propuso que, en lugar del proceso
eclesiástico, unos árbitros imparciales celebrasen una disputa sobre la causa
de Lutero. Durante toda su vida estuvo de acuerdo con la crítica de éste a los
defectos existentes en la vida de piedad. Es cierto que la realidad cotidiana
de la Reforma protestante, tal como él la vivió en Basilea, la libertad
degenerada en libertinaje, las malas costumbres y la intolerancia de los
partidarios de la nueva fe, pero sobre todo la decadencia de sus amados
estudios, a consecuencia de la innovación, le convirtieron en un enérgico
crítico de ésta. Pero no llegó a captar el auténtico impulso religioso que
movía a los reformadores. Para el «distinguido fanático de la libertad» (Auer),
el problema de la justificación se convierte en la simple cuestión de la
voluntad libre. Cuando, en 1524, escribe contra Lutero, a instancias del rey de
Inglaterra, se limita a este punto: no escribe, por ejemplo, una defensa del
primado o de los siete sacramentos. Si con su obra De libero arbitrio se
había acarreado la réplica encolerizada de Lutero, al que había contestado con
dureza, pocos años más tarde quiso evitar la lucha y resignarse sumisamente ante
lo insoluble. La conciencia de no
poder demostrar sus convicciones religiosas no le impedía profesarlas con
energía y combatir sencillamente como error las opiniones contrapuestas. Pax y Concordia estaban para él y pará sus discípulos por encima de la
verdad con signo polémico.
Sus discípulos y amigos
se encuentran en ambos campos. Cuando se reunen, estos intelectuales tan
sensibles, comparados con el «poderoso espíritu de campesino» de Lutero (Huizinga), creerán haber encontrado vías de unidad,
así como poder restablecer la paz y superar la división. Pero los paladines de
una verdad existencial no pueden contentarse con tales compromisos y desgarran
los tejidos de las concesiones hechas. Este parece ser el signo espiritual de
los años cuarenta. Ya antes había Lutero recusado en Marburgo los intentos
humanísticos de mediación de Bucer, y más tarde había calificado de hipocresía
la Confesión de Augsburgo, de Melanchton. Por parte católica, el canciller del
emperador, Gattinara, mandó callar, en la primavera de 1527, a los belicosos
teólogos de Lovaina. El futuro parecía pertenecer a aquel tercer partido de
hombres que, según palabras del mismo canciller, no habían jurado ni al papa ni
a Lutero y que «sólo buscaban la gloria de Dios y el bien de la cristiandad»
Todos estos hombres —ya fuesen erasmistas, o irenistas, o simplemente
inspirados en el Evangelio, ya se encontrasen en las cortes, en los cabildos
catedralicios, en las sedes episcopales, e incluso en el colegio cardenalicio,
desde que Pablo III había llamado al supremo senado de la Iglesia, ya en el
primer año de su pontificado, a hombres como el seglar Contarini, o al obispo
Sadoleto, autor de un comentario a los Salmos encomiado entusiásticamente por
Erasmo —creían que, para acabar con la división, no era útil la polémica ni era
necesario un concilio, sino únicamente buena voluntad por ambas partes.
Prevalecieron en medio de las amenazas de guerra cuando, en la Dilación de
Francfort de 1539, se anunció, para el verano siguiente, un coloquio religioso
«para lograr la unificación cristiana, honorable», coloquio del cual, originariamene,
debía estar excluido incluso el papa.
La serie de los
coloquios religiosos, que el historiador debe considerar como sustitutivo del
concilio siempre retardado y ahora (1539) aplazado por tiempo indefinido, se
inició en Hagenau en junio de 1540. Pero la reunión sufrió las consecuencias de
la ausencia de Melanchton, que se había puesto enfermo durante el viaje, y del
número pequeño en general de participantes. En el invierno el coloquio
prosiguió en Worms. El
canciller del Imperio, Granvela, un erasmista, que lo dirigía, instó a todos a
trabajar con todas sus fuerzas para restablecer la unidad. De los teólogos
disputaron Melanchton y Eck; también algunos príncipes de ambas confesiones
intervinieron en el diálogo. El éxito fue muy pequeño. Pero entre tanto habían
tenido lugar conversaciones secretas entre Bucer y Juan Gropper, teólogo de
Colonia y jurista de origen, que defendía una doctrina sobre la justificación
basada totalmente en san Agustín y subrayaba la importancia central de la fe.
Muy pronto llegaron ambos a un
acuerdo en la doctrina sobre el pecado original y la justificación. Los
artículos sobre la misa, la transubstanciación y la adoración a los santos
dieron lugar a dificultades mayores. El esquema de Gropper, con las variaciones
introducidas por Bucer, llegó también a manos de Lutero, que rechazó de manera
radical el compromiso. Entre tanto el canciller había ordenado interrumpir el
coloquio oficial, que debería ser proseguido con toda energía, en presencia
suya, en la Dieta de Ratisbona. Esta se inauguró en abril de 1541, bajo los
auspicios más favorables, sobre todo porque Pablo III había designado legado
suyo a uno de sus mejores cardenales, Contarini, profundamente religioso y de
tendencias irenistas. Los príncipes apoyaban en su mayor parte el proyecto de
unión del emperador. El espíritu de conciliación había de presidir los
coloquios, en los que intervinieron Eck, Gropper y Julio Pflug de Naumburgo, y,
por parte protestante, principalmente Bucer y Melanchton. Basándose en los
resultados logrados en Worms, muy
pronto se llegó a un acuerdo sobre los problemas del estado primitivo y la
libertad de la voluntad, de la causa del pecado y del estado de pecado
original, y pocos días más tarde incluso sobre la justificación, en el sentido
de que la fe que actúa por la caridad justifica. Una vez conseguido un
acuerdo sobre esta parte fundamental, de la que había partido la evolución de
Lutero, aceptando una doble justicia, se creyó poder tener esperanzas. Pero, en
las conversaciones siguientes, los protestantes se negaron a reconocer la
infalibilidad de los concilios, el primado del papa, la confesión y
especialmente la transubstantación. La obra de unión había fracasado. Tampoco
tuvo éxito el intento del emperador de conseguir al menos que ambas partes
reconociesen aquellos artículos en los que ya se había llegado a un compromiso.
Lutero opinaba que no se podía pactar con el demonio, y la Curia había
declarado, inmediatamente después de recibir el artículo sobre la
justificación, que la fórinula podía interpretarse en sentido protestante,
siendo rechazable por ello. También los Estados de la Dieta se opusieron en su
mayoría. El segundo coloquio religioso, convocado cinco años más tarde por el
emperador en Ratisbona, acabó a las pocas semanas con un fracaso. La teología
conciliadora no tenía ya puesto alguno en la alta política. En ella hablan
ahora las armas. Estas acabarán también, indirectamente, con el intento
reformador del erasmiano arzobispo de Colonia, Armando de Wied. Y en la
teología dejan oír ahora su voz los padres del Concilio de Trento, que entre tanto había vuelto a .reunirse,
con sus decisiones inequívocas.
SUPERACION DEL PROTESTANTISMO MEDIANTE LA RENOVACION
RELIGIOSA
El ideal humanístico de
la paz y la concordia no podía impedir o al menos detener la escisión de la
Iglesia, que avanzaba y se extendía cada vez más, como una avalancha. Esto no
podía lograrlo más que la energía religiosa y vital de la misma Iglesia. Sólo
una renovación de la Iglesia hecha desde dentro podía darle a ésta capacidad de
resistencia y fuerza de atracción, y hacerla resplandecer de nuevo con su
antigua belleza. Esta renovación no partió de la Curia oficial; el proceso de
curación no podía tener tampoco su origen en Alemania, que estaba amenazada de
muerte. Sin que la Italia del Renacimiento se diese cuenta de ello, fueron más
bien pequeñas células de seglares y unos pocos sacerdotes, que se alimentaban
en su mayor parte de la tradición de las hermandades medievales, los que
iniciaron la regeneración de la Iglesia. Poco a poco estas nuevas fuerzas
fueron penetrando y encontrando partidarios en la Curia; sólo más tarde se
aprobó su actuación y se las transformó en órganos de la Iglesia oficial.
En el mismo año en que
Lutero publicaba sus tesis sobre las indulgencias, llegaba a Roma el Oratorio
del Divino Amor. En su origen se encontraban hermandades caritativas, sobre
todo de Genova. De un número máximo previsto de cuarenta miembros, en Génova
sólo podían ser sacerdotes cuatro. En Roma sus miembros cultivaban la oración y
practicaban al amor al prójimo, poniéndose al servicio de los incurables y
peregrinos. Entre sus miembros se contaban altos funcionarios de la Curia, como
el antes citado Sadoleto y Giberti. El Oratorio se extendió también a otras
ciudades de Italia. En Vicenza se
agregó a él Cayetano de Thiene, sacerdote de noble familia, lleno de grandes
ideales. Un año más tarde (1520) se añadió a él el obispo de Chieti, Juan Pedro
Carafa, pastor de almas celoso del cumplimiento de su deber, y de una autodisciplina
durísima. Ambos se decidieron a fundar en 1524 una asociación de sacerdotes
seculares, que debía observar la más estricta pobreza y ejercer una actividad
sacerdotal ejemplar. Se propusieron como meta santificarse en la cura de almas
y el servicio a los enfermos. La primera estaba entonces muy descuidada, y la
formación de buenos sacerdotes constituía una viva preocupación. La asociación
obtuvo la aprobación pontificia ese mismo año, con la denominación de Orden de
los teatinos, tomada del nombre latino de la diócesis de Carafa. Giberti,
Contarini, Pole se contaban
entre los amigos de aquella comunidad pequeña, pero dispuesta a los mayores
sacrificios.
El ideal de la santa
pobreza de san Francisco, que influyó sobre los teatinos, suscitó nuevas
energías también en la Orden del santo de Asís. En la Marca de Ancona surgió el franciscano observante Mateo de
Bascio, hombre de piedad infantil y predicador popular, que quería imitar al
fundador de su Orden en todo, incluso en el vestido. Pronto se reunió en torno
a aquel predicador penitencial, que llevaba un tosco hábito y una puntiaguda
capucha, un ejército de observantes, bajo la guía de Luis de Fossombrone.
Contra la costumbre de la Orden, éstos llevaban una vida eremítica, se
limitaban al trabajo manual y a cuidar a los enfermos, pero no querían saber
nada de los estudios. La oposición a la nueva forma de vida fue grande. Carafa
la defendió en la Curia, y en 1528 el papa reconoció a la pequeña comunidad.
Seis años más tarde contaba ya con cinco mil miembros y había abandonado de
hecho el ideal eremítico en favor de la predicación y de los estudios
necesarios para ella. No le faltaron, ciertamente, a la nueva Orden de los
capuchinos graves crisis en los años siguientes.
Una vida llena de amor
al prójimo y dedicada a la cura de almas anhelaba también Jerónimo Emiliano,
hijo de un senador de Venecia, que,
siendo ya mayor, fundó en Somasca, cerca de Bérgamo, una congregación de
sacerdotes y seglares dedicada al cuidado de los enfermos y de los pobres. De
ella surgió, tras su muerte, la Orden de los somascos, la cual se dedicó sobre
todo a la juventud huérfana y desamparada. Una Orden semejante es también la de
los barnabitas, fundada en Milán por el antiguo médico y luego sacerdote
Antonio María Zacearía, en unión de un abogado y de un matemático. La comunidad
había de dedicarse a la pastoral popular y también al cuidado de las jóvenes, a
través de la cofradía de las angélicas (sórores angelicae), agregada a
aquélla. Para cuidar a los enfermos y educar a los jóvenes había fundado
también entonces en Brescia Angela
de Merici su primera casa, de la que había de salir la prestigiosa Orden
docente de las ursulinas. Todos estos círculos y fundaciones, con su destacada
participación de seglares y su gran orientación hacia la vida activa, eran,
naturalmente, uno a uno, pequeñas energías, pero todos juntos se convirtieron
en una importante fuerza regeneradora, que había de alcanzar luego la garantía
de eficacia permanente gracias a la obra de un personaje no italiano, el vasco
Ignacio de Loyola.
