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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

por el profesor DR. HERMANN TÜCHLE con la colaboración del profesor DR. C. A. BOUMAN

Lo tradujo al castellano ANDRES-PEDRO SANCHEZ PASCUAL

DE WITENBERG A TRENTO

 

CAPITULO PRIMERO

ESPAÑA Y LA EXPANSION MUNDIAL DE LA IGLESIA

 

En la época del pontificado renacentista la Iglesia católica pagó del modo más grave las consecuencias de la crisis de la Baja Edad Media, que venía durando ya siglos. Pero mientras la decadencia del espíritu religioso parecía anunciar violentas conmociones, quedaban aún casi intactos, como reserva de fuerzas primordiales e imperecederas y como fuente de nueva energía, la Península Ibérica y los países sometidos a ella.

Castilla, que durante mucho tiempo había estado aliada militarmente con Francia, era desde el siglo XV una de las grandes potencias europeas. En el ámbito interno la Iglesia española, al salvaguardar el derecho de elección de los cardenales, había salvado, especialmente en el Concilio de Constanza, la tradición de la Iglesia misma, impidiendo así que se diluyera en una inconsistente liga de naciones. Desde el momento en que Isabel la Católica, que estaba casada con Fernando de Aragón, subió al trono de Castilla y León a la temprana edad de veintitrés años, inicióse un nuevo auge del país. Al unir Castilla con Aragón creó la base permanente de la situación de España como gran potencia. Sólo ahora pudo concertarse la paz con Portugal; sólo ahora recobró el país la seguridad general. Ahora se tenía posibilidad de poner fin a la obra secular de la reconquista cristiana de la península, suprimiendo el último bastión del Islam, el reino de Granada. Al exigirle los Reyes Católicos los tributos al rey moro, éste había contestado que, en lo sucesivo, las casas de moneda de su reino no acuñarían ya oro, sino acero. Pero las armas de las tropas cristianas parecían estar hechas de un acero más duro todavía. Con importante participación extranjera —en el ejército español luchaban incluso jóvenes caballeros alemanes— se llevó adelante durante diez años la campaña como una tarea cristiana universal, para fomentar la cual había concedido el papa indulgencias en 1483. En 1487 se conquistó Málaga; la mezquita principal fue transformada en catedral cristiana y una tercera parte de los moros hechos prisioneros se empleó para liberar a esclavos cristianos en Africa. Y enfrente de Granada, que estaba defendida por 1.030 torres, la reina Isabel, que se había presentado personalmente en el campamento, hizo construir, como expresión de su convicción de que aquella campaña era un asunto de fe, la ciudad de Santa Fe. Cuando Granada se entregó por fin, en 1492, el primado de España, cardenal Mendoza, se adelantó con sus huestes para ocupar la Alhambra. De este modo la bandera de los cruzados, regalo del papa Sixto IV, que había precedido a las tropas en la campaña, fue lo primero que apareció sobre las alturas de la Alhambra para anunciar que el dominio de la Media Luna había sucumbido ante la Cruz de Cristo.

UNIDAD DE IGLESIA Y ESTADO

La prolongada lucha no sólo había mezclado a los señores con el pueblo, sino que había creado además en la nación española un ardiente y casi fanático espíritu de fe. La divisa Plus Ultra era para España, ciertamente, un mito, pero era también historia; era su misión, a la que estaba predestinada y en la que consumía su existencia. La unidad de la Iglesia y el Estado, la total penetración de aquélla por éste y de éste por aquélla, y, como presupuesto de todo esto, la unidad religiosa misma, constituía una de las máximas perennes de la política española. Y así no resulta extraña la lucha contra los enemigos de la fe y contra los apóstatas, y la subyugación de los judíos y mahometanos, elementos de raza extraña. Los conversos del judaismo, llamados «cristianos nuevos», habían retornado en gran parte, de manera declarada u oculta, a su antigua fe. La unión entre ellos era muy estrecha. Y no era pequeño el peligro de su propaganda, el peligro del proselitismo. Pronto pareció que en España vivían dos naciones que se odiaban a muerte. Fernando el Católico consiguió del papa el establecimiento del Tribunal de la Fe, la Inquisición española, que fue desde el principio un instrumento omnímodo en manos del monarca y que más de una vez había de ser empleado, en el futuro, también para fines estatales y políticos. La expulsión de los judíos en el mismo año de la conquista de Granada fue una medida puramente política. Tampoco se mantuvo durante mucho tiempo la promesa de libertad religiosa hecha a los moros de Granada. Cuando éstos se opusieron a los intentos cristianos de convertirlos y surgieron revueltas, los Reyes Católicos retiraron su promesa y les colocaron, en 1501, ante esta disyuntiva: o bautizarse, o marchar al destierro. Así se creó la unidad religiosa de España.

Los Reyes Católicos —Alejandro VI les había concedido en 1496 el título de Maiestas Catholica— veían la consumación de su política absolutista también en su dominio sobre la Iglesia española. Además del nombramiento del Inquisidor general, lograron obtener de los papas el derecho de patronato sobre los puestos eclesiásticos importantes del reino de Granada. Sixto IV les confirmó expresamente el derecho de «placet» para las bulas pontificias, así como el derecho a apelar del tribunal eclesiástico a su propio tribunal, derecho que ya habían reivindicado mucho antes, para que su poder fuese completo. Ya desde el comienzo de su gobierno Isabel se había venido presentando personalmente en las elecciones de la Orden de Santiago, para decidir, de acuerdo con sus deseos, la elección del Gran Maestre. Y Fernando se hizo transferir las dignidades de Gran Maestre de las demás Ordenes militares españolas. Para su sucesor, Carlos V, Adriano VI unió expresamente estas dignidades con la corona. Ciertas cuestiones del dominio feudal del papa sobre Nápoles provocaron violentas reacciones del rey, de tal modo que durante algún tiempo se temió una total ruptura de Fernando con Roma.

CISNEROS Y EL HUMANISMO CRISTIANO

Este dominio de los reyes sobre la Iglesia, que era un fenómeno ge­neral en las postrimerías de la Edad Media, no impidió, sin embargo, en modo alguno, que se activase con éxito la vida eclesiástica en el reino español. Obispos adornados de grandes cualidades, estimados también en la corte y de gran influencia en ella, entre los que se cuentan el piadoso Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y especialmente los cardenales Mendoza (f. 1495) y Jiménez de Cisneros (f. 1517), laboraron celosamente por reformar y fortalecer sus Iglesias. En los años 1473 y 1512 se celebraron dos importantes Sínodos provinciales, y sus decretos de reforma fueron llevados realmente a la práctica. El clero regular no quedó exento de cumplir los nuevos preceptos. Se impuso la observancia estricta especialmente en las Ordenes mendicantes; todos los monasterios de benedictinos fueron obligados a unirse a la congregación reformada de Valladolid. Un primo del mismo Cisneros llevó a cabo la reforma en Monserrat. A los sacerdotes seculares les exigió que observasen el deber de residencia, y a los párrocos, la confesión frecuente y la homilía dominical. Se declaró la guerra de un modo especial a la ignorancia religiosa. El cardenal Mendoza escribió un catecismo de la vida cristiana para promover la educación religiosa. Se fundaron numerosos Colegios y Un­versidades. El seminario de Granada sería más tarde el modelo que tendrían en su mente los padres del Concilio de Trento al promulgar su decreto sobre los seminarios. Como octava maravilla del mundo consideraron los hombres de aquel tiempo la fundación de la Universidad de Alcalá por Cisneros, a la que el cardenal franciscano dotó de una manera verdaderamente principesca.

Mas las energías no se agotaban en levantar grandiosos edificios para iglesias, universidades y hospitales; a las nuevas instituciones se les encomendaban también grandes tareas y se les asignaban grandes fines. En Alcalá, Cisneros creó no sólo una cátedra de teología tomista, sino también otra de teología escotista e incluso una tercera de teología nominalista; y junto a ellas estableció cátedras de griego y de hebreo. Llamó a su fundación a estudiosos de Salamanca y de París, encargándoles que editasen un texto científicamente fiel de la Sagrada Escritura. Con una liberalidad asombrosa, llegó a invitar incluso a Erasmo a que fuera a España para colaborar en los trabajos. A sus costas y de acuerdo con sus directrices —el texto de la Vulgata no debía ser corregido según el texto griego, sino que debía ser restablecido según los mejores manuscritos latinos— apareció, por fin, como resultado de los más serios trabajos filológicos, la Políglota Complutense, llamada así por el nombre latino de Alcalá, que fue la primera edición impresa del texto primigenio del Nuevo Testamento, al que muy pronto siguió el texto del Antiguo. Los seis tomos se fueron imprimiendo entre 1514 y 1517, pero no salieron a la luz pública hasta 1520, pues hasta después de la muerte de Cisneros no se solicitó la aprobación pontificia. Nadie menos que Erasmo tributó los mejores elogios a la labor realizada por los estudiosos de Alcalá: Gratulor vestrae Hispaniae ad pristinam eruditionis laudem veluti postliminio reflorescenti. También se pensaba editar un Aristóteles en griego y en latín.

Cisneros fue el gran mecenas del humanismo cristiano en España, que, bajo la dirección de Nebrija (cuya actitud crítica frente a las tradiciones de la Iglesia provenía de Lorenzo di Valla), pretendió dedicarse exclusivamente, ya antes de que se acabase el siglo, a trabajar en la Sagrada Escritura. Nebrija encontró numerosos discípulos en sus trabajos para establecer un texto crítico del Evangelio en la época en que había aparecido el nuevo arte de imprimir, texto que incluiría los más diferentes manuscritos, junto con sus errores. Además de esto, Nebrija fue el heraldo del futuro grandioso del idioma de Castilla y el reanimador de la cultura latina, ahora que el país se encontraba ya completamente liberado de la dominación de los moros.

El humanismo cristiano fue favorecido eficazmente por una corriente mística. Se tradujeron obras como la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia; en 1493 apareció un Lucero de la vida cristian;, era conocida la explanación del Miserere hecha por Savonarola. La meta anhelada de todos los dirigentes eclesiásticos parecía ser un cristianismo orientado totalmente hacia la interioridad y la gracia. El estudiar la Etica de Aristóteles, así como a Cicerón, Séneca y Boecio, se apreciaba únicamente como preparación para la imitación de Cristo. Añadió a esto la impresión que a los hombres de aquella época produjo el prodigio de la dilatación de la cristiandad, que iba más allá de todo lo imaginado, y de la cual se sentía instrumento el cardenal español. Se despertaron esperanzas mesiánicas, que se concentraron en torno a Cisneros y, algunos años más tarde, en torno al joven rey. Pero de los teólogos nominalistas de Salamanca salieron los primeros españoles que más tarde se hicieron sospechosos de tendencias luteranas; de sus filas salieron los alumbrados, aquellos místicos que dos generaciones más tarde habían de ser perseguidos rigurosamente por la Inquisición y el Santo Oficio.

Desde el comienzo hubo también en España una oposición contra el humanismo cristiano y contra la labor de crítica textual de Erasmo. Y fue tan ruidosa, que Clemente VII tuvo que amenazar con encarcelar a uno de sus portavoces si no callaba. La misma Políglota de Alcalá no volvió a ser impresa en los decenios siguientes, a pesar del vivo interés existente por la Sagrada Escritura, y el Concilio de Trento ni siquiera la cita. Sólo más tarde, en tiempos de Felipe II, tuvo una reimpresión, lejos de la patria española, en Amsterdam, con el nombre de Biblia Regia.

Al morir Fernando en 1516, a la edad de sesenta y cuatro años, hallándose en camino hacia Sevilla, el anciano Cisneros asumió la regencia, junto con Adriano de Utrecht, preceptor del heredero, Carlos I, y la administró según el espíritu del fallecido rey. Se negó a que se predicase en España la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, la cual había de convertirse en Alemania en el motivo de la aparición de Lutero. Dos meses antes de morir el cardenal, desembarcó Carlos en Asturias. Durante toda su vida Cisneros había intentado fortalecer el poder real frente a la despótica nobleza feudal y las ciudades. Sin embargo, no había logrado un éxito definitivo. Al nuevo rey, al que, al comienzo, se le miraba en España como extranjero y protector de los extranjeros, las Cortes, reunidas en Valladolid, le manifestaron que sólo le prestarían el juramento de fidelidad si también él juraba mantener los privilegios, libertades y usos de los municipios, y sobre todo las leyes que prohibían dar cargos y beneficios a los extranjeros. Cuando más tarde, al saberse que Carlos había sido elegido emperador romano-germánico, éste desatendió los ruegos de los españoles de que no abandonase el país y emprendió viaje hacia el norte en 1520, estallaron alborotos en las ciudades. Estos se dirigían aparentemente contra las depredaciones de los extranjeros, pero en realidad iban contra el mismo Carlos. Sólo la derrota de la rebelión general, a la vuelta de Carlos en 1522, a causa de la cual las ciudades perdieron sus libertades y privilegios, a la vez que sufrieron sensibles daños en su vida comercial, dio al rey de España aquella plenitud absolutista de poder y de recursos, que más tarde Carlos V había de poder emplear, militar y financieramente, en sus empresas, que se extendieron a todo el mundo.

EL NUEVO CAMPO MISIONAL

El territorio sobre el que reinaba Carlos I había sobrepasado hacía ya tiempo las fronteras de Occidente. En el campamento de Granada había aparecido en 1492, ante los vencedores Reyes Católicos, el genovés Cristobal Colón, a fin de conseguir de ellos apoyo para sus planes de encontrar por Occidente el camino hacia la India. El 3 de agosto del mismo año partió, con tres carabelas, del puerto de Palos de Moguer; y el 12 de octubre llegó, sin saberlo, a territorio americano. Tres viajes posteriores ampliaron el radio de sus descubrimientos; otros audaces y osados marineros, aventureros y conquistadores siguieron su ejemplo. Ante los ojos de los contemporáneos surgió un Nuevo Mundo sobre cuyo suelo fueron plantadas la bandera española y la cruz de Cristo. Indudablemente Colón emprendió sus aventurados viajes «por Dios y por el oro». Pero al dar nombre a los nuevos territorios (San Salvador, Santa María, Trinidad) realizó una especie de bautismo, iniciando la cristianización del Nuevo Mundo. La consecuencia de estos viajes fue una dilatación gigantesca del Orbis cbristianus. La Iglesia había sobrepasado ahora las fronteras de Occidente. Un inmenso campo nuevo de actuación, un ingente campo de trabajo se abría ahora ante ella: el mundo entero.

Cuando Colón, a la vuelta de su primer viaje, se presentó ante Isabel en la Plaza Mayor de Barcelona y los indios que había traído consigo solicitaron el bautismo, que les fue administrado en la catedral de la ciudad, siendo madrina la misma reina, comenzó al mismo tiempo una de las épocas más grandiosas de la historia misional de la Iglesia. En el segundo viaje de Colón marchó ya un benedictino de Monserrat, Bernardo Boil, a quien el rey había nombrado director de un grupo misionero de doce hombres. La santa misa se celebró por primera vez en el Nuevo Mundo en Haití, en la fiesta de la Epifanía de 1494, y en septiembre de ese mismo año se administró el primer bautismo. El reino de Dios había llegado, aun cuando Boil volvió el mismo año a España.

Al igual que todos los asuntos eclesiásticos españoles, la labor misionera estuvo inseparablemente unida desde el principio con la política. Un poco de la compacta unidad de la Alta Edad Media parecía haber arribado así, con la misión, al Nuevo Mundo. Es extraño que alguien se escandalizase de ello, como el dominico P. Las Casas. Más frecuente era una consideración verdaderamente escatológica de las cosas, tal como la expresó por escrito, a finales del siglo XVI, el franciscano Mendieta: Dios, decía, había destinado a los españoles para ser su pueblo escogido y había exaltado sobre todo el mundo, en la persona de Carlos V, al emperador-mesías. El milenario reino del Apocalipsis estaba próximo. Pero en el terreno de las cosas concretas hubo, más de una vez, dificultades y colisiones. Cuando Portugal, que poseía la jurisdicción espiritual sobre todos los territorios recién descubiertos, protestó contra la toma de posesión por España de la India de Occidente, fue el papa Alejandro VI quien, a ruegos del rey Fernando, resolvió las dificultades, con las cuatro famosas bulas del año 1493. Los territorios ya descubiertos y los que se descubrieran al oeste se donaban a la corona española, con el encargo expreso de que llevase la religión cristiana a los pueblos que poblaban aquellas islas y el continente. Se trazó, de polo a polo, una línea de demarcación que corría al oeste de las Azores. La India oriental sería territorio de dominio portugués, y la «India occidental», de dominio español; a ambas naciones se les imponía la misma condición de misionar la población indígena. En el tratado de Tordesillas de 1494, los dos países desplazaron esta línea 370 millas más al oeste.

La corona española tomó en serio desde el principio esta tarea misionera. Con el nuevo gobernador llegaron a Haití en 1502 diecisiete franciscanos, y en 1519 arribaron los primeros dominicos; en 1511 llegaron veinticuatro misioneros a Puerto Rico. Ya en 1616 ordenó Cisneros que ningún barco podía partir hacia el Nuevo Mundo sin llevar sacerdotes a bordo. En 1522 se habían erigido ya ocho obispados en las Antillas. En 1522 desembarcaron en Méjico tres franciscanos holandeses, elegidos por el confesor del emperador, a los que siguieron, al año siguiente, los «Doce Apóstoles», que eran religiosos españoles. A su llegada, Cortés salió a su encuentro y, con asombro de los aztecas, bajó de su caballo, se arrodilló humildemente ante el grupo de frailes y les pidió su bendición. En 1526 uno de ellos fue nombrado primer obispo de la ciudad de Méjico. En los diez años siguientes fueron llegando dominicos y agustinos. Estos primeros misioneros no sólo eran hombres ejemplares y deseosos de ganar almas, sino también gentes cultas. Para poder misionar tuvieron que comenzar por aprender varias lenguas, cuya composición era radicalmente distinta de todas las europeas. Pero en el transcurso de pocos años pudieron publicar los primeros diccionarios y los primeros catecismos en los idiomas de los indígenas. Los resultados de la labor misionera fueron extraordinarios, realmente inverosímiles. En veinte años habían sido bautizados algunos millares de hombres; 8.000, 10.000, más aún, 14.000 bautizos en un día no eran algo raro para dos franciscanos. Se puede tener una opinión distinta acerca del método de misionar, se puede poner objecciones a la calidad de las conversiones, pero los números mismos son citados de manera tan inequívoca en las diversas fuentes, que no puede caber duda de ellos. Las cinco provincias de los franciscanos y las tres de los dominicos existentes en Méjico a finales del siglo, son una prueba más del brío con que se acometió esta labor y del eco que había encontrado en este país.

Uno de los más importantes campos de actividad fue la escuela. Ya el mismo año de su llegada, los «Doce» fundaron el primer centro de enseñanza, en el que se buscó el método pedagógico más adecuado a los indígenas y se transformó de raíz su vida. Junto a la religión y las otras disciplinas corrientes, los indios aprendían aquí, bajo la dirección de los religiosos, todas las habilidades manuales y técnicas de los europeos: la construcción de casas y puentes, el tejido de telas y la elaboración de instrumentos domésticos, el cultivo de la tierra, la cría de ganados y la cerámica. En todo eran competentes estos frailes; curaban a los enfermos y consolaban a los moribundos, enseñaban a los niños y enterraban a los muertos, corregían a los equivocados y defendían a los oprimidos contra toda explotación, reemplazando en poco tiempo a íos personajes que antes dirigían la sociedad pagana. Crearon un país católico, que pronto encontró su centro religioso en el santuario mariano de Guadalupe, aunque, ciertamente, también sufrió después la tensión entre el clero secular y el regular, y pocos decenios más tarde cayó en un cierto letargo bajo una administración colonial secularizada. También en Sudamérica la misión marchó al mismo compás que la conquista; los misioneros caminaban, por así decirlo, tras las huellas de los conquistadores. Sin embargo, los éxitos no fueron tan contundentes como en Nueva España (Méjico). Mientras que aquí fue un pueblo civilizado el que se llevó a la verdadera fe, en Sudamérica fue necesario acostumbrar antes a las tribus indias, más o menos nómadas, a la vivienda fija, a la regla, la ley y el trabajo.

También la mayor población europea de estos países trajo consigo no pocas rebeliones y retrocesos, dada la ferocidad de los indios y los latrocinios y la explotación, con frecuencia brutales, de los conquistadores y colonos. La pluralidad de formas que la Iglesia misionera llegó a encontrar es asombrosa. Va desde la Universidad de los dominicos en Lima (1535), en el antiguo y elevado Imperio incaico de Perú, hasta las aldeas misioneras de Ecuador y Paraguay, en las que los indios, sistemáticamente instruidos, religiosamente dirigidos y educados para el trabajo por los religiosos, y, a la vez, aislados de la malsana influencia de los colonizadores, habían de vivir la forma de sociedad cristiana adecuada a ellos.

EL P. BARTOLOME DE LAS CASAS

Toda concentración de indígenas, y su cuidado especial, ya se realizase en las ciudades-monasterios de Méjico o en las «reducciones» del Gran Chaco, en Paraguay, despertaba ciertamente la resistencia y la repulsa hostil de los colonos y propietarios europeos. En los indios, de los que necesitaban indispensablemente, dada la falta de animales de tiro y de carros, veían ellos mano de obra barata y gratis. Los indios eran, en efecto, paganos, y por ello, según la opinión de muchos teólogos, no poseían derechos de ninguna clase en una sociedad cristiana. Una nueva esclavitud surgió de esta manera en América. Pero los misioneros, al concentrar ahora a los indios, los substraían a los colonos.

Muy pronto se entabló una lucha a fondo en torno a aquellos nuevos cristianos. El problema en cuestión eran los derechos humanos universales de los indios. Uno de los méritos inmortales de la Iglesia consiste precisamente en haber hecho triunfar el principio de la igualdad de las razas; haberlo hecho triunfar poco a poco, desde luego, pero sin acudir a las violencias externas, empleando tan sólo los medios de la enseñanza, de la protesta y del sacrificio personal de sus obispos y sacerdotes. El dominico P. Bartolomé de las Casas se convirtió en defensor de los derechos del hombre y en campeón de la libertad de los indios, a pesar de los duros obstáculos con que tropezó incluso en determinados círcu­los eclesiásticos.

La relación de los indios con sus nuevos dueños se basaba, jurídicamente, en la llamada «encomienda». A todos los españoles que habían hecho méritos especiales en el Nuevo Mundo se les concedía el derecho de imponer impuestos a los indios que se les habían encomendado de por vida, y de obligarlos a trabajar, así como el deber de cuidarse de su bien espiritual y corporal. En la realidad práctica de la vida cotidiana este sistema no significaba otra cosa que la adjudicación de indios para realizar trabajos forzados en las minas y plantaciones. Las Casas, que en 1502 había llegado a Haití con una encomienda de este tipo, y que luego había sido ordenado sacerdote en Roma y había predicado en Cuba entre los indígenas, se dio cuenta, en la isla de Santo Domingo, gracias al valeroso sermón de un dominico, de la injusticia de todo este sistema. Las Casas renunció a su encomienda, pero su ejemplo fue imitado por muy pocos de sus connacionales. Entonces acudió a la corte de España, para interceder allí en favor de los indios. Consiguió del regente Cisneros que nombrase una comisión investigadora, con la cual volvió a América. Aquí la labor de ésta le pareció demasiado tímida. Por ello volvió de nuevo a España y presentó sus propios planes: Para sustituir a los indios, que morían prematuramente en las minas y plantaciones, propuso que se llevasen a América esclavos negros, más robustos, escogiéndolos entre los que hubieran sido derrotados en una guerra justa. La vida le enseñó más tarde, ciertamente, cuán injustas eran las guerras en que los portu­gueses habían apresado a los negros y les habían reducido a esclavitud.

Mas su pacífica labor misionera y colonizadora tropezó con la resistencia de funcionarios y comerciantes españoles. Con el fin de poder continuar su lucha en favor de los indios, Las Casas se hizo ahora dominico. En sus escritos atacó denodadamente el que se ejerciese coacción en la misión, y pidió que el único camino fuese la predicación y la libre aceptación de la fe. Sus memoriales dirigidos al Consejo de Indias, en los que recalcaba de modo especial que la única justificación de la pre­sencia de los españoles en el Nuevo Mundo era el deber de misionar, tuvieron finalmente el resultado de que Carlos V promulgase en 1542 las «Leyes Nuevas»; en ellas se prohibía la esclavitud, se equiparaba a los indios con los españoles, en lo relativo a los impuestos, y se suprimían las encomiendas. Como obispo de Chiapa, en Méjico, Las Casas había de llevar a la práctica las nuevas leyes. Mas los colonizadores españoles promovieron una revuelta contra él. Tuvo que volver a España, y tras una entrevista de importancia histórica que tuvo con el Consejo de Indias, en presencia de Carlos V, fue declarado libre de toda culpa. Las Casas renunció a su diócesis y permaneció en España como consejero de la corte y defensor de los indios. Con su obra brevísima relación de la destrucción de las Indias pretendía evitar que el rey realizase nuevas conquistas en el Nuevo Mundo. Con este escrito fomentó también ciertamente en gran manera, contra su voluntad, la «leyenda negra» antiespañola. Todavía a sus ochenta y dos años se presentó Las Casas ante Felipe II y defendió los derechos de los indígenas.

Como verdadero humanista, Las Casas había advertido el valor de las culturas extrañas y pedía que la misión y sus métodos se acomodasen a aquéllas. Sus adversarios no eran sólo, ciertamente, la codicia y el egoísmo de los colonizadores. Contra él estaban también los teóricos que intentaban repensar desde una perspectiva aristotélico-escolástica los problemas que el descubrimiento de América había planteado. A fin de cuentas, la guerra que se hacía a los indígenas había que justificarla también ante la conciencia moral ¿Qué eran aquellos indios? ¿Eran paganos o cristianos vueltos al paganismo, eran personas racionales o animales salvajes, seres intermedios entre el hombre y el animal? ¿Eran bárbaros que era preciso someter al poder de los civilizados españoles, para llevarlos a la religión y a los sentimientos cristianos? ¿Pueden los indios aprender a vivir como los trabajadores cristianos de España? ¿Se puede hacer la guerra a los infieles precisamente por ser infieles? ¿Pueden los cris­tianos imponer castigos a los paganos si éstos han pecado contra la ley natural? Estas y otras preguntas semejantes inquietaban a los teólogos y juristas de España y de otras naciones. Sin inmutarse, Las Casas defendía en todos estos problemas, por hablado y por escrito, la total paridad de los indios con los hombres de otras razas, la posibilidad de realizar la cristianización por medios pacíficos, la colonización pacífica del Nuevo Mundo, la ilegalidad de la guerra en América. En esto era un discípulo fiel del general de su Orden, el cardenal Cayetano, que fue el primero que, en 1517, defendió que los paganos de los países recién descubiertos no eran, ni de derecho ni de hecho, súbditos de los príncipes cristianos. Los métodos misionales de los príncipes cristianos deben guiarse por este principio: «Ningún rey, ningún emperador, y ni siquiera la Iglesia romana, puede hacerles la guerra».

En el P. Las Casas se agitaba la conciencia moral de la España católica. A su influjo hay que atribuir el que, finalmente, bastante tiempo después de su muerte, la nueva legislación real de 1573 recusase el concepto de conquista. Las Casas no se encontraba sólo, desde luego. Al menos en la práctica los misioneros consideraron siempre a los indígenas como hombres plenos, capaces de recibir el cristianismo, aun cuando en Méjico se dudó durante algún tiempo en dar la sagrada eucaristía a los indios, e incluso un Sínodo celebrado en la ciudad de Méjico en 1555 prohibió que se permitiese a los indios acceder a las órdenes superiores —los primeros franciscanos llegados al país habían pensado de manera distinta.

EL PATRONATO DE LA CORONA

La Curia romana se dio cuenta desde el primer momento de que los audaces viajes marítimos de descubrimiento que partían de Palos, Cádiz y la desembocadura del Tajo revelaban un número ingente de iniciativas y energías misioneras, y las movilizó conscientemente, apoyándolas con todos sus medios. Pues, en efecto, mucho antes que España, había sido Portugal, la otra nación de la Península Ibérica, la que, desde Enrique el Navegante (f. 1460), había esperado encontrar, por medio de expediciones metódicas, aliados contra los moros de Marruecos. Naves portuguesas habían rodeado ya la punta meridional de Africa, habiendo llegado, desde Zanzíbar, a la costa occidental de la India. En el año 1500 descubrieron Brasil, y diez años más tarde ocuparon Goa, en la costa de la India.

Desde el comienzo iba unido con estas empresas el pensamiento de la propagación del Evangelio. De nuevo estaba presente la Iglesia en los territorios recién descubiertos, en la persona de los miembros de la Orden de Cristo, a cuyo frente había estado, en efecto, Enrique el Navegante. Los papas habían encomendado en otro tiempo a esta Orden la misión de rechazar el Islam y el paganismo y proteger la cruz de Cristo, y todavía en vida de Enrique, Calixto III había concedido al prior de la Orden de Cristo toda la jurisdicción espiritual sobre los actuales y futuros territorios ultramarinos de Portugal. Después que el mismo rey asumió el cargo de Gran Maestre, él mismo desempeñó también este patronato, es decir, la jurisdicción espiritual sobre todas las colonias. Con ello asumía la obligación de financiar la erección de los obispados y parroquias y de preocuparse del envío y mantenimiento de los misioneros. Las sumas que el rey o la Orden de Cristo tenían que aportar por tal motivo no eran pequeñas. Pero la rica dotación de las Iglesias demuestra que los reyes tomaban muy en serio sus obligaciones. A cambio de esto tenían toda una serie de privilegios: elección y envío de los misioneros, nom­bramiento de los obispos, fijación y cambio de los límites de las diócesis, la jurisdicción espiritual, es decir, toda una suma de privilegios que iban mucho más allá de los derechos ordinarios de patronato. Al rey se le había encomendado, por así decirlo, por encargo del papa, la predicación del Evangelio y la administración eclesiástica en todos los territorios ultramarinos. Por orden del rey marcharon los misioneros al Congo y fundaron allí el primer reino cristiano; por mandato suyo marcharon en 1503 dos franciscanos a misionar el recién descubierto Brasil; como legado del rey desembarcó san Francisco Javier en 1542 en Goa, que era el obispado de la base portuguesa en Oriente y que había sido erigido pocos años antes. Pero cuando España se presentó, al lado de Portugal, como nación marinera y descubridora, los papas concedieron también a los Reyes Católicos lo que antes habían concedido al rey de Portugal. Ya en 1501 se les reconoció todos los diezmos de «Indias». Y una bula de 1508 les otorgó todos los derechos de patronato, el derecho de presentación para los beneficios y monasterios existentes en todos los obispados ya erigidos o que se erigiesen, y el derecho de fijar y cambiar los límites de las diócesis. Adriano IV aseguró incluso a su antiguo discípulo Carlos V que el envío de los misioneros debía ser considerado por sus superiores legítimos como missio canónica, esto es, como algo oficial de la Iglesia. De esta manera también el rey de España se convirtió en cierto modo en predicador de la fe, con el derecho y el deber de desig­nar, enviar y mantener a los misioneros, los cuales podían ser mandados incluso contra la voluntad de los superiores de la Orden, si éstos, por negligencia, no hubieran puesto a disposición ningún personal. El rey de España —ésta fue pronto la convicción de muchos misioneros y juristas— ejercía, en las cuestiones eclesiásticas de su imperio americano, un vicariato, que se basaba en el deber de misionar, impuesto por el papa. La Santa Sede rechazó desde luego tales ideas, y en el sigloXVII incluyó en el Indice una obra que exponía la función misional de la potestad civil.


 

CAPITULO SEGUNDO

LA CRISIS EN LA VISPERA DE LA REFORMA PROTESTANTE

 

La historia no es el resultado de procesos económicos ni una función de las circunstancias sociales. Pensar esto equivaldría a pasar por alto el poder de las ideas y, sobre todo, a negar la libertad de las decisiones humanas. Mas este campo de la libertad, en el que se toman las decisiones, es moldeado poderosamente por las realidades externas. Estas crean las situaciones especiales que luego reclaman la entrega y la decisión, así como la atmósfera que favorece el decidirse por esto o por aquello. Esto es cierto también con respecto a la Iglesia, a pesar de su vertiente teológica, que para los fieles es una vertiente sobrenatural. La Iglesia, en efecto, se encuentra indisolublemente incardinada en el mundo, y quiere conducir a su fin eterno a los hombres de cada siglo, dentro precisamente de su propia circunstancia.

Aplicando lo dicho a la historia de nuestro período, esto significa que las influencias económicas y sociales de los siglos XV y XVI no fueron la causa de la Reforma protestante, pero sí crearon las condiciones que hacen comprensible el comienzo de la innovación de la fe y su difusión asombrosamente rápida. El alejamiento de la Iglesia medieval puede hacerse así más comprensible. Con ello no se exime, sin embargo, a las conciencias de los grandes y pequeños actores de la responsabilidad por la pérdida de la unidad religiosa. A pesar del agravamiento crítico, casi explosivo, de la situación después de 1500, la Reforma protestante sigue siendo la obra personal del fraile de Wittenberg.

LA NUEVA ECONOMIA

El siglo anterior a la Reforma protestante trae consigo una reorganización total de las formas económicas. La aparición de la economía financiera, su difusión desde Italia a Francia, a Inglaterra, a Flandes y sobre todo al sur de Alemania tuvo que llevar a la Iglesia a una grave crisis económica. Al decir Iglesia nos referimos aquí a todos los elementos de la vida eclesiástica, empezando por el pontificado y la Curia, pasando por los obispos y cabildos, y acabando por los monasterios y las parroquias rurales, a excepción tal vez de los párrocos de las ciudades florecientes. El patrimonio de la Iglesia consistía, en efecto, sobre todo en tierras, que eran dadas en feudo o en abriendo; los ingresos de las parroquias se basaban casi completamente en donativos en especie, y los de los monasterios y demás corporaciones económicas eclesiásticas, en diezmos y rentas rústicas principalmente. Una serie de continuadas devaluaciones de la moneda disminuyó la capacidad adquisitiva de los ingresos financieros, de los diezmos cobrados y de los demás impuestos. Dado el estancamiento de la población y la emigración a las ciudades, el campo y las tierras perdieron valor. Los obreros del campo fueron siendo cada vez más escasos. Con ello se resintió la economía autónoma de los monasterios. Los molinos y granjas decayeron. Las guerras que asolaron Bohemia y los territorios limítrofes, el sur y el norte de Italia, Escocia, España y Borgoña —Alemania es algo más afortunada— dejaron sentir sus efectos. Las cosechas eran arrasadas, las aldeas y las granjas monacales, incendiadas, y los monasterios, saqueados. La economía experimentó un proceso de atrofia del que se resintieron sobre todo la economía campesina y los propietarios de tierras. La Iglesia va perdiendo cada vez más una parte de sus bienes, los vende por necesidad o los hipoteca a judíos, como garantía de deudas contraídas. Cada construcción de un monasterio o de una iglesia representa una reducción del patrimonio y, por tanto, una disminución de los ingresos corrientes.

Esto no dejó de tener consecuencias para la vida interna de la Iglesia. Los obispos pierden su independencia respecto de los fieles. Decaen los estudios en las antiguas y famosas Universidades, porque las Ordenes religiosas no pueden enviar a sus jóvenes estudiantes a los Colegios. Los monjes descuidan la vida espiritual y religiosa, pues tienen que ocuparse en cultivar las posesiones de los monasterios o procurarse el sustento. En la selección de los novicios se es extraordinariamente liberal, ya que faltan vocaciones. Los monasterios piden que se les confien parroquias, a fin de subvenir a su indigencia. La acumulación de beneficios en una sola persona, cosa que iba contra el sentido y el derecho de todo el sistema de beneficios, pasa a ser algo usual, pues un solo beneficio no es ya capaz de alimentar al beneficiario de acuerdo con su rango.

La guerra convirtió a los monjes en soldados. La inseguridad de los caminos proporcionó a los obispos un pretexto real o ficticio para descuidar su obligación de visitar la diócesis y de residir en ella. La pobreza obligó a los párrocos rurales a ganarse el pan de un modo distinto. La decadencia económica indujo a los papas a emplear medios siempre nuevos, nuevas «prácticas» para asegurar y mantener los ingresos de la Curia, y no digamos para aumentarlos. Los papas organizan sistemáticamente el sistema de impuestos. Los obispos intentan imitarles. A esto se añaden los impuestos que había que pagar al soberano del territorio. El priorato catedralicio de Canterbury debía entregar al papa y al rey el 46 por 100 de sus ingresos. Es esta, desde luego, una cifra no corriente, pero que resulta casi insoportable. Por otro lado, los hombres de aquella época carecían de una visión general y de conjunto de la economía, lo que les hubiese hecho conocer las causas de todo aquel mal. Por ello, sólo veían a los cobradores de impuestos enviados por el papa, que no dudaban en castigar con penas eclesiásticas, incluso con la excomunión, a los que no pagaban, y creían que el papa era el verdadero culpable de todo aquello. Las vehementes quejas y acusaciones contra la política financiera del pontificado se convirtieron realmente en el tópico del siglo, y eran repetidas incluso por aquéllos a los que no afectaba en absoluto el mal.

Adherirse a las formas económicas que prevalecerían en el futuro era algo que la Iglesia no podía hacer, debido a su prohibición del préstamo a interés. Los negocios bancarios, realizados también por los papas desde el siglo XIV, negocios que hicieron acumular inmensas riquezas a los Medici y a otras familias de Florencia y de Siena y que convirtieron a comienzos del siglo XVI, a los grandes comerciantes de Augsburgo, en maestros de una actuación financiera política, y a Jacobo Fugger el rico en una persona que debía intervenir necesariamente en los grandes proyectos dinásticos y políticos, fueron considerados por las concepciones rigurosas de la Baja Edad Media en cierto modo como una especie de usura pecaminosa. Es verdad que en Italia la gente aprendió a saltar con una cierta elegancia por encima de las dificultades morales. Finalmente, el mismo Pío II, que era de Siena, introdujo en los Estados Pontificios el monopolio del alumbre, y en Florencia se consideró muy pronto como normal el exigir un interés del 7 al 8 por 100. Los escrúpulos morales se acallaban entregando una parte de los propios ingresos para fundaciones piadosas y caritativas; con ello se ofrecía asimismo ocasión de hacerse propaganda.

Los representantes alemanes del primer capitalismo se enfrentaron de un modo más serio y concienzudo con este problema. Cuando los comerciantes de Augsburgo o la Sociedad Comercial de Ravensburgo escribían en sus libros, en su propia cuenta, la expresión «capital de nuestro Señor Dios»; cuando los Fugger o Fúcar, en el balance de 1511, indicaban que el capital del santo titular de Augsburgo, san Ulrico, ascendía a 15.000 florines; cuando Jacobo Fugger erigía, «para alabanza y en agradecimiento a Dios» la fundación social más grande del siglo, el barrio de los Fugger, con sus 142 viviendas, no eran éstas fórmulas vacías, sino signos de aquella armonía entre piedad y afán de lucro, fe y vocación temporal, en que vivían estos jefes de las finanzas. También se había intentado solucionar teóricamente el conflicto, después de que predicadores populares como el alsaciano Geiler de Kaisersberg y Sebastián Brant atacaron violentamente los monopolios y los intereses, y el canónigo de Eichstátt, Adelman de Adelmansfelden, un humanista, aplicó demasiado claramente al «usurero» Jacobo Fugger su comentario al De usura vitanda, de Plutarco. Entonces los Fugger solicitaron los servicios del joven pero ya famoso profesor Juan Eck, de Ingolstadt, que había dado en esta ciudad su primer curso sobre problemas económicos. En él había afirmado que el prestar dinero a interés no constituía usura. Juan Eck celebró, en el convento de carmelitas de Augsburgo, una disputa sobre la licitud del préstamo a interés. Una disputa preparada por Eck en Ingolstadt fue prohibida por el obispo de Eichstätt, a cuya diócesis pertenecía la ciudad. Entonces Eck, que había defendido en un tratado el interés del 5 por 100, marchó en 1515, apoyado por los Fugger, a Bolonia, donde de nuevo celebró una disputa sobre la licitud del préstamo a interés, consiguiendo ganar para sus ideas a los dominicos. También la universidad de París era favorable a sus ideas. Se tenía, pues, ya la justificación teológico-moral de la nueva forma de economía, justificación que, desde luego, se apoyaba sólo en la autoridad de un profesor. En cambio, la Iglesia oficial mantuvo todavía de modo absoluto, durante todo el tiempo de la Reforma protestante, la prohibición de cobrar intereses.

LA CIUDAD Y EL CAMPO

La forma de economía del capitalismo primitivo se desarrolló en las ciudades, cuyo florecimiento tiene lugar en el período que antecede inmediatamente a la Reforma protestante. Aquí vamos a tratar principalmente de las ciudades alemanas, que, en comparación con las de Francia e Inglaterra, se distinguían por su libertad cívica y por la independencia del sistema político. De las 85 ciudades reseñadas en el registro imperial de 1521, 65 eran entonces de hecho directamente imperiales, es decir, dependían directamente del Imperio. A pesar de su número tan grande, estas ciudades no constituían un factor de poder político. Les faltaba para ello la guía política e igualmente la unión entre sí. Las ligas de ciudades, establecidas para garantizar la seguridad pública, estaban completamente sometidas al influjo de los príncipes, y éstos se resistían, con obstinada energía, en las Dietas, a admitir la igualdad de derechos de las ciudades.

A cambio de esto, la posición económica de éstas era tanto más fuerte, pues habían participado destacadamente en la revolución espiritual que significó para el pueblo alemán el rápido tránsito de la economía agraria a la economía financiera. Favorecida por la administración autónoma de las ciudades, en la cual participaban ya no sólo los patricios, sino también los gremios y las corporaciones, se fue desarrollando una poderosa conciencia del propio poder. Esta se puso de manifiesto no sólo en aquellas soberbias casas de burgueses, de elevadas fachadas y magníficos patios interiores, que antes de la Segunda Guerra Mundial orlaban todavía tantas «plazas mayores» (Marktplaiz) o escoltaban or- gullosamente la «calle del Imperio» (Reichs strasse). La iglesia principal de la ciudad era la expresión de la armonía serena, que reinaba también en estas burguesías libres, entre la conciencia cívica y una gran devoción religiosa. Generaciones anteriores habían comenzado a construir templos gigantescos en Ulm, Friburgo y Estrasburgo, en los cuales se siguió trabajando hasta la Reforma protestante. Las ciudades más pequeñas intentaban competir con las mayores. En estas edificaciones podía encontrarse una extraña acumulación de artesanos, los cuales, por su parte, encontraban trabajo desde Praga hasta Milán e intercambiaban ideas entre sí.

La burguesía se identificaba casi con la iglesia principal de su ciudad. Los libros de donaciones de las grandes iglesias revelan la participación de todas las capas de la población. Junto a los donativos se encuentran las prestaciones personales y los legados. Sin embargo, más de una vez la construcción de la iglesia superaba la potencia económica de la ciudad, y entonces se pedía ayuda y subsidio de fuera. Un medio para conseguir esa ayuda eran las indulgencias. Son innumerables los permisos dados para hacer colectas, con concesiones de indulgencias por los obispos. Para los proyectos de mucha categoría, el Consejo de la ciudad se dirigía a Roma. Estrasburgo, Friburgo, Constanza y Zurich son algunos ejemplos, escogidos al azar, de las concesiones de indulgencias por los papas. En ellas se asociaba un donativo en dinero para la construcción de la iglesia, hecho como obra de penitencia, con la remisión de penas temporales por los pecados. Sólo la acumulación de tales indulgencias y, además, la exigencia de la Curia de participar en los beneficios para atender a los fines generales de la Iglesia, suscitó la crítica violenta contra las indulgencias para construir iglesias y contra la indulgencia en cuanto tal.

Los burgueses consideraban la iglesia de la ciudad como su templo propio. No es sólo que en ellas erigieran sus túmulos, para los cuales construían con frecuencias capillas enteras. También controlaban los bienes de la iglesia, poniendo para ello administradores, e intentaban imponer su voluntad propia en el terreno de la política personal. La iglesia, con sus numerosos altares y beneficios, fundados por los burgueses, debía favorecer tan sólo, en lo posible, a los hijos de la ciudad. Para ello el Consejo se preocupaba solícitamente de conseguir el patronato sobre las iglesias y capillas de la ciudad. Cuando esto no se lograba, se prefería a veces edificar una iglesia propia de la ciudad, o influir sobre la iglesia parroquial, fundando una canonjía para un predicador. Poco a poco fue dejando de haber, en las muchas ciudades imperiales, algún beneficio que el obispo pudiera proveer libremente. Las ciudades intentaban someter a su dominio incluso a los monasterios radicados dentro de sus muros. Les imponían tutores que cada año tenían que dar cuenta de la administración de los bienes y posesiones, y que hacían también inventarios de las riquezas del convento, para poder obligarles así a pagar impuestos. En esta cuestión las ciudades tropezaban ciertamente con un antiguo privilegio, garantizado por el Derecho canónico: la exención de impuestos del estamento clerical. Las múltiples donaciones de tierras y posesiones hechas a iglesias y monasterios tenían que perjudicar gravemente la capacidad tributaria de la ciudad. A los simples clérigos todavía se les podía conceder tal privilegio; pero la exención de impuestos favorecía a menudo, a través de los patronatos y fincas pertenecientes a monasterios y fundaciones ajenos, a éstos y al clero feudal. Además, las importaciones de mercancías por los monasterios o las tabernas propiedad de la Iglesia hacían competencia a los ciudadanos particulares o perjudicaban el comercio de las ciudades marítimas (Suecia). Por ello las ciudades exigieron de las instituciones eclesiásticas tributos, dinero contante y sonante, o bien prendas, o prohibieron totalmente las fundaciones de bienes raíces entregados a «manos muertas». Asimismo los hospitales, que recibían constantemente ricas donaciones y legados, pasaron a depender de las ciudades. Los administradores civiles se convierten en los únicos representantes del hospital, cuyos servicios debían favorecer únicamente a los habitantes de la propia ciudad; por su parte, los derechos de dominio sobre los hospitales debían ser incluidos en el marco de la política de la ciudad dentro del territorio. De esta manera, al comienzo de la innovación religiosa se había creado —de modo paralelo al dominio de los señores territoriales sobre la Iglesia en la Baja Edad Media— un sistema compacto de la jerarquía eclesiástica de la ciudad, que había de tener una importancia decisiva para el destino de la Reforma protestante en las ciudades imperiales.

Las muchas fundaciones existentes en las iglesias y capillas exigían un clero numeroso para decir las misas vinculadas obligatoriamente con aquéllas. Tendencias semejantes se dejaban sentir también, por lo demás, en las muchas ciudades alemanas no independientes, y en las de los Países Bajos, que en parte llegaban a alcanzar incluso la extensión de Londres. Ello hizo que en el siglo anterior a la Reforma protestante aumentase de modo extraordinario el número de clérigos que vivían en las ciudades. Es éste un fenómeno que puede comprobarse en todos los países. No siempre es posible indicar, desde luego, cifras exactas, dado que el número de las fundaciones no tiene siempre que coincidir necesariamente con el de clérigos. Pero, como ilustración de una situación general, pueden bastar unas pocas indicaciones. En la catedral de Estrasburgo había en 1521 veinticuatro canónigos, a los que se añadía el collegium de los sacerdotes no nobles, con 63 prebendados, que eran auxiliados todavía en el culto por 36 capellanes. En 1536 había en la catedral de York 55 capellanes (chantries). Cuando santa Teresa de Avila inauguró su primera fundación en Medina del Campo, había en esta ciudad, según nos dice su biógrafo, además de las dos parroquias, la colegiata, con dos cabildos de 80 sacerdotes, dieciocho conventos y nueve hospitales. Se dice que en Inglaterra había de 10.000 a 12.000 sacerdotes seculares para una población aproximada de tres millones de habi­tantes.

En contraposición a las ciudades, los caballeros y los campesinos eran estamentos en decadencia. El desarrollo del arte de la guerra, la introducción de las armas de fuego y de los ejércitos de lansquenetes hicieron realmente innecesarios a los caballeros. Su riqueza, que, al igual que la de la Iglesia, estribaba en bienes raíces, disminuía, mientras el comercio de las ciudades próximas era cada vez más floreciente. Además, la clase social entera estaba completamente dispersa, y cada uno tenía sólo miras egoístas. El caballero no servía ya al Imperio, sino únicamente a sí mismo, y se oponía incluso a que se regulase de modo general la seguridad pública. No pocos caballeros creían que las circunstancias cambiarían muy pronto; por ello acogieron con gozo desde el principio la aparición de Lutero, pensando que, en su nombre, podían suprimir radicalmente, en provecho propio, las posesiones eclesiásticas. Pero Sickingen sufrió una grave derrota, que afectó a la caballería en­tera, cuando emprendió una campaña de rapiña en dirección a Tréveris.

También los campesinos estaban descontentos, y esto ocurría no sólo en Alemania. En Inglaterra los poseedores de tierras se pasaban entonces de la economía del diezmo a la economía del arriendo, de la agricultura a la ganadería. La tierra fue considerada como inversión de capital por los comerciantes que se habían enriquecido en el comercio. La economía de pastos requería muchos menos arrendatarios. Los antiguos campesinos emigraron a las ciudades, convirtiéndose en jornaleros asalariados al servicio de la incipiente industria textil. En Alemania la situación económica de los campesinos no era mala de suyo; pero, excepto unos pocos, carecían de libertad personal. Los diversos grados de falta de libertad se habían ido acercando cada vez más, y ya sólo se hablaba, en general, de la «pobre gente» o del «plebeyo». El cultivo de tierras recibidas en feudo de los señores llevó por sí mismo a la servidumbre. De hecho, sin embargo, en Flandes y en el Rin las cargas que pesaban sobre los plebeyos se hicieron cada vez menores. El campesino ascendía también aquí, cada vez más, a la categoría de arrendatario —tanto más enojosos le parecían, por ello, los intereses y rentas, los obsequios que debían hacer anualmente en señal de acatamiento, los tributos en caso de muerte, la restricción de la libertad de movimiento, la prohibición de cazar y pescar, sobre todo la transformación de los pagos en especie en pagos en dinero, y los nuevos tributos destinados a compensar al propietario o el señor feudal por la desvalorización del dinero. Los propietarios de tierras —entre los que, una vez más, estaba la Iglesia— intentaban, siempre que moría el anterior feudatario, imponer nuevas condiciones y transformar los feudos hereditarios en feudos eventuales. Frente a esto, los campesinos reclamaban el «derecho antiguo» y pensaban que el comportamiento de sus señores iba contra la ley divina y humana. La introducción del derecho romano escrito y el auge económico de los habitantes libres de las ciudades los excitaron todavía más, de tal modo que, ya antes de la aparición de Lutero, se habían producido en varias ocasiones levantamientos de campesinos, sobre todo en el Alto Rin, cerca de Suiza, donde éstos habían conseguido asegurarse su libertad política y de clase. Aun cuando los levantamientos fueron aplastados, no se extinguieron las secretas esperanzas de que Dios mismo implantaría un orden justo.

CRISIS POLITICA

También en el terreno político se encontraba el país de origen de la Reforma protestante en una situación de graves crisis. Para cerciorarse de esto basta con comparar las circunstancias de Alemania con las de Francia. En esta última nación el rey había conseguido imponerse a todas las fuerzas centrífugas del país, sobre todo a las de los vasallos de la corona. Desde la época de la victoria sobre los ingleses y el final de la Guerra de los Cien años (1453), los Estados feudatarios habían ido siendo incorporados uno tras otro al reino, siendo los últimos Anjou, Maine y la Provenza; Borgoña fue conquistada, y la Bretaña, adquirida por matrimonio. El gran Estado moderno francés era un reino centralista, con un rey absolutista a su frente, de cuya voluntad dependía todo, incluso todo lo que ocurría en el seno de la Iglesia. El Parlamento no era más que la corte de justicia del rey. Ya en 1438 una asamblea del clero francés, reunida en Bourges para examinar las resoluciones del Concilio de Constanza, pide al rey que apruebe y sancione sus acuerdos, a fin de que éstos adquieran vigencia en el reino mediante esa aprobación. Como compensación de una posterior condescendencia aparente, Luis XII obtuvo del papa el título de rex christianissimus. La influencia del rey en la provisión de obispados y abadías era prácticamente ilimitada. En 1516 esta situación quedó legalizada por un concordato. Con ello, ciertamente, apenas se incrementó el poder del rey dentro de la Iglesia; mas ahora no se basaba ya en una disposición interna francesa, como la Pragmática Sanción de Bourges, sino en la autoridad del papa. En el concordato éste había otorgado al rey el derecho de nombrar a todos los obispos y abades del reino, y además se había declarado conforme con que todos los pleitos, cuando no concerniesen a obispos, se tramitasen en la misma Francia; también quedaban eliminadas todas las intervenciones papales en el sistema de provisión de cargos (expec­tativas, reservaciones, etc.). El rey es ahora «el primer personaje eclesiástico» del reino: con ello, sin embargo, se obligaba también moralmente en cierto modo a nombrar buenos obispos. En los siglos posteriores el confesor del rey propuso casi siempre a éste, para que las nombrase, a personalidades muy respetables, mientras que, todavía en tiempos de Enrique III, el favor real colocaba a muchos seglares al frente de obispados y abadías. Mas, a pesar del concordato, siguió habiendo «anarquía en las instituciones y en las costumbres» de la Iglesia (Imbart de la Tour); ésta se manifestaba en la ruptura de la unidad por grupos e intereses, y en la lucha recíproca por conseguir un exceso de libertades. Principalmente los patronatos sobre las instituciones eclesiásticas desmembraban las diócesis, y el sistema de encomiendas destruyó toda vida autónoma de las comunidades monásticas, de tal modo que las autorreformas quedaron siempre paralizadas necesariamente.

¡Cuán distinta era la situación en el Imperio! En el siglo XV, durante el largo y poco enérgico gobierno del emperador Federico III, habíanse acrecentado rápidamente en él la autonomía y el egoísmo de las autoridades particulares. El Imperio apenas era más que una liga de príncipes, a los que únicamente la corona imperial mantenía un poco unidos. Todos los intentos realizados a comienzos del siglo para volver a movi­lizar la energía del Imperio, fracasaron. Apoyándose en el collegium de los príncipes electores, el arzobispo de Maguncia, Bertoldo de Henneberg, había intentado unir de nuevo a los príncipes alemanes, estatuyendo una seguridad general, un tribunal común (la Cámara Imperial) y unos impuestos comunes. Mas como los príncipes no estaban dispuestos a realizar los sacrificios necesarios, el rey Maximiliano pudo reformar el Imperio en provecho propio e impedir en su mayor parte aquella reforma. El mando del Imperio volvió a disgregarse, y ni siquiera consiguió imponerse de nuevo en las negociaciones de Carlos V con los Estados. La división del Imperio en las diez circunscripciones de Maximiliano sólo alcanzó importancia en el terreno militar, e incluso aquí no la tuvo más que en las circunscripciones de la Alta Alemania. Y así, al comienzo de la Reforma protestante, un emperador que tenía unos grandes bienes de la corona, los cuales residían en su mayor parte fuera del Imperio, se enfrentaba a una Dieta de celosos defensores de intereses particulares. En la elección imperial de 1519, el mismo príncipe elector de Maguncia llegó a decir que el Imperio era una aristocracia (de príncipes), cuyo auténtico soberano era la Dieta. Se pensaba ciertamente que la reforma del Imperio era una tarea que había que realizar, pero ni siquiera Carlos V pudo llevarla a cabo. Sólo teniendo en cuenta este trasfondo de la crisis constitucional alemana se hace comprensible el peculiar comportamiento de las Dietas y de los príncipes al comienzo de la innovación religiosa; sólo teniendo esto en cuenta pueden entenderse las justificadas esperanzas de Francia de conseguir la corona impe­rial, y los cohechos, que eran cosa casi diaria, y que culminaron en la traición de Mauricio de Sajonia.

