|  | NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA 
        
        REFORMA Y CONTRARREFORMA  por el profesor  DR. HERMANN TÜCHLE con la colaboración del profesor  DR. C. A. BOUMANLo tradujo al castellano  ANDRES-PEDRO SANCHEZ PASCUALDE WITENBERG A TRENTO 
          CAPITULO PRIMERO
          
         ESPAÑA Y LA EXPANSION MUNDIAL DE LA IGLESIA
              
         
           
         En la época del
          pontificado renacentista la Iglesia católica pagó del modo más grave las
          consecuencias de la crisis de la Baja Edad Media, que venía durando ya siglos.
          Pero mientras la decadencia del espíritu religioso parecía anunciar violentas
          conmociones, quedaban aún casi intactos, como reserva de fuerzas primordiales e
          imperecederas y como fuente de nueva energía, la Península Ibérica y los países
          sometidos a ella.
              
         Castilla, que durante mucho
          tiempo había estado aliada militarmente con Francia, era desde el siglo XV una
          de las grandes potencias europeas. En el ámbito interno la Iglesia española, al
          salvaguardar el derecho de elección de los cardenales, había salvado,
          especialmente en el Concilio de Constanza, la tradición de la Iglesia misma,
          impidiendo así que se diluyera en una inconsistente liga de naciones. Desde el
          momento en que Isabel la Católica, que estaba casada con Fernando de Aragón,
          subió al trono de Castilla y León a la temprana edad de veintitrés años,
          inicióse un nuevo auge del país. Al unir Castilla con Aragón creó la base
          permanente de la situación de España como gran potencia. Sólo ahora pudo concertarse
          la paz con Portugal; sólo ahora recobró el país la seguridad general. Ahora se
          tenía posibilidad de poner fin a la obra secular de la reconquista cristiana
          de la península, suprimiendo el último bastión del Islam, el reino de Granada.
          Al exigirle los Reyes Católicos los tributos al rey moro, éste había contestado
          que, en lo sucesivo, las casas de moneda de su reino no acuñarían ya oro, sino
          acero. Pero las armas de las tropas cristianas parecían estar hechas de un
          acero más duro todavía. Con importante participación extranjera —en el
          ejército español luchaban incluso jóvenes caballeros alemanes— se llevó
          adelante durante diez años la campaña como una tarea cristiana universal, para
          fomentar la cual había concedido el papa indulgencias en 1483. En 1487 se
          conquistó Málaga; la mezquita principal fue transformada en catedral cristiana
          y una tercera parte de los moros hechos prisioneros se empleó para liberar a esclavos cristianos en Africa. Y
          enfrente de Granada, que estaba defendida por 1.030 torres, la reina Isabel,
          que se había presentado personalmente en el campamento, hizo construir, como
          expresión de su convicción de que aquella campaña era un asunto de fe, la
          ciudad de Santa Fe. Cuando Granada se entregó por fin, en 1492, el primado de
          España, cardenal Mendoza, se adelantó con sus huestes para ocupar la Alhambra. De este modo la bandera de los cruzados,
            regalo del papa Sixto IV, que había precedido a las tropas en la campaña, fue
            lo primero que apareció sobre las alturas de la Alhambra para anunciar que el dominio de la Media Luna había
              sucumbido ante la Cruz de Cristo.
              
             UNIDAD DE IGLESIA Y
          ESTADO
            
           La prolongada lucha no
          sólo había mezclado a los señores con el pueblo, sino que había creado además
          en la nación española un ardiente y casi fanático espíritu de fe. La divisa Plus
            Ultra era para España, ciertamente, un mito, pero era también historia;
          era su misión, a la que estaba predestinada y en la que consumía su existencia.
          La unidad de la Iglesia y el Estado, la total penetración de aquélla por éste y
          de éste por aquélla, y, como presupuesto de todo esto, la unidad religiosa
          misma, constituía una de las máximas perennes de la política española. Y así no
          resulta extraña la lucha contra los enemigos de la fe y contra los apóstatas, y
          la subyugación de los judíos y mahometanos, elementos de raza extraña. Los
          conversos del judaismo, llamados «cristianos nuevos», habían retornado en gran
          parte, de manera declarada u oculta, a su antigua fe. La unión entre ellos era
          muy estrecha. Y no era pequeño el peligro de su propaganda, el peligro del proselitismo. Pronto
            pareció que en España vivían dos naciones que se odiaban a muerte. Fernando el
            Católico consiguió del papa el establecimiento del Tribunal de la Fe, la
            Inquisición española, que fue desde el principio un instrumento omnímodo en
            manos del monarca y que más de una vez había de ser empleado, en el futuro,
            también para fines estatales y políticos. La expulsión de los judíos en el
            mismo año de la conquista de Granada fue una medida puramente política.
            Tampoco se mantuvo durante mucho tiempo la promesa de libertad religiosa hecha
            a los moros de Granada. Cuando éstos se opusieron a los intentos cristianos de
            convertirlos y surgieron revueltas, los Reyes Católicos retiraron su promesa y
            les colocaron, en 1501, ante esta disyuntiva: o bautizarse, o marchar al
            destierro. Así se creó la unidad religiosa de España.
            
           Los Reyes Católicos
          —Alejandro VI les había concedido en 1496 el título de Maiestas Catholica—
          veían la consumación de su política absolutista también en su dominio sobre la
          Iglesia española. Además del nombramiento del Inquisidor general, lograron
          obtener de los papas el derecho de patronato sobre los puestos eclesiásticos
          importantes del reino de Granada. Sixto IV les confirmó expresamente el derecho
          de «placet» para las bulas
            pontificias, así como el derecho a apelar del tribunal eclesiástico a su
            propio tribunal, derecho que ya habían reivindicado mucho antes, para que su
            poder fuese completo. Ya desde el comienzo de su gobierno Isabel se había
            venido presentando personalmente en las elecciones de la Orden de Santiago,
            para decidir, de acuerdo con sus deseos, la elección del Gran Maestre. Y
            Fernando se hizo transferir las dignidades de Gran Maestre de las demás
            Ordenes militares españolas. Para su sucesor, Carlos V, Adriano VI unió
            expresamente estas dignidades con la corona. Ciertas cuestiones del dominio
            feudal del papa sobre Nápoles provocaron violentas reacciones del rey, de tal
            modo que durante algún tiempo se temió una total ruptura de Fernando con Roma.
            
           CISNEROS Y EL HUMANISMO CRISTIANO
          
         Este dominio de los reyes
          sobre la Iglesia, que era un fenómeno general en las postrimerías de la Edad
          Media, no impidió, sin embargo, en modo alguno, que se activase con éxito la
          vida eclesiástica en el reino español. Obispos adornados de grandes cualidades,
          estimados también en la corte y de gran influencia en ella, entre los que se
          cuentan el piadoso Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y especialmente los cardenales
            Mendoza (f. 1495) y Jiménez de Cisneros (f.
              1517), laboraron celosamente por reformar y fortalecer sus Iglesias. En los
              años 1473 y 1512 se celebraron dos importantes Sínodos provinciales, y sus
              decretos de reforma fueron llevados realmente a la práctica. El clero regular
              no quedó exento de cumplir los nuevos preceptos. Se impuso la observancia
              estricta especialmente en las Ordenes mendicantes; todos los monasterios de
              benedictinos fueron obligados a unirse a la congregación reformada de Valladolid. Un primo del mismo Cisneros llevó a cabo la reforma en Monserrat. A
                los sacerdotes seculares les exigió que observasen el deber de residencia, y a
                los párrocos, la confesión frecuente y la homilía dominical. Se declaró la
                guerra de un modo especial a la ignorancia religiosa. El cardenal Mendoza
                escribió un catecismo de la vida cristiana para promover la educación
                religiosa. Se fundaron numerosos Colegios y Unversidades. El seminario de
                Granada sería más tarde el modelo que tendrían en su mente los padres del
                Concilio de Trento al
                  promulgar su decreto sobre los seminarios. Como octava maravilla del mundo
                  consideraron los hombres de aquel tiempo la fundación de la Universidad de
                  Alcalá por Cisneros, a la
                    que el cardenal franciscano dotó de una manera verdaderamente principesca.
                    
                   Mas las energías no se
          agotaban en levantar grandiosos edificios para iglesias, universidades y
          hospitales; a las nuevas instituciones se les encomendaban también grandes
          tareas y se les asignaban grandes fines. En Alcalá, Cisneros creó no sólo una cátedra de teología
            tomista, sino también otra de teología escotista e incluso una tercera de
            teología nominalista; y junto a ellas estableció cátedras de griego y de
            hebreo. Llamó a su fundación a estudiosos de Salamanca y de París,
            encargándoles que editasen un texto científicamente fiel de la Sagrada
            Escritura. Con una liberalidad asombrosa, llegó a invitar incluso a Erasmo a
            que fuera a España para colaborar en los trabajos. A sus costas y de acuerdo
            con sus directrices —el texto de la Vulgata no debía ser corregido según el
            texto griego, sino que debía ser restablecido según los mejores manuscritos
            latinos— apareció, por fin, como resultado de los más serios trabajos
            filológicos, la Políglota Complutense, llamada así por el nombre latino de
            Alcalá, que fue la primera edición impresa del texto primigenio del Nuevo Testamento,
            al que muy pronto siguió el texto del Antiguo. Los seis tomos se fueron
            imprimiendo entre 1514 y 1517, pero no salieron a la luz pública hasta 1520,
            pues hasta después de la muerte de Cisneros no se solicitó la aprobación pontificia. Nadie menos
              que Erasmo tributó los mejores elogios a la labor realizada por los estudiosos
              de Alcalá: Gratulor vestrae Hispaniae ad pristinam eruditionis laudem veluti
                postliminio reflorescenti. También se pensaba editar un Aristóteles en
              griego y en latín.
                
             Cisneros fue
          el gran mecenas del humanismo cristiano en España, que, bajo la dirección de
          Nebrija (cuya actitud crítica frente a las tradiciones de la Iglesia provenía
          de Lorenzo di Valla), pretendió dedicarse exclusivamente, ya antes de que se
          acabase el siglo, a trabajar en la Sagrada Escritura. Nebrija encontró
          numerosos discípulos en sus trabajos para establecer un texto crítico del
          Evangelio en la época en que había aparecido el nuevo arte de imprimir, texto
          que incluiría los más diferentes manuscritos, junto con sus errores. Además de
          esto, Nebrija fue el heraldo del futuro grandioso del idioma de Castilla y el
          reanimador de la cultura latina, ahora que el país se encontraba ya
          completamente liberado de la dominación de los moros.
              
         El humanismo cristiano
          fue favorecido eficazmente por una corriente mística. Se tradujeron obras como
          la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia; en 1493 apareció un Lucero
            de la vida cristian;, era conocida la explanación del Miserere hecha
          por Savonarola. La meta anhelada de
            todos los dirigentes eclesiásticos parecía ser un cristianismo orientado
            totalmente hacia la interioridad y la gracia. El estudiar la Etica de Aristóteles,
            así como a Cicerón, Séneca y Boecio, se apreciaba únicamente como preparación
            para la imitación de Cristo. Añadió a esto la impresión que a los hombres de
            aquella época produjo el prodigio de la dilatación de la cristiandad, que iba
            más allá de todo lo imaginado, y de la cual se sentía instrumento el cardenal
            español. Se despertaron esperanzas mesiánicas, que se concentraron en torno a
              Cisneros y, algunos años más tarde, en
                torno al joven rey. Pero de los teólogos nominalistas de Salamanca salieron los
                primeros españoles que más tarde se hicieron sospechosos de tendencias
                luteranas; de sus filas salieron los alumbrados, aquellos místicos que dos
                generaciones más tarde habían de ser perseguidos rigurosamente por la
                Inquisición y el Santo Oficio.
                
               Desde el comienzo hubo
          también en España una oposición contra el humanismo cristiano y contra la labor
          de crítica textual de Erasmo. Y fue tan ruidosa, que Clemente VII tuvo que
          amenazar con encarcelar a uno de sus portavoces si no callaba. La misma
          Políglota de Alcalá no volvió a ser impresa en los decenios siguientes, a pesar
          del vivo interés existente por la Sagrada Escritura, y el Concilio de Trento ni siquiera la cita. Sólo más tarde, en
            tiempos de Felipe II, tuvo una reimpresión, lejos de la patria española, en Amsterdam, con el nombre de Biblia Regia.
              
             Al morir Fernando en
          1516, a la edad de sesenta y cuatro años, hallándose en camino hacia Sevilla,
          el anciano Cisneros asumió
            la regencia, junto con Adriano de Utrecht, preceptor del heredero, Carlos I, y la administró
              según el espíritu del fallecido rey. Se negó a que se predicase en España la
              indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, la cual
              había de convertirse en Alemania en el motivo de la aparición de Lutero. Dos
              meses antes de morir el cardenal, desembarcó Carlos en Asturias. Durante toda
              su vida Cisneros había
                intentado fortalecer el poder real frente a la despótica nobleza feudal y las
                ciudades. Sin embargo, no había logrado un éxito definitivo. Al nuevo rey, al
                que, al comienzo, se le miraba en España como extranjero y protector de los
                extranjeros, las Cortes, reunidas en Valladolid, le manifestaron que sólo le prestarían el juramento de
                  fidelidad si también él juraba mantener los privilegios, libertades y usos de
                  los municipios, y sobre todo las leyes que prohibían dar cargos y beneficios a
                  los extranjeros. Cuando más tarde, al saberse que Carlos había sido elegido
                  emperador romano-germánico, éste desatendió los ruegos de los españoles de que
                  no abandonase el país y emprendió viaje hacia el norte en 1520, estallaron
                  alborotos en las ciudades. Estos se dirigían aparentemente contra las
                  depredaciones de los extranjeros, pero en realidad iban contra el mismo Carlos.
                  Sólo la derrota de la rebelión general, a la vuelta de Carlos en 1522, a causa
                  de la cual las ciudades perdieron sus libertades y privilegios, a la vez que
                  sufrieron sensibles daños en su vida comercial, dio al rey de España aquella
                  plenitud absolutista de poder y de recursos, que más tarde Carlos V había de
                  poder emplear, militar y financieramente, en sus empresas, que se extendieron a
                  todo el mundo.
                  
                 EL NUEVO CAMPO
          MISIONAL
            
           El territorio sobre el
          que reinaba Carlos I había sobrepasado hacía ya tiempo las fronteras de
          Occidente. En el campamento de Granada había aparecido en 1492, ante los
          vencedores Reyes Católicos, el genovés Cristobal Colón, a fin de conseguir de ellos apoyo para sus planes
            de encontrar por Occidente el camino hacia la India. El 3 de agosto del mismo
            año partió, con tres carabelas, del puerto de Palos de Moguer; y el 12 de
            octubre llegó, sin saberlo, a territorio americano. Tres viajes posteriores
            ampliaron el radio de sus descubrimientos; otros audaces y osados marineros,
            aventureros y conquistadores siguieron su ejemplo. Ante los ojos de los
            contemporáneos surgió un Nuevo Mundo sobre cuyo suelo fueron plantadas la
            bandera española y la cruz de Cristo. Indudablemente Colón emprendió sus
            aventurados viajes «por Dios y por el oro». Pero al dar nombre a los nuevos
            territorios (San Salvador, Santa María, Trinidad) realizó una especie de
            bautismo, iniciando la cristianización del Nuevo Mundo. La consecuencia de
            estos viajes fue una dilatación gigantesca del Orbis cbristianus. La
            Iglesia había sobrepasado ahora las fronteras de Occidente. Un inmenso campo
            nuevo de actuación, un ingente campo de trabajo se abría ahora ante ella: el
            mundo entero.
            
           Cuando Colón, a la
          vuelta de su primer viaje, se presentó ante Isabel en la Plaza Mayor de
          Barcelona y los indios que había traído consigo solicitaron el bautismo, que
          les fue administrado en la catedral de la ciudad, siendo madrina la misma
          reina, comenzó al mismo tiempo una de las épocas más grandiosas de la historia
          misional de la Iglesia. En el segundo viaje de Colón marchó ya un benedictino
          de Monserrat, Bernardo Boil, a
            quien el rey había nombrado director de un grupo misionero de doce hombres. La
            santa misa se celebró por primera vez en el Nuevo Mundo en Haití, en la fiesta
            de la Epifanía de 1494, y en septiembre de ese mismo año se administró el
            primer bautismo. El reino de Dios había llegado, aun cuando Boil volvió el mismo año a España.
              
             Al igual que todos los
          asuntos eclesiásticos españoles, la labor misionera estuvo inseparablemente
          unida desde el principio con la política. Un poco de la compacta unidad de la
          Alta Edad Media parecía haber arribado así, con la misión, al Nuevo Mundo. Es
          extraño que alguien se escandalizase de ello, como el dominico P. Las Casas.
          Más frecuente era una consideración verdaderamente escatológica de las cosas,
          tal como la expresó por escrito, a finales del siglo XVI, el franciscano Mendieta: Dios, decía, había destinado a los
            españoles para ser su pueblo escogido y había exaltado sobre todo el mundo, en
            la persona de Carlos V, al emperador-mesías. El milenario reino del
            Apocalipsis estaba próximo. Pero en el terreno de las cosas concretas hubo, más
            de una vez, dificultades y colisiones. Cuando Portugal, que poseía la
            jurisdicción espiritual sobre todos los territorios recién descubiertos,
            protestó contra la toma de posesión por España de la India de Occidente, fue
            el papa Alejandro VI quien, a ruegos del rey Fernando, resolvió las
            dificultades, con las cuatro famosas bulas del año 1493. Los territorios ya
            descubiertos y los que se descubrieran al oeste se donaban a la corona
            española, con el encargo expreso de que llevase la religión cristiana a los
            pueblos que poblaban aquellas islas y el continente. Se trazó, de polo a polo,
            una línea de demarcación que corría al oeste de las Azores. La India oriental
            sería territorio de dominio portugués, y la «India occidental», de dominio
            español; a ambas naciones se les imponía la misma condición de misionar la
            población indígena. En el tratado de Tordesillas de 1494, los dos países
            desplazaron esta línea 370 millas más al oeste.
            
           La corona española tomó
          en serio desde el principio esta tarea misionera. Con el nuevo gobernador
          llegaron a Haití en 1502 diecisiete franciscanos, y en 1519 arribaron los
          primeros dominicos; en 1511 llegaron veinticuatro misioneros a Puerto Rico. Ya
          en 1616 ordenó Cisneros que
            ningún barco podía partir hacia el Nuevo Mundo sin llevar sacerdotes a bordo.
            En 1522 se habían erigido ya ocho obispados en las Antillas. En 1522
            desembarcaron en Méjico tres franciscanos holandeses, elegidos por el confesor
            del emperador, a los que siguieron, al año siguiente, los «Doce Apóstoles», que
            eran religiosos españoles. A su llegada, Cortés salió a su encuentro y, con
            asombro de los aztecas, bajó de su caballo, se arrodilló humildemente ante el
            grupo de frailes y les pidió su bendición. En 1526 uno de ellos fue nombrado
            primer obispo de la ciudad de Méjico. En los diez años siguientes fueron llegando
            dominicos y agustinos. Estos primeros misioneros no sólo eran hombres
            ejemplares y deseosos de ganar almas, sino también gentes cultas. Para poder
            misionar tuvieron que comenzar por aprender varias lenguas, cuya composición
            era radicalmente distinta de todas las europeas. Pero en el transcurso de pocos
            años pudieron publicar los primeros diccionarios y los primeros catecismos en
            los idiomas de los indígenas. Los resultados de la labor misionera fueron
            extraordinarios, realmente inverosímiles. En veinte años habían sido bautizados
            algunos millares de hombres; 8.000, 10.000, más aún, 14.000 bautizos en un día
            no eran algo raro para dos franciscanos. Se puede tener una opinión distinta
            acerca del método de misionar, se puede poner objecciones a la calidad de las
            conversiones, pero los números mismos son citados de manera tan inequívoca en
            las diversas fuentes, que no puede caber duda de ellos. Las cinco provincias de
            los franciscanos y las tres de los dominicos existentes en Méjico a finales del
            siglo, son una prueba más del brío con que se acometió esta labor y del eco que
            había encontrado en este país.
            
         Uno de los más
          importantes campos de actividad fue la escuela. Ya el mismo año de su llegada,
          los «Doce» fundaron el primer centro de enseñanza, en el que se buscó el método
          pedagógico más adecuado a los indígenas y se transformó de raíz su vida. Junto
          a la religión y las otras disciplinas corrientes, los indios aprendían aquí,
          bajo la dirección de los religiosos, todas las habilidades manuales y técnicas de
          los europeos: la construcción de casas y puentes, el tejido de telas y la
          elaboración de instrumentos domésticos, el cultivo de la tierra, la cría de
          ganados y la cerámica. En todo eran competentes estos frailes; curaban a los
          enfermos y consolaban a los moribundos, enseñaban a los niños y enterraban a
          los muertos, corregían a los equivocados y defendían a los oprimidos contra
          toda explotación, reemplazando en poco tiempo a íos personajes que antes
          dirigían la sociedad pagana. Crearon un país católico, que pronto encontró su
          centro religioso en el santuario mariano de Guadalupe, aunque, ciertamente,
          también sufrió después la tensión entre el clero secular y el regular, y pocos
          decenios más tarde cayó en un cierto letargo bajo una administración colonial
          secularizada. También en Sudamérica la misión marchó al mismo compás que la
          conquista; los misioneros caminaban, por así decirlo, tras las huellas de los
          conquistadores. Sin embargo, los éxitos no fueron tan contundentes como en
          Nueva España (Méjico). Mientras que aquí fue un pueblo civilizado el que se
          llevó a la verdadera fe, en Sudamérica fue necesario acostumbrar antes a las
          tribus indias, más o menos nómadas, a la vivienda fija, a la regla, la ley y el
          trabajo.
              
         También la mayor
          población europea de estos países trajo consigo no pocas rebeliones y
          retrocesos, dada la ferocidad de los indios y los latrocinios y la
          explotación, con frecuencia brutales, de los conquistadores y colonos. La
          pluralidad de formas que la Iglesia misionera llegó a encontrar es asombrosa.
          Va desde la Universidad de los dominicos en Lima (1535), en el antiguo y
          elevado Imperio incaico de Perú, hasta las aldeas misioneras de Ecuador y
          Paraguay, en las que los indios, sistemáticamente instruidos, religiosamente
          dirigidos y educados para el trabajo por los religiosos, y, a la vez, aislados
          de la malsana influencia de los colonizadores, habían de vivir la forma de
          sociedad cristiana adecuada a ellos.
              
         EL P. BARTOLOME DE
          LAS CASAS
            
           Toda concentración de
          indígenas, y su cuidado especial, ya se realizase en las ciudades-monasterios
          de Méjico o en las «reducciones» del Gran Chaco, en Paraguay, despertaba
          ciertamente la resistencia y la repulsa hostil de los colonos y propietarios
          europeos. En los indios, de los que necesitaban indispensablemente, dada la
          falta de animales de tiro y de carros, veían ellos mano de obra barata y
          gratis. Los indios eran, en efecto, paganos, y por ello, según la opinión de
          muchos teólogos, no poseían derechos de ninguna clase en una sociedad
          cristiana. Una nueva esclavitud surgió de esta manera en América. Pero los
          misioneros, al concentrar ahora a los indios, los substraían a los colonos.
              
         Muy pronto se entabló
          una lucha a fondo en torno a aquellos nuevos cristianos. El problema en
          cuestión eran los derechos humanos universales de los indios. Uno de los
          méritos inmortales de la Iglesia consiste precisamente en haber hecho triunfar
          el principio de la igualdad de las razas; haberlo hecho triunfar poco a poco,
          desde luego, pero sin acudir a las violencias externas, empleando tan sólo los
          medios de la enseñanza, de la protesta y del sacrificio personal de sus obispos
          y sacerdotes. El dominico P. Bartolomé de las Casas se convirtió en defensor de
          los derechos del hombre y en campeón de la libertad de los indios, a pesar de
          los duros obstáculos con que tropezó incluso en determinados círculos
          eclesiásticos.
              
         La relación de los
          indios con sus nuevos dueños se basaba, jurídicamente, en la llamada
          «encomienda». A todos los españoles que habían hecho méritos especiales en el
          Nuevo Mundo se les concedía el derecho de imponer impuestos a los indios que se
          les habían encomendado de por vida, y de obligarlos a trabajar, así como el
          deber de cuidarse de su bien espiritual y corporal. En la realidad práctica de
          la vida cotidiana este sistema no significaba otra cosa que la adjudicación de
          indios para realizar trabajos forzados en las minas y plantaciones. Las Casas,
          que en 1502 había llegado a Haití con una encomienda de este tipo, y que luego
          había sido ordenado sacerdote en Roma y había predicado en Cuba entre los
          indígenas, se dio cuenta, en la isla de Santo Domingo, gracias al valeroso
          sermón de un dominico, de la injusticia de todo este sistema. Las Casas
          renunció a su encomienda, pero su ejemplo fue imitado por muy pocos de sus
          connacionales. Entonces acudió a la corte de España, para interceder allí en
          favor de los indios. Consiguió del regente Cisneros que nombrase una comisión investigadora, con la cual
            volvió a América. Aquí la labor de ésta le pareció demasiado tímida. Por ello
            volvió de nuevo a España y presentó sus propios planes: Para sustituir a los
            indios, que morían prematuramente en las minas y plantaciones, propuso que se
            llevasen a América esclavos negros, más robustos, escogiéndolos entre los que
            hubieran sido derrotados en una guerra justa. La vida le enseñó más tarde,
            ciertamente, cuán injustas eran las guerras en que los portugueses habían
            apresado a los negros y les habían reducido a esclavitud.
            
           Mas su pacífica labor misionera y colonizadora tropezó con la
          resistencia de funcionarios y comerciantes españoles. Con el fin de poder
          continuar su lucha en favor de los indios, Las Casas se hizo ahora dominico.
          En sus escritos atacó denodadamente el que se ejerciese coacción en la misión,
          y pidió que el único camino fuese la predicación y la libre aceptación de la
          fe. Sus memoriales dirigidos al Consejo de Indias, en los que recalcaba de modo
          especial que la única justificación de la presencia de los españoles en el
          Nuevo Mundo era el deber de misionar, tuvieron finalmente el resultado de que
          Carlos V promulgase en 1542 las «Leyes Nuevas»; en ellas se prohibía la
          esclavitud, se equiparaba a los indios con los españoles, en lo relativo a los
          impuestos, y se suprimían las encomiendas. Como obispo de Chiapa, en Méjico, Las
          Casas había de llevar a la práctica las nuevas leyes. Mas los colonizadores
          españoles promovieron una revuelta contra él. Tuvo que volver a España, y tras
          una entrevista de importancia histórica que tuvo con el Consejo de Indias, en
          presencia de Carlos V, fue declarado libre de toda culpa. Las Casas renunció a
          su diócesis y permaneció en España como consejero de la corte y defensor de los
          indios. Con su obra brevísima relación de la destrucción de las Indias pretendía evitar que el rey realizase nuevas conquistas en el Nuevo Mundo. Con
          este escrito fomentó también ciertamente en gran manera, contra su voluntad, la
          «leyenda negra» antiespañola. Todavía a sus ochenta y dos años se presentó Las
            Casas ante Felipe II y defendió los derechos de los indígenas.
              
             Como verdadero humanista, Las Casas había advertido el
          valor de las culturas
            extrañas y pedía que la
              misión y sus métodos se acomodasen a aquéllas.
                Sus adversarios no eran
                  sólo, ciertamente, la codicia y el egoísmo de los colonizadores. Contra
                    él estaban también los teóricos que intentaban repensar desde una
                      perspectiva aristotélico-escolástica los problemas que el descubrimiento de América había planteado. A fin de cuentas, la guerra que se hacía a los indígenas había que justificarla también
                        ante la conciencia moral ¿Qué eran aquellos indios? ¿Eran paganos o cristianos vueltos al paganismo, eran personas racionales o animales salvajes, seres intermedios entre el hombre
                          y el animal? ¿Eran bárbaros que era preciso someter al poder de los civilizados
                            españoles, para llevarlos a la religión y a los sentimientos
                              cristianos? ¿Pueden los indios aprender a vivir como los trabajadores cristianos de España? ¿Se puede hacer la guerra a los infieles precisamente por ser infieles?
                                ¿Pueden los cristianos imponer castigos a
                                  los paganos si éstos han pecado contra la
                                    ley natural? Estas y
                                      otras preguntas semejantes inquietaban a los teólogos y juristas de España y de otras naciones. Sin inmutarse, Las Casas defendía en todos estos problemas, por hablado y por escrito,
                                        la total paridad de los
                                          indios con los hombres de
                                            otras razas, la posibilidad de realizar la cristianización
                                              por medios pacíficos, la colonización pacífica del Nuevo Mundo, la ilegalidad
                                              de la guerra en América. En esto era un discípulo fiel del general de su Orden,
                                              el cardenal Cayetano, que fue el primero que, en 1517, defendió que los paganos
                                              de los países recién descubiertos no eran, ni de derecho ni de hecho, súbditos
                                              de los príncipes cristianos. Los métodos misionales de los príncipes cristianos
                                              deben guiarse por este principio: «Ningún rey, ningún emperador, y ni siquiera
                                              la Iglesia romana, puede hacerles la guerra».
                                                
         En el P.
          Las Casas se agitaba la conciencia moral de la España católica. A su influjo
          hay que atribuir el que, finalmente, bastante tiempo después de su muerte, la
          nueva legislación real de 1573 recusase el concepto de conquista. Las Casas no
          se encontraba sólo, desde luego. Al menos en la práctica los misioneros
          consideraron siempre a los indígenas como hombres plenos, capaces de recibir el
          cristianismo, aun cuando en Méjico se dudó durante algún tiempo en dar la
          sagrada eucaristía a los indios, e incluso un Sínodo celebrado en la ciudad de
          Méjico en 1555 prohibió que se permitiese a los indios acceder a las órdenes
          superiores —los primeros franciscanos llegados al país habían pensado de manera distinta.
            
           EL
          PATRONATO DE LA CORONA
            
           La Curia romana se dio
          cuenta desde el primer momento de que los audaces viajes marítimos de
          descubrimiento que partían de Palos, Cádiz y la desembocadura del Tajo
          revelaban un número ingente de iniciativas y energías misioneras, y las
          movilizó conscientemente, apoyándolas con todos sus medios. Pues, en efecto,
          mucho antes que España, había sido Portugal, la otra nación de la Península
          Ibérica, la que, desde Enrique el Navegante (f. 1460), había esperado encontrar, por medio de expediciones
          metódicas, aliados contra los moros de Marruecos. Naves portuguesas habían
          rodeado ya la punta meridional de Africa, habiendo llegado, desde Zanzíbar, a
          la costa occidental de la India. En el año 1500 descubrieron Brasil, y diez
          años más tarde ocuparon Goa, en la costa de la India.
          
         Desde el comienzo iba
          unido con estas empresas el pensamiento de la propagación del Evangelio. De
          nuevo estaba presente la Iglesia en los territorios recién descubiertos, en la
          persona de los miembros de la Orden de Cristo, a cuyo frente había estado, en
          efecto, Enrique el Navegante. Los papas habían encomendado en otro tiempo a
          esta Orden la misión de rechazar el Islam y el paganismo y proteger la cruz de
          Cristo, y todavía en vida de Enrique, Calixto III había concedido al prior de
          la Orden de Cristo toda la jurisdicción espiritual sobre los actuales y futuros
          territorios ultramarinos de Portugal. Después que el mismo rey asumió el cargo
          de Gran Maestre, él mismo desempeñó también este patronato, es decir, la
          jurisdicción espiritual sobre todas las colonias. Con ello asumía la obligación
          de financiar la erección de los obispados y parroquias y de preocuparse del
          envío y mantenimiento de los misioneros. Las sumas que el rey o la Orden de
          Cristo tenían que aportar por tal motivo no eran pequeñas. Pero la rica
          dotación de las Iglesias demuestra que los reyes tomaban muy en serio sus
          obligaciones. A cambio de esto tenían toda una serie de privilegios: elección y
          envío de los misioneros, nombramiento de los obispos, fijación y cambio de los
          límites de las diócesis, la jurisdicción espiritual, es decir, toda una suma de
          privilegios que iban mucho más allá de los derechos ordinarios de patronato. Al
          rey se le había encomendado, por así decirlo, por encargo del papa, la
          predicación del Evangelio y la administración eclesiástica en todos los
          territorios ultramarinos. Por orden del rey marcharon los misioneros al Congo
          y fundaron allí el primer reino cristiano; por mandato suyo marcharon en 1503
          dos franciscanos a misionar el recién descubierto Brasil; como legado del rey
          desembarcó san Francisco Javier en 1542 en Goa, que era el obispado de la base
          portuguesa en Oriente y que había sido erigido pocos años antes. Pero cuando
          España se presentó, al lado de Portugal, como nación marinera y descubridora,
          los papas concedieron también a los Reyes Católicos lo que antes habían
          concedido al rey de Portugal. Ya en 1501 se les reconoció todos los diezmos de
          «Indias». Y una bula de 1508 les otorgó todos los derechos de patronato, el
          derecho de presentación para los beneficios y monasterios existentes en todos
          los obispados ya erigidos o que se erigiesen, y el derecho de fijar y cambiar
          los límites de las diócesis. Adriano IV aseguró incluso a su antiguo discípulo
          Carlos V que el envío de los misioneros debía ser considerado por sus
          superiores legítimos como missio canónica, esto es, como algo oficial de
          la Iglesia. De esta manera también el rey de España se convirtió en cierto modo
          en predicador de la fe, con el derecho y el deber de designar, enviar y
          mantener a los misioneros, los cuales podían ser mandados incluso contra la
          voluntad de los superiores de la Orden, si éstos, por negligencia, no hubieran
          puesto a disposición ningún personal. El rey de España —ésta fue pronto la
          convicción de muchos misioneros y juristas— ejercía, en las cuestiones
          eclesiásticas de su imperio americano, un vicariato, que se basaba en el deber
          de misionar, impuesto por el papa. La Santa Sede rechazó desde luego tales
          ideas, y en el sigloXVII incluyó en el Indice una obra que exponía la función
          misional de la potestad civil.
          