EL PAPA ADRIANO VI
Pareció por un momento
que estas nuevas fuerzas y orientaciones iban a poder triunfar rápidamente,
cuando, después de la muerte del frívolo León X, fue elegido papa, en enero de
1522, el cardenal de Tortosa, Adriano de Utrecht. Adriano VI, el último papa alemán (o, si se quiere,
holandés), había tenido estrechas relaciones con los círculos de los Hermanos
de la Vida Común cuando era profesor de teología en Lovaina, y también había
trabado contacto con los humanistas que rodeaban a Erasmo, aunque él
personalmente se inclinaba más bien hacia la Escolástica tardía. Como educador
y consejero de Carlos V se había granjeado el favor de éste, que lo había
nombrado obispo de Tortosa y gobernador y regente de España. Hombre de vida
intachable y de elevados sentimientos idealistas, aunque, ciertamente, carente
de comprensión para la cultura renacentista y para las formas sociales y, por
ello, despreciado en Roma como bárbaro, se había propuesto como meta, en el
terreno político, unir las fuerzas cristianas enemistadas, es decir, el
emperador y Francia, para salvar a la cristiandad del peligro de los turcos.
Estos, en efecto, habían conquistado por vez primera en 1521 Belgrado, en su
campaña hacia el norte. El punto principal de su programa eclesiástico era la
reforma de la Curia Romana. En ninguno de los dos campos tuvieron éxito sus
esfuerzos. Al morir, a los veinte meses de haber sido elegido papa, Rodas había
caído en manos del sultán, a pesar de la valentísima defensa realizada por los
caballeros hospitalarios, y él mismo había tenido que concertar con el
emperador, pocas semanas antes, una alianza defensiva en contra de Francia. La
reforma de la Curia constituía para él el presupuesto de la salvación de
Alemania para la Iglesia. El papa no tenía la menor duda de que los abusos
introducidos en todas partes desde los más altos cargos eclesiásticos
favorecían en gran medida a Lutero. Ya en su primera alocución en el
consistorio habló muy seriamente sobre esto. Por ello, al día siguiente de su
coronación declaró nulas todas las expectaciones de futuros cargos vacantes.
Eliminó los cargos que su predecesor había introducido y redujo con todo rigor
el personal palatino y todo el cuerpo administrativo. El enjambre de literatos,
artistas, músicos y bufones tuvo que abandonar el Vaticano. Las miles de
peticiones acumuladas fueron estudiadas con un rigor verdaderamente meticuloso,
para que ninguna persona indigna pudiera obtener un beneficio. Sin embargo, el
papa y sus colaboradores más íntimos eran extranjeros, que no se entendían con
el alma del pueblo romano y no encontraban el camino para llegar a ella. Por
esto, sus medidas de reforma suscitaron mucho encono y tropezaron con sentimientos
hostiles.
En cambio, Adriano quiso
llegar al corazón de los alemanes y moverles a la generosidad. Envió como
legado suyo a la Dieta de Nuremberg (1522/23)
a Francisco Chieregati, con la misión de conseguir que los príncipes alemanes
ayudasen a Hungría contra los turcos y cumpliesen el Edicto de Worms. El papa pagaba de antemano por ello un
precio jamás conocido: una confesión de culpa y un ofrecimiento de reforma de
la Curia. En la instrucción dada al legado y redactada sin duda por el mismo
Adriano, que fue el primer paso de la Contrarreforma (Brandi), el Sumo Sacerdote cargaba con la culpa de
la Iglesia confiada a él y confesaba sus culpas ante Dios y ante los hombres,
prometiendo penitencia y satisfacción. Hizo declarar ante el pueblo alemán lo
siguiente:
«Dirás también que
confesamos abiertamente que Dios permite esta persecución de su Iglesia a causa
de los pecados de los hombres, y en especial de los sacerdotes y prelados. Pues
sin duda no está acortada la mano del Señor para poder salvarnos, pero el
pecado nos separa de El, y por eso no nos escucha. La Sagrada Escritura dice
bien alto que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados eclesiásticos...
Sabemos que también en esta Santa Sede se han cometido, desde hace años,
muchas cosas execrables: abusos en cosas espirituales, incumplimientos de los
mandamientos, más aún, que todo ha ido cada vez peor. Por ello no es de
extrañar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de
los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos
apartado del camino de la justicia, y desde hace mucho no hay uno solo que
practique el bien. Por ello, todos nosotros debemos dar gloria a Dios y
humillarnos ante El. Cada uno de nosotros debe meditar la causa por la que ha
caído, y juzgarse a sí mismo antes que Dios lo juzgue el día de su cólera.
Prometerás, pues, en nuestro nombre que emplearemos toda nuestra capacidad para
mejorar en primer término la Corte romana, de la cual han tomado origen tal vez
todos estos males. Entonces, lo mismo que ha salido de aquí la enfermedad,
saldrá también de aquí la curación. Nos consideramos obligados a llevar a cabo
tales cosas, tanto más cuanto que todo el mundo anhela una reforma de ese tipo.
No hemos ambicionado la dignidad de papa y habríamos preferido acabar nuestros
días en la soledad de la vida privada. Con gusto nos hubiéramos despojado de la
tiara; sólo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el peligro de un
cisma nos han decidido a aceptar el sumo ministerio pastoral. El cual queremos
desempeñar no por deseo de poder, ni para enriquecer a nuestros parientes,
sino para devolver a la santa Iglesia, esposa de Dios, su antigua belleza, para
auxiliar a los oprimidos, honrar a hombres sabios y virtuosos, y en general
hacer todo aquello que debe hacer un buen pastor y verdadero sucesor de san
Pedro... Sin embargo, nadie debería extrañarse de que no eliminemos de un golpe
todos los abusos; pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene
muchas ramificaciones. Por ello es necesario proceder paso a paso, y en primer
lugar enfrentarse a los males más graves y peligrosos, con las medicinas
adecuadas, para no perturbar todavía más todo, mediante una reforma precipitada
de todas las cosas».
El efecto causado por
esta grandiosa confesión de culpa de la mundanizada Curia —esta confesión
supera, por su carácter categórico y clásico, incluso la petición de perdón
hecha por Pablo VI en el Concilio Vaticano II —fue, de todos modos, nulo. Se
rechazó el cumplimiento del Edicto de Worms, y Lutero, que entonces escribía su sátira sobre el
papa-asno, se burlaba de este papa tachándole de tonto e ignorante, de tirano
hipócrita y de anticristo. Fracasado en sus mejores intenciones, este noble
papa murió ya en septiembre de 1523. Y, sin embargo, de su energía saltó una
chispa a un peregrino que, en los días de Pascua de 1523, se arrodillaba ante
Adriano y deseaba peregrinar a Jerusalén: Ignacio de Loyola recibió la bendición del primer papa
reformador.
IGNACIO Y LOS
PRIMEROS JESUITAS
Este peregrino español y
la Compañía por él fundada eran una de las fuerzas más poderosas que, surgidas
fuera del ámbito de influencia de la Curia, se ofrecieron como medios
eficacísimos para superar la escisión y la apostasía. Iñigo López de Loyola, el menor de los ocho hijos de un noble
vasco, llegó joven a la corte de un grande de Castilla; más tarde prestó
servicios militares a las órdenes del virrey de Navarra. El alegre y frívolo
oficial, que, por lo demás, estaba lleno del espíritu de aquella caballería
española que se había llenado de entusiasmo por la fe en la lucha contra los
moros, fue gravemente herido, cuando contaba treinta años, en la defensa de la
fortaleza de Pamplona, y llevado a su casa natal. Como fue preciso romper de
nuevo la pierna mal arreglada, Ignacio intentó pasar el tiempo leyendo los
únicos libros que había en la casa, a saber, las Vidas de santos, de Jacobo de Vorágine, y la Vida de Cristo, del cartujo de Estrasburgo Ludolfo de Sajonia. Trasformado su ánimo por estas
lecturas, determinó llevar a cabo severa penitencia. Una vez curado, peregrinó
al santuario de Montserrat, hizo allí confesión general y colgó sus armas en el
altar de la Virgen. La peregrinación a Jerusalén resultaba imposible, pues el
puerto de Barcelona se hallaba cerrado a causa de la peste. Se acomodó
primeramente en Manresa, y aquí realizó penitencias exageradas; mas sólo cuando
hubo enfermado volvió a hacer de nuevo vida ordinaria.
El año pasado en Manresa
le proporcionó el don de la oración contemplativa. Después de orar y
mortificarse, logró obtener claridad y seguridad internas, tras haber sufrido
grandes luchas de conciencia. En Manresa constituían su lectura y enseñanza
diarias dos pequeños libros: uno era el Ejercitatorio de la vida espiritual, del abad Cisneros de Montserrat,
inspirado en san Bernardo, los Victorinos y los maestros holandeses de la devotio
moderna. El otro era la Imitación de Cristo. Ignacio no quería
romper, pues, con la tradición espiritual; intentaba, más bien enlazar
internamente con la Edad Media como base firme y segura. De estas lecturas
Ignacio aprendió dos cosas. En primer lugar, que la vida santa no consiste en
realizar ejercicios exteriores de penitencia, sino que la contemplación de los
misterios de Dios y de la vida de Cristo representa, por el contrario, el más
importante de todos los «ejercicios» de piedad, y que la purificación del
corazón y la entrega humilde a la voluntad de Dios es la meta más importante de
la vida religiosa. Lo segundo fue la ordenación metódica de la vida interior,
de manera que no se deje nada a la improvisación del momento ni tampoco al
arbitrio de la persona piadosa. Así le vino a Ignacio la idea de trazar un
sistema formal de tales ejercicios espirituales metódicos. Los «ejercicios» que
él mismo realizó, su propia experiencia espiritual de Manresa, constituyen la
parte principal del conocido librito, al que se ha comparado, por los efectos
tan vivos que produjo, con la regla monástica de san Benito (G. Schnürer).
Tanto ésta como aquéllos
expresan una experiencia interior, fruto de luchas internas; tanto ésta como
aquéllos manifiestan un extraordinario conocimiento de las almas; tanto en la
una como en los otros, la personalidad coincide de modo ideal con la norma
propuesta. En Ignacio era la unión del espíritu rigurosamente militar con el
ardor místico, que precisamente entonces alentaba en la Península Ibérica.
Aquel espíritu le ayudó, en primer lugar a él mismo, a poner en orden las
pasiones, imágenes y fantasías, angustias y proyectos que le asaltaban, pero
se convirtió también en reglamento para todos aquellos que, al igual que él,
querían luchar por la gloria de Dios, bajo la bandera de Cristo. De acuerdo con
la propia naturaleza secamente viril de Ignacio, la vida del cristiano no es
para él un tranquilo descansar al lado del Señor, a la manera de la mística
alemana, sino un luchar bajo su bandera. Cristo es el caudillo, y la imitación
de Cristo culmina en la participación en la lucha por el reino de Cristo. Este
reino lo ve Ignacio en la Iglesia jerárquica, en la cual continúa viviendo
Cristo. La propia vida está dedicada al servicio de la Iglesia, a la gloria de
Dios, para el cual hay que ganar el prójimo y el mundo. Para llevar a cabo esta
tarea es preciso utilizar todos los medios terrenos en su justa medida, sin
distanciarse ascéticamente de ellos por principio. Tal educación del cristiano
para la vida activa tenía que gustar a una época en que Occidente empezaba a
llevar la dirección del mundo, al dominar sobre todos los mares y sobre los
amplios continentes recién descubiertos. El espíritu de Ignacio es el espíritu
del Barroco católico. En una época en que la Iglesia se defendía con el universum (P. Claudel), el Ad maiorem Del
gloriam se trasforma en un fascinante grito de guerra, que prendió en miles
de corazones, haciéndoles arder en pura llama.
Los proyectos para la
vida posterior de Ignacio no estaban todavía claros. Realizó una peregrinación
de penitencia a Jerusalén. Antes fue recibido en audiencia, al igual que los
demás peregrinos españoles, por el papa Adriano VI. La peregrinación duró medio
año, y de todo ese tiempo Ignacio estuvo en Tierra Santa sólo diecinueve días.