Tampoco en el terreno de la política eclesiástica había conseguido Alemania alcanzar aquel influjo que, en Inglaterra, en Francia y en España había llevado a la formación de una Iglesia nacional. Es cierto que existían tendencias de esa índole, pero sólo las alentaban príncipes y soberanos territoriales aislados. En las más diferentes partes del país, tales tendencias consiguieron obtener también amplísimos privilegios de la Curia. Apoyándose en ellos, o también sin su ayuda, y siguiendo el ejemplo del vecino, los príncipes limitaban la jurisdicción de los obispos, ejercían un auténtico derecho de inspección sobre los clérigos que residían y los monasterios que radicaban en su territorio y exigían controlar la administración de las riquezas de la Iglesia y las indulgencias predicadas en territorio de su soberanía; cuando éstas iban acompañadas de colectas, las consentían o prohibían teniendo en cuenta únicamente puntos de vista financieros. Ya hemos visto antes cómo las ciudades libres siguieron el ejemplo de los príncipes. Es cierto que, en general, y a excepción de algunos obispados territoriales del norte y este de Alemania, la provisión de las diócesis no estaba en manos de los príncipes. Tampoco el poder central ejercía ninguna clase de influencia sancionada por leyes, al contrario de lo que podía hacer el rey francés. La provisión de las diócesis se hacía más bien, según el concordato de Viena de 1448, por elección de los cabildos, que luego Roma aprobaba. Esta práctica estaba restringida por ciertas reservaciones. Así, el papa proveía todos los cargos que habían quedado vacantes por muerte de su titular si éste estaba en la Curia o al servicio del papa, o aquellos otros en que la elección no había sido canónica, pero también cuando la elección era válida, si un motivo razonable o el consejo de los cardenales intervenía para que se nombrase a una persona más digna. Esta regla tan flexible suscitaba muchas discordias. La Curia se había asegurado también una cierta influencia en lo referente a la composición de las juntas electivas, mediante el derecho de proveer la mitad de los beneficios que vacaban en los cabildos (se dividía la provisión según el momento de la vacancia, y se hablaba de «meses pontificios»). Además, cuando se cubrían puestos en iglesias catedrales o en monasterios de varones, la Curia pedía una tasa por servicios, y cuando se proveían todos los demás cargos eclesiásticos más importantes, exigía las anatas. Esta reglamentación constituyó la base de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia hasta el año 1803. No se llegó a firmar un concordato con el Imperio, como había pretendido el príncipe elector de Maguncia, Bertoldo de Henneberg.

Esta reglamentación, que era muy desventajosa en comparación con la de otros Estados, hizo surgir en la práctica fenómenos grandemente perjudiciales en parte. Algunos papas renacentistas intentaron incrementar más aún los derechos e impuestos de Roma. La avaricia y la caza de cargos empujó a muchos clérigos hacia Roma, pues pensaban que en la Curia prosperarían de modo especial. Todo esto creó un gran malestar en Alemania, un apasionado sentimiento antirromano y anti­clerical, que las Dietas de príncipes y los sínodos de obispos fueron manifestando en numerosas quejas contra Roma. Además de las quejas por el sistema de nombramientos y por las exigencias de dinero, había otras también porque la apelación a Roma hacía que los procesos quedasen sustraídos a la propia jurisdicción. Desde 1458, las «Quejas de la nación germánica por el menoscabo de la Iglesia alemana» desempeñaron un papel muy importante en numerosas Dietas, especialmente después de que el humanista alsaciano Wimpfeling las compiló en 1510, por encargo del emperador Maximiliano. Los gravamina, que eran unas cien quejas particulares, no fueron tomados en serio por la Curia, que no intentó atenderles; por ello se los empleó como medio de agitación en las Dietas celebradas en los primeros tiempos de la Reforma protestante. Las reclamaciones de los nuncios para que el Imperio interviniese con su poder fueron acalladas.

CLERO Y OBISPOS

La situación económica tanto de los numerosos sacerdotes que vivían en las ciudades como de los párrocos rurales difería mucho entre sí. Al lado de algunos párrocos que obtenían ingresos realmente principescos, estaba la gran muchedumbre de parroquias rurales dotadas con ingresos medianos, cuando no muy malos, y las exiguas prebendas de los capellanes y altaristas. Sobre todo los vicarios de parroquias incorporadas a monasterios tenían que contentarse, en muchas regiones, con ingresos muy modestos. Esto ocurría no sólo en la Alemania central. Más de la mitad de todas las parroquias de Escocia estaban incorporadas a monasterios, y los vicarios eran muy mal pagados. En un memorial que el obispo de Clermont presentó en 1546 en Trento, afirmaba que, de las 800 parroquias de su diócesis, sólo 60 estaban atendidas de hecho por párrocos, y todas las demás, por vicarios, cuyo sueldo era muchas veces de diez o doce florines; y a causa de su pobreza, decía, tales vicarios no podían defenderse siquiera contra esta injusticia. Y en lo que respecta a Flandes, una investigación moderna ha demostrado que el sacerdocio representaba un ascenso social muy relativo: que el sacerdote recién ordenado, cuando tenía en su poder la promesa de un beneficio, se había condenado a la pobreza para toda su vida. Aun cuando disfrutase de una prebenda, tenía en general que agenciarse, con el trabajo de sus manos, lo que le faltaba para el sustento. Y si no tenía un beneficio, se veía obligado a mendigar. Los sínodos detallaban incluso de modo positivo las profesiones marginales que estaban permitidas. ¡Tan natural resultaba la pobreza del simple sacerdote! El hecho de que no faltasen vocaciones demuestra que en muchos de éstos alentaba un idealismo capaz de impresionar a los jóvenes. Si en la ciudad resultaba posible aumentar los ingresos trabajando como escribano, pintor, encuadernador o médico, en el campo esto podía conseguirse empleándose como hortelano, pescador y, muy frecuentemente, como labrador, para cultivar incluso las tierras pertenecientes a la Iglesia. Así los sacerdotes establecían un íntimo contacto con el pueblo, conocían sus necesidades, pero, por otro lado, no permanecían libres de sus faltas. Siempre que oigamos quejas sobre las reyertas entre clérigos, sobre el hecho de que jugaban, bebían y andaban mucho por las tabernas, debe­remos ver tales quejas en el contexto que acabamos de señalar.

La formación de estos sacerdotes era, lógicamente, muy modesta. La mayoría de los futuros clérigos se educaba en compañía de un párroco, acaso el de su misma ciudad natal, conviviendo con él. Aquí aprendían los rudimentos del latín y el rito de la misa y de la administración de los sacramentos, se entusiasmaban por el ideal del sacerdote cuando tenían ante sí un ejemplo vivo, pero se contentaban también con la mediocridad y la rutina vulgar cuando la vivían día a día. El estudio en las escuelas catedralicias o monacales no era accesible más que a una pequeña minoría. En las escuelas de latín de las ciudades se enseñaba los rudimentos de esta lengua a aquéllos que se disponían a cantar por las calles para ganarse el pan de cada día. La formación universitaria era al principio una excepción. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XV empezó a ser más frecuente la asistencia a las universidades, pero en ellas muy raramente se estudiaba teología. En la mayor diócesis alemana, la de Constanza, en la que había unos 17.000 clérigos, sólo 4.700 estudiaron en universidades durante estos cincuenta años. En los primeros decenios del siglo XVI casi la mitad de los clérigos había asistido a la universidad. Las circunstancias eran favorables en esta diócesis, pues existían tres universidades en ella o muy cerca de sus fronteras. Cifras semejantes se dan también en Inglaterra.

El estudio en la universidad, que presuponía casi siempre, como base económica, el disfrute de un beneficio, no favorecía ciertamente el cumplimiento de la obligación de residencia de los párrocos. Las dispensas de este deber por razón de estudios universitarios son, desde luego, un testimonio muy laudable de la alta estima en que la Iglesia tenía a estos estudios, pero manifiestan, por otro lado, una comprensión muy escasa para las exigencias de la cura de almas. Tales dispensas multiplicaban el empleo de substitutos, que, por ser auténticos «arrendatarios», mostraban poco sentido de responsabilidad para el rebaño que se les había confiado, y tenían que llevar, además, una vida muy poco segura. No es fácil señalar numéricamente cuántos eran los que cumplían con la obligación de residencia. Todos los datos son inseguros, bien porque la manera de designar a los clérigos tiene un significado distinto en cada región, bien porque faltan cifras comparativas, o porque éstas tienen sólo una validez local. En cualquier caso, parece que en el siglo XVI las circunstancias eran peores en Francia y en los territorios del Rin que en Flandes o en el obispado de Utrecht.

Entre las anomalías y defectos del clero se contaban sobre todo, además de los numerosos fallos particulares en el terreno moral, la gran difusión del concubinato. Los relatos de las visitas pastorales mencionan una cuarta parte (Países Bajos) e incluso una tercera parte de todos los clérigos (Bajo Rin, 1569). Casi una cuarta parte del clero está reseñado en el registro penal del oficial de Chalons. Decanos celosos denuncian al obispo, por este motivo, a docenas de clérigos de cada diócesis, o se acusan a sí mismos. Pero el mal parecía inextirpable, y la intervención de los tribunales episcopales no era, en consecuencia, bastante severa. Los culpables eran castigados casi siempre con una simple multa. Aun cuando se exigía abandonar a la concubina, esto no se realizaba casi nunca. En las aldeas el concubinato parecía casi inevitable, debido en parte a que los párrocos trabajaban en el campo. A los ojos de muchos seglares el concubinato de los sacerdotes apenas constituía ya un escándalo, habiendo perdido, incluso según la opinión de muchos clérigos, su carácter de culpa. ¡Hasta tal punto habíase debilitado en este estamento la energía de lo auténticamente religioso, la entrega a Dios! Lo que escandalizaba era, a lo sumo, el que muchos párrocos intentaran que sus hijos habidos en concubinato heredasen el beneficio que ellos disfrutaban. Había que pedir, ciertamente, dispensa a Roma para que los hijos de sacerdotes pudieran recibir las órdenes sagradas, pero esta dispensa se concedía con frecuencia.

Al igual que en el caso de la obligación de residencia, también en este terreno resultaba difícil señalar las cifras exactas. Las que figuran en los registros episcopales y en los minutarios conservados no abarcan, sin duda, todos los casos llegados a conocimiento de los tribunales. Por otro lado, los clérigos aislados verdaderamente ejemplares han quedado en el recuerdo de las gentes sólo casualmente, por su obra literaria o por sus memorias. En los territorios de lengua alemana podemos señalar al párroco de Basilea, Ulrico Surgant (f. 1506), muy meritorio por las enseñanzas homiléticas y por la instrucción pastoral que daba a sus hermanos de sacerdocio; al predicador de la catedral de Estrasburgo, Juan Geiler de Kaisersbeg (f. 1520), o al sacerdote suabo Enrique de Pflummern, de Biberach (1475-1561), que no aceptó beneficio alguno durante toda su vida, para poder servir mejor a Dios y a los enfermos en el hospital. El número seguramente elevado de los sacerdotes fieles, buenos y ordenados realizaba su obra en silencio, sin llamar la atención. Esto es preciso recordarlo tanto más, si se piensa que, por así decirlo, estos sacerdotes eran Self-made men, que no habían tenido la educación ascética y religiosa de un seminario, que sólo muy raramente se habían sentido animados por el ejemplo de obispos santos, que no habían sido apartados del mal por la severidad de un vicario general o de una visita pastoral, y que apenas eran tonificados por el ejemplo de sus compañeros de la misma población. A veces un pequeño número de sacerdotes de las mismas ideas se reunía para formar una hermandad sacerdotal. Estas, que eran numerosas, no se preocupaban solamente de conmemorar dignamente el día del cabildo o de celebrar oficios fúnebres por los miembros fallecidos, sino que, mediante numerosas prescripciones particulares, señalaban también cómo se podía llevar una vida sacerdotal ordenada, según el modelo de las Ordenes religiosas, los benedictinos o los premostratenses. Apenas había algún sitio en que se enseñase o se prac­ticase una ascética o una piedad propia, acomodada a los sacerdotes seculares. El clero carecía sobre todo del sentido de la obligación de la cura de almas. Su trabajo se reducía a rezar el oficio divino y decir misa, llevar los libros de ánimas y de las fundaciones, administrar la iglesia y sus riquezas, predicar, cuando esto no era una tarea propia de fundaciones hechas expresamente para este fin, administrar los sacramentos a los moribundos, enterrar a los muertos y vigilar que se cumpliesen en la parroquia los decretos del derecho canónico. El clero no enseñaba el catecismo, cosa que se dejaba a los padres; no confesaba de modo regular, no ayudaba ni iba en busca de los descarriados, no congregaba a los buenos para llevar a cabo empresas apostólicas. Se creía ser —y se era realmente— una comunidad cristiana, para gobernar a la cual era completamente suficiente el derecho canónico. Todavía en 1549, Bucer escribe desde la Inglaterra de Eduardo VIII que el clero se preocupaba sólo de sus ceremonias, predicaba rarísimamente y jamás enseñaba la catequesis.

Despertar el sentido pastoral debería haber sido tarea de la jerarquía. Mas pedir esto, ¿no es exigir algo imposible de aquellos hombres que gobernaban las diócesis, personajes procedentes casi todos ellos de la nobleza, que se habían engrandecido con la administración y el disfrute de los beneficios de los cabildos, cuyos estudios universitarios se reducían, en general, sólo al derecho canónico, que, con frecuencia, habían alcanzado demasiado jóvenes, por intereses familiares, su dignidad, que estaban atormentados por las deudas del cabildo y que se hallaban complicados en innumerables negocios políticos? Además, entre los que llevaban mitra había algunos que eran claramente indignos y otros muchos que no comprendían bastante la gravedad de su cargo. El arzobispo de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo, que quería tener, por razones puramente económicas y dinásticas, además de la sede de Halberstadt, todavía la de Maguncia, es uno de los más conocidos representantes de este tipo de personajes. Por conseguir algunos obispados se discutía durante largos años; en Constanza a cada uno de los dos candidatos contendientes los apoyaba respectivamente el papa y el emperador, y en Flandes, el papa y el rey francés. A comienzos de siglo estas sedes permanecen vacantes durante años. Para otros, los obispados eran únicamente trampolines de su carrera, etapas de un ulterior ascenso. Estos jamás ponían los pies en sus diócesis. El cardenal Ippolito d’Este, arzobispo de Milán, no visitó ni una sola vez su diócesis durante los treinta años que van de 1520 a 1550. El que luego sería cardenal Accolti (f. 1532), que fue el que redactó el primer borrador de la bula Exsurge dirigida contra Lutero, comenzó siendo obispo de Ancona, obtuvo luego sucesiva o simultáneamente el arzobispado de Rávena, los obispados de Cádiz, Cremona, Maillezais y la administratura de Arras, y siendo cardenal de Albano, pasó luego a serlo de Palestrina para acabar siéndolo de Sabina. ¡Y ni siquiera había estado jamás personalmente en Cádiz o en Arras! Otros obispos recibían sus diócesis, por así decirlo, como recompensa a servicios prestados en la corte, no sólo en la Curia, sino también al emperador, pero sobre todo a los reyes de Francia e Inglaterra. De los quince obispos que había en este último país el año 1517, diez de ellos habían estado anteriormente al servicio del rey. Además, éste los seguía empleando para llevar a cabo misiones diplomáticas en toda Europa. Naturalmente, así no podían cumplir con su obligación de residencia. Y si bien Inglaterra había conseguido liberarse desde hacía siglos de las intervenciones pontificias en el sistema de provisión de cargos, había de conocer por su propio fracaso, por así decirlo, la acumulación y el sistema de encomiendas. Wolsey, el lord canciller, hizo que se le confiriesen varios obispados y abadías. De los quince obispos, sólo tres de ellos eran teólogos; el más conocido de éstos era Juan Fisher, obispo de Rochester; los demás habían estudiado derecho civil más bien que derecho canónico. Era, pues, natural que los obispos de aquel tiempo no tuviesen ya apenas idea del contenido teológico, del carácter sacramental de su dignidad y de su función. Su vinculación interna con el papa era muy floja. A sí mismos se consideraban únicamente como jueces y administradores; no sabían ya que eran maestros de su diócesis, y los primeros pastores responsables. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de la Curia y de las cortes, organizaban toda una cancillería y dejaban al vicario general que se relacionase con los sacerdotes, y a un obispo auxiliar, sacado la mayoría de las veces de una de las Ordenes mendicantes, y que se hallaba sometido al vicario general, que realizase las funciones pontificales.

Con todo, también en la patria de la Reforma prostestante había excepciones, y no pocas, entre el episcopado. Podríamos citar aquí obispos de Augsburgo, Constanza, Estrasburgo, Eichstätt y otras diócesis. Algunos de ellos predicaban de nuevo, personalmente, al pueblo, cosa que era considerada casi como un milagro, e intentaron mejorar la situación mediante sínodos y estatutos. Toda la segunda mitad del siglo XV está llena de intentos de reforma y de sínodos reformadores. Estas tendencias no pudieron triunfar porque los obispos y los vicarios generales actuaban de un modo demasiado legalista y muy poco sacerdotal; además, no trabajaban en común, encontraban muy pocos ayudantes y colaboradores bienintencionados en sus cabildos y, sobre todo, tampoco se realizaba la reformatio in capite, la reforma de la Curia romana y del pontificado. Por otra parte, permanecieron prisioneros del sistema y de la política de los beneficios. En el tomo segundo de esta obra se habla, por otro lado, de la situación de la Curia en la época del ponti­ficado renacentista.

LOS MONASTERIOS

Digamos todavía unas palabras sobre los monasterios. También aquí encontramos un cuadro parecido. Los esfuerzos reformistas de los benedictinos se alimentan de la energía religiosa de la propia Orden. Educados en Subiaco y animados por el ejemplo de las Congregaciones renovadoras de Italia y España, fueron surgiendo centros reformadores en Melk, de Austria; en Kastl, del Alto Palatinado, y en Bursfelde del Weser, que consiguieron grandes éxitos. Mas a pesar del apoyo que va­rios obispos les prestaron, muchos monasterios intentaron eludir la obligación de renovarse, trasformándose, con aprobación de Roma, en fundaciones de canónigos seculares. Las visitas eclesiásticas, que no pocas veces eran realizadas también por el soberano del territorio, tropezaron en algunos lugares con una abierta resistencia. Un efecto de esta reforma fue que los conventos se poblaron de frailes, lo cual llevó a su vez a construir nuevos edificios mucho mayores. También la actividad cultural, no tanto la propiamente científica, experimentó un nuevo auge. Pero el afán constructor y la preocupación de los príncipes por su independencia, así como las críticas frecuentemente infantiles contra las otras direcciones reformadoras, no permitieron que los buenos comienzos madurasen y produjesen auténticos frutos. Así, por ejemplo, en Alemania la reforma de la Orden benedictina quedó detenida hacia 1500. Mientras las abadías alemanas eran relativamente ricas, y en parte independientes del poder de los príncipes, encontrándose también exentas en muchas ocasiones, las escocesas estaban sometidas a los abades encomendatarios nombrados por el rey. Los monasterios benedictinos ingleses, cuyo número no era, por lo demás, tan grande como el de los monasterios de canónigos agustinos del mismo país, no eran en general tan ricos, y mucho menos lo eran los pequeños prioratos, sometidos al protectorado de un noble rural. La mayoría de las casas no eran exentas, hallándose sometidas, por tanto, a los obispos. En las visitas de éstos se escuchan frecuentes quejas sobre el abandono del rezo coral y de la vida comunitaria; y en una pequeña parte de las casas se registran tam­bién algunos escándalos y un auténtico desorden. Por lo demás, los aproximadamente ochocientos monasterios del país tienen un nivel mediano en el aspecto religioso y moral.

A los antiguos monasterios, construidos sobre la base de la regla benedictina y agustina, se enfrentaban las numerosas casas de las Ordenes mendicantes, las cuales, en la mayoría de los casos, estaban sometidas en la práctica al control de las ciudades. Había en Alemania peque­ñas ciudades libres que encerraban dentro de sus muros conventos de varones de las cuatro Ordenes mendicantes, y además numerosos conventos de mujeres, así como asociaciones de terciarias. En Inglaterra, la mitad de los 177 conventos de Ordenes mendicantes se encontraban en los territorios del centro y en la región oriental.

La situación interna de estos conventos se hallaba caracterizada por una constante alternancia de decadencia y de anhelos de reforma. En el caso de Alemania, y aun cuando reduzcamos a su justa medida las exageraciones de muchos príncipes y ciudades, que hablaban como hablaban por el interés que tenían en aumentar sus propios derechos, han quedado suficientes testimonios y quejas, del sur y del norte, acerca de verdaderos defectos, que se refieren por igual a conventos de hombres y de mujeres. No vamos a tratar aquí tampoco de casos particulares de infracciones y excesos pésimos, que con razón tenían que provocar grave escándalo. Aunque no eran excepciones totalmente raras, tampoco eran frecuentes, y, además, la crítica las generalizaba y aumentaba. Peor y más general era la descomposición de ciertos principios de la vida religiosa en cuanto tal: la supresión de la clausura con los más diversos pretex­tos, el abandono de la vida comunitaria, el acceso a la propiedad privada. Los frailes conservaban las tierras que habían heredado de sus padres, disponían de ingresos, hacían testamentos y legaban sus celdas. Aspiraban a vivir del mismo modo que los sacerdotes seculares y abrigaban los mismos anhelos pequeño-burgueses de tener asegurada su vida. Incluso cuando llevaban una vida ordenada, la mediocridad religiosa hacía que apareciesen fenómenos tales como el descuido o la interrupción de los estudios, el ansia de placeres y la pereza, cosas éstas que los humanistas sacaban a cuento con mucha frecuencia, poniéndolas en la picota, aunque a veces exageraban. Por su parte, al pueblo le molestaban sobre todo las colectas repetidas en comarcas exactamente señaladas, y además, la desagradable competencia entre párrocos y religiosos por predicar y confesar, enterrar a los muertos, hacer vigilias y estaciones, sobre todo porque, en todo esto, se discutía con frecuencia solamente por los estipendios y donativos, los cuales, de todos modos, para el párroco resultaban indispensables.

Mas junto a esto había muchas personas que tomaban con seriedad la vida religiosa. En todas las Ordenes podemos ver vigorosos intentos de reforma, que se extendían a veces a la mayoría de los monasterios. Tales movimientos pretendían restaurar la antigua forma de vida, la observación exacta de la regla. Los monjes reformados recibían a menudo un nombre determinado, según cual fuera la meta de su observancia. Con todo, la renovación no pudo triunfar plenamente ni siquiera entre los dominicos, que fueron los primeros que la intentaron partiendo de Italia, y que sabían lo que querían. Es cierto que el general de la Orden, Cayetano, quiso implantar en ésta el convencimiento de que todos «se encuentran en estado de condenación si no abrigan la voluntad sincera de poner todo lo que poseen a los pies de su superior». Cayetano volvió a nombrar un lector para cada casa y declaró que la Orden perecería «si nuestro saber teológico no nos salva». Todavía en 1515 pudo fundar una provincia observante en los Países Bajos; a ella le fueron incorporados también conventos flamencos, y se le dio el nombre de Germania inferior. Pero entre los diez conventos no ob­servantes de la provincia teutónica, que se enfrentaban en 1520 a los treinta y nueve conventos observantes, estaban las importantísimas casas de Estrasburgo, Zurich y Augsburgo.

El movimiento observante franciscano, que comenzó en Francia, llegó, apoyado por príncipes y por esposas de éstos, a Alemania, donde fue conquistando convento tras convento, no sin encontrar una violenta resistencia; llegó incluso a formar una provincia observante, con un capítulo propio, y tuvo un celoso guía en el eminente teólogo Gaspar Schatzgeyer (t 1527), que luego sería provincial. En el año 1517 León X aprobó la formación de dos Ordenes independientes, la de los observantes y la de los conventuales, que intentaron a veces denigrarse recíprocamente, con daño de la buena causa. Entre los agustinos eremitas, a cuya Orden pertenecía Lutero, el sajón Andrés Proles (f. 1503) consiguió poner a los conventos observantes bajo la dirección de un vicario general. Y una vez nombrado él mismo para tal cargo, impuso implacablemente la reforma en su patria con ayuda del poder secular e intentó introducirla también en el sur. Tras su muerte, Staupitz prosiguió con celo la observancia. También aquí hubo escisiones en la Orden. Los observantes se negaron a someterse a un provincial no reformado. Por este asunto emprendió Lutero su viaje a Roma. El general de la Orden apoyaba enérgicamente el movimiento de reforma. Egidio de Viterbo (general de 1506 a 1510), que en 1511, en su discurso de apertura del Quinto Concilio de Letrán, había propuesto el programa de una reforma desde dentro (homines per sacra inmutari fas est, non sacra per homines), defendió también en la Orden una reforma en el verdadero sentido de la palabra; esta no aspiraba a realizar algo revolucionariamente nuevo, sino a restablecer la forma antigua. En esto coincidía con ciertas ideas básicas del Renacimiento, con el cual tenía en común también, por lo demás, grandes intereses científicos, sobre todo en el terreno de la Biblia. Realmente le faltó, lo mismo que a los demás jefes del movimiento reformista de las diversas Ordenes, el apoyo constante y básico de los papas. Tampoco los intereses encontrados de los soberanos y las ciudades permitían actuar de un modo unitario.

En la Baja Edad Media se fundaron muy pocas Ordenes religiosas nuevas y, en general, éstas fueron de poca importancia. La más importante relativamente fue la Comunidad de Hermanos de la Vida Común, que comenzó en Utrecht y Deventer a finales del siglo XIV. Esta comunidad de seglares, que quería vivir a la manera de los religiosos, pero sin emitir votos formalmente, conquistó grandes méritos especialmente en el terreno de la educación de la juventud y de la formación de los clérigos, así como en el de la promoción de un noble humanismo cristiano. Erasmo y Wimpfeling se educaron en sus escuelas (el último tuvo como maestro a Dringenberg). La devotio moderna, aquella piedad cálida, aunque de índole un poco pasiva, que insistía sobre todo en la imitación íntima y personal de Cristo y desatendía la importancia de la Iglesia en el orden de la gracia, se encontraba entre ellos en su propio elemento. El monasterio de Windesheim junto a Zwolle, que se formó a base de un círculo de estos devotos, convirtióse muy pronto en el centro de una amplísima reforma de las colegiatas de canónigos agustinos. La congregación se extendió hasta el territorio de Magdeburgo, llegando por el sur hasta Suiza. El grupo de los verdaderos Hermanos continuó dirigiendo, empero, en los Países Bajos y en el norte de Alemania, sus escuelas ininterrumpidamente hasta la época de la Reforma protestante, gozando de máximo prestigio en todas partes, de tal manera que todavía en 1534 el Consejo de la ciudad de Rostock les pidió que continuasen dirigiendo sus escuelas, aun cuando ningún miembro de la comunidad se convirtió al protestantismo. Todavía no está claro, al parecer, si y hasta qué punto su modo de ser, por la seriedad de su forma de vida, por el cultivo de la lectura y la meditación de la Biblia y por la proximidad a los místicos y, con ello, también a san Agustín, favoreció la rápida propagación en los Países Bajos de la piedad calvinista y, sobre todo, más tarde, de la jansenista.

LA PIEDAD DE LOS SEGLARES

También los seglares de aquella época cultivaban, al parecer, una piedad que apenas tenía ya vínculos objetivos. Esto no quiere decir que no tomasen parte activamente en el culto eclesiástico, en la misa y el oficio divino, en los sermones y vigilias, aunque raramente en los sacramentos. Pero esta vinculación no era ya suficiente en muchas ocasiones. Una nociva inquietud religiosa se apoderó principalmente del pueblo alemán. «Todo el mundo quería ir al cielo», escribe un cronista de Augsburgo del siglo XV, y la gente intentaba asegurar su salvación por todos los medios posibles. Así como se aumentaba el número de altares en las iglesias, así se acumulaban fundaciones sobre fundaciones, indulgencias sobre indulgencias, y muchos hombres poco instruidos pensaban que con su propio esfuerzo podrían atraer la gracia de Dios, aunque los grandes predicadores prevenían contra tales ideas. El cálculo casi mercantil, la explotación comercial de la piedad por otros, bien el señor territorial (en Halle o Wittenberg), o bien un elocuente predicador o un mercachifle de indulgencias, presentaba el contrapolo de lo anterior. Cambian de lugar los puntos de gravedad de la vida religiosa. Por doquier la gente busca patrones protectores contra todos los males; quiere tener pruebas palpables y manifiestas en los relicarios (reliquias) de los santos, que ahora se alinean y exponen para que todo el mundo las vea. Se abandona la piedad de orientación teológica para ir a caer en el sensacionalismo: en los lugares de peregrinación se quiere ver y casi tocar con las manos los milagros. La gente no repara en sacrificios de ningún género para lograrlo. Jamás, desde las cruzadas, se habían puesto en movimiento masas tan grandes de fieles como las que peregrinaban en las últimas décadas de la Baja Edad Media hacia Santiago, San Michel y San Guilles, hacia Einsiedeln, Aquisgrán y Tréveris, hacia Jerusalén, Roma y Wilsnack. En Wilsnack, en la Marca de Brandeburgo, enseñábanse hostias sangrantes —a pesar de la prohibición del legado pontificio, Nicolás de Cusa (1451)—, hasta que fueron quemadas en la Reforma protestante. Cuando predicadores exaltados conseguían despertar los instintos subconscientes de las masas, los relatos sobre presuntas profanaciones de hostias consagradas y sobre asesinatos rituales podían terminar con una matanza de los judíos de la localidad. Había muchas supersticiones, incluso acerca de las cosas más sagradas, que no eran suficientemente combatidas por los predicadores; ansia de apariciones, brujería y quiromancia redondean este oscuro cuadro. También existía, ciertamente, un reverso brillante: las innumerables obras de arte religioso, creadas por una piedad honda y profunda, la preocupación por la belleza y el esplendor del culto, el florecimiento de las hermandades de todas las clases sociales, las innumerables fundaciones caritativas, y con ellas toda la legislación social de nuestros días (ésta estaba, ciertamente, menos bien organizada y desarrollada que hoy, pero era ejecutada por libre voluntad y brotaba de un corazón lleno de misericordioso amor a los hermanos), y sobre todo la vinculación, que llegaba hasta lo más hondo, entre la fe y las costumbres populares.

El ejemplo del Oratorio del Divino Amor, en la Italia de comienzos del siglo XVI, demuestra la gran energía religiosa que para la renovación de la Iglesia atesoraban las hermandades de seglares. Este Oratorio no representa, sin duda, otra cosa que la forma final de tales hermandades, las cuales surgieron por propia iniciativa, dada la insuficiencia de la cura de almas y la apatía de la Iglesia oficial. A ello se añaden los libros religiosos, extendidos por todas partes. La mitad, sin duda, de todos los libros publicados desde la invención de la imprenta eran de tema religioso; y, a su vez, la mitad de éstos servían para la formación, devoción y edificación religiosas, estando escritos muchos en la lengua del pueblo y no faltando tampoco traducciones de la Biblia, al menos en Alemania y Francia. También forman parte de la cara luminosa de la época los beatos y santos de aquel tiempo, desde el sencillo campesino y padre de familia del cantón suizo de Unterwalden, místico y apóstol de la paz de su país, san Nicolás de Flüe (f. 1487), hasta la camarera mayor de la corte de la reina Isabel de Inglaterra, Margarita Pole, madre del cardenal del mismo nombre, que fue decapitada a sus setenta años (1541).

EL HUMANISMO

Todo el carácter bifronte de esta época se revelaba también en la nueva actitud espiritual de una élite cuya característica era el humanismo. Las ideas de los humanistas se divulgaron de manera rápida y general mediante relaciones personales, amplio intercambio epistolar y largos viajes, mediante la imprenta y una actividad editorial apoyada en gran parte en tendencias idealistas. El presupuesto de todo ello era, desde luego, la apertura de las cortes principescas italianas, el gran número de nuevas universidades del siglo XV y la aparición de una capa de ricas familias burguesas, que dirigían los destinos de las ciudades. Con anterioridad a 1500 el humanismo era la forma de vida tan sólo de algunos sabios o círculos exclusivos; éstos habían llegado a adquirir en cierto modo, con Petrarca, conciencia de su dignidad individual de hombres y consideraban que su desarrollo personal propio era la tarea más importante de su vida. A la formación total del hombre completo servían también formas de existencia que recordaban bastante la vida de muchas Ordenes religiosas. A los humanistas, que eran en su mayor parte seglares de familias económicamente independientes, les gustaba retirarse del mundo como los cartujos, y llevaban, junto con unos cuantos amigos escogidos, una vida dedicada a la ciencia y a la amistad, bien en sus casas de campo, bien en el tranquilo gabinete del sabio. Pero nada de esto significaba una renuncia religiosa al mundo; su misión era únicamente la de servir a la salvaguardia de la libertad. La ascética tendía sólo a la formación plena del ideal de la personalidad; la filosofía, al desarrollo del propio ser. No se prestaba mucha atención a los problemas metafísicos y teológicos, y el ideal monástico de los consejos evangélicos no correspondía a lo que ellos pensaban del cristianismo. Este no era para ellos una escuela del servicio divino, ni una imitación de Cristo en el espíritu de la negación de sí mismo; el cristianismo era para los humanistas una doctrina, una filosofía práctica de la vida conforme a razón.

A esta orientación práctica e individualista se añadía una sorpren­dente acentuación de lo formal. Los humanistas aspiraban, ciertamente, a la totalidad del saber acerca de Dios y del hombre, pero creían poder adquirirlo sobre todo con el estudio de la retórica. Los concilios unionistas del siglo XV y la conquista de Constantinopla por los turcos habían hecho afluir a Italia numerosos sabios griegos, abriendo, por así decirlo, una nueva dimensión espiritual ante los asombrados occidentales: el mundo de la filosofía platónica y de los Padres griegos. En sus escritos se creyó poder encontrar la auténtica esencia del hombre y de su misión. La Escolástica, echada a perder por el nominalismo, con sus sutilezas y sus innumerables distingos, no puede ya competir con la espontaneidad de estas nuevas fuentes. Y así se estudian ahora las lenguas antiguas, para aprender, en las obras de los clásicos, su propio estilo, pero también para poder leer la Biblia y los Padres en su texto original y poder aproximarse al espíritu de éstos. Se desprecia la Escolástica; se combate a sus representantes, sobre todo a los teólogos de las Ordenes religiosas, si bien algunos de ellos se adhirieron a la nueva mentalidad. De esta manera surgió un materialismo peculiar, que prescindía prácticamente de lo sobrenatural, una indiferencia frente a la teología y la Iglesia, y el cristianismo se diluyó en una filosofía moral, de la que se esperaba —pero esto se esperaba más aún de las bonae litterae— un efecto moralizante y educativo. Como los humanistas tenían conciencia de enfrentarse a la actitud y la tradición vigentes hasta entonces, se creían llamados a presentar positivamente nuevos programas para restaurar el cristianismo, tal como ellos lo concebían, o a combatir apasionadamente a sus adversarios. Las fingidas Cartas de los hombres oscuros, en las que humanistas radicales cubrieron de sospechas morales, de burla y desprecio a los teólogos y a los monjes, cuando, en la disputa de Reuchlin, se trató de si todos los escritos judíos, o solamente los panfletos contra el cristianismo, deberían ser destruidos, pertenecen sin duda a lo más condenable con que jamás se ha aniquilado moralmente a un adversario.

Por su crítica de lo tradicional el humanismo hizo, en su país de origen, Italia, que muchos de sus adeptos se volvieran escépticos y se apartaran de la fe revelada. En lugar de buscar respuestas a los problemas de la religión o de la formación de la vida en las fuentes de la revelación, se las buscaba en los clásicos paganos, confundiendo en todo o en parte la visión cristiana del mundo con la pagana. En cualquier caso, los humanistas no estaban dispuestos a admitir una dirección por la autoridad eclesiástica. La Academia Romana, fundada hacia 1460 por el humanista Pomponio Leto, no sólo se había dado a sí misma un nombre y un título pagano, sino que se había aproximado grandemente al paganismo también en su mentalidad, de tal forma que el papa Pablo II la suprimió el año 1468. Tras salir de la cárcel, sus miembros se vengaron, con pluma mordaz, del «bárbaro» que ocupaba la Sede pontificia. Junto a la Academia Romana florecía otra semejante en Florencia bajo el patronato de los Médici. Esta desvinculaba conscientemente la filosofía de la teología, y apoyaba su visión del mundo con citas de los filósofos antiguos; Platón y la Estoa sobre todo eran venerados de un modo casi religioso. Se creía poder evitar un enfrentamiento directo con la Iglesia acudiendo a la doctrina de la doble verdad, según la cual, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la libertad de voluntad y la realidad de los milagros debían ser negadas desde la perspectiva de la razón, pero afirmadas desde la de la fe, doctrina ésta que el quinto Concilio de Letrán condenó explícitamente en el año 1513.

El humanismo no atravesó los Alpes en esta forma abiertamente pagana, aunque muchos estudiantes alemanes habían tenido contactos en Italia también con tales doctrinas escépticas. En las universidades de Padua y Bolonia, donde el humanismo se hallaba especialmente instalado, estudiaron el político local de Agusburgo, Conrado Peutinger, y Willibaldo Pirckheimer, que luego sería burgomaestre en Nuremberg. Pero cuando Peutinger conoció a Pomponio Leto, el antiguo defensor de la república romana y Pontifex Maximus de la Academia de Roma, éste era ya un hombre que, en el umbral de la vejez, se había vuelto moderado y a quien varios cardenales tenían en mucha estima. Y su influjo fue contrarrestado por el de otros maestros humanistas más moderados. Pero de sus estudios en Italia, estos hombres trajeron a su ciudad natal una crítica contra Roma, teñida de humanismo, una especie de pensamiento republicano, que, en el terreno teológico, colocaba la autoridad del concilio ecuménico por encima de la del papa. Consideraban esto, según el modelo antiguo, como la república perfecta, que garantizaba la paz. Es comprensible que, desde entonces, no tuviesen reparos en integrar a la Iglesia en la estructura ciudadana, considerándola como una institución educadora, por así decirlo. Junto a ello, estos humanistas de las ciudades imperiales tenían unos intereses científicos amplísimos. Peutinger tuvo acceso al círculo que rodeaba a Maximiliano, y con una mentalidad patriótica imperial, parecido en esto al humanista alsaciano Wimpfeling, se interesaba por el Imperio medieval, acudiendo para ello incluso a las estatuas y medallas. Por su parte, Pirckheimer era un verdadero polígrafo, cuyo campo de actividades se extendía desde la astronomía hasta la traducción de la literatura clásica y patrística. Pero la meta a que aspiraba con el sistema educativo de Nuremberg que él había promovido y dirigido, era la eruditio christiana, la cual, sin embargo, estaba poderosamente configurada por la imagen clásica del hombre, tal como aparece en Plutarco. Tales hombres adoptaron al principio una actitud muy abierta frente a las novedades de la Reforma protestante, y fueron los primeros partidarios entusiastas de Lutero. Pero cuando luego se apartaron de la innovación religiosa, debido al curso totalmente antihumanista que ésta siguió, renunciaron a adherirse decididamente a la doctrina católica. El viejo Peutinger, por ejemplo, se retiró más o menos de la vida pública.

La otra novedad que se trajo de Italia fue el estudiar los textos con los métodos de la crítica filológica, y no sólo los textos de los clásicos antiguos, sino también los de los Padres de la Iglesia e incluso el de la Sagrada Escritura. En esta forma el humanismo encontró al hombre que había de convertirse en su más brillante representante, el holandés Desiderio Erasmo (1469-1536), coetáneo de Peutinger y de Pirckheimer. Su interés existencial por la Biblia tal vez lo había adquirido Erasmo, hijo de un sacerdote, en su primera formación en Deventer. Su vida externa tuvo, ciertamente, un desarrollo muy peculiar. Este fraile agustino, que muy pronto abandona el hábito de la Orden y sólo veinticuatro años después solicita dispensa pontificia para realizar tal acto, este sacerdote, que no ejerce su sacerdocio, pero que, igualmente, pide permiso casi una generación más tarde para poder aceptar beneficios, no parece estar realmente llamado a ser jefe intelectual del cris­tianismo, cosa que creyó, sin embargo, más tarde.

Erasmo no conoció el humanismo en Italia. En la universidad de París aprendió la crítica mordaz a la Escolástica y su modo de pensar, encontrando el complemento positivo para todo ello en su viaje a Inglaterra, que pudo emprender cuando tenía treinta años. Entre los muchos contactos que tuvo, fue decisivo para él su encuentro con Juan Colet, que tenía su misma edad. Colet era catedrático de Nuevo Testamento en Oxford, y de sus viajes de estudios por el sur de Europa había traído el humanismo cristiano, con su amor a los escritos de la Biblia, pero también el estudio crítico del texto bíblico. Bajo la dirección intelectual y espiritual de Colet se encontraba también entonces el joven Tomás Moro, con el que Erasmo inició una amistad que había de durar toda la vida. En compañía de Colet, que coincidía con él en la crítica a la Escolástica y en la condenación abierta de muchos abusos de la piedad popular, descubrió Erasmo la importancia de las lenguas bíblicas. Con ello encontró este holandés la tarea de su vida, aquel estudio erudito y reverencial del texto del Nuevo Testamento. Sin embargo, Erasmo estará siempre escindido en su interior. La otra mitad de su ser, alimentada sin duda por complejos ocultos, pertenecía a la crítica, más aún, a la sátira y a la burla de los monjes, de su teología escolástica, de los cargos eclesiásticos, de la Curia en general, sin que el teólogo Erasmo estuviese dispuesto a sacar las últimas consecuencias de ello o a abandonar su trato amistoso con esa misma Curia. Los desacuerdos, las contradicciones de sus afirmaciones y sus cartas nos revelan una peculiar falta de decisión y de claridad. Erasmo no era un sistemático; era un hombre, a la manera como él lo concebía, es decir, una personalidad caracterizada por su individualismo, la cual, sostenida por un alto aprecio de sí misma, siente siempre desde la situación concreta y actúa y escribe en concordancia con ella. Que aquel hombre tímido, desconfiado y sensible uniese una clara conciencia de su misión con un arte excepcional para ganar y conservar amigos y con una erudición destacada y brillante fue lo que hizo de él una personalidad directora en una época en que la Iglesia no tenía en su jerarquía grandes personalidades de este tipo.

El ideal de vida de Erasmo era el cristiano formado, no el hombre piadoso. A describirlo dedicó su Manual del soldado cristiano, el Enchiridion, que se publicó en 1504 en Lovaina y volvió a reeditarse en 1518, con un nuevo prólogo. Para su autor esta obra era una ars pietatis, un manual de piedad. Hay que distinguir bien entre lo que Erasmo quiso con esta obra y los efectos prácticos que tuvo. Una veta platónica atraviesa la entera doctrina de Erasmo sobre la piedad. Por su esencia más íntima, hombre y mundo tienden a llegar desde su cara aparente a su cara invisible. Lo visible representa a lo invisible, está en lugar suyo, pero apunta, por encima de sí mismo, hacia lo espiritual. Es cosa discutida, a la que se dan diversas interpretaciones, si Erasmo quedó o no prendido en el platonismo y si llegó interiormente a Cristo no sólo como maestro y modelo, sino también como Cabeza de todos los redimidos (Auer). En todo caso, el Enchiridion encierra también una cara muy crítica, auténticamente polémica. Sin pensar demasiado en qué son los sacramentos o hasta qué punto la jerarquía eclesiástica fue fundada por Dios, Erasmo atacaba el error, muy extendido según él, de reducir la religión a las ceremonias y de observar, como los judíos, la ley de la letra, desatendiendo, en cambio, la auténtica piedad. Los sacramentos carecen de sentido si falta la aportación personal; y la aportación del hombre, en cuanto peregrino que marcha del mundo visible al invisible, consiste en la práctica de las virtudes de Cristo. El arma principal del soldado cristiano no son los sacramentos, y ni siquiera la realidad de la Iglesia, sino la Sagrada Escritura. El que la estudia, leyéndola en privado cada día, el que encuentra en ella a Cristo, es decir, lo que Cristo enseñó, el que, pasando a través del polícromo vestido de imágenes y narraciones, consigue encontrar y aprender el misterio invisible, éste se trasforma interiormente en cierto modo, sobre todo si se esfuerza por conquistar, ejercitando diariamente la voluntad, la virtud de Cristo. Para este hombre, los sacramentos y el cumplimiento de muchos preceptos y tradiciones no tienen ya la misma función que para el principiante de la piedad popular; no necesita ya del sacerdote en la misma medida, y para él pierden su significación los diversos estados de la Iglesia: el estado de seglar, el de sacerdote y el de religioso. Estos no son, en efecto, grados de piedad superior, sino sólo distintas formas de vida, útiles o inútiles para cada uno, según sea su constitución corporal o espiritual. De esta manera los sacramentos, el estado sacerdotal y los ministerios pierden su valor absoluto en la Iglesia. Según Erasmo, lo que los obispos y los papas tienen que hacer propiamente en ella no es otra cosa que ser para el pueblo cristiano modelos en el camino hacia la perfección. Los obispos ocupan realmente un lugar superior cuando imitan a Cristo no sólo en su ministerio, sino en su vida y en sus costumbres. Lo que ellos tienen que ofrecer en su vida no es la virtù general de los humanistas italianos, sino la virtud de Cristo. Es posible que en este punto hayan influido sobre Erasmo las ideas de la escuela de Deventer, escuela que pertenecía, en efecto, al mundo de la Imitación de Cristo. Erasmo es, ciertamente, un aristócrata del espíritu. Sabe que su ideal no resulta accesible más que a muy pocos. La gran masa permanece presa en la religión de la Iglesia invisible. Los débiles necesitan preceptos y tradiciones, sacramentos visibles y estructura exterior de la Iglesia. Erasmo carece de comprensión para la función universal de la eucaristía.

Erasmo marchó después a Italia. Se doctoró en teología, y en Bo­lonia y Padua se relacionó con los famosos helenistas de la época. El humanismo italiano, sobre todo en su forma filológica, histórico-crítica, de un Valla, se le aparece ahora vivo en su propia atmósfera. Ya por este tiempo recoge, siguiendo el modelo de las anotaciones del Nuevo Testamento (Collado Novi Testamenti) de Valla, material para su propia edición crítica. Pero el humanista fue también a Roma, visitó en ella los lugares sagrados y se sintió extraordinariamente bien en la Curia pontificia. Sin embargo, al volver a Inglaterra en 1509 escribió, en la casa de Tomás Moro, el Elogio de la locura (Encomium moriae), en el que elabora intelectualmente su experiencia italiana. En esta obra encontramos, de un lado, benevolencia para con la inagotable riqueza de las gentes sencillas, de los cristianos débiles, cuya curiosidad inocente y limitación individual les hacen gozar tan felizmente del mundo y de la vida; pero, por la otra parte, burla mordaz y severa condenación de los cardenales y el papa. ¡Qué contraste tan agudo entre el trajín de la Curia y el ejemplo de los apóstoles! ¡Qué contraposición entre la vida del «santo» Padre y la imitación de Cristo! Las guerras de Julio II, que perturbaron la estancia de Erasmo en Italia, son algo horrible. No tienen ya «absolutamente nada que ver con Cristo, y, sin embargo, los papas abandonan por ellas todo lo demás».

La tensión entre el Enchiridion y el Encomium se repite varias veces en las obras posteriores, pero no es ya superada. Con todo, el círculo de amigos de Erasmo se hace mayor; su influjo, más amplio; y su posición, más prestigiosa. Es consejero de príncipes en los Países Bajos, amigo de cardenales romanos; conoce personalmente a León X, que alaba en la Curia su erudición. Pues Erasmo había editado ahora en Basilea —en la que había encontrado a Froben, hombre que compartía sus ideas e impresor y editor bien equipado técnicamente —su Novum Instrumentum, es decir, el Nuevo Testamento griego, con anotaciones y una traducción hecha con claridad humanística y en un latín elegante. A través de Beza, el texto griego de Erasmo fue, durante tres siglos, el textus receptus; la traducción latina se editó unas doscientas veces, sin que pudiera sustituir o desplazar, desde luego, a la Vulgata. Erasmo dedicó su obra a León X y al primado inglés Warham. Al texto se añadían las introducciones, en las que sintetizó, haciendo una teología bíblica, los pensamientos expresados en el Enchiridion. Ahora hablaba de la «filosofía de Cristo», que no estaba reservada únicamente a los doctores. «A todo el mundo le está permitido ser cristiano; todos pueden ser piadosos, más aún, me atrevería a afirmar, algo audazmente, que pueden ser teólogos». Si los cristianos manifiestan la doctrina de Cristo no sólo en las doctrinas y en las ceremonias, sino en su corazón y en su vida entera, vendrá la Edad de Oro, el auténtico renacimiento, el restablecimiento del cristianismo en la naturaleza humana. En contra de los ataques del teólogo de Ingolstadt, Eck, Erasmo recibió en 1518 la aprobación pontificia que había pedido para su obra. Al Instrumentum siguieron las ediciones de los Padres, empezando por san Jerónimo, al que admiraba como el más sabio de todos los Padres de la Iglesia. Con su traducción de la Biblia no había él querido corregir a san Jerónimo, sino, según pensaba, las erratas de los copistas del monje de Belén.

Mientras en Alemania Erasmo quedó sobrepasado por Lutero en los años siguientes y su posición se debilitó a causa de su indecisión al comienzo de la Reforma protestante, siguió siendo en España, hasta 1525, el jefe intelectual indiscutido, cuyas ideas aceptaron de un modo verdaderamente exaltado todos los círculos locales de los amigos de una renovación intelectual y religiosa. Al fracasar la guerra civil española contra el rey y sus fines universalistas, también el espíritu estrechamente nacionalista, hostil a lo extranjero, sufrió efectivamente una derrota. Ahora todo movimiento reformador en el espíritu del Evangelio permanece indisolublemente ligado, en todos los círculos de la población y hasta dentro de las universidades, con el príncipe de los humanistas. Las tensiones y la guerra entre Carlos V y Clemente VII son el suelo espiritual sobre el que se mantiene y en el que se acrecienta el entusiasmo por Erasmo. Sus obras se reimprimen. El Enchiridion se publica en español, y lo defiende decididamente contra los ataques de los teólogos de Lovaina nada menos que un hombre tan influyente como el secretario del inquisidor general. Los principales obispos del país son erasmianos, exactamente igual que el gran canciller del emperador y su secretario Alonso Valdés, cuyo hermano Juan se convertirá, en los años siguientes, en el jefe espiritual de círculos erasmianos del evangelismo en Nápoles y Valladolid.

En lo que respecta a la Reforma protestante, Erasmo intentó mediar el mayor tiempo posible entre Roma y Wittenberg, para lograr la concordia y la paz, entendida de un modo completamente personal. Lutero y Erasmo coincidían en su exigencia de una reforma, de una renovación en el espíritu del Evangelio. Pero Erasmo fue durante mucho tiempo totalmente inconsciente de que la confianza humanística del hombre en sí mismo y el recurso a su propia fuerza, su optimismo ético eran diametralmente opuestos a la experiencia de Lutero sobre la salvación. Sólo el hecho de que la libertad evangélica degenerase en libertinaje, tal como él lo veía, le convirtió en crítico de Lutero. Pero en este asunto distin­gue deliberadamente entre el espíritu evangélico y la condenación del reformador. El mantenimiento de la unidad de la Iglesia no puede significar para él el final de la renovación religiosa, comenzada en todas partes en el espíritu de la libertad del Evangelio. En la exégesis bíblica, a la que Erasmo se dedicó con cuerpo y alma, encontró siempre distintas posibilidades de interpretación. Aquí creía ver él la posibilidad de una libre discusión, en la medida en que definiciones dogmáticas no la hubiesen coartado. Por eso Erasmo aconsejaba continuamente reducir al mínimo las definiciones dogmáticas. Si subrayaba la autoridad de la Iglesia, lo hacía tan sólo porque en ella hay armonía y seguridad, basada en la concordia caritatis; una cuestión distinta es si hay también verdad. Todavía en 1533 dice que es preciso ser tolerante, pues no existe claridad sobre las cuestiones supremas. Y si en 1529, año de la Reforma protestante en Basilea, abandonó esta ciudad porque no se celebraba en ella ninguna misa, no hizo esto porque considerase a la Iglesia católica como la única verdadera, sino como la mejor relativamente. El conocimiento de la evolución histórica de las formas eclesiásticas era para él más importante que su resultado e incluso que la fundación divina de la Iglesia. Ya la distinción entre Iglesia católica e Iglesia romana o papal es característica de la fluctuante indecisión y del semicatolicismo del príncipe de los humanistas. Y si bien escribió también en una ocasión: «Reconozco a Cristo, no a Lutero; reconozco a la Iglesia romana, que considero idéntica con la Iglesia católica; de ésta no me separará ni siquiera la muerte; tendría ella que separarse expresamente de Cristo», revela, sin embargo, una confusión y ambigüedad teológicas sorprendentes al declarar en otro momento:

«No me he apartado jamás de la Iglesia católica... Sé que en esta Iglesia, que vosotros (los luteranos) llamáis papista, hay muchos hombres que me desagradan. Pero gentes como éstas veo también en tu Iglesia. Se soportan más fácilmente los males a los que se está acostumbrado. Por ello soporto esta Iglesia, hasta que vea otra mejor, y ella está también obligada sin duda a soportarme a mí, hasta que yo mismo mejore. Y no camina mal el que, entre dos males distintos, elige el camino del medio»”.

E igualmente pudo, sin ser infiel a sí mismo, volver de nuevo a Basilea en 1535 para estar más cerca de su editor. En esta última ciudad morirá un año más tarde, sin poder recibir los sacramentos de la Iglesia.

Bajo tales jefes espirituales, la Iglesia católica estaba expuesta, realmente indefensa, a las borrascas de la innovación religiosa. Tendría que pasar casi una generación entera hasta que se pudo superar el primado de la moral sobre el dogma y la funesta ambigüedad teológica, y hasta que consiguió triunfar la herencia valiosa de Erasmo: el amor a la pureza de la Iglesia primitiva y la conciencia de la responsabilidad pastoral de los obispos. En cambio, su anhelo de una adoración más pura de Dios, que no estuviera soterrada bajo las ceremonias y las devociones especia­les, su aspiración a una actitud religiosa vuelta hacia la vida, apartada de la ascética monástica, y su exigencia de un compromiso interior, personal, para con el Dios redentor fueron actualizados, en una medida revolucionaria, en la Reforma protestante.