         
 
        
           
         CAPITULO SEGUNDO
          
         LA CRISIS EN LA
          VISPERA DE LA REFORMA PROTESTANTE
                
         
           
         La
          historia no es el resultado de procesos económicos ni una función de las
          circunstancias sociales. Pensar esto equivaldría a pasar por alto el poder de
          las ideas y, sobre todo, a negar la libertad de las decisiones humanas. Mas
          este campo de la libertad, en el que se toman las decisiones, es moldeado poderosamente
          por las realidades externas. Estas crean las situaciones especiales que luego
          reclaman la entrega y la decisión, así como la atmósfera que favorece el
          decidirse por esto o por aquello. Esto es cierto también con respecto a la
          Iglesia, a pesar de su vertiente teológica, que para los fieles es una
          vertiente sobrenatural. La Iglesia, en efecto, se encuentra indisolublemente
          incardinada en el mundo, y quiere conducir a su fin eterno a los hombres de
          cada siglo, dentro precisamente de su propia circunstancia.
              
         Aplicando lo dicho a la
          historia de nuestro período, esto significa que las influencias económicas y
          sociales de los siglos XV y XVI no fueron la causa de la Reforma protestante,
          pero sí crearon las condiciones que hacen comprensible el comienzo de la
          innovación de la fe y su difusión asombrosamente rápida. El alejamiento de la
          Iglesia medieval puede hacerse así más comprensible. Con ello no se exime, sin
          embargo, a las conciencias de los grandes y pequeños actores de la
          responsabilidad por la pérdida de la unidad religiosa. A pesar del agravamiento
          crítico, casi explosivo, de la situación después de 1500, la Reforma
          protestante sigue siendo la obra personal del fraile de Wittenberg.
            
           LA NUEVA ECONOMIA
          
         El siglo anterior a la
          Reforma protestante trae consigo una reorganización total de las formas
          económicas. La aparición de la economía financiera, su difusión desde Italia a
          Francia, a Inglaterra, a Flandes y sobre todo al sur de Alemania tuvo que
          llevar a la Iglesia a una grave crisis económica. Al decir Iglesia nos
          referimos aquí a todos los elementos de la vida eclesiástica, empezando por el
          pontificado y la Curia, pasando por los obispos y cabildos, y acabando por los
          monasterios y las parroquias rurales, a excepción tal vez de los párrocos de
          las ciudades florecientes. El patrimonio de la Iglesia consistía, en efecto,
          sobre todo en tierras, que eran dadas en feudo o en abriendo; los ingresos de
          las parroquias se basaban casi completamente en donativos en especie, y los de
          los monasterios y demás corporaciones económicas eclesiásticas, en diezmos y
          rentas rústicas principalmente. Una serie de continuadas devaluaciones de la
          moneda disminuyó la capacidad adquisitiva de los ingresos financieros, de los
          diezmos cobrados y de los demás impuestos. Dado el estancamiento de la
          población y la emigración a las ciudades, el campo y las tierras perdieron
          valor. Los obreros del campo fueron siendo cada vez más escasos. Con ello se
          resintió la economía autónoma de los monasterios. Los molinos y granjas
          decayeron. Las guerras que asolaron Bohemia y los territorios limítrofes, el
          sur y el norte de Italia, Escocia, España y Borgoña —Alemania es algo más
          afortunada— dejaron sentir sus efectos. Las cosechas eran arrasadas, las aldeas
          y las granjas monacales, incendiadas, y los monasterios, saqueados. La economía
          experimentó un proceso de atrofia del que se resintieron sobre todo la economía
          campesina y los propietarios de tierras. La Iglesia va perdiendo cada vez más
          una parte de sus bienes, los vende por necesidad o los hipoteca a judíos, como
          garantía de deudas contraídas. Cada construcción de un monasterio o de una
          iglesia representa una reducción del patrimonio y, por tanto, una disminución
          de los ingresos corrientes.
              
         Esto no dejó de tener
          consecuencias para la vida interna de la Iglesia. Los obispos pierden su
          independencia respecto de los fieles. Decaen los estudios en las antiguas y
          famosas Universidades, porque las Ordenes religiosas no pueden enviar a sus
          jóvenes estudiantes a los Colegios. Los monjes descuidan la vida espiritual y
          religiosa, pues tienen que ocuparse en cultivar las posesiones de los
          monasterios o procurarse el sustento. En la selección de los novicios se es
          extraordinariamente liberal, ya que faltan vocaciones. Los monasterios piden que
          se les confien parroquias, a fin de subvenir a su indigencia. La acumulación de
          beneficios en una sola persona, cosa que iba contra el sentido y el derecho de
          todo el sistema de beneficios, pasa a ser algo usual, pues un solo beneficio no
          es ya capaz de alimentar al beneficiario de acuerdo con su rango.
              
         La guerra convirtió a
          los monjes en soldados. La inseguridad de los caminos proporcionó a los obispos
          un pretexto real o ficticio para descuidar su obligación de visitar la
          diócesis y de residir en ella. La pobreza obligó a los párrocos rurales a
          ganarse el pan de un modo distinto. La decadencia económica indujo a los papas
          a emplear medios siempre nuevos, nuevas «prácticas» para asegurar y mantener
          los ingresos de la Curia, y no digamos para aumentarlos. Los papas organizan
          sistemáticamente el sistema de impuestos. Los obispos intentan imitarles. A
          esto se añaden los impuestos que había que pagar al soberano del territorio. El
          priorato catedralicio de Canterbury debía
            entregar al papa y al rey el 46 por 100 de sus ingresos. Es esta, desde luego,
            una cifra no corriente, pero que resulta casi insoportable. Por otro lado, los
            hombres de aquella época carecían de una visión general y de conjunto de la
            economía, lo que les hubiese hecho conocer las causas de todo aquel mal. Por
            ello, sólo veían a los cobradores de impuestos enviados por el papa, que no
            dudaban en castigar con penas eclesiásticas, incluso con la excomunión, a los
            que no pagaban, y creían que el papa era el verdadero culpable de todo aquello.
            Las vehementes quejas y acusaciones contra la política financiera del
            pontificado se convirtieron realmente en el tópico del siglo, y eran repetidas
            incluso por aquéllos a los que no afectaba en absoluto el mal.
            
           Adherirse a las formas
          económicas que prevalecerían en el futuro era algo que la Iglesia no podía
          hacer, debido a su prohibición del préstamo a interés. Los negocios bancarios,
          realizados también por los papas desde el siglo XIV, negocios que hicieron
          acumular inmensas riquezas a los Medici y a otras familias de Florencia y de Siena y que
            convirtieron a comienzos del siglo XVI, a los grandes comerciantes de
            Augsburgo, en maestros de una actuación financiera política, y a
              Jacobo Fugger el rico en una persona que
                debía intervenir necesariamente en los grandes proyectos dinásticos y
                políticos, fueron considerados por las concepciones rigurosas de la Baja Edad
                Media en cierto modo como una especie de usura pecaminosa. Es verdad que en
                Italia la gente aprendió a saltar con una cierta elegancia por encima de las
                dificultades morales. Finalmente, el mismo Pío II, que era de Siena, introdujo
                en los Estados Pontificios el monopolio del alumbre, y en Florencia se
                consideró muy pronto como normal el exigir un interés del 7 al 8 por 100. Los
                escrúpulos morales se acallaban entregando una parte de los propios ingresos
                para fundaciones piadosas y caritativas; con ello se ofrecía asimismo ocasión
                de hacerse propaganda.
                
               Los representantes
          alemanes del primer capitalismo se enfrentaron de un modo más serio y concienzudo
          con este problema. Cuando los comerciantes de Augsburgo o la Sociedad
          Comercial de Ravensburgo escribían en sus libros, en su propia cuenta, la
          expresión «capital de nuestro Señor Dios»; cuando los Fugger o Fúcar, en el
          balance de 1511, indicaban que el capital del santo titular de Augsburgo, san
          Ulrico, ascendía a 15.000 florines; cuando Jacobo Fugger erigía, «para alabanza y en agradecimiento a
            Dios» la fundación social más grande del siglo, el barrio de los Fugger, con
            sus 142 viviendas, no eran éstas fórmulas vacías, sino signos de aquella
            armonía entre piedad y afán de lucro, fe y vocación temporal, en que vivían
            estos jefes de las finanzas. También se había intentado solucionar teóricamente
            el conflicto, después de que predicadores populares como el alsaciano Geiler
            de Kaisersberg y Sebastián Brant atacaron
              violentamente los monopolios y los intereses, y el canónigo de Eichstátt, Adelman de Adelmansfelden, un humanista, aplicó
                demasiado claramente al «usurero» Jacobo Fugger su comentario al De usura vitanda, de
                  Plutarco. Entonces los Fugger solicitaron los servicios del joven pero ya
                  famoso profesor Juan Eck, de Ingolstadt, que había dado en esta ciudad su primer
                    curso sobre problemas económicos. En él había afirmado que el prestar dinero a
                    interés no constituía usura. Juan Eck celebró, en el convento de carmelitas de
                    Augsburgo, una disputa sobre la licitud del préstamo a interés. Una disputa
                    preparada por Eck en Ingolstadt fue
                      prohibida por el obispo de Eichstätt, a cuya diócesis pertenecía la ciudad.
                      Entonces Eck, que había defendido en un tratado el interés del 5 por 100,
                      marchó en 1515, apoyado por los Fugger, a Bolonia, donde de nuevo celebró una
                      disputa sobre la licitud del préstamo a interés, consiguiendo ganar para
                      sus ideas a los dominicos. También la universidad de París era favorable a sus
                      ideas. Se tenía, pues, ya la justificación teológico-moral de la nueva forma de
                      economía, justificación que, desde luego, se apoyaba sólo en la autoridad de un
                      profesor. En cambio, la Iglesia oficial mantuvo todavía de modo absoluto,
                      durante todo el tiempo de la Reforma protestante, la prohibición de cobrar
                      intereses.
                      
                     LA CIUDAD Y EL CAMPO
          
         La forma de economía del
          capitalismo primitivo se desarrolló en las ciudades, cuyo florecimiento tiene
          lugar en el período que antecede inmediatamente a la Reforma protestante. Aquí
          vamos a tratar principalmente de las ciudades alemanas, que, en comparación
          con las de Francia e Inglaterra, se distinguían por su libertad cívica y por la
          independencia del sistema político. De las 85 ciudades reseñadas en el registro
          imperial de 1521, 65 eran entonces de hecho directamente imperiales, es decir,
          dependían directamente del Imperio. A pesar de su número tan grande, estas
          ciudades no constituían un factor de poder político. Les faltaba para ello la
          guía política e igualmente la unión entre sí. Las ligas de ciudades,
          establecidas para garantizar la seguridad pública, estaban completamente
          sometidas al influjo de los príncipes, y éstos se resistían, con obstinada energía,
          en las Dietas, a admitir la igualdad de derechos de las ciudades.
              
         A cambio de esto, la
          posición económica de éstas era tanto más fuerte, pues habían participado
          destacadamente en la revolución espiritual que significó para el pueblo alemán
          el rápido tránsito de la economía agraria a la economía financiera. Favorecida
          por la administración autónoma de las ciudades, en la cual participaban ya no
          sólo los patricios, sino también los gremios y las corporaciones, se fue
          desarrollando una poderosa conciencia del propio poder. Esta se puso de
          manifiesto no sólo en aquellas soberbias casas de burgueses, de elevadas
          fachadas y magníficos patios interiores, que antes de la Segunda Guerra Mundial
          orlaban todavía tantas «plazas mayores» (Marktplaiz) o escoltaban or-
          gullosamente la «calle del Imperio» (Reichs strasse). La iglesia principal de la ciudad era la expresión de
            la armonía serena, que reinaba también en estas burguesías libres, entre la
            conciencia cívica y una gran devoción religiosa. Generaciones anteriores habían
            comenzado a construir templos gigantescos en Ulm, Friburgo y Estrasburgo, en
            los cuales se siguió trabajando hasta la Reforma protestante. Las ciudades más
            pequeñas intentaban competir con las mayores. En estas edificaciones podía
            encontrarse una extraña acumulación de artesanos, los cuales, por su parte,
            encontraban trabajo desde Praga hasta Milán e intercambiaban ideas entre sí.
            
           La burguesía se
          identificaba casi con la iglesia principal de su ciudad. Los libros de
          donaciones de las grandes iglesias revelan la participación de todas las capas
          de la población. Junto a los donativos se encuentran las prestaciones
          personales y los legados. Sin embargo, más de una vez la construcción de la
          iglesia superaba la potencia económica de la ciudad, y entonces se pedía ayuda
          y subsidio de fuera. Un medio para conseguir esa ayuda eran las indulgencias.
          Son innumerables los permisos dados para hacer colectas, con concesiones de
          indulgencias por los obispos. Para los proyectos de mucha categoría, el Consejo
          de la ciudad se dirigía a Roma. Estrasburgo, Friburgo, Constanza y Zurich son algunos ejemplos, escogidos al azar,
            de las concesiones de indulgencias por los papas. En ellas se asociaba un
            donativo en dinero para la construcción de la iglesia, hecho como obra de
            penitencia, con la remisión de penas temporales por los pecados. Sólo la
            acumulación de tales indulgencias y, además, la exigencia de la Curia de
            participar en los beneficios para atender a los fines generales de la Iglesia,
            suscitó la crítica violenta contra
              las indulgencias para construir iglesias y contra la indulgencia en cuanto
                tal.
                  
                 Los burgueses
          consideraban la iglesia de la ciudad como su templo
            propio. No es sólo que en ellas
              erigieran sus túmulos, para los
                cuales construían con frecuencias capillas enteras. También controlaban
                  los bienes de la iglesia, poniendo para ello administradores, e intentaban imponer su voluntad propia en el
                    terreno de la política personal. La iglesia, con sus numerosos altares y beneficios, fundados por los burgueses, debía favorecer tan sólo, en lo posible, a los hijos de la ciudad. Para ello el
                      Consejo se preocupaba solícitamente de conseguir el patronato sobre las
                      iglesias y capillas de la ciudad. Cuando esto no se lograba, se prefería
                        a veces edificar una iglesia
                          propia de la ciudad, o influir
                            sobre la iglesia parroquial, fundando una canonjía para un predicador. Poco a poco fue dejando
                              de haber, en las muchas ciudades imperiales, algún beneficio que el obispo
                                pudiera proveer libremente. Las ciudades intentaban someter a su dominio incluso a los monasterios
                                  radicados dentro de sus muros. Les imponían tutores que cada año tenían que dar cuenta de la administración de los bienes y posesiones, y que hacían también inventarios de las riquezas del convento, para
                                    poder obligarles así a pagar impuestos. En esta cuestión las ciudades tropezaban ciertamente con un antiguo privilegio, garantizado por el Derecho canónico: la exención de impuestos del estamento
                                      clerical. Las múltiples donaciones de tierras y posesiones hechas
                                        a iglesias y monasterios tenían que perjudicar gravemente la capacidad
                                        tributaria de la ciudad. A los simples clérigos todavía se les podía conceder
                                        tal privilegio; pero la exención de impuestos favorecía a menudo, a través de
                                        los patronatos y fincas pertenecientes a monasterios y fundaciones ajenos, a
                                        éstos y al clero feudal. Además, las importaciones de mercancías por los
                                        monasterios o las tabernas propiedad de la Iglesia hacían competencia a los
                                        ciudadanos particulares o perjudicaban el comercio de las ciudades marítimas
                                        (Suecia). Por ello las ciudades exigieron de las instituciones eclesiásticas
                                        tributos, dinero contante y sonante, o bien prendas, o prohibieron totalmente
                                        las fundaciones de bienes raíces entregados a «manos muertas». Asimismo los
                                        hospitales, que recibían constantemente ricas donaciones y legados, pasaron a
                                        depender de las ciudades. Los administradores civiles se convierten en los
                                        únicos representantes del hospital, cuyos servicios debían favorecer únicamente
                                        a los habitantes de la propia ciudad; por su parte, los derechos de dominio
                                        sobre los hospitales debían ser incluidos en el marco de la
                                          política de la ciudad dentro del territorio. De esta manera, al comienzo de la
                                          innovación religiosa se había creado —de
                                            modo paralelo al dominio de los señores territoriales sobre la Iglesia en la
                                            Baja Edad Media— un sistema compacto de la jerarquía eclesiástica de la ciudad,
                                            que había de tener una importancia decisiva para el destino de la Reforma
                                            protestante en las ciudades imperiales.
                                            
                                           Las muchas fundaciones
          existentes en las iglesias y capillas exigían un clero numeroso para decir las
          misas vinculadas obligatoriamente con aquéllas. Tendencias semejantes se
          dejaban sentir también, por lo demás, en las muchas ciudades alemanas no independientes,
          y en las de los Países Bajos, que en parte llegaban a alcanzar incluso la
          extensión de Londres. Ello hizo que en el siglo anterior a la Reforma
          protestante aumentase de modo extraordinario el número de clérigos que vivían
          en las ciudades. Es éste un fenómeno que puede comprobarse en todos los países.
          No siempre es posible indicar, desde luego, cifras exactas, dado que el número
          de las fundaciones no tiene siempre que coincidir necesariamente con el de
          clérigos. Pero, como ilustración de una situación general, pueden bastar unas
          pocas indicaciones. En la catedral de Estrasburgo había en 1521 veinticuatro
          canónigos, a los que se añadía el collegium de los sacerdotes no nobles, con 63 prebendados, que
            eran auxiliados todavía en el culto por 36 capellanes. En 1536 había en la catedral
            de York 55 capellanes (chantries). Cuando santa Teresa de
              Avila inauguró su primera fundación en Medina del Campo, había en esta ciudad,
              según nos dice su biógrafo, además de las dos parroquias, la colegiata, con
              dos cabildos de 80 sacerdotes, dieciocho conventos y nueve hospitales. Se dice
              que en Inglaterra había de 10.000 a 12.000 sacerdotes seculares para una
              población aproximada de tres millones de habitantes.
              
             En contraposición a las
          ciudades, los caballeros y los campesinos eran estamentos en decadencia. El
          desarrollo del arte de la guerra, la introducción de las armas de fuego y de
          los ejércitos de lansquenetes hicieron realmente innecesarios a los caballeros.
          Su riqueza, que, al igual que la de la Iglesia, estribaba en bienes raíces,
          disminuía, mientras el comercio de las ciudades próximas era cada vez más
          floreciente. Además, la clase social entera estaba completamente dispersa, y
          cada uno tenía sólo miras egoístas. El caballero no servía ya al Imperio, sino únicamente
          a sí mismo, y se oponía incluso a que se regulase de modo general la seguridad
          pública. No pocos caballeros creían que las circunstancias cambiarían muy
          pronto; por ello acogieron con gozo desde el principio la aparición de Lutero,
          pensando que, en su nombre, podían suprimir radicalmente, en provecho propio,
          las posesiones eclesiásticas. Pero Sickingen sufrió una grave derrota, que
          afectó a la caballería entera, cuando emprendió una campaña de rapiña en
          dirección a Tréveris.
              
         También los campesinos
          estaban descontentos, y esto ocurría no sólo en Alemania. En Inglaterra los
          poseedores de tierras se pasaban entonces de la economía del diezmo a la
          economía del arriendo, de la agricultura a la ganadería. La tierra fue
          considerada como inversión de capital por los comerciantes que se habían
          enriquecido en el comercio. La economía de pastos requería muchos menos
          arrendatarios. Los antiguos campesinos emigraron a las ciudades, convirtiéndose
          en jornaleros asalariados al servicio de la incipiente industria textil. En
          Alemania la situación económica de los campesinos no era mala de suyo; pero, excepto
          unos pocos, carecían de libertad personal. Los diversos grados de falta de
          libertad se habían ido acercando cada vez más, y ya sólo se hablaba, en general,
          de la «pobre gente» o del «plebeyo». El cultivo de tierras recibidas en feudo
          de los señores llevó por sí mismo a la servidumbre. De hecho, sin embargo, en
          Flandes y en el Rin las cargas que pesaban sobre los plebeyos se hicieron cada
          vez menores. El campesino ascendía también aquí, cada vez más, a la categoría
          de arrendatario —tanto más enojosos le parecían, por ello, los intereses y
          rentas, los obsequios que debían hacer anualmente en señal de acatamiento, los
          tributos en caso de muerte, la restricción de la libertad de movimiento, la
          prohibición de cazar y pescar, sobre todo la transformación de los pagos en
          especie en pagos en dinero, y los nuevos tributos destinados a compensar al
          propietario o el señor feudal por la desvalorización del dinero. Los propietarios
          de tierras —entre los que, una vez más, estaba la Iglesia— intentaban, siempre
          que moría el anterior feudatario, imponer nuevas condiciones y transformar los
          feudos hereditarios en feudos eventuales. Frente a esto, los campesinos
          reclamaban el «derecho antiguo» y pensaban que el comportamiento de sus
          señores iba contra la ley divina y humana. La introducción del derecho romano
          escrito y el auge económico de los habitantes libres de las ciudades los
          excitaron todavía más, de tal modo que, ya antes de la aparición de Lutero, se
          habían producido en varias ocasiones levantamientos de campesinos, sobre todo
          en el Alto Rin, cerca de Suiza, donde éstos habían conseguido asegurarse su
          libertad política y de clase. Aun cuando los levantamientos fueron aplastados,
          no se extinguieron las secretas esperanzas de que Dios mismo implantaría un
          orden justo.
              
         CRISIS POLITICA
          
         También en el terreno
          político se encontraba el país de origen de la Reforma protestante en una
          situación de graves crisis. Para cerciorarse de esto basta con comparar las
          circunstancias de Alemania con las de Francia. En esta última nación el rey
          había conseguido imponerse a todas las fuerzas centrífugas del país, sobre
          todo a las de los vasallos de la corona. Desde la época de la victoria sobre
          los ingleses y el final de la Guerra de los Cien años (1453), los Estados
          feudatarios habían ido siendo incorporados uno tras otro al reino, siendo los
          últimos Anjou, Maine y
            la Provenza; Borgoña fue conquistada, y la Bretaña, adquirida por matrimonio.
            El gran Estado moderno francés era un reino centralista, con un rey
            absolutista a su frente, de cuya voluntad dependía todo, incluso todo lo que
            ocurría en el seno de la Iglesia. El Parlamento no era más que la corte de
            justicia del rey. Ya en 1438 una asamblea del clero francés, reunida en Bourges para examinar las resoluciones del
              Concilio de Constanza, pide al rey que apruebe y sancione sus acuerdos, a fin
              de que éstos adquieran vigencia en el reino mediante esa aprobación. Como
              compensación de una posterior condescendencia aparente, Luis XII obtuvo del
              papa el título de rex christianissimus. La influencia del rey en la
              provisión de obispados y abadías era prácticamente ilimitada. En 1516 esta
              situación quedó legalizada por un concordato. Con ello, ciertamente, apenas se
              incrementó el poder del rey dentro de la Iglesia; mas ahora no se basaba ya en
              una disposición interna francesa, como la Pragmática Sanción de Bourges, sino en la autoridad del papa. En el
                concordato éste había otorgado al rey el derecho de nombrar a todos los obispos
                y abades del reino, y además se había declarado conforme con que todos los
                pleitos, cuando no concerniesen a obispos, se tramitasen en la misma Francia;
                también quedaban eliminadas todas las intervenciones papales en el sistema de
                provisión de cargos (expectativas, reservaciones, etc.). El rey es ahora «el
                primer personaje eclesiástico» del reino: con ello, sin embargo, se obligaba
                también moralmente en cierto modo a nombrar buenos obispos. En los siglos
                posteriores el confesor del rey propuso casi siempre a éste, para que las
                nombrase, a personalidades muy respetables, mientras que, todavía en tiempos de
                Enrique III, el favor real colocaba a muchos seglares al frente de obispados y
                abadías. Mas, a pesar del concordato, siguió habiendo «anarquía en las
                instituciones y en las costumbres» de la Iglesia (Imbart de la Tour); ésta se manifestaba en la ruptura de la
                  unidad por grupos e intereses, y en la lucha recíproca por conseguir un exceso
                  de libertades. Principalmente los patronatos sobre las instituciones
                  eclesiásticas desmembraban las diócesis, y el sistema de encomiendas destruyó
                  toda vida autónoma de las comunidades monásticas, de tal modo que las autorreformas quedaron siempre paralizadas necesariamente.
                    
                   ¡Cuán distinta era la
          situación en el Imperio! En el siglo XV, durante el largo y poco enérgico
          gobierno del emperador Federico III, habíanse acrecentado rápidamente en él la
          autonomía y el egoísmo de las autoridades particulares. El Imperio apenas era
          más que una liga de príncipes, a los que únicamente la corona imperial
          mantenía un poco unidos. Todos los intentos realizados a comienzos del siglo
          para volver a movilizar la energía del Imperio, fracasaron. Apoyándose en el collegium de los príncipes electores, el arzobispo de Maguncia,
            Bertoldo de Henneberg, había intentado unir de nuevo a los príncipes alemanes,
            estatuyendo una seguridad general, un tribunal común (la Cámara Imperial) y
            unos impuestos comunes. Mas como los príncipes no estaban dispuestos a realizar
            los sacrificios necesarios, el rey Maximiliano pudo reformar el Imperio en
            provecho propio e impedir en su mayor parte aquella reforma. El mando del
            Imperio volvió a disgregarse, y ni siquiera consiguió imponerse de nuevo en
            las negociaciones de Carlos V con los Estados. La división del Imperio en las
            diez circunscripciones de Maximiliano sólo alcanzó importancia en el terreno
            militar, e incluso aquí no la tuvo más que en las circunscripciones de la Alta
            Alemania. Y así, al comienzo de la Reforma protestante, un emperador que tenía
            unos grandes bienes de la corona, los cuales residían en su mayor parte fuera
            del Imperio, se enfrentaba a una Dieta de celosos defensores de intereses
            particulares. En la elección imperial de 1519, el mismo príncipe elector de
            Maguncia llegó a decir que el Imperio era una aristocracia (de príncipes), cuyo
            auténtico soberano era la Dieta. Se pensaba ciertamente que la reforma del
            Imperio era una tarea que había que realizar, pero ni siquiera Carlos V pudo
            llevarla a cabo. Sólo teniendo en cuenta este trasfondo de la crisis
            constitucional alemana se hace comprensible el peculiar comportamiento de las
            Dietas y de los príncipes al comienzo de la innovación religiosa; sólo teniendo
            esto en cuenta pueden entenderse las justificadas esperanzas de Francia de
            conseguir la corona imperial, y los cohechos, que eran cosa casi diaria, y que
            culminaron en la traición de Mauricio de Sajonia.
            
           Tampoco en el terreno de
          la política eclesiástica había conseguido Alemania alcanzar aquel influjo que,
          en Inglaterra, en Francia y en España había llevado a la formación de una
          Iglesia nacional. Es cierto que existían tendencias de esa índole, pero sólo
          las alentaban príncipes y soberanos territoriales aislados. En las más
          diferentes partes del país, tales tendencias consiguieron obtener también
          amplísimos privilegios de la Curia. Apoyándose en ellos, o también sin su
          ayuda, y siguiendo el ejemplo del vecino, los príncipes limitaban la
          jurisdicción de los obispos, ejercían un auténtico derecho de inspección sobre
          los clérigos que residían y los monasterios que radicaban en su territorio y
          exigían controlar la administración de las riquezas de la Iglesia y las
          indulgencias predicadas en territorio de su soberanía; cuando éstas iban
          acompañadas de colectas, las consentían o prohibían teniendo en cuenta únicamente
          puntos de vista financieros. Ya hemos visto antes cómo las ciudades libres
          siguieron el ejemplo de los príncipes. Es cierto que, en general, y a excepción
          de algunos obispados territoriales del norte y este de Alemania, la provisión
          de las diócesis no estaba en manos de los príncipes. Tampoco el poder central
          ejercía ninguna clase de influencia sancionada por leyes, al contrario de lo
          que podía hacer el rey francés. La provisión de las diócesis se hacía más bien,
          según el concordato de Viena de 1448, por elección de los cabildos, que luego
          Roma aprobaba. Esta práctica estaba restringida por ciertas reservaciones. Así,
          el papa proveía todos los cargos que habían quedado vacantes por muerte de su
          titular si éste estaba en la Curia o al servicio del papa, o aquellos otros en
          que la elección no había sido canónica, pero también cuando la elección era
          válida, si un motivo razonable o el consejo de los cardenales intervenía para
          que se nombrase a una persona más digna. Esta regla tan flexible suscitaba
          muchas discordias. La Curia se había asegurado también una cierta influencia en
          lo referente a la composición de las juntas electivas, mediante el derecho de
          proveer la mitad de los beneficios que vacaban en los cabildos (se dividía la
          provisión según el momento de la vacancia, y se hablaba de «meses
          pontificios»). Además, cuando se cubrían puestos en iglesias catedrales o en
          monasterios de varones, la Curia pedía una tasa por servicios, y cuando se
          proveían todos los demás cargos eclesiásticos más importantes, exigía las
          anatas. Esta reglamentación constituyó la base de las relaciones entre el
          Imperio y la Iglesia hasta el año 1803. No se llegó a firmar un concordato con
          el Imperio, como había pretendido el príncipe elector de Maguncia, Bertoldo
          de Henneberg.
              
         Esta reglamentación, que
          era muy desventajosa en comparación con la de otros Estados, hizo surgir en la
          práctica fenómenos grandemente perjudiciales en parte. Algunos papas
          renacentistas intentaron incrementar más aún los derechos e impuestos de Roma.
          La avaricia y la caza de cargos empujó a muchos clérigos hacia Roma, pues
          pensaban que en la Curia prosperarían de modo especial. Todo esto creó un gran
          malestar en Alemania, un apasionado sentimiento antirromano y anticlerical,
          que las Dietas de príncipes y los sínodos de obispos fueron manifestando en
          numerosas quejas contra Roma. Además de las quejas por el sistema de
          nombramientos y por las exigencias de dinero, había otras también porque la
          apelación a Roma hacía que los procesos quedasen sustraídos a la propia
          jurisdicción. Desde 1458, las «Quejas de la nación germánica por el menoscabo
          de la Iglesia alemana» desempeñaron un papel muy importante en numerosas Dietas,
          especialmente después de que el humanista alsaciano Wimpfeling las compiló en
          1510, por encargo del emperador Maximiliano. Los gravamina, que eran unas cien quejas particulares, no fueron
            tomados en serio por la Curia, que no intentó atenderles; por ello se los
            empleó como medio de agitación en las Dietas celebradas en los primeros tiempos
            de la Reforma protestante. Las reclamaciones de los nuncios para que el Imperio
            interviniese con su poder fueron acalladas.
            
           CLERO Y OBISPOS
          
         La situación económica
          tanto de los numerosos sacerdotes que vivían en las ciudades como de los
          párrocos rurales difería mucho entre sí. Al lado de algunos párrocos que
          obtenían ingresos realmente principescos, estaba la gran muchedumbre de
          parroquias rurales dotadas con ingresos medianos, cuando no muy malos, y las
          exiguas prebendas de los capellanes y altaristas. Sobre todo los vicarios de
          parroquias incorporadas a monasterios tenían que contentarse, en muchas
          regiones, con ingresos muy modestos. Esto ocurría no sólo en la Alemania
          central. Más de la mitad de todas las parroquias de Escocia estaban
          incorporadas a monasterios, y los vicarios eran muy mal pagados. En un memorial
          que el obispo de Clermont presentó
            en 1546 en Trento, afirmaba
              que, de las 800 parroquias de su diócesis, sólo 60 estaban atendidas de hecho
              por párrocos, y todas las demás, por vicarios, cuyo sueldo era muchas veces de
              diez o doce florines; y a causa de su pobreza, decía, tales vicarios no podían
              defenderse siquiera contra esta injusticia. Y en lo que respecta a Flandes, una
              investigación moderna ha demostrado que el sacerdocio representaba un ascenso
              social muy relativo: que el sacerdote recién ordenado, cuando tenía en su poder
              la promesa de un beneficio, se había condenado a la pobreza para toda su vida.
              Aun cuando disfrutase de una prebenda, tenía en general que agenciarse, con el
              trabajo de sus manos, lo que le faltaba para el sustento. Y si no tenía un
              beneficio, se veía obligado a mendigar. Los sínodos detallaban incluso de modo
              positivo las profesiones marginales que estaban permitidas. ¡Tan natural
              resultaba la pobreza del simple sacerdote! El hecho de que no faltasen
              vocaciones demuestra que en muchos de éstos alentaba un idealismo capaz de
              impresionar a los jóvenes. Si en la ciudad resultaba posible aumentar los
              ingresos trabajando como escribano, pintor, encuadernador o médico, en el campo
              esto podía conseguirse empleándose como hortelano, pescador y, muy
              frecuentemente, como labrador, para cultivar incluso las tierras
              pertenecientes a la Iglesia. Así los sacerdotes establecían un íntimo contacto
              con el pueblo, conocían sus necesidades, pero, por otro lado, no permanecían
              libres de sus faltas. Siempre que oigamos quejas sobre las reyertas entre
              clérigos, sobre el hecho de que jugaban, bebían y andaban mucho por las
              tabernas, deberemos ver tales quejas en el contexto que acabamos de señalar.
              
             La formación de estos
          sacerdotes era, lógicamente, muy modesta. La mayoría de los futuros clérigos se
          educaba en compañía de un párroco, acaso el de su misma ciudad natal,
          conviviendo con él. Aquí aprendían los rudimentos del latín y el rito de la
          misa y de la administración de los sacramentos, se entusiasmaban por el ideal
          del sacerdote cuando tenían ante sí un ejemplo vivo, pero se contentaban también
          con la mediocridad y la rutina vulgar cuando la vivían día a día. El estudio
          en las escuelas catedralicias o monacales no era accesible más que a una
          pequeña minoría. En las escuelas de latín de las ciudades se enseñaba los
          rudimentos de esta lengua a aquéllos que se disponían a cantar por las calles
          para ganarse el pan de cada día. La formación universitaria era al principio
          una excepción. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XV empezó a ser más
          frecuente la asistencia a las universidades, pero en ellas muy raramente se
          estudiaba teología. En la mayor diócesis alemana, la de Constanza, en la que
          había unos 17.000 clérigos, sólo 4.700 estudiaron en universidades durante
          estos cincuenta años. En los primeros decenios del siglo XVI casi la mitad de
          los clérigos había asistido a la universidad. Las circunstancias eran
          favorables en esta diócesis, pues existían tres universidades en ella o muy
          cerca de sus fronteras. Cifras semejantes se dan también en Inglaterra.
              