Su intento de convertir a mahometanos fracasó. Volvió a su patria por mandato
expreso del guardián franciscano del Monte Sión. Pero durante los diez años
siguientes no tuvo otra meta que Jerusalén, donde había tenido aquella
contemplación viva de los santos lugares, con cuya ayuda la vida de Jesús se
trasformó para él en una presencia misteriosa. Ahora sabía que su vida no podía
estar dedicada más que al servicio de las almas, pero también que, para
realizar esto, debería adquirir la formación necesaria. Por este motivo acudió
a la escuela junto con los niños pequeños de Barcelona, a fin de aprender
latín. Dos años más tarde trasladóse a Alcalá, y luego a Salamanca, para
comenzar los estudios teológicos. Al mismo tiempo se dedicaba, con algunos
amigos, a la dirección de almas entre personas de su ambiente. Los estudios
salieron perjudicados, Ignacio llamó mucho la atención, y la Inquisición le
mandó encarcelar. Había resultado, en efecto, sospechoso de ser uno de aquellos
fanáticos alumbrados que sembraban perversos errores en el país con el pretexto
de recibir inspiraciones directas de Dios. Su inocencia quedó ciertamente
demostrada, pero se le prohibió que ejerciese cualquier actividad pastoral
antes de realizar otros cuatro años de estudio. Para evitar tal inconveniente se
trasladó en 1528 a París. Durante siete años completó , sus estudios de
filosofía y de teología en el colegio de Santa Bárbara, obteniendo en 1535 el
grado de magister. Por los mismos años estudiaba también Calvino en
París. Pero los dos grandes adversarios no llegaron a conocerse personalmente
nunca.
Mientras se hallaba
todavía estudiando, intentó ganar a los más inteligentes de sus compañeros para
trabajar por el reino de Cristo, seleccionándolos cuidadosamente. El primero
que se le agregó fue el piadoso saboyano Pedro Fabro, y luego, su propio
paisano, el ambicioso magister Francisco Javier, que se inclinaba un poco a los
luteranos, y el portugués Rodríguez. Finalmente se le juntaron otros tres
españoles: el magister Laínez, el joven Salmerón, y el tenaz Bobadilla. A todos ellos los Ejercicios de
Ignacio les habían llevado a tomar una decisión sobre su vida. Mientras Calvino
y sus amigos iniciaban sus ataques contra la santa misa, en el verano de 1534
Ignacio y sus compañeros sé reunían, en la fiesta de la Ascensión de María, en
la capilla de san Dionisio, en Montmartre, para constituir una sólida comunidad. Hicieron voto de
guardar pobreza y castidad y de peregrinar a Jerusalén, para propagar allí el
reino de Dios, pero antes pedirían a Roma autorización para ello. Si resultase
imposible llevar a cabo la peregrinación a Jerusalén antes de un año, se
pondrían a disposición del papa. Ignacio y sus compañeros se reunieron en Venecia en 1537. Pero su proyecto de ir a Tierra
Santa mostró ser irrealizable. En el largo tiempo que estuvieron esperando
inútilmente un barco, Ignacio y los demás, excepto Fabro, fueron ordenados
sacerdotes. Pasado el plazo de un año, el grupo se puso a disposición del papa,
que los empleó para el ministerio de la docencia, la enseñanza de la doctrina
cristiana y la reforma de los monasterios. Para no dispersarse los amigos
decidieron en 1539 formar una Orden religiosa propia. Hicieron llegar a la
Santa Sede su reglamento, la Formula Instituti. El nombre de la nueva
congregación, Societas Jesu o Compañía de Jesús, revela, más aún que la
solidaridad casi militar de una compañía dispuesta a luchar por Cristo y por su
vicario en la tierra, la estrecha vinculación personal con el Señor. La
aprobación pontificia de las constituciones se hizo esperar dieciséis meses.
Sólo la bula Regimim militantis ecclesiae, de 1540, reconoció a la
Compañía de Jesús como Orden de clérigos regulares. Su finalidad es fomentar el
pensamiento y la vida cristianos y propagar la fe mediante la predicación, los ejercicios
espirituales, la catcquesis, la confesión y otras obras de misericordia. Además
de los votos de castidad y de obediencia a los superiores, sus miembros debían
hacer también el voto de pobreza; la obligación de guardar pobreza no rige,
sin embargo, cuando se trata de la manutención de los estudiantes de la Orden.
Además, mediante un cuarto voto especial, los miembros se ligaban al papa, para
ir a donde éste quisiera enviarlos, a tierras de turcos, al Nuevo Mundo, a los
luteranos o a cualquier otro sitio. Las constituciones redactadas por Ignacio
en largos años de meditación y aprobadas en 1558 contienen otras resoluciones:
Los jesuítas no tendrán obligación de observar la oración en el coro, para no
quitar con ello tiempo al servicio al prójimo. Tampoco poseen un hábito propio.
Sólo serán admitidos en la Compañía los que se distingan por su inteligencia,
laboriosidad y vida santa. Se da especial importancia a poseer una formación
profunda en filosofía y teología, adquirida en largos años de estudio. Laínez
fue el primero que pensó en fundar colegios para educar así a los aspirantes.
La constitución de la Orden es estrictamente monárquica y centralista. El
General es elegido vitaliciamente. El decide y distribuye los cargos, nombra a
los provinciales y rectores y dispone del dinero de la Orden. Los miembros no
residen de modo estable en una casa determinada; el papa o el General pueden
enviarlos a cualquier sitio.
Medio año después de ser
dada la bula pontificia de aprobación, Ignacio fue elegido primer General de la
Compañía (Praepositus generalis). Mientras los suyos se desparramaban
por todo el mundo, él permaneció en Roma y dirigió desde allí la Compañía (muy
pronto fue eliminada la primitiva limitación numérica). Ignacio se preocupaba
de todo, de lo grande y de lo pequeño: dictaba las cartas para Alemania y para
Japón, pero podía examinar también por la noche, en los cuartos de los
enfermos, si las vendas estaban bien puestas. Y cada noche se oía en la casa,
durante horas, el taconeo de su bastón, cuando Ignacio se paseaba de un lado
para otro, orando y meditando, con su pierna encogida desde los tiempos de
Pamplona. En estos años hizo de la Compañía el reflejo de su propio ser,
dándole una disciplina perfecta de la voluntad, un dominio total de sí misma y
una incansable actividad al servicio de Dios en la Iglesia visible.
Ignacio murió el 31 de
julio de 1556, víctima de una enfermedad hepática que venía padeciendo largos
años. Fue la suya una muerte solitaria, sin sacramentos y sin la bendición
pontificia, en una hora difícil para la joven Orden. Laínez parecía estar
próximo a la muerte, Francisco Javier había muerto ya, ante las costas de
China, y el papa Paulo IV, que estaba a punto de declarar la guerra a España,
mandó registrar el Colegio Romano en busca de armas. Pero a la muerte del
Fundador, la Compañía de Jesús se hallaba extendida ya por las cuatro partes de
la tierra. A pesar del rigor con que se seleccionaban sus miembros, había más
de mil, si bien sólo cuarenta y dos de ellos eran profesos, y estaban
distribuidos en doce provincias que iban desde la India, con casas en Japón,
hasta Brasil. Esta difusión tan rápida, realmente impetuosa, no se detuvo
tampoco bajo los siguientes Generales, Laínez, Francisco de Borja y sus sucesores. Si en 1630 contaba la
Compañía 353 casas, en 1710 tenía 1.190. Los jesuítas encontraron rápido acceso
sobre todo en los países latinos. Menor fue su éxito en Alemania, aun cuando
las primeras casas se abrieron ya en los años cuarenta. Pedro Canisio escribía,
en efecto, en 1551: «Aquí se está convencido de que tiene por lo menos tanta
importancia que ingrese un solo alemán en nuestra Compañía que el que ingresen
veinte italianos o españoles». La parte todavía católica de Alemania sufría una
falta gigantesca de cualidades sacerdotales. Por esto causaba gran impresión,
ya de por sí, la condición sacerdotal de los jesuítas. La importancia de la
nueva fuerza religiosa la percibieron de modo instintivo especialmente
aquellos pocos lugares de la Iglesia que exigían y fomentaban seriamente una
reconstrucción católica. Se los solicitaba, e incluso llegó a haber una
auténtica competencia por conseguir atraerse a los pocos padres disponibles,
que sólo en número muy escaso fueron asignados a Colonia, Augsburgo, Ratisbona,
a los obispos de Espira y Passau y
al nuncio. Frente a la escisión de la conciencia cristiana causada por la
Reforma protestante, estos padres, siempre sobrecargados de trabajo y que cambiaban
constantemente de ministerio y de lugar, poseían la unidad de la idea y la
acción. El jesuíta aislado era función de su Orden, y ésta, función de la
Iglesia (Lotz); en ningún lugar aparecían división e individualismo; no había
culto a la personalidad, sino únicamente entrega generosa, rigurosamente
dirigida.
El primer jesuíta que
llegó a Alemania fue Pedro Fabro, en 1540. El papa lo envió al coloquio
religioso de Worms, antes aún
de la aprobación oficial de la Orden. Estuvo también en Ratisbona como consejero
de Contarini. Fabro no es un teólogo conciliador como éste, pues conoce la
actitud consciente de sus metas de los protestantes. La salvación no la
esperaba de las medidas militares, ni tampoco de las discusiones, sino de una
reconstrucción religiosa, del influjo y el ejemplo personales. Por ello buscaba
ocasiones de ejercer la cura de almas, y dio ejercicios a clérigos y a
seglares. Como fruto de tales ejercicios, en abril de 1543 ganó en Maguncia al
joven Pedro Canisio, de Nimega, que había de ser el segundo apóstol de
Alemania. De la primera casa jesuíta de Colonia (1544), a las veinte que
existían en 1580, en las más importantes ciudades del Imperio, hay,
ciertamente, un largo camino de trabajo inteligente, pero asimismo sacrificado
y tenaz del primer provincial de la provincia de Germania superior, erigida por Ignacio el mismo
año de su fallecimiento.
RENOVACION DE LA
CURIA
La Iglesia oficial no
pudo sustraerse, a la larga, al influjo de las múltiples fuerzas religiosas que
surgieron en los países latinos en los primeros decenios del siglo y que se
fueron trasladando cada vez más hacia Roma. Fue Paulo III (1534-1549) el papa
que, aun viviendo él, personalmente, inmerso todavía en muchas custumbres nada
eclesiásticas del Renacimiento, como antiguo favorito del nefasto Alejandro VI,
se dio cuenta, sin embargo, de que era necesaria una autorreforma religiosa, y
empezó a realizarla. Consideró la reformación espiritual del Colegio cardenalicio
como la primera tarea a realizar, pues, dada la forma como estaba compuesto, no
podía el papa contar con que sus miembros estuviesen dispuestos a colaborar en
la reforma. Y así, elevó ciertamente al Senado de la Iglesia a nepotes y a
secuaces de amigos políticos suyos, pero, en mayor número aún, a hombres
destacados por su saber y su piedad: no sólo el obispo inglés Juan Fisher, que se consumía en la cárcel, sino
también el noble veneciano Gaspar Contarini, seglar que, trasladado a Roma, se
convirtió allí en centro de un círculo reformador y apoyó una y otra vez al
papa en sus buenas intenciones. El influjo de los círculos reformistas fue
aumentando cada vez más en el Sacro Colegio con los posteriores nombramientos
de cardenales. El gran nombramiento de 1536 hizo cardenales a los antes citados
Carafa, Sadoleto y Pole, y
otro nombramiento posterior, a Cervini, al renombrado nuncio alemán Morone, a
un obispo de Gubbio deseoso de reforma y a un abad de Venecia. Hacía siglos que el Colegio cardenalicio
no era, como ahora, una asamblea de los hombres más sabios y nobles de la
época (F. X. Kraus). En el
otoño de 1536, ya antes del gran nombramiento de cardenales, el papa había
convocado a estos hombres, además de a Giberti y a algunos otros, para que
formasen una comisión encargada de proponer las necesarias reformas de la
Curia, antes aun de que se inaugurase el esperado concilio. La comisión
presentó su dictamen, el famoso Consilium de enmendando, ecclesia, en la primavera siguiente. Sus autores subrayaban con
toda franqueza que la fuente principal de todos los males era el exceso
desmesurado del poder papal, realizado por canonistas aduladores a quienes los
papas anteriores habían nombrado consejeros suyos. Entre los defectos y abusos
particulares citados luego está el modo de actuar de los funcionarios de la
Curia, con todas sus artimañas enmascaradas jurídicamente, que imposibilitaban
el cumplimiento del ministerio pastoral de la Iglesia; y estaban además los
conventos corrompidos, a los que habría que dejar extinguirse sencillamente;
las dispensas y privilegios concedidos a la ligera, y el fiscalismo de legados
y nuncios. No es extraño que en este círculo, al que pertenecía Giberti, el
ejemplar pastor de almas de su diócesis de Verona, se subrayase la absoluta primacía de la cura de
almas.