Es verdad que Ignacio de Loyola tomó muchas cosas de los estatu­tos del humanista Colegio de Montaigu de París, pero el establecimiento, sugerido por él, de la Inquisición en el año 1542, representaba la victoria de aquellos monjes y teólogos a quienes Erasmo había temido siempre. Las fijaciones dogmáticas del Concilio de Trento, el ideal conciliar del obispo y la conciencia acentuadamente confesional del calvinismo, con su principio de la predestinación, representaron el fin del humanismo. Uno de los últimos eramistas, el duque Guillermo de Cleve, cuyo gobierno duró muchos años (de 1538 a 1592), tuvo que ver cómo incluso en su propio territorio, donde las posiciones religiosas podían desarrollarse con libertad, se organizaron, desde 1568, comunidades luteranas y calvinistas, conscientes de su especial naturaleza.

 

CAPITULO TERCERO

LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA

 

       MARTIN LUTERO. JUVENTUD Y FORMACION

La crisis letal en que se debatía la Iglesia manifestóse abiertamente cuando la Reforma protestante inició su ataque contra ella. La send, para este ataque la dieron las conocidas 95 tesis del fraile agustino Martín Lutero. Lutero, nacido en Eisleben en 1483, procedía de una familia de mineros absolutamente fiel a la Iglesia, que partiendo de una situación modesta, había conseguido irse elevando poco a poco hasta alcanzar un cierto bienestar. Tras cursar sus primeras letras en Mansfels y Magdeburgo, el joven Martín marchó, en la primavera de 1501, a la universidad de Erfurt. La facultad de artistas, a la que él pertenecía, era partidaria de Aristóteles, y en lógica se inclinaba, bajo el influjo de autores ingleses, al terminismo, una especie de nominalismo moderado. Aun cuando Lutero no llegó a entablar contacto directo ya entonces con la teología occamista, esta escuela había abierto, sin embargo, el camino para su posterior idea de Dios y su valoración de la gracia. Sus relaciones con los círculos humanistas de Erfurt no llegaron a ser muy estrechas, a pesar de su amor a los clásicos antiguos. En 1505 alcanzó el grado de magister artium. Padre e hijo estaban de acuerdo en la necesidad de proseguir los estudios universitarios. Por deseo de su padre, Lutero se dedicó al estudio del derecho. Pero de repente surge un incidente dramático. En medio del semestre el joven magister se toma unas vacaciones. Cuando volvía de casa a Erfurt le sorprende una fuerte tormenta. Al caer un rayo cerca de él, exclama: «Socórreme, santa Ana, entraré fraile.» Catorce días después ingresó en el convento de agustinos eremitas observantes de Erfurt. Lutero dirá más tarde que fue llamado «por una visión del cielo»

Los años que permaneció en el convento de Erfurt fueron sin duda el período decisivo de su vida, aun cuando apenas resulte posible señalar ya con seguridad cuál fue su evolución interior en aquellos años. En todo caso, en el convento se encontraba rodeado de un ambiente católico bueno y no encontró en él, cuando ingresó, ni decadencia de las costumbres monásticas, ni antipapismo, ni crítica de la piedad popular, pero tampoco auténtico agustinismo. De todos modos, allí estudió a Gabriel Biel, cuyas Sentencias le hicieron penetrar hondamente en el occamismo, y trabó una relación íntima y familiar con la Biblia. Fueron sobre todo los Salmos, la Epístola a los Romanos y la dirigida a los Gálatas —la Epístola más amada de Lutero— los que le formaron. Entre tanto, había profesado en 1.506, y en 1507 fue ordenado sacerdote.

Parece que en su primera misa el pensamiento de la cercanía de la terrible majestad de Dios provocó fuertes conmociones en su alma. Tuvo experiencia viva de lo tremendum, de lo inefablemente grande que es que el frágil hombre eleve su mirada hacia Dios, hacia aquella terrible majestad ante la cual la tierra se estremece. Al lado de esta incomparable grandeza de Dios, el hombre no puede ser ya nada. La posterior idea de Lutero, según la cual Dios lo es todo y el hombre no es nada, es aprehendida aquí por la vía del sentimiento, con una escrupulosidad profundamente anclada en lo subjetivo, mucho antes de ser concebida por el entendimiento. Y, sin embargo, el joven monje quiere estar convencido, por experiencia propia, de que se halla en estado de gracia, sin que se deje tranquilizar definitivamente por su confesor, el ejemplar Staupitz. Para Lutero no llegaron nunca a convertirse en convicción práctica las ideas de que la Iglesia, en cuanto Cristo que sigue viviendo, es la tierra de que debe alimentarse el individuo cristiano para convertirse en un creyente, y de que el juicio de aquélla es presupuesto de la verdad del conocimiento teológico y de la santidad del obrar del cristiano particular. El que luego sería «doctor jurado de la Sagrada Escritura» se preocupaba escrupulosamente de que su doctrina coincidiese con la Biblia. Para él resultaba inconcebible que, en tal caso, pudiera llegar a estar en oposición a la Iglesia. Se manifestaba ya entonces así uno de los problemas capitales de la Reforma protestante: la relación entre la Escritura y la Iglesia.

Mas tales experiencias no ejercían todavía influjo alguno sobre la vida práctica. También el nombre de Lutero se encuentra inscrito en una cédula de indulgencias concedida en 1508 a los agustinos de Erfurt. En Erfurt se destinó a Lutero al cargo de lector, pero luego el vicario de la Orden, Staupitz, lo envió a la universidad de Wittenberg para dar en ella lecciones de filosofía moral y, pronto, también de teología. Con independencia de toda tradición de Escuela, Lutero explicó en esta universidad, que había sido fundada poco años antes, la Etica a Nicómaco, de Aristóteles. En estas lecciones concibió muy pronto la relación entre la filosofía y la teología, no ya a la manera aristotélica, sino a la manera occamista. Partiendo de la Biblia y de san Agustín llegó a recusar a la razón, que, contra su voluntad, se veía forzada a confesar que Dios era demasiado elevado para ella. Dios no puede ser conocido; comprenderle significaría empequeñecerle. El estudio de san Agustín le abrió también, ciertamente, los ojos para ver el pecado incluso del justo y la impotencia de la voluntad humana. Lutero creía que podía ratificar todo esto con su propia experiencia personal. Pronto volvió a Erfurt, para dar allí lecciones sobre las Sentencias de Pedro Lombardo en el Estudio General de la Orden. Poco después de esto su convento lo envió a Roma, por asuntos propios de la Orden, y allí defendió el ideal de la observancia frente a las reglamentaciones jurídicas. Los defectos de la Roma del Renacimiento apenas le impresionaron entonces. Una vez vuelto a la patria, actúa de nuevo en Wittenberg, donde, en 1512, alcanza el grado de doctor en teología, haciéndose cargo de la cátedra de Sagrada Escritura, que hasta entonces había detentado Staupitz y que desempeñó hasta su muerte con una fidelidad ejemplar. Siendo a la vez jefe de estudios del convento y predicador de las iglesias principales de la ciudad, pronto el joven profesor se convierte en una de las figuras más destacadas de Wittenberg, figura respaldada por la Orden, la Universidad y los estudiantes. Lutero dictó lecciones sobre los Salmos, y luego sobre la Epístola a los Romanos, comentando más tarde las Epístolas a los Gálatas y a los Hebreos. Esto ocurre en los años 1513 a 1518. En sus clases quería volver al texto primitivo, y rechazó la Vulgata, cuya traducción, como es sabido, es más antigua que el texto de los manuscritos griegos conservados. Sobre esta base Lutero llega muy pronto a dar una explicación puramente histórica, renunciando a todas las glosas medievales y a cualquier tipo de alegoría. En sus lecciones sobre la Epístola a los Romanos escribe en la introducción: San Pablo enseña en la Epístola a los Romanos la realidad del pecado en nosotros y la justicia única de Cristo. Con esto habría llegado, pues, ya Lutero a nuevas concepciones fundamentales en teología.

LA «EXPERIENCIA DE LA TORRE» Y LAS IDEAS FUNDAMENTALES

A esta clarificación la precedieron sin duda múltiples experiencias. Se ha querido ver ya, como punto de arranque de esto, la experiencia práctica de Lutero acerca de la justicia de las obras y el hecho de que por entonces llegase a sus manos la obra de san Agustín contra los pelagianos, titulada De spiritu et littera. Lutero mismo contaría más tarde cómo en el convento no se cansaba de hacer penitencias, de ayunar, orar y pasar las noches en vigilia, para conseguir que Dios fuese clemente con él. Mas todos sus esfuerzos habían sido en vano, hasta que el Señor le redimió por el Evangelio de la sola fe justificadora, y le abrió las puertas del Paraíso. No es preciso tomar demasiado a la letra este relato. Muy probablemente nos encontramos aquí ante engaños inconscientes de la memoria. Al comienzo Lutero encontró tranquilidad y paz en el convento. Sólo más tarde apareció el sentimiento de no ser capaz de cumplir la ley divina, como exigía la disciplina de la Orden, a lo que se añadieron violentas tribulaciones y tentaciones. Se apoderó de Lutero el sentimiento del pecado, que, según él, perdura aun a pesar del arrepentimiento, la confesión y la penitencia, y la creencia de no poder arrostrar la terrible majestad de Dios. La experiencia de la concupiscencia mala y de estar prisionero del propio yo (Jedin) le condujo al borde de la desesperación. Todos los consejos de Staupitz no le sirvieron para vencer tales estados de angustia. Entonces le llegó un conocimiento del cual Lutero habla como de su experiencia reformadora decisiva. He aquí cómo la cuenta restrospectivamente el mismo Lutero en 1545, en el prólogo al tomo primero de sus obras latinas:

«Me poseía un deseo obstinado de comprender al Pablo de la Epístola a los Romanos. No me lo había impedido hasta ahora la falta de fervor, sino una sola frase del primer capítulo: “La Justicia de Dios se revela en él [el Evangelio]”. Pues yo odiaba la expresión “justicia de Dios”. En efecto, había sido yo enseñado, según el uso y la interpretación de todos los doctores, a entender filosóficamente esta expresión, como dicha de la llamada justicia formal o activa, en virtud de la cual Dios es justo en sí mismo y castiga por ello a los pecadores e injustos. Mas yo sentía, con un completo desasosiego de conciencia, que, a pesar de que mi vida de monje era intachable, ante Dios era un pecador, y que no podía confiar en aplacarle mediante mis obras de satisfacción. Así, pues, no amaba yo a este Dios justo y que castiga el pecado, sino que lo odiaba. Con protestas mudas, y, si bien no todavía blasfemas, sí, desde luego, terribles, me irritaba contra él: me preguntaba si no era ya bastante que los pobres pecadores, los eternamente condenados por el pecado original, fuesen oprimidos con toda suerte de desgracias por la ley de los diez mandamientos, para que, además, en la Buena Nueva añadiese Dios dolor al dolor, que encima cargase todavía sobre nosotros, mediante el Evangelio, su justicia y su cólera. De este modo me enfurecía yo, con una conciencia salvaje y sobresaltada. Pero yo seguía insistiendo, en mi angustia, sobre aquel pasaje de san Pablo, deseando saber, con ardiente curiosidad, lo que con él quería decir. Hasta que, cavilando día y noche, presté atención, por la misericordia de Dios, al contexto de aquel pasaje que dice: “La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de la fe”. Entonces comenzé a entender la justicia de Dios como la justicia mediante la cual el justo vive por regalo de Dios (como justo), esto es, de la fe. Y comprendí que el sentido es éste: El Evangelio revela la justicia pasiva de Dios, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito: El justo vive de la fe. Entonces me sentí verdaderamente como nacido de nuevo y como si hubiese entrado en el cíelo más alto por las puertas abiertas. E inmediatamente el semblante de toda la Escritura se me apareció de un modo nuevo».

La comprensión de Romanos, 1, 17 se convierte, de esta manera, en la clave de sus ideas, tal como luego se fueron desarrollando poco a poco. La justicia de Dios no es ya ahora, para Lutero, la justicia que castiga y que premia y que Dios posee, tal como la habían concebido los escolásticos occamistas, sino la justicia que Dios otorga, la justicia inmerecida de la gracia; y Dios mismo no es ya el Dios del capricho, sino el Dios de la misericordia. Con ello Lutero encontró algo nuevo para él, pero que había sido enseñado ya por todos los exégetas de la Edad Media. Que esta idea fuese, sin embargo, una idea reformadora y herética es algo que se debe al contexto en que la colocó el profesor de Wittenberg.

En correspondencia con su propia experiencia religiosa personal, esta justicia de Dios se opone diametralmente, para él, a toda autojusticia del hombre, que envenena la totalidad de sus obras. El hombre se halla completamente corrompido a causa del pecado original; la concupiscencia, que permanece incluso después del bautismo, es sencillamente pecado. Por ello, el obrar propio no sirve de nada en el proceso de la justificación. Las llamadas buenas obras no contribuyen nada a la salvación y no son tampoco un presupuesto para la justificación; no producen ningún mérito. Las verdaderas obras buenas no son otra cosa que la consecuencia, el fruto de la nueva justicia. La justicia de pensamiento no es, sin embargo, una elevación del ser humano, indisolublemente unida con la remisión del pecado, y un nuevo principio de la vida sobre­natural, sino la aceptación personal del pecador por Dios, en virtud de los méritos de Cristo. No por el ser, sino únicamente por la fe, y, desde luego, por la sola fe sin obras, se une el pecador con Cristo. Mas a pesar de su justificación, continúa siendo pecador (simul iustus et peccator); sus pecados están únicamente recubiertos; la justicia de Cristo sólo se le aplica externamente, sólo se le imputa. Lo único que el hombre puede hacer es entregarse confiadamente a la palabra de Dios, confiar en los méritos de Cristo en la cruz, y experimentar el juicio dictado sobre el pecado. Esta actitud de confianza es para Lutero la fe.

La idea de la justicia por la fe y de la función de la sola fe tenía que completarse con la negación de la libertad de la voluntad humana. Pues el hombre que pudiera decidirse en favor del bien sería, en efecto, su propio salvador y no necesitaría de Cristo. Justamente la esencia del pecado consiste en que el hombre intenta introducir furtivamente de algún modo lo humano en el proceso de la salvación. Pero es una injusticia contra Dios que alguien desee y busque la justicia que El da. La naturaleza humana no puede hacer otra cosa que pecar. Puede demostrarse que las obras del hombre, por muy buenas que puedan ser o pa­recer, son, sin embargo, pecados mortales. Las obras de los justos son pecado, y mucho más, naturalmente, las de los no justos. Lutero expondrá estas tesis en Heidelberg en 1518. Pero si el hombre no puede hacer otra cosa que pecar, y su suerte después de la muerte es diferente, esto significa que la decisión sobre la suerte eterna de cada hombre sólo puede depender de la voluntad de Dios. Por tanto, Dios predestina a los hombres no sólo a la bienaventuranza, sino también a la condenación. Dios no quiere dar la gracia a todos. No existe ningún seguro contra esta predestinación divina, pero sí hay la certeza de salvación de los que confían con fe, el refugiarse en las heridas de Cristo, el acogerse a la cruz. Unicamente esto garantiza la salvación, a pesar de todas las tribulaciones interiores, que no significan, en efecto, otra cosa que la señal infalible de que «Cristo está contigo y tú estás con Cristo».

Estas son ideas propias del nominalismo radical, a las que se añaden ideas de la escuela agustiniana e influjos de la mística alemana, que aquí colaboran con las experiencias personales de Lutero. Este no ha encontrado todavía un sistema para sus nuevos conocimientos y, durante toda su vida, no permitirá que ningún sistema le aparte de la fogosa espontaneidad y originariedad de sus pensamientos. Pero sus afanes científicos alcanzan nuevas metas. Quiere una teología religiosa, que hable al corazón y enseñe la nueva fe sin aparato filosófico. De esta manera limita la teología a la Biblia y a los Padres, que es preciso explicar literalmente; rechaza la Escolástica, calificándola de juego de palabras, y se burla de Aristóteles. Uno llega a ser teólogo tan sólo cuando dice adiós a Aristóteles, afirma en 1517, en una disputa contra scholasticos. Esto era una declaración radical de guerra contra toda la teología medieval.

LA DISPUTA DE LAS INDULGENCIAS

La ocasión que hizo madurar completamente las nuevas ideas y exponerlas en público fue, para Martín Lutero, la predicación de la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro. En 1505 el papa Julio II había encargado a Bramante que realizase aquella gran obra. De acuerdo con una costumbre que había surgido en la Edad Media para activar, mediante la concesión de una indulgencia, las grandes obras provechosas a todos, también Julio II (1507) y su sucesor León X (1514) anunciaron una indulgencia plenaria para toda la cristiandad. A las condiciones ordinarias de recibir los sacramentos se añadía la entrega de una limosna, como contribución para la gran obra. A los predicadores de la indulgencia se les concedían especiales poderes para confesar y absolver. Se podía comprar la así llamada cédula de confesión y, de esta manera, quedar absuelto, una vez en la vida, de todos los pecados, incluso de los reservados al papa. La indulgencia se podía aplicar también a los difuntos; desde el siglo xv existían, en efecto, indulgencias papales para las almas del purgatorio.

La indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro no se predicó en el norte de Alemania, esto es, en la provincia eclesiástica de Maguncia, hasta el año 1517. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo, que sólo tenía veintitrés años y era hermano del príncipe elector, fue elegido para arzobispo de Magdeburgo y para administrador apostólico de Halberstadt. Al año siguiente, también el cabildo catedralicio de Maguncia lo eligió para arzobispo de esta ciudad, después de haberse comprometido a pagar a Roma, de su propio dinero, las anatas, que ascendían a catorce mil ducados. Ahora bien, el derecho canónico prohibía que una misma persona acumulase varios obispados. El regir tres obispados era algo inaudito en Alemania. Mas como Alberto no quería renunciar a ninguno de aquéllos, trabajó por lograr en Roma una dispensa que le permitiera seguir reteniéndolos. Dada la politización y mundanización de la Curia, la dispensa fue concedida por León X, tras prolongadas negociaciones, pero había que pagar por ella diez mil ducados más. Ahora bien, ¿cómo iba a poder pagar Alberto esta suma inmensa? Al parecer, fue el representante en Roma de los Fugger el que señaló un camino al legado de Alberto: Se podría nombrar al arzobispo de Maguncia comisario de la bula en sus tres obispados y en los territorios de Brandeburgo. Debía, pues, encargarse de la venta de la indulgencia, pero participaría también en la recaudación. Una mitad del dinero conseguido con aquélla debía ir a Roma, para la construcción de la basílica, pero con la otra mitad se quedaría él. Contra esta mitad, los Fugger le adelantarían el dinero necesario para pagar las tasas exigidas por Roma. Los legados de Alberto pusieron algunos reparos contra esta transacción simoniaca, pero el arzobispo, hombre ligero y de sentimientos munda­nos, concertó el trato. Las tasas fueron pagadas directamente por los Fugger, que ahora estaban interesados económicamente en la indulgencia. Dado que en ésta se trata de algún modo de la aplicación de los méritos ganados por la sangre de Cristo, este manejo de la indulgencia como garantía en un gran negocio bancario se presenta cuando menos como escandaloso.

En 1517 Lutero no sabía todavía nada de esta prehistoria de la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro. Tampoco sabía nada de que el cabildo de la catedral de Maguncia quería obtener algún beneficio de aquélla para su catedral, ni de que el emperador Maximiliano exigía, para dar su aprobación, que se le pagasen tres mil florines, destinados a la construcción de la iglesia de Santiago en Innsbruck. Lo que exasperó a Lutero fueron otras cosas.

La bula Sacrosancti, de 31 de marzo de 1515, concedía, pues, al arzobispo de Maguncia la predicación de la indulgencia por un período de ocho años. En ella se empleaba la fórmula plenissima omnium peccatorum remissio, que hoy puede dar lugar a malentendidos, pero que entonces se entendía correctamente. La bula decía también, apoyándose en sólidos argumentos teológicos, que la indulgencia era aplicable a los difuntos. El primer domingo de adviento se predicó la indulgencia en Maguncia, y en enero de 1517 Alberto nombró dos comisarios para que lo hicieran en el arzobispado de Magdeburgo; uno de ellos era el dominico de Leipzig, Juan Tetzel (1465-1519), que ya anteriormente había actuado como predicador de indulgencias. Tetzel comenzó muy pronto a predicar en Eisleben y en Leipzig. El príncipe elector había redactado una instructio summaria para los predicadores. Esta, de suyo, puede ser interpretada en un sentido correcto, pero de hecho, envolviéndolo en fórmulas piadosas, venía a convertir la predicación de la indulgencia en un negocio, en el cual lo más importante era el dinero. Esto valdrá también para Tetzel; los reproches contra su vida privada no son, en cambio, más que calumnias, nacidas del odio que Lutero abrigaba contra el dominico, incluso una vez muerto éste. En lo que respecta a la indulgencia para los vivos, Tetzel enseñaba una doctrina correcta, es decir, subrayaba la necesidad del arrepentimiento. Pero acaso. debamos también admitir que, en lo referente a la aplicación a los difuntos, defendió, al menos en cuanto al contenido, la frase que, en cuanto a las palabras textuales, se pone falsamente en boca suya: «Tan pronto como se oye caer la moneda en el cepillo, el alma sube de un salto al cielo». Con ello seguía una opinión de escuela, no absolutamente rara, según la cual podía ganarse la indulgencia para los difuntos mediante la simple entrega del dinero, es decir, sin arrepentirse, y que podía ser aplicada con total seguridad a un alma determinada.

Ocurría, empero, que los dos príncipes existentes en Sajonia habían prohibido, por motivos políticos y fiscales —desde hacía ya mucho tiempo los señores territoriales consideraban, en efecto, la indulgencia como una cuestión económica—, la predicación de Tetzel en sus territorios. Y cuando el dominico predicó en abril en territorio de Brandeburgo, muy cerca de la frontera con Sajonia y en las cercanías de Wittenberg, muchas personas de esta última ciudad acudieron a escucharle. Lutero se enteró de esto por sus penitentes. ¡Qué contraste entre su propia lucha sangrienta contra el pecado y el miedo al infierno, y la despreocupada seguridad que aquella charlatana predicación de gracias inauditas ofrecía a la conciencia moral! Su propia experiencia del miedo a salvarse y de la certeza de la salvación, y su refugiarse en las heridas del Crucificado, habían convertido al fraile Lutero en un adversario apasionado de aquella superficialidad moral y religiosa que él consideraba que era la indulgencia, dado su desprecio de la comunidad cristiana de la Iglesia visible. Al reaccionar ahora contra esto, su celo religioso le hizo creer que actuaba en defensa de los derechos de la Majestad Divina.

Lutero predicó contra la indulgencia y se esforzó por conocer a fondo la doctrina eclesiástica sobre aquélla. Finalmente, reunió sus objeciones contra los abusos contenidos en la instruccio summaria y las envió al arzobispo de Maguncia y a su propio ordinario, el obispo de Brandeburgo. Al príncipe elector de Maguncia le adjuntó también un tratado sobre la penitencia y las tesis compuestas por él. Al día siguiente, festividad de Todos los Santos de 1517, clavó estas 95 tesis en las puertas de las iglesias del castillo y de la universidad de Wittenberg e invitó a los profesores a celebrar una disputa académica sobre ellas. El que las tesis estuvieran redactadas en latín mostraba que Lutero no tenía intención de llevarlas al pueblo. Pero al menos habían de sobresaltar a los teólogos. A ello se debe también el que la formulación de algunas sea muy cortante.

Su ataque no se dirigía sólo contra la indulgencia, sino ya también contra la potestad que la concede. Lutero afirmó ciertamente en 1545 que los obispos no habían hecho caso en absoluto de las cartas del pobre fraile, y que, por ello, despreciado, había dado a conocer sus tesis disputadas mediante un cartel. Con ello no había querido hacer otra cosa, decía, que defender la verdadera doctrina del papa sobre la indulgencia, en contra de los mercachifles y charlatanes de mercado. Mas esto es, cuando menos, un engaño de la memoria. Pues, en este caso, Lutero no habría podido preguntar en sus tesis por qué el papa, que era más rico que Creso, no podía construir la basílica de San Pedro con su dinero, en vez de con el dinero de los pobres fieles. En las tesis se afirma además que el papa sólo puede perdonar penas que él mismo haya impuesto de acuerdo con su propio criterio o según los cánones del derecho canónico; que las indulgencias no tienen ninguna relación con las almas del purgatorio; que el poder del papa sólo puede alcanzar a los vivos, no yendo más allá de la muerte. No es el papa, sino sólo Dios, el que perdona la pena. Nada terreno, y, por tanto, tampoco el poder de las llaves, llega hasta el otro mundo. ¡Una y otra vez se separa, pues, rudamente lo divino de lo humano, sin dejar relación alguna entre los dos! Se afirma que las indulgencias no son necesarias en absoluto, pues, si está verdaderamente arrepentido, todo cristiano posee, incluso sin cédula de indulgencia, la plena remisión del pecado y de la culpa. Lutero desea que los cristianos adopten una actitud diferente en su vida. «Cuando nuestro Señor Jesucristo dijo: Haced penitencia, quería que toda nuestra vida fuese penitencia», se dice en la primera de las tesis. Así, pues, no es la vida del cristiano paz y paz, sino guerra y guerra. Es un caminar con Cristo a través de la pasión, la muerte y el infierno. Y así el cristiano confía en entrar en el cielo más bien sufriendo muchas tribulaciones que disfrutando de una tranquila seguridad. Se debía elegir el sufrimiento saludable, más bien que eludirlo. Lo agradable equivale a la corrupción. Pero lo agradable eran, a los ojos del pueblo, las gracias de las indulgencias, ofrecidas y repartidas indiscriminadamente.

La lucha contra la indulgencia se convierte, pues, en una lucha de Lutero en defensa de sus ideas religiosas fundamentales sobre la fe fiducial y la seguridad de la salvación, que atraviesa por muchas asechanzas. Lutero había escrito a Alberto de Brandeburgo:

«Las pobres gentes del pueblo creen que, una vez que han comprado las cédulas de indulgencia, están seguros y ciertos de su bienaventuranza. Pero el hombre no puede estar seguro de ella por obra de ningún obispo, puesto que ni siquiera lo está por la gracia infusa de Dios, ya que el Apóstol exige realizar la salvación en temor y temblor... ¿Por qué, pues, se hace que el pueblo con esas falsas fábulas y promesas de perdón pierda el miedo y esté seguro?... Pues en la instrucción se afirma que el hombre es reconciliado con Dios por la gracia de la indulgencia».

También en otras ocasiones se había dicho que las bulas pontificias de indulgencias iban contra legem et evangelia también otros teólogos habían expresado ya críticas, sin transformarse por ello en jefes de un movimiento contra la Iglesia. También las tesis de Lutero habrían podido quedar sólo dentro del mundo científico y de la bibliografía teológica, si no hubieran encontrado un eco tan entusiasta en la nación alemana. Estas tesis hicieron despertar al pueblo alemán de su tensión latente. El barril de pólvora estaba cargado desde hacía tiempo. La palabra de Lutero fue la chispa que lo hizo saltar.

Es cierto que la disputa propuesta por Lutero no se celebró. En cambio, las tesis se difundieron por toda Alemania en pocas semanas. Sin que Lutero interviniera en ello, fueron copiadas a mano y transmitidas de unos a otros: en enero de 1518 se imprimieron ya en Basilea, Leipzig y Nuremberg. Erasmo las envió a su amigo Tomás Moro; Durero las tenía a mano, y ya el 5 de enero de 1518 Cristóbal Scheuerl, jurista de Nuremberg, habla de una traducción alemana. Su rápida difusión sólo puede explicarse por la excitabilidad religiosa del pueblo, así como por su repudio del exagerado fiscalismo papal. El pueblo se dio cuenta de que aquí tenía su jefe, en la lucha contra las mismas cargas que se veía obligado a soportar contra su voluntad. Lutero se convirtió en el portavoz del descontento alemán y, a la vez, en intérprete del carácter de esta nación, pues ya en su primera tesis había propuesto como tema general de la vida cristiana, no el sosiego y la seguridad clásico-antiguos, sino el desasosiego y la errabunda añoranza germánicos (Lortz).

Es cierto que Lutero encontró algunos adversarios, pero no un fren­te defensivo teológico cerrado ni tampoco una oposición general por parte de los poderes públicos. En sus oponentes jugaba también un papel la contraposición entre Sajonia y Brandeburgo y la competencia de las universidades. Conrado Koch (Wimpina), que era entonces rector de la universidad brandeburguense de Francfort del Oder, amigo de Tetzel y sacerdote secular, escribió unas contra tesis, que fueron defendidas y dadas a conocer por Tetzel. Al Sermón sobre la indulgencia, predicado por Lutero en la primavera de 1518, replicó Tetzel con una refutación en alemán y cincuenta tesis en latín. Trataban del problema de la autoridad eclesiástica y afirmaban que la decisión en asuntos de fe estaba reservada al magisterio infalible del papa. Tetzel había llegado ya, pues, al auténtico punto clave de la controversia. Juan Eck, que hasta entonces había sido amigo de Lutero y era procanciller en Ingolstadt, colega del fraile de Wittenberg y hombre de confianza del duque de Baviera así como del sabio obispo de Eichstat, Gabriel de Eyb, escribió privadamente, por encargo precisamente de este obispo, unas Adnotationes a las 95 tesis, las cuales se propagaron en copias a mano. En ellas notaba un cierto parentesco entre las ideas de Lutero y las de Juan Hus, condenado en el Concilio de Constanza. Lutero vio en ello una acusación de herejía y respondió con una irritada contrarréplica, titulada Asterisci. Decía que Eck condenaba sus tesis sin haberlas comprendido en absoluto. «En toda su obra no hay nada de teología (esto es, de la Bi­blia); todo son extravagancias científicas. Concedo que todo es verdade­ro si las teorías de escuela son verdaderas, cosa que Eck afirma, pero yo niego». Ambos personajes se habían convertido en adversarios irreconciliables. 

Que se formase un frente defensivo cerrado lo impidió no sólo la coincidencia de Lutero con las corrientes opuestas a la Curia, existentes en la nación, sino también la falta de claridad teológica, que ya podía notarse en Erasmo. Sólo así puede comprenderse la actitud ambigua de muchos buenos católicos, seglares y clérigos, con respecto a Lutero, y sólo así resulta posible entender los coloquios religiosos, que duraron hasta los años cuarenta. Ni los humanistas, ni el papa León X, cuya mentalidad era fuertemente humanista, se sintieron sobresaltados por las tesis de Lutero. A ello se añadía la ausencia de interés por la teología en los hombres que desempeñaban de hecho el gobierno de los territorios, también en los asuntos eclesiásticos. Estos hombres tenían casi todos una formación meramente jurídica y consideraban tales disputas a lo sumo como medios para perjudicar la competencia económica de la Curia. Carecían de toda comprensión con respecto al contenido teológico de los problemas discutidos.

Cuando el arzobispo de Maguncia vio que la irrupción de Lutero ponía en peligro la indulgencia y, por tanto, también sus negocios monetarios, mandó que se notificasen los hechos a Roma. Probablemente ya por entonces los dominicos habían denunciado en Roma al reformador, acusándole de herejía. Pero León X consideró que todo aquel asunto no tenía demasiada importancia, y encargó al nuevo general de los agustinos que calmase al hermano Martín. Mas en el capítulo de la Orden celebrado en Heidelberg en abril de 1518, éste rechazó la admonitio y aprovechó la ocasión para seguir propagando sus ideas. De su defensa salió la disputatio de uno de sus discípulos sobre el pecado, la gracia y la falta de libertad de la voluntad, y toda la teología de la cruz. Lutero tenía ya un círculo de oyentes que se convertirían de esta manera en colaboradores y codivulgadores de sus ideas, y más tarde, en aliados en la lucha. La provincia alemana de la Orden le apoyaba en su totalidad, de igual manera que sus colegas y sus oyentes de la universidad, entre ellos el dominico Martín Bucer.

Después de la disputatio celebrada en Heidelberg, Lutero redactó una extensa aclaración de sus tesis (Resolutiones de virtute indulgentiarum) y la envió a Roma, al papa, acampañada de un escrito lleno de fra­ses de sumisión. Ahora bien, en ella no retractaba o atenuaba en modo alguno su doctrina, sino que la defendía y exacerbaba. Este escrito no produjo ninguna impresión en Roma donde, no por iniciativa del papa, sino por el fiel cumplimiento de su deber de algunos funcionarios de la Curia, se había iniciado el proceso contra Lutero. El profesor de Wittenberg fue invitado a presentarse en Roma en el término de sesenta días y a justificarse de la acusación de herejía, que se le hacía. El necesario dictamen teológico sobre su doctrina lo dio el dominico Prierias, magister sacri Palatii. Lo redactó en tres días, y se limitaba tan sólo a las cuestiones del primado (Dialogue in praesumptuosas M. Lutheri conclusiones de potestate papae). Como también el emperador Maximiliano I pidió que se procediese contra Lutero de acuerdo con las leyes del Imperio, pareció que el proceso podía solventarse con toda rapidez.

Pero, de repente, este asunto se convirtió en una cuestión política. Lutero supo ganar para su causa a su príncipe elector, Federico el Sabio, que deseaba que la causa se tramitase en Alemania. Ahora bien, el elector de Sajonia era el único enemigo en los planes del emperador tendentes a ganar los votos de los príncipes electores para que saliese elegido como futuro rey romano su sobrino Carlos I de España. Y como también el papa se oponía a la candidatura del joven rey español, pues temía que los Estados de la Iglesia volverían a quedar cercados, por el norte y por el sur, por una potencia demasiado grande, hubo que tener en cuenta los deseos del elector sajón. Fueron, pues, motivos políticos los que se antepusieron, funestamente, a los intereses religiosos. El legado pontificio, Cayetano, dominico sapientísimo, pero que no poseía dotes diplomáticas especiales, y que había sido enviado a la Dieta de Augsburgo, recibió el encargo de hacer comparecer a Lutero, escucharle paternalmente y enviarle de nuevo a Wittenberg, sin ponerle dificultades. En octubre de 1518 tuvo lugar el interrogatorio en Augsburgo, que no produjo ningún resultado. El cardenal había destacado con toda claridad las dos cuestiones principales: la naturaleza de la indulgencia y la eficacia de los sacramentos, e intentó que Lutero se retractase de su negación del tesoro de la Iglesia, de los méritos de Cristo, del cual podía el papa conceder indulgencias, y de su afirmación de que la sola fe da su eficacia a los sacramentos. Lutero negóse a retractarse en tanto no se le convenciese con argumentos sacados de la Sagrada Escritura. Finalmente, temiendo ser apresado, huyó de la ciudad no sin dejar una apelación notarial a Papa non bene informato ad melius informandum. Cuando, algunas semanas más tarde, llegó a Wittenberg una solicitud de extradición, con la noticia de que el proceso continuaba en Roma, Lutero apeló, como medida de precaución, a un concilio ecuménico. El príncipe elector se negó a entregar a Lutero, pues no estaba demostrada su herejía. De nuevo volvió a interrumpirse el proceso durante meses, pues ahora el papa pensaba en el elector de Sajonia para oponerle como candidato al rey Carlos I de España.

LA DISPUTA DE LEIPZIG Y LA EXCOMUNION

La labor teológica siguió adelante, ciertamente. Cayetano, que ya antes y después del interrogatorio de Augsburgo había escrito sobre algunas de estas cuestiones (Utrum papa auctoritate clavium dat indulgentiam animabus in purgatorio; De divina institutione pontificatus), redactó una bula sobre las indulgencias, destinada a privar a Lutero del pretexto de que la Iglesia no se había pronunciado todavía autoritativamente sobre esta cuestión. La bula fue firmada finalmente por el papa en el mes de noviembre. Este largo plazo favoreció extraordinariamente la propagación de la doctrinas luteranas, aun cuando Lutero mismo guardó silencio. La propaganda de la imprenta había seguido avanzando, y la excitación de los espíritus era tal, que resultaba preciso hablar. Así, Eck había invitado al profesor Karlstadt, colega de Lutero en Wittenberg, a celebrar una disputa. El plan fue aprobado por el duque Jorge de Sajonia, de sentimientos fieles a la Iglesia. Para la disputa de Leipzig, que se celebró en el mes de junio de 1519, había preparado Eck una lista de tesis. La última trataba del primado y atacaba directamente a Lutero. Este respondió con unas contratesis y consiguió ser admitido en el último momento a la disputa. Después de la disputa entre Karlstadt y Eck acerca de la gracia y la voluntad libre, vino la disputa entre Lutero y Eck acerca del primado del papa. Lutero, a quien Eck, mucho más hábil, había puesto en un aprieto, se vio ahora obligado a sacar las consecuencias claras de sus ideas. Eck opinaba, en efecto, que la negación de la institución divina del primado colocaba a Lutero en la misma línea de Wiclef y de Hus. A ello respondió Lutero que, entre los artículos de Hus, había habido varios muy cristianos y evangélicos. A esto replicó Eck preguntando: Entonces, si el concilio de Constanza condenó tesis muy cristianas, ¿es que se equivocó? A lo que Lutero contestó que también los concilios ecuménicos podían equivocarse. Ante estas palabras, que cayeron como una bomba en la sala, Eck declaró inmediatamente que Lutero era hereje y defensor de los husitas. El duque de Sajonia había abandonado aterrado la sala. .

Al rechazar la infalibilidad de los concilios ecuménicos, Lutero rechazó todo magisterio de la Iglesia. Lo que quedaba ahora era únicamente la Biblia. Entonces formuló Lutero con toda decisión el principio de que sólo debe considerarse como verdad religiosa aquello que pueda ser demostrado por la Biblia. El protestantismo encontró así su auténtico principio formal: la doctrina de la sola fides.

La disputa de Leipzig destruyó definitivamente la opinión, sustentada también hasta entonces por el príncipe elector de Sajonia, de que todo el asunto de Lutero no era más que una discusión académica entre profesores, para acabar con la cual lo mejor sería solicitar un dictamen universitario. Ya antes de la disputa de Leipzig se había convenido en aceptar como árbitros a las universidades de París y de Erfurt. Pero luego no se convocó a ninguna de estas dos universidades. En Leipzig se había demostrado, en efecto, que no existía ya ninguna base común, sino únicamente enfrentamiento y contradicción. Por este motivo, aun después de la disputa, la lucha siguió adelante, aunque ya no en forma académica, sino en forma popular, frecuentemente grosera, violenta y sucia. La imprenta ofreció la posibilidad de propagar, mediante hojas volantes y hojas sueltas, una polémica odiosa contra la Iglesia papal, en la que desempeñaron un gran papel las imágenes burlescas y las caricaturas que presentaban al papa como un asno y como príncipe del infierno y a la Iglesia romana como la gran prostituta babilónica, y se reían de los cardenales, sacerdotes y monjes. No puede afirmarse que Lutero mismo se mantuviese alejado de esta lucha poco noble. Por el contrario, hizo todo lo humanamente posible para excitar y alentar a sus partidarios.   

El problema de las generaciones influyó ahora, acelerando y agravan­do el decurso de las cosas. Los jóvenes estaban a favor de Lutero; los viejos, en cambio, defendían la tradición. Sin embargo, había también entre los jóvenes que se adhirieron al reformador dos direcciones: una humanista y otra radical. A la primera pertenecían los hombres que Lutero ganó para sí en Heidelberg, Juan Brenz, posterior reformador de Hall, ciudad imperial de Suabia, y del ducado de Württenberg, y el alsaciano Martín Bucer, que había de convertir a la nueva doctrina la ciudad de Estrasburgo. Junto a ellos estaba el monje agustino Nicolás de Arnsdorf, coetáneo de Lutero y colega suyo en la universidad de Wittenberg, y, en primer término, Felipe Melanchton, que a sus diecisiete años era magister en Tubinga, y a los veintiuno fue nombrado profesor de griego en la universidad de Wittenberg por recomendación de su tío abuelo Reuchlin. Muy pronto se convirtió Melanchton en par­tidario entusiasta de Lutero, a quien acompañó también a la disputa de Leipzig. Y ya iban alcanzando también posiciones dirigentes en las ciu­dades imperiales de Alemania los entusiastas estudiantes de Wittenberg.

A la orientación radical de los primeros partidarios de Lutero pertenecían Tomas Münzer, que ya en 1520 era predicador en Zwickau, famoso jefe de los campesinos rebeldes, y también el radical profesor de Wittenberg, Karlstadt, y, sobre todo, el portavoz de los belicosos y descontentos caballeros alemanes, Ulrico de Hutten, joven humanista sin escrúpulos y uno de los autores de las famosísimas Cartas de hombres oscuros. En aquel tiempo todavía escribía en latín contra los papistas. Pero a partir de 1521 el coronado poeta escribió también en alemán, para entablar contacto con las masas en la lucha contra los curas extranjeros. Apareció su Librito de diálogos, anticlerical, que echa sobre Roma la culpa de todos los males. En Lutero veía Hutten el campeón de la libertad espiritual y nacional, que ahora había que conquistar en lucha contra Roma y contra todos los clérigos, y por ello hace que sus invec­tivas se expongan en público. Junto al vagabundo poeta Ulrico de Hutten está el caballero bandido de gran estilo Francisco de Sickingen, que llevará más tarde a la ruina a la caballería alemana. Su castillo de Ebern era todavía entonces «la casa de la justicia», en la que se reunía un círculo de amigos secretos de Lutero, castillo que ofreció también a éste como lugar de refugio.

A estos jóvenes se oponían los defensores de la antigua fe, hombres de la generación anterior, personalidades venerables, dotadas de una profunda conciencia de sus obligaciones y de una piedad correcta, pero carentes del fuego avasallador de un heroísmo bendecido desde arriba: los dominicos Prierias y Hochstraten, que estaban comprometidos ya en la discusión en torno a Reuchlin, Tomás Murner, franciscano de Alsacia, y los hombres de la corte de Sajonia, el duque y sus capellanes de palacio. Hasta su muerte, ocurrida en 1539, el duque de Sajonia fue, entre los príncipes alemanes, el adversario más decidido de Lutero; fue un celoso reformador y un enemigo sincero del curialismo y, llevado de su estricto sentido del derecho, atacó fuertemente los defectos de la Iglesia. De sus capellanes, el suabo Jerónimo Emser fue violentamente atacado por Lutero poco después de la disputa de Leipzig, mientras que Codeo estaba todavía entonces de parte del reformador de Wittenberg. En vano intentó luego convencer privadamente a Lutero para que se convirtiese; lo único que consiguió con ello fueron burlas y calumnias. A sus escritos Lutero respondió tan sólo la vez primera. El amor herido se transformó en una violenta hostilidad. Sin embargo, Codeo fue uno de los pocos que vieron desde el principio la necesidad de realizar una contralabor religiosa, y él mismo era un sacerdote de fe ardiente y dispuesto al sacrificio. Se hizo famoso por ser el autor de la primera biografía católica escrita después de la muerte de Lutero, los Commentaria de actis et scriptis M. Lutheri, de 1549, obra que, a pesar de su carácter totalmente polémico, y aunque contiene ciertamente mucho veneno y mucho odio, no encierra mentiras conscientes y ha venido configurando en gran medida, hasta bien entrado el siglo xx, la imagen católica de Lutero.

Lutero había negado en Leipzig la infalibilidad de los concilios antiguos, y en un folleto titulado Sobre el papado de Roma había rechazado éste, considerándolo como una institución humana. La morada en que la cristiandad había venido habitando hasta entonces se encontraba, pues, destruida. Ahora era necesario edificar de nuevo la vida de los cristianos y ganarse la opinión pública. A este fin sirvieron los tres grandes escritos reformadores del año 1520. Es ésta una época lógicamente propicia para Lutero. El emperador recién elegido se encuentra aún en España. Lutero es, pues, el jefe de la nación. Se dirige a los laicos, escribe en alemán, renuncia en estos escritos a las especulaciones y discusiones teológicas, coloca en el primer plano cuestiones de política eclesiástica y emplea como aliado el muy extendido descontento contra la administración de la Curia romana, contra su mundanización y su físcalismo. Ahora no se trata de una teoría, de la indulgencia por ejemplo, sino que se trata del papa y de toda la Iglesia existente hasta entonces. En aquél ve Lutero el enemigo jurado del verdadero cristianismo, el Anticristo de los últimos tiempos, anunciado por san Pablo. Su pensamiento y su lenguaje se tornan escatológicos; sus imágenes son las del Apocalipsis. Aparecen así escritos programáticos político-eclesiásticos, dirigidos «a sus queridos alemanes», que llevan dentro una gran carga explosiva. En el plazo de tres meses se publicaron estas tres obras: A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre el mejoramiento del Estado cristiano, De la cautividad babilónica de la Iglesia, y De la libertad del cristiano. La primera es una exhortación dirigida a la nobleza, es decir, a los laicos, invitándoles a tomar en sus manos la reforma de la cristiandad, sobre la base del sacerdocio universal de todos los fieles: «Todos los cristianos pertenecen verdaderamente al estado clerical y no existe entre ellos ninguna diferencia más que la del oficio. Esto se debe a que tenemos un solo bautismo, una sola fe, un solo evangelio, y somos igualmente cristianos. El que haya salido del bautismo, puede gloriarse de estar ya ordenado sacerdote, obispo y papa, aun cuando no a todo el mundo competa ejercer tal ministerio».

De este modo se declaró al seglar mayor de edad y responsable. Según esta obra, no existen dos estados separados en la cristiandad, sino solamente uno. No puede, por tanto, seguir subsistiendo el primado de Roma. La interpretación de la Sagrada Escritura, la convocatoria de un concilio ecuménico son cosas que corresponden a cada cristiano, y en primer término a los jefes de la cristiandad, los nobles. Estos deben sacar, en lo que respecta al gobierno de la Iglesia alemana, las consecuencias del sacerdocio universal de los fieles. En pocos días se vendieron cuatro mil ejemplares de este revolucionario escrito.

De la cautividad babilónica de la Iglesia se refiere a la Iglesia invisible, hechura del Evangelio, a la que mantienen presa múltiples disposiciones humanas: la doctrina de los sacramentos, la doctrina de la transubstanciación y del carácter sacrificial de la santa misa, la negación del empleo del cáliz a los laicos y el establecimiento de impedimentos matrimoniales. Por una feliz inconsecuencia, Lutero no llevó hasta su último extremo la negación de los sacramentos. Mantuvo el bautismo de los niños, la cena y, en parte, también la confesión, pero tampoco éstos tenían eficacia por sí mismos, sino sólo por la fe. El sacerdocio sacramental resulta ahora superfluo. La nueva comunidad no necesita más que servidores de la palabra, conocedores de la Biblia, para predicar la palabra.

De la libertad del cristiano, la primera obra sobre la libertad aparecida en el territorio de habla alemana, está dedicada al papa León X. De este modo quiere Lutero quitar de antemano toda justificación a la excomunión inminente. Con un lenguaje bíblico sencillo expone su evangelio de Cristo y del perdón de los pecados por la fe. Pero el tesoro esencial del hombre redimido es la libertad cristiana. Un cristiano es un señor libre, que domina sobre todas las cosas y no se halla sometido a nadie; y, a su vez, el cristiano ideal es el que está libre de todas las cosas terrenas, hallándose sometido a cualquiera en la caridad.

Y cuando luego la bula Exsurge Domine condenó las doctrinas de Lutero y ordenó al profesor que se retractase, éste publicó uno de sus peores escritos incendiarios: Contra la bula del Anticristo. La bula en que se le amenaza con la excomunión, dice, le ha hecho ver ahora que el papa es el Anticristo. Por ello se enfrenta al papa y a los cardenales, apoyándose en su bautismo, como hijo de Dios y heredero de Cristo; les ordena que hagan penitencia y anulen inmediatamente esas demoníacas blasfemias, amenazándoles con condenarles en nombre de Cristo. De nuevo apeló Lutero a un concilio universal, y el día 10 de diciembre de 1520, ante la puerta de la ciudad de Wittenberg, y entre el júbilo de los estudiantes, arrojó al fuego un ejemplar de la bula pontificia, el Código de derecho canónico y los escritos de sus adversarios, con estas palabras: Quoniam tu conturbasti sanctam veritatem Dei, conturbet te hodie Dominus. In ignem istum!

Los acontecimientos se precipitaron ahora. Lutero es excomulgado. Staupitz le exime de la obediencia monástica. Lutero se encuentra psíquicamente a la intemperie y depende totalmente del favor del pueblo y del capricho de los príncipes. En esta hora, éstos le apoyaron, ciertamente. La cancillería imperial había hecho redactar los correspondientes mandatos contra él, e igualmente había comenzado ya a moverse la oposición, sostenida por el príncipe elector de Sajonia: Lutero, decía, no había sido rebatido. Teniendo en cuenta los sentimientos populares, se invita a Lutero a ir a la Dieta de Worms, «para recibir informes de él mismo», y dándole la seguridad de tener libre escolta. El nuncio del papa, Aleander, y Federico el Sabio intentaron impedir el viaje de Lutero a Worms, pero éste quería acudir a la Dieta. En las ciudades alemanas se le tributa un recibimiento triunfal. ¡Tan intensos eran los sentimientos antirromanos y la excitación religiosa en el pueblo! Aleander escribió entonces a Roma: «Los alemanes se han convencido de que podían ser buenos cristianos incluso estando en contradicción con el papa, y de que también la fe católica podría mantenerse en pie en tal caso». La justificación nacional del interrogatorio la había dado su señor territorial: Decía que era equitativo dar a Lutero la posibilidad de defenderse. No se podía condenar a un alemán sin haberle oído antes sin producir un escándalo tremendo. El 17 de abril de 1521 se le hicieron a Lutero, en presencia de la Dieta, dos preguntas: Si reconocía ser autor de los escritos que se le atribuían, y si estaba dispuesto a retractarse de los errores contenidos en ellos. A la primera contestó afirmativamente en el mismo momento; para responder a la segunda pidió que se le diera tiempo para pensarlo. Lutero había esperado que se celebrase una disputa para poder defender sus doctrinas. El emperador le invitó a que pensase en el gran peligro, las discordias, revueltas, levantamientos y derramamientos de sangre que su doctrina había producido en el mundo. Al día siguiente Lutero rechazó toda retractación: «Mientras no sea refutado por la Sagrada Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme de nada, pues obrar en contra de la propia conciencia es malo y peligroso. Dios me ayude. Amén» .

LA TRADUCCION DE LA BIBLIA

El interrogatorio de Worms puso en claro que la evolución religiosa personal de Lutero se había convertido en un asunto público, de alta política, y creó también un gran marco propagandístico en torno a Lutero, otorgándole, para decirlo con palabras modernas, la publicidad necesaria para el triunfo de su causa. Tanto más cuanto que Lutero, que volvía de Worms escoltado por doce caballeros y había predicado todavía en Eisenach, sufrió un asalto simulado y desapareció de la vida pública. Con ello no sólo quedó a cubierto de las repercusiones del Edicto de Worms, que entre tanto se había promulgado, sino que encontró también una temporada de recogimiento y de trabajo tranquilo.

En la Wartburg, el «caballero Jorge» no sólo supera graves asechanzas espirituales y no sólo redacta su folleto sobre los votos monásticos, que habían de hacer correr a él una inmensa muchedumbre de monjes y monjas que vivían en los conventos sin vocación o en desacuerdo con la regla y los votos. Un segundo y violento escrito polémico, titulado Sobre el abuso de la misa, estaba dirigido a sus hermanos de Orden de Wittenberg y se burlaba de la misa, presentándola como una idolatría vergonzosa. Pero, junto a esto, Lutero comenzó en la Wartburg su traducción alemana de la Biblia. El Nuevo Testamento lo terminó en diez semanas; el Antiguo no lo acabó sino doce años más tarde.

La Biblia de Lutero no es sólo la primera traducción alemana de la Sagrada Escritura. Según un recuento efectuado en 1939, se conservan 817 manuscritos alemanes de esta Biblia, entre los cuales hay 43 que la contienen completa. En lo que respecta a ediciones, hubo, hasta 1522, catorce en alemán y cuatro en bajo alemán, las primeras de las cuales fueron la Edición de Mentelin, hecha en Estrasburgo (1461 ó 1466), y la Edición de Augsburgo de 1473. Las ediciones eran, sin embargo, relativamente pequeñas. Indudablemente, la Biblia de Lutero era la mejor traducción desde el punto de vista literario. Su particularidad consistía no sólo en que, a diferencia de otras traducciones de la Vulgata, ésta estaba hecha sobre la base del texto primitivo, según creía Lutero, es decir, sobre la edición de Erasmo de 1519; estaba traducida además con un lenguaje próximo al pueblo, intuitivo: el lenguaje sajón-bohemio de cancillería, que la Biblia de Lutero convirtió en alto alemán. Por otro lado, esta traducción atestigua las fabulosas dotes literarias del traductor y el fuego ardiente de las vivencias y los sentimientos religiosos de un hombre que había crecido junto a la Biblia y había apoyado su existencia entera únicamente en la palabra de Dios. Por ello, también el centro de la substancia religiosa de la Reforma protestante se encuentra en esta Biblia. Lo cual no debe hacernos olvidar, desde luego, que Lutero se ingirió caprichosamente en el canon y en el texto, que divide la Escritura en partes esenciales y partes menos esenciales, que quiso encontrar confirmado en ella su propio punto de vista, y que, como confiesa un historiador protestante de nuestros días, «los lugares ambiguos desde el punto de vista lingüístico los interpretó desde el centro de la justificación por la sola gracia». La Biblia de Lutero se vendió rápidamente. Los primeros tres mil ejemplares se agotaron en pocas semanas; en los dos años siguientes hubo no menos de cinco ediciones.

Para la innovación religiosa tuvo gran importancia el hecho de que, en 1521, se agregase a la Biblia la segunda obra capital de aquélla: los Loci communes rerum theologicarum, salidos de la pluma de Melanchton. Estos son una exposición de los conceptos fundamentales de la teología según las ideas de Lutero y constituyen, por tanto, una obra sistemática, una dogmática y una ética a la vez. Los Loci tenían como misión acercar las ideas reformadoras a las personas cultas, sobre todo a los humanistas, y, acentuando la importancia de la disciplina eclesiástica pública, salvaguardar también la paz en la comunidad.

EL PROBLEMA DE LA ORGANIZACION ECLESIASTICA

En efecto, la prolongada ausencia de Lutero de Wittenberg puso de manifiesto el peligro que amenaza a todo movimiento no organizado cuando ha perdido a su jefe: el radicalismo y la dispersión. En Wittenberg asumió ahora la dirección el radical Karlstadt, que incluso llegó a ganar para sus ideas a Melanchton. Se pretendía sacar las consecuencias prácticas de las tesis de Lutero. Inicióse la descatolización de la vida pública. Karlstadt defendió los sermones de un agustino contra la misa, y él mismo, en la navidad de 1521, pronunció en la iglesia de la universidad, vestido por primera vez de seglar, un sermón, y sin confesarse antes, dijo una misa sin canon, distribuyendo en ella la comunión bajo las dos especies. Al día siguiente Karlstadt, que tenía ya cuarenta y un años, se prometió en matrimonio. Hacía tiempo que había defendido que el matrimonio de los sacerdotes seculares era obligatorio, pero que el de los frailes estaba permitido. De acuerdo con una orden dada por él, todos los bienes de los monasterios y de las iglesias, así como los beneficios y las fundaciones fueron fusionados, para formar una «caja común», destinada a pagar a los clérigos y auxiliar a los pobres. Se prohibió la mendicidad. Consiguientemente, el capítulo provincial de Wittenberg de los agustinos eremitas permitió que los frailes abandonaran el convento. La forma de proceder fue cada vez más tumultuaria. Karlstadt penetraba en las iglesias y destruía imágenes y estatuas. Los altares laterales fueron retirados, y se quemó el óleo para la extremaunción. A la destrucción de las imágenes se añadió, bajo la influencia de algunos fa­náticos expulsados de Zwickau, la renuncia al estudio de la teología. Los obreros debían predicar el Evangelio. Karlstadt recomendaba a los estudiantes que abandonasen la universidad y aprendiesen un oficio manual; él mismo se hizo campesino. La universidad llevaba una vida lánguida.