         El estudio en la
          universidad, que presuponía casi siempre, como base económica, el disfrute de
          un beneficio, no favorecía ciertamente el cumplimiento de la obligación de
          residencia de los párrocos. Las dispensas de este deber por razón de estudios
          universitarios son, desde luego, un testimonio muy laudable de la alta estima
          en que la Iglesia tenía a estos estudios, pero manifiestan, por otro lado, una
          comprensión muy escasa para las exigencias de la cura de almas. Tales dispensas
          multiplicaban el empleo de substitutos, que, por ser auténticos
          «arrendatarios», mostraban poco sentido de responsabilidad para el rebaño que
          se les había confiado, y tenían que llevar, además, una vida muy poco segura.
          No es fácil señalar numéricamente cuántos eran los que cumplían con la obligación
          de residencia. Todos los datos son inseguros, bien porque la manera de designar
          a los clérigos tiene un significado distinto en cada región, bien porque faltan
          cifras comparativas, o porque éstas tienen sólo una validez local. En cualquier
          caso, parece que en el siglo XVI las circunstancias eran peores en Francia y en
          los territorios del Rin que en Flandes o en el obispado de Utrecht.
            
         Entre las anomalías y
          defectos del clero se contaban sobre todo, además de los numerosos fallos
          particulares en el terreno moral, la gran difusión del concubinato. Los relatos
          de las visitas pastorales mencionan una cuarta parte (Países Bajos) e incluso
          una tercera parte de todos los clérigos (Bajo Rin, 1569). Casi una cuarta parte
          del clero está reseñado en el registro penal del oficial de Chalons. Decanos celosos denuncian al obispo, por
            este motivo, a docenas de clérigos de cada diócesis, o se acusan a sí mismos.
            Pero el mal parecía inextirpable, y la intervención de los tribunales
            episcopales no era, en consecuencia, bastante severa. Los culpables eran
            castigados casi siempre con una simple multa. Aun cuando se exigía abandonar a
            la concubina, esto no se realizaba casi nunca. En las aldeas el concubinato
            parecía casi inevitable, debido en parte a que los párrocos trabajaban en el campo.
            A los ojos de muchos seglares el concubinato de los sacerdotes apenas
            constituía ya un escándalo, habiendo perdido, incluso según la opinión de
            muchos clérigos, su carácter de culpa. ¡Hasta tal punto habíase debilitado en
            este estamento la energía de lo auténticamente religioso, la entrega a Dios! Lo
            que escandalizaba era, a lo sumo, el que muchos párrocos intentaran que sus
            hijos habidos en concubinato heredasen el beneficio que ellos disfrutaban.
            Había que pedir, ciertamente, dispensa a Roma para que los hijos de sacerdotes
            pudieran recibir las órdenes sagradas, pero esta dispensa se concedía con
            frecuencia.
            
           Al igual que en el caso
          de la obligación de residencia, también en este terreno resultaba difícil
          señalar las cifras exactas. Las que figuran en los registros episcopales y en
          los minutarios conservados no abarcan, sin duda, todos los casos llegados a
          conocimiento de los tribunales. Por otro lado, los clérigos aislados
          verdaderamente ejemplares han quedado en el recuerdo de las gentes sólo casualmente,
          por su obra literaria o por sus memorias. En los territorios de lengua alemana
          podemos señalar al párroco de Basilea, Ulrico Surgant (f. 1506), muy meritorio
          por las enseñanzas homiléticas y por la instrucción pastoral que daba a sus
          hermanos de sacerdocio; al predicador de la catedral de Estrasburgo, Juan
          Geiler de Kaisersbeg (f. 1520), o al sacerdote suabo Enrique de Pflummern, de Biberach (1475-1561), que no aceptó beneficio alguno durante
            toda su vida, para poder servir mejor a Dios y a los enfermos en el hospital.
            El número seguramente elevado de los sacerdotes fieles, buenos y ordenados
            realizaba su obra en silencio, sin llamar la atención. Esto es preciso
            recordarlo tanto más, si se piensa que, por así decirlo, estos sacerdotes eran Self-made
              men, que no habían tenido la
                educación ascética y religiosa de un seminario, que sólo muy raramente se
                habían sentido animados por el ejemplo de obispos santos, que no habían sido
                apartados del mal por la severidad de un vicario general o de una visita pastoral,
                y que apenas eran tonificados por el ejemplo de sus compañeros de la misma
                población. A veces un pequeño número de sacerdotes de las mismas ideas se
                reunía para formar una hermandad sacerdotal. Estas, que eran numerosas, no se
                preocupaban solamente de conmemorar dignamente el día del cabildo o de
                celebrar oficios fúnebres por los miembros fallecidos, sino que, mediante
                numerosas prescripciones particulares, señalaban también cómo se podía llevar
                una vida sacerdotal ordenada, según el modelo de las Ordenes religiosas, los
                benedictinos o los premostratenses. Apenas había algún sitio en que se enseñase
                o se practicase una ascética o una piedad propia, acomodada a los sacerdotes
                seculares. El clero carecía sobre todo del sentido de la obligación de la cura
                de almas. Su trabajo se reducía a rezar el oficio divino y decir misa, llevar
                los libros de ánimas y de las fundaciones, administrar la iglesia y sus
                riquezas, predicar, cuando esto no era una tarea propia de fundaciones hechas
                expresamente para este fin, administrar los sacramentos a los moribundos,
                enterrar a los muertos y vigilar que se cumpliesen en la parroquia los decretos
                del derecho canónico. El clero no enseñaba el catecismo, cosa que se dejaba a
                los padres; no confesaba de modo regular, no ayudaba ni iba en busca de los
                descarriados, no congregaba a los buenos para llevar a cabo empresas
                apostólicas. Se creía ser —y se era realmente— una comunidad cristiana, para
                gobernar a la cual era completamente suficiente el derecho canónico. Todavía en
                1549, Bucer escribe desde la Inglaterra de Eduardo VIII que el clero se
                preocupaba sólo de sus ceremonias, predicaba rarísimamente y jamás enseñaba la
                catequesis.
                
         Despertar el sentido
          pastoral debería haber sido tarea de la jerarquía. Mas pedir esto, ¿no es
          exigir algo imposible de aquellos hombres que gobernaban las diócesis,
          personajes procedentes casi todos ellos de la nobleza, que se habían
          engrandecido con la administración y el disfrute de los beneficios de los
          cabildos, cuyos estudios universitarios se reducían, en general, sólo al
          derecho canónico, que, con frecuencia, habían alcanzado demasiado jóvenes, por
          intereses familiares, su dignidad, que estaban atormentados por las deudas del
          cabildo y que se hallaban complicados en innumerables negocios políticos?
          Además, entre los que llevaban mitra había algunos que eran claramente indignos
          y otros muchos que no comprendían bastante la gravedad de su cargo. El
          arzobispo de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo, que quería tener, por razones
          puramente económicas y dinásticas, además de la sede de Halberstadt, todavía la de Maguncia, es uno de los más
            conocidos representantes de este tipo de personajes. Por conseguir algunos
            obispados se discutía durante largos años; en Constanza a cada uno de los dos
            candidatos contendientes los apoyaba respectivamente el papa y el emperador, y
            en Flandes, el papa y el rey francés. A comienzos de siglo estas sedes
            permanecen vacantes durante años. Para otros, los obispados eran únicamente
            trampolines de su carrera, etapas de un ulterior ascenso. Estos jamás ponían
            los pies en sus diócesis. El cardenal Ippolito d’Este, arzobispo de Milán, no visitó ni una sola vez
              su diócesis durante los treinta años que van de 1520 a 1550. El que luego sería
              cardenal Accolti (f. 1532), que fue el que redactó el primer borrador de la
              bula Exsurge dirigida contra Lutero, comenzó siendo obispo de Ancona, obtuvo luego sucesiva o simultáneamente
                el arzobispado de Rávena, los obispados de Cádiz, Cremona, Maillezais y la administratura de Arras,
                  y siendo cardenal de Albano, pasó
                    luego a serlo de Palestrina para
                      acabar siéndolo de Sabina. ¡Y ni siquiera había estado jamás personalmente en
                      Cádiz o en Arras! Otros obispos recibían sus diócesis, por así decirlo, como
                      recompensa a servicios prestados en la corte, no sólo en la Curia, sino también
                      al emperador, pero sobre todo a los reyes de Francia e Inglaterra. De los
                      quince obispos que había en este último país el año 1517, diez de ellos habían
                      estado anteriormente al servicio del rey. Además, éste los seguía empleando
                      para llevar a cabo misiones diplomáticas en toda Europa. Naturalmente, así no
                      podían cumplir con su obligación de residencia. Y si bien Inglaterra había
                      conseguido liberarse desde hacía siglos de las intervenciones pontificias en el
                      sistema de provisión de cargos, había de conocer por su propio fracaso, por
                      así decirlo, la acumulación y el sistema de encomiendas. Wolsey, el lord canciller, hizo que se le
                        confiriesen varios obispados y abadías. De los quince obispos, sólo tres de
                        ellos eran teólogos; el más conocido de éstos era Juan Fisher, obispo de Rochester; los demás habían estudiado derecho civil más bien que
                          derecho canónico. Era, pues, natural que los obispos de aquel tiempo no
                          tuviesen ya apenas idea del contenido teológico, del carácter sacramental de su
                          dignidad y de su función. Su vinculación interna con el papa era muy floja. A
                          sí mismos se consideraban únicamente como jueces y administradores; no sabían
                          ya que eran maestros de su diócesis, y los primeros pastores responsables. Por
                          el contrario, siguiendo el ejemplo de la Curia y de las cortes, organizaban
                          toda una cancillería y dejaban al vicario general que se relacionase con los
                          sacerdotes, y a un obispo auxiliar, sacado la mayoría de las veces de una de
                          las Ordenes mendicantes, y que se hallaba sometido al vicario general, que
                          realizase las funciones pontificales.
                          
         Con todo, también en la
          patria de la Reforma prostestante había excepciones, y no pocas, entre el
          episcopado. Podríamos citar aquí obispos de Augsburgo, Constanza, Estrasburgo,
          Eichstätt y otras diócesis. Algunos de ellos predicaban de nuevo,
          personalmente, al pueblo, cosa que era considerada casi como un milagro, e
          intentaron mejorar la situación mediante sínodos y estatutos. Toda la segunda
          mitad del siglo XV está llena de intentos de reforma y de sínodos
          reformadores. Estas tendencias no pudieron triunfar porque los obispos y los
          vicarios generales actuaban de un modo demasiado legalista y muy poco
          sacerdotal; además, no trabajaban en común, encontraban muy pocos ayudantes y
          colaboradores bienintencionados en sus cabildos y, sobre todo, tampoco se
          realizaba la reformatio in capite, la reforma de la
            Curia romana y del pontificado. Por otra parte, permanecieron prisioneros del
            sistema y de la política de los beneficios. En el tomo segundo de esta obra se
            habla, por otro lado, de la situación de la Curia en la época del pontificado
            renacentista.
            
           LOS MONASTERIOS
          
         Digamos todavía unas
          palabras sobre los monasterios. También aquí encontramos un cuadro parecido.
          Los esfuerzos reformistas de los benedictinos se alimentan de la energía
          religiosa de la propia Orden. Educados en Subiaco y animados por el ejemplo de las Congregaciones renovadoras
            de Italia y España, fueron surgiendo centros reformadores en Melk, de Austria;
            en Kastl, del Alto Palatinado, y en Bursfelde del Weser, que consiguieron grandes éxitos. Mas a
              pesar del apoyo que varios obispos les prestaron, muchos monasterios
              intentaron eludir la obligación de renovarse, trasformándose, con aprobación
              de Roma, en fundaciones de canónigos seculares. Las visitas eclesiásticas, que
              no pocas veces eran realizadas también por el soberano del territorio,
              tropezaron en algunos lugares con una abierta resistencia. Un efecto de esta
              reforma fue que los conventos se poblaron de frailes, lo cual llevó a su vez a
              construir nuevos edificios mucho mayores. También la actividad cultural, no
              tanto la propiamente científica, experimentó un nuevo auge. Pero el afán
              constructor y la preocupación de los príncipes por su independencia, así como
              las críticas frecuentemente infantiles contra las otras direcciones
              reformadoras, no permitieron que los buenos comienzos madurasen y produjesen
              auténticos frutos. Así, por ejemplo, en Alemania la reforma de la Orden benedictina
              quedó detenida hacia 1500. Mientras las abadías alemanas eran relativamente
              ricas, y en parte independientes del poder de los príncipes, encontrándose
              también exentas en muchas ocasiones, las escocesas estaban sometidas a los
              abades encomendatarios nombrados por el rey. Los monasterios benedictinos
              ingleses, cuyo número no era, por lo demás, tan grande como el de los monasterios
              de canónigos agustinos del mismo país, no eran en general tan ricos, y mucho
              menos lo eran los pequeños prioratos, sometidos al protectorado de un noble
              rural. La mayoría de las casas no eran exentas, hallándose sometidas, por
              tanto, a los obispos. En las visitas de éstos se escuchan frecuentes quejas
              sobre el abandono del rezo coral y de la vida comunitaria; y en una pequeña
              parte de las casas se registran también algunos escándalos y un auténtico
              desorden. Por lo demás, los aproximadamente ochocientos monasterios del país
              tienen un nivel mediano en el aspecto religioso y moral.
              
             A los antiguos
          monasterios, construidos sobre la base de la regla benedictina y agustina, se
          enfrentaban las numerosas casas de las Ordenes mendicantes, las cuales, en la
          mayoría de los casos, estaban sometidas en la práctica al control de las
          ciudades. Había en Alemania pequeñas ciudades libres que encerraban dentro de
          sus muros conventos de varones de las cuatro Ordenes mendicantes, y además
          numerosos conventos de mujeres, así como asociaciones de terciarias. En
          Inglaterra, la mitad de los 177 conventos de Ordenes mendicantes se encontraban
          en los territorios del centro y en la región oriental.
              
         La situación interna de
          estos conventos se hallaba caracterizada por una constante alternancia de
          decadencia y de anhelos de reforma. En el caso de Alemania, y aun cuando
          reduzcamos a su justa medida las exageraciones de muchos príncipes y ciudades,
          que hablaban como hablaban por el interés que tenían en aumentar sus propios
          derechos, han quedado suficientes testimonios y quejas, del sur y del norte,
          acerca de verdaderos defectos, que se refieren por igual a conventos de
          hombres y de mujeres. No vamos a tratar aquí tampoco de casos particulares de
          infracciones y excesos pésimos, que con razón tenían que provocar grave escándalo.
          Aunque no eran excepciones totalmente raras, tampoco eran frecuentes, y,
          además, la crítica las generalizaba y aumentaba. Peor y más general era la
          descomposición de ciertos principios de la vida religiosa en cuanto tal: la
          supresión de la clausura con los más diversos pretextos, el abandono de la
          vida comunitaria, el acceso a la propiedad privada. Los frailes conservaban las
          tierras que habían heredado de sus padres, disponían de ingresos, hacían
          testamentos y legaban sus celdas. Aspiraban a vivir del mismo modo que los
          sacerdotes seculares y abrigaban los mismos anhelos pequeño-burgueses de tener
          asegurada su vida. Incluso cuando llevaban una vida ordenada, la mediocridad
          religiosa hacía que apareciesen fenómenos tales como el descuido o la
          interrupción de los estudios, el ansia de placeres y la pereza, cosas éstas que
          los humanistas sacaban a cuento con mucha frecuencia, poniéndolas en la
          picota, aunque a veces exageraban. Por su parte, al pueblo le molestaban sobre
          todo las colectas repetidas en comarcas exactamente señaladas, y además, la
          desagradable competencia entre párrocos y religiosos por predicar y confesar,
          enterrar a los muertos, hacer vigilias y estaciones, sobre todo porque, en todo
          esto, se discutía con frecuencia solamente por los estipendios y donativos,
          los cuales, de todos modos, para el párroco resultaban indispensables.
              
         Mas junto a esto había
          muchas personas que tomaban con seriedad la vida religiosa. En todas las
          Ordenes podemos ver vigorosos intentos de reforma, que se extendían a veces a
          la mayoría de los monasterios. Tales movimientos pretendían restaurar la
          antigua forma de vida, la observación exacta de la regla. Los monjes reformados
          recibían a menudo un nombre determinado, según cual fuera la meta de su
          observancia. Con todo, la renovación no pudo triunfar plenamente ni siquiera
          entre los dominicos, que fueron los primeros que la intentaron partiendo de
          Italia, y que sabían lo que querían. Es cierto que el general de la Orden,
          Cayetano, quiso implantar en ésta el convencimiento de que todos «se encuentran
          en estado de condenación si no abrigan la voluntad sincera de poner todo lo
          que poseen a los pies de su superior». Cayetano volvió a nombrar un lector para
          cada casa y declaró que la Orden
            perecería «si nuestro saber teológico no nos salva».
              Todavía en 1515 pudo fundar una provincia observante en los
                Países Bajos; a ella le fueron
                  incorporados también
                    conventos flamencos, y se le dio el nombre
                      de Germania inferior.
                        Pero entre los diez conventos no observantes
                          de la provincia teutónica, que se enfrentaban en 1520 a los
                            treinta y nueve conventos observantes, estaban las
                              importantísimas casas de Estrasburgo, Zurich y Augsburgo.
                                
                               El movimiento observante franciscano, que comenzó en Francia, llegó, apoyado
          por príncipes y por esposas de éstos, a Alemania, donde
            fue conquistando convento
              tras convento, no sin encontrar una violenta
                resistencia; llegó incluso a formar
                  una provincia observante, con un capítulo
                    propio, y tuvo un celoso
                      guía en el eminente teólogo Gaspar Schatzgeyer (t 1527), que luego sería provincial. En el año 1517 León X aprobó la formación de dos Ordenes independientes, la de los observantes y la de los conventuales,
                        que intentaron a veces denigrarse recíprocamente, con daño de la buena causa. Entre los agustinos eremitas, a cuya Orden pertenecía Lutero, el
                          sajón Andrés Proles (f. 1503) consiguió poner a los conventos observantes bajo la dirección de un
                            vicario general. Y una vez nombrado él mismo para tal cargo, impuso implacablemente
                              la reforma en su patria con ayuda del poder
                                secular e intentó introducirla también en el sur. Tras su muerte, Staupitz prosiguió con celo la
                                  observancia. También aquí hubo escisiones en la Orden. Los observantes se negaron a someterse a un provincial no reformado. Por este asunto emprendió Lutero su viaje a Roma. El general de la
                                    Orden apoyaba enérgicamente el movimiento de reforma. Egidio de Viterbo (general de
                                      1506 a 1510), que en 1511, en su discurso de apertura del Quinto Concilio de
                                      Letrán, había propuesto el programa de una reforma desde dentro (homines per
                                        sacra inmutari fas est, non sacra per homines), defendió también en
                                          la Orden una reforma en el verdadero sentido de la palabra; esta no aspiraba a
                                          realizar algo revolucionariamente nuevo, sino a restablecer la forma antigua.
                                          En esto coincidía con ciertas ideas básicas del Renacimiento, con el cual tenía
                                          en común también, por lo demás, grandes intereses científicos, sobre todo en
                                          el terreno de la Biblia. Realmente le faltó, lo mismo que a los demás
                                            jefes del movimiento reformista de las diversas Ordenes, el apoyo constante y
                                            básico de los papas. Tampoco los intereses encontrados de los soberanos y las
                                            ciudades permitían actuar de un modo unitario.
                                              
         En la Baja Edad Media se fundaron muy pocas
          Ordenes religiosas nuevas y, en general, éstas fueron de poca importancia. La
          más importante relativamente fue la
            Comunidad de Hermanos de la Vida Común, que comenzó en Utrecht y Deventer a finales del siglo XIV. Esta comunidad
              de seglares, que quería vivir a la manera de los religiosos, pero sin emitir
              votos formalmente, conquistó grandes méritos especialmente en el terreno de la
              educación de la juventud y de la formación de los clérigos, así como en el de
              la promoción de un noble humanismo cristiano. Erasmo y Wimpfeling se educaron
              en sus escuelas (el último tuvo como maestro a Dringenberg). La devotio moderna, aquella piedad cálida, aunque de índole un poco pasiva, que insistía sobre todo
              en la imitación íntima y personal de Cristo y desatendía la importancia de la
              Iglesia en el orden de la gracia, se encontraba entre ellos en su propio
              elemento. El monasterio de Windesheim junto a Zwolle, que se formó a base de un círculo de estos devotos,
                convirtióse muy pronto en el centro de una amplísima reforma de las colegiatas
                de canónigos agustinos. La congregación se extendió hasta el territorio de
                Magdeburgo, llegando por el sur hasta Suiza. El grupo de los verdaderos
                Hermanos continuó dirigiendo, empero, en los Países Bajos y en el norte de
                Alemania, sus escuelas ininterrumpidamente hasta la época de la Reforma
                protestante, gozando de máximo prestigio en todas partes, de tal manera que
                todavía en 1534 el Consejo de la ciudad de Rostock les pidió que continuasen dirigiendo sus escuelas, aun
                  cuando ningún miembro de la comunidad se convirtió al protestantismo. Todavía
                  no está claro, al parecer, si y hasta qué punto su modo de ser, por la seriedad
                  de su forma de vida, por el cultivo de la lectura y la meditación de la Biblia
                  y por la proximidad a los místicos y, con ello, también a san Agustín,
                  favoreció la rápida propagación en los Países Bajos de la piedad calvinista y,
                  sobre todo, más tarde, de la jansenista.
                  
                 LA PIEDAD DE LOS
          SEGLARES
            
           También los seglares de
          aquella época cultivaban, al parecer, una piedad que apenas tenía ya vínculos
          objetivos. Esto no quiere decir que no tomasen parte activamente en el culto eclesiástico,
          en la misa y el oficio divino, en los sermones y vigilias, aunque raramente en
          los sacramentos. Pero esta vinculación no era ya suficiente en muchas
          ocasiones. Una nociva inquietud religiosa se apoderó principalmente del pueblo
          alemán. «Todo el mundo quería ir al cielo», escribe un cronista de Augsburgo
          del siglo XV, y la gente intentaba asegurar su salvación por todos los medios
          posibles. Así como se aumentaba el número de altares en las iglesias, así se
          acumulaban fundaciones sobre fundaciones, indulgencias sobre indulgencias, y
          muchos hombres poco instruidos pensaban que con su propio esfuerzo podrían
          atraer la gracia de Dios, aunque los grandes predicadores prevenían contra
          tales ideas. El cálculo casi mercantil, la explotación comercial de la piedad
          por otros, bien el señor territorial (en Halle o Wittenberg), o bien un elocuente predicador o un mercachifle de
            indulgencias, presentaba el contrapolo de lo anterior. Cambian de lugar los
            puntos de gravedad de la vida religiosa. Por doquier la gente busca patrones
            protectores contra todos los males; quiere tener pruebas palpables y
            manifiestas en los relicarios (reliquias) de los santos, que ahora se alinean y
            exponen para que todo el mundo las vea. Se abandona la piedad de orientación teológica
            para ir a caer en el sensacionalismo: en los lugares de peregrinación se quiere
            ver y casi tocar con las manos los milagros. La gente no repara en sacrificios
            de ningún género para lograrlo. Jamás, desde las cruzadas, se habían puesto en
            movimiento masas tan grandes de fieles como las que peregrinaban en las últimas
            décadas de la Baja Edad Media hacia Santiago, San Michel y San Guilles, hacia Einsiedeln, Aquisgrán
              y Tréveris, hacia Jerusalén, Roma y Wilsnack. En Wilsnack, en la Marca de
              Brandeburgo, enseñábanse hostias sangrantes —a pesar de la prohibición del
              legado pontificio, Nicolás de Cusa (1451)—, hasta que fueron quemadas en la
              Reforma protestante. Cuando predicadores exaltados conseguían despertar los
              instintos subconscientes de las masas, los relatos sobre presuntas
              profanaciones de hostias consagradas y sobre asesinatos rituales podían
              terminar con una matanza de los judíos de la localidad. Había muchas
              supersticiones, incluso acerca de las cosas más sagradas, que no eran
              suficientemente combatidas por los predicadores; ansia de apariciones,
              brujería y quiromancia redondean este oscuro cuadro. También existía,
              ciertamente, un reverso brillante: las innumerables obras de arte religioso,
              creadas por una piedad honda y profunda, la preocupación por la belleza y el
              esplendor del culto, el florecimiento de las hermandades de todas las clases
              sociales, las innumerables fundaciones caritativas, y con ellas toda la
              legislación social de nuestros días (ésta estaba, ciertamente, menos bien organizada
              y desarrollada que hoy, pero era ejecutada por libre voluntad y brotaba de un
              corazón lleno de misericordioso amor a los hermanos), y sobre todo la
              vinculación, que llegaba hasta lo más hondo, entre la fe y las costumbres
              populares.
              
             El ejemplo del Oratorio
          del Divino Amor, en la Italia de comienzos del siglo XVI, demuestra la gran
          energía religiosa que para la renovación de la Iglesia atesoraban las
          hermandades de seglares. Este Oratorio no representa, sin duda, otra cosa que
          la forma final de tales hermandades, las cuales surgieron por propia
          iniciativa, dada la insuficiencia de la cura de almas y la apatía de la Iglesia
          oficial. A ello se añaden los libros religiosos, extendidos por todas partes.
          La mitad, sin duda, de todos los libros publicados desde la invención de la
          imprenta eran de tema religioso; y, a su vez, la mitad de éstos servían para la
          formación, devoción y edificación religiosas, estando escritos muchos en la
          lengua del pueblo y no faltando tampoco traducciones de la Biblia, al menos en
          Alemania y Francia. También forman parte de la cara luminosa de la época los
          beatos y santos de aquel tiempo, desde el sencillo campesino y padre de familia
          del cantón suizo de Unterwalden, místico y apóstol de la paz de su país, san
          Nicolás de Flüe (f. 1487), hasta la camarera mayor de la corte de la reina
          Isabel de Inglaterra, Margarita Pole, madre del cardenal del mismo nombre, que fue decapitada
            a sus setenta años (1541).
            
         EL HUMANISMO
          
         Todo el carácter
          bifronte de esta época se revelaba también en la nueva actitud espiritual de
          una élite cuya característica era el humanismo. Las ideas de los humanistas se
          divulgaron de manera rápida y general mediante relaciones personales, amplio
          intercambio epistolar y largos viajes, mediante la imprenta y una actividad
          editorial apoyada en gran parte en tendencias idealistas. El presupuesto de
          todo ello era, desde luego, la apertura de las cortes principescas italianas,
          el gran número de nuevas universidades del siglo XV y la aparición de una capa
          de ricas familias burguesas, que dirigían los destinos de las ciudades. Con
          anterioridad a 1500 el humanismo era la forma de vida tan sólo de algunos
          sabios o círculos exclusivos; éstos habían llegado a adquirir en cierto modo,
          con Petrarca, conciencia de su dignidad individual de hombres y consideraban
          que su desarrollo personal propio era la tarea más importante de su vida. A la
          formación total del hombre completo servían también formas de existencia que
          recordaban bastante la vida de muchas Ordenes religiosas. A los humanistas,
          que eran en su mayor parte seglares de familias económicamente independientes,
          les gustaba retirarse del mundo como los cartujos, y llevaban, junto con unos
          cuantos amigos escogidos, una vida dedicada a la ciencia y a la amistad, bien
          en sus casas de campo, bien en el tranquilo gabinete del sabio. Pero nada de
          esto significaba una renuncia religiosa al mundo; su misión era únicamente la
          de servir a la salvaguardia de la libertad. La ascética tendía sólo a la
          formación plena del ideal de la personalidad; la filosofía, al desarrollo del
          propio ser. No se prestaba mucha atención a los problemas metafísicos y
          teológicos, y el ideal monástico de los consejos evangélicos no correspondía a
          lo que ellos pensaban del cristianismo. Este no era para ellos una escuela del
          servicio divino, ni una imitación de Cristo en el espíritu de la negación de sí
          mismo; el cristianismo era para los humanistas una doctrina, una filosofía
          práctica de la vida conforme a razón.
              
         A esta orientación
          práctica e individualista se añadía una sorprendente acentuación de lo formal.
          Los humanistas aspiraban, ciertamente, a la totalidad del saber acerca de Dios
          y del hombre, pero creían poder adquirirlo sobre todo con el estudio de la
          retórica. Los concilios unionistas del siglo XV y la conquista de
          Constantinopla por los turcos habían hecho afluir a Italia numerosos sabios
          griegos, abriendo, por así decirlo, una nueva dimensión espiritual ante los
          asombrados occidentales: el mundo de la filosofía platónica y de los Padres
          griegos. En sus escritos se creyó poder encontrar la auténtica esencia del
          hombre y de su misión. La Escolástica, echada a perder por el nominalismo, con
          sus sutilezas y sus innumerables distingos, no puede ya competir con la
          espontaneidad de estas nuevas fuentes. Y así se estudian ahora las lenguas
          antiguas, para aprender, en las obras de los clásicos, su propio estilo, pero
          también para poder leer la Biblia y los Padres en su texto original y poder
          aproximarse al espíritu de éstos. Se desprecia la Escolástica; se combate a
          sus representantes, sobre todo a los teólogos de las Ordenes religiosas, si
          bien algunos de ellos se adhirieron a la nueva mentalidad. De esta manera
          surgió un materialismo peculiar, que prescindía prácticamente de lo
          sobrenatural, una indiferencia frente a la teología y la Iglesia, y el
          cristianismo se diluyó en una filosofía moral, de la que se esperaba —pero
          esto se esperaba más aún de las bonae litterae— un efecto moralizante y
          educativo. Como los humanistas tenían conciencia de enfrentarse a la actitud y
          la tradición vigentes hasta entonces, se creían llamados a presentar
          positivamente nuevos programas para restaurar el cristianismo, tal como ellos
          lo concebían, o a combatir apasionadamente a sus adversarios. Las fingidas Cartas
            de los hombres oscuros, en las que humanistas radicales cubrieron de
          sospechas morales, de burla y desprecio a los teólogos y a los monjes, cuando,
          en la disputa de Reuchlin, se trató de si todos los escritos judíos, o
          solamente los panfletos contra el cristianismo, deberían ser destruidos,
          pertenecen sin duda a lo más condenable con que jamás se ha aniquilado
          moralmente a un adversario.
            
         Por su crítica de lo
          tradicional el humanismo hizo, en su país de origen, Italia, que muchos de sus
          adeptos se volvieran escépticos y se apartaran de la fe revelada. En lugar de
          buscar respuestas a los problemas de la religión o de la formación de la vida
          en las fuentes de la revelación, se las buscaba en los clásicos paganos,
          confundiendo en todo o en parte la visión cristiana del mundo con la pagana. En
          cualquier caso, los humanistas no estaban dispuestos a admitir una dirección
          por la autoridad eclesiástica. La Academia Romana, fundada hacia 1460 por el
          humanista Pomponio Leto, no
            sólo se había dado a sí misma un nombre y un título pagano, sino que se había
            aproximado grandemente al paganismo también en su mentalidad, de tal forma que
            el papa Pablo II la suprimió el año 1468. Tras salir de la cárcel, sus
            miembros se vengaron, con pluma mordaz, del «bárbaro» que ocupaba la Sede pontificia.
            Junto a la Academia Romana florecía otra semejante en Florencia bajo el
            patronato de los Médici. Esta desvinculaba conscientemente la filosofía de la
            teología, y apoyaba su visión del mundo con citas de los filósofos antiguos; Platón
            y la Estoa sobre todo eran venerados de un modo casi religioso. Se creía poder
            evitar un enfrentamiento directo con la Iglesia acudiendo a la doctrina de la
            doble verdad, según la cual, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la libertad
            de voluntad y la realidad de los milagros debían ser negadas desde la
            perspectiva de la razón, pero afirmadas desde la de la fe, doctrina ésta que el
            quinto Concilio de Letrán condenó explícitamente en el año 1513.
            
           El humanismo no atravesó
          los Alpes en esta forma abiertamente pagana, aunque muchos estudiantes
          alemanes habían tenido contactos en Italia también con tales doctrinas
          escépticas. En las universidades de Padua y Bolonia, donde el humanismo se hallaba especialmente
            instalado, estudiaron el político local de Agusburgo, Conrado Peutinger, y Willibaldo
            Pirckheimer, que luego sería burgomaestre en Nuremberg. Pero cuando Peutinger conoció a
              Pomponio Leto, el antiguo defensor de la
                república romana y Pontifex Maximus de la Academia de Roma, éste era ya un hombre que, en el umbral de la
                  vejez, se había vuelto moderado y a quien varios cardenales tenían en mucha
                  estima. Y su influjo fue contrarrestado por el de otros maestros humanistas más
                  moderados. Pero de sus estudios en Italia, estos hombres trajeron a su ciudad
                  natal una crítica contra Roma, teñida de humanismo, una especie de pensamiento
                  republicano, que, en el terreno teológico, colocaba la autoridad del concilio
                  ecuménico por encima de la del papa. Consideraban esto, según el modelo
                  antiguo, como la república perfecta, que garantizaba la paz. Es comprensible
                  que, desde entonces, no tuviesen reparos en integrar a la Iglesia en la
                  estructura ciudadana, considerándola como una institución educadora, por así
                  decirlo. Junto a ello, estos humanistas de las ciudades imperiales tenían unos
                  intereses científicos amplísimos. Peutinger tuvo acceso al círculo que rodeaba
                  a Maximiliano, y con una mentalidad patriótica imperial, parecido en esto al
                  humanista alsaciano Wimpfeling, se interesaba por el Imperio medieval,
                  acudiendo para ello incluso a las estatuas y medallas. Por su parte,
                  Pirckheimer era un verdadero polígrafo, cuyo campo de actividades se extendía
                  desde la astronomía hasta la traducción de la literatura clásica y patrística.
                  Pero la meta a que aspiraba con el sistema educativo de Nuremberg que él había promovido y dirigido, era la eruditio christiana, la
                    cual, sin embargo, estaba poderosamente configurada por la imagen clásica del
                    hombre, tal como aparece en Plutarco. Tales hombres adoptaron al principio una
                    actitud muy abierta frente a las novedades de la Reforma protestante, y fueron
                    los primeros partidarios entusiastas de Lutero. Pero cuando luego se apartaron
                    de la innovación religiosa, debido al curso totalmente antihumanista que ésta
                    siguió, renunciaron a adherirse decididamente a la doctrina católica. El viejo
                    Peutinger, por ejemplo, se retiró más o menos de la vida pública.
                    