Este dictamen no pasó de
ser, sin embargo en gran parte, un mero programa. Su efectividad quedó
debilitada no sólo porque en Alemania se publicó sin permiso y Lutero lo
aprovechó para justificar la separación de la Iglesia romana; su puesta en
práctica tropezó también con la oposición de otros cardenales y de la burocracia
de las autoridades romanas. Sin embargo, fueron reformadas la dataría, que se
ocupaba de la otorgación de beneficios por el papa, y la penitenciaría, que
tramitaba las dispensas pontificias. Después siguieron otras oficinas papales.
Se dio importancia especial a que los obispos cumpliesen su deber de residencia.
Sin que ello estuviese
relacionado con este dictamen, con cuya comisión estaba unido únicamente por
la persona de su miembro más riguroso, Carafa, tuvo lugar, algunos años más
tarde, bajo Pablo III, la reorganización de la Inquisición romana. Carafa
consiguió inculcar cada vez más en la conciencia del papa, que por lo demás era
muy liberal, el peligro de la penetración de la innovación religiosa también en
Italia. No necesitaba exagerar para ello. El mismo Carafa había visto, en efecto,
en Venecia cuántos defensores y
cuántas ideas de la Reforma protestante alemana y suiza llegaban también a la
ciudad de las lagunas a través del comercio. Algo parecido ocurría en todo el
norte de Italia. Y en el sur, el círculo erasmiano de Juan de Valdés, al que el
napolitano Carafa consideraba con desconfianza incluso ya por motivos
patrióticos, parecía irse transformando en una célula muy activa de
luteranismo. Su traducción al español de una parte de las Sagradas Escrituras y
la añoradora mística de su Tratado sobre Cristo crucificado resultaban sospechosas.
Incluso la celebrada poetisa Victoria Colonna, la gran admiradora de Miguel Angel, pertenecía a este
círculo. Otros círculos humanísticos, inficionados real o sólo aparentemente
por la Reforma protestante, alentaban en Siena, Ferrara y otras ciudades. En
Ferrara, la duquesa Ferrara de Este había acogido durante algún tiempo al mismo
Calvino.
Parece que fue Ignacio
de Loyola el que primero incitó al
papa a organizar la defensa. En julio de 1542 se fundó la Inquisición romana,
conocida ordinariamente con el nombre de Santo Oficio. Los primeros
inquisidores generales fueron Carafa y el español Toledo. De acuerdo con la
bula pontificia que la instituía, la Inquisición debería intervenir en todos
los lugares de la Iglesia en que apareciese el error o la sospecha de error.
Sus sentencias se fueron haciendo cada vez más rigurosas al ir aumentando la
influencia de Carafa. Sin embargo, ya el mero hecho del establecimiento del
supremo tribunal de la fe dispersó los focos protestantes de Italia y obligó a
los indecisos a tomar una decisión. Entre ellos se encontraban personalidades
de gran prestigio, destacados predicadores, como el canónigo agustino Pedro Mártir
Vermigli, natural de Florencia, y en otro tiempo visitador de su Orden, y el
sienés Bernardino Ochino,
que en 1541 había sido elegido por segunda vez vicario general de la joven
Orden de los capuchinos. Ambos habían caído en Nápoles bajo el influjo de Juan
de Valdés, y a ambos los denunciaron, como a sospechosos de herejía, los
teatinos. Cuando en 1542 la Inquisición instó a Ochino a que se presentase ante
ella, éste encontró en el camino a Vermigli. Ambos huyeron juntos a Ginebra,
donde se pusieron al servicio de la innovación, y tras haber tenido una vida
andariega, dura con frecuencia, que llevó a ambos a Inglaterra bajo el reinado
de Eduardo VI, acabaron su vida el uno como zuingliano en Zurich, y el otro como presunto antitrinitario,
en Moravia. El hecho de que la Orden
de los capuchinos, a la que se le había prohibido ya que se propagase fuera de
Italia y a la que se le prohibió predicar tras la apostasía de su vicario
general, consiguiera superar esta crisis, es una prueba de la interna solidez
de la Orden y de la energía vital de la reforma.
LA LUCHA POR EL
CONCILIO
La contribución más
importante de Paulo III a la
renovación eclesiástica fue la convocación del Concilio de Trento. La «lucha por el Cocilio» duró casi una
generación, desde que Lutero, tras su interrogatorio en Augsburgo, apeló en
1518, desde Wittenberg, a un
concilio futuro, legítimo, a convocar en lugar seguro, y repitió en 1520, por
motivos propagandísticos, la misma apelación, pero especialmente desde que el
reformador invitó a las autoridades seculares, en su libro A la nobleza
cristiana de la nación alemana, a convocar un «concilio realmente libre»,
que debería anular la falsificación del Evangelio llevada a cabo por la
Escolástica y la Curia romana. Un concilio entendido y realizado según las
ideas bajomedievales de Marsilio Ficino y según el modelo de Constanza y
Basilea no sólo significaba, para el pontificado del Renacimiento, una amenaza
de su existencia, sino que era también un peligro mortal para la misma Iglesia.
Pero el pueblo y los Estados de la Dieta alemana pedían un «concilio general,
libre, universal», pues no consideraban que la causa de Lutero estuviera
definitivamente decidida por la bula Exsurge y la excomunión del
profesor de Wittenberg. La
petición de un concilio libre del papa, a celebrar en territorio alemán y que
no debía convocar ni dirigir aquél, tenía que ser vista necesariamente en Roma
con la máxima desconfianza. Por ello Clemente VII supo ir eludiendo, durante
todos los años de su pontificado, la exigencia de un concilio, sin dar una
negativa de manera clara. Durante años se estuvo discutiendo sobre el concilio
sin llegar a ningún resultado. Mas en Alemania veíase en la resistencia de Roma
la confirmación de las acusaciones de Lutero contra la corrupción del
pontificado. La petición de un concilio encontró un poderoso defensor en Carlos
V, cuando el emperador, tras larga ausencia, se dispuso a poner en orden las
cuestiones religiosas de Alemania. Con ocasión de su coronación imperial en
Bolonia, en 1530, obligó al papa a aceptar, contra su voluntad, un concilio, si
en la Dieta que estaba convocada para Augsburgo no se conseguía una unión. Ahora
bien, al intervenir el emperador a favor del concilio, éste se convirtió en un
asunto de alta política. Para el rey Francisco I de Francia, que tenía una
orientación nacionalista, en contraposición al emperador, de ideas
universalistas, el concilio significaba únicamente la posibilidad de debilitar
la oposición interna alemana contra el emperador. Por motivos políticos tenía,
pues, que estar en contra del concilio e impedir en lo posible su convocatoria.
El cambio de gobierno en
Roma, en el año 1534, no trajo consigo ninguna variación al principio. Más bien
reforzó el deseo del emperador de que en el concilio se tratase sobre todo de
la reforma de la Iglesia y la eliminación de los abusos, dejando de lado las
cuestiones dogmáticas, y, por otro lado, reforzó también la resistencia de los
adversarios tácitos de la reforma existentes en la Curia. Pablo III era, sin
embargo, demasiado inteligente para no darse cuenta de que era preciso acceder
en cierto modo a la petición de un concilio, si es que la Iglesia, y sobre todo
el papa, no querían perder todo crédito. Por ello, ya en enero de 1535 envió
sus legados a las cortes europeas para anunciar el concilio y enterarse de qué
se opinaba acerca del lugar en que debería celebrarse. Las dificultades
vinieron de los afiliados a la Liga de Esmalcalda y del rey de Francia.
Mientras el legado pontificio trataba en Wittenberg con Lutero, el cual le dijo, al parecer, que estaba
dispuesto a defender su doctrina en un concilio convocado en Mantua o en Verona, la Dieta de la Liga de Esmalcalda le
respondió que no aceptaba un concilio más que en territorio alemán, y sólo con la
condición de que el papa se sometiese al concilio y permitiese la asistencia de
representantes de los príncipes seculares. Francia rechazó decididamente todo
concilio que se celebrase en territorio sometido a la influencia del emperador,
pero un año más tarde lo aceptó, aunque con ciertas restricciones. La
neutralidad política del papa, que tan a mal le tomó Carlos V, parecía, pues,
haber dado sus frutos. De esta manera, en junio de 1536 el papa convocó el
concilio, para el mes de mayo de 1537, en Mantua. Sin embargo, los de la Liga
de Esmalcalda se negaron a aceptar la bula de convocatoria, y Lutero, por su
parte, compuso los Artículos de Esmalcalda, que subrayaban con toda fuerza la
antítesis con el dogma católico. El rey francés declaró que ni él ni sus
prelados podían aceptar Mantua, por motivos de seguridad. Además, el duque de
esta ciudad puso unas condiciones imposibles de cumplir, referentes a la
guardia del concilio. Este fue, pues, aplazado y convocado para el 1 de mayo de
1538 en la veneciana Vicenza. En
Alemania ni los teólogos, ni Eck ni los príncipes católicos creían ya que
fuera a celebrarse el concilio. Pero, finalmente, los tres legados conciliares
entraron en Vicenza, acompañados
únicamente por cinco obispos. Ellos habían de ser casi los únicos asistentes al
concilio. La inauguración se aplazó varias veces, y finalmente, en mayo de
1359, se suspendió por tiempo indefinido. El escepticismo de los círculos
alemanes se hizo todavía mayor, si es que esto era posible. Incluso el
emperador vio ahora en el papa el obstáculo principal para la celebración del
concilio; por ello le amenazó con reunir una asamblea eclesiástica imperial o
nacional e intentó, con el consentimiento del papa, lograr un entendimiento directo
con los protestantes por medio de coloquios religiosos.
Pero en Roma seguía
adelante la reforma programada por el dictamen de 1537, y en su espíritu
aprobóse, en 1540, la Compañía de Jesús. Desde el verano de 1541 volvió incluso
a tratarse en Roma del concilio. Se había llegado ya a un acuerdo para que la
ciudad en que se celebrase fuese Trento, cuando la nueva convocatoria quedó sin efecto, debido
a que estalló una nueva guerra entre Francia y el emperador. Siete meses
después de la fecha de inauguración no había en Trento más que diez obispos. Sólo la paz de Crépy, de
septiembre de 1544, hizo que el camino hacia el concilio quedara libre.
Presionado por el victorioso emperador, Francisco I se comprometió, en una declaración
secreta, a enviar delegados al Concilio de Trento. Pablo III renovó, pues, la convocatoria para esta
ciudad, con la bula Laetare, Jerusalem, de 19 de noviembre de 1544. El concilio debería
reunirse en la citada ciudad imperial, en el domingo Laetare de 1545,
para acabar con la división religiosa, reformar el pueblo cristiano y liberar a
los cristianos cautivos de los turcos. Nuevas dificultades y desconfianzas
retrasaron el comienzo de la asamblea. Hasta muy tarde no nombró la Curia a los
tres delegados conciliares, a saber: los cardenales Juan María del Monte,
Marcelo Cervini, sabio varón, y Reginaldo Pole, pariente del rey de Inglaterra. Muy lentamente fueron
llegando los obispos a la ciudad del concilio, mientras en Roma y en la corte
imperial se llevaban a cabo grandes negociaciones diplomáticas. Evidentemente
el emperador quería esta vez ganar tiempo. Carlos V sabía que los protestantes
jamás asistirían por su propia voluntad a este concilio convocado por el papa,
pues ya Lutero, más brusco que Melanchton, había escrito en 1545 su panfleto
titulado Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, que pretendió
enviar a Trento en
latín y en alemán. El emperador pensó, por ello, en quebrantar primeramente la
fuerza político-militar de los protestantes, es decir, de los miembros de la
Liga de Esmalcalda, y luego obligar a los vencidos a asistir al concilio. Pero,
finalmente, el concilio se inauguró en Trento el primer domingo de adviento, 13 de diciembre de
1545, antes de que comenzase la guerra de Esmalcalda. La «lucha por el concilio»
había terminado.