Esto hizo que Lutero no pudiera permanecer más en la Wartburg, y se presentó de repente en medio de las masas revolucionarias de Wittenberg. Con ocho valientes sermones consiguió ganarse la opinión pública. La libertad cristiana no permite la modificación violenta de cosas que son indiferentes. La reforma religiosa no puede propagarse mediante la violencia, ni por disposiciones del brazo secular, ni por el levantamiento de las masas. Es preciso predicar la verdad y dejar que la palabra actúe. Los espíritus fanáticos tuvieron que retirarse, pero habían enseñado algo a Lutero. Este sólo había pretendido enseñar y predicar, pero nunca organizar. Ahora tuvo que sacar las consecuencias prácticas de su doctrina, si no quería que se volviera a abusar de ella. De esta manera organizó la liturgia en Wittenberg. Quedaron eliminadas la misa privada, la obligación de confesarse y el precepto de ayunar, y también el monacato y el celibato; en cambio se mantuvo la lengua latina para el culto, el uso de las vestiduras litúrgicas y la elevación de la hostia en las misas dominicales. El cáliz de los seglares es puesto a disposición de todos. La comunidad cristiana, que es para Lutero la única forma legítima de Iglesia, tiene derecho a decidir si el predicador expone la doc­rina pura (Una comunidad o congregación cristiana tiene el derecho y el poder de juzgar toda doctrina, y de llamar, nombrar y destituir a los doctores [1523]), pero, sin embargo, no posee ninguna potestad disciplinaria sobre sus miembros, potestad que, en aquellos años, Lutero recusa todavía absolutamente incluso a las autoridades seculares. Pocos años más tarde cambiará radicalmente de opinión.

Lutero permanece en Wittenberg y allí enseña, predica y escribe incansablemente. En 1524 abandona el hábito monástico y un año más tarde, con gran disgusto de Melanchton, se casa con la monja cisterciense Catalina de Bora, que había salido del convento. De ahora en adelante su obra se irá desligando cada vez más de su propia persona y seguirá su propio destino.

ULRICO ZUINGLIO

Entre tanto había ido destacándose en el sur del territorio de habla alemana, en Zurich, otro jefe de la Reforma protestante: Ulrico Zuinglio. Su retrato de la Biblioteca Central de Zurich lleva esta inscripción:

Dum patriae quaero per dogmata sancta salutem

Ingrato patriae caesus ab ense cado.

Estos versículos caracterizan bien una parte del carácter zuingliano. Su reforma, y la reforma de Suiza en general, es mucho más una cuestión humanística, y especialmente una cuestión política, que la reforma de Lutero. Es la idea, procedente de la Antigüedad, de la patria, a la que el humanista Zuinglio otorga un papel político y nacional. Además de esto, vive en una época en la que los infantes suizos representan una valiosa tropa auxiliar para el papa, por lo cual muchos clérigos de la Confederación eran favorecidos con especiales muestras de afectos y pensiones pontificias.

Zuinglio era sólo unas semanas más joven que Lutero. Su padre era un apreciado campesino de Toggenburg. El joven Zuinglio estudió en Viena, de donde fue expulsado, y luego en Basilea. En ambas universidades se compenetró profundamente con el humanismo y conquistó muchos amigos que sentían igual que él. El hecho de que, mientras todavía estudiaba en Basilea, ejerciese ya el cargo de maestro de escuela en San Martín, es algo que cuadra muy bien con la imagen del joven humanista. A sus veintidós años la comunidad de Glaris le eligió como párroco suyo; Zuinglio consiguió que un co-opositor favorecido por el papa renunciase al puesto. Entonces recibió también la ordenación sacerdotal.

Zuinglio era partidario del papa y, desde 1515, se hallaba en posesión de una pensión romana. Abierto a las exigencias del día, acompañó dos veces, como capellán, a sus compatriotas a Italia, estando presente en las batallas. Tras su vuelta empezó a atacar los intentos franceses de atraerse a Glaris, cosa que no podía conciliar con su ardiente patriotismo. Como no logró triunfar, dejó su parroquia a un vicario y se hizo dar un cargo de capellán y predicador en el conocido santuario de Einsiedeln. En diciembre de 1518 el Consejo de Zurich le nombró predicador de la catedral de esta ciudad. Al lado de sus preocupaciones pastorales, Zuinglio no había olvidado los estudios humanistas. Además del griego aprendió hebreo. Desde 1516 estaba en relación con Erasmo, que le incitó a que en sus predicaciones emplease únicamente la Escritura y los Padres. Zuinglio dejó, por ello, de predicar sobre trozos selectos del Evangelio o de las Escrituras y predicó constantemente sobre el Evangelio de San Mateo y otros escritos de la Biblia. Es verdad que se acercaba a la Escritura de forma distinta que Lutero. Este aspiraba a encontrar en ella su salvación; Zuinglio, en cambio, la verdad en su forma más pura. El es un racionalista, qué se enfrenta a la palabra revelada de un modo más crítico que Lutero y que intenta recortar el misterio todo lo posible; por ello quiere reducir el cristianismo a la filosofía de Cristo y simplificarlo. Para ello necesitaba eliminar la justificación por las obras y especialmente las peregrinaciones, la veneración a los santos y a las reliquias y, naturalmente, también el sistema de las indulgencias.

Se hizo famoso por vez primera cuando, por encargo del vicario general de Constanza, se enfrentó al franciscano de Milán Sansón, a quien se le había encargado que predicase la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. El obispo de Constanza había prohibido predicar en su diócesis a este predicador de la indulgencia, que convertía su misión en un repugnante negocio de dinero, y la Confederación había logrado finalmente que León X destituyese a Sansón.

Mas durante estos arios Zuinglio se había apartado ya internamente de la Iglesia. No se ha llegado a determinar con exactitud si esto se debió al influjo de Lutero, cosa que Zuinglio negó enérgicamente. En todo caso, se transformó en un reformador de cuño propio. Aun cuando se apropió las tesis luteranas acerca de la fe, la justificación y la Escritura, las acentuó, en cierta manera, de modo distinto. Zuinglio no había sufrido las luchas de conciencia de Lutero y no tenía tampoco la vivencia de la certeza de la salvación. Por ello los temas más importantes no son, para él, la gracia y la muerte de Cristo en la Cruz, sino la ley como voluntad propia de Dios; no la justificación, sino la santificación que Cristo crea en el hombre. La importancia dada a esta nueva vida introduce una tendencia moralizante en su sistema. La voluntad de Dios se encuentra claramente expresada en la Sagrada Escritura. Por tal motivo, hay que examinar todas las costumbres, para ver si están prescritas en aquélla, y eliminarlas si no lo están. Zuinglio se aproxima en este punto al reformador de Wittenberg, Karlstadt. Aplicando tales criterios, ¿qué queda de los sacramentos? Sólo el bautismo y la cena, pero éstos pasan a ser meros símbolos sin eficacia alguna.

La ruptura externa con la Iglesia tenía que llegar al fin. Ya en 1521, el predicador Zuinglio, a quien siempre habían preocupado los problemas de la comunidad social y política, pidió al Pequeño Consejo que ordenase a todos los predicadores emplear, como única base de sus sermones, la Sagrada Escritura. Cuando, a consecuencia de las predicaciones de Zuinglio, los habitantes de Zurich dejaron públicamente de cumplir el precepto del ayuno, el obispo de Constanza protestó contra esto en 1522. Entonces Zuinglio publicó un sermón titulado Sobre la elección y libertad de los alimentos y envió una epístola al obispo, firmada, además de por él, por otros diez clérigos. Muy pronto dirigió este mensaje también a la Dieta de la Confederación, reunida en Lucerna. En él se solicitaba que se concediese libertad para la predicación apostólica y que se suprimiese el celibato. Esto constituía para Zuinglio un asunto completamente personal. En 1524 se casó con la viuda con que venía conviviendo desde bastante tiempo antes. Cartas pastorales y exhortaciones del obispo de Constanza, así como una prohibición por parte de la Dieta, no tuvieron el menor resultado. A la amenaza de excomunión Zuinglio respondió con un violento ataque contra las jerarquías de la Iglesia. Renunció a su oficio de predicador y no quiso tener ya nada que ver con la antigua Iglesia. Pero el Consejo de Zurich le confirmó, a su vez, en aquel cargo. En 1523 tuvo lugar la disputa organizada por el Consejo, cuyo resultado se conocía ya de atemano. Zuinglio compuso para ella sesenta y siete tesis, en las que rechazaba la Iglesia visible, negaba la tradición, la jerarquía, el sacerdocio y el sacrificio de la misa, impugnaba los votos religiosos, los días de fiesta y el ayuno y asignaba abiertamente el gobierno de la Iglesia a las autoridades temporales. La disputa terminó con la victoria de Zuinglio; las explicaciones del vicario general de Constanza, Juan Faber, que era también discípulo de Erasmo, estaban redactadas en un tono demasiado doctrinal y autoritario. El Consejo ordenó a los predicadores que se atuviesen a las tesis de Zuinglio.

Este había elaborado ya un nuevo rito del bautismo, que subrayaba únicamente el valor simbólico del sacramento. Una segunda disputa habría debido tener como resultado la supresión de las imágenes y de la misa, pero el pueblo se resistió todavía a ello. Mas en enero de 1524, cuando el clero se negó a aceptar la Reforma protestante, el Consejo prohibió las procesiones y peregrinaciones; y en junio, la veneración de las imágenes. Se ordenó que, en el término de trece días, todas las iglesias de la ciudad debían quedar «purificadas», blanqueadas las paredes y retirados o destruidos las estatuas y cuadros. Las velas, el toque de campanas y la extremaunción fueron eliminados; los órganos, desarmados, y en enero de 1525, clausurados los monasterios. Zuinglio convirtió la catedral en una escuela teológica, cuya misión era educar una comunidad popular que hundiese sus raíces en la Biblia. Una regulación de la ciudad acerca de las limosnas afectó a todas las fundaciones eclesiásticas. Antes de Pascua de 1525 el Consejo prohibió la misa, y el Jueves Santo se celebró la primera cena de la forma más sencilla. Al mes siguiente se creó un tribunal de matrimonios; estaba compuesto de seglares y predicadores y entendía legalmente en los problemas de impedimentos y validez o separación de los matrimonios, antes tratados en la Curia episcopal, y, más tarde, también en la cuestión de la disciplina eclesiástica y la provisión de parroquias. Con esto quedaba completada la estructura de la unidad cristiana, en la cual, más bien que en la parroquia, veía Zuinglio la auténtica Iglesia visible. También hizo uso sin escrúpulo alguno del brazo armado de la ciudad cuando los anabaptistas amenazaron con destruir su comunidad. El culto zuingliano era muy simple. Constaba solamente de oración, lectura de la Escritura, predicación, y, cuatro veces al año, administración de la cena. Se prohibió el canto eclesiástico y tocar el órgano. El bautismo era solamente el signo cristiano de la alianza, y la cena, la conmemoración de la pasión de Cristo. Las palabras de la consagración se interpretaron de manera puramente simbólica (est = significa). De manera resuelta y con una energía que actuaba duramente, Zuinglio quiso congregar un pueblo entero en sus casas de oración y predicación, dedicadas a la palabra y ca­rentes de toda imagen, y terminó pronto con la pena de los zuriqueses partidarios de la fe antigua («Muchas madrecitas ancianas lloraron»).

El sistema de Zuinglio, la entrega total de la Iglesia al Consejo de la Ciudad —pues considera la comunidad eclesiástica y civil como una unidad religiosa— se convirtió en modelo para muchas ciudades imperiales del sur de Alemania. ¡Qué diferencia con la comunidad de Lutero en Wittenberg! Ambos reformadores habían organizado así, casi al mismo tiempo, sus comunidades como expresión de la diversidad de naturaleza propia de cada uno.

LA GUERRA DE LOS CAMPESINOS

Pero tampoco Lutero consiguió mantener puro su ideal. Es cierto que, inteligentemente, había sabido mantenerse alejado de la revolución de los caballeros del Imperio y no mezclar la causa de éstos —la libertad alemana— con la libertad del hombre cristiano, alabada por él. Entonces escribió su tratado Sobre la soberanía secular, y hasta qué punto se le debe obediencia. Más difícil le resultó adoptar una actitud consecuente y clara en la guerra de los campesinos. Entre éstos, ideas de revolución social se habían mezclado acá y allá con la ideología religiosa de los fanáticos y anabaptistas. Esta unión fue el primer peligro grave para el luteranismo.

Uno de los jefes más fanáticos era Tomás Münzer, antiguo sacerdote católico, que ya en la disputa de Leipzig estuvo de parte de Lutero y que después quiso llevar a la práctica en Zwickau el nuevo orden de cosas. Pero, al hacerlo, se había apartado de varias doctrinas luteranas. Más realista que el monje de Wittenberg, pretendía que hubiera alguna colaboración humana en el acto de fe. Afirmaba que María llegó al acto de fe sólo por haber vencido internamente los obstáculos. Pero esta victoria interna ocurre por el testimonio directo del Espíritu, por la luz interior, la palabra interior, que se contrapone a la palabra muerta de la Biblia. Era inconcebible, decía, que Dios, que había venido hablando durante siglos, no hablase ya ahora, cual si se hubiera vuelto mudo. Lutero se burlaba de ellos diciendo que querían hablar directamente con Dios. La meta de Münzer era lograr el Reino de Dios para el pueblo sencillo y pobre. Por ello estaba lleno de odio contra los profesores de Wittenberg, que representaban para él los escribas hipócritas contra los que prevenía Juan Bautista.

«A nuestros doctores les gustaría llevar el testimonio del Espíritu de Jesús a la universidad... únicamente quisieran juzgar la fe con su Escritura robada, aun cuando no tienen fe en absoluto, ni ante Dios ni ante los hombres. Pues cada uno observa y procura aspirar a los honores y riquezas. Por ello tú, hombre sencillo, debes instruirte a ti mismo».

El Evangelio es precisamente para los miserables y oprimidos, para los desheredados, que son, en verdad, los elegidos. El Evangelio no suprimió la ley, sino que la cumplió con seriedad suma. Si se quiere preparar la venida del Reino de Dios, no se debe temer al peligro ni al riesgo. Lutero facilita demasiado las cosas a los hombres. Predica únicamente el «Cristo dulce como la miel, un Cristo a medias». Pero «el que no quiere el Cristo amargo, morirá, pues se ha hartado de miel». Lutero es por ello el «verdadero archicanciller del demonio», el «papa de Wittenberg». Pero el pueblo alcanzará la libertad, y únicamente Dios será su señor. Por este motivo, Münzer incitaba a acudir a tumultos, destruir las imágenes y, después de que los príncipes de Sajonia se apartaron de él, rebelarse contra los reyes, los príncipes y los clérigos. Ahora firmaba: «Tomás Münzer, con la espada de Gedeón». En Zwickau se había aliado con los fabricantes de paño. Pero el Consejo de la ciudad intervino expulsando a los profetas del nuevo reino cristiano. En Allsted, ciudad campesina del electorado de Sajonia, Münzer organizó la primera liturgia alemana. Acosado por Lutero, se dirigió a la ciudad imperial de Mühlhausen, en Turingia. Expulsado de allí, volvió a aparecer en 1525 y estableció una teocracia radical de los pobres. Se estaba ya en medio del levantamiento social de la guerra de los campesinos, que Münzer había atizado convenientemente en el centro y el sur de Alemania. Ya hemos indicado antes cómo los anabaptistas organizaron junto con Karlstadt disturbios en Wittenberg. «Las turbas y los fanáticos» son desde entonces enemigos de Lutero, a los que éste odiaba casi más que al papado. Mientras Münzer se encontraba en Allsted, había escrito Lutero una Carta a los principes de Sajonia sobre el espíritu de rebelión .

La guerra de los campesinos estalló indudablemente a causa de los impuestos y gravámenes. Los campesinos se encontraban muy descontentos con su situación social y soportaban difícilmente el capricho de sus señores, la trasformación de los feudos, la introducción del derecho romano escrito, la aparición de la economía monetaria ciudadana. Pero desde el principio se mezclaron con la rebelión también motivos religiosos. Ya la leyenda que en 1491 se puso, en el Alto Rin, en la bandera de la liga, decía: Unicamente la justicia de Dios. Su imagen mostraba al Crucificado, rodeado de María y de Juan, con un campesino arrodillado que miraba hacia la cruz. El pertenecer a la liga implicaba la obligación de rezar determinadas oraciones. Con la convicción de que todos los redimidos poseían la misma dignidad de cristianos, se pedía a los señores que diesen libertad, como verdaderos cristianos, a los campesinos. Luego vino la revolución religiosa, la lucha contra los obispos y los monasterios, que eran, en su mayor parte, sus señores feudales, así como el escrito de Lutero acerca de la libertad del hombre cristiano. No cabe duda de que Lutero se refería a la libertad interior cuando escribía que el cristiano está libre de todas las cosas terrenas; pero los campesinos entendieron la libertad de toda dependencia de señores feudales eclesiásticos y seculares, y la exención de todos los impuestos y servicios militares. Es verdad que la revolución campesina había comenzado en el Alto Rin y en Württemberg ya antes de que Lutero apareciese. Pero ahora los discursos incendiarios de clérigos agitadores como Tomás Münzer, y las numerosas hojas volantes llenas de odio, con sus cuadros e imágenes, que también el pueblo sencillo podía comprender, echaron leña al fuego.

En Memmingen los campesinos decidieron en 1525 establecer un orden confederado, «una comunidad cristiana según el Evangelio». Para los problemas de derecho eclesiástico, con respecto al cual ellos no se sentían competentes, se designaría a siete predicantes y doctores, entre ellos Lutero, Melanchton y Zuinglio. Pero el derecho civil lo tomaron ellos mismos en sus manos. Acordaron Los Artículos fundamentales y principales de todos los campesinos y súbditos de soberanos eclesiásticos y seculares, los célebres Doce artículos, que fueron redactados sin duda por el mozo peletero de Memmingen, Sebastián Lotzer. El primer artículo postulaba la libre elección de los párrocos por la comunidad, a los que ésta debe dar el justo diezmo de grano, pues lo ordena el Antiguo Testamento. El elegido predicará el Evangelio «puro y claro, sin añadiduras humanas». El artículo tercero se lamenta de que «se nos considere como siervos, lo cual es lamentable, teniendo en cuenta que Cristo redimió a todos con su preciosa sangre. Por ello está de acuerdo con la Escritura el que seamos libres»; no el carecer de soberanos, pero sí el no ser siervos. Los demás artículos postulan la libertad de caza y pesca, madera para construir viviendas y para hacer fuego, supresión de los tributos en caso de muerte, disminución de las prestaciones personales, facilitación de los arrendamientos y supresión de todos los castigos arbitrarios.

Indudablemente estos artículos, que se caracterizan por su moderación y por el temor de Dios, eran obra de idealistas. La masa, que no se componía ya sólo de campesinos, sino también de numerosos obreros manuales y de operarios de la ciudad, cayó bajo el influjo de agitadores y realizó saqueos y extorsiones. Más de mil monasterios y castillos fueron quemados. Esto provocó un enérgico movimiento de defensa. Jorge Truchsess de Waldburg, general de la Liga Suaba, se enfrentó a los diversos grupos de campesinos y los aniquiló. La reacción de los vencedores en Franconia y Turingia fue terrible. Münzer fue derrotado en Frankenhausen, y luego atormentado y decapitado. El margrave Casimiro de Brandeburgo-Kulmbach hizo sacar los ojos, en Kitzingen, a sesenta y dos ciudadanos que habían participado en las revueltas, y los expulsó de la ciudad, para que viviesen de la mendicidad. La rebelión de los campesinos había fracasado, y con ello también el intento de que el decidir sobre la fe nueva o la antigua dependiese, a través de la libre elección de los párrocos, de cada una de las comunidades. Los que salie­ron vencedores fueron los príncipes territoriales.

Los campesinos habían esperado que Lutero los apoyaría y le pidieron que interviniese. Lutero escribió en abril de 1525 una Exhorta­ción a la paz sobre los doce artículos de los campesinos; en ella se dirigía ante todo a los príncipes y a los señores y reconocía que las peticiones de los campesinos eran en general razonables y justificadas. Los culpables de las revueltas, decía, eran los mismos señores, y en especial los que se resistían al Evangelio. Un mes más tarde, cuando monasterios y castillos fueron quemados también en Franconia y Turingia y empezaron a triunfar la violencia y el saqueo, escribió, como apéndice a la reimpresión de la Exhortación, una nueva obra titulada: También contra las bandas asesinas y bandoleras de los otros campesinos. En ella exhortaba a los príncipes a que matasen a los campesinos como a perros rabiosos y decía que esto era una obra agradable a Dios. El lenguaje de Lutero es muy duro:

«Por ello debe arrojarlos, estrangularlos, degollarlos secreta o públicamente, todo el que pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso. Si tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos, mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso tú; jamás podrás encontrar una muerte más feliz. Pues mueres obedeciendo la palabra de Dios... y sirviendo a la caridad».

En sus cartas manifiesta idénticos sentimientos: «Los campesinos, aunque fueran muchos miles más, son ladrones y asesinos». «(Entre los campesinos) los hay inocentes, y a éstos Dios los salvará y conservará sin duda alguna... Y sí no lo hace, es que no son inocentes, sino que, cuando menos, han callado y estado de acuerdo... Haz que las escopetas silben entre ellos».

Según Lutero, los soberanos existen para proteger a los hombres piadosos e impedir las revueltas, y la obligación del súbdito de obedecer llega hasta el extremo de que debe renunciar a defenderse por sí mismo.

¿Mas no se debe la guerra de los campesinos, al menos en parte a Lutero? ¿No había exhortado él a los laicos a que se defendiesen por sí mismos, no había cargado él la atmósfera con su tono desconsiderado y rudo, y no había instigado a las masas, con una cólera desenfrenada, a levantarse contra los órdenes básicos existentes?

El fracaso de la rebelión de los campesinos y el escrito incendiario de Lutero perjudicaron mucho, sin duda, el prestigio del reformador. Que ahora pueda hablarse o no de un final de su Reforma protestante como movimiento popular es, indudablemente, una cuestión de apreciación, según que se piense más bien en el pueblo sujeto a los príncipes o en los habitantes de las ciudades. En todo caso aparece ahora un cierto distanciamiento entre Lutero y el pueblo sencillo. Aquél se había dado cuenta de que, a pesar de su naturaleza invisible, su Iglesia necesitaba un orden, unos órganos y un gobierno visible, si es que la doctrina y la moral no habían de quedar entregadas al capricho de cada uno. Mas el gobierno y la disciplina de la Iglesia no se podía encomendar a los pastores, pues éstos tenían que servir a la palabra. Quedaban los príncipes y los Consejos de las ciudades, a los que podía confiarse la organización eclesiástica de las masas. Lutero retornó de esta manera a la práctica medieval de que fuese el señor territorial el que gobernase la Iglesia, y a la idea de que el príncipe, como cristiano especialmente destacado, y en virtud de la misión encomendada a él por la gracia de Dios, era una especie de obispo, que debía cuidar del orden eclesiástico. Es verdad que el príncipe no debía coaccionar a las personas de fe distinta para que aceptasen la verdadera doctrina, pero debía prohibir el culto herético y cui­dar de que se venerase bien a Dios. Con esto se establecía la base para la creación de las Iglesias territoriales alemanas; igualmente, la propagación del Evangelio era trasladada del ámbito de lo casual y personal al círculo de lo oficial y político.

IGLESIAS TERRITORIALES EN ALEMANIA Y EN LOS PAISES ESCANDINAVOS

Desde los días de Heidelberg y de Worms Lutero había ido ganán­dose constantemente nuevos amigos, que difundían luego la Reforma protestante en los lugares donde actuaban e intentaban hacerla triunfar. Ya hemos citado a Melanchton, a Hutten, a Sickingen, a Bucer y a Brenz. Arnsdorf había ayudado a Lutero en la traducción de la Biblia y actuaba en Magdeburgo; Bugenhagen, de Pomerania, fue párroco en Wittenberg y luego en Hamburgo; Justo Jonás, colega suyo en Wittenberg, tradujo sus escritos latinos, y el nuremburgués Spalatino, que era secretario particular del príncipe elector de Sajonia, fue durante años el mediador de las ideas y los deseos de Lutero cerca de su señor, persona siempre inquieta e irresoluta. A ellos se añadían multitudes de monjes salidos del convento, agustinos, franciscanos, como Eberlin, natural de Ulm, o el cronista Conrado Pelicano, dominicos como Bucer, benedictinos como Ambrosio Blarer, brigitanos como Ecolampadio, y otros muchos. Entre los secuaces de la primera hora se encontraban también —aunque más tarde se alejaron en parte de Lutero— muchos humanistas que desempeñaron cargos en ciudades, sobre todo en Nuremberg, donde ya en 1521 se predicó la doctrina luterana, Wilibaldo Pirckheimer y Lázaro Spengler, y además los reformadores de las ciudades imperiales: del sur de Alemania Hal, Esslingen, Reuttlingen, Memmingen, Augsburgo y Constanza. Un nuremburgués celebró, ya en 1524, una disputatio luterana en Breslau, en Magdeburgo, en Erfurt; y en Halberstadt, Bremen y Danzig se predicaban ya sermones en que se defendía la doctrina de Lutero. Entre los príncipes, en cambio, sólo el hijo y el sobrino del elector de Sajonia se adhirieron al principio a Lutero. Desde 1523 el Gran Maestre de la Orden Teutónica, Alberto de Brandeburgo, estaba en relaciones con el reformador, y los obispos de Sambia y de Pomerania habían consentido por aquellos tiempos que se predicase en sus diócesis la doctrina luterana. Ellos mismos se declararon luteranos en 1524, y se casaron, siendo los primeros apóstatas entre el episcopado alemán.

En 1525 el Gran Maestre, Alberto de Brandeburgo, transformó, por consejo de Lutero, el territorio de la Orden Teutónica, Prusia, en un ducado secular, y lo tomó como tal, en feudo, del rey de Polonia. Al mismo tiempo introdujo la organización protestante de la Iglesia, aunque conservó la estructura episcopal. Su matrimonio con una hija del rey Federico I de Dinamarca tuvo una gran importancia para la Reforma protestante realizada en este último país.

Prusia, territorio de la Orden Teutónica, fue así la primera región alemana que sucumbió en su totalidad a la Reforma protestante. Otros territorios habían de seguirla muy pronto. Por influencia de Melanchton, el landgrave Felipe de Hessen había ordenado en 1524 que en su territorio se predicase el Evangelio puro. Dos años más tarde, y siguiendo el ejemplo de Zurich, hizo que se celebrase en Homberg una disputa bajo la dirección del ex franciscano francés Lamberto de Aviñón; en ella este último defendió 158 tesis redactadas por él y compuso, a raíz de esto, un nuevo orden eclesiástico: la Reformatio ecclesiarum Hessiae. En ella no sólo se regula la organización y la vida de la Iglesia en Hessen, la educación de la juventud y la proyectada fundación de una nueva universidad en Marburgo, sino que además se habla de los conventos y fundaciones del país, a cuyos moradores se indemnizó, contra su voluntad, con rentas; se suprimió el antiguo culto y los párrocos papistas fueron sustituidos por predicadores partidarios de la nueva fe. Todo el que no quiso someterse a la ordenación fijada por el soberano tuvo que emigrar. Se denegó la libertad de conciencia tanto a los partidarios de la nueva fe como a los anabaptistas. El poder de la Iglesia se encontraba ahora totalmente en manos del landgrave, el cual había impuesto rápidamente el nuevo orden de cosas a pesar de las advertencias de Lutero.

Para llevarlo adelante, Felipe de Hessen pudo apoyarse en la Despedida de la Dieta de Espira de 1526. Esta despedida tenía un carácter provisional y, según ella, en los asuntos de que hablaba el Edicto de Worms, esto es, la innovación religiosa, cada Estado del Imperio debería comportarse como creyese que debía hacerlo en conciencia ante Dios y la majestad imperial. Esta disposición se convirtió, sin razón, ciertamente, en la base jurídica para destruir la organización eclesiástica católica y erigir Iglesias territoriales luteranas independientes en algunas regiones. A esto se unía casi siempre el establecimiento de una nueva organización eclesiástica y su imposición por medio de visitas eclesiásticas, realizadas en todo el territorio por encargo del soberano; lo cual culminaba casi siempre con la fundación de una universidad regional propia, cuando ésta no existía.

Hasta 1529 se organizaron Iglesias territoriales de este tipo en Hessen y Sajonia, en algunos ducados y condados más pequeños, pero también en muchas ciudades imperiales, como Brema, Estrasburgo, Magdeburgo, Nuremberg y otras. En Sajonia, el sucesor de Federico el Sabio dispuso en 1527 que cuatro comisiones realizasen la visitatio en todo el país; el mismo Lutero participó en ella. Melanchton había compuesto el breviario de visitas, y Lutero, un Pequeño Catecismo para el pueblo, y un Gran Catecismo para los párrocos, y ya antes había publicado un cantoral, una misa alemana y un rito bautismal. Todavía se conservan ceremonias y ropajes, el canto y la elevación de la hostia; se eliminaba, en cambio, el canon, cosa de la que el pueblo sencillo apenas se dio cuenta. Como administradores eclesiásticos se nombró a clérigos, y como superintendentes, a seglares designados por la autoridad. Aun cuando Lutero quería que la colaboración civil fuese sólo el servicio de amor del hermano mayor, esta Iglesia territorial, en la que los partidarios de la antigua fe tenían que abandonar el país, y los anabaptistas eran castigados y ajusticiados, trasformóse en una Iglesia propia del príncipe. En ella sólo mandaba la voluntad del soberano, incluso en asuntos puramente eclesiásticos.

Iglesias territoriales en cierto sentido, fuera del Imperio, eran también las Iglesias luteranas de los países escandinavos, que establecieron en ellos los señores seculares, venciendo muchas resistencias. En el caso de Dinamarca fueron decisivas su estrecha vinculación con Holstein y Schleswig, donde en 1528 se introdujo una organización luterana de la Iglesia, y las relaciones del rey con su yerno, el nuevo duque luterano de Prusia. Aun cuando en las capitulaciones de su elección el rey Federico I había tenido que aceptar la prohibición de la predicación luterana, ya en 1527 consintió públicamente la nueva doctrina. Esta la predicaba un antiguo sanjuanista y estudiante de Wittenberg, Juan Tausen, que fue nombrado capellán de la corte. En la Dieta celebrada en Copenhague, veintiún predicadores, bajo la dirección de Tausen, presentaron su confesión, la Confessio Hafniensis. Esta tiene como punto de arranque, no la lucha personal por un Dios misericordioso, en el sentido de Lutero, sino el humanismo de la Biblia, en el espíritu de Zuinglio y de Bucer. La defensa del catolicismo, realizada por el carmelita Pablo Heliae, influido asimismo por las tendencias humanistas, y por el franciscano alemán Nicolás de Herborn, no tuvo éxito. En la guerra civil por la sucesión del trono danés obtuvo la victoria, tras prolongadas luchas, el duque Cristián III de Holstein, que era ya luterano. La Reforma protestante alcanzó ahora la victoria mediante un golpe de fuerza. Todos los siete obispos daneses fueron encarcelados repentinamente, en 1536, y se los sustituyó por superintendentes; se confiscaron los bienes de la Iglesia, y los obispos no fueron puestos en libertad hasta que renunciaron a sus cargos; el obispo de Roskilde, que se negó a ello, murió en la cárcel en 1544. Para organizar la Iglesia se hizo venir de Wittenberg a Bugenhagen, que coronó al rey y compuso la Ordinario ecclesiastica según el modelo de Sajonia, con la diferencia, sin embargo, de que en la dirección de la Iglesia no se le agregó al rey un consistorio eclesiástico; los superintendentes no eran en realidad otra cosa que funcionarios reales. Un año más tarde (1538) Dinamarca se unió a la Liga de Esmalcalda, aceptando entonces también la confesión de Augsburgo. Como Noruega estaba unida personalmente con Dinamarca, participó del destino de la Iglesia danesa. También en la lejana Islandia, sometida a Dinamarca, se impuso la voluntad del rey danés, si bien el triunfo de la innovación no se decidió hasta 1550, con la ejecución del obispo Juan Arason de Holar, que defendió la causa católica con las armas en la mano y solicitó ayuda del protector de la Iglesia, el emperador Carlos V.

En Suecia, que se hallaba sometida igualmente a Dinamarca desde la unión de Kalmar (1397), la jerarquía, en contra del movimiento nacional, estaba aliada con los daneses ya antes de la aparición de Lutero. Había apostado, pues, a la carta del perdedor y se hallaba además gravemente comprometida por la matanza de Estocolmo, ocurrida en 1550. Cuando el jefe de los rebeldes, Gustavo I Vasa, que era internamente protestante, consiguió imponerse como rey en 1523, encontró unos colaboradores destacados en el archidiácono Lorenzo Andersson y en el predicador de la catedral de Strángnás, Olaf Peterson o Petri. Ambos eran luteranos; Olaf Petri había sido discípulo de Lutero en Wittenberg. Andersson fue nombrado canciller del reino. Los primeros objetivos de la nueva política eclesiástica eran todavía moderados: se quería que los obispos fuesen del país, que también lo fuera el arzobispo y que se hicieran reformas. Pero al final triunfaron tendencias más radicales. Se aprovechó la ocasión de ciertos levantamientos para quebrantar el poder de los obispos y para subvenir a las finanzas del reino confiscando bienes eclesiásticos. La Dieta de Vesteras decidió en 1527 que se incautasen, a favor del rey, los ingresos sobrantes de la Iglesia y exigió que se predicase la palabra de Dios. El obispo Hans Brak de Linkóping, defensor incansable de la antigua Iglesia, huyó a Polonia. En 1529 que­dó eliminada toda autoridad papal sobre los obispos. Se reprimió un levantamiento del pueblo católico. En 1531 fue consagrado arzobispo de Upsala —cuestión ésta que todavía no estaba resuelta legalmente— Lorenzo Petersson (f. 1573), hermano de Olaf, sin que el papa interviniese para nada, pero de acuerdo con el antiguo rito católico de los obispos consagrados. El gobierno de la Iglesia nacional sueca se encontraba indudablemente en manos del rey. Es verdad que se tardó decenios en conquistar a la gran masa del pueblo para la Reforma protestante. Esta conservó en Suecia no sólo el ministerio episcopal y la ordenación de los sacerdotes, sino también, mucho más que en Alemania, ritos, ceremonias y festividades católicas. Tal actitud conservadora —durante decenios se siguieron celebrando cada año, por ejemplo, los días dedicados a los difuntos— hizo que el pueblo tardase mucho tiempo en darse cuenta de la ruptura con la antigua Iglesia.

Desde Suecia la Reforma protestante se extendió también a Finlandia, que se hallaba sometida a aquélla desde hacía mucho tiempo, y a Estonia, recién conquistada. La traducción sueca de la Biblia, hecha en 1541 por Lorenzo Petersson, y la finlandesa, realizada en 1548 por Miguel Agrícola, fortalecieron la Reforma protestante en la conciencia del pueblo.

También en los otros países del Mar Báltico se introdujo rápidamente el luteranismo, tras la conversión a él del Gran Maestre de la Orden Teutónica, Alberto de Brandeburgo. Sobre todo se abrieron a la innovación las ciudades de Riga, Reval y Dorpat. El Consejo y los ciudadanos estaban de acuerdo en ello. En cambio, el mariscal de campo de la Orden Teutónica, Walter de Plettenberg, soberano de estas provincias bálticas, permaneció católico. Su política dubitante consintió, sin embargo, que las canonjías y las sedes episcopales fueran cayendo poco a poco en manos protestantes. Mas sólo después de morir el enérgico arzobispo Juan de Blankenfeld, que se había aliado con la nobleza de Livonia para proteger la religión católica, y de que el arzobispado de Riga cayese en manos del margrave Guillermo, hermano del Gran Maestre, quedó sellada la suerte de la Iglesia católica en Livonia y, con ello, también en todo el Báltico. La posterior soberanía de Polonia sobre estas provincias no consiguió cambiar nada aquí, dado sobre todo que la debilidad de la realeza y el estado de anarquía existente en Polonia no pudieron impedir siquiera que en su propio país se formasen comunidades protestantes, sobre todo entre los alemanes de las ciudades de Danzig, Elbing y Thorn.

PROGRESOS DEL PROTESTANTISMO EN SUIZA

La innovación religiosa realizó progresos importantes también en el sur. La lucha política de Zuinglio no podía contentarse con lo alcanzado. «No dudó en disolver la Confederación para crear una nueva unidad política sobre base religiosa: la liga de los cantones afiliados al Evangelio, con la intención de erigir el reino de Cristo en el país». Pues, entretanto, Ecolampadio, natural de Franconia, había iniciado su prolongada estancia en Basilea. Ecolampadio era condicípulo de Melanchton y ya antes había actuado como predicador en Basilea. Con anterioridad a la Dieta de Augsburgo había vivido durante algún tiempo en el monasterio brigitano de Altomünster y había publicado allí una obra sobre la confesión, que revela pensamientos inequívocamente luteranos. Ahora había vuelto a Basilea como pastor de almas y profesor de teología. El día de Todos los Santos de 1525 celebró la primera cena protestante. Entre tanto, los cantones del interior de Suiza, Uri, Schwyz, Unterwalden, Zug, Lucerna y Friburgo habían convocado un coloquio religioso en Baden de Aargau, al que había prometido asistir Juan Eck. Además de él, intervinieron, por parte católica, el vicario general de Constanza, Juan Fabri, y el franciscano. Tomás Murner. Por parte protestante comparecieron Ecolampadio, Haller, de Berna, y además legados de Glarus y de Schaffhausen; Zuinglio, en cambio, se negó a participar. Al principio la disputa se desarrolló de modo favorable a los católicos. Juan Eck venció, en un gran torneo dialéctico, a Ecolampadio, y Fabri a Haller; Murner, por su parte, presentó cuarenta acusaciones contra Zuinglio, en las que elevaba una enérgica protesta contra el modo como se había llevado a cabo la Reforma protestante en Zurich. Fabri entregó al presidente su Demostración cristiana, en la que presentaba testimonios bíblicos de la presencia real de Cristo en la eucaristía, y concluía con estas palabras:

«No es preciso hablar mucho; todos los que creen en Cristo, y yo, tenemos a Cristo, su palabra eterna y única verdadera, todos los doctores, consensum Christi fidelium, todos los muertos y vivos. En esto quiero perseverar y en esto aconsejo a todos los demás que perseveren. Si yo estoy seducido, Cristo, el Espíritu Santo y la santa Iglesia me han seducido» .

Mas, a pesar del resultado de la disputa, Basilea y Berna siguieron introduciendo paso a paso la innovación. Los gremios de Basilea se levantaron contra el Consejo y la universidad en la noche del martes de carnaval de 1529 y se hicieron con el poder. La misa fue eliminada, y las imágenes, destruidas; la comarca arrebató el poder civil al obispo. Este tuvo que abandonar la ciudad y retirarse a Prunstrut. El cabildo catedralicio se refugió en Friburgo de Brisgovia. Una ordenación introducida algunas semanas más tarde por el nuevo Consejo, que comenzaba hablando de la predicación y terminaba con prescripciones sobre el corte y la tela de los vestidos, y amenazaba con la excomunión, esto es, con el destierro a los partidarios de la antigua fe y con la muerte a los anabaptistas, consumó la transformación. En vano había pedido Ecolampadio que los presbíteros de la Iglesia impusieran una disciplina eclesiástica. Erasmo, que no quiso aceptar, ni siquiera aparentemente, la revolución religiosa abandonó la ciudad.

En Berna, tras la disputa celebrada en Baden, los partidarios de la nueva fe resultaron vencedores en las elecciones. Bajo la dirección de Bertoldo Haller, natural de Rottweil y párroco de la iglesia catedral, se celebró en enero de 1528 una gran disputa, con el fin de demostrar que se había dado el paso a la nueva doctrina; los católicos quedaron casi totalmente excluidos de ella, pero, en cambio, comparecieron legados de todos los cantones y ciudades protestantes de la Alta Alemania, hasta Augsburgo y Nuremberg. A los anabaptistas no se les permitió hablar; Zuinglio y Ecolampadio refutaron al luterano Haller y su doctrina de la cena. Resultado de ello fue que la Reforma protestante se realizó siguiendo el ejemplo de Zurich. Glarus, San Gallen y Biel siguieron el ejemplo de Berna, y también Mülhausen, de Alsacia, se adhirió a la liga de los partidarios de la nueva fe, liga denominada Derecho cristiano de los ciudadanos; a ella opusieron los cantones católicos, en 1529, una Unión cristiana con el archiduque Fernando de Austria. El peligro de un choque a mano armada entre ambos partidarios era muy grande.

AGRUPACIONES POLITICAS

Los Estados católicos despertaron después de que Felipe de Hessen consiguió apoderarse de los obispados de Franconia. Las victorias de Carlos V sobre el rey de Francia, la paz concertada por el emperador con Francisco I y el papa Clemente VII habían fortalecido la conciencia de su propio poder. En el mensaje que el emperador envió a la Dieta de Espira de 1529 ordenaba que se anulase la Despedida dada en la Dieta anterior. De esta manera se acordó también, bajo la dirección del archiduque Fernando, anular la Despedida de la Dieta de 1526 y acabar con los llamados sacramentarios (partidarios de Zuinglio) y con los anabaptistas. En atención a las reformas protestantes ya efectuadas, se acordó lo siguiente:

«En los demás Estados en que hayan aparecido las nuevas doctrinas y no se las pueda eliminar sin que surjan en parte rebeliones, protestas y peligros considerables, debe evitarse en lo sucesivo, en lo humanamente posible, toda otra innovación, hasta que se celebre un concilio» . Pero debía consentirse el antiguo culto y proteger todos los derechos y rentas de los clérigos católicos. Se declaraba además, finalmente, que ninguno de los Estados podía violentar, importunar o declarar la guerra a otros por causa de la fe, e igualmente, que nadie debería ni querría tomar bajo su especial protección a los súbditos o parientes de otro, por motivos de fe, contra la voluntad de los soberanos de aquéllos. Con esto se atacaba el proceder de Felipe de Hessen. Las reincidencias deberían castigarse con la proscripción imperial.

Esta Despedida privó a los príncipes territoriales y a las ciudades de la Alta Alemania de todo título jurídico, siquiera aparente, que justificase la innovación que habían llevado a cabo. Con ello se condenaba una vez más de raíz la nueva organización eclesiástica. Mas, por otro lado, se incluyó en la Despedida una fórmula muy ambigua: «En lo que sea humanamente posible.» Dejábase así abierto el campo en gran manera al capricho subjetivo. No se exigía, pues, la represión de la nueva fe, sino la tolerancia de la antigua. A pesar de ello, inmediatamente después de ser presentada la Despedida de la Dieta, el 19 de abril de 1529, un grupo de ciudades protestó contra ella. Eran seis príncipes y catorce ciudades libres del sur de Alemania; a saber, los príncipes de Sajonia, Hessen, Brandeburgo-Kulmbach, Anhalt y los dos de Luneburgo; entre las ciudades estaban, ante todo, Estrasburgo, Nuremberg y Ulm. Esta protesta hizo que los partidarios de la nueva fe, que se designaban a sí mismo como viri boni (creyentes), recibieran el sobrenombre de protestantes. La protesta se basó en motivos religiosos, entre otros el siguiente: «Que en los asuntos que afectan al honor de Dios y a la salvación de nuestras almas, cada uno debe responder y dar cuenta por sí solo ante Dios, es decir, que ninguno del lugar puede disculparse con lo que hagan o acuerden otros, sean muchos o pocos». Se exigía, pues, una positiva libertad de conciencia, tal como en otro tiempo la había exigido Lutero en Worms, mas no para el pueblo, sino solamente para los Estados.

Las consecuencias de esta actitud hicieron aparecer como posible un enfrentamiento militar. Por ello los partidarios de la nueva fe, encontrándose aún en Espira, concertaron un tratado secreto de ayuda entre Sajonia, Hessen, Estrasburgo, Ulm y Nuremberg. Para aumentar el poder político de los partidarios de la nueva fe, el landgrave intentó acabar con las rivalidades internas existentes entre los protestantes y llegar a un entendimiento con los territorios de la Alta Alemania, esto es, con los zuinglianos del sur de Alemania y de Suiza, a los que Lutero rechazaba, tachándolos de sacramentarios. Ya entonces Felipe de Hessen veía en el emperador el enemigo; por ello proyectó una gran coalición de todos los protestantes del Imperio y de Suiza contra la casa de Habsburgo, coalición en la que se incluía también a países no protestantes como Francia, Dinamarca y la república de Venecia. Se quería cerrar al emperador el paso de los Alpes y la línea del Rin, y de esta manera desalentarle. Ahora bien, el presupuesto necesario de esta liga política era la reconciliación religiosa entre Lutero y Zuinglio. No resultaba fácil reunir a ambos. Finalmente Ecolampadio y Bucer consiguieron del orgulloso Zuinglio que acudiera a Marburgo para celebrar una entrevista con Lutero; de éste lo consiguió el landgrave, aunque Lutero no era partidario de una liga dirigida contra el emperador. En las conversaciones celebradas en Marburgo en octubre de 1529 no se llegó, sin embargo, a un acuerdo. Se coincidía en 14 artículos, pero se discrepaba en 15, en la cuestión de la presencia de Cristo en la eucaristía. Lutero, apoyándose en las palabras de la consagración, que había escrito delante de sí, con tiza, sobre la mesa, se declaró partidario de la presencia real y corporal; Zuinglio negó la idea de la comunión espiritual basándose sobre todo en el Evangelio de San Juan. Una propuesta de meditación hecha por Bucer, para concebir la presencia real de modo sacramental, es decir, no quantitative vel qualitative vel localiter, fue rechazada por Zuinglio, que la calificó de papista. Tampoco pudo lograrse la alianza política. Ulm y Estrasburgo la rechazaron porque los artículos de Schwabach, que le servían de base, atacaban duramente la doctrina de Zuinglio sobre la eucaristía.

LA «CONFESIO AUGUSTANA»

La formación de confesiones y la creciente diferenciación entre luteranos y zuinglianos progresaron más aún en la Dieta de Augsburgo de 1530. Al concertar la paz con el papa, Carlos V había prometido que, por las buenas o las malas, haría volver a los protestantes a su antigua fe. Tras una ausencia de nueve años decidió volver a Alemania y asegurarse, en la Dieta que estaba convocada para Augsburgo, no sólo la ayuda de los príncipes contra los turcos, sino también —como se decía en la convocatoria— actuar contra la desviación y la división de la santa fe, llegar a una única verdad cristiana y lograr un acuerdo. Como los que profesaban la nueva fe habían exigido, en la protesta de 1529, que en los asuntos religiosos no estuviesen obligados por la mayoría de votos, sino sólo por su propio voto personal, la convocatoria imponía a todos los Estados imperiales la obligación de presentarse. El emperador llegó en compañía del legado pontificio, Campeggio. De los teólogos católicos estaban presentes Eck, Codeo y Fabri. En representación de Lutero, que no pudo venir, por estar proscrito, se presentó Melanchton, como teólogo oficial del electorado de Sajonia.

Ambas partes habían hecho muchos preparativos para la anunciada confrontación teológica. Eck, que, en nombre de los duques de Baviera, exigía una enérgica intervención del emperador contra la innovación, había resumido los errores de Lutero en 404 tesis. Cada uno de los Estados protestantes apareció con una confesión propia. El establecimiento de un frente común fue mérito de Sajonia. Basándose en el resumen, que había pedido, de los puntos capitales de la religión cristiana, Melanchton redactó un escrito justificativo de los cambios religiosos realizados en los territorios sajones. Pero cuando vio el escrito de Eck, transformó la defensa en una profesión de fe con ayuda de Jonás, Spalatino y el canciller de Sajonia, Brück, seguro de la aprobación de Lutero, que se encontraba en Coburgo.

La Confessio Augustana, el primer escrito confesional protestante que alcanzó una importancia histórico-universal, estaba redactado en latín y en alemán y dirigido expresamente al emperador. Después de ser sustituido, a instancias del landgrave Felipe, el prólogo conciliador de Melanchton, dándosele una redacción más cortante, salida de la pluma de Brück, la Confessio fue firmada por los príncipes de Sajonia, Brandeburgo-Kulmbach, Brunswick-Luneburgo, Hessen y Anhalt, y las ciudades de Nuremberg y Reutlingen, pero no lo fue por las otras ciudades de la Alta Alemania ni de Suiza, debido a la doctrina sobre la cena que en ella se sostenía. El 25 de junio el texto alemán fue leído ante el emperador y la Dieta.

La Confesión de Augsburgo consta de dos partes. En primer lugar van veintiún artículos, en los que se resume las doctrinas de los protestantes. La exposición de las doctrinas controvertidas más importantes es desvaída e indecisa. Es cierto que se enseña la justificación en el sentido luterano, y el artículo sobre la palabra de Dios se antepone al referente a la Iglesia; pero en la doctrina sobre la cena no habla de los verdaderos puntos de diferencia y admite todavía la doctrina de la transubstanciación. La esencia de la Iglesia queda en penumbras (Asmussen), y nada se dice del rechazo del primado pontificio, el purgatorio, la veneración a los santos y la indulgencia. Al final de esta primera parte, en el artículo veintiuno, se declara: «Haec fere summa est doctrinae apud nos, in qua cerní potest nihil inesse, quod discrepe a scripturis vel ab ecclesia catholica vel ab ecclesia romana, quatenus ex scriptoribus nobis nota est.» Toda la disputa giró sólo en torno a algunos abusos, que se enumeran en la segunda parte: la comunión bajo una sola especie, el celibato, la misa pagada y privada, la obligación de confesar, los preceptos del ayuno, los votos monásticos y la jurisdicción de los obispos.

El reformador suabo Juan Brenz dijo, a propósito de la Confessio Augustana, que lo principal era que por fin se había conseguido que sus doctrinas fuesen toleradas. Indudablemente, también Melanchton perseguía estos mismos objetivos cuando subrayaba, por ejemplo, que se debía conservar el poder de los obispos, si predicaban correctamente el Evangelio. Nada se decía, ciertamente, del derecho divino de aquéllos. ¡Pero qué ventajas tan grandes tenían que derivarse de aquí para la innovación, si no se cambiaba la imagen externa y jurídica de los obispos, y éstos se pasaban a la nueva Iglesia! Junto al oportunismo, Melanchton tomaba su actitud irenista con una seriedad sagrada. Estaba convencido de no hallarse fuera de la ecclesia romana ortodoxa. Y por ello, pocos días después de ser leída la Confessio pudo escribir, sin adulación, al legado pontificio. “No tenemos una doctrina teológica distinta de la Iglesia romana. Hasta el día de hoy veneramos al papado. Permaneceremos fieles a Cristo y a la Iglesia romana hasta el último aliento de nuestra vida, aunque la Iglesia nos condene y aunque sólo una pequeña diferencia en los ritos parezca dificultar el acuerdo”. Melanchton aprovechó de buena gana la ocasión de tratar con los teólogos imperiales y con el secretario del emperador, e hizo llegar a Roma ciertas propuestas, a través del legado. La concordia y los sacramentos le importaban realmente.

El más famoso, aunque no el único escrito confesional del protestantismo, que todavía hoy tienen que aceptar, con algunos cambios, los párrocos luteranos al ser nombrados para el cargo, no es obra de Lutero, que le reprochó su hipocresía, sino de su discípulo, el maestro de escuela y humanista Melanchton. Por ello se ha dicho que constituye el intento más significativo del humanismo de penetrar en el luteranismo. Del humanismo procede su tendencia a no dar mucha importancia, a bagatelizar y relativizar las diferencias y contradicciones dogmáticas, como ocurre en la Confessio Augustana. Con ello, aunque los contemporáneos no lo advirtieron, comienza el desplazamiento del centro de gravedad desde los problemas de fe a los problemas de la estructura y las formas de la Iglesia; indirectamente comenzó también una cierta infravaloración de la revelación y lo sobrenatural.

Zuinglio, que no había sido invitado a la Dieta por sacramentario, envió al emperador, por medio del obispo de Constanza, y en nombre de las ciudades de Zurich, Basilea y Berna, una Ratio fidei extraordinariamente anticatólica, pero también antiluterana. Su acritud polémica movió a las ciudades —de mentalidad zuingliana, por otro lado— de Estrasburgo, Constanza, Lindau y Memmingen a redactar, bajo la dirección de Bucer, la confesión de las cuatro ciudades, llamada Confesión tetrapolitana, que fue presentada a la Dieta el día 9 de julio. Contenía una fórmula ambigua en el problema de la cena y exigía las buenas obras como fruto de la fe.

Sobre la respuesta que había que dar a la Confessio hubo divergencias entre el emperador, que deseaba que sólo se tratasen las diferencias doctrinales mencionadas en ella, y el legado, que quería aludir también y condenar como heréticos los otros puntos discutidos que no aparecían en la Confessio. En el espíritu del legado, Eck, basándose en el trabajo realizado por una comisión de veinte teólogos, presentó un proyecto, que el emperador rechazó por demasiado largo y polémico. Ante todo, Eck suavizó el tono y se limitó a tratar los problemas de la Confessio. Esta toma de posesión del emperador, llamada luego Confutatio, fue leída ante los Estados del Imperio. El emperador esperaba que los protestantes se someterían a ella sin discusión. Pero príncipes y ciudades de la oposición rechazaron la mediación imperial, «por Dios y por su conciencia». Melanchton comenzó a destacar más claramente las diferencias doctrinales en su Apología, la cual; desde luego, no llegó a estar terminada hasta la primavera siguiente. Esta Apología no ejerció ya ningún influjo sobre las deliberaciones.

Durante la Dieta se celebró una serie de coloquios religiosos, pero al final todo incitaba a tomar una decisión. La situación teológica, así como la política, era poco clara e incluso confusa. Las discusiones para llegar a un compromiso no obtuvieron ningún resultado en los puntos principales. Melanchton, que estaba dispuesto a hacer amplias concesiones, no encontró ningún apoyo en sus propias filas. Finalmente, los Estados protestantes rechazaron un acuerdo provisional, y el dictamen colectivo de sus teólogos puso de manifiesto que no consideraban la Confessio Augustana como expresión integral de la doctrina protestante. Lutero, que veía en cualquier unión, de cualquier tipo que fuese, una reconciliación entre Cristo y Belial, prohibió a sus amigos que hiciesen más concesiones, aunque hubiese peligro de una guerra. Finalmente la Despedida de la Dieta, que suscribieron únicamente los Estados católicos, renovó el Edicto de Worms y dispuso el restablecimiento de la autoridad de los obispos y la restitución de los bienes robados a la Iglesia; se dio para ello un plazo hasta abril de 1531. Por su parte, el emperador prometió que intervendría ante el papa para que se celebrase un concilio ecuménico, a fin de acabar con los abusos y los trastornos.