                   La otra novedad que se
          trajo de Italia fue el estudiar los textos con los métodos de la crítica
          filológica, y no sólo los textos de los clásicos antiguos, sino también los de
          los Padres de la Iglesia e incluso el de la Sagrada Escritura. En esta forma el
          humanismo encontró al hombre que había de convertirse en su más brillante
          representante, el holandés Desiderio Erasmo (1469-1536), coetáneo de Peutinger
          y de Pirckheimer. Su interés existencial por la Biblia tal vez lo había adquirido
          Erasmo, hijo de un sacerdote, en su primera formación en Deventer. Su vida externa tuvo, ciertamente, un
            desarrollo muy peculiar. Este fraile agustino, que muy pronto abandona el
            hábito de la Orden y sólo veinticuatro años después solicita dispensa
            pontificia para realizar tal acto, este sacerdote, que no ejerce su sacerdocio,
            pero que, igualmente, pide permiso casi una generación más tarde para poder
            aceptar beneficios, no parece estar realmente llamado a ser jefe intelectual
            del cristianismo, cosa que creyó, sin embargo, más tarde.
            
           Erasmo no conoció el
          humanismo en Italia. En la universidad de París aprendió la crítica mordaz a la
          Escolástica y su modo de pensar, encontrando el complemento positivo para todo
          ello en su viaje a Inglaterra, que pudo emprender cuando tenía treinta años.
          Entre los muchos contactos que tuvo, fue decisivo para él su encuentro con Juan
          Colet, que tenía su misma edad. Colet era catedrático de Nuevo Testamento en
          Oxford, y de sus viajes de estudios por el sur de Europa había traído el
          humanismo cristiano, con su amor a los escritos de la Biblia, pero también el
          estudio crítico del texto bíblico. Bajo la dirección intelectual y espiritual
          de Colet se encontraba también entonces el joven Tomás Moro, con el que Erasmo
          inició una amistad que había de durar toda la vida. En compañía de Colet, que
          coincidía con él en la crítica a la Escolástica y en la condenación abierta de
          muchos abusos de la piedad popular, descubrió Erasmo la importancia de las
          lenguas bíblicas. Con ello encontró este holandés la tarea de su vida, aquel
          estudio erudito y reverencial del texto del Nuevo Testamento. Sin embargo,
          Erasmo estará siempre escindido en su interior. La otra mitad de su ser,
          alimentada sin duda por complejos ocultos, pertenecía a la crítica, más aún, a
          la sátira y a la burla de los monjes, de su teología escolástica, de los cargos
          eclesiásticos, de la Curia en general, sin que el teólogo Erasmo estuviese
          dispuesto a sacar las últimas consecuencias de ello o a abandonar su trato
          amistoso con esa misma Curia. Los desacuerdos, las contradicciones de sus
          afirmaciones y sus cartas nos revelan una peculiar falta de decisión y de claridad.
          Erasmo no era un sistemático; era un hombre, a la manera como él lo concebía,
          es decir, una personalidad caracterizada por su individualismo, la cual,
          sostenida por un alto aprecio de sí misma, siente siempre desde la situación
          concreta y actúa y escribe en concordancia con ella. Que aquel hombre tímido,
          desconfiado y sensible uniese una clara conciencia de su misión con un arte
          excepcional para ganar y conservar amigos y con una erudición destacada y
          brillante fue lo que hizo de él una personalidad directora en una época en que
          la Iglesia no tenía en su jerarquía grandes personalidades de este tipo.
              
         El ideal de vida de
          Erasmo era el cristiano formado, no el hombre piadoso. A describirlo dedicó su Manual
            del soldado cristiano, el Enchiridion, que se publicó en 1504 en Lovaina y volvió a
              reeditarse en 1518, con un nuevo prólogo. Para su autor esta obra era una ars
                pietatis, un manual de piedad. Hay que distinguir bien entre lo que Erasmo
              quiso con esta obra y los efectos prácticos que tuvo. Una veta platónica atraviesa
              la entera doctrina de Erasmo sobre la piedad. Por su esencia más íntima, hombre
              y mundo tienden a llegar desde su cara aparente a su cara invisible. Lo visible
              representa a lo invisible, está en lugar suyo, pero apunta, por encima de sí
              mismo, hacia lo espiritual. Es cosa discutida, a la que se dan diversas
              interpretaciones, si Erasmo quedó o no prendido en el platonismo y si llegó
              interiormente a Cristo no sólo como maestro y modelo, sino también como Cabeza
              de todos los redimidos (Auer). En todo caso, el Enchiridion encierra también una cara muy crítica, auténticamente
                polémica. Sin pensar demasiado en qué son los sacramentos o hasta qué punto la
                jerarquía eclesiástica fue fundada por Dios, Erasmo atacaba el error, muy
                extendido según él, de reducir la religión a las ceremonias y de observar, como
                los judíos, la ley de la letra, desatendiendo, en cambio, la auténtica piedad.
                Los sacramentos carecen de sentido si falta la aportación personal; y la
                aportación del hombre, en cuanto peregrino que marcha del mundo visible al
                invisible, consiste en la práctica de las virtudes de Cristo. El arma principal
                del soldado cristiano no son los sacramentos, y ni siquiera la realidad de la
                Iglesia, sino la Sagrada Escritura. El que la estudia, leyéndola en privado
                cada día, el que encuentra en ella a Cristo, es decir, lo que Cristo enseñó, el
                que, pasando a través del polícromo vestido de imágenes y narraciones, consigue
                encontrar y aprender el misterio invisible, éste se trasforma interiormente en
                cierto modo, sobre todo si se esfuerza por conquistar, ejercitando diariamente
                la voluntad, la virtud de Cristo. Para este hombre, los sacramentos y el
                cumplimiento de muchos preceptos y tradiciones no tienen ya la misma función
                que para el principiante de la piedad popular; no necesita ya del sacerdote en
                la misma medida, y para él pierden su significación los diversos estados de la
                Iglesia: el estado de seglar, el de sacerdote y el de religioso. Estos no son,
                en efecto, grados de piedad superior, sino sólo distintas formas de vida,
                útiles o inútiles para cada uno, según sea su constitución corporal o
                espiritual. De esta manera los sacramentos, el estado sacerdotal y los
                ministerios pierden su valor absoluto en la Iglesia. Según Erasmo, lo que los
                obispos y los papas tienen que hacer propiamente en ella no es otra cosa que
                ser para el pueblo cristiano modelos en el camino hacia la perfección. Los
                obispos ocupan realmente un lugar superior cuando imitan a Cristo no sólo en su
                ministerio, sino en su vida y en sus costumbres. Lo que ellos tienen que
                ofrecer en su vida no es la virtù general de los humanistas italianos, sino la virtud
                  de Cristo. Es posible que en este punto hayan influido sobre Erasmo las ideas
                  de la escuela de Deventer, escuela
                    que pertenecía, en efecto, al mundo de la Imitación de Cristo. Erasmo
                    es, ciertamente, un aristócrata del espíritu. Sabe que su ideal no resulta
                    accesible más que a muy pocos. La gran masa permanece presa en la religión de
                    la Iglesia invisible. Los débiles necesitan preceptos y tradiciones,
                    sacramentos visibles y estructura exterior de la Iglesia. Erasmo carece de
                    comprensión para la función universal de la eucaristía.
                    
                   Erasmo marchó después a
          Italia. Se doctoró en teología, y en Bolonia y Padua se relacionó con los famosos helenistas de la época.
            El humanismo italiano, sobre todo en su forma filológica, histórico-crítica, de
            un Valla, se le aparece ahora vivo en su propia atmósfera. Ya por este tiempo
            recoge, siguiendo el modelo de las anotaciones del Nuevo Testamento (Collado Novi Testamenti) de Valla, material para su propia edición crítica.
              Pero el humanista fue también a Roma, visitó en ella los lugares sagrados y se
              sintió extraordinariamente bien en la Curia pontificia. Sin embargo, al volver
              a Inglaterra en 1509 escribió, en la casa de Tomás Moro, el Elogio de la
                locura (Encomium moriae), en el que elabora intelectualmente su experiencia
                  italiana. En esta obra encontramos, de un lado, benevolencia para con la
                  inagotable riqueza de las gentes sencillas, de los cristianos débiles, cuya
                  curiosidad inocente y limitación individual les hacen gozar tan felizmente del
                  mundo y de la vida; pero, por la otra parte, burla mordaz y severa condenación
                  de los cardenales y el papa. ¡Qué contraste tan agudo entre el trajín de la
                  Curia y el ejemplo de los apóstoles! ¡Qué contraposición entre la vida del
                  «santo» Padre y la imitación de Cristo! Las guerras de Julio II, que
                  perturbaron la estancia de Erasmo en Italia, son algo horrible. No tienen ya
                  «absolutamente nada que ver con Cristo, y, sin embargo, los papas abandonan por
                  ellas todo lo demás».
                  
                 La tensión entre el Enchiridion y el Encomium se repite varias veces en las obras posteriores, pero
          no es ya superada. Con todo, el círculo de amigos de Erasmo se hace mayor; su influjo,
          más amplio; y su posición, más prestigiosa. Es consejero de príncipes en los
          Países Bajos, amigo de cardenales romanos; conoce personalmente a León X, que
          alaba en la Curia su erudición. Pues Erasmo había editado ahora en Basilea —en
          la que había encontrado a Froben, hombre que compartía sus ideas e impresor y
          editor bien equipado técnicamente —su Novum Instrumentum, es decir, el Nuevo Testamento griego, con anotaciones y una traducción hecha
            con claridad humanística y en un latín elegante. A través de Beza, el texto
            griego de Erasmo fue, durante tres siglos, el textus receptus; la
            traducción latina se editó unas doscientas veces, sin que pudiera sustituir o
            desplazar, desde luego, a la Vulgata. Erasmo dedicó su obra a León X y al
            primado inglés Warham. Al texto se añadían las introducciones, en las que
            sintetizó, haciendo una teología bíblica, los pensamientos expresados en el Enchiridion. Ahora hablaba de la «filosofía de Cristo», que no
              estaba reservada únicamente a los doctores. «A todo el mundo le está permitido
              ser cristiano; todos pueden ser piadosos, más aún, me atrevería a afirmar, algo
              audazmente, que pueden ser teólogos». Si los cristianos manifiestan la doctrina
              de Cristo no sólo en las doctrinas y en las ceremonias, sino en su corazón y en
              su vida entera, vendrá la Edad de Oro, el auténtico renacimiento, el restablecimiento
              del cristianismo en la naturaleza humana. En contra de los ataques del teólogo
              de Ingolstadt, Eck, Erasmo recibió en
                1518 la aprobación pontificia que había pedido para su obra. Al Instrumentum siguieron las ediciones de los Padres, empezando por san Jerónimo, al que
                admiraba como el más sabio de todos los Padres de la Iglesia. Con su traducción
                de la Biblia no había él querido corregir a san Jerónimo, sino, según pensaba,
                las erratas de los copistas del monje de Belén.
                
               Mientras en Alemania
          Erasmo quedó sobrepasado por Lutero en los años siguientes y su posición se
          debilitó a causa de su indecisión al comienzo de la Reforma protestante, siguió
          siendo en España, hasta 1525, el jefe intelectual indiscutido, cuyas ideas
          aceptaron de un modo verdaderamente exaltado todos los círculos locales de los
          amigos de una renovación intelectual y religiosa. Al fracasar la guerra civil
          española contra el rey y sus fines universalistas, también el espíritu
          estrechamente nacionalista, hostil a lo extranjero, sufrió efectivamente una
          derrota. Ahora todo movimiento reformador en el espíritu del Evangelio permanece
          indisolublemente ligado, en todos los círculos de la población y hasta dentro
          de las universidades, con el príncipe de los humanistas. Las tensiones y la
          guerra entre Carlos V y Clemente VII son el suelo espiritual sobre el que se
          mantiene y en el que se acrecienta el entusiasmo por Erasmo. Sus obras se
          reimprimen. El Enchiridion se publica en español, y lo defiende decididamente
            contra los ataques de los teólogos de Lovaina nada menos que un hombre tan
            influyente como el secretario del inquisidor general. Los principales obispos
            del país son erasmianos, exactamente igual que el gran canciller del emperador
            y su secretario Alonso Valdés, cuyo hermano Juan se convertirá, en los años
            siguientes, en el jefe espiritual de círculos erasmianos del evangelismo en
            Nápoles y Valladolid.
              
             En lo que respecta a la
          Reforma protestante, Erasmo intentó mediar el mayor tiempo posible entre Roma y Wittenberg, para lograr la concordia
            y la paz, entendida de un modo completamente personal. Lutero y Erasmo
            coincidían en su exigencia de una reforma, de una renovación en el espíritu del
            Evangelio. Pero Erasmo fue durante mucho tiempo totalmente inconsciente de que
            la confianza humanística del hombre en sí mismo y el recurso a su propia
            fuerza, su optimismo ético eran diametralmente opuestos a la experiencia de
            Lutero sobre la salvación. Sólo el hecho de que la libertad evangélica
            degenerase en libertinaje, tal como él lo veía, le convirtió en crítico de
            Lutero. Pero en este asunto distingue deliberadamente entre el espíritu
            evangélico y la condenación del reformador. El mantenimiento de la unidad de la
            Iglesia no puede significar para él el final de la renovación religiosa,
            comenzada en todas partes en el espíritu de la libertad del Evangelio. En la
            exégesis bíblica, a la que Erasmo se dedicó con cuerpo y alma, encontró siempre
            distintas posibilidades de interpretación. Aquí creía ver él la posibilidad de
            una libre discusión, en la medida en que definiciones dogmáticas no la hubiesen
            coartado. Por eso Erasmo aconsejaba continuamente reducir al mínimo las
            definiciones dogmáticas. Si subrayaba la autoridad de la Iglesia, lo hacía tan
            sólo porque en ella hay armonía y seguridad, basada en la concordia
              caritatis; una cuestión distinta es si hay también verdad. Todavía en 1533
            dice que es preciso ser tolerante, pues no existe claridad sobre las cuestiones
            supremas. Y si en 1529, año de la Reforma protestante en Basilea, abandonó esta
            ciudad porque no se celebraba en ella ninguna misa, no hizo esto porque
            considerase a la Iglesia católica como la única verdadera, sino como la mejor
            relativamente. El conocimiento de la evolución histórica de las formas
            eclesiásticas era para él más importante que su resultado e incluso que la
            fundación divina de la Iglesia. Ya la distinción entre Iglesia católica e
            Iglesia romana o papal es característica de la fluctuante indecisión y del
            semicatolicismo del príncipe de los humanistas. Y si bien escribió también en
            una ocasión: «Reconozco a Cristo, no a Lutero; reconozco a la Iglesia romana,
            que considero idéntica con la Iglesia católica; de ésta no me separará ni siquiera
            la muerte; tendría ella que separarse expresamente de Cristo», revela, sin
            embargo, una confusión y ambigüedad teológicas sorprendentes al declarar en
            otro momento:
              
           «No me he apartado jamás
          de la Iglesia católica... Sé que en esta Iglesia, que vosotros (los luteranos)
          llamáis papista, hay muchos hombres que me desagradan. Pero gentes como éstas
          veo también en tu Iglesia. Se soportan más fácilmente los males a los que se
          está acostumbrado. Por ello soporto esta Iglesia, hasta que vea otra mejor, y
          ella está también obligada sin duda a soportarme a mí, hasta que yo mismo
          mejore. Y no camina mal el que, entre dos males distintos, elige el camino del
          medio»”.
              
         E igualmente pudo, sin
          ser infiel a sí mismo, volver de nuevo a Basilea en 1535 para estar más cerca
          de su editor. En esta última ciudad morirá un año más tarde, sin poder recibir
          los sacramentos de la Iglesia.
              
         Bajo tales jefes
          espirituales, la Iglesia católica estaba expuesta, realmente indefensa, a las
          borrascas de la innovación religiosa. Tendría que pasar casi una generación
          entera hasta que se pudo superar el primado de la moral sobre el dogma y la
          funesta ambigüedad teológica, y hasta que consiguió triunfar la herencia
          valiosa de Erasmo: el amor a la pureza de la Iglesia primitiva y la conciencia
          de la responsabilidad pastoral de los obispos. En cambio, su anhelo de una
          adoración más pura de Dios, que no estuviera soterrada bajo las ceremonias y
          las devociones especiales, su aspiración a una actitud religiosa vuelta hacia
          la vida, apartada de la ascética monástica, y su exigencia de un compromiso
          interior, personal, para con el Dios redentor fueron actualizados, en una
          medida revolucionaria, en la Reforma protestante.
              
         Es verdad que Ignacio de Loyola tomó muchas cosas de los
          estatutos del humanista Colegio de Montaigu de París, pero el establecimiento,
          sugerido por él, de la Inquisición en el año 1542, representaba la victoria de
          aquellos monjes y teólogos a quienes Erasmo había temido siempre. Las
          fijaciones dogmáticas del Concilio de Trento, el ideal conciliar del obispo y la conciencia
            acentuadamente confesional del calvinismo, con su principio de la
            predestinación, representaron el fin del humanismo. Uno de los últimos eramistas,
            el duque Guillermo de Cleve, cuyo gobierno duró muchos años (de 1538 a 1592),
            tuvo que ver cómo incluso en su propio territorio, donde las posiciones
            religiosas podían desarrollarse con libertad, se organizaron, desde 1568,
            comunidades luteranas y calvinistas, conscientes de su especial naturaleza.
            
          
 
        
           
         CAPITULO TERCERO
          
         LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE
          EUROPA
              
         
           
                MARTIN LUTERO. JUVENTUD Y FORMACION
          
         La crisis letal en que
          se debatía la Iglesia manifestóse abiertamente cuando la Reforma protestante
          inició su ataque contra ella. La send, para este ataque la dieron las conocidas 95 tesis del
            fraile agustino Martín Lutero. Lutero, nacido en Eisleben en 1483, procedía de
            una familia de mineros absolutamente fiel a la Iglesia, que partiendo de una
            situación modesta, había conseguido irse elevando poco a poco hasta alcanzar
            un cierto bienestar. Tras cursar sus primeras letras en Mansfels y Magdeburgo,
            el joven Martín marchó, en la primavera de 1501, a la universidad de Erfurt. La facultad de artistas, a la que él
              pertenecía, era partidaria de Aristóteles, y en lógica se inclinaba, bajo el
              influjo de autores ingleses, al terminismo, una especie de nominalismo
              moderado. Aun cuando Lutero no llegó a entablar contacto directo ya entonces
              con la teología occamista, esta escuela había abierto, sin embargo, el camino
              para su posterior idea de Dios y su valoración de la gracia. Sus relaciones
              con los círculos humanistas de Erfurt no
                llegaron a ser muy estrechas, a pesar de su amor a los clásicos antiguos. En
                1505 alcanzó el grado de magister artium. Padre e hijo estaban
                  de acuerdo en la necesidad de proseguir los estudios universitarios. Por deseo
                  de su padre, Lutero se dedicó al estudio del derecho. Pero de repente surge un
                  incidente dramático. En medio del semestre el joven magister se toma unas vacaciones. Cuando volvía de casa a
                    Erfurt le sorprende una fuerte tormenta.
                      Al caer un rayo cerca de él, exclama: «Socórreme, santa Ana, entraré fraile.»
                      Catorce días después ingresó en el convento de agustinos eremitas observantes
                      de Erfurt. Lutero dirá más tarde que
                        fue llamado «por una visión del cielo»
                        
                       Los años que permaneció
          en el convento de Erfurt fueron
            sin duda el período decisivo de su vida, aun cuando apenas resulte posible
            señalar ya con seguridad cuál fue su evolución interior en aquellos años. En
            todo caso, en el convento se encontraba rodeado de un ambiente católico bueno y
            no encontró en él, cuando ingresó, ni decadencia de las costumbres monásticas,
            ni antipapismo, ni crítica de la piedad popular, pero tampoco auténtico agustinismo.
            De todos modos, allí estudió a Gabriel Biel, cuyas Sentencias le
            hicieron penetrar hondamente en el occamismo, y trabó una relación íntima y
            familiar con la Biblia. Fueron sobre todo los Salmos, la Epístola a
              los Romanos y la dirigida a los Gálatas —la Epístola más amada de
            Lutero— los que le formaron. Entre tanto, había profesado en 1.506, y en 1507
            fue ordenado sacerdote.
              
           Parece que en su primera
          misa el pensamiento de la cercanía de la terrible majestad de Dios provocó
          fuertes conmociones en su alma. Tuvo experiencia viva de lo tremendum, de lo inefablemente grande que es que el frágil hombre eleve su mirada hacia
          Dios, hacia aquella terrible majestad ante la cual la tierra se estremece. Al
          lado de esta incomparable grandeza de Dios, el hombre no puede ser ya nada. La
          posterior idea de Lutero, según la cual Dios lo es todo y el hombre no es nada,
          es aprehendida aquí por la vía del sentimiento, con una escrupulosidad
          profundamente anclada en lo subjetivo, mucho antes de ser concebida por el entendimiento.
          Y, sin embargo, el joven monje quiere estar convencido, por experiencia
          propia, de que se halla en estado de gracia, sin que se deje tranquilizar
          definitivamente por su confesor, el ejemplar Staupitz. Para Lutero no llegaron
          nunca a convertirse en convicción práctica las ideas de que la Iglesia, en
          cuanto Cristo que sigue viviendo, es la tierra de que debe alimentarse el
          individuo cristiano para convertirse en un creyente, y de que el juicio de
          aquélla es presupuesto de la verdad del conocimiento teológico y de la santidad
          del obrar del cristiano particular. El que luego sería «doctor jurado de la
          Sagrada Escritura» se preocupaba escrupulosamente de que su doctrina
          coincidiese con la Biblia. Para él resultaba inconcebible que, en tal caso, pudiera
          llegar a estar en oposición a la Iglesia. Se manifestaba ya entonces así uno de
          los problemas capitales de la Reforma protestante: la relación entre la
          Escritura y la Iglesia.
          
         Mas tales experiencias
          no ejercían todavía influjo alguno sobre la vida práctica. También el nombre de
          Lutero se encuentra inscrito en una cédula de indulgencias concedida en 1508 a
          los agustinos de Erfurt. En Erfurt se destinó a Lutero al
            cargo de lector, pero luego el vicario de la Orden, Staupitz, lo envió a la
            universidad de Wittenberg para
              dar en ella lecciones de filosofía moral y, pronto, también de teología. Con
              independencia de toda tradición de Escuela, Lutero explicó en esta universidad,
              que había sido fundada poco años antes, la Etica a Nicómaco, de
              Aristóteles. En estas lecciones concibió muy pronto la relación entre la
              filosofía y la teología, no ya a la manera aristotélica, sino a la manera
              occamista. Partiendo de la Biblia y de san Agustín llegó a recusar a la razón,
              que, contra su voluntad, se veía forzada a confesar que Dios era demasiado
              elevado para ella. Dios no puede ser conocido; comprenderle significaría
              empequeñecerle. El estudio de san Agustín le abrió también, ciertamente, los
              ojos para ver el pecado incluso del justo y la impotencia de la voluntad
              humana. Lutero creía que podía ratificar todo esto con su propia experiencia
              personal. Pronto volvió a Erfurt, para
                dar allí lecciones sobre las Sentencias de Pedro Lombardo en el Estudio
                General de la Orden. Poco después de esto su convento lo envió a Roma, por
                asuntos propios de la Orden, y allí defendió el ideal de la observancia frente
                a las reglamentaciones jurídicas. Los defectos de la Roma del Renacimiento
                apenas le impresionaron entonces. Una vez vuelto a la patria, actúa de nuevo en Wittenberg, donde, en 1512, alcanza
                  el grado de doctor en teología, haciéndose cargo de la cátedra de Sagrada
                  Escritura, que hasta entonces había detentado Staupitz y que desempeñó hasta su
                  muerte con una fidelidad ejemplar. Siendo a la vez jefe de estudios del
                  convento y predicador de las iglesias principales de la ciudad, pronto el joven
                  profesor se convierte en una de las figuras más destacadas de Wittenberg, figura respaldada por la Orden, la Universidad
                    y los estudiantes. Lutero dictó lecciones sobre los Salmos, y luego
                    sobre la Epístola a los Romanos, comentando más tarde las Epístolas
                      a los Gálatas y a los Hebreos. Esto ocurre en los años 1513 a 1518.
                    En sus clases quería volver al texto primitivo, y rechazó la Vulgata, cuya
                    traducción, como es sabido, es más antigua que el texto de los manuscritos
                    griegos conservados. Sobre esta base Lutero llega muy pronto a dar una
                    explicación puramente histórica, renunciando a todas las glosas medievales y a
                    cualquier tipo de alegoría. En sus lecciones sobre la Epístola a los Romanos escribe en la introducción: San Pablo enseña en la Epístola a los Romanos la realidad del pecado en nosotros y la justicia única de Cristo. Con esto
                    habría llegado, pues, ya Lutero a nuevas concepciones fundamentales en
                    teología.
                    
         LA «EXPERIENCIA DE LA
          TORRE» Y LAS IDEAS FUNDAMENTALES
            
           A esta clarificación la
          precedieron sin duda múltiples experiencias. Se ha querido ver ya, como punto
          de arranque de esto, la experiencia práctica de Lutero acerca de la justicia
          de las obras y el hecho de que por entonces llegase a sus manos la obra de san
          Agustín contra los pelagianos, titulada De spiritu et littera. Lutero
          mismo contaría más tarde cómo en el convento no se cansaba de hacer
          penitencias, de ayunar, orar y pasar las noches en vigilia, para conseguir que
          Dios fuese clemente con él. Mas todos sus esfuerzos habían sido en vano, hasta
          que el Señor le redimió por el Evangelio de la sola fe justificadora, y le
          abrió las puertas del Paraíso. No es preciso tomar demasiado a la letra este
          relato. Muy probablemente nos encontramos aquí ante engaños inconscientes de la
          memoria. Al comienzo Lutero encontró tranquilidad y paz en el convento. Sólo
          más tarde apareció el sentimiento de no ser capaz de cumplir la ley divina,
          como exigía la disciplina de la Orden, a lo que se añadieron violentas
          tribulaciones y tentaciones. Se apoderó de Lutero el sentimiento del pecado,
          que, según él, perdura aun a pesar del arrepentimiento, la confesión y la
          penitencia, y la creencia de no poder arrostrar la terrible majestad de Dios. La
          experiencia de la concupiscencia mala y de estar prisionero del propio yo
          (Jedin) le condujo al borde de la desesperación. Todos los consejos de Staupitz
          no le sirvieron para vencer tales estados de angustia. Entonces le llegó un
          conocimiento del cual Lutero habla como de su experiencia reformadora decisiva.
          He aquí cómo la cuenta restrospectivamente el mismo Lutero en 1545, en el
          prólogo al tomo primero de sus obras latinas:
          
         «Me poseía un deseo
          obstinado de comprender al Pablo de la Epístola a los Romanos. No me lo
          había impedido hasta ahora la falta de fervor, sino una sola frase del primer
          capítulo: “La Justicia de Dios se revela en él [el Evangelio]”. Pues yo odiaba
          la expresión “justicia de Dios”. En efecto, había sido yo enseñado, según el
          uso y la interpretación de todos los doctores, a entender filosóficamente esta
          expresión, como dicha de la llamada justicia formal o activa, en virtud de la
          cual Dios es justo en sí mismo y castiga por ello a los pecadores e injustos.
          Mas yo sentía, con un completo desasosiego de conciencia, que, a pesar de que
          mi vida de monje era intachable, ante Dios era un pecador, y que no podía
          confiar en aplacarle mediante mis obras de satisfacción. Así, pues, no amaba yo
          a este Dios justo y que castiga el pecado, sino que lo odiaba. Con protestas
          mudas, y, si bien no todavía blasfemas, sí, desde luego, terribles, me irritaba
          contra él: me preguntaba si no era ya bastante que los pobres pecadores, los
          eternamente condenados por el pecado original, fuesen oprimidos con toda suerte
          de desgracias por la ley de los diez mandamientos, para que, además, en la
          Buena Nueva añadiese Dios dolor al dolor, que encima cargase todavía sobre
          nosotros, mediante el Evangelio, su justicia y su cólera. De este modo me
          enfurecía yo, con una conciencia salvaje y sobresaltada. Pero yo seguía insistiendo,
          en mi angustia, sobre aquel pasaje de san Pablo, deseando saber, con ardiente
          curiosidad, lo que con él quería decir. Hasta que, cavilando día y noche,
          presté atención, por la misericordia de Dios, al contexto de aquel pasaje que
          dice: “La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de
          la fe”. Entonces comenzé a entender la justicia de Dios como la justicia
          mediante la cual el justo vive por regalo de Dios (como justo), esto es, de la
          fe. Y comprendí que el sentido es éste: El Evangelio revela la justicia pasiva
          de Dios, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como
          está escrito: El justo vive de la fe. Entonces me sentí verdaderamente como
          nacido de nuevo y como si hubiese entrado en el cíelo más alto por las puertas
          abiertas. E inmediatamente el semblante de toda la Escritura se me apareció de
          un modo nuevo».
          
         La comprensión de Romanos, 1, 17 se convierte, de esta manera, en la clave de sus ideas, tal como luego se
          fueron desarrollando poco a poco. La justicia de Dios no es ya ahora, para
          Lutero, la justicia que castiga y que premia y que Dios posee, tal como la
          habían concebido los escolásticos occamistas, sino la justicia que Dios otorga,
          la justicia inmerecida de la gracia; y Dios mismo no es ya el Dios del
          capricho, sino el Dios de la misericordia. Con ello Lutero encontró algo nuevo
          para él, pero que había sido enseñado ya por todos los exégetas de la Edad
          Media. Que esta idea fuese, sin embargo, una idea reformadora y herética es
          algo que se debe al contexto en que la colocó el profesor de Wittenberg.
            
           En correspondencia con
          su propia experiencia religiosa personal, esta justicia de Dios se opone
          diametralmente, para él, a toda autojusticia del hombre, que envenena la
          totalidad de sus obras. El hombre se halla completamente corrompido a causa del
          pecado original; la concupiscencia, que permanece incluso después del
          bautismo, es sencillamente pecado. Por ello, el obrar propio no sirve de nada
          en el proceso de la justificación. Las llamadas buenas obras no contribuyen
          nada a la salvación y no son tampoco un presupuesto para la justificación; no
          producen ningún mérito. Las verdaderas obras buenas no son otra cosa que la
          consecuencia, el fruto de la nueva justicia. La justicia de pensamiento no es,
          sin embargo, una elevación del ser humano, indisolublemente unida con la
          remisión del pecado, y un nuevo principio de la vida sobrenatural, sino la
          aceptación personal del pecador por Dios, en virtud de los méritos de Cristo.
          No por el ser, sino únicamente por la fe, y, desde luego, por la sola fe sin
          obras, se une el pecador con Cristo. Mas a pesar de su justificación, continúa
          siendo pecador (simul iustus et peccator); sus pecados están únicamente
          recubiertos; la justicia de Cristo sólo se le aplica externamente, sólo se le
          imputa. Lo único que el hombre puede hacer es entregarse confiadamente a la
          palabra de Dios, confiar en los méritos de Cristo en la cruz, y experimentar el
          juicio dictado sobre el pecado. Esta actitud de confianza es para Lutero la fe.
          
         La idea de la justicia
          por la fe y de la función de la sola fe tenía que completarse con la negación
          de la libertad de la voluntad humana. Pues el hombre que pudiera decidirse en
          favor del bien sería, en efecto, su propio salvador y no necesitaría de Cristo.
          Justamente la esencia del pecado consiste en que el hombre intenta introducir
          furtivamente de algún modo lo humano en el proceso de la salvación. Pero es una
          injusticia contra Dios que alguien desee y busque la justicia que El da. La
          naturaleza humana no puede hacer otra cosa que pecar. Puede demostrarse que
          las obras del hombre, por muy buenas que puedan ser o parecer, son, sin
          embargo, pecados mortales. Las obras de los justos son pecado, y mucho más,
          naturalmente, las de los no justos. Lutero expondrá estas tesis en Heidelberg en 1518. Pero si el hombre no puede hacer
            otra cosa que pecar, y su suerte después de la muerte es diferente, esto
            significa que la decisión sobre la suerte eterna de cada hombre sólo puede
            depender de la voluntad de Dios. Por tanto, Dios predestina a los hombres no
            sólo a la bienaventuranza, sino también a la condenación. Dios no quiere dar
            la gracia a todos. No existe ningún seguro contra esta predestinación divina,
            pero sí hay la certeza de salvación de los que confían con fe, el refugiarse en
            las heridas de Cristo, el acogerse a la cruz. Unicamente esto garantiza la
            salvación, a pesar de todas las tribulaciones interiores, que no significan, en
            efecto, otra cosa que la señal infalible de que «Cristo está contigo y tú estás
            con Cristo».
            
           Estas son ideas propias
          del nominalismo radical, a las que se añaden ideas de la escuela agustiniana e
          influjos de la mística alemana, que aquí colaboran con las experiencias
          personales de Lutero. Este no ha encontrado todavía un sistema para sus nuevos
          conocimientos y, durante toda su vida, no permitirá que ningún sistema le
          aparte de la fogosa espontaneidad y originariedad de sus pensamientos. Pero
          sus afanes científicos alcanzan nuevas metas. Quiere una teología religiosa,
          que hable al corazón y enseñe la nueva fe sin aparato filosófico. De esta
          manera limita la teología a la Biblia y a los Padres, que es preciso explicar
          literalmente; rechaza la Escolástica, calificándola de juego de palabras, y se
          burla de Aristóteles. Uno llega a ser teólogo tan sólo cuando dice adiós a
          Aristóteles, afirma en 1517, en una disputa contra scholasticos. Esto
          era una declaración radical de guerra contra toda la teología medieval.
          