EL CONCILIO DE TRENTO
Ninguno de los escasos
asistentes a la solemne inauguración del concilio —eran, además de los tres
cardenales légalos, el cardenal de Trento, cuatro arzobispos, veintiún obispos, cinco generales
de Ordenes religiosas, los legados del rey Fernando, y cincuenta peritos,
teólogos en su mayoría— podía pensar que aquella asamblea de la Iglesia,
interrumpida por dos veces, no acabaría hasta dieciocho años más tarde, y
menos aún que, habiendo sido tan difícil llevarla a la práctica, tendría
durante siglos una importancia inmensa para la vida de la Iglesia. Durante el
primer período del concilio, que duró hasta septiembre de 1549, los legados
conciliares cumplieron su tarea con extraordinaria habilidad si se tiene en
cuenta sobre todo que al comienzo de la asamblea no estaba fijado ni el
programa a tratar ni la manera de proceder. Las ideas que se tenían sobre el
programa de trabajo del concilio eran muy diferentes entre sí. El papa deseaba
que se confirmasen los dogmas negados por la innovación; Carlos V y su hermano
Fernando querían en primer término la reforma eclesiástica. El diferir para
más tarde la discusión sobre las cuestiones dogmáticas había de hacer más fácil
a los protestantes su asistencia a Trento, después de la victoria del emperador, que se esperaba,
y mantener libre el camino para restablecer la unidad. Muy prudentemente, los
legados se reservaron el derecho de proponer ellos mismos los temas,
preguntando de modo formal al concilio si había que comenzar por el dogma o
por la reforma. La gran mayoría se pronunció por que se tratasen paralelamente
ambas cosas. Pero el papa, con el cual los legados estaban en contacto por
medio de correos regulares, no aprobó la discusión simultánea. El concilio no
pudo convertir, pues, el acuerdo en un decreto, pero de hecho lo cumplió,
después de que los legados se defendieron contra el reproche que se les hizo en
Roma y consiguieron también finalmente de allí una cierta libertad de
actuación. En consecuencia, en las sesiones siguientes se discutieron y
promulgaron siempre, junto a Decreta de fide, también Decreta de reformatione. Por reforma no
se entendía, ciertamente, una transformación radical de las instituciones
vigentes: por ejemplo, la eliminación del monacato y cosas semejantes, que era
lo que entendían los protestantes por reforma, sino la eliminación de los
abusos existentes en la vida práctica de la Iglesia, lo cual estaba de acuerdo
con la opinión de muchos padres conciliares, que pensaban que muchos abusos
eran sólo consecuencia de la mala instrucción en la doctrina.
En cuanto al reglamento
de las sesiones, que se fue regulando poco a poco, se siguió el modelo del
Concilio de Basilea, con sus comisiones especiales encargadas de cada una de
las materias, y del quinto Concilio de Letrán, con el poder absoluto de los
legados —el cual, ciertamente, no dejó de ser discutido—, en lugar de un
presidente elegido por el concilio. Los legados presentaban a la asamblea los
artículos heréticos, tomados directamente de los escritos de los reformadores,
o indirectamente de los de sus adversarios. Los teólogos, que no tenían
derecho a votar y que pertenecían en su mayor parte a las Ordenes mendicantes,
deliberaban sobre aquéllos. Los padres, que disponían de voto, adoptaban una
posición sobre el problema en las congregaciones generales. Luego los cánones y
los capítulos doctrinales eran redactados por una comisión elegida; sus
deliberaciones se irían convirtiendo cada vez más en la parte principal de la
labor conciliar. Venía luego una segunda lectura —que se repetía en caso
necesario— en la congregación general, y, finalmente, la publicación de las
conclusiones así maduradas, en las sesiones solemnes.
Como ya hemos dicho,
cuando el concilio se inauguró estaban presentes únicamente veintinueve
cardenales y obispos. De Alemania no acudieron en el primer período más que el
obispo auxiliar de Maguncia, Miguel Helding, y los procuradores de los obispos
de Tréveris y Augsburgo. De Polonia, Hungría y Suiza no había absolutamente
nadie. En cambio, todos los demás países europeos que habían continuado siendo
católicos estaban representados. Por su gran sabiduría se distinguió el
superior general de los agustinos eremitas, Seripando; los jesuítas Laínez y
Salmerón, el franciscano Alfonso de Castro y los dominicos Melchor Cano y
Pedro de Soto brillaban entre los theologi minores, así como en las
comisiones. Que en la asamblea conciliar existía libertad de palabra y de voto
es algo que se halla atestiguado por la existencia de una oposición conciliar,
aun cuando los asistentes no votaban por naciones, como antiguamente en
Constanza, sino individualmente.
Las deliberaciones y
definiciones dogmáticas eran absolutamente necesarías, pues la bula Exsurge sólo había condenado, en efecto, las primeras proposiciones de Lutero. Mas
entre tanto los reformadores habían continuado elaborando sus ideas, mientras
el magisterio oficial de la Iglesia se mantenía en silencio. Era preciso
disipar, por ello, la ambigüedad teológica, bajo la cual pudo extenderse cada
vez más la Reforma protestante. Si se quería llegar a tomar decisiones
dogmáticas era preciso, sin embargo, ponerse antes de acuerdo sobre el método
teológico a seguir. Frente a la división de la Sagrada Escritura en libros
canónicos y libros apócrifos, tomada por Lutero de Erasmo, se proclamó, aunque
no se justificó de nuevo, el canon de la Escritura del Concilio de Florencia,
dejando con ello sin resolver el problema de la distinción entre lo canónico y
lo auténtico. El principio formal del luteranismo, en cambio, fue atacado de
manera más radical y decidida, cuando, en la cuarta sesión, las tradiciones,
rechazadas por Lutero como cosa de hombres, fueron equiparadas a la Escritura,
como fuente de fe. El problema de si la tradición dogmática —que sólo en el
curso de las deliberaciones llegó a ser distinguida claramente de las
tradiciones disciplinarias— encierra en sí una corriente de revelación, es
decir, completa la Escritura o únicamente la interpreta, fue un problema cuya
solución se dejó a la teología del futuro. Para el uso teológico-eclesiástico
se declaró auténtica, es decir, oficial la Vulgata, y en consecuencia,
suficiente por sí misma para sancionar los dogmas de la Iglesia. La razón que
adujo el concilio fue que no era ventaja pequeña para la Iglesia saber cuál de
todas las traducciones latinas de la Biblia que corrían había de ser
considerada como auténtica. El «decreto sobre la Vulgata» significaba, pues,
una apreciación especial de ésta frente a las demás traducciones latinas de
aquel tiempo, pero no frente al texto original hebreo o griego. Una valoración
de este tipo era necesaria, pues las citas de la Escritura se hacían en latín,
ya que entonces todavía se empleaba generalmente la lengua latina tanto en las
discusiones científicas como en los discursos solemnes. El concilio no dejaba
de ver los defectos de las ediciones hechas hasta entonces por la Iglesia. Se
pensó en hacer una edición revisada. Pero como norma de interpretación se
estableció el unanimis consensus patrum, el consenso unánime de los padres, y el juicio de la
Iglesia.
Sobre estos fundamentos
resultaba posible edificar también ahora las decisiones dogmáticas exigidas por
la hora histórica. Sin tener en cuenta la guerra de Esmalcalda, que estaba a
punto de estallar, ni los deseos del emperador de que ello se retrasase, los
legados siguieron adelante con las deliberaciones dogmáticas. En la quinta
sesión se aprobó el decreto sobre el pecado original, dirigido contra los
pelagianos, pero también, por ello, contra la concepción de Zuinglio y de
Lutero acerca de la concupiscencia como prolongación del pecado original. La
escuela agustiniana, a cuyo frente se hallaba Seripando, había quedado en minoría
en la discusión, y también lo estuvo en la deliberación sobre el decreto de
justificación, que se prolongó más de seis meses. La culpa de esta duración tan
larga la tuvieron no sólo el pánico que cundió en el concilio cuando, en julio
de 1546, los de Esmalcalda amenazaron los pasos de los Alpes, y la oposición de
los partidarios del emperador a concluir los debates sin que interviniesen los
protestantes (cosa que se esperaba una vez terminada la guerra), sino sobre
todo las grandes diferencias de opinión entre los mismos padres y su deseo de
proceder de la mejor manera posible en esta difícil cuestión. El esquema de
Seripando fue reelaborado por tres veces; los problemas de la doble justicia y
de la certeza de la salvación se discutieron en el seno de comisiones especiales
de teólogos, hasta que por fin, en enero de 1547, en la sexta sesión, se aprobó
por unanimidad el decreto sobre la justificación. La obra maestra teológica del
concilio, este decreto doctrinal, el más amplio e importante de todos, que
contiene dieciséis capítulos y treinta y tres cánones, no pretendió dictar un
fallo sobre los antagonistas de las escuelas teológicas. Dirigido claramente
contra las tesis de los reformadores y orientado a proclamar el dogma, describe
la psicología de todo el proceso de justificación y fija la doctrina sobre la
gracia santificante y los méritos. La doctrina de la doble justicia, tal como
la habían defendido Contarini en Ratisbona y Seripando en las discusiones
preliminares, fue rechazada. Como «toda verdadera justicia se obtiene,
acrecienta o restablece por los sacramentos», el concilio se dispuso luego,
consecuentemente, a estudiar éstos. En la sesión séptima se promulgaron
cánones sobre los sacramentos en general y sobre el bautismo y la confirmación
en particular. Aquí se pudo aprovechar la labor realizada por la Escolástica
medieval, y se contrapuso con todo rigor la tesis del signum efficax, de la eficacia de los sacramentos en virtud de su
realización, a la doctrina luterana de la sola eficacia de la fe en los
sacramentos.
A partir de la sesión
quinta se promulgaron también decretos de reforma a la par que decretos
dogmáticos. El primero ordenaba el nombramiento de lectores de la Sagrada
Escritura en las iglesias catedrales y colegiales y, en lo posible, también en
los monasterios. Se quería elevar con ello la formación del clero y conseguir
una purificación de los abusos y malas costumbres existentes en la predicación.
Se subraya la obligación de los obispos y de los párrocos de predicar los
domingos y días de fiesta. A los obispos se les otorgan ciertos derechos de
vigilancia sobre los predicadores, incluso aunque sean religiosos. Otro decreto
se refería a la obligación de residencia de los obispos y de los sacerdotes que
ejerciesen cura de almas. Con ello se atacaba una costumbre arraigada desde
bacía siglos: la ausencia prolongada de los obispos y párrocos de su diócesis y
parroquias. Abora bien, no bastaba con subrayar la obligación de residencia.
Era preciso eliminar los obstáculos y dificultades que se oponían al
cumplimiento de esa obligación y que procedían del poder secular y, más aún, de
la Curia. La eliminación de tales obstáculos habría significado realmente una
revolución en la administración eclesiástica de entonces, en la existencia de
obispos de Curia, la acumulación de varios beneficios en una sola mano, los
derechos incontrolados de ordenación de los obispos titulares y nuncios, de la
extensión de las exenciones, de las innumerables apelaciones a Roma y de la
práctica curial de las dispensas. Una parte de los padres conciliares no
estaba convencida de que hubiese, por parte del papa, una voluntad seria de
reforma, de la cual dependía todo. Al principio los legados se hubieran dado
por satisfechos, en efecto, con que se renovasen las sentencias condenatorias.