Para impedir que los católicos llevasen a cabo estos acuerdos, los protestantes constituyeron, en febrero de 1531, y por un plazo de diez años, la Liga de Esmalcalda, con el fin de defenderse contra el emperador. Se decía que éste no era más que soberano elegido del Imperio. Que únicamente como príncipe territorial era soberano instituido por Dios, lo mismo que ellos. Y que estaba permitida la guerra entre personas de igual rango. Con ello salvaron los juristas los escrúpulos de Lutero, que no aceptaba el derecho de resistir contra el emperador. La Liga se alió también con potencias extranjeras hostiles al emperador, Francia, Inglaterra y Dinamarca, así como con los rebeldes húngaros. A Felipe de Hessen le hubiera gustado asociar a la liga también a Zuinglio. Sin embargo, éste prefirió hacer triunfar primero sus planes en Suiza, conquistar para Zurich y para el Evangelio los «territorios neutros», y poner a toda la Confederación bajo el dominio de Zurich y Berna. Ya en 1529 pudo impedirse a duras penas, en la primera Paz de Kappel, una guerra entre Zurich y los cantones católicos. Pero esta vez Zuinglio quiso «realizar previsiones». Mas Berna se negó a seguirle. Entonces Zuinglio prohibió comerciar con las ciudades de Wallis. Este corte de los víveres obligó a los cantones católicos a acudir a las armas para salvaguardar su existencia. El 11 de octubre de 1531 vencieron en Kappel a un ejército de Zurich. Zuinglio, que había acudido armado a a la lucha como capellán, fue muerto, junto con otros veinticuatro predicantes. Tras una segunda derrota en el monte Zug, se llegó a la segunda Paz de Kappel, que aseguraba su religión a cada uno de los cantones y prohibía toda propaganda en los cantones católicos. En los territorios neutros debían las parroquias decidir la confesión a seguir. El Derecho cristiano de los ciudadanos fue derogado, y se restableció también la suprimida abadía de San Gallen.

La muerte de Zuinglio, considerada por Lutero como castigo merecido, facilitó la adhesión de las ciudades del sur de Alemania a la Liga de Esmalcalda. Esta pudo sacar inmediatamente fruto de su fuerza. Instigados por Francia, los turcos habían vuelto a aparecer en 1532 con un poderoso ejército y amenazaban el territorio de Estiria. El emperador dependía del apoyo de los Estados protestantes. Felipe de Hessen intentó aprovecharse de ello. Mayor moderación mostró el príncipe elector de Sajonia, que pedía la supresión de los procesos entablados a causa de los robos de los bienes eclesiásticos. El emperador tuvo finalmente que  ceder. En el llamado Compromiso de Nuremberg prometió que consentiría a los protestantes hasta que se reuniese un concilio, y, en secreto, también que aboliría los procesos pendientes. De nuevo tuvo que aban­donar Alemania por un plazo de ocho años, para luchar contra franceses y turcos.

EL CAMINO SEGUIDO POR INGLATERRA

Entre los aliados en que pensaba Felipe de Hessen para la Liga de Esmalcalda se encontraba, además de Francia, también Inglaterra. El landgrave de Hessen veía con mayor claridad que muchos de sus contemporáneos que el rumbo que entonces iniciaba Inglaterra tenía que llevar necesariamente a la separación definitiva de la Iglesia romana. También en el reino insular había muchas cosas predispuestas para la innovación. Las relaciones con la Sede romana eran bastante flojas. Ya en el siglo XIV unos decretos del Parlamento habían declarado ilegales las provisiones penales sobre los beneficios ingleses y habían prohibido las apelaciones a Roma, así como que se introdujesen en el país bulas, procesos y reservaciones pontificias. De esta manera había ido echando raíces una Iglesia nacional, situada en un «espléndido aislamiento» —siempre fácil para el inglés— frente a Roma. Tampoco había desaparecido de todo el efecto producido por las ideas de Wiclef, quien había propuesto que los bienes eclesiásticos fuesen confiscados como bienes nacionales, y el de las predicaciones de los lolardos, que calificaban al papa de Anticristo. A pesar de todos estos sentimientos antirromanos, la separación de Inglaterra de Roma no fue, con todo, otra cosa que una acción arbitraria del rey, que ejercía un dominio casi absoluto y que encontró auxiliares demasiado bien dispuestos.

A Enrique VIII (1509-1547), que había sido educado, cuando era joven príncipe, para la carrera eclesiástica, lo consideraban los humanistas de su tiempo como el modelo de un príncipe del Renacimiento, deseoso de una reforma auténticamente evangélica de la Iglesia. Por ello hizo que su canciller Wolsey, que era legado pontificio, visitase el clero regular y diese disposiciones para elevar la formación eclesiástica; tales disposiciones fueron sobrevaloradas por los contemporáneos, pero los afectados apenas las cumplieron. Cuando apareció Lutero, se opuso a él e incitó a Carlos V una y otra vez a que interviniese enérgicamente, y a Erasmo, a que rompiese con el reformador. El mismo escribió personalmente, en su mayor parte, la Assertio sepiem sacramentorum, en la que se oponía a la negación de los sacramentos hecha por Lutero en su De captivitate babylonica ecclesiae. El rey dedicó su obra al papa «como signo de su fe y de su amistad». En este libro confesaba inequívocamente el primado pontificio: «La Iglesia entera está sometida no solamente a Cristo, sino también, por Cristo, al único representante suyo, el papa de Roma». Negar obediencia al sumo sacerdote en la tierra es para él un delito comparable a la idolatría. Por este libro el rey recibió del papa, en 1521, el título de Defensor fidei, que anhelaba desde hacía tiempo. Su actitud siguió siendo la misma en los años siguientes; persiguió a los lolardos y autorizó la polémica literaria contra los primeros luteranos de Inglaterra. De todos modos, el gobierno sufrió una modificación también en los asuntos eclesiásticos, convirtiéndose en un gobierno para, por y en interés de un solo hombre (Hughes): el rey. El intento de reemplazar cada vez más al papa en la dirección y reforma de la Iglesia no tenía, por lo demás, nada de revolucionario en sí; todos los príncipes de aquel siglo deseaban alcanzar objetivos parecidos, sin el papa y a veces contra él.

Pero Enrique tenía también un motivo muy especial para adoptar esta actitud: su «gran asunto», su asunto matrimonial. Poco después de subir al trono habíase casado Enrique con Catalina de Aragón, tía de Carlos V, la cual había estado casada en primer matrimonio con Arturo, hermano mayor de Enrique. Arturo murió cuando apenas contaba quince años, sin que el matrimonio se hubiera consumado. Ya en 1503 fue solicitada y se obtuvo del papa la dispensa del impedimento de parentesco. De los cinco hijos del matrimonio de Enrique sobrevivía únicamente la princesa María. La sucesión al trono tenía, pues, que convertirse en un problema, ya que Inglaterra no había tenido jamás hasta entonces ninguna reina que gobernase. A ello se añadió la ardiente pasión que se apoderó del rey por la dama de la corte Ana Bolena. Para hacer posible el matrimonio con ella y obtener así el deseado heredero, el rey pensó en separarse de Catalina y hacer declarar inválido su matrimonio con ella. En el Antiguo Testamento encontró razones para justificar la invalidez de su matrimonio. El Levítico, 18, 16, prohibía, en efecto, unirse en matrimonio con la mujer del hermano. Por ello decía el rey que la dispensa de 1503 era subrepticia y, por tanto, inválida; y que durante dieciocho años él había vivido en incesto. Al leer la Biblia le habían acometido remordimientos de conciencia, y consideraba la temprana muerte de sus hijos como un castigo divino. En cambio, no le inquietaba en absoluto el hecho de que el Deuteronomio, 25, 5 ordenase el matrimonio levítico (cf. Mateo, 22, 24), el que también estuviese emparentado con Ana Bolena, pues una hermana de ésta había sido amante suya, y que, por tanto, su matrimonio con ella tropezase con la misma prohibición divina. «La conciencia de Enrique era algo muy confuso, y no podemos negar su terrible violencia tan sólo porque no podamos seguir su lógica».

Cuando el canciller, cardenal Wolsey, se convenció de que el rey estaba firmemente decidido a no desistir de sus planes, gestionó con todo celo su causa, como obediente servidor de su señor, aun cuando acaso él pensara en una nueva unión matrimonial distinta que el rey. En 1527 Wolsey y el primado de Canterbury citaron al rey a juicio, por vivir incestuosamente. Cierto número de obispos sabios debían dar su opinión, en calidad de peritos, sobre si se podía consentir el matrimonio con la viuda de un hermano. Juan Fisher declaró que podía celebrarse un matrimonio de ese tipo contando con la dispensa papal, y señaló que la única instancia competente para decidir era Roma. Por ello se envió a Roma a un secretario de Wolsey, para que gestionase allí la causa de Enrique.

Se quería conseguir dos cosas del papa: que declarase nulo el matrimonio con Catalina, y que concediese dispensa, por parentesco ilegítimo, para el matrimonio con Ana Bolena. Inicialmente llegó incluso a pensarse en solicitar dispensa para un doble matrimonio. Clemente VII, que estaba entonces en guerra con el emperador, concedió en diciembre de 1527 la dispensa del matrimonio de parentesco ilegítimo, en el caso de que el primer matrimonio no fuera válido. Su característica indecisión y las consideraciones políticas le hicieron eludir de este modo el tomar una decisión. Acaso esperaba también que la pasión real se iría enfriando con el tiempo. Mas ante la insistencia de Enrique, en 1528 envió a Inglaterra al cardenal Campeggio. La bula que éste leyó al rey fue quemada inmediatamente; probablemente le daba ciertas esperanzas. El tribunal eclesiástico, presidido por ambos legados pontificios, Campeggio y Wolsey, inició el proceso en 1529. Catalina no lo aceptó y apeló al papa, que, entre tanto, había concertado de nuevo la paz con el emperador. A instancias de éste, el papa suspendió los poderes de ambos legados y trasladó el proceso al fuero romano. El representante del rey hizo saber en Roma que esto ocasionaría la ruina de la Iglesia y la pérdida de Inglaterra; a ello respondió el papa que era mejor que Inglaterra se perdiera por la justicia que por la injusticia. Wolsey cayó ahora en desgracia. Su sucesor en el puesto de lord canciller fue el famoso humanista Tomás Moro, adversario convencido, pero muy astuto y reservado, del gran asunto del rey. Este intentó presionar al papa solicitando nuevos dictámenes de universidades del país y del extranjero, y con amenazas del «Parlamento de reforma», recién elegido. Pero en 1531 Clemente prohibió al rey que celebrase un nuevo matrimonio en tanto no hubiese llegado a su término la investigación. La campaña propagandística hecha para conquistar la opinio communis doctorum no logró más que un éxito parcial. Así, las universidades de Napóles y de España declararon válido el matrimonio, y París declaró su nulidad únicamente bajo la presión del rey francés y con la protesta de cuarenta y tres doctores.

Pero Enrique no se dejó ya disuadir de sus planes. Cayó bajo la influencia de un destacado miembro del parlamento, adornado de grandes dotes políticas, Tomás Cromwell, quien le aconsejó separarse de Roma, siguiendo el ejemplo de los príncipes alemanes. En una asamblea general del clero, convocada por razones de Estado, el rey exigió una declaración de que él era la cabeza suprema de la Iglesia en Inglaterra. El obispo de Rochester, Fisher, propuso que se añadiese: En cuanto lo permite la ley de Cristo. Y así, a propuesta del anciano arzobispo de Canterbury, Warham, la asamblea aprobó la declaración de que «el rey es el único protector de la Iglesia, su único y supremo señor, y, en cuanto lo permita la ley de Cristo, también su cabeza suprema». La Iglesia nacional absolutista y el humanismo antirromano habían coincidido en esta resolución, que se convirtió en la base de la Reforma protestante en Inglaterra. Tras la muerte de Warham el rey nombró primado del país al antiguo capellán de la familia Bolena, el servil Tomás Cranmer, que era el que había propuesto en otro tiempo recabar los dictámenes de las universidades. Durante un viaje por Alemania Cranmer había conocido el luteranismo y se había casado secretamente. Tomás Moro se retiró para no verse obligado a servir al rey como instrumento en su camino hacia el cisma. En la dignidad de lord canciller le sustituyó Audeley, y en su influencia sobre el rey, Cromwell. El gobierno temporal y espiritual del país cayó con ello en manos de personas carentes de escrúpulos, pero dotadas de talento y absolutamente fieles al rey.

Para contestar a la declaración de la asamblea de clérigos, el papa publicó un Breve admonitorio. El Parlamento respondió a ello negando el pago de las anatas, que el rey reivindicó inmediatamente para sí. En enero de 1533 Cranmer casó al rey con Ana Bolena, y cuatro meses más tarde declaró nulo el matrimonio de Enrique con Catalina, y válido el nuevo matrimonio. El día 1 de julio fue coronada Ana, y en septiembre vino al mundo la que luego sería reina Isabel. El papa declaró no válido el matrimonio, pero hasta marzo de 1534 no dio el dictamen final del proceso, por el que declaraba que el único matrimonio legítimo era el celebrado con Catalina. En julio lanzó sobre Enrique, Ana y Cranmer la excomunión, contra la cual el rey había apelado ya un año antes a un concilio ecuménico. Enrique llevó ahora a cabo la ruptura definitiva con Roma. El Acta de supremacía votada por el Parlamento en noviembre de 1534 declaraba que el rey y sus sucesores eran la única cabeza terrena de la Iglesia inglesa, que poseía plenos poderes para reprimir y exterminar los errores, herejías, abusos y escándalos. Los poderes y las rentas del papa pasaron al rey. Se exigió reconocer, mediante un juramento, esta posición del rey; al que no lo prestase, o rechazase el juramento, exigido ya antes, por el que se reconocía el nuevo matrimonio del rey y la regulación de la sucesión al trono, se le amenazaba con la pena de muerte, como reo de alta traición.

El cisma inglés no encontró ninguna oposición en el pueblo. El papa y la Curia no gozaban, en efecto, de muchas simpatías. Sin embargo, fuera de los círculos de los poderosos y de los que disfrutaban de grandes rentas, no se abandonó ninguna de las antiguas prácticas religiosas. El clero, que estaba acostumbrado desde mucho tiempo atrás a la Iglesia estatal, se había sometido ya en 1532. Los obispos, muchos de los cuales los había elegido el rey entre sus partidarios más sumisos e incondicionales, habían estado dispuestos a ceder siempre ante el cesaropapismo. Sólo unos pocos tuvieron el valor de recusar el juramento al Acta de supremacía. Entre éstos se encontraban el sabio obispo Juan Fisher y el antiguo lord canciller, Tomás Moro, que fueron encarcelados. Pablo III nombró cardenal al primero, hallándose éste todavía en la Torre de Londres. Ambos fueron decapitados. Moro murió, como declaró en sus últimas palabras, como buen servidor del rey, pero, antes, como servidor de Dios. Mayor oposición encontró Enrique en los monasterios. Los que se negaron a prestar juramento, sobre todo los cartujos, fueron encarcelados, y en la cárcel se los dejó morir de hambre. En el curso de los años fueron cruelmente ejecutados dieciocho víctimas: cartujos, un agustino, un religioso de Santa Brígida y algunos franciscanos y sacerdotes seculares. Un intento de rebelión campesina realizado en el norte, la llamada Peregrinación de gracia, no se oponía al Acta de supremacía, sino al modo de proceder contra las imágenes y reliquias y contra los monasterios. La oposición de los religiosos a prestar el juramento proporcionó al rey pretexto para llevar a cabo una secularización en gran escala. Había casi mil monasterios y fundaciones en el reino, cuyos ingresos se calculaba que eran una quinta parte de la renta nacional. Un acta del Parlamento clausuró en 1536 doscientos noventa y un monasterios, casi todos pequeños; los monasterios ricos sufrieron la mis­ma suerte en 1539. Los monjes fueron expulsados e instigados a casarse. Las posesiones de los monasterios fueron confiscadas; una parte se regaló a los amigos del rey, y la otra fue vendida. Los nuevos poseedores se convirtieron, comprensiblemente, en los más fuertes sostenedores del nuevo orden de cosas. El despotismo del rey, acentuado por Cromwell, a quien aquél nombró vicario general suyo en asuntos eclesiásticos, alcanzó una cumbre grotesca en el proceso contra Tomás Becket, acusado de alta traición y que había muerto casi cuatrocientos años antes, y en la destrucción del féretro del santo, ordenada por el rey. En sus posteriores historias matrimoniales el rey tuvo en Cranmer un sumiso príncipe de la Iglesia, que declaró nulo el matrimonio con Ana Bolena, concedió dispensa para un nuevo matrimonio, por razón del parentesco con aquélla, y más tarde anuló también el cuarto matrimonio del rey. La publicación por Pablo III, en el año 1538, de la bula que excomulgaba y deponía al rey y exoneraba a sus súbditos del juramento de fidelidad, no produjo ningún efecto. La Edad Media había pasado ya.

Su hostilidad contra Carlos V llevó a Enrique a establecer en 1536 contactos con Wittenberg. Un sínodo inglés, celebrado en ese mismo año bajo la presidencia de su vicario general Cromwell, proporcionó al país un nuevo credo, los Diez artículos, en que había elementos luteranos. Este credo consideraba como fuentes de la fe la Escritura y los tres primeros Símbolos de la Iglesia. Enseñaba que la justificación equivalía a una acceptatio, suprimía las indulgencias, reconocía sólo tres sacramentos, pero mantenía la transubstanciación. Por lo demás, las ceremonias católicas, incluso la veneración a los santos y las oraciones por los difuntos, siguieron subsistiendo. Después de la Peregrinación de gracia se preparó, con la intervención personal del rey, un nuevo credo, de tendencia más católica y que admitía como válidos los siete sacramentos. Pero al mismo tiempo el rey ordenó que todas las iglesias debían poseer una Biblia inglesa. A la traducción empleada se le puso muy pronto un prólogo y unas notas de orientación luterana. Se celebraron negociaciones con la Liga de Esmalcalda, con las que se perseguían nuevos objetivos matrimoniales. Pero después, por cálculos políticos, tuvo lugar un cambio radical. En 1538 el rey prohibió que los sacerdotes se casasen. Cranmer vióse obligado a enviar de nuevo su mujer a Alemania. Un año después el Parlamento promulgó por mandato real, y contra la enconada oposición protestante, la Bloody Act, el Estatuto de sangre. Este imponía, bajo pena de muerte, la aceptación de seis artículos: la transubstanciación, el celibato —considerado como mandato divino—, la obligatoriedad de los votos monásticos, la comunión bajo una sola especie, la conveniencia y necesidad de la misa privada, y la confesión auricular. Cromwell fue ejecutado como traidor y hereje; a su ejecución siguió la de tres sacerdotes que habían atacado la arbitrariedad real, y la de tres protestantes, que se habían burlado de la religión católica. Una obra doctrinal del rey de 1543 recomendaba, ciertamente, la veneración a María y a los santos, pero establecía, por lo demás, una conciliación entre la doctrina protestante y la católica. En 1546 se prohibió al pueblo sencillo la lectura privada de la Biblia. Las ejecuciones de luteranos duraron hasta la muerte de Enrique. El resultado de las constantes oscilaciones reales fue una lenta infiltración de opiniones heréticas y una angustiosa inseguridad en el terreno religioso.

Para ayudar a su único hijo, menor de edad, Eduardo V (1547­-1553), el rey había nombrado un Consejo de regencia, que se componía en su mayor parte de personajes favorables al protestantismo. A su frente encontrábase el duque de Somerset y, más tarde, el duque de Northumberland, los cuales, durante la minoridad del rey, que había sido educado en el protestantismo, apoyaron los esfuerzos de Cranmer para llevar a cabo una auténtica innovación de la fe en Inglaterra. La oposición que apareció en algunos lugares fue reprimida sangrientamente.

OTROS EXITOS LUTERANOS EN EL IMPERIO

Volvamos ahora a los acontecimientos que tenían lugar en Alemania. Los años en que el emperador estuvo ausente del Imperio fueron años de gran incremento de la Iglesia luterana. En este decenio se perdió para la Iglesia antigua una serie de importantes territorios alemanes. Así, el duque Ulrico, expulsado de su ducado de Württenberg por haber violado la tregua, y que se había pasado en Suiza a la innovación, reconquistó en 1534 su territorio, con ayuda de Felipe de Hessen, auxiliado por los componentes de la Liga de Esmalcalda y apoyado económicamente por Francia. Por estar en paz con Austria fue preciso dejarle mano libre en las cuestiones religiosas. Pronto introdujo la innovación; en ella, dividió el territorio, de manera singular, en una zona de influencia luterana y otra de influencia zuingliana. Los dos reformadores Blarer y Schnepf se habían puesto antes de acuerdo, ciertamente, para llegar a una fórmula conciliadora en el problema de la eucaristía. Los monasterios de la región, tan famosos en otro tiempo (Hirsau entre otros), fueron secularizados. La lealtad de los monjes y, en especial, la perseverancia de los monasterios de mujeres fue asombrosamente grande. También la universidad de Tubinga fue protestantizada, a pesar de su oposición, y en el antiguo convento de agustinos se erigió un stipendium, el famoso Stijt, destinado a la formación de clérigos. La reforma protestante la consumó positivamente el hijo de Ulrico, el inteligente y piadoso duque Cristóbal (1550-1568). Con el apoyo de Juan Brenz, se centralizó el gobierno de la Iglesia en una autoridad dependiente totalmente del Estado: el Consejo de la Iglesia, y en 1559 se publicó una gran ordenación eclesiástica. Los bienes de la Iglesia, que Ulrico había secularizado en su totalidad, fueron devueltos a aquélla en su mayor parte y administrados separadamente en la Caja común de la Iglesia, no empleándose más que para fines eclesiásticos, entre los que se contaban también, ciertamente, las obras de caridad y de enseñanza.

Con anterioridad o simultáneamente a la pérdida de Württenberg, la Iglesia católica perdió definitivamente toda una serie de ciudades libres y de otros territorios. Las pérdidas más graves fueron las de Brandeburgo y el ducado de Sajonia. En el primero, el príncipe elector Joaquín I había sido, hasta su muerte, adversario constante de Lutero y de la Reforma protestante. Aun cuando su esposa, que era una princesa de Dinamarca, era luterana desde hacía años, a su muerte, ocurrida en 1535, el príncipe creyó que podía asegurar la religión católica en el país haciendo jurar a su hijo que la mantendría y dictando unas disposiciones testamentarias adecuadas al caso. Pero cuatro años después de morir su padre, Joaquín II, que estaba en relación con Lutero desde mucho tiempo atrás, se pasó a la nueva doctrina. Víctima de la confusión teológica de aquellos años, creyó que con ello no quebrantaba su juramento; por el contrario, en el paso que dio vio tan sólo la posibilidad de purificar de abusos a la religión católica en su territorio. La ordenación eclesiástica implantada por él tiene por ello un carácter muy conservador. En el ducado de Sajonia, el duque Guillermo el Barbudo, de severa mentalidad eclesiástica y al que se consideraba entre los príncipes alemanes como el jefe de los partidarios de la antigua fe, no pudo impedir que la nueva doctrina irrumpiese en su territorio. Al morir, en 1539, se llevó a cabo la reforma protestante contra la oposición de los Estados y bajo la dirección de su hermano Enrique, que era protestante desde mucho tiempo antes. También la universidad de Leipzig fue adherida a la nueva doctrina y dotada con los bienes confiscados a la Iglesia, de acuerdo con las propuestas de Lutero y de Melanchton.

LOS ANABAPTISTAS

Por los años en que el protestantismo se difundía sin encontrar dificultad, los anabaptistas consiguieron durante algún tiempo entre el pueblo una adhesión mayor que Lutero y que Zuinglio. En ellos se había manifestado una forma distinta del pensamiento y de la vida reformadores, forma que tuvo un importante desarrollo, sobre todo entre la cristiandad anglosajona, y que todavía hoy configura grandemente el aspecto del protestantismo, sobre todo en los Estados Unidos de América, en la figura de numerosas Iglesias libres. Los orígenes de los anabaptistas no están nada claros, pues no se entremezclan con movimientos políticos. Se ha querido ver en ellos a los herederos de los movimientos espiritualistas que durante la Edad Media se difundieron entre el pueblo sencillo. Lutero designó en conjunto a todas estas diversas direcciones con el nombre de «soñadores» (Schwármer). Parece, sin embargo, que se trata de varias corrientes distintas, que surgieron con independencia unas de otras, aunque luego, ciertamente, se influyeron a veces mutuamente. En cualquier caso, no puede dudarse del origen independiente de los anabaptistas de Zurich.

Cuando, en diciembre de 1523, Zuinglio se doblegó ante la autoridad política, en el problema de la introducción inmediata de la cena, algunos de sus anteriores discípulos consideraron tal acto como una traición. Estos se coaligaron para obedecer incondicionalmente al Evangelio. También para ellos era la Escritura la única fuente de la fe, aunque se centraban principalmente en el Nuevo Testamento. Ahora bien, entendían el Evangelio como directamente obligatorio, incluso con respecto a la dimensión social y económica de la vida diaria. Estos hombres sometían a la palabra de la Biblia la totalidad de la vida, que no puede ser ya otra cosa que una vida espiritual. Partiendo de este principio fundamental, se les hizo problemática la actitud a adoptar frente a la autoridad civil, y la relación entre Iglesia y sociedad. Para el cristiano no existe un gobierno profano. Se recluyeron, pues, en una pequeña comunidad de hombres dispuestos a seguir a Cristo, no por coacción de la autoridad, sino porque se integraban libremente en aquélla. Así pasa al primer término el re-bautismo de los adultos, como rito de ingreso en la comunidad visible. El principio de la unidad de territorio e Iglesia, esto es, la Iglesia territorial, queda, pues, eliminado, e igualmente lo fue toda organización externa de la comunidad.

En Zurich la persecución contra ellos comenzó inmediatamente. La autoridad insistió en la obligación de bautizar a los niños recién nacidos. Los anabaptistas se dispersaron por toda la Suiza alemana. Desde Waldshut, Hubmaier llevó esta doctrina, a través de Augsburgo, hasta Moravia. A todas las persecuciones oponían ellos su paciencia. No eran gentes belicosas, sino los primeros representantes de la tolerancia. Al dispersarse desarrollaron una actividad misionera. Mientras en Zurich Felipe Manz era ahogado en 1527 en el río Limmat, en Augsburgo Denck ganó para la causa a Juan Hut, cuyos discípulos rebautizaron en el Tirol. Melchor Hofmann llevó las nuevas ideas al norte de Alemania y a los Países Bajos. La actividad misionera y la expansión de los anabaptistas iban siempre acompañadas de la proscripción social y de la persecución cruenta. Los legados suizos discutieron en Zurich sobre las medidas represivas a tomar. En Tirol, docenas de anabaptistas murieron en la hoguera. Hubmaier, que se encontraba en Nikolsburgo, en Moravia, tuvo que ser entregado y fue quemado en Viena. Un decreto imperial de la Dieta de Espira de 1529 imponía la pena de muerte a todos los anabaptistas. Partidarios de esta doctrina fueron ejecutados en Suabia y Baviera, pero también en el Palatinado y en Basilea. Zuinglio y Lutero, Melanchton y Brenz compartían esta misma actitud hostil. De esta manera se empujó a los anabaptistas a recorrer caminos extraños. Surgieron tendencias escatológicas, quiliásticas y comunistas. El peletero de Augsburgo Agustín Bader creía que su hijo era el Mesías y mandó construir para él una corona y una espada de oro. El tirolés Santiago Hutter fundó en Nikolsburgo aquellas granjas fraternas en las que no había propiedad privada y en las que el jefe señalaba su trabajo a cada uno. Cientos de miles de personas se adhirieron a estos «hermanos hutterianos».

Mientras los anabaptistas pacíficos creían que Dios mismo aniquilaría a los impíos, uno de los discípulos de Melchor Hofmann, que actuaba en Estrasburgo, a saber, el panadero holandés Juan Mathys, de Harlem, se creyó llamado a erigir el futuro Reino de Cristo por la fuerza de las armas en caso necesario. Sus enviados estimaron que Münster de Westfalia era la ciudad adecuada para llevar a cabo sus planes. En ellas había triunfado en 1533 la Reforma protestante, gracias a la predicación demagógica del sacerdote Rottman. En enero de 1534 llegaron a Münster los «apóstoles» de Mathys, ganaron a Rottmann para su causa, y rebautizaron en una semana a 1.400 adultos. Al principio se llevó una vida de entusiasmo religioso y de pobreza evangélica. Pero ciertos elementos radicales lograron imponerse con la llegada de Juan Bockselsen, de Leiden, y del mismo Mathys. Un golpe de fuerza puso la ciudad en manos de los anabaptistas. El suegro de Juan de Leiden, Knipperdolling, fabricante de paños de Münster, fue nombrado alcalde. Las tropas que el obispo Francisco de Waldeck había enviado contra Münster fueron derrotadas; pero Mathys fue muerto, y Münster, finalmente, cercado. En la ciudad sitiada, Juan de Leiden se hizo proclamar rey del nuevo reino de Sión, en el que se introdujo la comunidad de bienes y la poligamia. La multitud fanatizada, que había destruido bárbaramente las imágenes de las iglesias de la ciudad, esperó que ésta fuese liberada milagrosamente, como se le había anunciado. Entre tanto, las ideas anabaptistas se propagaron por toda Westfalia, llegando hasta Lübeck. El obispo buscó ahora ayuda y la encontró en el landgrave Felipe de Hessen. En junio de 1535 las tropas aliadas penetraron en la hambrienta ciudad y dieron fin, con un castigo terrible, a la mala semilla. Münster fue devuelto a la fe católica. Knipperdolling y el rey de Sión fueron ajusticiados; no se sabe qué fue de Rottmann.

El reino de Münster, que representaba una desviación espantosa de las originarias ideas anabaptistas, dañó gravemente el prestigio de éstas. Pero Menno Simons, que había sido antes párroco católico en Frisia, consiguió reunir de nuevo a los elementos más moderados y educarles para que llevasen una vida de retiro y de trabajo y rechazasen toda violencia. Estos «bautizantes», pronto llamados también menonitas, que no admitían el juramento, el servicio militar y civil ni las acusaciones judiciales, alcanzaron tolerancia y, más tarde, también libertad, en Holanda, después de haber sido sangrientamente perseguidos durante cuarenta años. Propagaron su forma de vida más allá de las fronteras de este país, hasta el territorio de colonización de la Prusia oriental y occidental, llegando finalmente hasta Siberia y, desde allí, a Norteamérica. Junto a éstos surgieron una y otra vez, sobre todo en Württenberg, comunidades de anabaptistas que esperaban el reino de Cristo en Besarabia y en el Volga, en Palestina y en Norteamérica. Sin embargo, en Centroeuropa fracasó el intento hecho por gentes sencillas, sobre todo por obreros manuales, de organizar una vida religiosa partiendo de la sola fe —la idea luterana—, sin instituciones ni organizaciones y sin el apoyo del Estado. La lucha de Lutero contra los espíritus soñadores y fanáticos, a los que, hasta el final de su vida, condenó juntamente con los sacramentarlos, no dejó de tener éxito. Las Iglesias territoriales y el absolutismo religioso de los príncipes territoriales fueron los auténticos vencedores.

Sin embargo, se formaron en Inglaterra y en los Estados Unidos, en la primera mitad del siglo, bajo la influencia de los «bautizantes», las primeras comunidades de baptistas, que hoy se han convertido en grandes Iglesias libres y cuentan con muchos millones de bautizados.

JUAN CALVINO

Mientras el ejército católico-luterano daba fin en Münster al gobierno de los anabaptistas, penetraba en territorio alemán el tercer gran reformador: Juan Calvino. Si lo que le interesaba a Lutero era la nueva teología, a este hombre nacido en Picardía lo que le importaba era la nueva Iglesia, el hombre nuevo y sus instituciones. Calvino era más claro y más consciente de sus fines que Lutero; era tal vez más unilateral y más fanático que el alemán, pero no tenía los arrebatos ni las oscilaciones que se pueden percibir en éste. Naturalmente Calvino había aprendido de Lutero, pues era una generación más joven que el profesor de Wittenberg. Pero lo que aquél creó, partiendo de las incitaciones generales, fue una obra completamente autónoma.

Calvino nació en Noyon, ciudad de Picardía, en 1509. Procedía de una capa burguesa culta. Su padre era administrador de los bienes y consejero jurídico del obispo y del cabildo. Muy joven aún, su hijo consiguió algunos beneficios eclesiásticos, y en París, donde convivió algún tiempo bajo el mismo techo con Ignacio de Loyola, así como en Orleáns y en Bourges, se dedicó a los estudios jurídicos y humanísticos. Dos cosas prepararon la conversio súbita de que habla en alguna ocasión el mismo Calvino: la muerte de su padre y la influencia de elementos luteranos en Francia. Su padre había sido acusado de defraudación; y como no rindió cuentas, fue excomulgado. El patrimonio de Juan estuvo a punto de ser confiscado. Finalmente, su padre murió excolmulgado por la Iglesia. Existía ahora una dura enemistad entre la familia de Calvino y la Iglesia, de la cual había vivido aquélla hasta entonces. Amargado, Calvino se refugió en el estudio, perdiéndose en cavilaciones agotadoras. Encontrándose en esta situación confusa, pero tremendamente anticlerical, era especialmente accesible a las influencias de los círculos lute­ranos.

Las ideas humanísticas de un cristianismo purificado y simplificado se habían difundido ampliamente en Francia y habían ganado amigos poderosos tanto en la corte real como entre el episcopado. El rey Francisco I y su círculo íntimo, sobre todo su hermana Margarita de Navarra, pero también el obispo Guillermo Briconnet de Meaux (f. 1534), intentaban realizar por sí mismos la reforma humanística. El obispo Briçonnet luchaba contra la ignorancia de su clero, el abandono de la residencia y la tremenda mediocridad de los estudios en su diócesis. Haciendo de mecenas, atrajo magníficos profesores a su corte episcopal. A este «Círculo de Meaux» pertenecían hombres como Guillermo Farel y el picardo Lefévre d’Etaples. Estos hombres preveían el peligro de una revolución religiosa, pero creían poder mantenerse distanciados de ella. Lefévre, a quien el obispo había nombrado vicario general suyo, pudo editar en francés las epístolas y evangelios de los domingos, para su empleo en las misas. Su discípulo, el flamenco Clichtove, publicó un escrito en que alababa la vida monástica y un Espejo de sacerdotes. Su lucha contra algunos abusos de la predicación franciscana suscitó contra el grupo influyentes enemigos. El grupo en cuanto tal fue acusado de herejía y se disolvió casi por entero. Farel huyó a Suiza, mientras que Clichtove atacó en sus escritos a Lutero en 1524, y dos años más tarde, la doctrina de Ecolampadio sobre la cena. Pues las obras del primero se compraban y leían masivamente en Francia. El cautiverio del rey tras la batalla de Pavía trajo consigo el cambio. Tampoco podía oponerse a los escritos de Zuinglio, dedicados al rey. Ahora el Parlamento, con el apoyo de la Sorbona, tomó a su cargo el cuidado de la Iglesia en Francia. Los conventículos religiosos y la traducción francesa del Nuevo Testamento, ya empezada, fueron prohibidos. Hubo numerosos procesos. El anciano Lefévre huyó a Estrasburgo. Tras su derrota, Francisco I llegó al convencimiento de que la unidad nacional sólo podía restaurarla sobre la base de la unidad religiosa. Y así el luteranismo empezó a ser perseguido conjuntamente por el rey, el Parlamento y los obispos deseosos de reformas. Incluso hubo un profesor de Toulouse que fue quemado en 1532. Muchos círculos de intelectuales simpatizaban en gran medida con el luteranismo; así, el humanista Melchor Volmar, de Rottweil, que fue profesor de griego de Calvino. Este se convirtió en un miembro celoso y activo de estos círculos, predicaba en las conmemoraciones secretas de la cena de sus amigos, a las que asistía en un amplio territorio, y trabajaba incansablemente en un libro que había de dar una sólida base a la nueva doctrina. Con un gesto lleno de carácter, renunció por entonces a sus beneficios eclesiásticos. Vinieron luego ataques contra la misa y, por fin, la colocación en París y en el castillo de Amboise, donde residía entonces el rey, de unos cartelones con una apasionada burla de la misa. Estos cartelones (placards) destruyeron no sólo todas las esperanzas de coloquios unionistas con el protestantismo alemán, sino que provocaron también la ejecución de todos los sospechosos y la fuga de numerosos partidarios. Entre ellos se encontraba Calvino, que se dirigió primeramente a Basilea.

En esta ciudad publicó anónimamente, a sus veintisiete años, la obra en la que había trabajado durante tanto tiempo: la Institutio religionis christianae. Este compendio de la fe, que publicó luego numerosas veces, ampliándolo, lo puso Calvino bajo este lema: No he venido a traer la paz, sino la espada. En un prólogo y dedicatoria magistrales a Francisco I intentaba defender Calvino a sus correligionarios franceses contra la acusación de profesar doctrinas erróneas. En el centro de todo se encuentra para él la realidad terrible del Dios vivo, a cuyo honor y a cuyo servicio está exclusivamente dedicada nuestra vida. Si Calvino pretendía negar cualquier participación del hombre en su salvación, no le quedaba otra explicación que el recurso a la sola voluntad divina. Esta es la única voluntad que hay en el universo. Nuestra vida y nuestra muerte, nuestro sufrimiento y nuestra desesperación, tanto en el más acá como en el más allá, se encuentran solamente en manos de aquella voluntad única y todopoderosa que se expresa en los decretos inmutables de Dios. Sólo Dios obra. El hombre no puede condenarse a sí mismo eligiendo libremente el mal; no escoge en modo alguno; está salvado o condenado. Dios causó el primer pecado original: Decretum horribile Dei, pero fácil de aceptar. El que está exento de la condenación debe su suerte no a su propio obrar, no a su fe, sino únicamente a los méritos del Redentor. Está elegido gracias a la redención de Cristo, único Mediador. Por medio del Espíritu Santo despierta Dios en el predestinado la certeza de ser conocido por Dios y de pertenecer a la comunidad de la Iglesia. Esta Iglesia, de la que forman parte tan sólo los verdaderos creyentes, se hace visible mediante la configuración de la vida externa de acuerdo con la Escritura, la predicación del Evangelio puro, la administración de los sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo, sin añadidos humanos, y la disciplina eclesiástica. En la doctrina sobre el sacramento del altar Calvino rechaza el simbolismo de Zuinglio. Las palabras y los signos no son formas vacías y huecas. Si el signo nos fue dado por Dios, entonces también nos fue dado el cuerpo; ahora bien, el cuerpo está sentado en el cielo a la diestra del Padre, cuerpo que los fieles comen de modo espiritual, pero real, mientras que los reprobados sólo reciben las especies. Pues su vida y todo lo que ha recibido del Padre, Cristo nos lo comunica a nosotros a través del Espíritu Santo.

Después de escribir la Institutio Calvino se dirigió al norte de Italia, con el fin de ganar para su causa a la duquesa Renata de Ferrara, hermana del rey francés, que simpatizaba con las ideas protestantes. Al volver a Estrasburgo, la guerra le obligó a dar un rodeo a través de Ginebra. En esta ciudad el predicador Farel, paisano de Calvino, le invitó a ponerse al servicio del Evangelio en ella. Calvino se quedó y de esta manera convirtióse Ginebra en la cuna del calvinismo.

La ciudad de Ginebra venía discutiendo desde hacía décadas con su obispo a causa de la libertad ciudadana. Sus prelados procedían exclusivamente, desde largo tiempo atrás, de la vecina casa de los duques de Saboya, que consideraban la sede episcopal de Ginebra como una iglesia propia. En su lucha por conquistar la libertad, la ciudad concertó en 1526 una alianza con Berna. Esto significaba también, en última instancia, la introducción de la innovación religiosa en Ginebra. Pues los habitantes de Berna habían tomado a su servicio a Farel como agitador de la nueva fe y como pionero de sus propias ambiciones de expansión político-religiosa. Farel, que no era tanto un teólogo independiente cuanto un magnífico predicador, que se había dado a conocer con Ecolampadio y Zuinglio, empezó a reformar, partiendo de las villas berneses, en la cercana Suiza romana occidental, y desde 1534 actuaba también en Ginebra. Aquí se había conquistado a la masa de los ciudadanos, y cuando las disputaciones, organizadas según el modelo de Zurich y de Berna, resultaron desfavorables a los católicos, los protestantes ocuparon las iglesias principales de la ciudad. El Consejo se declaró partidario de la nueva religión y prohibió la misa. El obispo y el cabildo catedralicio tuvieron que abandonar la ciudad y el territorio de Ginebra, y trasladar su residencia a la vecina ciudad de Annecy, en Saboya; desde aquí, setenta años más tarde, Francisco de Sales pudo conseguir de nuevo de­rechos de ciudadanía para la antigua fe, al menos en el territorio que rodea a Ginebra.

En esta ciudad la innovación no estaba organizada. En su paisano, que se encontraba allí de paso, vio Farel el hombre capaz de realizar esa organización. Calvino se quedó, redactó un catecismo y una nueva fórmula del credo, en la que calificaba la misa de «invento diabólico» y maldito. A la vez introdujo un orden riguroso en la Iglesia y en las costumbres. Los que se resistían eran desterrados. El que se negaba a prestar juramento al nuevo credo, debía ser expulsado. Desde el principio Calvino intentó crear una Iglesia visible, que era, a sus ojos, la única que se encontraba también en disposición de destruir la antigua Iglesia. Contra esta rigurosa disciplina eclesiástica y contra la coartación de sus libertades se rebelaron los influyentes patricios ginebrinos. Y cuando Calvino se negó también a admitir los usos que quería imponer la Berna aliada —entre ellos estaban el mantenimiento de las cuatro festividades antiguas, de la piedra del bautismo, de las hostias ácimas y del tocado especial de los novios—, Calvino y Farel fueron destituidos y desterrados. Mientras éste último permaneció predicando ahora en Neuchátel, Calvino marchó a Estrasburgo, invitado por Bucer y por Capito, para cuidar de la comunidad de los franceses allí refugiados. Tres años permaneció en esta ciudad, y recibió muchas incitaciones sobre todo de Bucer para organizar la liturgia y edificar la comunidad. Con motivo de los coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, en los que participó, trabó también contacto con los otros grandes reformadores alemanes, excepto Lutero.

Martín Bucer (1491-1551), el dominico de Schlettstadt, a quien ya hemos mencionado varias veces, no creó, ciertamente, un nuevo tipo de Iglesia, pero es una de las personalidades más destacadas de la Reforma protestante. Cinco años después de adherirse en Heidelberg, en 1518, a Lutero, introdujo, actuando como predicador y párroco, la Reforma protestante en Estrasburgo, en cuya organización trabajó durante un cuarto de siglo. En el intervalo estuvo también en Hessen, en Kurköln, y participó en los coloquios religiosos; en ellos —y no porque no le importasen las diferencias de las distintas confesiones— intentó siempre llegar a un acuerdo entre Lutero y Zuinglio, entre los anabaptistas y la Iglesia jerárquica, entre la Reforma protestante y los católicos. De los teólogos reformadores Bucer es, sin duda, el más influido por Eras- mo; en sus primeros años veía en Lutero sólo la confirmación de las doctrinas de aquél. Cree en la posibilidad de que todos los que creen en Cristo se unan; trabaja por defender el tesoro común de todos los cristianos, el establecimiento de los neccessaria de la fe y el valor de la tradición patrística. De las críticas que por este motivo encuentra en sus amigos se queja en una ocasión con estas desengañadas palabras: «¡Oh nefasta ceguera, que ni siquiera los mejores protestantes vean lo que significa creer en una Iglesia universal y en la comunión de los santos, y en ser miembros de Cristo, que busca siempre y restablece en sus miembros lo perdido!» Incluso siendo ya protestante, Bucer no deja de ser, no sólo por su pasión por la predicación, sino también por su pensamiento estático, el antiguo dominico educado en el tomismo, que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, la Ley y el Evangelio, así como la fe y las obras, y que ve en la idea véterotestamentaria de la Alianza el tipo del concepto de Iglesia, y, contra los anabaptistas, ve en la disciplina eclesiástica un signo de la verdadera Iglesia, en la que los elegidos se congregan para realizar el Reino de Dios. Ecos de Bucer se encontrarán también en la doctrina y la organización de Cal vino. Por rechazar el Interim, Bucer se vio obligado a abandonar Estrasburgo. Más tarde hablaremos de su actividad en Inglaterra.

Mientras Calvino permanecía al lado de Bucer y conocía a otros importantes teólogos luteranos, con ocasión de su participación en los coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, el sabio cardenal Sadoleto, uno de los cardenales más destacados entre los nombrados recientemente por Paulo III, había intentado, en una carta dirigida al Consejo de Ginebra, reconquistar esta ciudad para la Iglesia católica. Los mismos círculos protestantes que antes habían obligado a expulsar a Calvino, le llamaron ahora para que volviese a Ginebra. Calvino exigió, como condición de su retorno, que se estableciese una disciplina eclesiástica separada de la jurisdicción civil, y volvió, aunque el Consejo quería seguir siendo el que mandase, en su mayor parte, sobre la disciplina eclesiástica. Las Ordonnances ecclésiastiques aceptadas por el Consejo, en las que se aprovechaban las experiencias de Estrasburgo y Zurich, se fueron convirtiendo poco a poco, sin embargo, en manos de Calvino, en el medio de organizar la vida pública de acuerdo con la palabra de la Escritura y de erigir una teocracia según el modelo del antiguo reino judío y de la república platónica. Según esta nueva ordenación eclesiástica, la nueva Iglesia era una Iglesia comunitaria, dotada de unos órganos exactamente determinados: los pastores, que tenían que predicar la palabra de Dios; los doctores, que se cuidaban de la instrucción pública; los presbíteros, que eran los que, elegidos por el Consejo, habían de vigilar las costumbres de la ciudad; y los diáconos, a quienes estaban encomendados las obras de caridad y los hospitales. Como estos órganos eran electivos, podían exigir que se les obedeciese estrictamente. Se había creado un nuevo clericalismo, mezclado esta vez, de modo extraño, con el estatalismo clerical. Había, además, el Colegium de los pastores, y el Consistorio, que era una especie de tribunal inquisitorial, formado por los predicadores y por doce ancianos, cuva misión consistía en vigilar exactamente toda la vida religiosa de cada uno de los ciudadanos y castigar las faltas. Las penas consistían en amonestación, reprensión, excomunión, obligación de pedir perdón públicamente y entrega al Consejo, para que castigase al reo. Se empleó la tortura, y los que cometían pecados graves, como los blasfemos, los adúlteros o los adversarios obstinados de la nueva fe, eran entregados al Consejo. De 1541 a 1546 hubo 56 penas de muerte y 78 destierros. Cada barrio de la ciudad estaba encomendado a un vigilante, que recibía incluso las denuncias de parientes y vecinos. Los días de fiesta desaparecieron y la vida social se tornó sombría y seria. El juego de cartas, el teatro y el baile fueron prohibidos, se castigó el lujo en el vestir, se suprimieron los bares, y sólo se permitía acudir a la única taberna situada en el barrio en que cada uno vivía. Una transformación singular de las tareas del Estado: Calvino hizo que el Consejo declarase que su doctrina era la doctrina santa de Dios.

Inmediatamente después de su vuelta Calvino escribió con toda rapidez un Catecismo, con 373 preguntas y respuestas, que no era apropiado ciertamente para la instrucción de los niños, pero que servía, desde luego, como base de la fe. La organización de la liturgia, en la que también intervinieron muchas sugerencias recibidas en Estrasburgo, preveía una predicación diaria, flanqueada por la oración y el canto de los Salmos. El viernes se celebraba regularmente una «congregación», esto es, una conferencia seguida de discusión. La cena se distribuía sólo cuatro veces por año, y no cada mes, como había deseado Calvino al principio. En ella se empleaba pan y vino corrientes. En estos templos calvinistas no había, naturalmente, ni altares, ni imágenes, ni velas.

Calvino y su organización eclesiástica no dejaron de tener adversarios en Ginebra. Entre ellos se contaban los antiguos campeones de la libertad de la ciudad, que habían permutado al duque de Saboya por un dictador francés; además, la mejor sociedad, deseosa de gozar de las alegrías de la vida, y también gentes que se oponían a toda definición teológica y a toda organización eclesiástica, así como, igualmente, auténticos adversarios teológicos. Hubo también reveses políticos, en los que los adversarios de Calvino ganaron las elecciones. Todavía en 1555 se produjeron disturbios, que Calvino aprovechó como pretexto para aniquilar a sus enemigos y consolidar su organización política; ésta era de una seriedad sombría, pero también de un orden y una moralidad ejemplares. Al conceder derecho de ciudadanía en Ginebra a los fugitivos franceses, Calvino había logrado crearse también en la ciudad una posición cada vez más fuerte contra la oposición política de Berna; apoyándose en ella fue como pudo completar definitivamente su organización eclesiástica. Los adversarios teológicos fueron liquidados sin piedad. Gruet, que había negado la divinidad de Cristo, fue decapitado en 1547; el antiguo carmelita Bolsee, que se atrevió a atacar la doctrina de Calvino sobre la predestinación, fue quemado, a instancias de éste, en 1551; Castellion, que, por su oposición a las doctrinas de Calvino acerca de la bajada de Cristo a los infiernos, había sido declarado inepto para servir a la Iglesia ginebrina, fue difamado todavía por aquél en Basilea. El médico y humanista español Miguel Servet, que combatía la doctrina de las tres divinas personas y no quería reconocer a Cristo una divinidad preexistente, fue denunciado, por encargo de Calvino, a la inquisición católica de Lyon. Cuando Servet, que desde hacía años mantenía intercambio epistolar con Calvino, pudo huir, y llegado a Ginebra, estaba escuchando un sermón de Calvino, fue reconocido y encarcelado. Calvino impulsó enérgicamente el proceso y Servet fue quemado en 1553. Tales condenas atemorizaron a sus otros adversarios.

Calvino no había querido reducir su labor a Ginebra. A través de esta ciudad intentaba consolidar el protestantismo en Francia e influir misionalmente también en otros países. Buscando aliados políticos, llegó a un acuerdo, en la doctrina sobre la eucaristía, con el sucesor de Zuinglio en Zurich. Calvino y Bullinger concertaron en 1549 el Consensus Tigurinus, que en la doctrina sobre la cena adopta las formulaciones calvinistas atenuadas, creando así la base para la posterior unificación de las Iglesias suizas reformadas. Desde el principio se preocupó también Calvino del nuevo clero de su Iglesia. En 1559 logró fundar en Ginebra la llamada Academia, dedicada a la enseñanza de la teología, cuya dirección asumió su paisano Teodoro de Beza. A la muerte de Calvino, en el año 1564, la Academia tenía 1.200 alumnos en las clases inferiores y 300 estudiantes universitarios, entre los que se contaban muchos extranjeros.

DIFUSION DEL CALVINISMO

La capacidad de difusión del calvinismo fue asombrosamente grande. Primeramente pareció ganar nuevo terreno en Inglaterra, bajo el reinado de Eduardo VI. Al comienzo el calvinismo se contentó con la derogación de los Artículos de sangre, ordenó la comunión bajo las dos especies y volvió a permitir el matrimonio de los sacerdotes. Esta moderación hay que atribuirla sin duda a la influencia de Bucer, que entonces vivía en Inglaterra, pues había sido desterrado a causa del Interim. La transformación de la misa —que de ser un sacrificio pasó a ser una ceremonia de alabanza y de acción de gracias— en el primer Book of Common Prayer, redactado por Cranmer, no satisfizo a los reformadores más radicales. En octubre de 1548 Calvino envió al duque de Somerset un programa completo de reforma, pidiendo que se instruyese al pueblo con ayuda de un catecismo y de un credo, se eliminasen los abusos en la liturgia y se excomulgase a los viciosos. Tras la caída de Somerset, Calvino continuó sus exhortaciones. Bucer y Vermigli se encargaron de la revisión de la liturgia. El nuevo Book of Common Prayer de 1552 mantiene, ciertamente, las vestiduras y los ritos litúrgicos, pero elimina el último resto de la idea de sacrificio y está completamente impregnado de teología calvinista. Con su obra De regno Christi, Bucer intentó crear una organización eclesiástica según el modelo de Ginebra, mas su temprana muerte, ocurrida en 1551, le impidió llevarla a cabo. Cranmer, en cambio, consiguió imponer todavía una nueva fórmula confesional: los 24 artículos de 1553. Es cierto que tales artículos están redactados en forma a veces no obligatoria, signo esto de su carácter de compromiso, pero se dirigen tanto contra los católicos como contra los anabaptistas, y adoptan la doctrina de Calvino acerca de la cena y de la predestinación, aun cuando evitan las consecuencias más extremas que de ella se derivan. Sólo el mantenimiento del ministerio episcopal no se ajusta del todo al modelo calvinista de la nueva Iglesia anglicana. La existencia de ésta volvió a peligrar, sin embargo, una vez más, a causa de la temprana muerte del rey (1553) y del paso del poder a María Tudor, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, la cual había permanecido católica.

En Francia, en cambio, Calvino y su tendencia consiguieron transformar a los partidarios de las ideas protestantes en una Iglesia, un partido y un ejército belicoso. Hubo en el campo muchos pequeños grupos que se consideraban a sí mismos como Iglesia en el sentido luterano, y que acaso nombraban también un predicador y recibían la cena, pero que, por lo demás, dada la dura persecución contra los partidarios de la nueva fe, se dejaban ver lo menos posible, hacían bautizar a sus hijos por los párrocos católicos e incluso asistían en ocasiones a misa, para no llamar la atención, y se mantuvieron alejados de todos los excesos iconoclastas. Estos grupos, apenas organizados, veían su modelo en la comunidad de Estrasburgo y pedían a esta ciudad que les mandase sus predicadores. Por lo demás, los había por todas partes en Francia; sus miembros pertenecían a todas las clases sociales, desde la pequeña burguesía hasta la alta nobleza, y entre sus filas eran numerosos, sobre todo en el sur, los hombres de negocios. Ni siquiera las numerosas penas de muerte pudieron quebrantar su valor ni disolver sus asociaciones.

Desde el principio Calvino se sintió a sí mismo como protector de estos grupos. Los defendió en numerosas cartas y coloquios, pero pronto intentó también transformarlos de acuerdo con el modelo de su Iglesia ginebrina. Exigía que se renunciase al «nicomedismo». No se debía participar en las costumbres impías, y antes que ello, se debía huir a Ginebra. Más tarde exigió: primero, congregación antes de la celebración de la cena; segundo, elección de un predicador; luego, pequeñas reuniones para orar e instruirse; más tarde, introducción de la disciplina eclesiástica según el modelo de Ginebra; y sólo entonces, la cena. Es decir: primero, la Iglesia, y sólo entonces, y en ella, los sacramentos. Entre ellos está también el bautismo, aunque Calvino aceptaba, en principio, el bautismo católico. Sobre esta base se formó en París, en 1555, la primera «Iglesia», a la que siguieron otras muchas en los años posteriores. Durante los siete años siguientes Calvino envió a Francia 87 pastores. A pesar de estar controlados y vigilados desde Ginebra, surgieron, sin embargo, numerosas desviaciones, que hicieron aparecer como urgente, a los ojos de la creciente autoconciencía de los reformadores, una cierta fusión. Pronto tuvieron entre sus miembros, o al menos entre sus protectores, a personajes de la casa real: Antonio de Borbón, rey titular de Navarra; su hermano, el príncipe Luis de Condé; así como los hermanos Coligny, el almirante Gaspar, el general Francisco de Andelot y el cardenal Odet, que había recibido la púrpura a los diez años, y a los once el arzobispado de Toulouse; y, además, numerosas damas pertenecientes a la nobleza e incluso a la alta aristocracia. Los protestantes habían adquirido conciencia de su poder. Ya había ocurrido a veces que, al ser descubiertas sus reuniones en París, habían conseguido abrirse paso con las armas en las manos. No temían la publicidad, y en mayo de 1559 se reunieron en París para celebrar un sínodo nacional, cuyo objetivo era crear y presentar al rey un credo nacional-francés para sus 400.000 miembros. Esta Confessio gallicana tenía, ciertamente, como modelo una redacción de Calvino, pero admitía, sin embargo, una revelación natural de Dios y limitaba el papel del Espíritu Santo a atestiguar la Escritura inspirada. Junto a ello se instituía una ordenación eclesiástica que, aun siendo totalmente calvinista, regulaba también la aplicación de la excomunión. En las disposiciones sobre el matrimonio se hablaba ya de los problemas del matrimonio mixto. Pero lo más importante para toda la Iglesia reformada fueron los artículos que rechazaban toda forma de dirección central por una Iglesia local o por un sínodo permanente.