         LA DISPUTA DE LAS INDULGENCIAS
          
         La ocasión que hizo
          madurar completamente las nuevas ideas y exponerlas en público fue, para
          Martín Lutero, la predicación de la indulgencia para la construcción de la
          basílica de San Pedro. En 1505 el papa Julio II había encargado a Bramante que
          realizase aquella gran obra. De acuerdo con una costumbre que había surgido en
          la Edad Media para activar, mediante la concesión de una indulgencia, las
          grandes obras provechosas a todos, también Julio II (1507) y su sucesor León X
          (1514) anunciaron una indulgencia plenaria para toda la cristiandad. A las
          condiciones ordinarias de recibir los sacramentos se añadía la entrega de una
          limosna, como contribución para la gran obra. A los predicadores de la
          indulgencia se les concedían especiales poderes para confesar y absolver. Se
          podía comprar la así llamada cédula de confesión y, de esta manera, quedar
          absuelto, una vez en la vida, de todos los pecados, incluso de los reservados
          al papa. La indulgencia se podía aplicar también a los difuntos; desde el siglo
          xv existían, en efecto, indulgencias papales para las almas del purgatorio.
              
         La indulgencia para la
          construcción de la basílica de San Pedro no se predicó en el norte de Alemania,
          esto es, en la provincia eclesiástica de Maguncia, hasta el año 1517. En 1513,
          el príncipe Alberto de Brandeburgo, que sólo tenía veintitrés años y era
          hermano del príncipe elector, fue elegido para arzobispo de Magdeburgo y para
          administrador apostólico de Halberstadt. Al
            año siguiente, también el cabildo catedralicio de Maguncia lo eligió para
            arzobispo de esta ciudad, después de haberse comprometido a pagar a Roma, de su
            propio dinero, las anatas, que ascendían a catorce mil ducados. Ahora bien, el
            derecho canónico prohibía que una misma persona acumulase varios obispados. El
            regir tres obispados era algo inaudito en Alemania. Mas como Alberto no quería
            renunciar a ninguno de aquéllos, trabajó por lograr en Roma una dispensa que
            le permitiera seguir reteniéndolos. Dada la politización y mundanización de la
            Curia, la dispensa fue concedida por León X, tras prolongadas negociaciones,
            pero había que pagar por ella diez mil ducados más. Ahora bien, ¿cómo iba a
            poder pagar Alberto esta suma inmensa? Al parecer, fue el representante en Roma
            de los Fugger el que señaló un camino al legado de Alberto: Se podría nombrar
            al arzobispo de Maguncia comisario de la bula en sus tres obispados y en los
            territorios de Brandeburgo. Debía, pues, encargarse de la venta de la
            indulgencia, pero participaría también en la recaudación. Una mitad del dinero
            conseguido con aquélla debía ir a Roma, para la construcción de la basílica,
            pero con la otra mitad se quedaría él. Contra esta mitad, los Fugger le adelantarían
            el dinero necesario para pagar las tasas exigidas por Roma. Los legados de
            Alberto pusieron algunos reparos contra esta transacción simoniaca, pero el
            arzobispo, hombre ligero y de sentimientos mundanos, concertó el trato. Las
            tasas fueron pagadas directamente por los Fugger, que ahora estaban interesados
            económicamente en la indulgencia. Dado que en ésta se trata de algún modo de
            la aplicación de los méritos ganados por la sangre de Cristo, este manejo de la
            indulgencia como garantía en un gran negocio bancario se presenta cuando menos
            como escandaloso.
            
           En 1517 Lutero no sabía
          todavía nada de esta prehistoria de la indulgencia para la construcción de la
          basílica de San Pedro. Tampoco sabía nada de que el cabildo de la catedral de
          Maguncia quería obtener algún beneficio de aquélla para su catedral, ni de que
          el emperador Maximiliano exigía, para dar su aprobación, que se le pagasen
          tres mil florines, destinados a la construcción de la iglesia de Santiago en Innsbruck. Lo que exasperó a Lutero fueron otras
            cosas.
            
           La bula Sacrosancti, de 31 de marzo de 1515, concedía, pues, al arzobispo de Maguncia la predicación
          de la indulgencia por un período de ocho años. En ella se empleaba la fórmula plenissima omnium peccatorum
            remissio, que hoy puede dar lugar a
              malentendidos, pero que entonces se entendía correctamente. La bula decía
              también, apoyándose en sólidos argumentos teológicos, que la indulgencia era
              aplicable a los difuntos. El primer domingo de adviento se predicó la
              indulgencia en Maguncia, y en enero de 1517 Alberto nombró dos comisarios para
              que lo hicieran en el arzobispado de Magdeburgo; uno de ellos era el dominico
              de Leipzig, Juan Tetzel (1465-1519), que ya anteriormente había actuado como
              predicador de indulgencias. Tetzel comenzó muy pronto a predicar en Eisleben y
              en Leipzig. El príncipe elector había redactado una instructio summaria para los predicadores. Esta, de suyo, puede ser
                interpretada en un sentido correcto, pero de hecho, envolviéndolo en fórmulas
                piadosas, venía a convertir la predicación de la indulgencia en un negocio, en
                el cual lo más importante era el dinero. Esto valdrá también para Tetzel; los
                reproches contra su vida privada no son, en cambio, más que calumnias, nacidas
                del odio que Lutero abrigaba contra el dominico, incluso una vez muerto éste.
                En lo que respecta a la indulgencia para los vivos, Tetzel enseñaba una
                doctrina correcta, es decir, subrayaba la necesidad del arrepentimiento. Pero
                acaso. debamos también admitir que, en lo referente a la aplicación a los
                difuntos, defendió, al menos en cuanto al contenido, la frase que, en cuanto a
                las palabras textuales, se pone falsamente en boca suya: «Tan pronto como se
                oye caer la moneda en el cepillo, el alma sube de un salto al cielo». Con ello
                seguía una opinión de escuela, no absolutamente rara, según la cual podía
                ganarse la indulgencia para los difuntos mediante la simple entrega del dinero,
                es decir, sin arrepentirse, y que podía ser aplicada con total seguridad a un
                alma determinada.
                
               Ocurría, empero, que los
          dos príncipes existentes en Sajonia habían prohibido, por motivos políticos y fiscales
          —desde hacía ya mucho tiempo los señores territoriales consideraban, en
          efecto, la indulgencia como una cuestión económica—, la predicación de Tetzel
          en sus territorios. Y cuando el dominico predicó en abril en territorio de
          Brandeburgo, muy cerca de la frontera con Sajonia y en las cercanías de Wittenberg, muchas personas de esta última ciudad
            acudieron a escucharle. Lutero se enteró de esto por sus penitentes. ¡Qué
            contraste entre su propia lucha sangrienta contra el pecado y el miedo al
            infierno, y la despreocupada seguridad que aquella charlatana predicación de
            gracias inauditas ofrecía a la conciencia moral! Su propia experiencia del
            miedo a salvarse y de la certeza de la salvación, y su refugiarse en las
            heridas del Crucificado, habían convertido al fraile Lutero en un adversario
            apasionado de aquella superficialidad moral y religiosa que él consideraba que
            era la indulgencia, dado su desprecio de la comunidad cristiana de la Iglesia
            visible. Al reaccionar ahora contra esto, su celo religioso le hizo creer que
            actuaba en defensa de los derechos de la Majestad Divina.
            
           Lutero predicó contra la
          indulgencia y se esforzó por conocer a fondo la doctrina eclesiástica sobre
          aquélla. Finalmente, reunió sus objeciones contra los abusos contenidos en la instruccio
            summaria y las envió al arzobispo de Maguncia y a su propio ordinario, el
          obispo de Brandeburgo. Al príncipe elector de Maguncia le adjuntó también un
          tratado sobre la penitencia
            y las tesis compuestas por él. Al día siguiente, festividad de Todos los Santos de 1517, clavó estas 95 tesis en las puertas de las iglesias del castillo y de la universidad de Wittenberg e invitó a los
              profesores a celebrar una
                disputa académica sobre ellas. El que las tesis estuvieran redactadas en latín mostraba que Lutero no tenía intención de llevarlas al pueblo.
                  Pero al menos habían de sobresaltar a los teólogos. A ello se debe también el que la formulación de algunas sea muy cortante.
                    
                   Su ataque no se dirigía sólo contra la
          indulgencia, sino ya también contra la
            potestad que la concede.
              Lutero afirmó ciertamente en 1545 que los
                obispos no habían hecho
                  caso en absoluto de las cartas del pobre fraile, y que, por ello, despreciado, había dado a
                    conocer sus tesis disputadas mediante un cartel. Con ello no había
                      querido hacer otra cosa, decía, que defender la verdadera doctrina del papa sobre la indulgencia, en contra de los mercachifles y charlatanes de
                        mercado. Mas esto es, cuando menos, un engaño de la memoria. Pues, en este caso, Lutero no habría podido preguntar en sus tesis por qué el papa, que era más
                          rico que Creso, no podía
                            construir la basílica de San Pedro con su dinero, en vez de con el dinero de los pobres fieles. En las tesis se afirma además que el papa sólo puede perdonar penas que él mismo haya impuesto de acuerdo
                              con su propio criterio o según los cánones del
                                derecho canónico; que las indulgencias no tienen ninguna relación
                                  con las almas del purgatorio; que el poder del papa sólo puede alcanzar a los
                                  vivos, no yendo más allá de la muerte. No es el papa, sino sólo Dios, el que
                                  perdona la pena. Nada terreno, y, por tanto, tampoco el poder de las llaves,
                                  llega hasta el otro mundo. ¡Una y otra vez se separa, pues, rudamente lo
                                  divino de lo humano, sin dejar relación alguna entre los dos! Se afirma que las
                                  indulgencias no son necesarias en absoluto, pues, si está verdaderamente
                                  arrepentido, todo cristiano posee, incluso sin cédula de indulgencia, la plena
                                  remisión del pecado y de la culpa. Lutero desea que los cristianos adopten una
                                  actitud diferente en su vida. «Cuando nuestro Señor Jesucristo dijo: Haced
                                  penitencia, quería que toda nuestra vida fuese penitencia», se dice en la
                                  primera de las tesis. Así, pues, no es la vida del cristiano paz y paz, sino
                                  guerra y guerra. Es un caminar con Cristo a través de la pasión, la muerte y
                                  el infierno. Y así el cristiano confía en entrar en el cielo más bien
                                  sufriendo muchas tribulaciones que disfrutando de una tranquila seguridad. Se
                                  debía elegir el sufrimiento saludable, más bien que eludirlo. Lo agradable
                                  equivale a la corrupción. Pero lo agradable eran, a los ojos del
                                    pueblo, las gracias de las indulgencias,
                                      ofrecidas y repartidas indiscriminadamente.
                                      
         La lucha contra la
          indulgencia se convierte, pues, en una lucha de Lutero en defensa de sus ideas
          religiosas fundamentales sobre la fe fiducial y la seguridad de la salvación,
          que atraviesa por muchas asechanzas. Lutero había escrito a Alberto de
          Brandeburgo:
              
         «Las pobres gentes del
          pueblo creen que, una vez que han comprado las cédulas de indulgencia, están
          seguros y ciertos de su bienaventuranza. Pero el hombre no puede estar seguro
          de ella por obra de ningún obispo, puesto que ni siquiera lo está por la gracia
          infusa de Dios, ya que el Apóstol exige realizar la salvación en temor y
          temblor... ¿Por qué, pues, se hace que el pueblo con esas falsas fábulas y
          promesas de perdón pierda el miedo y esté seguro?... Pues en la instrucción se
          afirma que el hombre es reconciliado con Dios por la gracia de la indulgencia».
              
         También en otras
          ocasiones se había dicho que las bulas pontificias de indulgencias iban contra legem et
            evangelia también otros teólogos
              habían expresado ya críticas, sin transformarse por ello en jefes de un
              movimiento contra la Iglesia. También las tesis de Lutero habrían podido quedar
              sólo dentro del mundo científico y de la bibliografía teológica, si no hubieran
              encontrado un eco tan entusiasta en la nación alemana. Estas tesis hicieron
              despertar al pueblo alemán de su tensión latente. El barril de pólvora estaba
              cargado desde hacía tiempo. La palabra de Lutero fue la chispa que lo hizo
              saltar.
              
             Es cierto que la disputa
          propuesta por Lutero no se celebró. En cambio, las tesis se difundieron por
          toda Alemania en pocas semanas. Sin que Lutero interviniera en ello, fueron
          copiadas a mano y transmitidas de unos a otros: en enero de 1518 se
          imprimieron ya en Basilea, Leipzig y Nuremberg. Erasmo las envió a su amigo Tomás Moro; Durero las
            tenía a mano, y ya el 5 de enero de 1518 Cristóbal Scheuerl, jurista de Nuremberg, habla de una traducción alemana. Su
              rápida difusión sólo puede explicarse por la excitabilidad religiosa del
              pueblo, así como por su repudio del exagerado fiscalismo papal. El pueblo se
              dio cuenta de que aquí tenía su jefe, en la lucha contra las mismas cargas que
              se veía obligado a soportar contra su voluntad. Lutero se convirtió en el
              portavoz del descontento alemán y, a la vez, en intérprete del carácter de esta
              nación, pues ya en su primera tesis había propuesto como tema general de la
              vida cristiana, no el sosiego y la seguridad clásico-antiguos, sino el
              desasosiego y la errabunda añoranza germánicos (Lortz).
              
             Es
          cierto que Lutero encontró algunos adversarios, pero no un frente defensivo
          teológico cerrado ni tampoco una oposición general por parte de los poderes
          públicos. En sus oponentes jugaba también un papel la contraposición entre
          Sajonia y Brandeburgo y la competencia de las universidades. Conrado Koch
          (Wimpina), que era entonces rector de la universidad brandeburguense de
          Francfort del Oder, amigo de Tetzel y sacerdote secular, escribió unas contra
          tesis, que fueron defendidas y dadas a conocer por Tetzel. Al Sermón sobre
            la indulgencia, predicado por Lutero en la primavera de 1518, replicó
          Tetzel con una refutación en alemán y cincuenta tesis en latín. Trataban del problema
          de la autoridad eclesiástica y afirmaban que la decisión en asuntos de fe estaba
          reservada al magisterio infalible del papa. Tetzel había llegado ya, pues, al
          auténtico punto clave de la controversia. Juan Eck, que hasta entonces había
          sido amigo de Lutero y era procanciller en Ingolstadt, colega del fraile de Wittenberg y hombre de confianza del duque de Baviera así como
            del sabio obispo de Eichstat, Gabriel de Eyb, escribió privadamente, por
            encargo precisamente de este obispo, unas Adnotationes a las 95 tesis,
            las cuales se propagaron en copias a mano. En ellas notaba un cierto parentesco
            entre las ideas de Lutero y las de Juan Hus, condenado en el Concilio de
            Constanza. Lutero vio en ello una acusación de herejía y respondió con una
            irritada contrarréplica, titulada Asterisci. Decía que Eck condenaba sus
            tesis sin haberlas comprendido en absoluto. «En toda su obra no hay nada de
            teología (esto es, de la Biblia); todo son extravagancias científicas. Concedo
            que todo es verdadero si las teorías de escuela son verdaderas, cosa que Eck
            afirma, pero yo niego». Ambos personajes se habían convertido en adversarios
        irreconciliables.  Que se formase un frente
          defensivo cerrado lo impidió no sólo la coincidencia de Lutero con las
          corrientes opuestas a la Curia, existentes en la nación, sino también la falta
          de claridad teológica, que ya podía notarse en Erasmo. Sólo así puede
          comprenderse la actitud ambigua de muchos buenos católicos, seglares y
          clérigos, con respecto a Lutero, y sólo así resulta posible entender los
          coloquios religiosos, que duraron hasta los años cuarenta. Ni los humanistas,
          ni el papa León X, cuya mentalidad era fuertemente humanista, se sintieron
          sobresaltados por las tesis de Lutero. A ello se añadía la ausencia de interés por
          la teología en los hombres que desempeñaban de hecho el gobierno de los territorios,
          también en los asuntos eclesiásticos. Estos hombres tenían casi todos una
          formación meramente jurídica y consideraban tales disputas a lo sumo como
          medios para perjudicar la competencia económica de la Curia. Carecían de toda
          comprensión con respecto al contenido teológico de los problemas discutidos.
              
         Cuando el arzobispo de
          Maguncia vio que la irrupción de Lutero ponía en peligro la indulgencia y, por
          tanto, también sus negocios monetarios, mandó que se notificasen los hechos a
          Roma. Probablemente ya por entonces los dominicos habían denunciado en Roma al
          reformador, acusándole de herejía. Pero León X consideró que todo aquel asunto
          no tenía demasiada importancia, y encargó al nuevo general de los agustinos
          que calmase al hermano Martín. Mas en el capítulo de la Orden celebrado en Heidelberg en abril de 1518, éste rechazó la admonitio y aprovechó la ocasión para seguir propagando sus ideas. De su defensa salió la disputatio de uno de sus discípulos sobre el pecado, la gracia y la
            falta de libertad de la voluntad, y toda la teología de la cruz. Lutero tenía
            ya un círculo de oyentes que se convertirían de esta manera en colaboradores y
            codivulgadores de sus ideas, y más tarde, en aliados en la lucha. La provincia
            alemana de la Orden le apoyaba en su totalidad, de igual manera que sus colegas
            y sus oyentes de la universidad, entre ellos el dominico Martín Bucer.
            
           Después de la disputatio celebrada en Heidelberg, Lutero
          redactó una extensa aclaración de sus tesis (Resolutiones de virtute
            indulgentiarum) y la envió a Roma, al papa, acampañada de un escrito lleno
          de frases de sumisión. Ahora bien, en ella no retractaba o atenuaba en modo alguno
          su doctrina, sino que la defendía y exacerbaba. Este escrito no produjo ninguna
          impresión en Roma donde, no por iniciativa del papa, sino por el fiel
          cumplimiento de su deber de algunos funcionarios de la Curia, se había iniciado
          el proceso contra Lutero. El profesor de Wittenberg fue invitado a presentarse en Roma en el término de
            sesenta días y a justificarse de la acusación de herejía, que se le hacía. El
            necesario dictamen teológico sobre su doctrina lo dio el dominico Prierias, magister sacri Palatii. Lo redactó en tres días, y se limitaba tan sólo a las
              cuestiones del primado (Dialogue in praesumptuosas M. Lutheri conclusiones de potestate papae). Como también el emperador Maximiliano I pidió que se
                procediese contra Lutero de acuerdo con las leyes del Imperio, pareció que el
                proceso podía solventarse con toda rapidez.
                
               Pero, de repente, este
          asunto se convirtió en una cuestión política. Lutero supo ganar para su causa a
          su príncipe elector, Federico el Sabio, que deseaba que la causa se tramitase
          en Alemania. Ahora bien, el elector de Sajonia era el único enemigo en los
          planes del emperador tendentes a ganar los votos de los príncipes electores
          para que saliese elegido como futuro rey romano su sobrino Carlos I de España.
          Y como también el papa se oponía a la candidatura del joven rey español, pues
          temía que los Estados de la Iglesia volverían a quedar cercados, por el norte y
          por el sur, por una potencia demasiado grande, hubo que tener en cuenta los
          deseos del elector sajón. Fueron, pues, motivos políticos los que se antepusieron,
          funestamente, a los intereses religiosos. El legado pontificio, Cayetano,
          dominico sapientísimo, pero que no poseía dotes diplomáticas especiales, y que
          había sido enviado a la Dieta de Augsburgo, recibió el encargo de hacer
          comparecer a Lutero, escucharle paternalmente y enviarle de nuevo a
            Wittenberg, sin ponerle dificultades. En
              octubre de 1518 tuvo lugar el interrogatorio en Augsburgo, que no produjo
              ningún resultado. El cardenal había destacado con toda claridad las dos
              cuestiones principales: la naturaleza de la indulgencia y la eficacia de los
              sacramentos, e intentó que Lutero se retractase de su negación del tesoro de la
              Iglesia, de los méritos de Cristo, del cual podía el papa conceder
              indulgencias, y de su afirmación de que la sola fe da su eficacia a los
              sacramentos. Lutero negóse a retractarse en tanto no se le convenciese con
              argumentos sacados de la Sagrada Escritura. Finalmente, temiendo ser apresado,
              huyó de la ciudad no sin dejar una apelación notarial a Papa non bene
                informato ad melius informandum. Cuando, algunas
                  semanas más tarde, llegó a Wittenberg una
                    solicitud de extradición, con la noticia de que el proceso continuaba en Roma,
                    Lutero apeló, como medida de precaución, a un concilio ecuménico. El príncipe
                    elector se negó a entregar a Lutero, pues no estaba demostrada su herejía. De
                    nuevo volvió a interrumpirse el proceso durante meses, pues ahora el papa
                    pensaba en el elector de Sajonia para oponerle como candidato al rey Carlos I
                    de España.
                    
                   LA DISPUTA DE LEIPZIG Y LA EXCOMUNION
              
         La labor teológica
          siguió adelante, ciertamente. Cayetano, que ya antes y después del
          interrogatorio de Augsburgo había escrito sobre algunas de estas cuestiones (Utrum
            papa auctoritate clavium dat indulgentiam animabus in purgatorio; De divina institutione pontificatus), redactó una bula sobre las indulgencias, destinada a
              privar a Lutero del pretexto de que la Iglesia no se había pronunciado todavía
              autoritativamente sobre esta cuestión. La bula fue firmada finalmente por el
              papa en el mes de noviembre. Este largo plazo favoreció extraordinariamente la
              propagación de la doctrinas luteranas, aun cuando Lutero mismo guardó silencio.
              La propaganda de la imprenta había seguido avanzando, y la excitación de los
              espíritus era tal, que resultaba preciso hablar. Así, Eck había invitado al
              profesor Karlstadt, colega de Lutero en Wittenberg, a celebrar una disputa. El plan fue aprobado por el
                duque Jorge de Sajonia, de sentimientos fieles a la Iglesia. Para la disputa
                de Leipzig, que se celebró en el mes de junio de 1519, había preparado Eck una
                lista de tesis. La última trataba del primado y atacaba directamente a Lutero.
                Este respondió con unas contratesis y consiguió ser admitido en el último
                momento a la disputa. Después de la disputa entre Karlstadt y Eck acerca de la
                gracia y la voluntad libre, vino la disputa entre Lutero y Eck acerca del
                primado del papa. Lutero, a quien Eck, mucho más hábil, había puesto en un
                aprieto, se vio ahora obligado a sacar las consecuencias claras de sus ideas.
                Eck opinaba, en efecto, que la negación de la institución divina del primado
                colocaba a Lutero en la misma línea de Wiclef y de Hus. A ello respondió Lutero
                que, entre los artículos de Hus, había habido varios muy cristianos y
                evangélicos. A esto replicó Eck preguntando: Entonces, si el concilio de
                Constanza condenó tesis muy cristianas, ¿es que se equivocó? A lo que Lutero
                contestó que también los concilios ecuménicos podían equivocarse. Ante estas
                palabras, que cayeron como una bomba en la sala, Eck declaró inmediatamente que
                Lutero era hereje y defensor de los husitas. El duque de Sajonia había
                abandonado aterrado la sala. .
                
               Al rechazar la
          infalibilidad de los concilios ecuménicos, Lutero rechazó todo magisterio de
          la Iglesia. Lo que quedaba ahora era únicamente la Biblia. Entonces formuló
          Lutero con toda decisión el principio de que sólo debe considerarse como verdad
          religiosa aquello que pueda ser demostrado por la Biblia. El protestantismo
          encontró así su auténtico principio formal: la doctrina de la sola fides.
          
         La disputa de Leipzig
          destruyó definitivamente la opinión, sustentada también hasta entonces por el
          príncipe elector de Sajonia, de que todo el asunto de Lutero no era más que una
          discusión académica entre profesores, para acabar con la cual lo mejor sería
          solicitar un dictamen universitario. Ya antes de la disputa de Leipzig se había
          convenido en aceptar como árbitros a las universidades de París y de Erfurt. Pero luego no se convocó a ninguna de
            estas dos universidades. En Leipzig se había demostrado, en efecto, que no
            existía ya ninguna base común, sino únicamente enfrentamiento y contradicción.
            Por este motivo, aun después de la disputa, la lucha siguió adelante, aunque ya
            no en forma académica, sino en forma popular, frecuentemente grosera, violenta
            y sucia. La imprenta ofreció la posibilidad de propagar, mediante hojas volantes
            y hojas sueltas, una polémica odiosa contra la Iglesia papal, en la que
            desempeñaron un gran papel las imágenes burlescas y las caricaturas que
            presentaban al papa como un asno y como príncipe del infierno y a la Iglesia
            romana como la gran prostituta babilónica, y se reían de los cardenales,
            sacerdotes y monjes. No puede afirmarse que Lutero mismo se mantuviese alejado
            de esta lucha poco noble. Por el contrario, hizo todo lo humanamente posible
            para excitar y alentar a sus partidarios.    
            
           El problema de las
          generaciones influyó ahora, acelerando y agravando el decurso de las cosas.
          Los jóvenes estaban a favor de Lutero; los viejos, en cambio, defendían la
          tradición. Sin embargo, había también entre los jóvenes que se adhirieron al
          reformador dos direcciones: una humanista y otra radical. A la primera
          pertenecían los hombres que Lutero ganó para sí en Heidelberg, Juan Brenz, posterior reformador de Hall,
            ciudad imperial de Suabia, y del ducado de Württenberg, y el alsaciano Martín
            Bucer, que había de convertir a la nueva doctrina la ciudad de Estrasburgo.
            Junto a ellos estaba el monje agustino Nicolás de Arnsdorf, coetáneo de Lutero y colega suyo en la
              universidad de Wittenberg, y,
                en primer término, Felipe Melanchton, que a sus diecisiete años era magister en Tubinga, y a los
                  veintiuno fue nombrado profesor de griego en la universidad de Wittenberg por recomendación de su tío abuelo
                    Reuchlin. Muy pronto se convirtió Melanchton en partidario entusiasta de
                    Lutero, a quien acompañó también a la disputa de Leipzig. Y ya iban alcanzando
                    también posiciones dirigentes en las ciudades imperiales de Alemania los
                    entusiastas estudiantes de Wittenberg.
                      
                     A la orientación radical
          de los primeros partidarios de Lutero pertenecían Tomas Münzer, que ya en 1520
          era predicador en Zwickau, famoso
            jefe de los campesinos rebeldes, y también el radical profesor de Wittenberg, Karlstadt, y, sobre todo, el portavoz de
              los belicosos y descontentos caballeros alemanes, Ulrico de Hutten, joven
              humanista sin escrúpulos y uno de los autores de las famosísimas Cartas de
                hombres oscuros. En aquel tiempo todavía escribía en latín contra los
              papistas. Pero a partir de 1521 el coronado poeta escribió también en alemán,
              para entablar contacto con las masas en la lucha contra los curas extranjeros.
              Apareció su Librito de diálogos, anticlerical, que echa sobre Roma la
              culpa de todos los males. En Lutero veía Hutten el campeón de la libertad
              espiritual y nacional, que ahora había que conquistar en lucha contra Roma y
              contra todos los clérigos, y por ello hace que sus invectivas se expongan en
              público. Junto al vagabundo poeta Ulrico de Hutten está el caballero bandido de
              gran estilo Francisco de Sickingen, que llevará más tarde a la ruina a la
              caballería alemana. Su castillo de Ebern era todavía entonces «la casa de la
              justicia», en la que se reunía un círculo de amigos secretos de Lutero,
              castillo que ofreció también a éste como lugar de refugio.
              
             A estos jóvenes se
          oponían los defensores de la antigua fe, hombres de la generación anterior,
          personalidades venerables, dotadas de una profunda conciencia de sus
          obligaciones y de una piedad correcta, pero carentes del fuego avasallador de
          un heroísmo bendecido desde arriba: los dominicos Prierias y Hochstraten, que
          estaban comprometidos ya en la discusión en torno a Reuchlin, Tomás Murner,
          franciscano de Alsacia, y los hombres de la corte de Sajonia, el duque y sus
          capellanes de palacio. Hasta su muerte, ocurrida en 1539, el duque de Sajonia
          fue, entre los príncipes alemanes, el adversario más decidido de Lutero; fue un
          celoso reformador y un enemigo sincero del curialismo y, llevado de su estricto
          sentido del derecho, atacó fuertemente los defectos de la Iglesia. De sus
          capellanes, el suabo Jerónimo Emser fue violentamente atacado por Lutero poco
          después de la disputa de Leipzig, mientras que Codeo estaba todavía entonces de
          parte del reformador de Wittenberg. En
            vano intentó luego convencer privadamente a Lutero para que se convirtiese; lo
            único que consiguió con ello fueron burlas y calumnias. A sus escritos Lutero
            respondió tan sólo la vez primera. El amor herido se transformó en una violenta
            hostilidad. Sin embargo, Codeo fue uno de los pocos que vieron desde el
            principio la necesidad de realizar una contralabor religiosa, y él mismo era un
            sacerdote de fe ardiente y dispuesto al sacrificio. Se hizo famoso por ser el
            autor de la primera biografía católica escrita después de la muerte de Lutero,
            los Commentaria de actis et scriptis M. Lutheri, de 1549, obra que, a pesar de su carácter totalmente polémico, y aunque
              contiene ciertamente mucho veneno y mucho odio, no encierra mentiras
              conscientes y ha venido configurando en gran medida, hasta bien entrado el
              siglo xx, la imagen católica de Lutero.
              
             Lutero había negado en
          Leipzig la infalibilidad de los concilios antiguos, y en un folleto titulado Sobre
            el papado de Roma había rechazado éste, considerándolo como una
          institución humana. La morada en que la cristiandad había venido habitando
          hasta entonces se encontraba, pues, destruida. Ahora era necesario edificar de
          nuevo la vida de los cristianos y ganarse la opinión pública. A este fin
          sirvieron los tres grandes escritos reformadores del año 1520. Es ésta una
          época lógicamente propicia para Lutero. El emperador recién elegido se encuentra
          aún en España. Lutero es, pues, el jefe de la nación. Se dirige a los laicos,
          escribe en alemán, renuncia en estos escritos a las especulaciones y discusiones
          teológicas, coloca en el primer plano cuestiones de política eclesiástica y
          emplea como aliado el muy extendido descontento contra la administración de la
          Curia romana, contra su mundanización y su físcalismo. Ahora no se trata de una
          teoría, de la indulgencia por ejemplo, sino que se trata del papa y de toda la
          Iglesia existente hasta entonces. En aquél ve Lutero el enemigo jurado del
          verdadero cristianismo, el Anticristo de los últimos tiempos, anunciado por san
          Pablo. Su pensamiento y su lenguaje se tornan escatológicos; sus imágenes son
          las del Apocalipsis. Aparecen así escritos programáticos político-eclesiásticos,
          dirigidos «a sus queridos alemanes», que llevan dentro una gran carga
          explosiva. En el plazo de tres meses se publicaron estas tres obras: A la
            nobleza cristiana de la nación alemana sobre el mejoramiento del Estado
            cristiano, De la cautividad babilónica de la Iglesia, y De la libertad
              del cristiano. La primera es una exhortación dirigida a la nobleza, es
          decir, a los laicos, invitándoles a tomar en sus manos la reforma de la
          cristiandad, sobre la base del sacerdocio universal de todos los fieles: «Todos
          los cristianos pertenecen verdaderamente al estado clerical y no existe entre
          ellos ninguna diferencia más que la del oficio. Esto se debe a que tenemos un
          solo bautismo, una sola fe, un solo evangelio, y somos igualmente cristianos.
          El que haya salido del bautismo, puede gloriarse de estar ya ordenado
          sacerdote, obispo y papa, aun cuando no a todo el mundo competa ejercer tal
          ministerio».
              
         De este modo se declaró
          al seglar mayor de edad y responsable. Según esta obra, no existen dos estados
          separados en la cristiandad, sino solamente uno. No puede, por tanto, seguir
          subsistiendo el primado de Roma. La interpretación de la Sagrada Escritura, la
          convocatoria de un concilio ecuménico son cosas que corresponden a cada cristiano,
          y en primer término a los jefes de la cristiandad, los nobles. Estos deben sacar,
          en lo que respecta al gobierno de la Iglesia alemana, las consecuencias del
          sacerdocio universal de los fieles. En pocos días se vendieron cuatro mil
          ejemplares de este revolucionario escrito.
              
         De la cautividad
          babilónica de la Iglesia se refiere a
            la Iglesia invisible, hechura del Evangelio, a la que mantienen presa
            múltiples disposiciones humanas: la doctrina de los sacramentos, la doctrina
            de la transubstanciación y del carácter sacrificial de la santa misa, la
            negación del empleo del cáliz a los laicos y el establecimiento de impedimentos
            matrimoniales. Por una feliz inconsecuencia, Lutero no llevó hasta su último
            extremo la negación de los sacramentos. Mantuvo el bautismo de los niños, la
            cena y, en parte, también la confesión, pero tampoco éstos tenían eficacia por
            sí mismos, sino sólo por la fe. El sacerdocio sacramental resulta ahora superfluo. La nueva comunidad
              no necesita más que servidores de la palabra, conocedores
                de la Biblia, para predicar la palabra.
                  
                 De la libertad del cristiano, la primera obra sobre la libertad aparecida en el territorio de habla alemana, está dedicada
          al papa León X. De este modo quiere
            Lutero quitar de antemano
              toda justificación a la
                excomunión inminente. Con un
                  lenguaje bíblico sencillo expone su evangelio de Cristo y del perdón de los pecados por la
                    fe. Pero el tesoro esencial del hombre redimido
                      es la libertad cristiana. Un cristiano es un
                        señor libre, que domina
                          sobre todas las cosas y no se halla sometido a nadie; y, a su vez,
                            el cristiano ideal es el que está libre de todas las cosas terrenas, hallándose sometido a cualquiera en la caridad.
                              
                             Y cuando luego la bula Exsurge Domine condenó las doctrinas de Lutero y ordenó al profesor que se retractase, éste
          publicó uno de sus peores escritos incendiarios: Contra la bula del Anticristo. La
            bula en que se le amenaza
              con la excomunión, dice, le ha hecho ver ahora que el papa
                es el Anticristo. Por ello se enfrenta al papa y a los cardenales,
                  apoyándose en su bautismo, como hijo de Dios y heredero de Cristo; les ordena que hagan penitencia y anulen inmediatamente esas
                    demoníacas blasfemias, amenazándoles con condenarles en nombre de Cristo. De
                    nuevo apeló Lutero a un concilio universal, y el día 10 de diciembre de 1520,
                      ante la puerta de la ciudad de Wittenberg, y entre el júbilo de los estudiantes,
                        arrojó al fuego un ejemplar de la bula pontificia, el Código de derecho
                        canónico y los escritos de sus adversarios, con estas palabras: Quoniam tu
                          conturbasti sanctam veritatem Dei, conturbet te hodie Dominus. In ignem istum!
                            