Pero el esquema de los legados no consiguió triunfar en la sesión sexta. La
deliberación que siguió hizo que el cardenal Del Monte presentase esta
confesión programática: La meta de nuestra labor de reforma es el establecimiento
de la pastoral. También el papa dio un paso adelante. El 18 de febrero de 1547
publicó un decreto contra la acumulación de diócesis en manos de los
cardenales. Bajo la presión de esta orden, el decreto de residencia, o si se
quiere, el reconocimiento del primado pastoral y de la salvación de las almas
consiguió imponerse brillantemente en la sesión séptima. El decreto, que
agravaba la sentencias penales, no satisfacía aún, desde luego, a las
exigencias últimas de una reforma radical, y fue sustituido, en el tercer
período conciliar, por otro nuevo; pero, sin embargo, puso de manifiesto la
existencia de una voluntad seria de aspirar sinceramente a lo único necesario.
Entre tanto el papa
había retirado sus tropas auxiliares al emperador, en medio de la guerra de
Esmalcalda, y cuando éste, que se hallaba en la cumbre de su poder, estaba
decidido a obligar a los derrotados protestantes a que asistiesen al concilio,
los legados pontificios lo trasladaron a Bolonia el 11 de marzo de 1547. Se
había aprovechado como pretexto para ello un tifus infeccioso que había
aparecido en Trento. No era
éste, sin embargo, el motivo principal del traslado. Por el contrario, se
quería sustraer el concilio a la influencia abrumadora del emperador, sobre
todo porque Cervini había dado ya Alemania por perdida y quería limitarse a
conservar la fe en los países latinos. También se tenía miedo de que el
concilio, dominado por el emperador, interviniera en una elección papal, tal
vez inminente. Pablo III contaba ya, en efecto, ochenta años. El papa recibió
bien el traslado, pues en una ciudad perteneciente a los Estados pontificios
podía ejercer su influjo sobre el concilio más fácilmente que en la lejana
ciudad de Trento, perteneciente
al emperador.
El traslado del concilio
demostró ser un grave error. Una minoría de 14 prelados, de sentimientos
favorables al emperador, protestó y permaneció en Trento. Carlos V se había irritado muchísimo por
el traslado. Había el peligro de un cisma, pues el emperador declaró que haría
todo lo posible por convocar un nuevo concilio, el cual habría de revocar todos
los acuerdos tomados hasta entonces, echar toda la culpa al papa y luego llevar
a cabo la reforma necesaria. Carlos V prometió en Augsburgo a los Estados que
el concilio proseguiría en Trento y
promulgó, para mientras esto se realizase, el Interim. En círculos imperiales llegó a pensarse incluso en
continuar el concilio en Trento sin
el papa, aun corriendo el peligro de un cisma. Mas el emperador no consiguió
que la asamblea volviese a Trento, a
pesar de que protestó solemnemente. Sin embargo, mientras duraban las
negociaciones entre el papa y el emperador, el concilio, que continuaba
realizando ciertamente, con toda laboriosidad, su labor teológica en las
congregaciones, no promulgó ningún decreto en las dos sesiones solemnes celebradas.
Con todo, las deliberaciones sobre la doctrina del sacrificio de la misa y la
indulgencia, y la formulación de problemas jurídicos referentes al matrimonio
constituyeron una valiosa labor preparatoria para el futuro. Finalmente, la
actividad conciliar se paralizó totalmente a partir de febrero de 1548,
obedeciendo a la voluntad del papa. En septiembre del año siguiente, dos meses
antes de morir, Paulo III suspendió el concilio.
Casi tres meses duró el
cónclave, del que —dados los antagonismos existentes entre el partido del emperador
y el francés— salió elegido papa, como candidato de compromiso, el hasta
entonces legado en el concilio, cardenal Del Monte, que tomó el nombre de Julio
III (15501555). El nuevo papa era,
asimismo, un hombre de transición. Habiéndose educado todavía en el clima del
Renacimiento, le gustaba gozar de la vida de un modo alegre y despreocupado,
amaba las fiestas suntuosas, las cacerías y los banquetes, y no estaba libre
tampoco del defecto de nepotismo. Mas, por otra parte, no dejaba de comprender
la situación de la Iglesia. Apoyó a las fuerzas reformadoras, por las que se
dejó guiar, en especial a la Compañía de Jesús; y, sobre todo, se esforzó por
que el concilio continuase, como había prometido en las capitulaciones
celebradas durante el cónclave. No se dejó apartar de esta idea ni siquiera por
las intrigas de Francia, que no podía desear, por razones políticas, una unión
entre el emperador y el papa. En noviembre de 1550 Julio III dispuso que el
concilio se reanudase en Trento en
el mes de mayo del año siguiente.
Este segundo período del
concilio duró un año escaso, hasta abril de 1552. La asamblea se inauguró
puntualmente, pero con asistencia de pocos padres. Pasaron algunos meses hasta
que el número de participantes superó al del primer período. Prelados
franceses no había ni uno solo. El rey francés llegó a amenazar incluso con
convocar un concilio nacional, a causa de la guerra que el papa llevaba
adelante, en alianza con el emperador, para apoderarse de Parma. En cambio, el número de prelados alemanes
fue mayor. Junto a los príncipes electores del Rin aparecieron los obispos de
Estrasburgo, Constanza, Chur, Chiemsee, Víe- na y Naumburgo, y además algunos
obispos auxiliares y procuradores, e incluso una serie de embajadores de
Estados protestantes. En la Dieta celebrada en Augsburgo en 1548, el emperador
había conseguido, en efecto, que los protestantes se comprometiesen a asistir
al concilio de Trento. De todos
modos, éstos habían hecho la restricción de que el concilio no debería estar
bajo la guía del papa, y que se debería volver a discutir los decretos del
primer período. Es incomprensible que el emperador no hiciese caso,
conscientemente, de estas condiciones. El papa no sabía al principio
absolutamente nada del asunto. Pero ambos quitaron toda importancia a la
promesa, impidiendo de antemano que los protestantes colaborasen en la
superación efectiva de la división.
PROTESTANTES EN TRENTO
En el otoño continuaron
las sesiones en Trento; se
siguió tratando de las cuestiones controvertidas, apoyándose para ello en el
trabajo previo que se había realizado ya en Bolonia. Los padres se ocuparon
sucesivamente de cada uno de los sacramentos y fijaron, en la decimotercera
sesión, la doctrina sobre la eucaristía. Contra la doctrina de la presencia
virtual o simbólica del Señor, proclamóse la presencia real; y contra la
doctrina de la empanación, la de la transubstanciación. Cuatro artículos sobre
la comunión bajo dos especies y la comunión de los niños se dejaron para más
tarde, hasta la anunciada llegada de los protestantes. Pues a esta sesión
asistían ya tres legados de Brandeburgo, que presentaron un escrito en el que había expresiones
de gran respeto para el papa. En la sesión siguiente los padres proclamaron la
doctrina sobre el sacramento de la penitencia y la extremaunción. La confesión
auricular, el carácter jurídico del perdón y la penitencia fueron defendidos
de modo especial. Los decretos de reforma de estas dos sesiones, que no
contentaron a todos los asistentes, se referían al proceso penal de la Iglesia,
a la actitud respecto a los obispos, a las obligaciones y poderes de éstos, a
la vida de los eclesiásticos y a la provisión de los beneficios.
Entretanto habían ido
llegando, después de la de Brandeburgo, otras legaciones protestantes, los
enviados del duque Cristóbal de Württenberg y los delegados de seis ciudades de
la Alta Alemania, y el que luego sería historiógrafo, Sleidan de Estrasburgo.
Más tarde llegaron todavía los enviados del príncipe elector Mauricio de
Sajonia. Aunque fueron recibidos amistosamente por españoles e italianos, estos
políticos y juristas no quisieron tratar directamente con los padres, sino que
lo hicieron a través de los legados imperiales. No era poco lo que pedían. Se
les concedió el aplazamiento de las decisiones dogmáticas hasta la llegada de
sus teólogos y una escolta libre. Pero el volver a discutir todos los decretos
aprobados hasta entonces, así como el admitir la superioridad del concilio
sobre el papa y el eximir a todos los obispos presentes del juramento de
fidelidad eran realmente unas exigencias imposibles de cumplir. Cuando luego
los teólogos de Stuttgart presentaron
una «Confesión de Württenberg» y exigieron que el concilio la aprobase, el
mismo emperador se dio cuenta de que las conversaciones no tenían porvenir
ninguno. Para encubrir sus preparativos de levantamiento contra Carlos V, el
príncipe elector de Sajonia hizo todavía que Melanchton se pusiese en camino
hacia Trento. Pero
entonces Mauricio, en alianza con Francia, atacó y se dirigió hacia el sur de
Alemania. El emperador huyó de Innsbruck. El
miedo a los soldados protestantes que se acercaban dispersó a los padres
conciliares. Finalmente, en la decimosexta sesión, se aplazó el concilio por
dos años, aunque luego no volvió a reanudarse hasta pasados casi diez.
El concilio parecía,
pues, quedar incompleto. Todavía estaban sin resolver numerosas cuestiones
controvertidas, y los decretos de reforma promulgados no los había aprobado aún
el papa, y mucho menos eran practicados en la vida cotidiana de la Iglesia. Es
verdad que se preparaba en Roma, cuando los decretos de reforma del concilio
se consideraban ya en la Península Ibérica como derecho vigente, una gran bula
de reforma, que debía dar fuerza de ley a los decretos tridentinos, modificados
o completados en parte. Unicamente la muerte del papa impidió su publicación.
La siguiente elección
pontificia puso de manifiesto que la idea de reforma había conseguido triunfar
de modo definitivo en la Curia. Los cardenales eligieron a la personalidad más
digna que había entre ellos, el cardenal Cervini, que ya había hecho muchos
méritos como legado durante el primer período del concilio. La elección de este
sabio sacerdote, que había trabajado día y noche en los decretos, fue saludada
con las más halagüeñas esperanzas. Pero Marcelo II murió a los veintidós días
de pontificado; su nombre permanece, sin embargo, vivo hasta el día de hoy en
la memoria de las gentes gracias a la Missa papae Marcelli, de Palestrina.
EL PAPA PABLO IV
En el cónclave siguiente
fue elegido papa, contra los deseos de los cardenales de sentimientos
favorables a España y al emperador, el decano de los cardenales, Carafa, noble
napolitano. Pablo IV (1555-1559), tal fue el nombre que tomó, era asimismo un defensor
de la reforma figurosa. Cuando era obispo de Chieti, la había impuesto
implacablemente en su obispado; era conocido como miembro del Oratorio del
Divino Amor y como uno de los fundadores de la Orden de los teatinos, al igual
que como miembro de la comisión de reforma creada durante el pontificado de
Pablo III. Tenía, ciertamente, setenta y nueve años, pero su energía y su
actividad continuaban intactas. A su voluntad de acero se unía la rigidez de
la vejez; su actitud frente al mal era todavía impetuosa, áspera y furibunda.
Vivía dentro de las ideas de un Inocencio III, cuyas reivindicaciones de poder
creyó tener que realizar también en el campo político, acaso tras la abdicación
de Carlos V. Carente de comprensión para el radical cambio de la época, había
perdido también la visión para juzgar rectamente a los hombres. Sólo así pudo
concebir sospechas, por ciego celo por el mantenimiento de la fe, acerca de dos
hombres tan llenos de méritos como los cardenales Morone y Pole, y hacer encarcelar durante dos años al
primero. A Pole le salvó
de sufrir esta misma suerte el que estuviera ausente en Inglaterra y su
temprano fallecimiento. Unicamente a esta falta de conocimiento de los hombres
hay que atribuir que el papa nombrase para el cargo de secretario de Estado a
su sobrino Carlos Carafa. No era éste el nepotismo de antiguo estilo, cuyo
anhelo era enriquecer a los parientes. Pablo IV esperaba que su sobrino
apoyaría de modo eficaz las elevadas tareas de su cargo. Sin embargo, aquél
era indigno de tal confianza. Acudiendo a vergonzosas extorsiones, estableció
un verdadero régimen de arbitrariedad; y cuando, finalmente, alguien se atrevió
a decírselo al papa, éste actuó sin miramiento alguno. Mas la deposición y la
excomunión no pudieron anular la injusticia y los escándalos cometidos.