Estos dos escritos crearon la verdadera Iglesia hugonota. Con el nombre de hugonotes se designa desde ahora a los protestantes franceses, sin duda por su vinculación con Ginebra, donde el antiguo partido de la independencia era llamado los «confederados».

Mas los hugonotes no eran sólo una Iglesia; ahora se convirtieron también en un partido político, que luchaba por conquistar el poder. Es cierto que su Confessio se había referido todavía a la obediencia debida incluso a una autoridad no creyente. Cuando el poder de la corona decayó, durante la minoría de edad de Francisco II (1559-60), y se dudaba de que fuese legítima la regencia, que se encontraba en manos de los Guisa —el duque Francisco y su hermano Carlos, «cardenal de Lorena»—, a la oposición política del príncipe Condé le resultó fácil convertir, en parte con la aprobación de Lutero, las energías religiosas de los hugonotes en aliados suyos. Mas la conjuración de Amboise, que había de provocar la caída de los Guisa, fracasó. En este crítico momento la reina madre, Catalina de Médici, se hizo cargo por sí misma de los asuntos. Por consejo de su canciller consintió a los hugonotes el ejercicio privado de su religión. Con ello quedaba suprimida en principio en Francia la ilegitimidad de los calvinistas. En el sur del país los hugonotes llegaron incluso a ocupar iglesias católicas, en las que se siguió celebrando el culto públicamente. Catalina suspendió la persecución legal contra los protestantes y llamó a Antonio de Navarra para que participara en el gobierno. En vano el duque de Guisa, el condestable Montmorency y el mariscal de San Andrés formaron un triunvirato para defender el catolicismo. La reina madre hizo que en el monasterio de Poissy se celebrase, en septiembre de 1561, un coloquio religioso, en el que participaron, por parte calvinista, el hábil Teodoro de Beza, y por parte católica, el cardenal de Lorena y el general de los jesuítas, Laínez. El coloquio fracasó, sobre todo a causa del problema de la eucaristía. Una propuesta de unirse, sobre la base de la Confesión de Augsburgo y de la Confesión de Württenberg de 1557, no tuvo éxito. Laínez recordó que sólo el Concilio de Trento estaba capacitado para resolver tales problemas. Catalina jugó entonces la carta protestante, antiespañola. Una vez que Coligny le hubo prometido que, si consentía los templos calvinistas, tendría la ayuda de 2.150 iglesias, Catalina hizo publicar en enero de 1562 el Edicto de San Germán. Este concedía a los hugonotes la organización del consistorium, libre ejercicio de la religión fuera de las ciudades, culto privado en las ciudades, celebración de sínodos y reconocimiento de los pastores.

La innovación religiosa se introdujo rápidamente en los Países Ba­jos, que habían pasado finalmente a la casa de los Habsburgo, por intermedio de la esposa de Maximiliano I. Los agustinos, dos de los cuales fueron ejecutados en Bruselas ya en 1523, llevaron ideas luteranas a aquellas tierras. También el príncipe-obispo de Lieja se vio obligado a publi­car edictos contra los luteranos en 1520 y 1521. La quema de los libros de Lutero, de acuerdo con el Edicto de Worms, no había podido impedir la propagación de la nueva doctrina, de tal manera que, en 1529, Carlos V se creyó obligado a amenazar con la pena de muerte a los herejes y a los que poseyeran libros prohibidos. Es cierto que el Edicto no siempre fue aplicado con severidad; con todo, un gran número de herejes —la mayoría de los cuales fueron levantiscos anabaptistas, peligrosos desde el punto de vista político— sufrió la pena de muerte. Los sucesos de Münster hicieron que en 1535 se reavivasen las leyes persecutorias. Por lo demás, parece que, excepto los anabaptistas, sólo consiguieron formarse pequeños círculos de partidarios de la nueva fe en las ciudades y en los territorios más industrializados, círculos compuestos de clérigos, comerciantes y artesanos, pero a los cuales aportaron su simpatía grupos mucho mayores, sobre todo por motivos patrióticos. Acaso así se explique el por qué las autoridades eclesiásticas fueron en general más benignas que las civiles.

El calvinismo se introdujo en los Países Bajos después de 1540, en una época de cierta suavización de la política religiosa imperial —entonces se estaban celebrando, en efecto, los coloquios religiosos en el Imperio—. Calvino, que, por parte de madre, se sentía a sí mismo belga, hizo graves reproches a los partidarios de la nueva fe, a causa de su actitud pacífica, los tildó de nicodemitas y les envió un predicador, que había de poner las bases de la futura Iglesia. Tal predicador fue quemado en 1545. Pero ahora los holandeses viajaron en número cada vez mayor a Ginebra, para instruirse y formarse. Pronto surgieron comunidades populosas y combativas organizadas según el modelo de Ginebra. Todavía intentaban permanecer ocultos, pero exigían a sus miembros, antes de ser admitidos en la nueva Iglesia, que abjurasen solemnemente del papa y de la Iglesia romana. Una Confessio Bélgica, redactada en 1561 según el modelo de la francesa, fue aprobada por Calvino y aceptada por el primer sínodo, celebrado en Emden en 1571.

Al éxito de la Reforma protestante contribuyó decisivamente el hecho de que aquélla coincidió ahora con una oposición política muy extendida. En 1555 Carlos V había dejado los Países Bajos a su hijo Felipe II, que sería luego rey de España. Este, que era un campeón del predominio español en Europa y defendía un absolutismo decidido de la corona frente al pueblo y la Iglesia, estaba impregnado, lo mismo que su padre, de la conciencia de su deber de soberano de proteger a la Iglesia católica y mantener por todos los medios la unidad de la fe en su reino. Los incidentes que al comienzo de su reinado tuvo Felipe II especialmente con el papa Pablo IV no produjeron ningún cambio en esto. No es extraño que un soberano tan poderoso, que poseía también extensos territorios en Italia, ejerciese en ocasiones un influjo inmenso sobre la política del pontificado, aun cuando sus grandes acciones políticas encaminadas a mantener y restablecer la Iglesia católica en Francia y en Inglaterra fracasaron totalmente o al menos en parte. En los Países Bajos le enajenaban los sentimientos del pueblo no sólo su carácter desconfiado y retraído. En efecto, a partir de 1559, y durante todo el largo período de su reinado, Felipe no volvió a ver las provincias septentrionales de su imperio, dejó mano libre a la Inquisición y volvió a llevar severamente a la práctica los edictos religiosos de su padre. Después de la paz concertada con Francia en 1559, y para proteger mejor al país contra el calvinismo, que se infiltraba desde el sur, trabajó por conseguir del papa una nueva distribución de las diócesis. Pablo IV consintió en 1559 que se establecieran 18 obispados, agrupados bajo tres arzobispados, en lugar de las cuatro diócesis existentes hasta entonces. Al igual que con la reorganización eclesiástica que había llevado a cabo en España, también en los Países Bajos aspiraba Felipe II a eliminar toda jurisdicción eclesiástica de obispos extraños del país y a conseguir una mejor atención de la cura de almas, independientemente de las regiones desarrolladas económica y políticamente. El rey obtuvo el derecho de presentación de todos los obispados, a los que fueron incorporados numerosos monasterios; contra la encomendación creada de este modo se rebelaron sobre todo las abadías radicadas en Brabante. Los primeros obispos de las nuevas diócesis eran personas de confianza del rey; así, el inquisidor general, Sonnius, prolífico teólogo controversista, fue nombrado primer obispo de s’Hertogenbosch. Esta nueva organización eclesiástica suscitó un amplio malestar. Se la veía en la misma línea que el notable desdén por los privilegios históricos de los Países Bajos, la presunta o real explotación del país y la preferencia dada a los españoles al conferir los altos cargos. Al frente de la oposición política se encontraban los gobernadores de provincias, el conde Egmont y el príncipe Guillermo de Nassau-Orange, quien simpatizaba con el luteranismo, así como el almirante conde Horn. Estos pidieron que se respetasen los derechos de las provincias y se opusieron a la proyectada introducción de la Inquisición española. Finalmente, en 1564, la gobernadora general, Margarita de Parma, medio hermana de Felipe II, tuvo que sacrificar a su inteligente consejero, el cardenal Granvela. Entre la baja nobleza se formó una liga, la cual se propuso como objetivo luchar por los derechos de los Estados. Pero sus jefes, calvinistas muy enérgicos, lucharon contra los edictos religiosos y en favor de la libertad religiosa. El hecho de que, en una demostración ante la gobernadora general se presentasen cubiertos de pobres vestidos, hizo que se les diese el sobrenombre de «mendigos» o «pordioseros». Los diversos grupos de partidarios de la nueva fe se reunieron entre sí, y muy pronto adoptaron una actitud muy radical, bajo la influencia de los incendiarios sermones de numerosos predicadores llegados de Ginebra, Francia y Alemania; también intervinieron en esto las aspiraciones sociales de ciudadanos y obreros insatisfechos. En agosto de 1556 estalló en todo el país una terrible revolución, preparada sin duda, con destrucción de imágenes, iglesias y monasterios. Especialmente las ciudades de Amberes y Amsterdam fueron duramente afectadas. En muchas villas el culto católico dejó de existir. Mas el gobierno pudo reducir la revuelta, y muchos de los partidarios de la nueva fe abandonaron las filas de los Pordioseros, bajo la horrible impresión que les produjeron aquellas vandálicas destrucciones. Guillermo de Orange, que era el más comprometido, se refugió en su patria alemana, Nassau-Dillenburg, donde se pasó oficialmente al luteranismo.

También en Hungría y en Transilvania el calvinismo consiguió hacer retroceder en pocos años al luteranismo, que había penetrado ya tempranamente, y formar algunas Iglesias. Sólo los alemanes de Transilvania permanecieron fieles al luteranismo y formaron en 1545 una Iglesia territorial, sobre la base de la Confesión de Augsburgo. La hora triunfal del calvinismo en la misma Alemania había de llegar más tarde, después de la muerte de Calvino.

AGRAVACION DE LAS CIRCUNSTANCIAS EN EL IMPERIO

La situación en Alemania se encuentra caracterizada por la progresiva formación de bloques militares de ambos grupos religiosos y por una serie de intentos de llegar, por medio de coloquios religiosos, a una unión amigable. Independientemente de esto, la posición de los protestantes se iba consolidando cada vez más en el Imperio. Con los Artículos de Esmalcalda, redactados por Lutero a instancias del príncipe elector de Sajonia, los protestantes habían recibido una nueva base confesional, con una tendencia fuertemente anticatólica; además, consolidaron su alianza con la admisión de nuevos miembros, consiguieron del emperador que suspendiese otra vez, ante la nueva amenaza por parte de los turcos, los procesos y aprovecharon la ausencia de aquél para acrecentar, con todas sus fuerzas, el territorio sobre el que dominaban. El príncipe elector y el duque de Sajonia se apoderaron de los obispados sajones y los protestantizaron; el duque católico Enrique de Brunswick-Wolfenbüttel fue expulsado por el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hessen. El conde palatino Otón-Enrique, que tenía muchas deudas, se apoderó de los bienes de la Iglesia en el Palatinado-Neuburgo y promulgó en 1543 una ordenación eclesiástica protestante. Al año siguiente, el príncipe elector Federico II del Palatinado se pasó a la nueva doctrina. La Iglesia católica había perdido de este modo, no sólo todo el norte de Alemania, desde Polonia hasta el Weser; también en el sur se formó un bloque protestante con Württenberg, el Palatinado y Hessen, con lo cual tres príncipes electores se habían pasado ya a la nueva doctrina. Si los protestantes conseguían ganar para su causa a otro príncipe elector más, quedaba excluido que hubiera un emperador católico en el futuro, dada la mayoría protestante. De hecho, también el arzobispo de Colonia, Armando de Wied, se puso al habla con Bucer en Estrasburgo; le hizo ir a Bonn y predicar en esta ciudad, y elaborar, en unión de Melanchton, una ordenación protestante. Pero la resistencia del cabildo catedralicio, de la universidad y del Consejo de Colonia impidió que se realizasen tales planes, de igual modo que, también en Munster, el plan del obispo, Francisco de Waldeck, de transformar sus obispados de Minden, Münster y Osnabrück en un principado protestante secular fue impedido por el cabildo catedralicio. En Colonia se manifestaron ya los primeros éxitos de una reacción católica positiva y constructiva.

Así, pues, la separación de la Iglesia romana era un hecho consumado, debido a la entrega existencial de Lutero y de Calvino, a la predicación de sus numerosos e importantes discípulos y amigos, y a la pasión de los anabaptistas. Mas, por muy dolorosa que deba parecemos la pérdida de la unidad de todos los cristianos, la Reforma protestante no puede ser vista de un modo exclusivamente negativo. Manifestó mucha energía constructiva, creó comunidades que, por hallarse sometidas a la palabra divina, provocaron una notable energía de confesores. No todos sus miembros eran cristianos perfectos. Lutero no se cansa de predicar contra el vicio de la bebida; la destrucción de las imágenes en muchas poblaciones pone de manifiesto una horrible barbarie cultural, y los protocolos de visita de la Iglesia luterana no revelan, ni en el pueblo ni en el clero, una mejoría con respecto a los anteriores defectos católicos. Pero la tenacidad de los calvinistas en las cárceles francesas, a los que Calvino escribió cartas llenas de compasión humana, pero impregnadas también de aliento y de esperanza cristiana, la paciencia de los anabaptistas, la respetuosa fidelidad a la palabra de la Biblia, el cultivo de una vida interior íntima, que recuerda a la mística, revelan que la Reforma protestante fue desencadenada también, desde luego, por factores políticos, y apoyada de forma enérgica, y a veces decisiva, por ellos, pero que constituyó, a pesar de todo, un movimiento que nacía de dentro. En ella encontraron satisfacción antiguos anhelos a los que la Iglesia apenas había prestado atención en aquel siglo: el deseo de una experiencia y una vinculación religiosas personales, frente a la sobre­acentuación de la institución y el sacramento; de una palabra viva y directa de la Biblia, frente a tanta especulación teológica, que se ha­bía vuelto impersonal; de una interpretación de la palabra divina utilizable para la vida diaria; de un culto inteligible; de una comunidad fraterna, frente a un clericalismo que en ocasiones era demasiado soberbio. Por ello, las traducciones de la Biblia al idioma materno y una liturgia comprensible —así, la misa alemana de Lutero para el sentir de los alemanes, y la liturgia sin imágenes de los templos calvinistas, para el claro pensamiento francés— poseían una fuerza realmente sugestiva sobre las masas. El miedo de la antigua Iglesia a que se abusase de la palabra divina y se la falsease, miedo que precisamente ahora impedía las traducciones de la Biblia a la lengua del pueblo, pareció un intento de substraer al pueblo la palabra íntegra de Dios, contra lo cual aquél exigió impetuosamente sus derechos.

 

CAPITULO CUARTO

RESPUESTA Y DEFENSA

LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO

 

La Reforma protestante constituyó un poderoso desafío a la Iglesia católica, el cual exigía que ésta le diese una respuesta existencial. Tal respuesta brotó de sus raíces vitales más íntimas. Mucho tiempo se hizo esperar, ciertamente, esta respuesta, pues la seriedad y gravedad de la amenaza tardaron mucho en llegar a la conciencia. Ocurrió, sobre todo, que los dirigentes de la Iglesia sólo en el último momento, por así decirlo, se dieron cuenta de la necesidad de oponer una defensa verdaderamente religiosa al tremendo peligro que el protestantismo constituía para la existencia del catolicismo.

LA RESPUESTA DEL DERECHO FORMAL

Primeramente se intentó oponer una defensa rutinaria, acudiendo a las medidas del derecho medieval. Después de las denuncias hechas contra Lutero, se inició en Roma el proceso contra él por sospecha de herejía. Rápidamente se llegó al convencimiento de que Lutero era un hereje notorio y de que, por tanto, debía exigírsele una retractación, o lanzar sobre él la excomunión. Esta había sido, en efecto, la primera misión encomendada al cardenal Cayetano cuando marchó a Augsburgo. La petición de extradición hecha al príncipe elector de Sajonia y la apelación condicionada de Lutero a un futuro concilio general fueron luego las últimas etapas de este proceso, que se interrumpió provisionalmente, por consideraciones de alta política. El proceso no volvió a reanudarse hasta 1520. Presidida por dos cardenales, se formó una comisión de teólogos, que examinó detenidamente las tesis presentadas de Lutero y que muy pronto se puso de acuerdo sobre su condenación. Cuando Eck hubo llegado a Roma, se trató de la bula que había de condenar las tesis de Lutero. En su dictamen por escrito, los generales de las Ordenes mendicantes añadían a cada una de las tesis una calificación teológica; Eck deseaba, en cambio, que los artículos presentados fueran condenados en bloque.

La bula Exsurge Domine se publicó el 15 de junio de 1520, es decir, dos años y medio después de la disputa sobre las indulgencias. Tras la frase inicial del Salmo se invita de manera solemnísima a todo el ejército de los santos a que se levante contra Lutero, que devasta la viña del Señor, desprecia la exégesis bíblica de la Iglesia e interpreta la Escritura en el sentido en que le conviene. Las ideas defendidas por Lutero, se decía, habían sido condenadas ya por la Iglesia mucho tiempo antes, y últimamente en Constanza, en el proceso contra Hus. Luego se califica en parte de heréticas y en parte de falsas cuarenta y una tesis de Lutero, y se las rechaza. Los escritos que contuviesen tales errores deberían ser quemados. El que siguiera aferrado a estas doctrinas, caía en la excomunión solemne. Se conjura a Lutero y a sus amigos a que vuelvan a la Iglesia, y se les da un plazo de sesenta días para que se retracten. Si no lo hacen, deberán ser considerados y tratados como herejes notorios. Hasta aquí la bula. Las cuarenta y una tesis están sacadas literalmente, excepto una, de los escritos de Lutero. La mayor parte de ellas habían sido censuradas ya en 1519 por la Facultad de teología de Lovaina. Trataban de la indulgencia y de la eficacia de los sacramentos; las referentes al primado, entre las que se encontraba la única tesis no tomada literalmente de Lutero, habían sido incluidas a instancias de Eck.

El efecto producido por la bula fue muy inferior a lo que se esperaba en Roma. No solamente porque, como el mismo Eck admitió más tarde, estaba ya rebasada en cuanto al contenido cuando apareció y no destacaba de un modo suficientemente nítido las ideas de Lutero, sino también porque no llegó a publicarse en toda Alemania. Eck y el nuevo nuncio, Aleander, debían preocuparse de su publicación. Pero el prestigio de las bulas pontificias había caído ya muy bajo en Alemania, y el hecho de que Eck interviniese hizo que la bula pareciese fácilmente la efusión de una enemistad personal. La opinión pública se rebeló contra la condenación de Lutero. En Leipzig y Erfurt hubo disturbios estudiantiles y el obispo de Brandeburgo, ordinario de Wittenberg, no se atrevió, por su parte, a publicarla en la universidad de esta ciudad. Sólo en Renania y en los Países Bajos se cumplió la bula, con ayuda del emperador. Por orden de éste, los escritos de Lutero y de sus secuaces fueron quemados, con gran concurrencia popular, en Amsterdam, Lovaina y Lieja. La irritación de Lutero por este motivo fue inmensa. Tenía, pues, razón el obispo de Eichstadt cuando decía que el quemar públicamente los escritos de Lutero no haría otra cosa que extender y profundizar los antagonismos. Ya hemos hablado en otro lugar del modo como Lutero reaccionó ante la bula. El 3 de enero de 1521 se lanzó contra él la excomunión, mediante la bula Decet Romanum Pontificem. Tampoco a esta bula se le prestó en Alemania atención especial. No hubo una posterior condenación pontificia de las ideas fundamentales de Lutero, que entre tanto se habían ido destacando cada vez más claramente, a pesar de lo mucho que Eck insistió en ello. La bula Exsurge no produjo una clarificación definitiva de los espíritus, porque la doctrina del primado pontificio no pasaba de ser, en la conciencia de muchos buenos católicos, más que una opinión de escuela.

De acuerdo con el derecho medieval, a la excomunión siguió la proscripción imperial. La cancillería imperial había elaborado ya, a instancias de Aleander, una severa requisitoria contra Lutero, pero entonces el príncipe elector de Sajonia forzó a que se invitase a éste a ir a Worms. Con ello los Estados daban el primer paso que les apartaba del derecho canónico; tras la negativa de Lutero a retractarse, el emperador declaró que estaba dispuesto a poner en juego su corona y su vida para mantener la religión heredada y extirpar la herejía. De todos modos, pasaron todavía cinco semanas hasta que Carlos V pudo firmar, el 26 de mayo de 1521, el Edicto de Worms, elaborado por Aleander. Se lanzó sobre Lutero la proscripción imperial; se ordenó quemar sus escritos; éstos no podían ser ni impresos ni vendidos. El Edicto se promulgaba, según dice su texto, en virtud de la autoridad imperial y con el consejo y la voluntad unánime de los Estados. Esto es cierto tan sólo en parte. Pues la mayor parte de los Estados se había marchado ya, y sólo el príncipe elector de Brandeburgo, como portavoz de los Estados, había dado su aprobación. El Edicto se convirtió también, sin embargo, en ley de los Estados, pues éstos, al tratar de la invitación a Lutero, habían declarado que el emperador podría proceder contra éste si se negaba a retractarse. Mas tampoco el Edicto de Worms consiguió imponerse en el Imperio. Ni siquiera fue promulgado en todos los territorios, y en otros lo fue muy tarde. Así, en las capitales del ducado de Baviera, entonces dividido, no se publicó hasta finales de otoño de 1521. El príncipe elector de Sajonia, que era a quien más habría afectado, lo desdeñó públicamente. Sólo a estas transgresiones directas del derecho y al resquebrajamiento de la armonía imperial debió la Reforma protestante el que pudiera subsistir y, finalmente, triunfar. El emperador, por su parte, se vio obligado a abandonar Alemania a causa de la amenaza de guerra con Francia. La ejecución del Edicto de Worms siguió siendo, en las Dietas sucesivas, la exigencia siempre repetida del gobierno imperial y de los legados pontificios. Pero se la rechazaba con todas las fórmulas suaves y dúctiles posibles, con «dilaciones» y compromisos, que, como hemos señalado ya, fueron considerados realmente como bases jurídicas del establecimiento de Iglesias territoriales luteranas.

EL INTENTO DE LA REPRESION MILITAR

Cuando quedó demostrado que las soluciones jurídicas de la cuestión religiosa resultaban imposibles y hubieron terminado infructuosamente los coloquios religiosos para llegar a un acuerdo, y los protestantes rechazaron rotundamente la invitación de acudir al Concilio, el emperador pensó que podría lograr una solución acudiendo al empleo de su poder. Una vez que se concertó la paz con Francia y se llegó a un armisticio con los turcos, Carlos se lanzó a la guerra contra el poder político de la Reforma protestante, es decir, la Liga de Esmalcalda. El emperador había conseguido crearse con este fin una serie de importantes aliados, a saber, Baviera, que hasta entonces había apoyado, en contra de la Casa de Habsburgo, a los de la Liga de Esmalcalda, y, en general, la Curia. Esta aprobó los pactos que el emperador había concertado con el legado Farnesio, en la Dieta de Worms de 1541, de una guerra contra los protestantes alemanes, e incluso aportó a la empresa 200.000 ducados, un cuerpo auxiliar de 12.000 soldados de a pie y 500 de a caballo, y casi un millón de ducados de la Iglesia española. Roma comenzó pronto a poner en pie de guerra su ejército. Pablo III quería cumplir su tarea para restablecer la unidad de la Iglesia, empleando el último medio, el de la sangre. Los protestantes tuvieron que conocer los preparativos de la Curia. Sin embargo, desaprovecharon la ocasión de adelantarse militarmente al emperador. Carlos V dijo que sus propios pre­parativos eran medidas para restablecer en el Imperio la concordia, la paz y el derecho, sometiendo a los rebeldes. Sobre todo, consiguió rom­per el frente de los de la Liga de Esmalcalda, e incluso consiguió que algunos protestantes fueran aliados suyos: además del margrave de Brandeburgo-Küstrin y Kulmbach, el duque de Brunswick-Calenberg y, sobre todo, el duque Mauricio de Sajonia, yerno de Felipe de Hessen. A este último, político frío y calculador, en cuyas decisiones no intervenían motivos religiosos o éticos, se lo ganó prometiéndole la dignidad de príncipe elector de Sajonia y una parte de este territorio. El 16 de junio de 1546 el emperador declaró que se veía obligado a actuar por la fuerza contra los desobedientes príncipes de Sajonia y Hessen. Una semana antes había comunicado a su hermana María el motivo principal de su acción:

«Si no intervenimos ahora, el resto de Alemania se hallaría en peligro de apostatar de la fe, y también los Países Bajos... Después de haber pensado esto una y otra vez, me he decidido a comenzar la guerra contra Sajonia y Hessen por haber ellos quebrantado la tregua... Y aunque este pretexto no puede encubrir por mucho tiempo que de lo que se trata es de la religión, sin embargo, sirve al comienzo para dividir a los equivocados».

Tras haber lanzado Carlos la proscripción imperial contra ambos príncipes, los de la Liga de Esmalcalda, mejor preparados, habían comenzado las hostilidades. En un audaz avance, Schertlin de Burtenbach llegó, con el ejército de las ciudades aliadas del sur de Alemania, al borde de los Alpes y se apoderó del desfiladero de Ehrenberg, que era la entrada al Tirol. El emperador, sin embargo, pudo recurrir a sus tropas auxiliares italianas y holandesas. En pocas semanas obligó a capitular a Württenberg y a las ciudades aliadas del sur de Alemania. Pero la guerra se decidió en Sajonia, país donde había nacido la Reforma protestante y donde pocos meses antes había muerto Lutero. Mauricio de Sajonia, que había atacado allí, encontró una fuerte resistencia y llamó en su auxilio al emperador. Y aunque éste, que se hallaba muy enfermo tenía que hacerse llevar en una silla de mano, acudió muy lentamente con sus tropas, consiguió finalmente la victoria, el 24 de abril de 1547, en Mühlberg del Elba. El príncipe elector, hecho prisionero, tuvo que firmar en Wittenberg una capitulación en la que renunciaba a la dignidad de príncipe elector y a la mitad de su territorio, en beneficio de su pariente Mauricio. El, en persona, tuvo que permanecer encarcelado, lo mismo que el landgrave de Hessen, que tuvo que entregarse asimismo a merced del emperador. Los de la Liga de Esmalcalda no podían esperar tampoco ninguna ayuda de fuera. Enrique VIII y Francisco I habían muerto en los primeros meses del año 1547. Los príncipes y ciudades del norte de Alemania, excepto Magdeburgo, abandonaron, por ello, la lucha. El emperador impuso, desde luego, elevados tributos a los Estados sometidos, pero ni se apoderó otra vez de Württenberg en beneficio de la Casa de Habsburgo, ni obligó tampoco a los partidarios de la nueva fe a que retornasen sin más a la antigua. Sin embargo, dejó curso libre en Colonia al proceso eclesiástico. Armando de Wied tuvo que abdicar, y su sucesor fue un católico. Julio de Plug pudo tomar posesión, en contra de Nicolás de Arnsdorf, del obispado de Naumburgo, que se le había discutido injustamente, y el expulsado duque de Brunswick-Wolfenbüttel pudo volver a su territorio, aunque no consiguió recatolizarlo. La próxima Dieta había de sacar las consecuencias de la victoria del emperador. Este esperaba sobre todo que en ella podría decidir a los protestantes en reconocer el Concilio inaugurado en Trento.

Pero en el tiempo que transcurrió hasta que se reunió la Dieta tuvieron lugar acontecimientos decisivos. En medio de la guerra el papa había abandonado la alianza, por desconfiar de las intenciones posteriores del emperador, y el 11 de marzo había decidido trasladar el Concilio de Trento a Bolonia, es decir, a una ciudad perteneciente a los Estados de la Iglesia. El emperador jamás podía esperar que conseguiría hacer acudir ahora a este Concilio a los vencidos protestantes. A ello se añadió el incidente del asesinato de un nepote del papa, con motivo de la conjura de Fiesco de Génova. La tirantez entre el emperador y el papa alcanzó su punto álgido en el invierno de 1547 a 1548, cuando aquél lograba sus triunfos sobre los adversarios de la Iglesia. Por ello, en la Dieta «acorazada», que se celebró en Augsburgo en 1548, Carlos V sólo pudo presentar a los Estados, como voluntad suya propia, una regulación provisional de los problemas religiosos —hasta la vuelta del Concilio a Trento. Como los Estados protestantes no opusieron reparos, la religión provisional imperial (el Interim), o, como decía su título, Declaración sobre cómo se ha de mantener la religión en el Sacro Imperio hasta que se resuelva el Concilio general, se convirtió en ley del Imperio. Este Interim era producto del trabajo de una comisión nombrada por el em­perador, a la que pertenecían el obispo Pflug de Naumburgo, el obispo auxiliar de Maguncia, Helding, y el teólogo palatino del príncipe elector de Brandeburgo —que había permanecido neutral en la guerra—, el luterano Juan Agrícola, a quien muchos de sus correligionarios miraban mal a causa de sus peculiares doctrinas. Bucer no quiso colaborar. El emperador había pensado originariamente en una regulación para todos los Estados; mas a esto se opusieron enérgicamente los Estados católicos, al frente de los cuales estaba el obispo de Augsburgo, cardenal Truchsess. Por ello, a éstos sólo se les impuso una orden de reforma, según el esquema de Pflug. En lo que respecta a su contenido, el Interim era una dogmática católica ligeramente retocada, que hacía pequeñas concesiones a los protestantes en la esfera práctica: el cáliz de los seglares y el matrimonio de los sacerdotes. Tampoco aquí se decía nada sobre el problema de la restitución de los bienes de la Iglesia.

El Interim no consiguió sus objetivos. Es verdad que fue cumplido en todos aquellos lugares a que se extendía el poder imperial, sobre todo el sur, Württenberg y las ciudades libres. Su cumplimiento se aseguró aquí mediante un cambio constitucional, suprimiendo la participación de los gremios, en su mayoría protestantes, en el gobierno de la ciudad, y poniendo en su lugar un Consejo formado por patricios casi todos católicos. También Brandeburgo y el Palatinado aceptaron el Interim sin más. El nuevo príncipe elector de Sajonia hizo componer, con ayuda de Melanchton, una fórmula propia, el Interim de Leipzig, que atenuaba las formulaciones dogmáticas, pero presentaba los sacramentos y los usos eclesiásticos como preceptos neutrales, puramente externos (adiáfora). A esto se opuso enérgicamente el profesor de Wittenberg Flacio Ilirico; por tal motivo, se le expulsó de esta ciudad, y se refugió en Magdeburgo, no vencido todavía por el emperador. Este último territorio se convirtió en el alma de la resistencia contra el Interim, gracias a él y a sus numerosos escritos polémicos sobre la «cancillería del Señor Dios». En ella, pocos años más tarde, un grupo de teólogos, bajo la dirección de Flacio, intentó justificar históricamente la innovación redactando la historia de la Iglesia en ocho tomos conocida con el nombre de Centurias de Magdeburgo. Desde Magdeburgo se confirmó también, mediante un gran número de sátiras, la opinión pública acerca del Interim, y se fortaleció el repudio pasivo que el pueblo luterano le opuso. Por parte católica, la protesta del papa contra la unilateral regulación imperial y la falta evidente de sacerdotes buenos, formados y celosos repercutieron muy desfavorablemente sobre la restauración del culto ca­tólico en miles de parroquias. Los decenios de edictos y resoluciones no cumplidos, las leyes provisionales y la inseguridad habían impedido que surgiese una generación de sacerdotes de carácter enérgico. Pero al Interim le faltó sobre todo tiempo para arraigar.

Con el pretexto de someter a Magdeburgo, sobre el que se había lanzado la proscripción imperial, Mauricio de Sajonia andaba reclutando un gran ejército. Como se consideraba perjudicado por el emperador, el príncipe elector, a quien sus correligionarios despreciaban llamándole el Judas de Meissen, se unió con el nuevo rey francés Enrique II y gestionó una alianza de Francia con varios príncipes protestantes, dirigida contra el emperador. Contra el pago de grandes sumas destinadas a proteger la libertad alemana, el rey debería apoderarse, «como vicario del Imperio», de las ciudades de Cambrai, Metz, Toul y Verdún. Los príncipes alemanes le prometieron también su ayuda para que se apoderase de Borgoña, Artois y Flandes, e incluso, si el rey lo deseaba, para alcanzar la corona imperial.

A la vez que concertaba este acuerdo, el príncipe elector seguía ase­gurando su fidelidad al emperador y su consentimiento de enviar delegados al Concilio que Julio III había vuelto a convocar en Trento. Una vez finalizados los preparativos, el rey francés cayó sobre las diócesis citadas, los turcos, sobre Hungría, y los príncipes aliados, sobre el sur de Alemania. Mauricio negoció con Fernando de Austria e intentó apoderarse del emperador asaltando el desfiladero de Ehrenberg. El emperador, que se encontraba en Innsbruck, consiguió a duras penas huir a Villach a través de Brennero. Fernando tuvo que hacer considerables concesiones en sus negociaciones con los príncipes protestantes. El Acuerdo de Passau derogó el Interim, liberó al landgrave de Hessen y permitió el libre ejercicio de la religión hasta la próxima Dieta. Del Concilio no se habló ya.

Nuevas campañas bélicas retardaron la proyectada regulación final. Cuando sólo contaba treinta y dos años, en 1553, Mauricio de Sajonia, que de nuevo luchaba al lado de la Casa de Habsburgo, murió en la batalla de Sievershausen, cuando se encontraba realizando una expedición de castigo contra las campañas de saqueo del margrave de Brandeburgo-Ansbach. Y el emperador, prematuramente agotado, había vuelto a los Países Bajos. Aquí redactó su ineficaz protesta contra el Tratado de Passau. Ya comenzaba a desligarse internamente de sus dignidades y trabajos. El Imperio había de corresponder a su hermano Fernando; por ello dejó que éste arreglase la cuestión religiosa.

LA PAZ RELIGIOSA DE AUGSBURGO

En su calidad de rey romano Fernando dirigió las negociaciones en la proyectada Dieta imperial, que tuvo lugar en Augsburgo en 1555. Es verdad que la mayor parte de los príncipes alemanes no acudieron personalmente a la Dieta; enviaron delegados, los más activos de los cuales fueron los de los Estados protestantes, de igual manera que la actitud de estos Estados había sido siempre más agresiva. No se quiso saber nada de que lo que propiamente se discutía era el problema de la autorización, por el derecho imperial, de la innovación religiosa. A los protestantes, que tenían en sus manos el poder, lo que les importaba era el derecho a oprimir todo lo católico en el Imperio y a apoderarse de los bienes eclesiásticos, y por ello los príncipes protestantes no querían permitir a sus súbditos católicos más que la práctica privada de su de­voción en la propia casa, y en cambio exigían que a los súbditos protestantes de los príncipes católicos se les permitiese el ejercicio total, libre y público de su religión. Entre los obispos alemanes, sólo el de Augsburgo, cardenal Truchsess, defendía de manera clara y decidida el punto de vista católico. No quiso apartarse de la idea de la religión única, y esto «como cristiano perseverante y como alemán de nacimiento, como hombre y como príncipe imperial». Por este motivo sólo pudo llegarse, como resultado de prolongadas negociaciones, a un compromiso: la Paz religiosa de Augsburgo, de 25 de septiembre de 1555. La regulación se hizo sin la intervención del emperador ni del papa. Una paz religiosa general y permanente entre católicos y protestantes le parecía al emperador que iba contra la esencia de su oficio de protector de la Iglesia. El mismo día que terminó la Dieta, una hora antes de la lectura solemne de la Despedida, un correo imperial trajo al rey la noticia de que Carlos había decidido renunciar al trono. Y los legados pontificios, que estaban presentes en Augsburgo al comienzo, fueron llamados a Roma para el cónclave y retenidos allí, debido a la muerte consecutiva de dos papas. Pero el nuevo pontífice, Pablo IV, era el tipo perfecto del contrarreformador riguroso, al que le resultó imposible participar en Augsburgo, donde, por la fuerza, salió un resultado que él no podía aceptar, pero en el que tampoco pudo influir de ninguna manera.

La Paz religiosa de Augsburgo fue, pues, obra de juristas, los cua­les no vivían ya, ciertamente, dentro de las ideas del Imperio. La paz enlaza los dos principios del territorialismo y de la paridad de ambas religiones. Se acordó una paz permanente entre los católicos y los partidarios de la confesión de Augsburgo. Zuinglianos y anabaptistas quedaron excluidos del reconocimiento por el derecho imperial. En cada territorio debería haber una sola religión. Los Estados imperiales decidirían libremente la religión de todo el territorio a que se extendía su dominio. Poseían el ius reformandi, que culminó luego en esta fórmula: Cuius regio, illius et religio. Los súbditos tenían que seguir la confesión de sus soberanos. Tenían, sin embargo, derecho a emigrar, sin sufrir daños en su honor ni en sus bienes (ius emigrandi). Posteriormente ambas partes acudieron de igual manera al medio anticristiano de la expulsión. A estas resoluciones principales de la Paz se añadían otras reglas acerca de la forma de actuar y acerca de determinadas excepciones. El derecho de emigrar no tenía vigencia en los territorios de los Habsburgo. En las ciudades imperiales se debía seguir tolerando a las minorías de confesión distinta que existieran ya allí desde mucho tiempo antes. El reservado eclesiástico determinaba que los príncipes eclesiásticos no poseerían el derecho de reformar. El obispo o abad que se convirtiese al protestantismo tenía que perder, por tanto, su cargo, su territorio y sus ingresos. Con esto resultaba legalmente imposible transformar territorios eclesiásticos en señoríos políticos, como había ocurrido en Prusia. Los protestantes no aceptaron el reservado, y por ello Fernando lo hizo incluir en la Despedida en virtud de su potestad imperial. En cambio, los caballeros, ciudades y parroquias de territorios eclesiásticos que perteneciesen a la confesión de Augsburgo desde mucho tiempo atrás, podían continuar ejerciendo su religión; esta declaración (Declaratio Ferdinandea) fue desconocida para casi todos, pues jamás fue promulgada. Unicamente el príncipe elector de Sajonia obtuvo el documento firmado por el rey y lo depositó en su archivo. Los bienes secularizados a la Iglesia continuarían en manos de los protestantes, según la situación de 1552. En los territorios de la nueva confesión, la jurisdicción eclesiástica de los obispos pasó a los soberanos locales. Los miembros de la Cámara imperial debían ser designados en forma paritaria.

La Paz religiosa de Augsburgo les pareció a los contemporáneos un monstrum in natura, pues impedía el restablecimiento de la unidad de la Iglesia. La tolerancia que aparecía en ella no era un sentimiento auténtico, sino una medida política. Era una paz de los territorios entre sí. Sólo había paridad de confesiones en el Imperio y en algunas ciudades imperiales, pero no en los dominios de los príncipes territoriales. La paz no podía durar. Si los católicos veían en ella el máximo de concesiones a los protestantes, éstos la consideraban como un punto de partida para futuras extensiones y conquistas. Especialmente las disposiciones de excepción que afectaban a los territorios eclesiásticos encerraban la se­milla de nuevas discordias.

REACCION EN INGLATERRA

La sucesora católica del rey Eduardo VI de Inglaterra intentó aniquilar en su reino la Reforma protestante. Eduardo VI había tomado ciertamente algunas medidas para impedir que su hermana le sucediera en el trono. Pero la nobleza y el pueblo reconocieron como reina legítima a María, hija de Enrique y de Catalina de Aragón. María (1553-1558), una de las mujeres más cultas de su tiempo, había sufrido mucho a causa de la separación de sus padres y de su constante postergación como «hija incestuosa», y había permanecido fiel a la fe católica incluso bajo el reinado de su medio hermano Eduardo. Habiéndose convertido en una mujer agria y rígida, intentó restablecer con mano firme el catolicismo en Inglaterra. Pero desconocía el estado religioso del país —en el que no alentaba ya una conciencia de la Iglesia católicay el espíritu belicoso de los protestantes ingleses, que eran aproximadamente unos 300.000. Para que la auxiliase en su tarea, consiguió del papa que enviase como legado pontificio a su primo, el cardenal Pole. Su matrimonio con el príncipe heredero de España, Felipe (II), hijo de Carlos V, en julio, y la solemne readmisión de la nación inglesa en la Iglesia católica, por Pole, en noviembre de 1554, hicieron ciertamente odiosa a la reina en círculos muy amplios. Estallaron conjuraciones contra ella, que costó mucho esfuerzo dominar. Tampoco faltaban burlas groseras contra la religión católica. Con prudente moderación, el papa Julio III renunció a que se devolviesen a la Iglesia los bienes confiscados. También el Parlamento aceptó ahora la reconciliación con Roma y la dero­gación de las medidas eclesiásticas tomadas a partir de Enrique VIII. Con ello volvieron a entrar en vigor las leyes medievales contra los he­rejes. Eran los obispos los que exigían que se procediese con dureza contra los protestantes; a su frente estaba Gardiner, que en otro tiempo había reconocido ciertamente la supremacía de Enrique, pero que, al oponerse al protestantismo, había tenido que soportar encarcelamiento bajo Eduardo VI. Hubo numerosas ejecuciones (273), que ganaron para María, entre el pueblo y entre los futuros historiadores ingleses, el sobrenombre de «la Sanguinaria». Entre las víctimas hubo numerosos anabaptistas, pero estaban también su rival en la corona, Juana Grey, el arzobispo Cranmer, que murió sin retractarse, y varios obispos y predicadores. Otros muchos huyeron al continente y formaron comunidades calvinistas, sobre todo en Francfort y en Ginebra. Su temprana muerte —en 1558— privó a María del éxito, o acaso la preservó del gran desengaño del fracaso. Pues la Reforma protestante había afectado, y no sólo superficialmente, a extensos territorios de Inglaterra. Pole murió el mismo día que la reina. Un relato de aquella época afirma que dos terceras partes del pueblo permanecieron católicas o fueron ganadas de nuevo para el catolicismo. Mas fuera del pequeño círculo que rodeaba a Pole, en esta recatolización faltaba el gran impulso arrebatador de la evangelización de un pueblo que estaba desorientado y se había hecho indiferente a causa de veinte años de cambios religiosos.

LA IGLESIA ESTATAL INGLESA

La violencia exigía nueva violencia, y la sangre reclamaba nueva sangre. Isabel I (1559-1603), hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, se había declarado católica ciertamente bajo el reinado de María, e incluso en el juramento de su coronación prometió conservar la religión vigente. Sin embargo, su actitud frente a los problemas religiosos era de gran frialdad, y desde el principio se dejó guiar únicamente por sus consideraciones de política interior y exterior. Por lo demás, como trabajó durante casi cuarenta años con el mismo ministro, Cecil, posteriormente lord Burghley, no está aclarado quién es el responsable de cada una de las medidas religiosas que se tomaron bajo su gobierno.

La reina propuso al Parlamento cambios en la religión, anulando con ello de nuevo la restauración de la Iglesia católica en Inglaterra. El Parlamento votó una nueva acta de supremacía, en la que se calificaba a la reina de Supreme Governor en los asuntos religiosos y profanos. Para oponerse a las diversas tendencias existentes en el Parlamento— la Cámara Baja se inclinaba más bien a una reforma calvinista, las jerarquías eclesiásticas de la Cámara Alta, al catolicismo, y los Pares laicos, al orden vigente bajo el reinado de Enrique VIII—, Isabel ordenó, en un acta de uniformidad, que se reintrodujese el Prayer Book de 1552, sin cambios esenciales. Se exigió a los jefes católicos que prestasen juramento a la supremacía de la reina. El que se negaba a ello perdía su puesto. Todos los obispos, excepto uno, fueron depuestos por tal motivo; en cambio el clero se sometió en su mayor parte. Para sustituir a los obispos católicos, once de los cuales murieron en la cárcel o en arresto domiciliario en casa de sus sucesores, se creó una nueva jerarquía. A su frente se colocó a un antiguo capellán de la familia Bolena, el profesor de Oxford Matías Parker; éste fue consagrado según el ritual de Eduardo VI, que ya Pablo IV había declarado nulo en 1555, y él consagró a su vez a otros obispos según el mismo rito. Los nuevos obispos fueron escogidos en su mayor parte entre los que habían emigrado bajo el reinado de María, algunos de los cuales simpatizaban mucho con el calvinismo. Y aunque la reina, que temía que una constitución presbiteriana de la Iglesia mermase el absolutismo real, no quería saber nada del calvinismo, encontró en la nueva Iglesia estatal un campo de actividad, aunque también, ciertamente, adversarios, gracias a una amplitud de miras apenas comprensibles en el continente. Se llegó así a violentas discusiones, sobre todo en la universidad de Cambridge, en la que se fueron formando poco a poco los futuros partidos, anglicanos y puritanos.

La nueva Iglesia inglesa necesitaba también un credo. Por ello los obispos reelaboraron los cuarenta y dos artículos de 1533, reduciéndolos a treinta y nueve. Tolerantes en cuestiones de usos litúrgicos y de piedad, estos artículos revelaban, sin embargo, en su doctrina un evidente punto de vista protestante, más aún, calvinista. Según ellos, la Escritura es el único fundamento de la fe. La Iglesia romana, lo mismo que los concilios ecuménicos, han errado también en asuntos de fe. Los artículos dejaban en vigor sólo dos sacramentos, negaban el carácter de sacrificio de la eucaristía y defendían la concepción calvinista de la cena. Establecían la validez de las ordenaciones celebradas bajo Eduardo, permitían el matrimonio de los sacerdotes, rechazaban expresamente la jurisdicción del papa en Inglaterra y determinaban la supremacía de la reina como poder ordenador. En 1563 se declaró a estos artículos norma de fe de la Iglesia estatal.

La opresión de la religión católica hizo progresos también en otros puntos. La obligación de prestar juramento a la supremacía de la reina se extendió a todos los miembros de la Cámara Baja, a los profesores y abogados, y a todos los sospechosos de ser partidarios de la antigua religión. Se amenazó con la muerte al que se negase dos veces a prestar el juramento. Se ordenó la asistencia al culto protestante. A los que faltaban se les imponían multas elevadas. La celebración o la asistencia a la santa misa era castigada, si se reincidía por tres veces, con cadena perpetua. Al principio la reina se contentó con imponer penas draconia­nas en dinero y en pérdida de libertad. Pero luego se dictaron numerosas penas de muerte, que se realizaban de manera cruel, como si se ajusticiara a reos de alta traición.

Tras un levantamiento ocurrido en el norte y capitaneado por un gran número de nobles, Isabel aumentó la persecución. La respuesta a esto fue la bula de Pío V de 1570, por la que se excomulgaba y deponía a Isabel y se liberaba a sus súbditos del juramento de fidelidad. Es posible que el papa se dejase incitar a tomar esta medida no sólo por su entrega absoluta a la causa de la Iglesia, sino también por falsas informaciones acerca de los católicos ingleses. Creía sin duda que éstos se habían abstenido de rebelarse contra Isabel únicamente por escrúpulos de conciencia; desconocía la lealtad y la depresión de los católicos ingleses, que tampoco participaron en las posteriores conjuras para liberar a María Estuardo, reina de Escocia, a quien Isabel retenía prisionera.

Poco a poco la persecución contra los católicos fue transformándose en un intento de aniquilarlos radicalmente. Sin embargo, las víctimas morían no sólo por participar en conjuraciones, sino también por confesar la fe católica. Una gran parte de los católicos ingleses se acomodó externamente a la línea exigida, pero otros —incluso hijos de mártires y de personas que se habían negado a prestar el juramento (Recusanten)— apostataron. La nobleza pudo mantenerse un poco más libre, a costa de inmensos sacrificios financieros, y muchos ricos emigraron. Así, el joven Guillermo Alien, posteriormente cardenal, que un año después de su ordenación sacerdotal en 1568 fundó en Douai el Colegio inglés para la formación de sacerdotes destinados a los católicos ingleses. Más tarde se fundaron otros colegios en Roma y Valladolid. Desde 1574 hasta la muerte de la reina, no menos de cuatrocientos treinta y ocho sacerdotes formados en el Colegio de Douai desembarcaron clandestinamente en Inglaterra, y noventa y ocho de ellos fueron ajusticiados. A partir de 1580 compitieron con ellos los jesuítas. Mas, a pesar de ir disfrazados, muchos de ellos fueron reconocidos o traicionados, y ejecutados. Entre ellos se encontraba también Edmundo Campion, antiguo diácono de la Iglesia inglesa, del cual incluso los mismos protestantes admiten hoy que se mantuvo libre de intrigas políticas, trabajando únicamente por la fe de sus compatriotas.

Es verdad que en aquella época de intolerancia radical muchos cató­licos promovieron atentados contra Isabel, para favorecer una sucesión católica en el trono; en una ocasión realizaron esto incluso con la aprobación expresa del cardenal secretario de Estado de Gregorio XIII, de igual forma que también Isabel dio en varias ocasiones pasos para hacer asesinar a este papa y al rey de España. Pero incluso cuando Felipe II intentó invadir Inglaterra con su Armada Invencible, tras la ejecución de María Estuardo por Isabel, los católicos permanecieron leales. A pesar de ello, se promulgaron nuevas leyes persecutorias, se aumentaron las penas financieras contra los que se negaban a prestar el juramento, se amenazó con la pena de muerte a los sacerdotes que residieran en Inglaterra y se prohibió a los católicos alejarse más de cinco millas. En los últimos años de gobierno de la reina la única esperanza de los católicos era que el heredero del trono, el hijo de María Estuardo, gobernaría con mayor suavidad, en recuerdo de su madre.

ESCOCIA

Este, Jacobo I, era rey de la Escocia reformada desde que fue encarcelada su madre en 1567. La doctrina de Lutero había penetrado muy pronto en este país, apoyada por el anticlericalismo de la nobleza escocesa y, más tarde, también por el ejemplo de Inglaterra bajo Enrique VIII. Sin embargo, el rey y el arzobispo de St. Andrews se opusieron resueltamente a todos los intentos de Reforma protestante. Incluso un miembro de la casa real, Patricio Hamilton, que había conocido en Alemania la nueva doctrina, fue quemado como hereje en 1528. Pero cuando el rey Jacobo V murió en 1524, no pudo triunfar, frente a la poderosa nobleza, la regencia a favor de María Estuardo, que no había cumplido aún un año. La fatal necesidad de decidirse por Francia o por Inglaterra ejerció un tremendo influjo, difícil de apreciar, sobre los destinos religiosos.

Después de ser quemado en la hoguera, en 1546, uno de los primeros predicadores del calvinismo, Jorge Wishart, los conjurados asesinaron al arzobispo-cardenal David Beaton y llamaron al antiguo sacerdote Juan Knox, amigo de Wishart, para que predicase el Evangelio. Sin embargo, éste fue apresado al año siguiente por los franceses y enviado a las galeras. Dos años después fue indultado, permaneció en Inglaterra y colaboró en la redacción de los 24 artículos de Eduardo VI. Bajo el reinado de María la Católica huyó a Francfort y a Ginebra. En su patria se habían celebrado, entretanto, sínodos en 1549 y 1551, que promulgaron unas disposiciones para la reforma del clero. Estas llegaban demasiado tarde. Desde Ginebra, Juan Knox no sólo había escrito, contra las dos reinas, la de Inglaterra y la de Escocia, su Primer toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres, sino que, por instigación suya, la nobleza escocesa había formado una liga (Convenant) para defender la «comunidad de Cristo» y luchar contra la «comunidad de Satanás». Llamado por la nobleza, Knox volvió a su patria en 1559, y con sus predicaciones contra la «idolatría» ganó a mucha gente del pueblo, que devastó numerosos monasterios e iglesias. La muerte de la regente, que había proscrito a Knox, facilitó el cambio. Como María Estuardo, esposa de Francisco II, se encontraba todavía en Francia, y los protestantes estaban apoyados por tropas inglesas, y los escoceses no deseaban tampoco una unión con Francia, el Parlamento, reunido en Edimburgo en agosto de 1560, confirmó la Confessio Scotica de tendencia calvinista redactada por Knox, prohibió el culto católico, cuya celebración, en caso de triple reincidencia, era castigada con la pena de muerte, y declaró abolido el poder del papa sobre Escocia. Una ordenación eclesiástica del mismo año pretendió resolver la dificultad de que al frente del Estado se encontrase una reina católica, a la que no se la podía declarar, siguiendo el ejemplo inglés, cabeza de la Iglesia. Y así, siguiendo el pensamiento de Lutero, se llegó a dar a cada comunidad (congregation) el derecho de elegir por sí misma sus párrocos y presbíteros. El marco externo de la Iglesia no fue alterado por el momento, ni tampoco se suprimieron los obispados ni los monasterios; lo único que ocurría era que la corona, al proveer los beneficios, no solamente presentaba a los candidatos, sino que los nombraba directamente, cosa que antes estaba reservada a Roma. Hasta 1572 no desaparecieron los obispos en la Iglesia escocesa, que ahora pasó a ser una pura Iglesia de presbíteros.

Tras la muerte de su marido, María Estuardo, que contaba diecinueve años, volvió a Escocia. La reina tenía grandes dotes y era muy simpática, pero no estaba en modo alguno a la altura de las circunstancias escocesas; y como, además, era liviana y apasionada, no pudo imponerse al fanatismo de Knox. Este la atacó inmediatamente, tachándola de «idólatra», hasta el punto de que la reina apenas podía celebrar el culto católico en la propia capilla de su corte. A ello se añadió la oposición de la nobleza, bajo la guía de su medio hermano, el conde de Moray. Su matrimonio con un primo suyo, el católico lord Darnley, hombre incapaz, la alejó todavía más de sus súbditos protestantes. Surgieron diferencias entre los esposos. Darnley murió asesinado en 1567, y tres meses más tarde María se casó con el conde protestante Bothwel, de quien se decía que había sido el asesino de Darnley. Knox acusó a la reina de participación en el asesinato y de adulterio, y exigía que se la ajusticiase. Un levantamiento obligó a María a abdicar en su hijo Jacobo (IV), que sólo tenía un año. En 1568 se refugió al lado de su prima, la reina Isabel de Inglaterra, pero ésta la mantuvo prisionera durante diecinueve años, hasta que al final, acusada de atentar contra la vida de Isabel, fue ejecutada en 1587.

La huida de la reina proporcionó una indiscutida preponderancia a los presbiterianos escoceses, hasta la mayoridad de Jacobo. Los bienes de la Iglesia cayeron en su mayor parte en manos de la nobleza. Cuando el rey Jacobo VI volvió a introducir el sistema episcopal, tuvo que retirarlo, pocos años más tarde, en favor del presbiterianismo. Tampoco pudo hacer triunfar el rey, veinte años más tarde, la extensión de la Iglesia episcopal inglesa a Escocia.