                           Los
          acontecimientos se precipitaron ahora. Lutero es excomulgado. Staupitz le exime
          de la obediencia monástica. Lutero se encuentra psíquicamente a la intemperie
          y depende totalmente del favor del pueblo y del capricho de los príncipes. En
          esta hora, éstos le apoyaron, ciertamente. La cancillería imperial había hecho
          redactar los correspondientes mandatos contra él, e igualmente había comenzado
          ya a moverse la oposición, sostenida por el príncipe elector de Sajonia:
          Lutero, decía, no había sido rebatido. Teniendo en cuenta los sentimientos
          populares, se invita a Lutero a ir a la Dieta de Worms, «para recibir informes de
            él mismo», y dándole la seguridad de tener libre escolta. El nuncio del papa,
            Aleander, y Federico el Sabio intentaron impedir el viaje de Lutero a Worms, pero éste
              quería acudir a la Dieta. En las ciudades alemanas se le tributa un
              recibimiento triunfal. ¡Tan intensos eran los sentimientos antirromanos y la
              excitación religiosa en el pueblo! Aleander
                escribió entonces a Roma: «Los alemanes se han convencido de que podían ser
                buenos cristianos incluso estando en contradicción con el papa, y de que
                también la fe católica podría mantenerse en pie en tal caso». La justificación
                nacional del interrogatorio la había dado su señor territorial: Decía que era
                equitativo dar a Lutero la posibilidad de defenderse. No se podía condenar a un
                alemán sin haberle oído antes sin producir un escándalo tremendo. El 17 de
                abril de 1521 se le hicieron a Lutero, en presencia de la Dieta, dos
                preguntas: Si reconocía ser autor de los escritos que se le atribuían, y si
                estaba dispuesto a retractarse de los errores contenidos en ellos. A la
                primera contestó afirmativamente en el mismo momento; para responder a la
                segunda pidió que se le diera tiempo para pensarlo. Lutero había esperado que
                se celebrase una disputa para poder defender sus doctrinas. El emperador le
                invitó a que pensase en el gran peligro, las discordias, revueltas, levantamientos
                y derramamientos de sangre que su doctrina había producido en el mundo. Al día
                siguiente Lutero rechazó toda retractación: «Mientras no sea refutado por la
                Sagrada Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme de nada,
                pues obrar en contra de la propia conciencia es malo y peligroso. Dios me
                ayude. Amén» .
                
               LA TRADUCCION DE LA
          BIBLIA
            
           El interrogatorio de Worms puso en claro que la evolución religiosa
          personal de Lutero se había convertido en un asunto público, de alta política,
          y creó también un gran marco propagandístico en torno a Lutero, otorgándole,
          para decirlo con palabras modernas, la publicidad necesaria para el triunfo de
          su causa. Tanto más cuanto que Lutero, que volvía de Worms escoltado por doce caballeros y había
            predicado todavía en Eisenach, sufrió
              un asalto simulado y desapareció de la vida pública. Con ello no sólo quedó a
              cubierto de las repercusiones del Edicto de Worms, que entre tanto se había promulgado, sino que encontró
                también una temporada de recogimiento y de trabajo tranquilo.
                
               En la Wartburg, el «caballero Jorge» no sólo supera
          graves asechanzas espirituales y no sólo redacta su folleto sobre los votos
          monásticos, que habían de hacer correr a él una inmensa muchedumbre de monjes
          y monjas que vivían en los conventos sin vocación o en desacuerdo con la regla
          y los votos. Un segundo y violento escrito polémico, titulado Sobre el abuso
            de la misa, estaba dirigido a sus hermanos de Orden de Wittenberg y se burlaba de la misa, presentándola como
              una idolatría vergonzosa. Pero, junto a esto, Lutero comenzó en la Wartburg su traducción alemana de la Biblia. El
                Nuevo Testamento lo terminó en diez semanas; el Antiguo no lo acabó sino doce
                años más tarde.
                
               La Biblia de Lutero no
          es sólo la primera traducción alemana de la Sagrada Escritura. Según un
          recuento efectuado en 1939, se conservan 817 manuscritos alemanes de esta
          Biblia, entre los cuales hay 43 que la contienen completa. En lo que respecta a
          ediciones, hubo, hasta 1522, catorce en alemán y cuatro en bajo alemán, las
          primeras de las cuales fueron la Edición de Mentelin, hecha en Estrasburgo
          (1461 ó 1466), y la Edición de Augsburgo de 1473. Las ediciones eran, sin embargo,
          relativamente pequeñas. Indudablemente, la Biblia de Lutero era la mejor
          traducción desde el punto de vista literario. Su particularidad consistía no
          sólo en que, a diferencia de otras traducciones de la Vulgata, ésta estaba
          hecha sobre la base del texto primitivo, según creía Lutero, es decir, sobre la
          edición de Erasmo de 1519; estaba traducida además con un lenguaje próximo al
          pueblo, intuitivo: el lenguaje sajón-bohemio de cancillería, que la Biblia de
          Lutero convirtió en alto alemán. Por otro lado, esta traducción atestigua las
          fabulosas dotes literarias del traductor y el fuego ardiente de las vivencias y
          los sentimientos religiosos de un hombre que había crecido junto a la Biblia y
          había apoyado su existencia entera únicamente en la palabra de Dios. Por ello,
          también el centro de la substancia religiosa de la Reforma protestante se
          encuentra en esta Biblia. Lo cual no debe hacernos olvidar, desde luego, que
          Lutero se ingirió caprichosamente en el canon y en el texto, que divide la
          Escritura en partes esenciales y partes menos esenciales, que quiso encontrar
          confirmado en ella su propio punto de vista, y que, como confiesa un
          historiador protestante de nuestros días, «los lugares ambiguos desde el punto
          de vista lingüístico los interpretó desde el centro de la justificación por la
          sola gracia». La Biblia de Lutero se vendió rápidamente. Los primeros tres mil
          ejemplares se agotaron en pocas semanas; en los dos años siguientes hubo no
          menos de cinco ediciones.
              
         Para la innovación
          religiosa tuvo gran importancia el hecho de que, en 1521, se agregase a la
          Biblia la segunda obra capital de aquélla: los Loci
            communes rerum theologicarum, salidos
              de la pluma de Melanchton. Estos son una exposición de los conceptos
              fundamentales de la teología según las ideas de Lutero y constituyen, por
              tanto, una obra sistemática, una dogmática y una ética a la vez. Los Loci tenían como misión acercar las ideas reformadoras a
                las personas cultas, sobre todo a los humanistas, y, acentuando la importancia
                de la disciplina eclesiástica pública, salvaguardar también la paz en la
                comunidad.
                
               EL PROBLEMA DE LA ORGANIZACION ECLESIASTICA
          
         En efecto, la prolongada
          ausencia de Lutero de Wittenberg puso
            de manifiesto el peligro que amenaza a todo movimiento no organizado cuando ha
            perdido a su jefe: el radicalismo y la dispersión. En Wittenberg asumió ahora la dirección el radical
              Karlstadt, que incluso llegó a ganar para sus ideas a Melanchton. Se pretendía
              sacar las consecuencias prácticas de las tesis de Lutero. Inicióse la
              descatolización de la vida pública. Karlstadt defendió los sermones de un
              agustino contra la misa, y él mismo, en la navidad de 1521, pronunció en la
              iglesia de la universidad, vestido por primera vez de seglar, un sermón, y sin
              confesarse antes, dijo una misa sin canon, distribuyendo en ella la comunión
              bajo las dos especies. Al día siguiente Karlstadt, que tenía ya cuarenta y un
              años, se prometió en matrimonio. Hacía tiempo que había defendido que el
              matrimonio de los sacerdotes seculares era obligatorio, pero que el de los
              frailes estaba permitido. De acuerdo con una orden dada por él, todos los
              bienes de los monasterios y de las iglesias, así como los beneficios y las
              fundaciones fueron fusionados, para formar una «caja común», destinada a pagar
              a los clérigos y auxiliar a los pobres. Se prohibió la mendicidad. Consiguientemente,
              el capítulo provincial de Wittenberg de
                los agustinos eremitas permitió que los frailes abandonaran el convento. La
                forma de proceder fue cada vez más tumultuaria. Karlstadt penetraba en las
                iglesias y destruía imágenes y estatuas. Los altares laterales fueron
                retirados, y se quemó el óleo para la extremaunción. A la destrucción de las
                imágenes se añadió, bajo la influencia de algunos fanáticos expulsados de Zwickau, la renuncia al estudio de la teología.
                  Los obreros debían predicar el Evangelio. Karlstadt recomendaba a los estudiantes
                  que abandonasen la universidad y aprendiesen un oficio manual; él mismo se hizo
                  campesino. La universidad llevaba una vida lánguida.
                  
                 Esto hizo que Lutero no
          pudiera permanecer más en la Wartburg, y
            se presentó de repente en medio de las masas revolucionarias de Wittenberg. Con ocho valientes sermones consiguió
              ganarse la opinión pública. La libertad cristiana no permite la modificación
              violenta de cosas que son indiferentes. La reforma religiosa no puede propagarse
              mediante la violencia, ni por disposiciones del brazo secular, ni por el
              levantamiento de las masas. Es preciso predicar la verdad y dejar que la
              palabra actúe. Los espíritus fanáticos tuvieron que retirarse, pero habían enseñado
              algo a Lutero. Este sólo había pretendido enseñar y predicar, pero nunca
              organizar. Ahora tuvo que sacar las consecuencias prácticas de su doctrina, si
              no quería que se volviera a abusar de ella. De esta manera organizó la liturgia
              en Wittenberg. Quedaron eliminadas la
                misa privada, la obligación de confesarse y el precepto de ayunar, y también
                el monacato y el celibato; en cambio se mantuvo la lengua latina para el culto,
                el uso de las vestiduras litúrgicas y la elevación de la hostia en las misas
                dominicales. El cáliz de los seglares es puesto a disposición de todos. La
                comunidad cristiana, que es para Lutero la única forma legítima de Iglesia,
                tiene derecho a decidir si el predicador expone la docrina pura (Una
                  comunidad o congregación cristiana tiene el derecho y el poder de juzgar toda
                  doctrina, y de llamar, nombrar y destituir a los doctores [1523]), pero,
                sin embargo, no posee ninguna potestad disciplinaria sobre sus miembros,
                potestad que, en aquellos años, Lutero recusa todavía absolutamente incluso a
                las autoridades seculares. Pocos años más tarde cambiará radicalmente de
                opinión.
                  
               Lutero permanece en Wittenberg y allí enseña, predica y escribe
          incansablemente. En 1524 abandona el hábito monástico y un año más tarde, con
          gran disgusto de Melanchton, se casa con la monja cisterciense Catalina de Bora, que había salido del convento. De ahora
            en adelante su obra se irá desligando cada vez más de su propia persona y
            seguirá su propio destino.
            
           ULRICO ZUINGLIO
          
         Entre tanto había ido
          destacándose en el sur del territorio de habla alemana, en Zurich, otro jefe de la Reforma protestante:
            Ulrico Zuinglio. Su retrato de la Biblioteca Central de Zurich lleva esta inscripción:
              
             Dum patriae quaero per
          dogmata sancta salutem
            
           Ingrato patriae caesus ab ense cado.
          
         Estos versículos caracterizan
          bien una parte del carácter zuingliano. Su reforma, y la reforma de Suiza en
          general, es mucho más una cuestión humanística, y especialmente una cuestión
          política, que la reforma de Lutero. Es la idea, procedente de la Antigüedad, de
          la patria, a la que el humanista Zuinglio otorga un papel político y nacional.
          Además de esto, vive en una época en la que los infantes suizos representan una
          valiosa tropa auxiliar para el papa, por lo cual muchos clérigos de la
          Confederación eran favorecidos con especiales muestras de afectos y pensiones
          pontificias.
              
         Zuinglio era sólo unas
          semanas más joven que Lutero. Su padre era un apreciado campesino de
          Toggenburg. El joven Zuinglio estudió en Viena, de donde fue expulsado, y luego
          en Basilea. En ambas universidades se compenetró profundamente con el
          humanismo y conquistó muchos amigos que sentían igual que él. El hecho de que,
          mientras todavía estudiaba en Basilea, ejerciese ya el cargo de maestro de
          escuela en San Martín, es algo que cuadra muy bien con la imagen del joven
          humanista. A sus veintidós años la comunidad de Glaris le eligió como párroco
          suyo; Zuinglio consiguió que un co-opositor favorecido por el papa renunciase
          al puesto. Entonces recibió también la ordenación sacerdotal.
              
         Zuinglio era partidario
          del papa y, desde 1515, se hallaba en posesión de una pensión romana. Abierto
          a las exigencias del día, acompañó dos veces, como capellán, a sus compatriotas
          a Italia, estando presente en las batallas. Tras su vuelta empezó a atacar los
          intentos franceses de atraerse a Glaris, cosa que no podía conciliar con su
          ardiente patriotismo. Como no logró triunfar, dejó su parroquia a un vicario y
          se hizo dar un cargo de capellán y predicador en el conocido santuario de Einsiedeln.
          En diciembre de 1518 el Consejo de Zurich le nombró predicador de la catedral de esta ciudad.
            Al lado de sus preocupaciones pastorales, Zuinglio no había olvidado los
            estudios humanistas. Además del griego aprendió hebreo. Desde 1516 estaba en
            relación con Erasmo, que le incitó a que en sus predicaciones emplease
            únicamente la Escritura y los Padres. Zuinglio dejó, por ello, de predicar
            sobre trozos selectos del Evangelio o de las Escrituras y predicó
            constantemente sobre el Evangelio de San Mateo y otros escritos de la
            Biblia. Es verdad que se acercaba a la Escritura de forma distinta que Lutero.
            Este aspiraba a encontrar en ella su salvación; Zuinglio, en cambio, la verdad
            en su forma más pura. El es un racionalista, qué se enfrenta a la palabra
            revelada de un modo más crítico que Lutero y que intenta recortar el misterio
            todo lo posible; por ello quiere reducir el cristianismo a la filosofía de
            Cristo y simplificarlo. Para ello necesitaba eliminar la justificación por las
            obras y especialmente las peregrinaciones, la veneración a los santos y a las
            reliquias y, naturalmente, también el sistema de las indulgencias.
            
         Se hizo famoso por vez
          primera cuando, por encargo del vicario general de Constanza, se enfrentó al
          franciscano de Milán Sansón, a quien se le había encargado que predicase la
          indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. El
          obispo de Constanza había prohibido predicar en su diócesis a este predicador
          de la indulgencia, que convertía su misión en un repugnante negocio de dinero,
          y la Confederación había logrado finalmente que León X destituyese a Sansón.
              
         Mas durante estos arios
          Zuinglio se había apartado ya internamente de la Iglesia. No se ha llegado a
          determinar con exactitud si esto se debió al influjo de Lutero, cosa que
          Zuinglio negó enérgicamente. En todo caso, se transformó en un reformador de
          cuño propio. Aun cuando se apropió las tesis luteranas acerca de la fe, la
          justificación y la Escritura, las acentuó, en cierta manera, de modo distinto.
          Zuinglio no había sufrido las luchas de conciencia de Lutero y no tenía tampoco
          la vivencia de la certeza de la salvación. Por ello los temas más importantes
          no son, para él, la gracia y la muerte de Cristo en la Cruz, sino la ley como
          voluntad propia de Dios; no la justificación, sino la santificación que Cristo
          crea en el hombre. La importancia dada a esta nueva vida introduce una
          tendencia moralizante en su sistema. La voluntad de Dios se encuentra
          claramente expresada en la Sagrada Escritura. Por tal motivo, hay que examinar
          todas las costumbres, para ver si están prescritas en aquélla, y eliminarlas si
          no lo están. Zuinglio se aproxima en este punto al reformador de Wittenberg, Karlstadt. Aplicando tales criterios,
            ¿qué queda de los sacramentos? Sólo el bautismo y la cena, pero éstos pasan a
            ser meros símbolos sin eficacia alguna.
            
           La ruptura externa con
          la Iglesia tenía que llegar al fin. Ya en 1521, el predicador Zuinglio, a quien
          siempre habían preocupado los problemas de la comunidad social y política,
          pidió al Pequeño Consejo que ordenase a todos los predicadores emplear, como
          única base de sus sermones, la Sagrada Escritura. Cuando, a consecuencia de
          las predicaciones de Zuinglio, los habitantes de Zurich dejaron públicamente de cumplir el
            precepto del ayuno, el obispo de Constanza protestó contra esto en 1522.
            Entonces Zuinglio publicó un sermón titulado Sobre la elección y libertad de
              los alimentos y envió una epístola al obispo, firmada, además de por él,
            por otros diez clérigos. Muy pronto dirigió este mensaje también a la Dieta de
            la Confederación, reunida en Lucerna. En él se solicitaba que se concediese
            libertad para la predicación apostólica y que se suprimiese el celibato. Esto
            constituía para Zuinglio un asunto completamente personal. En 1524 se casó con
            la viuda con que venía conviviendo desde bastante tiempo antes. Cartas
            pastorales y exhortaciones del obispo de Constanza, así como una prohibición
            por parte de la Dieta, no tuvieron el menor resultado. A la amenaza de
            excomunión Zuinglio respondió con un violento ataque contra las jerarquías de
            la Iglesia. Renunció a su oficio de predicador y no quiso tener ya nada que ver
            con la antigua Iglesia. Pero el Consejo de Zurich le confirmó, a su vez, en aquel cargo. En 1523 tuvo
              lugar la disputa organizada por el Consejo, cuyo resultado se conocía ya de
              atemano. Zuinglio compuso para ella sesenta y siete tesis, en las que rechazaba
              la Iglesia visible, negaba la tradición, la jerarquía, el sacerdocio y el
              sacrificio de la misa, impugnaba los votos religiosos, los días de fiesta y el
              ayuno y asignaba abiertamente el gobierno de la Iglesia a las autoridades
              temporales. La disputa terminó con la victoria de Zuinglio; las explicaciones
              del vicario general de Constanza, Juan Faber, que era también discípulo de Erasmo, estaban
                redactadas en un tono demasiado doctrinal y autoritario. El Consejo ordenó a
                los predicadores que se atuviesen a las tesis de Zuinglio.
                
         Este había elaborado ya
          un nuevo rito del bautismo, que subrayaba únicamente el valor simbólico del
          sacramento. Una segunda disputa habría debido tener como resultado la
          supresión de las imágenes y de la misa, pero el pueblo se resistió todavía a
          ello. Mas en enero de 1524, cuando el clero se negó a aceptar la Reforma
          protestante, el Consejo prohibió las procesiones y peregrinaciones; y en junio,
          la veneración de las imágenes. Se ordenó que, en el término de trece días,
          todas las iglesias de la ciudad debían quedar «purificadas», blanqueadas las
          paredes y retirados o destruidos las estatuas y cuadros. Las velas, el toque de
          campanas y la extremaunción fueron eliminados; los órganos, desarmados, y en
          enero de 1525, clausurados los monasterios. Zuinglio convirtió la catedral en
          una escuela teológica, cuya misión era educar una comunidad popular que
          hundiese sus raíces en la Biblia. Una regulación de la ciudad acerca de las
          limosnas afectó a todas las fundaciones eclesiásticas. Antes de Pascua de 1525
          el Consejo prohibió la misa, y el Jueves Santo se celebró la primera cena de la
          forma más sencilla. Al mes siguiente se creó un tribunal de matrimonios; estaba
          compuesto de seglares y predicadores y entendía legalmente en los problemas de
          impedimentos y validez o separación de los matrimonios, antes tratados en la
          Curia episcopal, y, más tarde, también en la cuestión de la disciplina eclesiástica
          y la provisión de parroquias. Con esto quedaba completada la estructura de la
          unidad cristiana, en la cual, más bien que en la parroquia, veía Zuinglio la
          auténtica Iglesia visible. También hizo uso sin escrúpulo alguno del brazo
          armado de la ciudad cuando los anabaptistas amenazaron con destruir su
          comunidad. El culto zuingliano era muy simple. Constaba solamente de oración,
          lectura de la Escritura, predicación, y, cuatro veces al año, administración de
          la cena. Se prohibió el canto eclesiástico y tocar el órgano. El bautismo era
          solamente el signo cristiano de la alianza, y la cena, la conmemoración de la
          pasión de Cristo. Las palabras de la consagración se interpretaron de manera
          puramente simbólica (est = significa). De manera resuelta y con una
          energía que actuaba duramente, Zuinglio quiso congregar un pueblo entero en sus
          casas de oración y predicación, dedicadas a la palabra y carentes de toda
          imagen, y terminó pronto con la pena de los zuriqueses partidarios de la fe
          antigua («Muchas madrecitas ancianas lloraron»).
          
         El sistema de Zuinglio,
          la entrega total de la Iglesia al Consejo de la Ciudad —pues considera la
          comunidad eclesiástica y civil como una unidad religiosa— se convirtió en
          modelo para muchas ciudades imperiales del sur de Alemania. ¡Qué diferencia
          con la comunidad de Lutero en Wittenberg! Ambos
            reformadores habían organizado así, casi al mismo tiempo, sus comunidades como
            expresión de la diversidad de naturaleza propia de cada uno.
            
           LA GUERRA DE LOS
          CAMPESINOS
            
           Pero
          tampoco Lutero consiguió mantener puro su ideal. Es cierto que,
          inteligentemente, había sabido mantenerse alejado de la revolución de los
          caballeros del Imperio y no mezclar la causa de éstos —la libertad alemana—
          con la libertad del hombre cristiano, alabada por él. Entonces escribió su
          tratado Sobre la soberanía secular, y hasta qué punto se le debe obediencia. Más difícil le resultó adoptar una actitud consecuente y clara en la guerra de
          los campesinos. Entre éstos, ideas de revolución social se habían mezclado acá
          y allá con la ideología religiosa de los fanáticos y anabaptistas. Esta unión
          fue el primer peligro grave para el luteranismo.
          
         Uno de los jefes más
          fanáticos era Tomás Münzer, antiguo sacerdote católico, que ya en la disputa de
          Leipzig estuvo de parte de Lutero y que después quiso llevar a la práctica en Zwickau el nuevo orden de cosas. Pero, al
            hacerlo, se había apartado de varias doctrinas luteranas. Más realista que el
            monje de Wittenberg, pretendía
              que hubiera alguna colaboración humana en el acto de fe. Afirmaba que María
              llegó al acto de fe sólo por haber vencido internamente los obstáculos. Pero
              esta victoria interna ocurre por el testimonio directo del Espíritu, por la
              luz interior, la palabra interior, que se contrapone a la palabra muerta de la
              Biblia. Era inconcebible, decía, que Dios, que había venido hablando durante
              siglos, no hablase ya ahora, cual si se hubiera vuelto mudo. Lutero se burlaba
              de ellos diciendo que querían hablar directamente con Dios. La meta de Münzer
              era lograr el Reino de Dios para el pueblo sencillo y pobre. Por ello estaba
              lleno de odio contra los profesores de Wittenberg, que representaban para él los escribas hipócritas
                contra los que prevenía Juan Bautista.
                
               «A nuestros doctores les
          gustaría llevar el testimonio del Espíritu de Jesús a la universidad...
          únicamente quisieran juzgar la fe con su Escritura robada, aun cuando no tienen
          fe en absoluto, ni ante Dios ni ante los hombres. Pues cada uno observa y
          procura aspirar a los honores y riquezas. Por ello tú, hombre sencillo, debes
          instruirte a ti mismo».
              
         El Evangelio es
          precisamente para los miserables y oprimidos, para los desheredados, que son,
          en verdad, los elegidos. El Evangelio no suprimió la ley, sino que la cumplió
          con seriedad suma. Si se quiere preparar la venida del Reino de Dios, no se
          debe temer al peligro ni al riesgo. Lutero facilita demasiado las cosas a los
          hombres. Predica únicamente el «Cristo dulce como la miel, un Cristo a
          medias». Pero «el que no quiere el Cristo amargo, morirá, pues se ha hartado de
          miel». Lutero es por ello el «verdadero archicanciller del demonio», el «papa
          de Wittenberg». Pero el pueblo
            alcanzará la libertad, y únicamente Dios será su señor. Por este motivo, Münzer
            incitaba a acudir a tumultos, destruir las imágenes y, después de que los
            príncipes de Sajonia se apartaron de él, rebelarse contra los reyes, los
            príncipes y los clérigos. Ahora firmaba: «Tomás Münzer, con la espada de
            Gedeón». En Zwickau se había
              aliado con los fabricantes de paño. Pero el Consejo de la ciudad intervino
              expulsando a los profetas del nuevo reino cristiano. En Allsted, ciudad
              campesina del electorado de Sajonia, Münzer organizó la primera liturgia
              alemana. Acosado por Lutero, se dirigió a la ciudad imperial de Mühlhausen, en
              Turingia. Expulsado de allí, volvió a aparecer en 1525 y estableció una
              teocracia radical de los pobres. Se estaba ya en medio del levantamiento social
              de la guerra de los campesinos, que Münzer había atizado convenientemente en el
              centro y el sur de Alemania. Ya hemos indicado antes cómo los anabaptistas
              organizaron junto con Karlstadt disturbios en Wittenberg. «Las turbas y los fanáticos» son desde entonces
                enemigos de Lutero, a los que éste odiaba casi más que al papado. Mientras
                Münzer se encontraba en Allsted, había escrito Lutero una Carta a los
                  principes de Sajonia sobre el espíritu de rebelión .
                
               La guerra de los
          campesinos estalló indudablemente a causa de los impuestos y gravámenes. Los
          campesinos se encontraban muy descontentos con su situación social y soportaban
          difícilmente el capricho de sus señores, la trasformación de los feudos, la
          introducción del derecho romano escrito, la aparición de la economía monetaria
          ciudadana. Pero desde el principio se mezclaron con la rebelión también motivos
          religiosos. Ya la leyenda que en 1491 se puso, en el Alto Rin, en la bandera
          de la liga, decía: Unicamente la justicia de Dios. Su imagen mostraba al
          Crucificado, rodeado de María y de Juan, con un campesino arrodillado que
          miraba hacia la cruz. El pertenecer a la liga implicaba la obligación de rezar
          determinadas oraciones. Con la convicción de que todos los redimidos poseían la
          misma dignidad de cristianos, se pedía a los señores que diesen libertad, como
          verdaderos cristianos, a los campesinos. Luego vino la revolución religiosa, la
          lucha contra los obispos y los monasterios, que eran, en su mayor parte, sus
          señores feudales, así como el escrito de Lutero acerca de la libertad del
          hombre cristiano. No cabe duda de que Lutero se refería a la libertad interior
          cuando escribía que el cristiano está libre de todas las cosas terrenas; pero
          los campesinos entendieron la libertad de toda dependencia de señores feudales
          eclesiásticos y seculares, y la exención de todos los impuestos y servicios
          militares. Es verdad que la revolución campesina había comenzado en el Alto Rin
          y en Württemberg ya antes de que Lutero apareciese. Pero ahora los discursos
          incendiarios de clérigos agitadores como Tomás Münzer, y las numerosas hojas
          volantes llenas de odio, con sus cuadros e imágenes, que también el pueblo
          sencillo podía comprender, echaron leña al fuego.
              
         En Memmingen los campesinos decidieron en 1525
          establecer un orden confederado, «una comunidad cristiana según el Evangelio».
          Para los problemas de derecho eclesiástico, con respecto al cual ellos no se
          sentían competentes, se designaría a siete predicantes y doctores, entre ellos
          Lutero, Melanchton y Zuinglio. Pero el derecho civil lo tomaron ellos mismos en
          sus manos. Acordaron Los Artículos fundamentales y principales de todos los
            campesinos y súbditos de soberanos eclesiásticos y seculares, los célebres
          Doce artículos, que fueron redactados sin duda por el mozo peletero de Memmingen, Sebastián Lotzer. El primer artículo
            postulaba la libre elección de los párrocos por la comunidad, a los que ésta
            debe dar el justo diezmo de grano, pues lo ordena el Antiguo Testamento. El
            elegido predicará el Evangelio «puro y claro, sin añadiduras humanas». El
            artículo tercero se lamenta de que «se nos considere como siervos, lo cual es
            lamentable, teniendo en cuenta que Cristo redimió a todos con su preciosa
            sangre. Por ello está de acuerdo con la Escritura el que seamos libres»; no el
            carecer de soberanos, pero sí el no ser siervos. Los demás artículos postulan
            la libertad de caza y pesca, madera para construir viviendas y para hacer
            fuego, supresión de los tributos en caso de muerte, disminución de las
            prestaciones personales, facilitación de los arrendamientos y supresión de todos
            los castigos arbitrarios.
            
           Indudablemente estos
          artículos, que se caracterizan por su moderación y por el temor de Dios, eran
          obra de idealistas. La masa, que no se componía ya sólo de campesinos, sino
          también de numerosos obreros manuales y de operarios de la ciudad, cayó bajo el
          influjo de agitadores y realizó saqueos y extorsiones. Más de mil monasterios y
          castillos fueron quemados. Esto provocó un enérgico movimiento de defensa.
          Jorge Truchsess de Waldburg, general de la Liga Suaba, se enfrentó a los
          diversos grupos de campesinos y los aniquiló. La reacción de los vencedores en Franconia y Turingia fue terrible.
            Münzer fue derrotado en Frankenhausen, y luego atormentado y decapitado. El margrave Casimiro de Brandeburgo-Kulmbach hizo
              sacar los ojos, en Kitzingen, a sesenta y dos ciudadanos que habían participado
              en las revueltas, y los expulsó de la ciudad, para que viviesen de la
              mendicidad. La rebelión de los campesinos había fracasado, y con ello también
              el intento de que el decidir sobre la fe nueva o la antigua dependiese, a
              través de la libre elección de los párrocos, de cada una de las comunidades.
              Los que salieron vencedores fueron los príncipes territoriales.
              
             Los campesinos habían
          esperado que Lutero los apoyaría y le pidieron que interviniese. Lutero
          escribió en abril de 1525 una Exhortación a la paz sobre los doce artículos
            de los campesinos; en ella se dirigía ante todo a los príncipes y a los
          señores y reconocía que las peticiones de los campesinos eran en general
          razonables y justificadas. Los culpables de las revueltas, decía, eran los mismos
          señores, y en especial los que se resistían al Evangelio. Un mes más tarde,
          cuando monasterios y castillos fueron quemados también en Franconia y Turingia y empezaron a triunfar la
            violencia y el saqueo, escribió, como apéndice a la reimpresión de la Exhortación, una nueva obra titulada: También contra las bandas asesinas y bandoleras de
              los otros campesinos. En ella exhortaba a los príncipes a que matasen a los
            campesinos como a perros rabiosos y decía que esto era una obra agradable a
            Dios. El lenguaje de Lutero es muy duro:
              
           «Por ello debe
          arrojarlos, estrangularlos, degollarlos secreta o públicamente, todo el que
          pueda, y recordar que nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un
          hombre rebelde, lo mismo que cuando se tiene que matar a un perro rabioso. Si
          tú no lo matas, él te matará a ti y a todo el país contigo. Acuchíllelos,
          mátelos, estrangúlelos todo el que pueda. Y si en ello pierdes la vida, dichoso
          tú; jamás podrás encontrar una muerte más feliz. Pues mueres obedeciendo la
          palabra de Dios... y sirviendo a la caridad».
              
         En sus cartas manifiesta
          idénticos sentimientos: «Los campesinos, aunque fueran muchos miles más, son
          ladrones y asesinos». «(Entre los campesinos) los hay inocentes, y a éstos Dios
          los salvará y conservará sin duda alguna... Y sí no lo hace, es que no son
          inocentes, sino que, cuando menos, han callado y estado de acuerdo... Haz que
          las escopetas silben entre ellos».
              
         Según Lutero, los
          soberanos existen para proteger a los hombres piadosos e impedir las revueltas,
          y la obligación del súbdito de obedecer llega hasta el extremo de que debe
          renunciar a defenderse por sí mismo.
              
         ¿Mas no se debe la
          guerra de los campesinos, al menos en parte a Lutero? ¿No había exhortado él a
          los laicos a que se defendiesen por sí mismos, no había cargado él la atmósfera
          con su tono desconsiderado y rudo, y no había instigado a las masas, con una
          cólera desenfrenada, a levantarse contra los órdenes básicos existentes?
              
         El fracaso de la
          rebelión de los campesinos y el escrito incendiario de Lutero perjudicaron
          mucho, sin duda, el prestigio del reformador. Que ahora pueda hablarse o no de
          un final de su Reforma protestante como movimiento popular es, indudablemente,
          una cuestión de apreciación, según que se piense más bien en el pueblo sujeto
          a los príncipes o en los habitantes de las ciudades. En todo caso aparece ahora
          un cierto distanciamiento entre Lutero y el pueblo sencillo. Aquél se había
          dado cuenta de que, a pesar de su naturaleza invisible, su Iglesia necesitaba
          un orden, unos órganos y un gobierno visible, si es que la doctrina y la moral
          no habían de quedar entregadas al capricho de cada uno. Mas el gobierno y la
          disciplina de la Iglesia no se podía encomendar a los pastores, pues éstos
          tenían que servir a la palabra. Quedaban los príncipes y los Consejos de las
          ciudades, a los que podía confiarse la organización eclesiástica de las masas.
          Lutero retornó de esta manera a la práctica medieval de que fuese el señor
          territorial el que gobernase la Iglesia, y a la idea de que el príncipe, como
          cristiano especialmente destacado, y en virtud de la misión encomendada a él
          por la gracia de Dios, era una especie de obispo, que debía cuidar del orden
          eclesiástico. Es verdad que el príncipe no debía coaccionar a las personas de
          fe distinta para que aceptasen la verdadera doctrina, pero debía prohibir el
          culto herético y cuidar de que se venerase bien a Dios. Con esto se establecía
          la base para la creación de las Iglesias territoriales alemanas; igualmente, la
          propagación del Evangelio era trasladada del ámbito de lo casual y personal al
          círculo de lo oficial y político.
              