En manos de tal
secretario de Estado, también los asuntos políticos eran llevados mal. A ello
se añadía la actitud hostil por principio del papa contra la familia de los
Habsburgo, a causa de su origen napolitano. Por ello concertó una alianza
contra el emperador con Enrique II de Francia, y el nepote movilizó
públicamente las tropas. Felipe II, heredero de España y de las posesiones
italianas de Carlos V, hizo que la Universidad de Lovaina le diese un dictamen
en que se decía que, sin contravenir sus deberes de rey católico, podía
adelantarse al ataque, que era inminente, inaugurando él mismo las
hostilidades, y ordenó a su general, el duque de Alba, que invadiese los
Estados de la Iglesia. La guerra fue desfavorable tanto para los ejércitos
pontificios como para las tropas auxiliares francesas. El duque de Alba
apareció ante las puertas de la Ciudad Eterna. Parecía inminente un segundo sacco
di Roma. Entonces se concertó la paz, en la que el vencedor mostróse muy moderado.
El papa tuvo que comprometerse a permanecer neutral en el futuro, y se le
devolvió el territorio que se le había conquistado. El duque de Alba testimonió
al papa, en nombre del rey español, la sumisión más completa.
Pero el papa se había
metido en un callejón sin salida, con su obstinación verdaderamente testaruda,
en el problema de la sucesión del emperador, que había abdicado. Para
salvaguardar los derechos pontificios envió a Francfort un legado suyo. Pero a
éste se le excluyó de toda intervención en la elección del emperador. Como el
nuevo emperador, Fernando I, se obligó a respetar la Paz religiosa de
Augsburgo, que el papa consideraba como inválida, y como además habían
intervenido en la elección tres príncipes electores protestantes, el papa,
apoyándose en el dictamen de una comisión, declaró que su obligación era
negarse a reconocer a Fernando. Sin embargo, nadie se preocupó de esta protesta
jurídica del papa, para suerte de la causa católica sin duda.
En contraposición a su
desconocimiento de los asuntos políticos, el papa abrigaba un celo radical por
la causa de la reforma de la Iglesia. Pablo IV no quería saber, desde luego,
nada del concilio. Le parecía demasiado largo y poco eficaz. Quería reformar
por sí mismo. Siguiendo los principios de aquel dictamen en que había
colaborado él mismo, inició
una lucha implacable contra la «herejía simoníaca», que era el nombre que, simplificando las cosas, se daba en la Curia a todos los defectos. Se aumentó extraordinariamente el ámbito de competencia de la Inquisición y se reorganizó radicalmente la dataría, con perjuicio de los ingresos pontificios; la disciplina
en el clero y en las Ordenes religiosas fue inculcada mediante órdenes estrictas. Los capuchinos
corrieron peligro de tener
que unificarse con los franciscanos.
La Compañía de Jesús era considerada por el papa
con la más extrema
desconfianza, por haber sido fundada por un español; se suprimieron las ayudas
económicas a sus colegios romanos, e incluso la casa profesa fue registrada
en busca de armas. El papa estaba decidido a revisar la constitución y la regla de la Compañía a la primera ocasión. Después
de la muerte de san Ignacio, a quien el papa calificaba de «tirano de la Orden», ordenó que los jesuítas cumpliesen con la oración coral y,
siguiendo el modelo de su Orden de los teatinos, limitó el tiempo de
duración del cargo de General, que hasta
entonces había sido elegido vitaliciamente.
Se castigó con todo rigor la herejía. El papa consideraba como asunto de
conciencia el asistir cada semana a las sesiones del tribunal de la fe. La Inquisición entendió muy pronto también en delitos morales, blasfemias, faltas contra los preceptos de ayuno, y prestó oídos a acusaciones
frecuentemente insostenibles. Puede comprenderse que, después
de la muerte de tal papa, el pueblo, exasperado por este régimen de terror,
asaltase y destruyese el edificio de la Inquisición. También fue implacable la lucha del
papa contra los libros heréticos. Miles de ellos fueron
arrojados al fuego. En 1559 se publicó una lista de libros heréticos, que fue
el primer Indice romano oficial. Eran tan rigurosas sus disposiciones, que
Pedro Canisio declaró que él no
podía observarlo en Alemania. Pocos años más tarde este Indice fue anulado. A
la lucha rigurosa contra la herejía se debe también la bula Cum ex
apostolatus officio. En ella el papa, en
virtud de los plenos poderes que le correspondían sobre los pueblos y los
reinos, renovaba todas las penas sobre los clérigos y seglares, príncipes y
súbditos que se apartasen de la fe, y declaró inválidas las elecciones de
apóstatas, y a ellos mismos privados de todas sus dignidades, derechos y
posesiones. Sus territorios y sus diócesis pertenecerían a los católicos que
primero se apoderasen de ellos. Tales disposiciones tenían que hacer aparecer a
los católicos que vivían en países protestantes como sospechosos de alta
traición, aun cuando, en general, no produjeron efectos prácticos.
REAPERTURA, CRISIS Y
TERMINACION DEL CONCILIO
Hasta
cuatro meses después de la muerte de Pablo IV, cuyo celo produjo resultados trágicos, no hubo sucesor,
que fue elegido en la
noche de Navidad de 1559. ¡Tan grandes habían sido los
antagonismos de los partidos nacionalistas en el Colegio de cardenales! El nuevo papa, Pío IV (1559-1565), perteneciente a la familia de los Medici de
Milán, había adoptado una actitud de frialdad frente a los impetuosos intentos de reforma de Pablo IV; era un
diplomático, un carácter alegre, amante de la vida; constituía, sin duda, una sana compensación para la Iglesia, tras las extremosas unilateralidades anteriores. De nuevo volvió a aliarse con los Habsburgo, tanto con los alemanes como con los españoles. Sabía muy
bien, en efecto, que el soberano de España y de sus países vecinos,
que tenía profundos sentimientos religiosos, era el más fuerte apoyo de la Iglesia. Pío IV no quiso tener nada que ver con
el nepotismo político. Hizo abrir un proceso contra los nepotes de su antecesor. Dos de ellos
fueron ejecutados. Sin embargo, también este papa otorgó honores eclesiásticos y el disfrute de ricos beneficios a sus parientes de las familias de los Hohenems, de Vorarlberg, y de los Borromeo de Milán. Y
así, inmediatamente después de su elección, llamó a Roma
a su sobrino Carlos Borromeo, que no contaba más que
veintiún años, y lo elevó a la dignidad de cardenal, y pocos meses
después a la de arzobispo de Milán, entregándole la administración de los
Estados de la Iglesia y la dirección de la diplomacia pontificia. Mas el joven
cardenal nepote refrenó con su carácter puro la exagerada tendencia de su tío
al favoritismo familiar. La prematura muerte de su hermano mayor, que murió
sin hijos, decidió a Carlos a recibir secretamente la ordenación sacerdotal,
para excluir toda esperanza de los parientes de que sería él el que prolongaría
la estirpe. A la ordenación siguió el comienzo de una vida ejemplar, llena de
fervor religioso y de ascética rigurosísima. Era el «genio bueno de Pío IV» (Ranke); y aunque no
es suyo, ciertamente, el mérito de que el Concilio de Trento se reanudase
—esto fue sin duda obra personal del papa—, sin embargo hay que atribuir, tanto
a su estricto cumplimiento de las indicaciones de su tío, como a su incansable
actividad personal, el que la decisión de continuarlo se llevase adelante a
pesar de todas las dificultades, y el que el concilio pudiera ser concluido
felizmente.
El nuevo comienzo fue difícil. La
interrupción del concilio había producido
efectos funestos. En muchos países habían surgido nuevas condiciones de vida.
En Alemania, gracias a la Paz religiosa de Augsburgo el luteranismo se había
consolidado como una fuerza política; en Polonia, un sínodo nacional allí
celebrado se había aproximado mucho a los innovadores; en Inglaterra Isabel I
había dado la vuelta a la obra de recatolización de su media hermana; y en
Francia, los constantes progresos del calvinismo y la inestable situación
interior habían hecho pensar en un concilio nacional para regular autónomamente
la cuestión religiosa. El emperador deseaba un concilio de unión, cuyo lugar de
celebración debería ser distinto, y el cual hubiera podido trabajar con
independencia, en cierto modo, de las resoluciones conciliares tomadas hasta
entonces. Tampoco Francia quería vincularse en modo alguno a las anteriores
decisiones, y le hubiese gustado exigir una declaración de que el concilio
estaba por encima del papa. Felipe II exigía, en cambio, no un nuevo concilio,
sino la reanudación del antiguo y el mantenimiento de todos los decretos
conciliares adoptados hasta aquel momento. Las negociaciones duraron once
meses. Finalmente el concilio volvió a ser convocado en Trento, sin que la bula dijera claramente si se
trataba de una continuación del concilio suspendido o de un nuevo comienzo.
Obtener la conformidad de Fernando fue mérito exclusivo del obispo de Ermland y
posteriormente cardenal Hosio; las negociaciones con Francia las llevó, con
gran prudencia, Carlos Borromeo; la invitación a los Estados del Imperio la
hizo el abnegado obispo Commendone. En la Dieta de príncipes celebrada en
Naumburgo los protestantes rechazaron con rudos términos la invitación y la
bula de convocatoria.
El concilio pudo por fin
volver a inaugurarse solemnemente en enero de 1562, bastante tiempo después de
la fecha fijada en el primer momento. A la inauguración habían de seguir
todavía ocho sesiones, hasta que el concilio pudo concluir, felizmente, el 4 de
diciembre de 1563. La dirección de la asamblea se encontraba en manos de una comisión
de cinco delegados, entre los que destacaba especialmente, por su ciencia y habilidad,
Seripando, mientras que Gonzaga, debido
a su categoría principesca, resultaba especialmente apto para tratar con cada
una de las naciones. Entre los 113 obispos que asistieron a la sesión inaugural
no había ni un solo alemán; tan cuidadosamente habían procurado los príncipes
alemanes no lesionar la Paz religiosa de Augsburgo asistiendo al concilio. En
primer lugar se abordó en las deliberaciones el problema, tratado ya en 1547,
de la obligación de residencia de los obispos. Con este motivo surgió
inmediatamente una apasionada disputa entre los partidarios del sistema
episcopal y los del sistema papal. Los obispos españoles, sobre todo, pero
también una parte de los italianos, defendían la idea de que los obispos reáben
su poder de Cristo mismo y de que, por tanto, también la obligadón de
residencia era de derecho divino; por este motivo, no eran posibles, en este
problema, dispensas pontificias, y los muchos obispos de la Curia, empezando
por los cardenales, deberían marcharse a sus diócesis. Los curialistas veían
en tales tesis un ataque a los derechos primaciales del papa. Después de meses
de discusión, el papa prohibió que se siguiera disputando y pensó en deponer de
sus cargos a Gonzaga y a
Seripando.
Luego se reanudaron las
discusiones dogmáticas y se elaboraron los artículos, antes aplazados, sobre la
comunión de los niños y la comunión bajo dos especies. Siguió después el
decreto sobre el sacrificio de la misa, que enseñaba que la misa era el
memorial y la actualizadón del sacrificio de Cristo en la cruz, con el mismo
sacerdote sacrificador y el mismo don sacrificial, diferentes entre sí
únicamente por la forma de la ofrenda.
En medio de los debates
dogmáticos, el legado imperial presentó al concilio un libelo de reforma de su
señor, en el que se pedía que el problema de la reforma se tratase antes de
seguir tratando de cuestiones dogmáticas. El libelo contenía una serie de
propuestas y peticiones para mejorar la Iglesia en la cabeza y en los miembros;
exigía, entre otras cosas, que se accediese al cáliz de los seglares y al
matrimonio de los sacerdotes, para impedir, mediante concesiones, nuevos
progresos de la innovación. La petición del cáliz de los seglares la apoyaba
también Baviera. Pero los legatos consiguieron que estas peticiones se remitieran
al papa, para que él decidiese.