La suavización de las leyes persecutorias, esperada por los católicos de Inglaterra a la subida al trono de Jacobo, ahora Jacobo I de Inglaterra (1603-1625), no llegó. Después de unos comienzos moderados, el soberano, que estaba no poco orgulloso de su formación teológica, se lanzó de nuevo a la persecución. Por este motivo, algunos nobles concibieron el plan de hacer saltar por los aires al rey y al Parlamento (1605). Pero este condenable atentado, llamado Conjuración de la pólvora, fue descubierto. Los participantes fueron ajusticiados, así como el provincial jesuíta Garnett, que había conocido el plan bajo secreto de confesión.

Este atentado, y la doctrina defendida por el cardenal jesuíta Belarmino acerca del poder indirecto del papa también en asuntos temporales, movieron al rey a exigir de los católicos un juramento especial de fidelidad. En él se declaraba que era doctrina impía y herética afirmar que el papa tiene derecho a deponer a los príncipes, y que los súbditos tienen derecho a deponer y matar a los príncipes excomulgados. En una réplica a Belarmino, Jacobo defendió personalmente la dignidad y el poder del rey. Mientras Pablo V rechazaba el juramento de fidelidad exigido, algunos católicos ingleses lo prestaron. Sólo el casamiento del príncipe heredero Carlos con una princesa católica (1624) trajo un cierto alivio a los católicos.

LA NOCHE DE SAN BARTOLOME Y LAS GUERRAS DE LOS HUGONOTES

Al igual que había ocurrido en Alemania con la Paz religiosa de Augsburgo, tampoco el Edicto de San Germán de 1562 representó el final de las discusiones religiosas en Francia. A los protestantes les parecía insuficiente. Es cierto que en París los predicadores exhortaban a cumplir el Edicto y a no hacer uso de la violencia, pero en el resto del país la gente se dejó influir más bien por el ejemplo belicoso de Ginebra. En diversos lugares ocurrieron agresiones contra iglesias y monasterios, llegándose incluso a asesinatos, a los que respondían en otros sitios los católicos con la misma moneda. Las agresiones fueron aprobadas por varios predicadores llegados de Ginebra, que exigían el exterminio total de la «idolatría» católica, para lograr lo cual estaba permitido incluso resistir a unas autoridades impías. El Parlamento de París se negó, por ello, a inscribir oficialmente el Edicto de San Germán.

La matanza que las tropas del duque de Guisa hicieron entre los 1.200 asistentes a un sermón protestante, el 1 de marzo de 1562, en Vassy, pueblo de la Champagne, en la cual fueron muertos 74 protestantes, constituyó la señal para el estallido de la primera guerra de los hugonotes. A ella habían de seguir siete más, hasta el año 1598. En estas guerras civiles se realizaron crueldades innumerables y ambos bandos echaron mano, sin escrúpulo alguno, de la traición, el asesinato, la mentira y el engaño. Estalladas por cuestiones religiosas, estas guerras adquirieron también muy pronto un matiz político, antiespañol. No sin razón se veía en Felipe II el aliado más poderoso y predispuesto de los católicos, detrás del cual venía, a mucha distancia, la ayuda del papa y del duque de Saboya. Por este motivo, los hugonotes llamaron en auxilio suyo a los príncipes alemanes y, en especial, a Inglaterra, En luchas enconadas se llegó a un cierto equilibrio militar, después de morir en el campo de batalla Antonio de Navarra y San Andrés, y caer asesinados Francisco de Guisa y también el príncipe Condé. Sólo el miedo a un complot entre la reina madre y el rey Felipe continuó alentando las luchas, hasta que la Paz de San Germán, de agosto de 1570, dio fin a la tercera guerra de los hugonotes. En este tratado, la reina madre, que entretanto se había vuelto claramente católica, pero también anti­española, otorgó amnistía total y plena libertad de conciencia a los hugonotes. Estos podían celebrar sus oficios religiosos en los territorios de la nobleza y en algunas ciudades, excepto París y el lugar en que residiese la corte; tenían acceso a todos los puestos políticos y recibieron, por el plazo de dos años, cuatro plazas fuertes, que podían ocupar con sus tropas propias. La reconciliación de ambos partidos religiosos había de sellarse con el matrimonio de la hermana del rey, Margarita de Valois, con el calvinista Enrique de Borbón, hijo de Antonio de Navarra.

El almirante Coligny adquirió ahora gran influjo sobre el joven y poco enérgico rey Carlos IX, influjo que aprovechó para poner a Francia de parte de Inglaterra en la guerra contra España. Con ello los rebeldes de los Países Bajos habrían obtenido también una ayuda decisiva. Mas la ambiciosa reina Catalina vio disminuido su poder por Coligny. Por esto, en alianza con su hijo menor, Enrique de Anjou, hijo del asesinado duque de Guisa, decidió eliminar a Coligny, asesinándole alevosamente. El atentado fracasó, sin embargo, y el almirante quedó solamente herido. Como se temía la venganza de los hugonotes, se decidió ahora —si es que no lo habían planeado ya antes los Guisa— asesinar a todos los jefes de los hugonotes, que habían acudido a París a la boda de Enrique de Borbón. Cuando el rey supo quién se ocultaba tras el primer atentado, dio su aprobación a este proyecto demoníaco. En la madrugada de la festividad de san Bartolomé (24 de agosto) de 1572, Coligny y los más importantes de sus correligionarios cayeron bajo el puñal de los asesinos, que pertenecían a las tropas de los Guisa. La matanza prosiguió en París todo el domingo y los dos días siguientes; después se corrió a las provincias. A las tropas del rey se unió también el populacho, ansioso de sangre y de botín, que participó en las carnicerías desde Bourges y Lyon hasta Toulouse y Burdeos. El número de víctimas se cuenta por millares, si bien las cifras de 30.000 y más son sin duda muy exageradas. Una inteligente propaganda presentó a las víctimas no como mártires de su fe, sino como delincuentes culpables, que habían proyectado una gran conjura contra el rey y contra la corte. Tales noticias fueron creídas también por el papa Gregorio XIII, que, al recibir la noticia del aniquilamiento de los «rebeldes», hizo celebrar un Tedeum y organizó otras manifestaciones de júbilo. El papa creía, en efecto, que ahora se abrogaría la Paz de San Germán y que Francia volvería a emprender un rumbo inequívocamente católico.

La noche de san Bartolomé privó ciertamente a los hugonotes de sus jefes —el que escapó a la muerte, tuvo que abjurar de su fe, como Enrique de Borbón-Navarra y el hijo de Condé— y puso fin también a peligrosas discusiones acerca de cuestiones constitucionales en la Iglesia protestante, pero no acabó con los hugonotes. Tras el terror, la huida y la emigración iniciales de muchos, la masa de los creyentes volvió a reunirse, aprestándose a resistir. En 1577, en el Tratado de Poitiers, reinando Enrique III, el derecho de los hugonotes volvió a quedar limitado a la libertad de conciencia en todo el reino, y al libre ejercicio de su religión para la nobleza y en 75 ciudades. Tampoco la guerra siguiente trajo variación alguna. Pero entretanto había aparecido una nueva fuerza política, que impidió que se hiciesen más concesiones a los protestantes, a saber, la llamada Liga Santa, que era una alianza católica, fundada en la patria de Calvino. ¡Hasta tal extremo la predicación de los jesuítas y capuchinos había hecho cambiar ya el clima espiritual de Francia! La Liga pretendía proteger la religión católica también contra el débil rey Enrique III. Frente al absolutismo ilimitado, se dio suma importancia al pueblo y a su soberanía. Ya se habían discutido también en el campo católico los problemas del derecho a la resistencia contra las autoridades y al tiranicidio. La Liga consiguió ganar al pueblo de París para su idea e impedir así que el rey hiciera más concesiones.

La situación en Francia se hacía cada vez más crítica, debido a la falta de descendencia de Enrique III y a la muerte de su hermano menor. El próximo sucesor de la corona habría sido Enrique de Navarra, que hacía ya mucho tiempo que había vuelto al calvinismo. Ahora bien, bajo un rey protestante, y dado el carácter agresivo de los calvinistas, la Francia católica parecía perdida. En este momento el movimiento popular de la Liga se transformó en una alianza militar, bajo la dirección del duque Enrique de Guisa. Para defender los intereses católicos y excluir de la sucesión al trono a Enrique de Navarra se estableció una alianza con Felipe II de España. Los hugonotes se habían organizado ya en una especie de Estado y habían nombrado protector suyo a Enrique de Navarra. Entonces la Liga, mediante un levantamiento del pueblo de París, obligó en 1585 al rey a revocar todas las concesiones hechas hasta entonces a los hugonotes y a prohibir, bajo pena de muerte, el culto protestante. La Liga y el rey de España consiguieron luego de Sixto V que excomulgase a Enrique de Navarra como hereje reincidente y le declarase excluido de la sucesión al trono; esta medida fue rechazada en Francia, por considerarla una intromisión en los derechos del Estado. Sin embargo, el papa no se dejó convencer para unirse a la Liga. En 1585 estalló la octava guerra de los hugonotes, que había de resultar decisiva no sólo para la corona francesa, sino también para el destino de la Iglesia en Francia, para el predominio de España y para la independencia del pontificado. Pronto surgieron complicaciones entre la Liga y el indeciso rey, que tuvo que abandonar la ciudad de París, favorable a aquélla. Para vengarse mandó asesinar, en diciembre de 1588, a los jefes de la Liga, Enrique de Guisa y a su hermano Luis, cardenal de Reims, y encarcelar al candidato de la Liga al trono, el cardenal de Borbón. Sixto V le citó por este motivo a juicio. La Sorbona declaró por unanimidad que el pueblo no estaba ya obligado a guardar su juramento de fidelidad al rey. Este se alió ahora con Enrique de Navarra para conquistar París. Pero el 1 de agosto de 1588 cayó bajo el puñal de un dominico, que era partidario fanático de la Liga. Al morir nombró sucesor suyo a Enrique de Navarra, a quien exhortó a abrazar la fe católica.

Enrique de Borbón-Navarra no pudo triunfar al principio contra Felipe II y contra la Liga, a quienes el sucesor de Sixto V apoyaba ahora con tropas y dinero. Sus promesas a los católicos suscitaron la desconfianza de sus amigos hugonotes. Ante la candidatura de la española Isabel, hija de Felipe II y nieta de Catalina de Médici, Enrique IV, que era un hábil político y cuyos vínculos e intereses religiosos no eran muy fuertes, decidió convertirse. El 25 de julio de 1593, en la iglesia de san Dionisio, abjuró de la herejía. La guerra dejó de ser ahora una guerra de religión y se transformó en una lucha contra los españoles y contra sus aliados de dentro de Francia. Por este motivo la Liga tuvo finalmente que disolverse. Clemente VIII absolvió al rey y gestionó en 1598 la paz con Felipe II. Quedaba asegurada así la posición de Francia como gran potencia, y, por cierto, como gran potencia católica.

Los antiguos aliados de Enrique quedaron primero desconcertados y luego enfurecidos por su conversión. Finalmente, en el Edicto de Nantes de 30 de abril de 1598, Enrique IV les hizo muchas concesiones también por motivos políticos —pues los hugonotes, que constituían aproximadamente una tercera parte de la población, mantenían aún su organización político-religiosa—. Tal Edicto determinaba, ciertamente, que la religión católica debía ser reconocida como predominante en el Estado, que el culto católico debía ser restablecido en todos los lugares donde se lo había suprimido y que los bienes robados a la Iglesia deberían ser devueltos. Mas los partidarios de la «denominada religión reformada» consiguieron libertad de conciencia y también, en gran parte, libertad de culto en todo el reino. Tenían derecho al libre ejercicio de la religión no sólo en todos los lugares en que lo habían conseguido ya en 1596 y 1597, sino también en dos poblaciones de cada provincia, excepto París y algunas ciudades episcopales, lo mismo que en los palacios y castillos de la nobleza. Tenían acceso a todos los cargos del Estado. Su organización eclesiástica fue subvencionada con una elevada suma de dinero del Estado. Y además consiguieron tribunales especiales, mixtos, determinados puestos en el Consejo real y más de 200 plazas fuertes, durante ocho años, como garantía de la paz, plazas que en parte fueron ocupadas por guarniciones protestantes, que pagaba el rey, y en parte fueron entregadas a la nobleza.

El Edicto de Nantes, que el papa no aprobó, que los Parlamentos no inscribieron sino a regañadientes, y además del cual los protestantes consiguieron también de hecho la permanencia de su organización política, resolvió casi durante un siglo el problema confesional en Francia, si bien sus resoluciones políticas sólo estuvieron vigentes durante una generación. La solución francesa no es la alemana de la Paz religiosa de Augsburgo, pues en Francia no existían príncipes territoriales al lado de la realeza absolutista. En el Edicto de Nantes no se habla tampoco de una paridad de las confesiones. En él se creó más bien una especie de dualismo, un Estado dentro de otro Estado; este sistema se ha comparado con el estatuto de las minorías nacionales en la Europa Central después de la primera guerra mundial.

LOS PAISES BAJOS

También en los Países Bajos se creyó poder acabar por la violencia con los disturbios políticos y con la innovación religiosa. Felipe II envió a aquel país a su mejor general, el duque de Alba, con plenos poderes y con instrucciones severísimas. A los catorce días de haber llegado estableció ya el duque de Alba el «Consejo de los disturbios», que el pueblo denominó, no sin razón, «Consejo de la sangre». Una ola de violencia y de terror se extendió por el país. Encarcelamientos, ejecuciones, que ascendieron a miles —entre ellas también las de los condes Egmont y Horn—, la huida de varios millares de personas a Inglaterra y Alemania y graves opresiones financieras eran las características del nuevo sistema instaurado por el duque de Alba en las provincias sureñas del dominio español. Mas por todas partes estallaban levantamientos. Al frente de la lucha por la libertad volvió a ponerse Guillermo de Orange, que al principio proclamó la libertad de conciencia y la del país, pero que en 1573 se declaró abiertamente a favor del calvinismo. En tierra y en mar consiguieron los Pordioseros un triunfo tras otro. El duque de Alba tuvo que ser destituido. El calvinismo consiguió triunfar en las provincias de Holanda y de Zeelanda; el culto católico fue prohibido. Como centro científico del calvinismo, Guillermo fundó en 1575 la universidad de Leiden. Pero el gobernador general Alejandro Farnesio (1578-1592) logró, de todos modos, romper el frente adversario, gracias a los abusos calvinistas en Gante, y salvar la Bélgica actual para España y para la Iglesia católica. Y así, en lugar de la paz religiosa proyectada por Guillermo para todo el país, sobrevino la formación de la Unión de Utrecht, con sólo nueve provincias del norte. Estas se declararon independientes en 1581. En la nueva república federal de los Estados Generales, que Guillermo dirigía como gobernador, la libertad religiosa debía estar garantizada. Sin embargo, en determinadas circunstancias el culto católico fue considerado como un crimen merecedor de la pena de muerte. Es verdad que la Noche de san Bartolomé había privado a los rebeldes de sus aliados franceses, y que la guerra por el arzobispado de Colonia les impidió relacionarse libremente con sus amigos alemanes. Pero el hundimiento de la Armada Invencible representó también para ellos el éxito definitivo. Las luchas se prolongaron todavía ciertamente durante decenios y no terminaron hasta el reconocimiento de la independencia de los Países Bajos en la Paz de Westfalia. De esta manera surgió un nuevo Estado calvinista, muy orgulloso de sí mismo y con una poderosa fuerza económica, aunque sin la compacta unidad de la fe. Una cuarta parte al menos de la población continuaba siendo católica, incluso en las ciudades. Pero esta gran minoría no tenía ya ningún derecho, ningún culto público y ninguna dirección eclesiástica. La organización de las diócesis fue destruida, la mayor parte de los clérigos, expulsados, y los bienes de la Iglesia, confiscados. Sólo la herencia del humanismo holandés entre los dueños del país impidió una constante persecución sangrienta. Fue necesario recurrir a la labor ilegal de sacerdotes errantes, sobre todo franciscanos y jesuítas, para mantener la fe de esta minoría, hasta que Roma pudo volver a ocuparse de ella. En 1592 el vicario episcopal de Utrecht fue nombrado primer vicario apostólico, aunque, ciertamente, no pudo dirigir la actividad de los misioneros más que desde Colonia. La posterior conquista de los «países de la generalidad» (partes de Brabante y Limburgo), con su población predominantemente católica, proporcionó a los demás católicos un considerable refuerzo moral. Hacia mediados del siglo  había en los Países Bajos una gran tolerancia y libertad de confesión, gracias al influjo duradero de la mentalidad erasmiana y por consideración a los intereses económicos de la nación.

¿ACUERDO ESPIRITUAL? LOS COLOQUIOS RELIGIOSOS

Además de acudir al empleo del derecho y de la violencia, desde el principio se intentó superar también espiritualmente la innovación. Mas aquí se puso muy pronto de manifiesto que todos los escritos apologéticos, por muy sincera y buena que fuese su intención, no pudieron hacer dudar de su punto de vista a uno solo de los reformadores ni pudieron tampoco impresionar al pueblo. Las obras sistemáticas escritas en latín, demasiado extensas con frecuencia, eran leídas por muy pocos; en todo caso, no podían competir con los escritos alemanes de Lutero, sus panfletos y los de sus amigos, ilustrados con xilografías de artistas populares. Además, muchos de los autores de aquellas obras no estaban libres de éste o del otro defecto, tal como acumulación de beneficios, ansia de poseerlos, vanidad y ergotismo. Cuanto más sabios eran, más groseramente los atacaban los reformadores, aniquilándoles así moralmente. La contribución del humanismo tuvo gran importancia. Los humanistas fueron, en efecto, los primeros admiradores de Lutero, y muchos personajes destacados de la Reforma protestante procedían ellos mismos del humanismo. Melanchton puede ser considerado en verdad como el  fundador del humanismo protestante. Por ello, la separación de los orígenes espirituales no podía llevarse a cabo con polémicas. En este terreno fue preciso llegar a renuncias dolorosas y, por ello, estar dispuesto también a los compromisos, a los cuales, en el campo contrario, se inclinaba de antemano precisamente el humanismo. El mismo Erasmo escribió a Lutero en 1519 que él quería permanecer neutral para poder servir a las ciencias florecientes. Y en 1521 propuso que, en lugar del proceso eclesiástico, unos árbitros imparciales celebrasen una disputa sobre la causa de Lutero. Durante toda su vida estuvo de acuerdo con la crítica de éste a los defectos existentes en la vida de piedad. Es cierto que la realidad cotidiana de la Reforma protestante, tal como él la vivió en Basilea, la libertad degenerada en libertinaje, las malas costumbres y la intolerancia de los partidarios de la nueva fe, pero sobre todo la decadencia de sus amados estudios, a consecuencia de la innovación, le convirtieron en un enérgico crítico de ésta. Pero no llegó a captar el auténtico impulso religioso que movía a los reformadores. Para el «distinguido fanático de la libertad» (Auer), el problema de la justificación se convierte en la simple cuestión de la voluntad libre. Cuando, en 1524, escribe contra Lutero, a instancias del rey de Inglaterra, se limita a este punto: no escribe, por ejemplo, una defensa del primado o de los siete sacramentos. Si con su obra De libero arbitrio se había acarreado la réplica encolerizada de Lutero, al que había contestado con dureza, pocos años más tarde quiso evitar la lucha y resignarse sumisamente ante lo insoluble. La conciencia de no poder demostrar sus convicciones religiosas no le impedía profesarlas con energía y combatir sencillamente como error las opiniones contrapuestas. Pax y Concordia estaban para él y pará sus discípulos por encima de la verdad con signo polémico.

Sus discípulos y amigos se encuentran en ambos campos. Cuando se reunen, estos intelectuales tan sensibles, comparados con el «poderoso espíritu de campesino» de Lutero (Huizinga), creerán haber encontrado vías de unidad, así como poder restablecer la paz y superar la división. Pero los paladines de una verdad existencial no pueden contentarse con tales compromisos y desgarran los tejidos de las concesiones hechas. Este parece ser el signo espiritual de los años cuarenta. Ya antes había Lutero recusado en Marburgo los intentos humanísticos de mediación de Bucer, y más tarde había calificado de hipocresía la Confesión de Augsburgo, de Melanchton. Por parte católica, el canciller del emperador, Gattinara, mandó callar, en la primavera de 1527, a los belicosos teólogos de Lovaina. El futuro parecía pertenecer a aquel tercer partido de hombres que, según palabras del mismo canciller, no habían jurado ni al papa ni a Lutero y que «sólo buscaban la gloria de Dios y el bien de la cristiandad» Todos estos hombres —ya fuesen erasmistas, o irenistas, o simplemente inspirados en el Evangelio, ya se encontrasen en las cortes, en los cabildos catedralicios, en las sedes episcopales, e incluso en el colegio cardenalicio, desde que Pablo III había llamado al supremo senado de la Iglesia, ya en el primer año de su pontificado, a hombres como el seglar Contarini, o al obispo Sadoleto, autor de un comentario a los Salmos encomiado entusiásticamente por Erasmo —creían que, para acabar con la división, no era útil la polémica ni era necesario un concilio, sino únicamente buena voluntad por ambas partes. Prevalecieron en medio de las amenazas de guerra cuando, en la Dilación de Francfort de 1539, se anunció, para el verano siguiente, un coloquio religioso «para lograr la unificación cristiana, honorable», coloquio del cual, originariamene, debía estar excluido incluso el papa.

La serie de los coloquios religiosos, que el historiador debe considerar como sustitutivo del concilio siempre retardado y ahora (1539) aplazado por tiempo indefinido, se inició en Hagenau en junio de 1540. Pero la reunión sufrió las consecuencias de la ausencia de Melanchton, que se había puesto enfermo durante el viaje, y del número pequeño en general de participantes. En el invierno el coloquio prosiguió en Worms. El canciller del Imperio, Granvela, un erasmista, que lo dirigía, instó a todos a trabajar con todas sus fuerzas para restablecer la unidad. De los teólogos disputaron Melanchton y Eck; también algunos príncipes de ambas confesiones intervinieron en el diálogo. El éxito fue muy pequeño. Pero entre tanto habían tenido lugar conversaciones secretas entre Bucer y Juan Gropper, teólogo de Colonia y jurista de origen, que defendía una doctrina sobre la justificación basada totalmente en san Agustín y subrayaba la importancia central de la fe. Muy pronto llegaron ambos a un acuerdo en la doctrina sobre el pecado original y la justificación. Los artículos sobre la misa, la transubstanciación y la adoración a los santos dieron lugar a dificultades mayores. El esquema de Gropper, con las variaciones introducidas por Bucer, llegó también a manos de Lutero, que rechazó de manera radical el compromiso. Entre tanto el canciller había ordenado interrumpir el coloquio oficial, que debería ser proseguido con toda energía, en presencia suya, en la Dieta de Ratisbona. Esta se inauguró en abril de 1541, bajo los auspicios más favorables, sobre todo porque Pablo III había designado legado suyo a uno de sus mejores cardenales, Contarini, profundamente religioso y de tendencias irenistas. Los príncipes apoyaban en su mayor parte el proyecto de unión del emperador. El espíritu de conciliación había de presidir los coloquios, en los que intervinieron Eck, Gropper y Julio Pflug de Naumburgo, y, por parte protestante, principalmente Bucer y Melanchton. Basándose en los resultados logrados en Worms, muy pronto se llegó a un acuerdo sobre los problemas del estado primitivo y la libertad de la voluntad, de la causa del pecado y del estado de pecado original, y pocos días más tarde incluso sobre la justificación, en el sentido de que la fe que actúa por la caridad justifica. Una vez conseguido un acuerdo sobre esta parte fundamental, de la que había partido la evolución de Lutero, aceptando una doble justicia, se creyó poder tener esperanzas. Pero, en las conversaciones siguientes, los protestantes se negaron a reconocer la infalibilidad de los concilios, el primado del papa, la confesión y especialmente la transubstantación. La obra de unión había fracasado. Tampoco tuvo éxito el intento del emperador de conseguir al menos que ambas partes reconociesen aquellos artículos en los que ya se había llegado a un compromiso. Lutero opinaba que no se podía pactar con el demonio, y la Curia había declarado, inmediatamente después de recibir el artículo sobre la justificación, que la fórinula podía interpretarse en sentido protestante, siendo rechazable por ello. También los Estados de la Dieta se opusieron en su mayoría. El segundo coloquio religioso, convocado cinco años más tarde por el emperador en Ratisbona, acabó a las pocas semanas con un fracaso. La teología conciliadora no tenía ya puesto alguno en la alta política. En ella hablan ahora las armas. Estas acabarán también, indirectamente, con el intento reformador del erasmiano arzobispo de Colonia, Armando de Wied. Y en la teología dejan oír ahora su voz los padres del Concilio de Trento, que entre tanto había vuelto a .reunirse, con sus decisiones inequívocas.

SUPERACION DEL PROTESTANTISMO MEDIANTE LA RENOVACION RELIGIOSA

El ideal humanístico de la paz y la concordia no podía impedir o al menos detener la escisión de la Iglesia, que avanzaba y se extendía cada vez más, como una avalancha. Esto no podía lograrlo más que la energía religiosa y vital de la misma Iglesia. Sólo una renovación de la Iglesia hecha desde dentro podía darle a ésta capacidad de resistencia y fuerza de atracción, y hacerla resplandecer de nuevo con su antigua belleza. Esta renovación no partió de la Curia oficial; el proceso de curación no podía tener tampoco su origen en Alemania, que estaba amenazada de muerte. Sin que la Italia del Renacimiento se diese cuenta de ello, fueron más bien pequeñas células de seglares y unos pocos sacerdotes, que se alimentaban en su mayor parte de la tradición de las hermandades medievales, los que iniciaron la regeneración de la Iglesia. Poco a poco estas nuevas fuerzas fueron penetrando y encontrando partidarios en la Curia; sólo más tarde se aprobó su actuación y se las transformó en ór­ganos de la Iglesia oficial.

En el mismo año en que Lutero publicaba sus tesis sobre las indulgencias, llegaba a Roma el Oratorio del Divino Amor. En su origen se encontraban hermandades caritativas, sobre todo de Genova. De un número máximo previsto de cuarenta miembros, en Génova sólo podían ser sacerdotes cuatro. En Roma sus miembros cultivaban la oración y practicaban al amor al prójimo, poniéndose al servicio de los incurables y peregrinos. Entre sus miembros se contaban altos funcionarios de la Curia, como el antes citado Sadoleto y Giberti. El Oratorio se extendió también a otras ciudades de Italia. En Vicenza se agregó a él Cayetano de Thiene, sacerdote de noble familia, lleno de grandes ideales. Un año más tarde (1520) se añadió a él el obispo de Chieti, Juan Pedro Carafa, pastor de almas celoso del cumplimiento de su deber, y de una autodisciplina durísima. Ambos se decidieron a fundar en 1524 una asociación de sacerdotes seculares, que debía observar la más estricta pobreza y ejercer una actividad sacerdotal ejemplar. Se propusieron como meta santificarse en la cura de almas y el servicio a los enfermos. La primera estaba entonces muy descuidada, y la formación de buenos sacerdotes constituía una viva preocupación. La asociación obtuvo la aprobación pontificia ese mismo año, con la denominación de Orden de los teatinos, tomada del nombre latino de la diócesis de Carafa. Giberti, Contarini, Pole se contaban entre los amigos de aquella comunidad pequeña, pero dispuesta a los mayores sacrificios.

El ideal de la santa pobreza de san Francisco, que influyó sobre los teatinos, suscitó nuevas energías también en la Orden del santo de Asís. En la Marca de Ancona surgió el franciscano observante Mateo de Bascio, hombre de piedad infantil y predicador popular, que quería imitar al fundador de su Orden en todo, incluso en el vestido. Pronto se reunió en torno a aquel predicador penitencial, que llevaba un tosco hábito y una puntiaguda capucha, un ejército de observantes, bajo la guía de Luis de Fossombrone. Contra la costumbre de la Orden, éstos llevaban una vida eremítica, se limitaban al trabajo manual y a cuidar a los enfermos, pero no querían saber nada de los estudios. La oposición a la nueva forma de vida fue grande. Carafa la defendió en la Curia, y en 1528 el papa reconoció a la pequeña comunidad. Seis años más tarde contaba ya con cinco mil miembros y había abandonado de hecho el ideal eremítico en favor de la predicación y de los estudios necesarios para ella. No le faltaron, ciertamente, a la nueva Orden de los capuchinos graves crisis en los años siguientes.

Una vida llena de amor al prójimo y dedicada a la cura de almas anhelaba también Jerónimo Emiliano, hijo de un senador de Venecia, que, siendo ya mayor, fundó en Somasca, cerca de Bérgamo, una congregación de sacerdotes y seglares dedicada al cuidado de los enfermos y de los pobres. De ella surgió, tras su muerte, la Orden de los somascos, la cual se dedicó sobre todo a la juventud huérfana y desamparada. Una Orden semejante es también la de los barnabitas, fundada en Milán por el antiguo médico y luego sacerdote Antonio María Zacearía, en unión de un abogado y de un matemático. La comunidad había de dedicarse a la pastoral popular y también al cuidado de las jóvenes, a través de la cofradía de las angélicas (sórores angelicae), agregada a aquélla. Para cuidar a los enfermos y educar a los jóvenes había fundado también entonces en Brescia Angela de Merici su primera casa, de la que había de salir la prestigiosa Orden docente de las ursulinas. Todos estos círculos y fundaciones, con su destacada participación de seglares y su gran orientación hacia la vida activa, eran, naturalmente, uno a uno, pequeñas energías, pero todos juntos se convirtieron en una importante fuerza regeneradora, que había de alcanzar luego la garantía de eficacia permanente gracias a la obra de un personaje no italiano, el vasco Ignacio de Loyola.

EL PAPA ADRIANO VI

Pareció por un momento que estas nuevas fuerzas y orientaciones iban a poder triunfar rápidamente, cuando, después de la muerte del frívolo León X, fue elegido papa, en enero de 1522, el cardenal de Tortosa, Adriano de Utrecht. Adriano VI, el último papa alemán (o, si se quiere, holandés), había tenido estrechas relaciones con los círculos de los Hermanos de la Vida Común cuando era profesor de teología en Lovaina, y también había trabado contacto con los humanistas que rodeaban a Erasmo, aunque él personalmente se inclinaba más bien hacia la Escolástica tardía. Como educador y consejero de Carlos V se había granjeado el favor de éste, que lo había nombrado obispo de Tortosa y gobernador y regente de España. Hombre de vida intachable y de elevados sentimientos idealistas, aunque, ciertamente, carente de comprensión para la cultura renacentista y para las formas sociales y, por ello, despreciado en Roma como bárbaro, se había propuesto como meta, en el terreno político, unir las fuerzas cristianas enemistadas, es decir, el emperador y Francia, para salvar a la cristiandad del peligro de los turcos. Estos, en efecto, habían conquistado por vez primera en 1521 Belgrado, en su campaña hacia el norte. El punto principal de su programa eclesiástico era la reforma de la Curia Romana. En ninguno de los dos campos tuvieron éxito sus esfuerzos. Al morir, a los veinte meses de haber sido elegido papa, Rodas había caído en manos del sultán, a pesar de la valentísima defensa realizada por los caballeros hospitalarios, y él mismo había tenido que concertar con el emperador, pocas semanas antes, una alianza defensiva en contra de Francia. La reforma de la Curia constituía para él el presupuesto de la salvación de Alemania para la Iglesia. El papa no tenía la menor duda de que los abusos introducidos en todas partes desde los más altos cargos eclesiásticos favorecían en gran medida a Lutero. Ya en su primera alocución en el consistorio habló muy seriamente sobre esto. Por ello, al día siguiente de su coronación declaró nulas todas las expectaciones de futuros cargos vacantes. Eliminó los cargos que su predecesor había introducido y redujo con todo rigor el personal palatino y todo el cuerpo administrativo. El enjambre de literatos, artistas, músicos y bufones tuvo que abandonar el Vaticano. Las miles de peticiones acumuladas fueron estudiadas con un rigor verdaderamente meticuloso, para que ninguna persona indigna pudiera obtener un beneficio. Sin embargo, el papa y sus colaboradores más íntimos eran extranjeros, que no se entendían con el alma del pueblo romano y no encontraban el camino para llegar a ella. Por esto, sus medidas de reforma suscitaron mucho encono y tropezaron con sentimientos hostiles.

En cambio, Adriano quiso llegar al corazón de los alemanes y mo­verles a la generosidad. Envió como legado suyo a la Dieta de Nuremberg (1522/23) a Francisco Chieregati, con la misión de conseguir que los príncipes alemanes ayudasen a Hungría contra los turcos y cumpliesen el Edicto de Worms. El papa pagaba de antemano por ello un precio jamás conocido: una confesión de culpa y un ofrecimiento de reforma de la Curia. En la instrucción dada al legado y redactada sin duda por el mismo Adriano, que fue el primer paso de la Contrarreforma (Brandi), el Sumo Sacerdote cargaba con la culpa de la Iglesia confiada a él y confesaba sus culpas ante Dios y ante los hombres, prometiendo penitencia y satisfacción. Hizo declarar ante el pueblo alemán lo siguiente:

«Dirás también que confesamos abiertamente que Dios permite esta persecución de su Iglesia a causa de los pecados de los hombres, y en especial de los sacerdotes y prelados. Pues sin duda no está acortada la mano del Señor para poder salvarnos, pero el pecado nos separa de El, y por eso no nos escucha. La Sagrada Escritura dice bien alto que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados eclesiásticos... Sabemos que también en esta Santa Sede se han cometido, desde hace años, muchas cosas execrables: abusos en cosas espirituales, incumplimientos de los mandamientos, más aún, que todo ha ido cada vez peor. Por ello no es de extrañar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos apartado del camino de la justicia, y desde hace mucho no hay uno solo que practique el bien. Por ello, todos nosotros debemos dar gloria a Dios y humillarnos ante El. Cada uno de nosotros debe meditar la causa por la que ha caído, y juzgarse a sí mismo antes que Dios lo juzgue el día de su cólera. Prometerás, pues, en nuestro nombre que emplearemos toda nuestra capacidad para mejorar en primer término la Corte romana, de la cual han tomado origen tal vez todos estos males. Entonces, lo mismo que ha salido de aquí la enfermedad, saldrá también de aquí la curación. Nos consideramos obligados a llevar a cabo tales cosas, tanto más cuanto que todo el mundo anhela una reforma de ese tipo. No hemos ambicionado la dignidad de papa y habríamos preferido acabar nuestros días en la soledad de la vida privada. Con gusto nos hubiéramos despojado de la tiara; sólo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el peligro de un cisma nos han decidido a aceptar el sumo ministerio pastoral. El cual queremos desempeñar no por deseo de poder, ni para enriquecer a nuestros parientes, sino para devolver a la santa Iglesia, esposa de Dios, su antigua belleza, para auxiliar a los oprimidos, honrar a hombres sabios y virtuosos, y en general hacer todo aquello que debe hacer un buen pastor y verdadero sucesor de san Pedro... Sin embargo, nadie debería extrañarse de que no eliminemos de un golpe todos los abusos; pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene muchas ramificaciones. Por ello es necesario proceder paso a paso, y en primer lugar enfrentarse a los males más graves y peligrosos, con las medicinas adecuadas, para no perturbar todavía más todo, mediante una reforma precipitada de todas las cosas».

El efecto causado por esta grandiosa confesión de culpa de la mundanizada Curia —esta confesión supera, por su carácter categórico y clásico, incluso la petición de perdón hecha por Pablo VI en el Concilio Vaticano II —fue, de todos modos, nulo. Se rechazó el cumplimiento del Edicto de Worms, y Lutero, que entonces escribía su sátira sobre el papa-asno, se burlaba de este papa tachándole de tonto e ignorante, de tirano hipócrita y de anticristo. Fracasado en sus mejores intenciones, este noble papa murió ya en septiembre de 1523. Y, sin embargo, de su energía saltó una chispa a un peregrino que, en los días de Pascua de 1523, se arrodillaba ante Adriano y deseaba peregrinar a Jerusalén: Ignacio de Loyola recibió la bendición del primer papa reformador.

IGNACIO Y LOS PRIMEROS JESUITAS

Este peregrino español y la Compañía por él fundada eran una de las fuerzas más poderosas que, surgidas fuera del ámbito de influencia de la Curia, se ofrecieron como medios eficacísimos para superar la escisión y la apostasía. Iñigo López de Loyola, el menor de los ocho hijos de un noble vasco, llegó joven a la corte de un grande de Castilla; más tarde prestó servicios militares a las órdenes del virrey de Navarra. El alegre y frívolo oficial, que, por lo demás, estaba lleno del espíritu de aquella caballería española que se había llenado de entusiasmo por la fe en la lucha contra los moros, fue gravemente herido, cuando contaba treinta años, en la defensa de la fortaleza de Pamplona, y llevado a su casa natal. Como fue preciso romper de nuevo la pierna mal arreglada, Ignacio intentó pasar el tiempo leyendo los únicos libros que había en la casa, a saber, las Vidas de santos, de Jacobo de Vorágine, y la Vida de Cristo, del cartujo de Estrasburgo Ludolfo de Sajonia. Trasformado su ánimo por estas lecturas, determinó llevar a cabo severa penitencia. Una vez curado, peregrinó al santuario de Montserrat, hizo allí confesión general y colgó sus armas en el altar de la Virgen. La peregrinación a Jerusalén resultaba imposible, pues el puerto de Barcelona se hallaba cerrado a causa de la peste. Se acomodó primeramente en Manresa, y aquí realizó penitencias exageradas; mas sólo cuando hubo enfermado volvió a hacer de nuevo vida ordinaria.

El año pasado en Manresa le proporcionó el don de la oración contemplativa. Después de orar y mortificarse, logró obtener claridad y seguridad internas, tras haber sufrido grandes luchas de conciencia. En Manresa constituían su lectura y enseñanza diarias dos pequeños libros: uno era el Ejercitatorio de la vida espiritual, del abad Cisneros de Montserrat, inspirado en san Bernardo, los Victorinos y los maestros holandeses de la devotio moderna. El otro era la Imitación de Cristo. Ignacio no quería romper, pues, con la tradición espiritual; intentaba, más bien enlazar internamente con la Edad Media como base firme y segura. De estas lecturas Ignacio aprendió dos cosas. En primer lugar, que la vida santa no consiste en realizar ejercicios exteriores de penitencia, sino que la contemplación de los misterios de Dios y de la vida de Cristo representa, por el contrario, el más importante de todos los «ejercicios» de piedad, y que la purificación del corazón y la entrega humilde a la voluntad de Dios es la meta más importante de la vida religiosa. Lo segundo fue la ordenación metódica de la vida interior, de manera que no se deje nada a la improvisación del momento ni tampoco al arbitrio de la persona piadosa. Así le vino a Ignacio la idea de trazar un sistema formal de tales ejercicios espirituales metódicos. Los «ejercicios» que él mismo realizó, su propia experiencia espiritual de Manresa, constituyen la parte principal del conocido librito, al que se ha comparado, por los efectos tan vivos que produjo, con la regla monástica de san Benito (G. Schnürer).

Tanto ésta como aquéllos expresan una experiencia interior, fruto de luchas internas; tanto ésta como aquéllos manifiestan un extraordinario conocimiento de las almas; tanto en la una como en los otros, la personalidad coincide de modo ideal con la norma propuesta. En Ignacio era la unión del espíritu rigurosamente militar con el ardor místico, que precisamente entonces alentaba en la Península Ibérica. Aquel espíritu le ayudó, en primer lugar a él mismo, a poner en orden las pasiones, imágenes y fantasías, angustias y proyectos que le asaltaban, pero se convirtió también en reglamento para todos aquellos que, al igual que él, querían luchar por la gloria de Dios, bajo la bandera de Cristo. De acuerdo con la propia naturaleza secamente viril de Ignacio, la vida del cristiano no es para él un tranquilo descansar al lado del Señor, a la manera de la mística alemana, sino un luchar bajo su bandera. Cristo es el caudillo, y la imitación de Cristo culmina en la participación en la lucha por el reino de Cristo. Este reino lo ve Ignacio en la Iglesia jerárquica, en la cual continúa viviendo Cristo. La propia vida está dedicada al servicio de la Iglesia, a la gloria de Dios, para el cual hay que ganar el prójimo y el mundo. Para llevar a cabo esta tarea es preciso utilizar todos los medios terrenos en su justa medida, sin distanciarse ascéticamente de ellos por principio. Tal educación del cristiano para la vida activa tenía que gustar a una época en que Occidente empezaba a llevar la dirección del mundo, al dominar sobre todos los mares y sobre los amplios continentes recién descubiertos. El espíritu de Ignacio es el espíritu del Barroco católico. En una época en que la Iglesia se defendía con el universum (P. Claudel), el Ad maiorem Del gloriam se trasforma en un fascinante grito de guerra, que prendió en miles de corazones, haciéndoles arder en pura llama.

Los proyectos para la vida posterior de Ignacio no estaban todavía claros. Realizó una peregrinación de penitencia a Jerusalén. Antes fue recibido en audiencia, al igual que los demás peregrinos españoles, por el papa Adriano VI. La peregrinación duró medio año, y de todo ese tiempo Ignacio estuvo en Tierra Santa sólo diecinueve días. Su intento de convertir a mahometanos fracasó. Volvió a su patria por mandato expreso del guardián franciscano del Monte Sión. Pero durante los diez años siguientes no tuvo otra meta que Jerusalén, donde había tenido aquella contemplación viva de los santos lugares, con cuya ayuda la vida de Jesús se trasformó para él en una presencia misteriosa. Ahora sabía que su vida no podía estar dedicada más que al servicio de las almas, pero también que, para realizar esto, debería adquirir la formación necesaria. Por este motivo acudió a la escuela junto con los niños pequeños de Barcelona, a fin de aprender latín. Dos años más tarde trasladóse a Alcalá, y luego a Salamanca, para comenzar los estudios teológicos. Al mismo tiempo se dedicaba, con algunos amigos, a la dirección de almas entre personas de su ambiente. Los estudios salieron perjudicados, Ignacio llamó mucho la atención, y la Inquisición le mandó encarcelar. Había resultado, en efecto, sospechoso de ser uno de aquellos fanáticos alumbrados que sembraban perversos errores en el país con el pretexto de recibir inspiraciones directas de Dios. Su inocencia quedó ciertamente demostrada, pero se le prohibió que ejerciese cualquier actividad pastoral antes de realizar otros cuatro años de estudio. Para evitar tal inconveniente se trasladó en 1528 a París. Durante siete años completó , sus estudios de filosofía y de teología en el colegio de Santa Bárbara, obteniendo en 1535 el grado de magister. Por los mismos años estudiaba también Calvino en París. Pero los dos grandes adversarios no llegaron a conocerse personalmente nunca.

Mientras se hallaba todavía estudiando, intentó ganar a los más inteligentes de sus compañeros para trabajar por el reino de Cristo, seleccionándolos cuidadosamente. El primero que se le agregó fue el piadoso saboyano Pedro Fabro, y luego, su propio paisano, el ambicioso magister Francisco Javier, que se inclinaba un poco a los luteranos, y el portugués Rodríguez. Finalmente se le juntaron otros tres españoles: el magister Laínez, el joven Salmerón, y el tenaz Bobadilla. A todos ellos los Ejercicios de Ignacio les habían llevado a tomar una decisión sobre su vida. Mientras Calvino y sus amigos iniciaban sus ataques contra la santa misa, en el verano de 1534 Ignacio y sus compañeros sé reunían, en la fiesta de la Ascensión de María, en la capilla de san Dionisio, en Montmartre, para constituir una sólida comunidad. Hicieron voto de guardar pobreza y castidad y de peregrinar a Jerusalén, para propagar allí el reino de Dios, pero antes pedirían a Roma autorización para ello. Si resultase imposible llevar a cabo la peregrinación a Jerusalén antes de un año, se pondrían a disposición del papa. Ignacio y sus compañeros se reunieron en Venecia en 1537. Pero su proyecto de ir a Tierra Santa mostró ser irrealizable. En el largo tiempo que estuvieron esperando inútilmente un barco, Ignacio y los demás, excepto Fabro, fueron ordenados sacerdotes. Pasado el plazo de un año, el grupo se puso a disposición del papa, que los empleó para el ministerio de la docencia, la enseñanza de la doctrina cristiana y la reforma de los monasterios. Para no dispersarse los amigos decidieron en 1539 formar una Orden religiosa propia. Hicieron llegar a la Santa Sede su reglamento, la Formula Instituti. El nombre de la nueva congregación, Societas Jesu o Compañía de Jesús, revela, más aún que la solidaridad casi militar de una compañía dispuesta a luchar por Cristo y por su vicario en la tierra, la estrecha vinculación personal con el Señor. La aprobación pontificia de las constituciones se hizo esperar dieciséis meses. Sólo la bula Regimim militantis ecclesiae, de 1540, reconoció a la Compañía de Jesús como Orden de clérigos regulares. Su finalidad es fomentar el pensamiento y la vida cristianos y propagar la fe mediante la predicación, los ejercicios espirituales, la catcquesis, la confesión y otras obras de misericordia. Además de los votos de castidad y de obediencia a los superiores, sus miembros debían hacer también el voto de pobreza; la obligación de guardar pobreza no rige, sin embargo, cuando se trata de la manutención de los estudiantes de la Orden. Además, mediante un cuarto voto especial, los miembros se ligaban al papa, para ir a donde éste quisiera enviarlos, a tierras de turcos, al Nuevo Mundo, a los luteranos o a cualquier otro sitio. Las constituciones redactadas por Ignacio en largos años de meditación y aprobadas en 1558 contienen otras resoluciones: Los jesuítas no tendrán obligación de observar la oración en el coro, para no quitar con ello tiempo al servicio al prójimo. Tampoco poseen un hábito propio. Sólo serán admitidos en la Compañía los que se distingan por su inteligencia, laboriosidad y vida santa. Se da especial importancia a poseer una formación profunda en filosofía y teología, adquirida en largos años de estudio. Laínez fue el primero que pensó en fundar colegios para educar así a los aspirantes. La constitución de la Orden es estrictamente monárquica y centralista. El General es elegido vitaliciamente. El decide y distribuye los cargos, nombra a los provinciales y rectores y dispone del dinero de la Orden. Los miembros no residen de modo estable en una casa determinada; el papa o el General pueden enviarlos a cualquier sitio.

Medio año después de ser dada la bula pontificia de aprobación, Ignacio fue elegido primer General de la Compañía (Praepositus generalis). Mientras los suyos se desparramaban por todo el mundo, él permaneció en Roma y dirigió desde allí la Compañía (muy pronto fue eliminada la primitiva limitación numérica). Ignacio se preocupaba de todo, de lo grande y de lo pequeño: dictaba las cartas para Alemania y para Japón, pero podía examinar también por la noche, en los cuartos de los enfermos, si las vendas estaban bien puestas. Y cada noche se oía en la casa, durante horas, el taconeo de su bastón, cuando Ignacio se paseaba de un lado para otro, orando y meditando, con su pierna encogida desde los tiempos de Pamplona. En estos años hizo de la Compañía el reflejo de su propio ser, dándole una disciplina perfecta de la voluntad, un dominio total de sí misma y una incansable actividad al servicio de Dios en la Iglesia visible.

Ignacio murió el 31 de julio de 1556, víctima de una enfermedad hepática que venía padeciendo largos años. Fue la suya una muerte solitaria, sin sacramentos y sin la bendición pontificia, en una hora difícil para la joven Orden. Laínez parecía estar próximo a la muerte, Francisco Javier había muerto ya, ante las costas de China, y el papa Paulo IV, que estaba a punto de declarar la guerra a España, mandó registrar el Colegio Romano en busca de armas. Pero a la muerte del Fundador, la Compañía de Jesús se hallaba extendida ya por las cuatro partes de la tierra. A pesar del rigor con que se seleccionaban sus miembros, había más de mil, si bien sólo cuarenta y dos de ellos eran profesos, y estaban distribuidos en doce provincias que iban desde la India, con casas en Japón, hasta Brasil. Esta difusión tan rápida, realmente impetuosa, no se detuvo tampoco bajo los siguientes Generales, Laínez, Francisco de Borja y sus sucesores. Si en 1630 contaba la Compañía 353 casas, en 1710 tenía 1.190. Los jesuítas encontraron rápido acceso sobre todo en los países latinos. Menor fue su éxito en Alemania, aun cuando las primeras casas se abrieron ya en los años cuarenta. Pedro Canisio escribía, en efecto, en 1551: «Aquí se está convencido de que tiene por lo menos tanta importancia que ingrese un solo alemán en nuestra Compañía que el que ingresen veinte italianos o españoles». La parte todavía católica de Alemania sufría una falta gigantesca de cualidades sacerdotales. Por esto causaba gran impresión, ya de por sí, la condición sacerdotal de los jesuítas. La importancia de la nueva fuerza religiosa la percibieron de modo instintivo especialmente aquellos pocos lugares de la Iglesia que exigían y fomentaban seriamente una reconstrucción católica. Se los solicitaba, e incluso llegó a haber una auténtica competencia por conseguir atraerse a los pocos padres dispo­nibles, que sólo en número muy escaso fueron asignados a Colonia, Augsburgo, Ratisbona, a los obispos de Espira y Passau y al nuncio. Frente a la escisión de la conciencia cristiana causada por la Reforma protestante, estos padres, siempre sobrecargados de trabajo y que cambiaban constantemente de ministerio y de lugar, poseían la unidad de la idea y la acción. El jesuíta aislado era función de su Orden, y ésta, función de la Iglesia (Lotz); en ningún lugar aparecían división e individualismo; no había culto a la personalidad, sino únicamente entrega generosa, rigurosamente dirigida.

El primer jesuíta que llegó a Alemania fue Pedro Fabro, en 1540. El papa lo envió al coloquio religioso de Worms, antes aún de la aprobación oficial de la Orden. Estuvo también en Ratisbona como consejero de Contarini. Fabro no es un teólogo conciliador como éste, pues conoce la actitud consciente de sus metas de los protestantes. La salvación no la esperaba de las medidas militares, ni tampoco de las discusiones, sino de una reconstrucción religiosa, del influjo y el ejemplo personales. Por ello buscaba ocasiones de ejercer la cura de almas, y dio ejercicios a clérigos y a seglares. Como fruto de tales ejercicios, en abril de 1543 ganó en Maguncia al joven Pedro Canisio, de Nimega, que había de ser el segundo apóstol de Alemania. De la primera casa jesuíta de Colonia (1544), a las veinte que existían en 1580, en las más importantes ciudades del Imperio, hay, ciertamente, un largo camino de trabajo inteligente, pero asimismo sacrificado y tenaz del primer provincial de la provincia de Germania superior, erigida por Ignacio el mismo año de su fallecimiento.

RENOVACION DE LA CURIA

La Iglesia oficial no pudo sustraerse, a la larga, al influjo de las múltiples fuerzas religiosas que surgieron en los países latinos en los primeros decenios del siglo y que se fueron trasladando cada vez más hacia Roma. Fue Paulo III (1534-1549) el papa que, aun viviendo él, personalmente, inmerso todavía en muchas custumbres nada eclesiásticas del Renacimiento, como antiguo favorito del nefasto Alejandro VI, se dio cuenta, sin embargo, de que era necesaria una autorreforma religiosa, y empezó a realizarla. Consideró la reformación espiritual del Colegio cardenalicio como la primera tarea a realizar, pues, dada la forma como estaba compuesto, no podía el papa contar con que sus miembros estuviesen dispuestos a colaborar en la reforma. Y así, elevó ciertamente al Senado de la Iglesia a nepotes y a secuaces de amigos políticos suyos, pero, en mayor número aún, a hombres destacados por su saber y su piedad: no sólo el obispo inglés Juan Fisher, que se consumía en la cárcel, sino también el noble veneciano Gaspar Contarini, seglar que, trasladado a Roma, se convirtió allí en centro de un círculo reformador y apoyó una y otra vez al papa en sus buenas intenciones. El influjo de los círculos reformistas fue aumentando cada vez más en el Sacro Colegio con los posteriores nombramientos de cardenales. El gran nombramiento de 1536 hizo cardenales a los antes citados Carafa, Sadoleto y Pole, y otro nombramiento posterior, a Cervini, al renombrado nuncio alemán Morone, a un obispo de Gubbio deseoso de reforma y a un abad de Venecia. Hacía siglos que el Colegio cardenalicio no era, como ahora, una asam­blea de los hombres más sabios y nobles de la época (F. X. Kraus). En el otoño de 1536, ya antes del gran nombramiento de cardenales, el papa había convocado a estos hombres, además de a Giberti y a algunos otros, para que formasen una comisión encargada de proponer las necesarias reformas de la Curia, antes aun de que se inaugurase el esperado concilio. La comisión presentó su dictamen, el famoso Consilium de enmendando, ecclesia, en la primavera siguiente. Sus autores subrayaban con toda franqueza que la fuente principal de todos los males era el exceso desmesurado del poder papal, realizado por canonistas aduladores a quienes los papas anteriores habían nombrado consejeros suyos. Entre los defectos y abusos particulares citados luego está el modo de actuar de los funcionarios de la Curia, con todas sus artimañas enmascaradas jurídicamente, que imposibilitaban el cumplimiento del ministerio pastoral de la Iglesia; y estaban además los conventos corrompidos, a los que habría que dejar extinguirse sencillamente; las dispensas y privilegios concedidos a la ligera, y el fiscalismo de legados y nuncios. No es extraño que en este círculo, al que pertenecía Giberti, el ejemplar pastor de almas de su diócesis de Verona, se subrayase la absoluta primacía de la cura de almas.

Este dictamen no pasó de ser, sin embargo en gran parte, un mero programa. Su efectividad quedó debilitada no sólo porque en Alemania se publicó sin permiso y Lutero lo aprovechó para justificar la separación de la Iglesia romana; su puesta en práctica tropezó también con la oposición de otros cardenales y de la burocracia de las autoridades romanas. Sin embargo, fueron reformadas la dataría, que se ocupaba de la otorgación de beneficios por el papa, y la penitenciaría, que tramitaba las dispensas pontificias. Después siguieron otras oficinas papales. Se dio importancia especial a que los obispos cumpliesen su deber de residencia.

Sin que ello estuviese relacionado con este dictamen, con cuya comisión estaba unido únicamente por la persona de su miembro más riguroso, Carafa, tuvo lugar, algunos años más tarde, bajo Pablo III, la reorganización de la Inquisición romana. Carafa consiguió inculcar cada vez más en la conciencia del papa, que por lo demás era muy liberal, el peligro de la penetración de la innovación religiosa también en Italia. No necesitaba exagerar para ello. El mismo Carafa había visto, en efecto, en Venecia cuántos defensores y cuántas ideas de la Reforma protestante alemana y suiza llegaban también a la ciudad de las lagunas a través del comercio. Algo parecido ocurría en todo el norte de Italia. Y en el sur, el círculo erasmiano de Juan de Valdés, al que el napolitano Carafa consideraba con desconfianza incluso ya por motivos patrióticos, parecía irse transformando en una célula muy activa de luteranismo. Su traducción al español de una parte de las Sagradas Escrituras y la añoradora mística de su Tratado sobre Cristo crucificado resultaban sospechosas. Incluso la celebrada poetisa Victoria Colonna, la gran admiradora de Miguel Angel, pertenecía a este círculo. Otros círculos humanísticos, inficionados real o sólo aparentemente por la Reforma protestante, alentaban en Siena, Ferrara y otras ciudades. En Ferrara, la duquesa Ferrara de Este había acogido durante algún tiempo al mismo Calvino.