         IGLESIAS
          TERRITORIALES EN ALEMANIA Y EN LOS
            PAISES ESCANDINAVOS
            
           Desde los días de Heidelberg y de Worms Lutero había ido ganándose constantemente nuevos
          amigos, que difundían luego la Reforma protestante en los lugares donde
          actuaban e intentaban hacerla triunfar. Ya hemos citado a Melanchton, a Hutten,
          a Sickingen, a Bucer y a Brenz. Arnsdorf había ayudado a Lutero en la traducción de la Biblia y
            actuaba en Magdeburgo; Bugenhagen,
              de Pomerania, fue párroco en Wittenberg y luego en Hamburgo; Justo Jonás, colega
                suyo en Wittenberg, tradujo
                  sus escritos latinos, y el nuremburgués Spalatino, que era secretario particular del príncipe elector de
                    Sajonia, fue durante años el mediador de las ideas y los deseos de Lutero cerca
                    de su señor, persona siempre inquieta e irresoluta. A ellos se añadían
                    multitudes de monjes salidos del convento, agustinos, franciscanos, como
                    Eberlin, natural de Ulm, o el cronista Conrado Pelicano, dominicos como Bucer,
                    benedictinos como Ambrosio Blarer, brigitanos como Ecolampadio, y otros muchos.
                    Entre los secuaces de la primera hora se encontraban también —aunque más tarde
                    se alejaron en parte de Lutero— muchos humanistas que desempeñaron cargos en
                    ciudades, sobre todo en Nuremberg, donde
                      ya en 1521 se predicó la doctrina luterana, Wilibaldo Pirckheimer y Lázaro Spengler, y además los reformadores de las ciudades
                        imperiales: del sur de Alemania Hal, Esslingen,
                          Reuttlingen, Memmingen, Augsburgo y Constanza.
                            Un nuremburgués celebró, ya en 1524, una disputatio luterana en Breslau, en Magdeburgo, en Erfurt; y en Halberstadt, Bremen y Danzig se
                              predicaban ya sermones en que se defendía la doctrina de Lutero. Entre los
                              príncipes, en cambio, sólo el hijo y el sobrino del elector de Sajonia se
                              adhirieron al principio a Lutero. Desde 1523 el Gran Maestre de la Orden
                              Teutónica, Alberto de Brandeburgo, estaba en relaciones con el reformador, y
                              los obispos de Sambia y de Pomerania habían
                                consentido por aquellos tiempos que se predicase en sus diócesis la doctrina
                                luterana. Ellos mismos se declararon luteranos en 1524, y se casaron, siendo
                                los primeros apóstatas entre el episcopado alemán.
                                
                               En 1525 el Gran Maestre,
          Alberto de Brandeburgo, transformó, por consejo de Lutero, el territorio de la
          Orden Teutónica, Prusia, en un ducado secular, y lo tomó como tal, en feudo,
          del rey de Polonia. Al mismo tiempo introdujo la organización protestante de
          la Iglesia, aunque conservó
            la estructura episcopal. Su matrimonio con una hija del rey Federico I de Dinamarca tuvo una gran importancia para la Reforma protestante realizada en este último país.
              
             Prusia, territorio de la Orden Teutónica, fue así
          la primera región alemana que sucumbió en
            su totalidad a la Reforma
              protestante. Otros territorios habían de seguirla muy pronto.
                Por influencia de Melanchton, el landgrave Felipe de Hessen había ordenado en 1524 que en su territorio se
                  predicase el Evangelio puro.
                    Dos años más tarde, y siguiendo
                      el ejemplo de Zurich, hizo que se celebrase en Homberg una disputa bajo la dirección
                        del ex franciscano francés
                          Lamberto de Aviñón; en ella este último
                            defendió 158 tesis redactadas por él y compuso, a raíz de esto, un nuevo orden eclesiástico: la Reformatio ecclesiarum Hessiae. En ella no sólo
                              se regula la organización y
                                la vida de la Iglesia en Hessen, la educación de la juventud y la proyectada fundación de una nueva universidad en Marburgo, sino que además se habla
                                  de los conventos y fundaciones
                                    del país, a cuyos
                                      moradores se indemnizó, contra su voluntad, con rentas; se suprimió el antiguo culto y los párrocos papistas fueron
                                        sustituidos por
                                          predicadores partidarios de la nueva fe.
                                            Todo el que no quiso someterse a la ordenación fijada por el soberano tuvo que emigrar. Se denegó la libertad de conciencia tanto a los partidarios de la nueva fe como a los anabaptistas. El poder de
                                              la Iglesia se encontraba ahora totalmente en manos del landgrave, el
                                                cual había impuesto rápidamente el nuevo orden de cosas a pesar de las advertencias
                                                  de Lutero.
                                                    
         Para
          llevarlo adelante, Felipe de Hessen pudo apoyarse en la Despedida de la
            Dieta de Espira de 1526. Esta despedida tenía un carácter provisional y, según
            ella, en los asuntos de que hablaba el Edicto de Worms, esto es, la innovación
              religiosa, cada Estado del Imperio debería comportarse como creyese que debía
              hacerlo en conciencia ante Dios y la majestad imperial. Esta disposición se
              convirtió, sin razón, ciertamente, en la base jurídica para destruir la
              organización eclesiástica católica y erigir Iglesias territoriales luteranas
              independientes en algunas regiones. A esto se unía casi siempre el
              establecimiento de una nueva organización eclesiástica y su imposición por
              medio de visitas eclesiásticas, realizadas en todo el territorio por encargo del
              soberano; lo cual culminaba casi siempre con la fundación de una universidad
              regional propia, cuando ésta no existía.
                
               Hasta 1529 se organizaron Iglesias territoriales de
          este tipo en Hessen y Sajonia, en algunos ducados
            y condados más pequeños, pero también en
              muchas ciudades imperiales, como Brema, Estrasburgo, Magdeburgo, Nuremberg y otras. En Sajonia, el
                sucesor de Federico el Sabio dispuso en 1527 que cuatro comisiones realizasen
                la visitatio en todo el país; el mismo Lutero participó en ella. Melanchton
                había compuesto el breviario de visitas, y Lutero, un Pequeño Catecismo para el pueblo, y un Gran Catecismo para los párrocos, y ya antes había
                publicado un cantoral, una misa alemana y un rito bautismal. Todavía se
                conservan ceremonias y ropajes, el canto y la elevación de la hostia; se
                eliminaba, en cambio, el canon, cosa de la que el pueblo sencillo apenas se dio
                cuenta. Como administradores eclesiásticos se nombró a clérigos, y como
                superintendentes, a seglares designados por la autoridad. Aun cuando Lutero
                quería que la colaboración civil fuese sólo el servicio de amor del hermano
                mayor, esta Iglesia territorial, en la que los partidarios de la antigua fe
                tenían que abandonar el país, y los anabaptistas eran castigados y
                ajusticiados, trasformóse en una Iglesia propia del príncipe. En ella sólo
                mandaba la voluntad del soberano, incluso en asuntos puramente eclesiásticos.
                
               Iglesias territoriales
          en cierto sentido, fuera del Imperio, eran también las Iglesias luteranas de
          los países escandinavos, que establecieron en ellos los señores seculares,
          venciendo muchas resistencias. En el caso de Dinamarca fueron decisivas su
          estrecha vinculación con Holstein y Schleswig, donde en 1528 se
            introdujo una organización luterana de la Iglesia, y las relaciones del rey con
            su yerno, el nuevo duque luterano de Prusia. Aun cuando en las capitulaciones
            de su elección el rey Federico I había tenido que aceptar la prohibición de la
            predicación luterana, ya en 1527 consintió públicamente la nueva doctrina. Esta
            la predicaba un antiguo sanjuanista y estudiante de Wittenberg, Juan Tausen, que fue nombrado capellán de
              la corte. En la Dieta celebrada en Copenhague, veintiún predicadores, bajo la
              dirección de Tausen, presentaron su confesión, la Confessio Hafniensis. Esta tiene como punto de arranque, no la lucha personal por un Dios
              misericordioso, en el sentido de Lutero, sino el humanismo de la Biblia, en el
              espíritu de Zuinglio y de Bucer. La defensa del catolicismo, realizada por el
              carmelita Pablo Heliae, influido asimismo por las tendencias humanistas, y por
              el franciscano alemán Nicolás de Herborn, no tuvo éxito. En la guerra civil por la sucesión del
                trono danés obtuvo la victoria, tras prolongadas luchas, el duque Cristián III de Holstein, que era ya luterano. La Reforma protestante alcanzó
                  ahora la victoria mediante un golpe de fuerza. Todos los siete obispos daneses
                  fueron encarcelados repentinamente, en 1536, y se los sustituyó por
                  superintendentes; se confiscaron los bienes de la Iglesia, y los obispos no fueron
                  puestos en libertad hasta que renunciaron a sus cargos; el obispo de Roskilde,
                  que se negó a ello, murió en la cárcel en 1544. Para organizar la Iglesia se
                  hizo venir de Wittenberg a
                    Bugenhagen, que coronó al rey y compuso la Ordinario ecclesiastica según
                    el modelo de Sajonia, con la diferencia, sin embargo, de que en la dirección
                    de la Iglesia no se le agregó al rey un consistorio eclesiástico; los superintendentes
                    no eran en realidad otra cosa que funcionarios reales. Un año más tarde (1538)
                    Dinamarca se unió a la Liga de Esmalcalda, aceptando entonces también la
                    confesión de Augsburgo. Como Noruega estaba unida personalmente con Dinamarca,
                    participó del destino de la Iglesia danesa. También en la lejana Islandia, sometida a Dinamarca, se impuso la
                      voluntad del rey danés, si bien el triunfo de la innovación no se decidió hasta
                      1550, con la ejecución del obispo Juan Arason de Holar, que defendió la causa
                      católica con las armas en la mano y solicitó ayuda del protector de la
                      Iglesia, el emperador Carlos V.
                      
                     En Suecia, que se
          hallaba sometida igualmente a Dinamarca desde la unión de Kalmar (1397), la jerarquía, en contra del
            movimiento nacional, estaba aliada con los daneses ya antes de la aparición de
            Lutero. Había apostado, pues, a la carta del perdedor y se hallaba además gravemente
            comprometida por la matanza de Estocolmo, ocurrida en 1550. Cuando el jefe de
            los rebeldes, Gustavo I Vasa, que era internamente protestante, consiguió
            imponerse como rey en 1523, encontró unos colaboradores destacados en el
            archidiácono Lorenzo Andersson y
              en el predicador de la catedral de Strángnás, Olaf Peterson o Petri. Ambos
                eran luteranos; Olaf Petri había
                  sido discípulo de Lutero en Wittenberg. Andersson fue nombrado canciller del reino. Los primeros objetivos
                    de la nueva política eclesiástica eran todavía moderados: se quería que los
                    obispos fuesen del país, que también lo fuera el arzobispo y que se hicieran
                    reformas. Pero al final triunfaron tendencias más radicales. Se aprovechó la
                    ocasión de ciertos levantamientos para quebrantar el poder de los obispos y
                    para subvenir a las finanzas del reino confiscando bienes eclesiásticos. La
                    Dieta de Vesteras decidió en 1527 que se incautasen, a favor del rey, los
                    ingresos sobrantes de la Iglesia y exigió que se predicase la palabra de Dios.
                    El obispo Hans Brak de Linkóping, defensor incansable de la antigua Iglesia,
                    huyó a Polonia. En 1529 quedó eliminada toda autoridad papal sobre los
                    obispos. Se reprimió un levantamiento del pueblo católico. En 1531 fue
                    consagrado arzobispo de Upsala —cuestión
                      ésta que todavía no estaba resuelta legalmente— Lorenzo Petersson (f. 1573),
                      hermano de Olaf, sin que el papa interviniese para nada, pero de acuerdo con
                      el antiguo rito católico de los obispos consagrados. El gobierno de la Iglesia
                      nacional sueca se encontraba indudablemente en manos del rey. Es verdad que se
                      tardó decenios en conquistar a la gran masa del pueblo para la Reforma
                      protestante. Esta conservó en Suecia no sólo el ministerio episcopal y la
                      ordenación de los sacerdotes, sino también, mucho más que en Alemania, ritos,
                      ceremonias y festividades católicas. Tal actitud conservadora —durante
                      decenios se siguieron celebrando cada año, por ejemplo, los días dedicados a
                      los difuntos— hizo que el pueblo tardase mucho tiempo en darse cuenta de la
                      ruptura con la antigua Iglesia.
                      
         Desde Suecia la Reforma
          protestante se extendió también a Finlandia, que se hallaba sometida a aquélla
          desde hacía mucho tiempo, y a Estonia, recién conquistada. La traducción sueca
          de la Biblia, hecha en 1541 por Lorenzo Petersson, y la finlandesa, realizada
          en 1548 por Miguel Agrícola, fortalecieron la Reforma protestante en la
          conciencia del pueblo.
              
         También en los otros
          países del Mar Báltico se introdujo rápidamente el luteranismo, tras la conversión
          a él del Gran Maestre de la Orden Teutónica, Alberto de Brandeburgo. Sobre todo
          se abrieron a la innovación las ciudades de Riga, Reval y Dorpat. El Consejo y
          los ciudadanos estaban de acuerdo en ello. En cambio, el mariscal de campo de
          la Orden Teutónica, Walter de
            Plettenberg, soberano de estas provincias bálticas, permaneció católico. Su
            política dubitante consintió, sin embargo, que las canonjías y las sedes
            episcopales fueran cayendo poco a poco en manos protestantes. Mas sólo después
            de morir el enérgico arzobispo Juan de Blankenfeld, que se había aliado con la
            nobleza de Livonia para
              proteger la religión católica, y de que el arzobispado de Riga cayese en manos del
                margrave Guillermo, hermano del Gran
                  Maestre, quedó sellada la suerte de la Iglesia católica en Livonia y, con ello, también en todo el Báltico.
                    La posterior soberanía de Polonia sobre estas provincias no consiguió cambiar
                    nada aquí, dado sobre todo que la debilidad de la realeza y el estado de
                    anarquía existente en Polonia no pudieron impedir siquiera que en su propio
                    país se formasen comunidades protestantes, sobre todo entre los alemanes de
                    las ciudades de Danzig, Elbing y Thorn.
                      
                     PROGRESOS DEL
          PROTESTANTISMO EN SUIZA
            
           La innovación religiosa
          realizó progresos importantes también en el sur. La lucha política de Zuinglio
          no podía contentarse con lo alcanzado. «No dudó en disolver la Confederación
          para crear una nueva unidad política sobre base religiosa: la liga de los
          cantones afiliados al Evangelio, con la intención de erigir el reino de Cristo
          en el país». Pues, entretanto, Ecolampadio, natural de Franconia, había iniciado su prolongada estancia en
            Basilea. Ecolampadio era condicípulo de Melanchton y ya antes había actuado
            como predicador en Basilea. Con anterioridad a la Dieta de Augsburgo había
            vivido durante algún tiempo en el monasterio brigitano de Altomünster y había
            publicado allí una obra sobre la confesión, que revela pensamientos
            inequívocamente luteranos. Ahora había vuelto a Basilea como pastor de almas y
            profesor de teología. El día de Todos los Santos de 1525 celebró la primera
            cena protestante. Entre tanto, los cantones del interior de Suiza, Uri, Schwyz,
            Unterwalden, Zug, Lucerna y Friburgo habían convocado un coloquio religioso en Baden de Aargau, al que había prometido asistir Juan Eck. Además de él,
              intervinieron, por parte católica, el vicario general de Constanza, Juan Fabri,
              y el franciscano. Tomás Murner. Por parte protestante comparecieron
              Ecolampadio, Haller, de
                Berna, y además legados de Glarus y de Schaffhausen; Zuinglio, en cambio, se negó a participar. Al principio
                  la disputa se desarrolló de modo favorable a los católicos. Juan Eck venció, en
                  un gran torneo dialéctico, a Ecolampadio, y Fabri a Haller; Murner, por su parte, presentó cuarenta
                    acusaciones contra Zuinglio, en las que elevaba una enérgica protesta contra el
                    modo como se había llevado a cabo la Reforma protestante en Zurich. Fabri entregó al presidente su Demostración
                      cristiana, en la que presentaba testimonios bíblicos de la presencia real
                      de Cristo en la eucaristía, y concluía con estas palabras:
                      
         «No es preciso hablar
          mucho; todos los que creen en Cristo, y yo, tenemos a Cristo, su palabra eterna
          y única verdadera, todos los doctores, consensum Christi fidelium, todos los muertos y vivos. En esto quiero perseverar
            y en esto aconsejo a todos los demás que perseveren. Si yo estoy seducido,
            Cristo, el Espíritu Santo y la santa Iglesia me han seducido» .
            
           Mas, a pesar del
          resultado de la disputa, Basilea y Berna siguieron introduciendo paso a paso la
          innovación. Los gremios de Basilea se levantaron contra el Consejo y la
          universidad en la noche del martes de carnaval de 1529 y se hicieron con el
          poder. La misa fue eliminada, y las imágenes, destruidas; la comarca arrebató
          el poder civil al obispo. Este tuvo que abandonar la ciudad y retirarse a
          Prunstrut. El cabildo catedralicio se refugió en Friburgo de Brisgovia. Una
          ordenación introducida algunas semanas más tarde por el nuevo Consejo, que
          comenzaba hablando de la predicación y terminaba con prescripciones sobre el
          corte y la tela de los vestidos, y amenazaba con la excomunión, esto es, con el
          destierro a los partidarios de la antigua fe y con la muerte a los anabaptistas,
          consumó la transformación. En vano había pedido Ecolampadio que los presbíteros
          de la Iglesia impusieran una disciplina eclesiástica. Erasmo, que no quiso
          aceptar, ni siquiera aparentemente, la revolución religiosa abandonó la ciudad.
              
         En Berna, tras la
          disputa celebrada en Baden, los
            partidarios de la nueva fe resultaron vencedores en las elecciones. Bajo la
            dirección de Bertoldo Haller, natural
              de Rottweil y párroco de la iglesia
                catedral, se celebró en enero de 1528 una gran disputa, con el fin de demostrar
                que se había dado el paso a la nueva doctrina; los católicos quedaron casi totalmente
                excluidos de ella, pero, en cambio, comparecieron legados de todos los cantones
                y ciudades protestantes de la Alta Alemania, hasta Augsburgo y Nuremberg. A los anabaptistas no se les permitió
                  hablar; Zuinglio y Ecolampadio refutaron al luterano Haller y su doctrina de la cena. Resultado de
                    ello fue que la Reforma protestante se realizó siguiendo el ejemplo de Zurich. Glarus, San Gallen y Biel siguieron el
                      ejemplo de Berna, y también Mülhausen, de Alsacia, se adhirió a la liga de los
                      partidarios de la nueva fe, liga denominada Derecho cristiano de los
                        ciudadanos; a ella opusieron los cantones católicos, en 1529, una Unión
                          cristiana con el archiduque Fernando de Austria. El peligro de un choque a
                      mano armada entre ambos partidarios era muy grande.
                          
                     AGRUPACIONES
          POLITICAS
            
           Los Estados católicos
          despertaron después de que Felipe de Hessen consiguió apoderarse de los obispados de Franconia. Las victorias de Carlos V sobre el rey de
            Francia, la paz concertada por el emperador con Francisco I y el papa Clemente
            VII habían fortalecido la conciencia de su propio poder. En el mensaje que el
            emperador envió a la Dieta de Espira de 1529 ordenaba que se anulase la
            Despedida dada en la Dieta anterior. De esta manera se acordó también, bajo la
            dirección del archiduque Fernando, anular la Despedida de la Dieta de 1526 y
            acabar con los llamados sacramentarios (partidarios de Zuinglio) y con los
            anabaptistas. En atención a las reformas protestantes ya efectuadas, se acordó
            lo siguiente:
            
           «En los demás Estados en
          que hayan aparecido las nuevas doctrinas y no se las pueda eliminar sin que
          surjan en parte rebeliones, protestas y peligros considerables, debe evitarse
          en lo sucesivo, en lo humanamente posible, toda otra innovación, hasta que se
          celebre un concilio» . Pero debía consentirse el antiguo culto y proteger todos
          los derechos y rentas de los clérigos católicos. Se declaraba además,
          finalmente, que ninguno de los Estados podía violentar, importunar o declarar
          la guerra a otros por causa de la fe, e igualmente, que nadie debería ni
          querría tomar bajo su especial protección a los súbditos o parientes de otro,
          por motivos de fe, contra la voluntad de los soberanos de aquéllos. Con esto se
          atacaba el proceder de Felipe de Hessen. Las reincidencias deberían castigarse con la
            proscripción imperial.
            
           Esta Despedida privó a
          los príncipes territoriales y a las ciudades de la Alta Alemania de todo título
          jurídico, siquiera aparente, que justificase la innovación que habían llevado
          a cabo. Con ello se condenaba una vez más de raíz la nueva organización
          eclesiástica. Mas, por otro lado, se incluyó en la Despedida una fórmula muy
          ambigua: «En lo que sea humanamente posible.» Dejábase así abierto el campo en
          gran manera al capricho subjetivo. No se exigía, pues, la represión de la nueva
          fe, sino la tolerancia de la antigua. A pesar de ello, inmediatamente después
          de ser presentada la Despedida de la Dieta, el 19 de abril de 1529, un grupo de
          ciudades protestó contra ella. Eran seis príncipes y catorce ciudades libres
          del sur de Alemania; a saber, los príncipes de Sajonia, Hessen,
            Brandeburgo-Kulmbach, Anhalt y los dos de
              Luneburgo; entre las ciudades estaban, ante todo, Estrasburgo, Nuremberg y Ulm. Esta protesta hizo que los
                partidarios de la nueva fe, que se designaban a sí mismo como viri boni (creyentes), recibieran el sobrenombre de protestantes. La protesta se basó en
                motivos religiosos, entre otros el siguiente: «Que en los asuntos que afectan
                al honor de Dios y a la salvación de nuestras almas, cada uno debe responder y
                dar cuenta por sí solo ante Dios, es decir, que ninguno del lugar puede
                disculparse con lo que hagan o acuerden otros, sean muchos o pocos». Se exigía,
                pues, una positiva libertad de conciencia, tal como en otro tiempo la había
                exigido Lutero en Worms, mas
                  no para el pueblo, sino solamente para los Estados.
                  
                 Las consecuencias de
          esta actitud hicieron aparecer como posible un enfrentamiento militar. Por ello
          los partidarios de la nueva fe, encontrándose aún en Espira, concertaron un
          tratado secreto de ayuda entre Sajonia, Hessen, Estrasburgo, Ulm y Nuremberg. Para aumentar el poder político de los partidarios de
            la nueva fe, el landgrave intentó
              acabar con las rivalidades internas existentes entre los protestantes y llegar
              a un entendimiento con los territorios de la Alta Alemania, esto es, con los
              zuinglianos del sur de Alemania y de Suiza, a los que Lutero rechazaba,
              tachándolos de sacramentarios. Ya entonces Felipe de Hessen veía en el emperador el enemigo; por ello proyectó una
                gran coalición de todos los protestantes del Imperio y de Suiza contra la casa
                de Habsburgo, coalición en la que se incluía también a países no protestantes
                como Francia, Dinamarca y la república de Venecia. Se quería cerrar al emperador el paso de los Alpes y la
                  línea del Rin, y de esta manera desalentarle. Ahora bien, el presupuesto
                  necesario de esta liga política era la reconciliación religiosa entre Lutero y
                  Zuinglio. No resultaba fácil reunir a ambos. Finalmente Ecolampadio y Bucer
                  consiguieron del orgulloso Zuinglio que acudiera a Marburgo para celebrar una
                  entrevista con Lutero; de éste lo consiguió el landgrave, aunque Lutero no era partidario de una liga dirigida
                    contra el emperador. En las conversaciones celebradas en Marburgo en octubre
                    de 1529 no se llegó, sin embargo, a un acuerdo. Se coincidía en 14 artículos,
                    pero se discrepaba en 15, en la cuestión de la presencia de Cristo en la
                    eucaristía. Lutero, apoyándose en las palabras de la consagración, que había
                    escrito delante de sí, con tiza, sobre la mesa, se declaró partidario de la
                    presencia real y corporal; Zuinglio negó la idea de la comunión espiritual
                    basándose sobre todo en el Evangelio de San Juan. Una propuesta de meditación
                    hecha por Bucer, para concebir la presencia real de modo sacramental, es decir, no quantitative vel qualitative vel localiter, fue rechazada por Zuinglio, que la calificó de
                      papista. Tampoco pudo lograrse la alianza política. Ulm y Estrasburgo la
                      rechazaron porque los artículos de Schwabach, que le servían de base, atacaban
                      duramente la doctrina de Zuinglio sobre la eucaristía.
                      
                     LA «CONFESIO
          AUGUSTANA»
            
           La formación de
          confesiones y la creciente diferenciación entre luteranos y zuinglianos
          progresaron más aún en la Dieta de Augsburgo de 1530. Al concertar la paz con
          el papa, Carlos V había prometido que, por las buenas o las malas, haría volver
          a los protestantes a su antigua fe. Tras una ausencia de nueve años decidió
          volver a Alemania y asegurarse, en la Dieta que estaba convocada para
          Augsburgo, no sólo la ayuda de los príncipes contra los turcos, sino también
          —como se decía en la convocatoria— actuar contra la desviación y la división de
          la santa fe, llegar a una única verdad cristiana y lograr un acuerdo. Como los
          que profesaban la nueva fe habían exigido, en la protesta de 1529, que en los
          asuntos religiosos no estuviesen obligados por la mayoría de votos, sino sólo
          por su propio voto personal, la convocatoria imponía a todos los Estados
          imperiales la obligación de presentarse. El emperador llegó en compañía del legado
          pontificio, Campeggio. De los teólogos católicos estaban presentes Eck, Codeo y
          Fabri. En representación de Lutero, que no pudo venir, por estar proscrito, se
          presentó Melanchton, como teólogo oficial del electorado de Sajonia.
              
         Ambas partes habían hecho
          muchos preparativos para la anunciada confrontación teológica. Eck, que, en
          nombre de los duques de Baviera, exigía una enérgica intervención del emperador
          contra la innovación, había resumido los errores de Lutero en 404 tesis. Cada
          uno de los Estados protestantes apareció con una confesión propia. El
          establecimiento de un frente común fue mérito de Sajonia. Basándose en el
          resumen, que había pedido, de los puntos capitales de la religión cristiana, Melanchton
          redactó un escrito justificativo de los cambios religiosos realizados en
            los territorios sajones. Pero cuando vio el escrito de Eck, transformó la
          defensa en una profesión de fe con ayuda de Jonás, Spalatino y el canciller de Sajonia, Brück, seguro
            de la aprobación de Lutero, que se encontraba en Coburgo.
            
           La Confessio
          Augustana, el primer escrito confesional protestante que alcanzó una
          importancia histórico-universal, estaba redactado en latín y en alemán y
          dirigido expresamente al emperador. Después de ser sustituido, a instancias del
            landgrave Felipe, el prólogo conciliador
              de Melanchton, dándosele una redacción más cortante, salida de la pluma de
              Brück, la Confessio fue firmada por los príncipes de Sajonia, Brandeburgo-Kulmbach,
                Brunswick-Luneburgo, Hessen y Anhalt, y las ciudades de Nuremberg y Reutlingen, pero no lo fue por las otras ciudades de la Alta
                  Alemania ni de Suiza, debido a la doctrina sobre la cena que en ella se
                  sostenía. El 25 de junio el texto alemán fue leído ante el emperador y la
                  Dieta.
                  
                 La Confesión de
          Augsburgo consta de dos partes. En primer lugar van veintiún artículos, en los
          que se resume las doctrinas de los protestantes. La exposición de las
          doctrinas controvertidas más importantes es desvaída e indecisa. Es cierto que
          se enseña la justificación en el sentido luterano, y el artículo sobre la
          palabra de Dios se antepone al referente a la Iglesia; pero en la doctrina
          sobre la cena no habla de los verdaderos puntos de diferencia y admite todavía
          la doctrina de la transubstanciación. La esencia de la Iglesia queda en
          penumbras (Asmussen), y
            nada se dice del rechazo del primado pontificio, el purgatorio, la veneración
            a los santos y la indulgencia. Al final de esta primera parte, en el artículo
            veintiuno, se declara: «Haec fere summa est doctrinae apud nos, in
              qua cerní potest nihil inesse, quod discrepe a scripturis vel ab ecclesia catholica vel ab ecclesia romana, quatenus ex scriptoribus nobis nota est.» Toda
                la disputa giró sólo en torno a algunos abusos, que se enumeran en la segunda
                parte: la comunión bajo una sola especie, el celibato, la misa pagada y
                privada, la obligación de confesar, los preceptos del ayuno, los votos
                monásticos y la jurisdicción de los obispos.
                
         El reformador suabo Juan
          Brenz dijo, a propósito de la Confessio Augustana, que lo principal era
          que por fin se había conseguido que sus doctrinas fuesen toleradas.
          Indudablemente, también Melanchton perseguía estos mismos objetivos cuando
          subrayaba, por ejemplo, que se debía conservar el poder de los obispos, si
          predicaban correctamente el Evangelio. Nada se decía, ciertamente, del derecho
          divino de aquéllos. ¡Pero qué ventajas tan grandes tenían que derivarse de aquí
          para la innovación, si no se cambiaba la imagen externa y jurídica de los obispos,
          y éstos se pasaban a la nueva Iglesia! Junto al oportunismo, Melanchton tomaba
          su actitud irenista con una seriedad sagrada. Estaba convencido de no hallarse
          fuera de la ecclesia romana ortodoxa. Y por ello, pocos días después de
          ser leída la Confessio pudo escribir, sin adulación, al legado pontificio.
          “No tenemos una doctrina teológica distinta de la Iglesia romana. Hasta el día
          de hoy veneramos al papado. Permaneceremos fieles a Cristo y a la Iglesia
          romana hasta el último aliento de nuestra vida, aunque la Iglesia nos condene y
          aunque sólo una pequeña diferencia en los ritos parezca dificultar el acuerdo”.
          Melanchton aprovechó de buena gana la ocasión de tratar con los teólogos
          imperiales y con el secretario del emperador, e hizo llegar a Roma ciertas
          propuestas, a través del legado. La concordia y los sacramentos le importaban
          realmente.
          
         El más famoso, aunque no
          el único escrito confesional del protestantismo, que todavía hoy tienen que
          aceptar, con algunos cambios, los párrocos luteranos al ser nombrados para el
          cargo, no es obra de Lutero, que le reprochó su hipocresía, sino de su
          discípulo, el maestro de escuela y humanista Melanchton. Por ello se ha dicho
          que constituye el intento más significativo del humanismo de penetrar en el
          luteranismo. Del humanismo procede su tendencia a no dar mucha importancia, a
          bagatelizar y relativizar las diferencias y contradicciones dogmáticas, como
          ocurre en la Confessio Augustana. Con ello, aunque los contemporáneos no
          lo advirtieron, comienza el desplazamiento del centro de gravedad desde los problemas
          de fe a los problemas de la estructura y las formas de la Iglesia;
          indirectamente comenzó también una cierta infravaloración de la revelación y lo
          sobrenatural.
          
         Zuinglio, que no había
          sido invitado a la Dieta por sacramentario, envió al emperador, por medio del
          obispo de Constanza, y en nombre de las ciudades de Zurich, Basilea y Berna, una Ratio fidei extraordinariamente anticatólica, pero también
            antiluterana. Su acritud polémica movió a las ciudades —de mentalidad
            zuingliana, por otro lado— de Estrasburgo, Constanza, Lindau y Memmingen a
              redactar, bajo la dirección de Bucer, la confesión de las cuatro ciudades,
              llamada Confesión tetrapolitana, que fue presentada a la Dieta el día 9
              de julio. Contenía una fórmula ambigua en el problema de la cena y exigía las
              buenas obras como fruto de la fe.
              
             Sobre la respuesta que
          había que dar a la Confessio hubo divergencias entre el emperador, que
          deseaba que sólo se tratasen las diferencias doctrinales mencionadas en ella,
          y el legado, que quería aludir también y condenar como heréticos los otros
          puntos discutidos que no aparecían en la Confessio. En el espíritu del
          legado, Eck, basándose en el trabajo realizado por una comisión de veinte
          teólogos, presentó un proyecto, que el emperador rechazó por demasiado largo y
          polémico. Ante todo, Eck suavizó el tono y se limitó a tratar los problemas de
          la Confessio. Esta toma de posesión del emperador, llamada luego Confutatio, fue leída ante los Estados del Imperio. El emperador esperaba que los
          protestantes se someterían a ella sin discusión. Pero príncipes y ciudades de
          la oposición rechazaron la mediación imperial, «por Dios y por su conciencia».
          Melanchton comenzó a destacar más claramente las diferencias doctrinales en su Apología, la cual; desde luego, no llegó a estar terminada hasta la primavera siguiente.
          Esta Apología no ejerció ya ningún influjo sobre las deliberaciones.
          
         Durante la Dieta se
          celebró una serie de coloquios religiosos, pero al final todo incitaba a tomar
          una decisión. La situación teológica, así como la política, era poco clara e
          incluso confusa. Las discusiones para llegar a un compromiso no obtuvieron
          ningún resultado en los puntos principales. Melanchton, que estaba dispuesto a
          hacer amplias concesiones, no encontró ningún apoyo en sus propias filas.
          Finalmente, los Estados protestantes rechazaron un acuerdo provisional, y el
          dictamen colectivo de sus teólogos puso de manifiesto que no consideraban la Confessio
            Augustana como expresión integral de la doctrina protestante. Lutero, que
          veía en cualquier unión, de cualquier tipo que fuese, una reconciliación entre
          Cristo y Belial, prohibió
            a sus amigos que hiciesen más concesiones, aunque hubiese peligro de una
            guerra. Finalmente la Despedida de la Dieta, que suscribieron únicamente los
            Estados católicos, renovó el Edicto de Worms y dispuso el restablecimiento de la autoridad de los
              obispos y la restitución de los bienes robados a la Iglesia; se dio para ello
              un plazo hasta abril de 1531. Por su parte, el emperador prometió que intervendría
              ante el papa para que se celebrase un concilio ecuménico, a fin de acabar con
              los abusos y los trastornos.
              