Las discusiones sobre la
obligadón de residencia y sobre el citado libelo de reforma habían caldeado ya
los ánimos; pero la tensión subió más aun cuando finalmente en el mes de
noviembre llegó a Trento una
comitiva de 10 ó 15 prelados franceses, a cuyo frente iba Carlos de Guisa, el
elocuente «cardenal de Lorena». Los recién llegados se pusieron muy pronto de
parte de la posición episcopalista, en el problema de la obligación de
residencia, y —lo que resultaba todavía más peligroso— defendieron los decretos
del Concilio de Constanza acerca de la superioridad del concilio sobre el
papa. En la cuestión de la reforma apoyaron peticiones semejantes a las del
emperador y consiguieron convencer a Fernando para que dirigiese una carta al
papa, en la que le exhortaba a no oponerse a una reforma decretada por el
concilio. Se esperaba un escrito semeiante de Felipe II. Y cuando el emperador
fijó su residencia en Innsbruck, para
estar más cerca del condlio, y convocó a su corte a un consejo de teólogos para
que tratasen los asuntos de la reforma, y el cardenal de Lorena y el legado español participaron en las
deliberaciones de Innsbruck, y
además, para mayor desgracia todavía, los dos más destacados legados
pontificios en el concilio, Gonzaga y
Seripando, murieron uno después de otro, pareció que una especie de
paraconcilio en Innsbruck privaba
al Concilio de Trento de su
sentido y su fuerza. Pero el papa y sus consejeros romanos, sobre todo
Borromeo, se dieron cuenta del peligro. Era absolutamente preciso llegar a un
acuerdo con el emperador. Para ello, Pío IV nombró presidente del concilio a su
mejor diplomático, el cardenal Morone, tan probado por los golpes del destino.
Morone marchó a Innsbruck y
convenció al emperador de que la voluntad de reforma del papa era sincera. El
cardenal de Guisa fue ganado para que accediese a un compromiso, y a Felipe II
se le calmó, enviándole un escrito de propia mano del papa, en que éste le
aseguraba sus intenciones. La gran crisis estaba vencida. Ahora el concilio
—tal como lo deseaba también sobre todo Carlos Borromeo, por miedo a una muerte
prematura de su tío— podía abordar una tras otra las tareas que quedaban y
acabar felizmente.
La próxima sesión estuvo
dedicada a tratar del sacramento del orden, que fue relacionado de manera
estrecha con el sacrificio de la misa, en contraposición a las ideas
protestantes. En el decreto sobre la obligación de residencia, que fue
considerablemente intensificado en comparación con anteriores redacciones, se
pasó por alto la debatida cuestión de si se fundaba en un derecho divino o en
un derecho eclesiástico. El denominado decreto sobre los seminarios ordenaba
que todos los obispos fundasen seminarios para formar en ellos un clero
diocesano suficientemente numeroso y bien formado. En él se incluyeron casi
textualmente las sugerencias contenidas en las constituciones de 1555 del
cardenal Pole para
Inglaterra y que se practicaban ya con éxito en los colegios romanos de los
jesuítas. El preocuparse por la futura generación sacerdotal se enumeraba
también entre los deberes más urgentes de los obispos. Sólo así podía
eliminarse el obstáculo que para toda reforma en las diócesis representaba la
falta tremenda de sacerdotes celosos formados y de gran altura moral. Las
sesiones siguientes aportaron decretos dogmáticos sobre el sacramento del
matrimonio y resoluciones jurídicas fundamentales acerca de la celebración del
matrimonio. Sobre todo, el decreto Tametsi declaró nula la celebración
secreta del matrimonio. Eliminóse así una fuente de múltiples inseguridades
jurídicas, y el matrimonio como sacramento quedó sometido de manera más clara
y visible a la competencia de la Iglesia. En la sesión final se aprobaron
decretos dogmáticos concernientes a la doctrina sobre el purgatorio, la
veneración a los santos y las indulgencias. Es curioso que este último punto
dogmático, del que había brotado, en el aspecto temporal, toda la división,
fuese tratado sólo de pasada.
Junto a las cuestiones
dogmáticas se trataron también las referentes a la reforma. La habilidad de
Morone consiguió aquí atajar las diversas exigencias nacionales presentando él
mismo una amplia propuesta de reforma; también logró disminuir el interés de
los príncipes por un tratamiento demasiado extenso de las cuestiones de
reforma proponiendo una reforma de aquéllos por el concilio. Si bien la reforma
de la Curia debería quedar reservada al papa mismo, la propuesta de reforma del
legado contenía un amplio programa, que, tras ser estudiado y debatido con
detalle, fue incluido igualmente en los decretos de las dos últimas sesiones. Y
así, cada tres años deberían celebrarse sínodos provinciales, y cada año,
sínodos diocesanos; los obispos deberían visitar regularmente sus diócesis, y
los cabildos catedralicios deberían ser reformados. Los abusos antiquísimos en
los nombramientos de cargos, la acumulación de prebendas, las expectativas, las
provisiones y las reservaciones deberían desaparecer; otras disposiciones se
referían al ministerio de predicar y a la instrucción religiosa del pueblo.
Con razón se ha dicho que el primer motivo de estas disposiciones era la
activación y el fomento de la pastoral. Un decreto específico de reforma, el De
regularibus, se ocupaba de los monasterios y de las Ordenes religiosas. Se
prohibió que los religiosos poseyesen nada privadamente, se reguló la
visitación de los monasterios, se eliminó el sistema de encomienda y se fijó
una edad mínima para ingresar en los monasterios y otras cosas por el estilo.
Durante el segundo día
de la última sesión, el 4 de diciembre de 1563, se leyeron en su integridad, o
al menos en sus comienzos, todas las resoluciones del concilio tomadas desde
1546, que fueron aprobadas por los padres y sometidas al papa, para que éste
las confirmase, con un solo voto en contra. El concilio decidió, en cambio, que
los decretos de reforma sólo tendrían validez salva la autoridad de la Sede
Apostólica. Las reformas pendientes fueron remitidas directamente a la Santa
Sede. La situación del papado por encima del concilio quedó así solemnemente
reconocida por los asistentes, que eran nada menos que 255 padres. Con las
aclamaciones a los papas y a los príncipes pronunciadas por el cardenal de Lorena, con el anatema lanzado sobre todos los
herejes, y la despedida de Morone: «Id en paz», se dio fin a esta asamblea de
la Iglesia. Pocas semanas después, el 26 de enero de 1564. Pío IV confirmó los
decretos del concilio.
La labor del Concilio de Trento, relativamente muy larga,
interrumpida varias veces, amenazada por tantas dificultades y crisis, no
logró alcanzar, indudablemente, la gran meta que al principio se propuso:
restablecer la unidad de la fe. La otra parte se negó a secundar estos
esfuerzos de la asamblea. El Occidente cristiano quedó escindido confesionalmente;
más aún, la clara definición de las doctrinas controvertidas profundizó
todavía más esta escisión. Pero precisamente estos dogmas inequívocos, que
definían la sustancia dogmática y no opiniones de escuelas teológicas, salvaron
—si así puede decirse— la fe católica, aclarándola en los puntos más decisivos
y amenazados. El concilio «delimitó, pero no separó donde no existía ya
separación». No se trazaron límites, sin embargo, en todos los terrenos. Así,
por ejemplo, quedó sin resolver la cuestión del primado pontificio. E incluso
las aceradas fórmulas de los decretos no constituían una formulación
racionalista, una frigidissima disputatio de una Escolástica degenerada.
Su lenguaje quería ser y continuar siendo un lenguaje piadoso, que no sólo
tiene en cuenta el resplandor de la verdad, sino también la santidad de la vida
cristiana. El resultado de esta autorreflexión serena, sincera y profunda de la
Iglesia fue que la cristiandad recibió del concilio unos decretos doctrinales
redactados con frecuencia en un estilo realmente clásico. Esto no significa
que se hubiera dicho la última palabra para siempre —nuevos puntos de vista
plantean nuevos problemas, incluso en cuestiones «solucionadas», y una base
ecuménica más amplia ofrece también la posibilidad de completar las soluciones
adoptadas. Mas, frente a los terribles ataques de aquella época, la Iglesia
atestiguó y defendió con claridad su patrimonio de la verdad. Tampoco en lo que
se refiere al contenido de cada una de las tesis elaboradas se valorará nunca
bastante la aportación dogmática del concilio. Para la vida moral del individuo
tenía una importancia fundamental el que, al ser declarada la doctrina de la
justificación, la voluntad humana no apareciese como completamente privada de
libertad, ni la justificación se presentase exclusivamente como gracia. Con
todo, ésta conservó y mantuvo su valor y su dignidad, como gracia antecedente y
santificante, que saca al hombre de su pasividad y le hace capaz de realizar
buenas obras. Y al rechazar, en la doctrina sobre el pecado original, la idea
de que éste es la inclinación al mal, se evitó una condenación general de las
inclinaciones y tendencias del corazón humano, que deberían ser extirpadas,
según el calvinismo. La naturaleza no es, sin más, pecado. Las pasiones pueden
ponerse también al servicio de ideales morales dentro del orden social. Aquí
está la raíz de la gran aportación cultural católica del Barroco. La doctrina
católica sobre el pecado original fue la que posibilitó dogmáticamente la
conquista del universo, tal como la intentó la cultura barroca.
También la constitución
monárquica de la Iglesia fue corroborada por el concilio. Es verdad que no se
llegó a tomar una decisión entre episcopalismo y papalismo en el problema de la
obligación de residencia. El concilio no definió expresamente la primacía de
la Sede Romana, pero, de hecho, todas las resoluciones fueron sometidas a la
aprobación pontificia. La temida debilitación de la situación primacial del
papa, por un nuevo despertar de la idea conciliarista —la cual quedó desbancada
de hecho por toda la estructuración y el decurso del concilio— no llegó a
producirse. Y, por fin, lo decisivo históricamente fue que la Iglesia, en lucha
con el protestantismo, que avanzaba victoriosamente, y con las Iglesias
nacionales católicas, se consolidó a sí misma, reafirmando su cerrada
estructura monárquica. A ello se añadió la consolidación, no de derecho,
ciertamente, pero sí de hecho, de la potestad episcopal frente a todas las
coartaciones anteriores, y la espiritualización del ministerio eclesiástico en
cuanto a tal, que caracteriza el derecho canónico del «período postridentino».
Es cierto que los
decretos de reforma del concilio parecieron, con frecuencia, muy poco
coherentes entre sí y no consiguieron imponerse sino muy poco a poco y
venciendo grandes dificultades. Hicieron ver, sin embargo, que se estaba
firmemente decidido a eliminar los múltiples abusos, que ni se negaron ni se
cohonestaron, y a dar nuevo vigor a los antiguos ideales. Aquí se llegó a
trazar incluso, en muchos campos, un programa completo, el cual ofreció una
base sólida para la renovación religiosa y moral del clero y del pueblo. Esto
no quiere decir que cada uno de los puntos no hubiera sido visto ya antes de
ser tratado en el seno del concilio. Muchas de tales reformas se habían
proyectado ya en diversos lugares, sin que el impulso viniera de la Iglesia
oficial; más aún, en varios sitios habían conseguido triunfar. Basta recordar
las nuevas congregaciones o los sínodos diocesanos de Giber ti en Verona, el cual encarnaba realmente la figura ideal de un
obispo celoso de las almas y preocupado por sus sacerdotes y por su pueblo.
Pero el concilio hizo suyos oficialmente los diversos ímpetus privados de
reforma y los impuso como precepto a la Iglesia entera. Ahora se volvió a
colocar oficialmente, ante la vista de los prelados secularizados, los antiguos
preceptos sobre la vida sencilla y digna; ahora la Iglesia se negaba a
consentir el matrimonio de los sacerdotes, a pesar de las presiones del
emperador Fernando, para retener a los clérigos pervertidos. El precepto de la
incardinación del clero secular hizo desaparecer el clericus vagus, que sólo había pensado en su bien, y dio a los fieles
pastores que vivían permanentemente entre ellos y conocían sus necesidades y defectos.
Al pueblo se le volvió a presentar el ejemplo de una vida cristiana, y todo el
mundo se dio cuenta de que había llegado el momento de reconcentrarse y
reformarse a sí mismo. Pero con ello se les devolvió también a las
personalidades responsables, clérigos y seglares, que se habían ido haciendo
cada vez más pesimistas sobre el futuro de la Iglesia, el saludable optimismo,
la seguridad interna en sí mismos, el valor para defenderse contra los ataques
subsiguientes de la Reforma protestante, y la voluntad de reconstrucción.
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