Parece que fue Ignacio de Loyola el que primero incitó al papa a organizar la defensa. En julio de 1542 se fundó la Inquisición romana, conocida ordinariamente con el nombre de Santo Oficio. Los primeros inquisidores generales fueron Carafa y el español Toledo. De acuerdo con la bula pontificia que la instituía, la Inquisición debería intervenir en todos los lugares de la Iglesia en que apareciese el error o la sospecha de error. Sus sentencias se fueron haciendo cada vez más rigurosas al ir aumentando la influencia de Carafa. Sin embargo, ya el mero hecho del establecimiento del supremo tribunal de la fe dispersó los focos protestantes de Italia y obligó a los indecisos a tomar una decisión. Entre ellos se encontraban personalidades de gran prestigio, destacados predicadores, como el canónigo agustino Pedro Mártir Vermigli, natural de Florencia, y en otro tiempo visitador de su Orden, y el sienés Bernardino Ochino, que en 1541 había sido elegido por segunda vez vicario general de la joven Orden de los capuchinos. Ambos habían caído en Nápoles bajo el influjo de Juan de Valdés, y a ambos los denunciaron, como a sospechosos de herejía, los teatinos. Cuando en 1542 la Inquisición instó a Ochino a que se presentase ante ella, éste encontró en el camino a Vermigli. Ambos huyeron juntos a Ginebra, donde se pusieron al servicio de la innovación, y tras haber tenido una vida andariega, dura con frecuencia, que llevó a ambos a Inglaterra bajo el reinado de Eduardo VI, acabaron su vida el uno como zuingliano en Zurich, y el otro como presunto antitrinitario, en Moravia. El hecho de que la Orden de los capuchinos, a la que se le había prohibido ya que se propagase fuera de Italia y a la que se le prohibió predicar tras la apostasía de su vicario general, consiguiera superar esta crisis, es una prueba de la interna solidez de la Orden y de la energía vital de la reforma.

LA LUCHA POR EL CONCILIO

La contribución más importante de Paulo III a la renovación eclesiástica fue la convocación del Concilio de Trento. La «lucha por el Cocilio» duró casi una generación, desde que Lutero, tras su interrogatorio en Augsburgo, apeló en 1518, desde Wittenberg, a un concilio futuro, legítimo, a convocar en lugar seguro, y repitió en 1520, por motivos propagandísticos, la misma apelación, pero especialmente desde que el reformador invitó a las autoridades seculares, en su libro A la nobleza cristiana de la nación alemana, a convocar un «concilio realmente libre», que debería anular la falsificación del Evangelio llevada a cabo por la Escolástica y la Curia romana. Un concilio entendido y realizado según las ideas bajomedievales de Marsilio Ficino y según el modelo de Constanza y Basilea no sólo significaba, para el pontificado del Renacimiento, una amenaza de su existencia, sino que era también un peligro mortal para la misma Iglesia. Pero el pueblo y los Estados de la Dieta alemana pedían un «concilio general, libre, universal», pues no consideraban que la causa de Lutero estuviera definitivamente decidida por la bula Exsurge y la excomunión del profesor de Wittenberg. La petición de un concilio libre del papa, a celebrar en territorio alemán y que no debía convocar ni dirigir aquél, tenía que ser vista necesariamente en Roma con la máxima desconfianza. Por ello Clemente VII supo ir eludiendo, durante todos los años de su pontificado, la exigencia de un concilio, sin dar una negativa de manera clara. Durante años se estuvo discutiendo sobre el concilio sin llegar a ningún resultado. Mas en Alemania veíase en la resistencia de Roma la confirmación de las acusaciones de Lutero contra la corrupción del pontificado. La petición de un concilio encontró un poderoso defensor en Carlos V, cuando el emperador, tras larga ausencia, se dispuso a poner en orden las cuestiones religiosas de Alemania. Con ocasión de su coronación imperial en Bolonia, en 1530, obligó al papa a aceptar, contra su voluntad, un concilio, si en la Dieta que estaba convocada para Augsburgo no se conseguía una unión. Ahora bien, al intervenir el emperador a favor del concilio, éste se convirtió en un asunto de alta política. Para el rey Francisco I de Francia, que tenía una orientación nacionalista, en contraposición al emperador, de ideas universalistas, el concilio significaba únicamente la posibilidad de debilitar la oposición interna alemana contra el emperador. Por motivos políticos tenía, pues, que estar en contra del concilio e impedir en lo posible su convocatoria.

El cambio de gobierno en Roma, en el año 1534, no trajo consigo ninguna variación al principio. Más bien reforzó el deseo del emperador de que en el concilio se tratase sobre todo de la reforma de la Iglesia y la eliminación de los abusos, dejando de lado las cuestiones dogmáticas, y, por otro lado, reforzó también la resistencia de los adversarios tácitos de la reforma existentes en la Curia. Pablo III era, sin embargo, demasiado inteligente para no darse cuenta de que era preciso acceder en cierto modo a la petición de un concilio, si es que la Iglesia, y sobre todo el papa, no querían perder todo crédito. Por ello, ya en enero de 1535 envió sus legados a las cortes europeas para anunciar el concilio y enterarse de qué se opinaba acerca del lugar en que debería celebrarse. Las dificultades vinieron de los afiliados a la Liga de Esmalcalda y del rey de Francia. Mientras el legado pontificio trataba en Wittenberg con Lutero, el cual le dijo, al parecer, que estaba dispuesto a defender su doctrina en un concilio convocado en Mantua o en Verona, la Dieta de la Liga de Esmalcalda le respondió que no aceptaba un concilio más que en territorio alemán, y sólo con la condición de que el papa se sometiese al concilio y permitiese la asistencia de representantes de los príncipes seculares. Francia rechazó decididamente todo concilio que se celebrase en territorio sometido a la influencia del emperador, pero un año más tarde lo aceptó, aunque con ciertas restricciones. La neutralidad política del papa, que tan a mal le tomó Carlos V, parecía, pues, haber dado sus frutos. De esta manera, en junio de 1536 el papa convocó el concilio, para el mes de mayo de 1537, en Mantua. Sin embargo, los de la Liga de Esmalcalda se negaron a aceptar la bula de convocatoria, y Lutero, por su parte, compuso los Artículos de Esmalcalda, que subrayaban con toda fuerza la antítesis con el dogma católico. El rey francés declaró que ni él ni sus prelados podían aceptar Mantua, por motivos de seguridad. Además, el duque de esta ciudad puso unas condiciones imposibles de cumplir, referentes a la guardia del concilio. Este fue, pues, aplazado y convocado para el 1 de mayo de 1538 en la veneciana Vicenza. En Alemania ni los teólogos, ni Eck ni los príncipes católicos creían ya que fuera a celebrarse el concilio. Pero, finalmente, los tres legados concilia­res entraron en Vicenza, acompañados únicamente por cinco obispos. Ellos habían de ser casi los únicos asistentes al concilio. La inauguración se aplazó varias veces, y finalmente, en mayo de 1359, se suspendió por tiempo indefinido. El escepticismo de los círculos alemanes se hizo todavía mayor, si es que esto era posible. Incluso el emperador vio ahora en el papa el obstáculo principal para la celebración del concilio; por ello le amenazó con reunir una asamblea eclesiástica imperial o nacional e intentó, con el consentimiento del papa, lograr un entendimiento di­recto con los protestantes por medio de coloquios religiosos.

Pero en Roma seguía adelante la reforma programada por el dictamen de 1537, y en su espíritu aprobóse, en 1540, la Compañía de Jesús. Desde el verano de 1541 volvió incluso a tratarse en Roma del concilio. Se había llegado ya a un acuerdo para que la ciudad en que se celebrase fuese Trento, cuando la nueva convocatoria quedó sin efecto, debido a que estalló una nueva guerra entre Francia y el emperador. Siete meses después de la fecha de inauguración no había en Trento más que diez obispos. Sólo la paz de Crépy, de septiembre de 1544, hizo que el camino hacia el concilio quedara libre. Presionado por el victorioso emperador, Francisco I se comprometió, en una declaración secreta, a enviar delegados al Concilio de Trento. Pablo III renovó, pues, la convocatoria para esta ciudad, con la bula Laetare, Jerusalem, de 19 de noviembre de 1544. El concilio debería reunirse en la citada ciudad imperial, en el domingo Laetare de 1545, para acabar con la división religiosa, reformar el pueblo cristiano y liberar a los cristianos cautivos de los turcos. Nuevas dificultades y desconfianzas retrasaron el comienzo de la asamblea. Hasta muy tarde no nombró la Curia a los tres delegados conciliares, a saber: los cardenales Juan María del Monte, Marcelo Cervini, sabio varón, y Reginaldo Pole, pariente del rey de Inglaterra. Muy lentamente fueron llegando los obispos a la ciudad del concilio, mientras en Roma y en la corte imperial se llevaban a cabo grandes negociaciones diplomáticas. Evidentemente el emperador quería esta vez ganar tiem­po. Carlos V sabía que los protestantes jamás asistirían por su propia voluntad a este concilio convocado por el papa, pues ya Lutero, más brusco que Melanchton, había escrito en 1545 su panfleto titulado Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, que pretendió enviar a Trento en latín y en alemán. El emperador pensó, por ello, en quebrantar primeramente la fuerza político-militar de los protestantes, es decir, de los miembros de la Liga de Esmalcalda, y luego obligar a los vencidos a asistir al concilio. Pero, finalmente, el concilio se inauguró en Trento el primer domingo de adviento, 13 de diciembre de 1545, antes de que comenzase la guerra de Esmalcalda. La «lucha por el concilio» había terminado.

EL CONCILIO DE TRENTO

Ninguno de los escasos asistentes a la solemne inauguración del concilio —eran, además de los tres cardenales légalos, el cardenal de Trento, cuatro arzobispos, veintiún obispos, cinco generales de Ordenes religiosas, los legados del rey Fernando, y cincuenta peritos, teólogos en su mayoría— podía pensar que aquella asamblea de la Iglesia, interrumpida por dos veces, no acabaría hasta dieciocho años más tarde, y menos aún que, habiendo sido tan difícil llevarla a la práctica, tendría durante siglos una importancia inmensa para la vida de la Iglesia. Durante el primer período del concilio, que duró hasta septiembre de 1549, los legados conciliares cumplieron su tarea con extraordinaria habilidad si se tiene en cuenta sobre todo que al comienzo de la asamblea no estaba fijado ni el programa a tratar ni la manera de proceder. Las ideas que se tenían sobre el programa de trabajo del concilio eran muy diferentes entre sí. El papa deseaba que se confirmasen los dogmas negados por la innovación; Carlos V y su hermano Fernando querían en primer término la reforma eclesiástica. El diferir para más tarde la discusión sobre las cuestiones dogmáticas había de hacer más fácil a los protestantes su asistencia a Trento, después de la victoria del emperador, que se esperaba, y mantener libre el camino para restablecer la unidad. Muy prudentemente, los legados se reservaron el derecho de proponer ellos mismos los temas, preguntando de modo formal al concilio si había que comenzar por el dogma o por la reforma. La gran mayoría se pronunció por que se tratasen paralelamente ambas cosas. Pero el papa, con el cual los legados estaban en contacto por medio de correos regulares, no aprobó la discusión simultánea. El concilio no pudo convertir, pues, el acuerdo en un decreto, pero de hecho lo cumplió, después de que los legados se defendieron contra el reproche que se les hizo en Roma y consiguieron también finalmente de allí una cierta libertad de actuación. En consecuencia, en las sesiones siguientes se discutieron y promulgaron siempre, junto a Decreta de fide, también Decreta de reformatione. Por reforma no se entendía, ciertamente, una transformación radical de las instituciones vigentes: por ejemplo, la eliminación del monacato y cosas semejantes, que era lo que entendían los protestantes por reforma, sino la eliminación de los abusos existentes en la vida práctica de la Iglesia, lo cual estaba de acuerdo con la opinión de muchos padres conciliares, que pensaban que muchos abusos eran sólo consecuencia de la mala instrucción en la doctrina.

En cuanto al reglamento de las sesiones, que se fue regulando poco a poco, se siguió el modelo del Concilio de Basilea, con sus comisiones especiales encargadas de cada una de las materias, y del quinto Concilio de Letrán, con el poder absoluto de los legados —el cual, ciertamente, no dejó de ser discutido—, en lugar de un presidente elegido por el concilio. Los legados presentaban a la asamblea los artículos heréticos, tomados directamente de los escritos de los reformadores, o indirectamente de los de sus adversarios. Los teólogos, que no tenían derecho a votar y que pertenecían en su mayor parte a las Ordenes mendicantes, deliberaban sobre aquéllos. Los padres, que disponían de voto, adoptaban una posición sobre el problema en las congregaciones generales. Luego los cánones y los capítulos doctrinales eran redactados por una comisión elegida; sus deliberaciones se irían convirtiendo cada vez más en la parte principal de la labor conciliar. Venía luego una segunda lectura —que se repetía en caso necesario— en la congregación general, y, finalmente, la publicación de las conclusiones así maduradas, en las sesiones solemnes.

Como ya hemos dicho, cuando el concilio se inauguró estaban presentes únicamente veintinueve cardenales y obispos. De Alemania no acudieron en el primer período más que el obispo auxiliar de Maguncia, Miguel Helding, y los procuradores de los obispos de Tréveris y Augsburgo. De Polonia, Hungría y Suiza no había absolutamente nadie. En cambio, todos los demás países europeos que habían continuado siendo católicos estaban representados. Por su gran sabiduría se distinguió el superior general de los agustinos eremitas, Seripando; los jesuítas Laínez y Salmerón, el franciscano Alfonso de Castro y los dominicos Melchor Cano y Pedro de Soto brillaban entre los theologi minores, así como en las comisiones. Que en la asamblea conciliar existía libertad de palabra y de voto es algo que se halla atestiguado por la existencia de una oposición conciliar, aun cuando los asistentes no votaban por naciones, como antiguamente en Constanza, sino individualmente.

Las deliberaciones y definiciones dogmáticas eran absolutamente necesarías, pues la bula Exsurge sólo había condenado, en efecto, las primeras proposiciones de Lutero. Mas entre tanto los reformadores habían continuado elaborando sus ideas, mientras el magisterio oficial de la Iglesia se mantenía en silencio. Era preciso disipar, por ello, la ambigüedad teológica, bajo la cual pudo extenderse cada vez más la Reforma protestante. Si se quería llegar a tomar decisiones dogmáticas era preciso, sin embargo, ponerse antes de acuerdo sobre el método teológico a seguir. Frente a la división de la Sagrada Escritura en libros canónicos y libros apócrifos, tomada por Lutero de Erasmo, se proclamó, aunque no se justificó de nuevo, el canon de la Escritura del Concilio de Florencia, dejando con ello sin resolver el problema de la distinción entre lo canónico y lo auténtico. El principio formal del luteranismo, en cambio, fue atacado de manera más radical y decidida, cuando, en la cuarta sesión, las tradiciones, rechazadas por Lutero como cosa de hombres, fueron equiparadas a la Escritura, como fuente de fe. El problema de si la tradición dogmática —que sólo en el curso de las deliberaciones llegó a ser distinguida claramente de las tradiciones disciplinarias— encierra en sí una corriente de revelación, es decir, completa la Escritura o únicamente la interpreta, fue un problema cuya solución se dejó a la teología del futuro. Para el uso teológico-eclesiástico se declaró auténtica, es decir, oficial la Vulgata, y en consecuencia, suficiente por sí misma para sancionar los dogmas de la Iglesia. La razón que adujo el concilio fue que no era ventaja pequeña para la Iglesia saber cuál de todas las traducciones latinas de la Biblia que corrían había de ser considerada como auténtica. El «decreto sobre la Vulgata» significaba, pues, una apreciación especial de ésta frente a las demás traducciones latinas de aquel tiempo, pero no frente al texto original hebreo o griego. Una valoración de este tipo era necesaria, pues las citas de la Escritura se hacían en latín, ya que entonces todavía se empleaba generalmente la lengua latina tanto en las discusiones científicas como en los discursos solemnes. El concilio no dejaba de ver los defectos de las ediciones hechas hasta entonces por la Iglesia. Se pensó en hacer una edición revisada. Pero como norma de interpretación se estableció el unanimis consensus patrum, el consenso unánime de los padres, y el juicio de la Iglesia.

Sobre estos fundamentos resultaba posible edificar también ahora las decisiones dogmáticas exigidas por la hora histórica. Sin tener en cuenta la guerra de Esmalcalda, que estaba a punto de estallar, ni los deseos del emperador de que ello se retrasase, los legados siguieron adelante con las deliberaciones dogmáticas. En la quinta sesión se aprobó el decreto sobre el pecado original, dirigido contra los pelagianos, pero también, por ello, contra la concepción de Zuinglio y de Lutero acerca de la concupiscencia como prolongación del pecado original. La escuela agustiniana, a cuyo frente se hallaba Seripando, había quedado en minoría en la discusión, y también lo estuvo en la deliberación sobre el decreto de justificación, que se prolongó más de seis meses. La culpa de esta duración tan larga la tuvieron no sólo el pánico que cundió en el concilio cuando, en julio de 1546, los de Esmalcalda amenazaron los pasos de los Alpes, y la oposición de los partidarios del emperador a concluir los debates sin que interviniesen los protestantes (cosa que se esperaba una vez terminada la guerra), sino sobre todo las grandes diferencias de opinión entre los mismos padres y su deseo de proceder de la mejor manera posible en esta difícil cuestión. El esquema de Seripando fue reelaborado por tres veces; los problemas de la doble justicia y de la certeza de la salvación se discutieron en el seno de comisiones especiales de teólogos, hasta que por fin, en enero de 1547, en la sexta sesión, se aprobó por unanimidad el decreto sobre la justificación. La obra maestra teológica del concilio, este decreto doctrinal, el más amplio e importante de todos, que contiene dieciséis capítulos y treinta y tres cánones, no pretendió dictar un fallo sobre los antagonistas de las escuelas teológicas. Dirigido claramente contra las tesis de los reformadores y orientado a proclamar el dogma, describe la psicología de todo el proceso de justificación y fija la doctrina sobre la gracia santificante y los méritos. La doctrina de la doble justicia, tal como la habían defendido Contarini en Ratisbona y Seripando en las discusiones preliminares, fue rechazada. Como «toda verdadera justicia se obtiene, acrecienta o restablece por los sacramentos», el concilio se dispuso luego, consecuentemente, a estudiar éstos. En la sesión séptima se promulgaron cánones sobre los sacramentos en general y sobre el bautismo y la confirmación en particular. Aquí se pudo aprovechar la labor realizada por la Escolástica medieval, y se contrapuso con todo rigor la tesis del signum efficax, de la eficacia de los sacramentos en virtud de su realización, a la doctrina luterana de la sola eficacia de la fe en los sacramentos.

A partir de la sesión quinta se promulgaron también decretos de reforma a la par que decretos dogmáticos. El primero ordenaba el nombramiento de lectores de la Sagrada Escritura en las iglesias catedrales y colegiales y, en lo posible, también en los monasterios. Se quería elevar con ello la formación del clero y conseguir una purificación de los abusos y malas costumbres existentes en la predicación. Se subraya la obligación de los obispos y de los párrocos de predicar los domingos y días de fiesta. A los obispos se les otorgan ciertos derechos de vigilancia sobre los predicadores, incluso aunque sean religiosos. Otro decreto se refería a la obligación de residencia de los obispos y de los sacerdotes que ejerciesen cura de almas. Con ello se atacaba una costumbre arraigada desde bacía siglos: la ausencia prolongada de los obispos y párrocos de su diócesis y parroquias. Abora bien, no bastaba con subrayar la obligación de residencia. Era preciso eliminar los obstáculos y dificultades que se oponían al cumplimiento de esa obligación y que procedían del poder secular y, más aún, de la Curia. La eliminación de tales obstáculos habría significado realmente una revolución en la administración eclesiástica de entonces, en la existencia de obispos de Curia, la acumulación de varios beneficios en una sola mano, los derechos incontrolados de ordenación de los obispos titulares y nuncios, de la extensión de las exenciones, de las innumerables apelaciones a Roma y de la práctica curial de las dispensas. Una parte de los padres conciliares no estaba convencida de que hubiese, por parte del papa, una voluntad seria de reforma, de la cual dependía todo. Al principio los legados se hubieran dado por satisfechos, en efecto, con que se renovasen las sentencias condenatorias. Pero el esquema de los legados no consiguió triunfar en la sesión sexta. La deliberación que siguió hizo que el cardenal Del Monte presentase esta confesión programática: La meta de nuestra labor de reforma es el establecimiento de la pastoral. También el papa dio un paso adelante. El 18 de febrero de 1547 publicó un decreto contra la acumulación de diócesis en manos de los cardenales. Bajo la presión de esta orden, el decreto de residencia, o si se quiere, el reconocimiento del primado pastoral y de la salvación de las almas consiguió imponerse brillantemente en la sesión séptima. El decreto, que agravaba la sentencias penales, no satisfacía aún, desde luego, a las exigencias últimas de una reforma radical, y fue sustituido, en el tercer período conciliar, por otro nuevo; pero, sin embargo, puso de manifiesto la existencia de una voluntad seria de aspirar sinceramente a lo único necesario.

Entre tanto el papa había retirado sus tropas auxiliares al emperador, en medio de la guerra de Esmalcalda, y cuando éste, que se hallaba en la cumbre de su poder, estaba decidido a obligar a los derrotados protestantes a que asistiesen al concilio, los legados pontificios lo trasladaron a Bolonia el 11 de marzo de 1547. Se había aprovechado como pretexto para ello un tifus infeccioso que había aparecido en Trento. No era éste, sin embargo, el motivo principal del traslado. Por el contrario, se quería sustraer el concilio a la influencia abrumadora del emperador, sobre todo porque Cervini había dado ya Alemania por perdida y quería limitarse a conservar la fe en los países latinos. También se tenía miedo de que el concilio, dominado por el emperador, interviniera en una elección papal, tal vez inminente. Pablo III contaba ya, en efecto, ochenta años. El papa recibió bien el traslado, pues en una ciudad perteneciente a los Estados pontificios podía ejercer su influjo sobre el concilio más fácilmente que en la lejana ciudad de Trento, perteneciente al emperador.

El traslado del concilio demostró ser un grave error. Una minoría de 14 prelados, de sentimientos favorables al emperador, protestó y permaneció en Trento. Carlos V se había irritado muchísimo por el traslado. Había el peligro de un cisma, pues el emperador declaró que haría todo lo posible por convocar un nuevo concilio, el cual habría de revocar todos los acuerdos tomados hasta entonces, echar toda la culpa al papa y luego llevar a cabo la reforma necesaria. Carlos V prometió en Augsburgo a los Estados que el concilio proseguiría en Trento y promulgó, para mientras esto se realizase, el Interim. En círculos imperiales llegó a pensarse incluso en continuar el concilio en Trento sin el papa, aun corriendo el peligro de un cisma. Mas el emperador no consiguió que la asamblea volviese a Trento, a pesar de que protestó solemnemente. Sin embargo, mientras duraban las negociaciones entre el papa y el emperador, el concilio, que continuaba realizando ciertamente, con toda laboriosidad, su labor teológica en las congregaciones, no promulgó ningún decreto en las dos sesiones solemnes celebradas. Con todo, las deliberaciones sobre la doctrina del sacrificio de la misa y la indulgencia, y la formulación de problemas jurídicos referentes al matrimonio constituyeron una valiosa labor preparatoria para el futuro. Finalmente, la actividad conciliar se paralizó totalmente a partir de febrero de 1548, obedeciendo a la voluntad del papa. En septiembre del año siguiente, dos meses antes de morir, Paulo III suspendió el concilio.

Casi tres meses duró el cónclave, del que —dados los antagonismos existentes entre el partido del emperador y el francés— salió elegido papa, como candidato de compromiso, el hasta entonces legado en el concilio, cardenal Del Monte, que tomó el nombre de Julio III (1550­1555). El nuevo papa era, asimismo, un hombre de transición. Habiéndose educado todavía en el clima del Renacimiento, le gustaba gozar de la vida de un modo alegre y despreocupado, amaba las fiestas suntuosas, las cacerías y los banquetes, y no estaba libre tampoco del defecto de nepotismo. Mas, por otra parte, no dejaba de comprender la situación de la Iglesia. Apoyó a las fuerzas reformadoras, por las que se dejó guiar, en especial a la Compañía de Jesús; y, sobre todo, se esforzó por que el concilio continuase, como había prometido en las capitulaciones celebradas durante el cónclave. No se dejó apartar de esta idea ni siquiera por las intrigas de Francia, que no podía desear, por razones políticas, una unión entre el emperador y el papa. En noviembre de 1550 Julio III dispuso que el concilio se reanudase en Trento en el mes de mayo del año siguiente.

Este segundo período del concilio duró un año escaso, hasta abril de 1552. La asamblea se inauguró puntualmente, pero con asistencia de pocos padres. Pasaron algunos meses hasta que el número de participantes superó al del primer período. Prelados franceses no había ni uno solo. El rey francés llegó a amenazar incluso con convocar un concilio nacional, a causa de la guerra que el papa llevaba adelante, en alianza con el emperador, para apoderarse de Parma. En cambio, el número de prelados alemanes fue mayor. Junto a los príncipes electores del Rin aparecieron los obispos de Estrasburgo, Constanza, Chur, Chiemsee, Víe- na y Naumburgo, y además algunos obispos auxiliares y procuradores, e incluso una serie de embajadores de Estados protestantes. En la Dieta celebrada en Augsburgo en 1548, el emperador había conseguido, en efecto, que los protestantes se comprometiesen a asistir al concilio de Trento. De todos modos, éstos habían hecho la restricción de que el concilio no debería estar bajo la guía del papa, y que se debería volver a discutir los decretos del primer período. Es incomprensible que el emperador no hiciese caso, conscientemente, de estas condiciones. El papa no sabía al principio absolutamente nada del asunto. Pero ambos quitaron toda importancia a la promesa, impidiendo de antemano que los protestantes colaborasen en la superación efectiva de la división.

PROTESTANTES EN TRENTO

En el otoño continuaron las sesiones en Trento; se siguió tratando de las cuestiones controvertidas, apoyándose para ello en el trabajo previo que se había realizado ya en Bolonia. Los padres se ocuparon sucesivamente de cada uno de los sacramentos y fijaron, en la decimotercera sesión, la doctrina sobre la eucaristía. Contra la doctrina de la presencia virtual o simbólica del Señor, proclamóse la presencia real; y contra la doctrina de la empanación, la de la transubstanciación. Cuatro artículos sobre la comunión bajo dos especies y la comunión de los niños se dejaron para más tarde, hasta la anunciada llegada de los protestantes. Pues a esta sesión asistían ya tres legados de Brandeburgo, que presentaron un escrito en el que había expresiones de gran respeto para el papa. En la sesión siguiente los padres proclamaron la doctrina sobre el sacramento de la penitencia y la extremaunción. La confesión auricular, el carácter jurídico del perdón y la penitencia fueron defendidos de modo especial. Los decretos de reforma de estas dos sesiones, que no contentaron a todos los asistentes, se referían al proceso penal de la Iglesia, a la actitud respecto a los obispos, a las obligaciones y poderes de éstos, a la vida de los eclesiásticos y a la provisión de los beneficios.

Entretanto habían ido llegando, después de la de Brandeburgo, otras legaciones protestantes, los enviados del duque Cristóbal de Württenberg y los delegados de seis ciudades de la Alta Alemania, y el que luego sería historiógrafo, Sleidan de Estrasburgo. Más tarde llegaron todavía los enviados del príncipe elector Mauricio de Sajonia. Aunque fueron recibidos amistosamente por españoles e italianos, estos políticos y juristas no quisieron tratar directamente con los padres, sino que lo hicieron a través de los legados imperiales. No era poco lo que pedían. Se les concedió el aplazamiento de las decisiones dogmáticas hasta la llegada de sus teólogos y una escolta libre. Pero el volver a discutir todos los decretos aprobados hasta entonces, así como el admitir la superioridad del concilio sobre el papa y el eximir a todos los obispos presentes del juramento de fidelidad eran realmente unas exigencias imposibles de cumplir. Cuando luego los teólogos de Stuttgart presentaron una «Confesión de Württenberg» y exigieron que el concilio la aprobase, el mismo emperador se dio cuenta de que las conversaciones no tenían porvenir ninguno. Para encubrir sus preparativos de levantamiento contra Carlos V, el príncipe elector de Sajonia hizo todavía que Melanchton se pusiese en camino hacia Trento. Pero entonces Mauricio, en alianza con Francia, atacó y se dirigió hacia el sur de Alemania. El emperador huyó de Innsbruck. El miedo a los soldados protestantes que se acercaban dispersó a los padres conciliares. Finalmente, en la decimosexta sesión, se aplazó el concilio por dos años, aunque luego no volvió a reanudarse hasta pasados casi diez.

El concilio parecía, pues, quedar incompleto. Todavía estaban sin resolver numerosas cuestiones controvertidas, y los decretos de reforma promulgados no los había aprobado aún el papa, y mucho menos eran practicados en la vida cotidiana de la Iglesia. Es verdad que se preparaba en Roma, cuando los decretos de reforma del concilio se consideraban ya en la Península Ibérica como derecho vigente, una gran bula de reforma, que debía dar fuerza de ley a los decretos tridentinos, modificados o completados en parte. Unicamente la muerte del papa impidió su publicación.

La siguiente elección pontificia puso de manifiesto que la idea de reforma había conseguido triunfar de modo definitivo en la Curia. Los cardenales eligieron a la personalidad más digna que había entre ellos, el cardenal Cervini, que ya había hecho muchos méritos como legado durante el primer período del concilio. La elección de este sabio sacerdote, que había trabajado día y noche en los decretos, fue saludada con las más halagüeñas esperanzas. Pero Marcelo II murió a los veintidós días de pontificado; su nombre permanece, sin embargo, vivo hasta el día de hoy en la memoria de las gentes gracias a la Missa papae Marcelli, de Palestrina.

EL PAPA PABLO IV

En el cónclave siguiente fue elegido papa, contra los deseos de los cardenales de sentimientos favorables a España y al emperador, el decano de los cardenales, Carafa, noble napolitano. Pablo IV (1555-1559), tal fue el nombre que tomó, era asimismo un defensor de la reforma figurosa. Cuando era obispo de Chieti, la había impuesto implacablemente en su obispado; era conocido como miembro del Oratorio del Divino Amor y como uno de los fundadores de la Orden de los teatinos, al igual que como miembro de la comisión de reforma creada durante el pontificado de Pablo III. Tenía, ciertamente, setenta y nueve años, pero su energía y su actividad continuaban intactas. A su voluntad de acero se unía la rigidez de la vejez; su actitud frente al mal era todavía impetuosa, áspera y furibunda. Vivía dentro de las ideas de un Inocencio III, cuyas reivindicaciones de poder creyó tener que realizar también en el campo político, acaso tras la abdicación de Carlos V. Carente de comprensión para el radical cambio de la época, había perdido también la visión para juzgar rectamente a los hombres. Sólo así pudo concebir sospechas, por ciego celo por el mantenimiento de la fe, acerca de dos hombres tan llenos de méritos como los cardenales Morone y Pole, y hacer encarcelar durante dos años al primero. A Pole le salvó de sufrir esta misma suerte el que estuviera ausente en Inglaterra y su temprano fallecimiento. Unicamente a esta falta de conocimiento de los hombres hay que atribuir que el papa nombrase para el cargo de secretario de Estado a su sobrino Carlos Carafa. No era éste el nepotismo de antiguo estilo, cuyo anhelo era enriquecer a los parientes. Pablo IV esperaba que su sobrino apoyaría de modo eficaz las elevadas tareas de su cargo. Sin embargo, aquél era indigno de tal confianza. Acudiendo a vergonzosas extorsiones, estableció un verdadero régimen de arbitrariedad; y cuando, finalmente, alguien se atrevió a decírselo al papa, éste actuó sin miramiento alguno. Mas la deposición y la excomunión no pudieron anular la injusticia y los escándalos cometidos.

En manos de tal secretario de Estado, también los asuntos políticos eran llevados mal. A ello se añadía la actitud hostil por principio del papa contra la familia de los Habsburgo, a causa de su origen napolitano. Por ello concertó una alianza contra el emperador con Enrique II de Francia, y el nepote movilizó públicamente las tropas. Felipe II, heredero de España y de las posesiones italianas de Carlos V, hizo que la Universidad de Lovaina le diese un dictamen en que se decía que, sin contravenir sus deberes de rey católico, podía adelantarse al ataque, que era inminente, inaugurando él mismo las hostilidades, y ordenó a su general, el duque de Alba, que invadiese los Estados de la Iglesia. La guerra fue desfavorable tanto para los ejércitos pontificios como para las tropas auxiliares francesas. El duque de Alba apareció ante las puertas de la Ciudad Eterna. Parecía inminente un segundo sacco di Roma. Entonces se concertó la paz, en la que el vencedor mostróse muy moderado. El papa tuvo que comprometerse a permanecer neutral en el futuro, y se le devolvió el territorio que se le había conquistado. El duque de Alba testimonió al papa, en nombre del rey español, la sumisión más completa.

Pero el papa se había metido en un callejón sin salida, con su obs­tinación verdaderamente testaruda, en el problema de la sucesión del emperador, que había abdicado. Para salvaguardar los derechos pontificios envió a Francfort un legado suyo. Pero a éste se le excluyó de toda intervención en la elección del emperador. Como el nuevo emperador, Fernando I, se obligó a respetar la Paz religiosa de Augsburgo, que el papa consideraba como inválida, y como además habían intervenido en la elección tres príncipes electores protestantes, el papa, apoyándose en el dictamen de una comisión, declaró que su obligación era negarse a reconocer a Fernando. Sin embargo, nadie se preocupó de esta protesta jurídica del papa, para suerte de la causa católica sin duda.

En contraposición a su desconocimiento de los asuntos políticos, el papa abrigaba un celo radical por la causa de la reforma de la Iglesia. Pablo IV no quería saber, desde luego, nada del concilio. Le parecía demasiado largo y poco eficaz. Quería reformar por sí mismo. Siguiendo los principios de aquel dictamen en que había colaborado él mismo, inició una lucha implacable contra la «herejía simoníaca», que era el nombre que, simplificando las cosas, se daba en la Curia a todos los defectos. Se aumentó extraordinariamente el ámbito de competencia de la Inquisición y se reorganizó radicalmente la dataría, con perjuicio de los ingresos pontificios; la disciplina en el clero y en las Ordenes religiosas fue inculcada mediante órdenes estrictas. Los capuchinos corrieron peligro de tener que unificarse con los franciscanos. La Compañía de Jesús era considerada por el papa con la más extrema desconfianza, por haber sido fundada por un español; se suprimieron las ayudas económicas a sus colegios romanos, e incluso la casa profesa fue registrada en busca de armas. El papa estaba decidido a revisar la constitución y la regla de la Compañía a la primera ocasión. Después de la muerte de san Ignacio, a quien el papa calificaba de «tirano de la Orden», ordenó que los jesuítas cumpliesen con la oración coral y, siguiendo el modelo de su Orden de los teatinos, limitó el tiempo de duración del cargo de General, que hasta entonces había sido elegido vitaliciamente.

Se castigó con todo rigor la herejía. El papa consideraba como asun­to de conciencia el asistir cada semana a las sesiones del tribunal de la fe. La Inquisición entendió muy pronto también en delitos morales, blasfemias, faltas contra los preceptos de ayuno, y prestó oídos a acusaciones frecuentemente insostenibles. Puede comprenderse que, después de la muerte de tal papa, el pueblo, exasperado por este régimen de terror, asaltase y destruyese el edificio de la Inquisición. También fue implacable la lucha del papa contra los libros heréticos. Miles de ellos fueron arrojados al fuego. En 1559 se publicó una lista de libros heréticos, que fue el primer Indice romano oficial. Eran tan rigurosas sus disposiciones, que Pedro Canisio declaró que él no podía observarlo en Alemania. Pocos años más tarde este Indice fue anulado. A la lucha rigurosa contra la herejía se debe también la bula Cum ex apostolatus officio. En ella el papa, en virtud de los plenos poderes que le correspondían sobre los pueblos y los reinos, renovaba todas las penas sobre los clérigos y seglares, príncipes y súbditos que se apartasen de la fe, y declaró inválidas las elecciones de apóstatas, y a ellos mismos privados de todas sus dignidades, derechos y posesiones. Sus territorios y sus diócesis pertenecerían a los católicos que primero se apoderasen de ellos. Tales disposiciones tenían que hacer aparecer a los católicos que vivían en países protestantes como sospechosos de alta traición, aun cuando, en general, no produjeron efectos prácticos.

REAPERTURA, CRISIS Y TERMINACION DEL CONCILIO

Hasta cuatro meses después de la muerte de Pablo IV, cuyo celo produjo resultados trágicos, no hubo sucesor, que fue elegido en la noche de Navidad de 1559. ¡Tan grandes habían sido los antagonismos de los partidos nacionalistas en el Colegio de cardenales! El nuevo papa, Pío IV (1559-1565), perteneciente a la familia de los Medici de Milán, había adoptado una actitud de frialdad frente a los impetuosos intentos de reforma de Pablo IV; era un diplomático, un carácter alegre, amante de la vida; constituía, sin duda, una sana compensación para la Iglesia, tras las extremosas unilateralidades anteriores. De nuevo volvió a aliarse con los Habsburgo, tanto con los alemanes como con los españoles. Sabía muy bien, en efecto, que el soberano de España y de sus países vecinos, que tenía profundos sentimientos religiosos, era el más fuerte apoyo de la Iglesia. Pío IV no quiso tener nada que ver con el nepotismo político. Hizo abrir un proceso contra los nepotes de su antecesor. Dos de ellos fueron ejecutados. Sin embargo, también este papa otorgó honores eclesiásticos y el disfrute de ricos beneficios a sus parientes de las familias de los Hohenems, de Vorarlberg, y de los Borromeo de Milán. Y así, inmediatamente después de su elección, llamó a Roma a su sobrino Carlos Borromeo, que no contaba más que veintiún años, y lo elevó a la dignidad de cardenal, y pocos meses después a la de arzobispo de Milán, entregándole la administración de los Estados de la Iglesia y la dirección de la diplomacia pontificia. Mas el joven cardenal nepote refrenó con su carácter puro la exagerada tendencia de su tío al favoritismo familiar. La prematura muerte de su hermano mayor, que murió sin hijos, decidió a Carlos a recibir secretamente la ordenación sacerdotal, para excluir toda esperanza de los parientes de que sería él el que prolongaría la estirpe. A la ordenación siguió el comienzo de una vida ejemplar, llena de fervor religioso y de ascética rigurosísima. Era el «genio bueno de Pío IV» (Ranke); y aunque no es suyo, ciertamente, el mérito de que el Concilio de Trento se reanudase —esto fue sin duda obra personal del papa—, sin embargo hay que atribuir, tanto a su estricto cumplimiento de las indicaciones de su tío, como a su incansable actividad personal, el que la decisión de continuarlo se llevase adelante a pesar de todas las dificultades, y el que el concilio pudiera ser concluido felizmente.

El nuevo comienzo fue difícil. La interrupción del concilio había producido efectos funestos. En muchos países habían surgido nuevas condiciones de vida. En Alemania, gracias a la Paz religiosa de Augsburgo el luteranismo se había consolidado como una fuerza política; en Polonia, un sínodo nacional allí celebrado se había aproximado mucho a los innovadores; en Inglaterra Isabel I había dado la vuelta a la obra de recatolización de su media hermana; y en Francia, los constantes progresos del calvinismo y la inestable situación interior habían hecho pensar en un concilio nacional para regular autónomamente la cuestión religiosa. El emperador deseaba un concilio de unión, cuyo lugar de celebración debería ser distinto, y el cual hubiera podido trabajar con independencia, en cierto modo, de las resoluciones conciliares tomadas hasta entonces. Tampoco Francia quería vincularse en modo alguno a las anteriores decisiones, y le hubiese gustado exigir una declaración de que el concilio estaba por encima del papa. Felipe II exigía, en cambio, no un nuevo concilio, sino la reanudación del antiguo y el mantenimiento de todos los decretos conciliares adoptados hasta aquel momento. Las negociaciones duraron once meses. Finalmente el concilio volvió a ser convocado en Trento, sin que la bula dijera claramente si se trataba de una continuación del concilio suspendido o de un nuevo comienzo. Obtener la conformidad de Fernando fue mérito exclusivo del obispo de Ermland y posteriormente cardenal Hosio; las negociaciones con Francia las llevó, con gran prudencia, Carlos Borromeo; la invitación a los Estados del Imperio la hizo el abnegado obispo Commendone. En la Dieta de príncipes celebrada en Naumburgo los protestantes recha­zaron con rudos términos la invitación y la bula de convocatoria.

El concilio pudo por fin volver a inaugurarse solemnemente en enero de 1562, bastante tiempo después de la fecha fijada en el primer momento. A la inauguración habían de seguir todavía ocho sesiones, hasta que el concilio pudo concluir, felizmente, el 4 de diciembre de 1563. La dirección de la asamblea se encontraba en manos de una comisión de cinco delegados, entre los que destacaba especialmente, por su ciencia y habilidad, Seripando, mientras que Gonzaga, debido a su categoría principesca, resultaba especialmente apto para tratar con cada una de las naciones. Entre los 113 obispos que asistieron a la sesión inaugural no había ni un solo alemán; tan cuidadosamente habían procurado los príncipes alemanes no lesionar la Paz religiosa de Augsburgo asistiendo al concilio. En primer lugar se abordó en las deliberaciones el problema, tratado ya en 1547, de la obligación de residencia de los obispos. Con este motivo surgió inmediatamente una apasionada disputa entre los partidarios del sistema episcopal y los del sistema papal. Los obispos españoles, sobre todo, pero también una parte de los italianos, defendían la idea de que los obispos reáben su poder de Cristo mismo y de que, por tanto, también la obligadón de residencia era de derecho divino; por este motivo, no eran posibles, en este problema, dispensas pontificias, y los muchos obispos de la Curia, empezando por los cardenales, deberían marcharse a sus diócesis. Los curialistas veían en tales tesis un ataque a los derechos primaciales del papa. Después de meses de discusión, el papa prohibió que se siguiera disputando y pensó en deponer de sus cargos a Gonzaga y a Seripando.

Luego se reanudaron las discusiones dogmáticas y se elaboraron los artículos, antes aplazados, sobre la comunión de los niños y la comunión bajo dos especies. Siguió después el decreto sobre el sacrificio de la misa, que enseñaba que la misa era el memorial y la actualizadón del sacrificio de Cristo en la cruz, con el mismo sacerdote sacrificador y el mismo don sacrificial, diferentes entre sí únicamente por la forma de la ofrenda.

En medio de los debates dogmáticos, el legado imperial presentó al concilio un libelo de reforma de su señor, en el que se pedía que el problema de la reforma se tratase antes de seguir tratando de cuestiones dogmáticas. El libelo contenía una serie de propuestas y peticiones para mejorar la Iglesia en la cabeza y en los miembros; exigía, entre otras cosas, que se accediese al cáliz de los seglares y al matrimonio de los sacerdotes, para impedir, mediante concesiones, nuevos progresos de la innovación. La petición del cáliz de los seglares la apoyaba también Baviera. Pero los legatos consiguieron que estas peticiones se remitieran al papa, para que él decidiese.

Las discusiones sobre la obligadón de residencia y sobre el citado libelo de reforma habían caldeado ya los ánimos; pero la tensión subió más aun cuando finalmente en el mes de noviembre llegó a Trento una comitiva de 10 ó 15 prelados franceses, a cuyo frente iba Carlos de Guisa, el elocuente «cardenal de Lorena». Los recién llegados se pusieron muy pronto de parte de la posición episcopalista, en el problema de la obligación de residencia, y —lo que resultaba todavía más peligroso— defendieron los decretos del Concilio de Constanza acerca de la superioridad del concilio sobre el papa. En la cuestión de la reforma apoyaron peticiones semejantes a las del emperador y consiguieron convencer a Fernando para que dirigiese una carta al papa, en la que le exhortaba a no oponerse a una reforma decretada por el concilio. Se esperaba un escrito semeiante de Felipe II. Y cuando el emperador fijó su residencia en Innsbruck, para estar más cerca del condlio, y convocó a su corte a un consejo de teólogos para que tratasen los asuntos de la reforma, y el cardenal de Lorena y el legado español participaron en las deliberaciones de Innsbruck, y además, para mayor desgracia todavía, los dos más destacados legados pontificios en el concilio, Gonzaga y Seripando, murieron uno después de otro, pareció que una especie de paraconcilio en Innsbruck privaba al Concilio de Trento de su sentido y su fuerza. Pero el papa y sus consejeros romanos, sobre todo Borromeo, se dieron cuenta del peligro. Era absolutamente preciso llegar a un acuerdo con el emperador. Para ello, Pío IV nombró presidente del concilio a su mejor diplomático, el cardenal Morone, tan probado por los golpes del destino. Morone marchó a Innsbruck y convenció al emperador de que la voluntad de reforma del papa era sincera. El cardenal de Guisa fue ganado para que accediese a un compromiso, y a Felipe II se le calmó, enviándole un escrito de propia mano del papa, en que éste le aseguraba sus intenciones. La gran crisis estaba vencida. Ahora el concilio —tal como lo deseaba también sobre todo Carlos Borromeo, por miedo a una muerte prematura de su tío— podía abordar una tras otra las tareas que quedaban y acabar felizmente.

La próxima sesión estuvo dedicada a tratar del sacramento del orden, que fue relacionado de manera estrecha con el sacrificio de la misa, en contraposición a las ideas protestantes. En el decreto sobre la obligación de residencia, que fue considerablemente intensificado en comparación con anteriores redacciones, se pasó por alto la debatida cuestión de si se fundaba en un derecho divino o en un derecho eclesiástico. El denominado decreto sobre los seminarios ordenaba que todos los obispos fundasen seminarios para formar en ellos un clero diocesano suficientemente numeroso y bien formado. En él se incluyeron casi textualmente las sugerencias contenidas en las constituciones de 1555 del cardenal Pole para Inglaterra y que se practicaban ya con éxito en los colegios romanos de los jesuítas. El preocuparse por la futura generación sacer­dotal se enumeraba también entre los deberes más urgentes de los obis­pos. Sólo así podía eliminarse el obstáculo que para toda reforma en las diócesis representaba la falta tremenda de sacerdotes celosos formados y de gran altura moral. Las sesiones siguientes aportaron decretos dogmáticos sobre el sacramento del matrimonio y resoluciones jurídicas fundamentales acerca de la celebración del matrimonio. Sobre todo, el decreto Tametsi declaró nula la celebración secreta del matrimonio. Eliminóse así una fuente de múltiples inseguridades jurídicas, y el matrimonio como sacramento quedó sometido de manera más clara y visible a la competencia de la Iglesia. En la sesión final se aprobaron decretos dogmáticos concernientes a la doctrina sobre el purgatorio, la veneración a los santos y las indulgencias. Es curioso que este último punto dogmático, del que había brotado, en el aspecto temporal, toda la división, fuese tratado sólo de pasada.

Junto a las cuestiones dogmáticas se trataron también las referentes a la reforma. La habilidad de Morone consiguió aquí atajar las diversas exigencias nacionales presentando él mismo una amplia propuesta de reforma; también logró disminuir el interés de los príncipes por un tratamiento demasiado extenso de las cuestiones de reforma proponiendo una reforma de aquéllos por el concilio. Si bien la reforma de la Curia debería quedar reservada al papa mismo, la propuesta de reforma del legado contenía un amplio programa, que, tras ser estudiado y debatido con detalle, fue incluido igualmente en los decretos de las dos últimas sesiones. Y así, cada tres años deberían celebrarse sínodos provinciales, y cada año, sínodos diocesanos; los obispos deberían visitar regularmente sus diócesis, y los cabildos catedralicios deberían ser reformados. Los abusos antiquísimos en los nombramientos de cargos, la acumulación de prebendas, las expectativas, las provisiones y las reservaciones deberían desaparecer; otras disposiciones se referían al ministerio de predicar y a la instrucción religiosa del pueblo. Con razón se ha dicho que el primer motivo de estas disposiciones era la activación y el fomento de la pastoral. Un decreto específico de reforma, el De regularibus, se ocupaba de los monasterios y de las Ordenes religiosas. Se prohibió que los religiosos poseyesen nada privadamente, se reguló la visitación de los monasterios, se eliminó el sistema de encomienda y se fijó una edad mínima para ingresar en los monasterios y otras cosas por el estilo.

Durante el segundo día de la última sesión, el 4 de diciembre de 1563, se leyeron en su integridad, o al menos en sus comienzos, todas las resoluciones del concilio tomadas desde 1546, que fueron aprobadas por los padres y sometidas al papa, para que éste las confirmase, con un solo voto en contra. El concilio decidió, en cambio, que los decretos de reforma sólo tendrían validez salva la autoridad de la Sede Apostólica. Las reformas pendientes fueron remitidas directamente a la Santa Sede. La situación del papado por encima del concilio quedó así solemnemente reconocida por los asistentes, que eran nada menos que 255 padres. Con las aclamaciones a los papas y a los príncipes pronunciadas por el cardenal de Lorena, con el anatema lanzado sobre todos los herejes, y la despedida de Morone: «Id en paz», se dio fin a esta asamblea de la Iglesia. Pocas semanas después, el 26 de enero de 1564. Pío IV confirmó los decretos del concilio.

La labor del Concilio de Trento, relativamente muy larga, interrumpida varias veces, amenazada por tantas dificultades y crisis, no logró alcanzar, indudablemente, la gran meta que al principio se propuso: restablecer la unidad de la fe. La otra parte se negó a secundar estos esfuerzos de la asamblea. El Occidente cristiano quedó escindido confesionalmente; más aún, la clara definición de las doctrinas controvertidas profundizó todavía más esta escisión. Pero precisamente estos dogmas inequívocos, que definían la sustancia dogmática y no opiniones de escuelas teológicas, salvaron —si así puede decirse— la fe católica, aclarándola en los puntos más decisivos y amenazados. El concilio «delimitó, pero no separó donde no existía ya separación». No se trazaron límites, sin embargo, en todos los terrenos. Así, por ejemplo, quedó sin resolver la cuestión del primado pontificio. E incluso las aceradas fórmulas de los decretos no constituían una formulación racionalista, una frigidissima disputatio de una Escolástica degenerada. Su lenguaje quería ser y continuar siendo un lenguaje piadoso, que no sólo tiene en cuenta el resplandor de la verdad, sino también la santidad de la vida cristiana. El resultado de esta autorreflexión serena, sincera y profunda de la Iglesia fue que la cristiandad recibió del concilio unos decretos doctrinales redactados con frecuencia en un estilo realmente clásico. Esto no significa que se hubiera dicho la última palabra para siempre —nuevos puntos de vista plantean nuevos problemas, incluso en cuestiones «solucionadas», y una base ecuménica más amplia ofrece también la posibilidad de completar las soluciones adoptadas. Mas, frente a los terribles ataques de aquella época, la Iglesia atestiguó y defendió con claridad su patrimonio de la verdad. Tampoco en lo que se refiere al contenido de cada una de las tesis elaboradas se valorará nunca bastante la aportación dogmática del concilio. Para la vida moral del individuo tenía una importancia fundamental el que, al ser declarada la doctrina de la justificación, la voluntad humana no apareciese como completamente privada de libertad, ni la justificación se presentase exclusivamente como gracia. Con todo, ésta conservó y mantuvo su valor y su dignidad, como gracia antecedente y santificante, que saca al hombre de su pasividad y le hace capaz de realizar buenas obras. Y al rechazar, en la doctrina sobre el pecado original, la idea de que éste es la inclinación al mal, se evitó una condenación general de las inclinaciones y tendencias del corazón humano, que deberían ser extirpadas, según el calvinismo. La naturaleza no es, sin más, pecado. Las pasiones pueden ponerse también al servicio de ideales morales dentro del orden social. Aquí está la raíz de la gran aportación cultural católica del Barroco. La doctrina católica sobre el pecado original fue la que posibilitó dogmáticamente la conquista del universo, tal como la intentó la cultura barroca.

También la constitución monárquica de la Iglesia fue corroborada por el concilio. Es verdad que no se llegó a tomar una decisión entre episcopalismo y papalismo en el problema de la obligación de residencia. El concilio no definió expresamente la primacía de la Sede Romana, pero, de hecho, todas las resoluciones fueron sometidas a la aprobación pontificia. La temida debilitación de la situación primacial del papa, por un nuevo despertar de la idea conciliarista —la cual quedó desbancada de hecho por toda la estructuración y el decurso del concilio— no llegó a producirse. Y, por fin, lo decisivo históricamente fue que la Iglesia, en lucha con el protestantismo, que avanzaba victoriosamente, y con las Iglesias nacionales católicas, se consolidó a sí misma, reafirmando su cerrada estructura monárquica. A ello se añadió la consolidación, no de derecho, ciertamente, pero sí de hecho, de la potestad episcopal frente a todas las coartaciones anteriores, y la espiritualización del ministerio eclesiástico en cuanto a tal, que caracteriza el derecho canónico del «período postridentino».

Es cierto que los decretos de reforma del concilio parecieron, con frecuencia, muy poco coherentes entre sí y no consiguieron imponerse sino muy poco a poco y venciendo grandes dificultades. Hicieron ver, sin embargo, que se estaba firmemente decidido a eliminar los múltiples abusos, que ni se negaron ni se cohonestaron, y a dar nuevo vigor a los antiguos ideales. Aquí se llegó a trazar incluso, en muchos campos, un programa completo, el cual ofreció una base sólida para la renovación religiosa y moral del clero y del pueblo. Esto no quiere decir que cada uno de los puntos no hubiera sido visto ya antes de ser tratado en el seno del concilio. Muchas de tales reformas se habían proyectado ya en diversos lugares, sin que el impulso viniera de la Iglesia oficial; más aún, en varios sitios habían conseguido triunfar. Basta recordar las nuevas congregaciones o los sínodos diocesanos de Giber ti en Verona, el cual encarnaba realmente la figura ideal de un obispo celoso de las almas y preocupado por sus sacerdotes y por su pueblo. Pero el concilio hizo suyos oficialmente los diversos ímpetus privados de reforma y los impuso como precepto a la Iglesia entera. Ahora se volvió a colocar oficialmente, ante la vista de los prelados secularizados, los antiguos preceptos sobre la vida sencilla y digna; ahora la Iglesia se negaba a consentir el matrimonio de los sacerdotes, a pesar de las presiones del emperador Fernando, para retener a los clérigos pervertidos. El precepto de la incardinación del clero secular hizo desaparecer el clericus vagus, que sólo había pensado en su bien, y dio a los fieles pastores que vivían permanentemente entre ellos y conocían sus necesidades y defectos. Al pueblo se le volvió a presentar el ejemplo de una vida cristiana, y todo el mundo se dio cuenta de que había llegado el momento de reconcentrarse y reformarse a sí mismo. Pero con ello se les devolvió también a las personalidades responsables, clérigos y seglares, que se habían ido haciendo cada vez más pesimistas sobre el futuro de la Iglesia, el saludable optimismo, la seguridad interna en sí mismos, el valor para defenderse contra los ataques subsiguientes de la Reforma protestante, y la voluntad de reconstrucción.