             Para impedir que los
          católicos llevasen a cabo estos acuerdos, los protestantes constituyeron, en
          febrero de 1531, y por un plazo de diez años, la Liga de Esmalcalda, con el fin
          de defenderse contra el emperador. Se decía que éste no era más que soberano
          elegido del Imperio. Que únicamente como príncipe territorial era soberano
          instituido por Dios, lo mismo que ellos. Y que estaba permitida la guerra entre
          personas de igual rango. Con ello salvaron los juristas los escrúpulos de
          Lutero, que no aceptaba el derecho de resistir contra el emperador. La Liga se
          alió también con potencias extranjeras hostiles al emperador, Francia,
          Inglaterra y Dinamarca, así como con los rebeldes húngaros. A Felipe de Hessen le hubiera gustado asociar a la liga
            también a Zuinglio. Sin embargo, éste prefirió hacer triunfar primero sus
            planes en Suiza, conquistar para Zurich y para el Evangelio los «territorios neutros», y
              poner a toda la Confederación bajo el dominio de Zurich y Berna. Ya en 1529 pudo impedirse a duras penas, en
                la primera Paz de Kappel, una
                  guerra entre Zurich y los
                    cantones católicos. Pero esta vez Zuinglio quiso «realizar previsiones». Mas Berna
                    se negó a seguirle. Entonces Zuinglio prohibió comerciar con las ciudades de Wallis. Este corte de los víveres obligó a los
                      cantones católicos a acudir a las armas para salvaguardar su existencia. El 11
                      de octubre de 1531 vencieron en Kappel a un ejército de Zurich. Zuinglio, que había acudido armado a a la lucha como
                        capellán, fue muerto, junto con otros veinticuatro predicantes. Tras una
                        segunda derrota en el monte Zug, se llegó a la segunda Paz de Kappel, que aseguraba su religión a cada uno de
                          los cantones y prohibía toda propaganda en los cantones católicos. En los
                          territorios neutros debían las parroquias decidir la confesión a seguir. El Derecho
                            cristiano de los ciudadanos fue derogado, y se restableció también la
                          suprimida abadía de San Gallen.
                            
         La muerte de Zuinglio,
          considerada por Lutero como castigo merecido, facilitó la adhesión de las
          ciudades del sur de Alemania a la Liga de Esmalcalda. Esta pudo sacar
          inmediatamente fruto de su fuerza. Instigados por Francia, los turcos habían
          vuelto a aparecer en 1532 con un poderoso ejército y amenazaban el territorio
          de Estiria. El emperador dependía del apoyo de los Estados protestantes. Felipe
          de Hessen intentó aprovecharse de
            ello. Mayor moderación mostró el príncipe elector de Sajonia, que pedía la
            supresión de los procesos entablados a causa de los robos de los bienes
            eclesiásticos. El emperador tuvo finalmente que  ceder. En el llamado Compromiso de Nuremberg prometió que consentiría a los
              protestantes hasta que se reuniese un concilio, y, en secreto, también que
              aboliría los procesos pendientes. De nuevo tuvo que abandonar Alemania por un
              plazo de ocho años, para luchar contra franceses y turcos.
              
             EL CAMINO SEGUIDO POR
          INGLATERRA
            
           Entre los aliados en que
          pensaba Felipe de Hessen para
            la Liga de Esmalcalda se encontraba, además de Francia, también Inglaterra. El landgrave de Hessen veía con mayor claridad que muchos de sus contemporáneos
              que el rumbo que entonces iniciaba Inglaterra tenía que llevar necesariamente a
              la separación definitiva de la Iglesia romana. También en el reino insular
              había muchas cosas predispuestas para la innovación. Las relaciones con la Sede
              romana eran bastante flojas. Ya en el siglo XIV unos decretos del Parlamento
              habían declarado ilegales las provisiones penales sobre los beneficios ingleses
              y habían prohibido las apelaciones a Roma, así como que se introdujesen en el
              país bulas, procesos y reservaciones pontificias. De esta manera había ido
              echando raíces una Iglesia nacional, situada en un «espléndido aislamiento»
              —siempre fácil para el inglés— frente a Roma. Tampoco había desaparecido de
              todo el efecto producido por las ideas de Wiclef, quien había propuesto que los
              bienes eclesiásticos fuesen confiscados como bienes nacionales, y el de las
              predicaciones de los lolardos, que calificaban al papa de Anticristo. A pesar
              de todos estos sentimientos antirromanos, la separación de Inglaterra de Roma
              no fue, con todo, otra cosa que una acción arbitraria del rey, que ejercía un
              dominio casi absoluto y que encontró auxiliares demasiado bien dispuestos.
              
             A Enrique VIII
          (1509-1547), que había sido educado, cuando era joven príncipe, para la carrera
          eclesiástica, lo consideraban los humanistas de su tiempo como el modelo de un
          príncipe del Renacimiento, deseoso de una reforma auténticamente evangélica de
          la Iglesia. Por ello hizo que su canciller Wolsey, que era legado pontificio, visitase el clero regular y
            diese disposiciones para elevar la formación eclesiástica; tales disposiciones
            fueron sobrevaloradas por los contemporáneos, pero los afectados apenas las
            cumplieron. Cuando apareció Lutero, se opuso a él e incitó a Carlos V una y
            otra vez a que interviniese enérgicamente, y a Erasmo, a que rompiese con el
            reformador. El mismo escribió personalmente, en su mayor parte, la Assertio
              sepiem sacramentorum, en la que se oponía a la negación de los sacramentos
            hecha por Lutero en su De captivitate babylonica ecclesiae. El rey
            dedicó su obra al papa «como signo de su fe y de su amistad». En este libro
            confesaba inequívocamente el primado pontificio: «La Iglesia entera está
            sometida no solamente a Cristo, sino también, por Cristo, al único representante
            suyo, el papa de Roma». Negar obediencia al sumo sacerdote en la tierra es para
            él un delito comparable a la idolatría. Por este libro el rey recibió del papa,
            en 1521, el título de Defensor fidei, que anhelaba desde hacía tiempo.
            Su actitud siguió siendo la misma en los años siguientes; persiguió a los
            lolardos y autorizó la polémica literaria contra los primeros luteranos de
            Inglaterra. De todos modos, el gobierno sufrió una modificación también en los
            asuntos eclesiásticos, convirtiéndose en un gobierno para, por y en interés de
            un solo hombre (Hughes): el rey. El intento de reemplazar cada vez más al papa
            en la dirección y reforma de la Iglesia no tenía, por lo demás, nada de
            revolucionario en sí; todos los príncipes de aquel siglo deseaban alcanzar
            objetivos parecidos, sin el papa y a veces contra él.
            
           Pero Enrique tenía
          también un motivo muy especial para adoptar esta actitud: su «gran asunto», su
          asunto matrimonial. Poco después de subir al trono habíase casado Enrique con
          Catalina de Aragón, tía de Carlos V, la cual había estado casada en primer
          matrimonio con Arturo, hermano mayor de Enrique. Arturo murió cuando apenas contaba
          quince años, sin que el matrimonio se hubiera consumado. Ya en 1503 fue
          solicitada y se obtuvo del papa la dispensa del impedimento de parentesco. De
          los cinco hijos del matrimonio de Enrique sobrevivía únicamente la princesa
          María. La sucesión al trono tenía, pues, que convertirse en un problema, ya
          que Inglaterra no había tenido jamás hasta entonces ninguna reina que
          gobernase. A ello se añadió la ardiente pasión que se apoderó del rey por la
          dama de la corte Ana Bolena. Para hacer posible el matrimonio con ella y
          obtener así el deseado heredero, el rey pensó en separarse de Catalina y hacer
          declarar inválido su matrimonio con ella. En el Antiguo Testamento encontró
          razones para justificar la invalidez de su matrimonio. El Levítico, 18,
          16, prohibía, en efecto, unirse en matrimonio con la mujer del hermano. Por
          ello decía el rey que la dispensa de 1503 era subrepticia y, por tanto,
          inválida; y que durante dieciocho años él había vivido en incesto. Al leer la
          Biblia le habían acometido remordimientos de conciencia, y consideraba la temprana
          muerte de sus hijos como un castigo divino. En cambio, no le inquietaba en
          absoluto el hecho de que el Deuteronomio, 25, 5 ordenase el matrimonio
          levítico (cf. Mateo, 22, 24), el que también estuviese emparentado con
          Ana Bolena, pues una hermana de ésta había sido amante suya, y que, por tanto,
          su matrimonio con ella tropezase con la misma prohibición divina. «La
          conciencia de Enrique era algo muy confuso, y no podemos negar su terrible
          violencia tan sólo porque no podamos seguir su lógica».
          
         Cuando el canciller,
          cardenal Wolsey, se
            convenció de que el rey estaba firmemente decidido a no desistir de sus planes,
            gestionó con todo celo su causa, como obediente servidor de su señor, aun
            cuando acaso él pensara en una nueva unión matrimonial distinta que el rey. En
            1527 Wolsey y el
              primado de Canterbury citaron
                al rey a juicio, por vivir incestuosamente. Cierto número de obispos sabios
                debían dar su opinión, en calidad de peritos, sobre si se podía consentir el
                matrimonio con la viuda de un hermano. Juan Fisher declaró que podía celebrarse un matrimonio de ese tipo
                  contando con la dispensa papal, y señaló que la única instancia competente para
                  decidir era Roma. Por ello se envió a Roma a un secretario de Wolsey, para que gestionase allí la causa de
                    Enrique.
                    
                   Se quería conseguir dos
          cosas del papa: que declarase nulo el matrimonio con Catalina, y que
          concediese dispensa, por parentesco ilegítimo, para el matrimonio con Ana
          Bolena. Inicialmente llegó incluso a pensarse en solicitar dispensa para un
          doble matrimonio. Clemente VII, que estaba entonces en guerra con el emperador,
          concedió en diciembre de 1527 la dispensa del matrimonio de parentesco
          ilegítimo, en el caso de que el primer matrimonio no fuera válido. Su
          característica indecisión y las consideraciones políticas le hicieron eludir de
          este modo el tomar una decisión. Acaso esperaba también que la pasión real se
          iría enfriando con el tiempo. Mas ante la insistencia de Enrique, en 1528 envió
          a Inglaterra al cardenal Campeggio. La bula que éste leyó al rey fue quemada inmediatamente;
          probablemente le daba ciertas esperanzas. El tribunal eclesiástico, presidido
          por ambos legados pontificios, Campeggio y Wolsey, inició el proceso en 1529. Catalina no lo aceptó y
            apeló al papa, que, entre tanto, había concertado de nuevo la paz con el
            emperador. A instancias de éste, el papa suspendió los poderes de ambos
            legados y trasladó el proceso al fuero romano. El representante del rey hizo
            saber en Roma que esto ocasionaría la ruina de la Iglesia y la pérdida de
            Inglaterra; a ello respondió el papa que era mejor que Inglaterra se perdiera
            por la justicia que por la injusticia. Wolsey cayó ahora en desgracia. Su sucesor en el puesto de
              lord canciller fue el famoso humanista Tomás Moro, adversario convencido, pero
              muy astuto y reservado, del gran asunto del rey. Este intentó presionar al papa
              solicitando nuevos dictámenes de universidades del país y del extranjero, y con
              amenazas del «Parlamento de reforma», recién elegido. Pero en 1531 Clemente
              prohibió al rey que celebrase un nuevo matrimonio en tanto no hubiese llegado a
              su término la investigación. La campaña propagandística hecha para conquistar
              la opinio communis doctorum no logró más que un
                éxito parcial. Así, las universidades de Napóles y de España declararon válido
                el matrimonio, y París declaró su nulidad únicamente bajo la presión del rey
                francés y con la protesta de cuarenta y tres doctores.
                
               Pero Enrique no se dejó
          ya disuadir de sus planes. Cayó bajo la influencia de un destacado miembro del
          parlamento, adornado de grandes dotes políticas, Tomás Cromwell, quien le aconsejó separarse de Roma,
            siguiendo el ejemplo de los príncipes alemanes. En una asamblea general del
            clero, convocada por razones de Estado, el rey exigió una declaración de que
            él era la cabeza suprema de la Iglesia en Inglaterra. El obispo de Rochester,
              Fisher, propuso que se añadiese: En
                cuanto lo permite la ley de Cristo. Y así, a propuesta del anciano arzobispo de Canterbury, Warham, la asamblea
                  aprobó la declaración de que «el rey es el único protector de la Iglesia, su
                  único y supremo señor, y, en cuanto lo permita la ley de Cristo, también su
                  cabeza suprema». La Iglesia nacional absolutista y el humanismo antirromano
                  habían coincidido en esta resolución, que se convirtió en la base de la Reforma
                  protestante en Inglaterra. Tras la muerte de Warham el rey nombró primado del
                  país al antiguo capellán de la familia Bolena, el servil Tomás Cranmer, que era
                  el que había propuesto en otro tiempo recabar los dictámenes de las
                  universidades. Durante un viaje por Alemania Cranmer había conocido el
                  luteranismo y se había casado secretamente. Tomás Moro se retiró para no verse
                  obligado a servir al rey como instrumento en su camino hacia el cisma. En la
                  dignidad de lord canciller le sustituyó Audeley, y en su influencia sobre el
                  rey, Cromwell. El
                    gobierno temporal y espiritual del país cayó con ello en manos de personas
                    carentes de escrúpulos, pero dotadas de talento y absolutamente fieles al rey.
                    
                   Para contestar a la
          declaración de la asamblea de clérigos, el papa publicó un Breve admonitorio.
          El Parlamento respondió a ello negando el pago de las anatas, que el rey
          reivindicó inmediatamente para sí. En enero de 1533 Cranmer casó al rey con Ana
          Bolena, y cuatro meses más tarde declaró nulo el matrimonio de Enrique con
          Catalina, y válido el nuevo matrimonio. El día 1 de julio fue coronada Ana, y
          en septiembre vino al mundo la que luego sería reina Isabel. El papa declaró no
          válido el matrimonio, pero hasta marzo de 1534 no dio el dictamen final del
          proceso, por el que declaraba que el único matrimonio legítimo era el celebrado
          con Catalina. En julio lanzó sobre Enrique, Ana y Cranmer la excomunión, contra la cual el rey había apelado ya un año antes a
            un concilio ecuménico. Enrique llevó ahora a cabo la ruptura definitiva con
            Roma. El Acta de supremacía votada por el Parlamento en noviembre de 1534
            declaraba que el rey y sus sucesores eran la única cabeza terrena de la Iglesia
            inglesa, que poseía plenos poderes para reprimir y exterminar los errores,
            herejías, abusos y escándalos. Los poderes y las rentas del papa pasaron al
            rey. Se exigió reconocer, mediante un juramento, esta posición del rey; al que
            no lo prestase, o rechazase el juramento, exigido ya antes, por el que se
            reconocía el nuevo matrimonio del rey y la regulación de la sucesión al trono,
            se le amenazaba con la pena de muerte, como reo de alta traición.
            
           El cisma inglés no
          encontró ninguna oposición en el pueblo. El papa y la Curia no gozaban, en
          efecto, de muchas simpatías. Sin embargo, fuera de los círculos de los
          poderosos y de los que disfrutaban de grandes rentas, no se abandonó ninguna de
          las antiguas prácticas religiosas. El clero, que estaba acostumbrado desde
          mucho tiempo atrás a la Iglesia estatal, se había sometido ya en 1532. Los
          obispos, muchos de los cuales los había elegido el rey entre sus partidarios
          más sumisos e incondicionales, habían estado dispuestos a ceder siempre ante el
          cesaropapismo. Sólo unos pocos tuvieron el valor de recusar el juramento al
          Acta de supremacía. Entre éstos se encontraban el sabio obispo Juan Fisher y el antiguo lord canciller, Tomás Moro,
            que fueron encarcelados. Pablo III nombró cardenal al primero, hallándose éste
            todavía en la Torre de Londres. Ambos fueron decapitados. Moro murió, como
            declaró en sus últimas palabras, como buen servidor del rey, pero, antes, como
            servidor de Dios. Mayor oposición encontró Enrique en los monasterios. Los que
            se negaron a prestar juramento, sobre todo los cartujos, fueron encarcelados,
            y en la cárcel se los dejó morir de hambre. En el curso de los años fueron
            cruelmente ejecutados dieciocho víctimas: cartujos, un agustino, un religioso
            de Santa Brígida y algunos franciscanos y sacerdotes seculares. Un intento de
            rebelión campesina realizado en el norte, la llamada Peregrinación de gracia,
            no se oponía al Acta de supremacía, sino al modo de proceder contra las
            imágenes y reliquias y contra los monasterios. La oposición de
              los religiosos a prestar el juramento proporcionó al rey pretexto para llevar
              a cabo una secularización en gran escala. Había casi mil monasterios y
              fundaciones en el reino, cuyos ingresos se calculaba que eran una quinta parte
              de la renta nacional. Un acta del Parlamento clausuró en 1536 doscientos
              noventa y un monasterios, casi todos pequeños; los monasterios ricos sufrieron
              la misma suerte en 1539. Los monjes
                fueron expulsados e instigados a casarse. Las posesiones de los monasterios
                fueron confiscadas; una parte se regaló a los amigos del rey, y la otra fue
                vendida. Los nuevos poseedores se convirtieron, comprensiblemente, en los más
                fuertes sostenedores del nuevo orden de cosas. El despotismo del rey, acentuado
                por Cromwell, a quien aquél nombró
                  vicario general suyo en asuntos eclesiásticos, alcanzó una cumbre grotesca en
                  el proceso contra Tomás Becket, acusado
                    de alta traición y que había muerto casi cuatrocientos años antes, y en la
                    destrucción del féretro del santo, ordenada por el rey. En sus posteriores
                    historias matrimoniales el rey tuvo en Cranmer un sumiso príncipe de la
                    Iglesia, que declaró nulo el matrimonio con Ana Bolena, concedió dispensa para
                    un nuevo matrimonio, por razón del parentesco con aquélla, y más tarde anuló
                    también el cuarto matrimonio del rey. La publicación por Pablo III, en el año
                    1538, de la bula que excomulgaba y deponía al rey y exoneraba a sus súbditos
                    del juramento de fidelidad, no produjo ningún efecto. La Edad Media había
                    pasado ya.
                    
                   Su hostilidad contra
          Carlos V llevó a Enrique a establecer en 1536 contactos con Wittenberg. Un sínodo inglés, celebrado en ese mismo
            año bajo la presidencia de su vicario general Cromwell, proporcionó al país un nuevo credo, los Diez
              artículos, en que había elementos luteranos. Este credo consideraba como
              fuentes de la fe la Escritura y los tres primeros Símbolos de la Iglesia.
              Enseñaba que la justificación equivalía a una acceptatio, suprimía las
              indulgencias, reconocía sólo tres sacramentos, pero mantenía la transubstanciación.
              Por lo demás, las ceremonias católicas, incluso la veneración a los santos y
              las oraciones por los difuntos, siguieron subsistiendo. Después de la
              Peregrinación de gracia se preparó, con la intervención personal del rey, un
              nuevo credo, de tendencia más católica y que admitía como válidos los siete
              sacramentos. Pero al mismo tiempo el rey ordenó que todas las iglesias debían
              poseer una Biblia inglesa. A la traducción empleada se le puso muy pronto un
              prólogo y unas notas de orientación luterana. Se celebraron negociaciones con
              la Liga de Esmalcalda, con las que se perseguían nuevos objetivos
              matrimoniales. Pero después, por cálculos políticos, tuvo lugar un cambio
              radical. En 1538 el rey prohibió que los sacerdotes se casasen. Cranmer vióse
              obligado a enviar de nuevo su mujer a Alemania. Un año después el Parlamento
              promulgó por mandato real, y contra la enconada oposición protestante, la Bloody
                Act, el Estatuto de
                  sangre. Este imponía, bajo pena de muerte, la aceptación de seis artículos: la
                  transubstanciación, el celibato —considerado como mandato divino—, la
                  obligatoriedad de los votos monásticos, la comunión bajo una sola especie, la
                  conveniencia y necesidad de la misa privada, y la confesión auricular. Cromwell fue ejecutado como traidor y hereje; a su
                    ejecución siguió la de tres sacerdotes que habían atacado la arbitrariedad
                    real, y la de tres protestantes, que se habían burlado de la religión católica.
                    Una obra doctrinal del rey de 1543 recomendaba, ciertamente, la veneración a
                    María y a los santos, pero establecía, por lo demás, una conciliación entre la
                    doctrina protestante y la católica. En 1546 se prohibió al pueblo sencillo la
                    lectura privada de la Biblia. Las ejecuciones de luteranos duraron hasta la
                    muerte de Enrique. El resultado de las constantes oscilaciones reales fue una
                    lenta infiltración de opiniones heréticas y una angustiosa inseguridad en el
                    terreno religioso.
                    
                   Para ayudar a su único
          hijo, menor de edad, Eduardo V (1547-1553), el rey había nombrado un Consejo de regencia, que se componía en su mayor parte
            de personajes favorables al protestantismo. A su frente encontrábase el duque
            de Somerset y, más tarde, el duque de Northumberland, los cuales,
              durante la minoridad del rey, que había sido educado en el protestantismo,
              apoyaron los esfuerzos de Cranmer para llevar a cabo una auténtica innovación
              de la fe en Inglaterra. La oposición que apareció en algunos lugares fue
              reprimida sangrientamente.
              
             OTROS EXITOS
          LUTERANOS EN EL IMPERIO
            
           Volvamos ahora a los
          acontecimientos que tenían lugar en Alemania. Los años en que el emperador
          estuvo ausente del Imperio fueron años de gran incremento de la Iglesia
          luterana. En este decenio se perdió para la Iglesia antigua una serie de
          importantes territorios alemanes. Así, el duque Ulrico, expulsado de su ducado
          de Württenberg por haber violado la tregua, y que se había pasado en Suiza a
          la innovación, reconquistó en 1534 su territorio, con ayuda de Felipe de Hessen, auxiliado por los componentes de la Liga
            de Esmalcalda y apoyado económicamente por Francia. Por estar en paz con Austria
            fue preciso dejarle mano libre en las cuestiones religiosas. Pronto introdujo
            la innovación; en ella, dividió el territorio, de manera singular, en una zona
            de influencia luterana y otra de influencia zuingliana. Los dos reformadores
            Blarer y Schnepf se habían puesto antes de acuerdo, ciertamente, para llegar a
            una fórmula conciliadora en el problema de la eucaristía. Los monasterios de la
            región, tan famosos en otro tiempo (Hirsau entre otros), fueron secularizados.
            La lealtad de los monjes y, en especial, la perseverancia de los monasterios de
            mujeres fue asombrosamente grande. También la universidad de Tubinga fue
            protestantizada, a pesar de su oposición, y en el antiguo convento de agustinos
            se erigió un stipendium, el famoso Stijt, destinado a la
            formación de clérigos. La reforma protestante la consumó positivamente el hijo
            de Ulrico, el inteligente y piadoso duque Cristóbal (1550-1568). Con el apoyo
            de Juan Brenz, se centralizó el gobierno de la Iglesia en una autoridad
            dependiente totalmente del Estado: el Consejo de la Iglesia, y en 1559 se
            publicó una gran ordenación eclesiástica. Los bienes de la Iglesia, que Ulrico
            había secularizado en su totalidad, fueron devueltos a aquélla en su mayor
            parte y administrados separadamente en la Caja común de la Iglesia, no
            empleándose más que para fines eclesiásticos, entre los que se contaban
            también, ciertamente, las obras de caridad y de enseñanza.
            
           Con anterioridad o
          simultáneamente a la pérdida de Württenberg, la Iglesia católica perdió
          definitivamente toda una serie de ciudades libres y de otros territorios. Las
          pérdidas más graves fueron las de Brandeburgo y el ducado de Sajonia. En el
          primero, el príncipe elector Joaquín I había sido, hasta su muerte, adversario
          constante de Lutero y de la Reforma protestante. Aun cuando su esposa, que era
          una princesa de Dinamarca, era luterana desde hacía años, a su muerte, ocurrida
          en 1535, el príncipe creyó que podía asegurar la religión católica en el país
          haciendo jurar a su hijo que la mantendría y dictando unas disposiciones
          testamentarias adecuadas al caso. Pero cuatro años después de morir su padre,
          Joaquín II, que estaba en relación con Lutero desde mucho tiempo atrás, se pasó
          a la nueva doctrina. Víctima de la confusión teológica de aquellos años, creyó
          que con ello no quebrantaba su juramento; por el contrario, en el paso que dio
          vio tan sólo la posibilidad de purificar de abusos a la religión católica en
          su territorio. La ordenación eclesiástica implantada por él tiene por ello un
          carácter muy conservador. En el ducado de Sajonia, el duque Guillermo el
          Barbudo, de severa mentalidad eclesiástica y al que se consideraba entre los
          príncipes alemanes como el jefe de los partidarios de la antigua fe, no pudo
          impedir que la nueva doctrina irrumpiese en su territorio. Al morir, en 1539,
          se llevó a cabo la reforma protestante contra la oposición de los Estados y
          bajo la dirección de su hermano Enrique, que era protestante desde mucho tiempo
          antes. También la universidad de Leipzig fue adherida a la nueva doctrina y
          dotada con los bienes confiscados a la Iglesia, de acuerdo con las propuestas
          de Lutero y de Melanchton.
              
         LOS ANABAPTISTAS
          
         Por los años en que el
          protestantismo se difundía sin encontrar dificultad, los anabaptistas
          consiguieron durante algún tiempo entre el pueblo una adhesión mayor que Lutero
          y que Zuinglio. En ellos se había manifestado una forma distinta del
          pensamiento y de la vida reformadores, forma que tuvo un importante
          desarrollo, sobre todo entre la cristiandad anglosajona, y que todavía hoy
          configura grandemente el aspecto del protestantismo, sobre todo en los Estados
          Unidos de América, en la figura de numerosas Iglesias libres. Los orígenes de
          los anabaptistas no están nada claros, pues no se entremezclan con movimientos
          políticos. Se ha querido ver en ellos a los herederos de los movimientos
          espiritualistas que durante la Edad Media se difundieron entre el pueblo
          sencillo. Lutero designó en conjunto a todas estas diversas direcciones con el
          nombre de «soñadores» (Schwármer). Parece, sin embargo, que se trata de
          varias corrientes distintas, que surgieron con independencia unas de otras,
          aunque luego, ciertamente, se influyeron a veces mutuamente. En cualquier caso,
          no puede dudarse del origen independiente de los anabaptistas de Zurich.
            
           Cuando, en diciembre de
          1523, Zuinglio se doblegó ante la autoridad política, en el problema de la
          introducción inmediata de la cena, algunos de sus anteriores discípulos
          consideraron tal acto como una traición. Estos se coaligaron para obedecer incondicionalmente
          al Evangelio. También para ellos era la Escritura la única fuente de la fe,
          aunque se centraban principalmente en el Nuevo Testamento. Ahora bien,
          entendían el Evangelio como directamente obligatorio, incluso con respecto a
          la dimensión social y económica de la vida diaria. Estos hombres sometían a la
          palabra de la Biblia la totalidad de la vida, que no puede ser ya otra cosa que
          una vida espiritual. Partiendo de este principio fundamental, se les hizo
          problemática la actitud a adoptar frente a la autoridad civil, y la relación
          entre Iglesia y sociedad. Para el cristiano no existe un gobierno profano. Se
          recluyeron, pues, en una pequeña comunidad de hombres dispuestos a seguir a
          Cristo, no por coacción de la autoridad, sino porque se integraban libremente
          en aquélla. Así pasa al primer término el re-bautismo de los adultos, como rito
          de ingreso en la comunidad visible. El principio de la unidad de territorio e
          Iglesia, esto es, la Iglesia territorial, queda, pues, eliminado, e igualmente
          lo fue toda organización externa de la comunidad.
              
         En Zurich la persecución contra ellos comenzó
          inmediatamente. La autoridad insistió en la obligación de bautizar a los niños
          recién nacidos. Los anabaptistas se dispersaron por toda la Suiza alemana. Desde
          Waldshut, Hubmaier llevó esta doctrina, a través de Augsburgo, hasta Moravia. A todas las persecuciones oponían ellos
            su paciencia. No eran gentes belicosas, sino los primeros representantes de la
            tolerancia. Al dispersarse desarrollaron una actividad misionera. Mientras en Zurich Felipe Manz era ahogado en 1527 en el río Limmat, en Augsburgo Denck ganó
              para la causa a Juan Hut, cuyos discípulos rebautizaron en el Tirol. Melchor Hofmann llevó las nuevas ideas al norte de Alemania y a los
                Países Bajos. La actividad misionera y la expansión de los anabaptistas iban
                siempre acompañadas de la proscripción social y de la persecución cruenta. Los
                legados suizos discutieron en Zurich sobre
                  las medidas represivas a tomar. En Tirol, docenas de anabaptistas murieron en la hoguera.
                    Hubmaier, que se encontraba en Nikolsburgo, en Moravia, tuvo que ser entregado y fue quemado en Viena. Un
                      decreto imperial de la Dieta de Espira de 1529 imponía la pena de muerte a
                      todos los anabaptistas. Partidarios de esta doctrina fueron ejecutados en
                      Suabia y Baviera, pero también en el Palatinado y en Basilea. Zuinglio y
                      Lutero, Melanchton y Brenz compartían esta misma actitud hostil. De esta manera
                      se empujó a los anabaptistas a recorrer caminos extraños. Surgieron tendencias
                      escatológicas, quiliásticas y comunistas. El peletero de Augsburgo Agustín Bader creía que su hijo era el Mesías y mandó
                        construir para él una corona y una espada de oro. El tirolés Santiago Hutter fundó en Nikolsburgo aquellas granjas
                          fraternas en las que no había propiedad privada y en las que el jefe señalaba
                          su trabajo a cada uno. Cientos de miles de personas se adhirieron a estos
                          «hermanos hutterianos».
                          
                         Mientras los
          anabaptistas pacíficos creían que Dios mismo aniquilaría a los impíos, uno de
          los discípulos de Melchor Hofmann, que
            actuaba en Estrasburgo, a saber, el panadero holandés Juan Mathys, de Harlem, se creyó llamado a erigir el futuro Reino de Cristo
              por la fuerza de las armas en caso necesario. Sus enviados estimaron que
              Münster de Westfalia era la ciudad adecuada para llevar a cabo sus planes. En
              ellas había triunfado en 1533 la Reforma protestante, gracias a la predicación
              demagógica del sacerdote Rottman. En enero de 1534 llegaron a Münster los
              «apóstoles» de Mathys, ganaron a Rottmann para su causa, y rebautizaron en una
              semana a 1.400 adultos. Al principio se llevó una vida de entusiasmo religioso
              y de pobreza evangélica. Pero ciertos elementos radicales lograron imponerse
              con la llegada de Juan Bockselsen, de Leiden, y del mismo Mathys. Un golpe de fuerza puso la ciudad
                en manos de los anabaptistas. El suegro de Juan de Leiden,
                  Knipperdolling, fabricante de paños de
                    Münster, fue nombrado alcalde. Las tropas que el obispo Francisco de Waldeck había enviado contra Münster fueron
                      derrotadas; pero Mathys fue muerto, y Münster, finalmente, cercado. En la
                      ciudad sitiada, Juan de Leiden se
                        hizo proclamar rey del nuevo reino de Sión, en el que se introdujo la comunidad
                        de bienes y la poligamia. La multitud fanatizada, que había destruido
                        bárbaramente las imágenes de las iglesias de la ciudad, esperó que ésta fuese
                        liberada milagrosamente, como se le había anunciado. Entre tanto, las ideas
                        anabaptistas se propagaron por toda Westfalia, llegando hasta Lübeck. El obispo
                        buscó ahora ayuda y la encontró en el landgrave Felipe de Hessen. En junio de 1535 las tropas aliadas penetraron en la
                          hambrienta ciudad y dieron fin, con un castigo terrible, a la mala semilla.
                          Münster fue devuelto a la fe católica. Knipperdolling y el rey de Sión fueron
                          ajusticiados; no se sabe qué fue de Rottmann.
                          
                         El reino de Münster, que representaba una desviación
          espantosa de las originarias ideas anabaptistas, dañó gravemente el prestigio
          de éstas. Pero Menno Simons, que había sido antes párroco católico
            en Frisia, consiguió reunir de nuevo a los elementos más moderados y
              educarles para que llevasen una vida de retiro y de trabajo y rechazasen toda
              violencia. Estos «bautizantes», pronto llamados también menonitas, que no
              admitían el juramento, el servicio militar y civil ni las acusaciones
              judiciales, alcanzaron tolerancia y, más tarde, también libertad, en Holanda,
              después de haber sido sangrientamente perseguidos durante cuarenta años.
              Propagaron su forma de vida más allá de las fronteras de este país, hasta el
                territorio de colonización de la Prusia oriental y occidental, llegando
                finalmente hasta Siberia y, desde allí, a Norteamérica. Junto
                  a éstos surgieron una y otra vez, sobre todo en Württenberg, comunidades de
                  anabaptistas que esperaban el reino de Cristo en Besarabia y en el Volga, en
                    Palestina y en Norteamérica. Sin embargo, en Centroeuropa fracasó el intento
                    hecho por gentes sencillas, sobre todo por obreros manuales, de organizar una
                    vida religiosa partiendo de la sola fe —la idea luterana—, sin instituciones ni
                    organizaciones y sin el apoyo del Estado. La lucha de Lutero contra los
                    espíritus soñadores y fanáticos, a los que, hasta el final de su vida, condenó
                    juntamente con los sacramentarlos, no dejó de tener éxito. Las Iglesias territoriales
                    y el absolutismo religioso de los príncipes territoriales fueron los auténticos
                  vencedores.
 
        Sin embargo, se formaron
          en Inglaterra y en los Estados Unidos, en la primera mitad del siglo, bajo la
          influencia de los «bautizantes», las primeras comunidades de baptistas, que hoy
          se han convertido en grandes Iglesias libres y cuentan con muchos millones de
          bautizados.
              
         JUAN CALVINO
          
         Mientras el ejército
          católico-luterano daba fin en Münster al gobierno de los anabaptistas,
          penetraba en territorio alemán el tercer gran reformador: Juan Calvino. Si lo
          que le interesaba a Lutero era la nueva teología, a este hombre nacido en
          Picardía lo que le importaba era la nueva Iglesia, el hombre nuevo y sus
          instituciones. Calvino era más claro y más consciente de sus fines que Lutero;
          era tal vez más unilateral y más fanático que el alemán, pero no tenía los
          arrebatos ni las oscilaciones que se pueden percibir en éste. Naturalmente
          Calvino había aprendido de Lutero, pues era una generación más joven que el
          profesor de Wittenberg. Pero
            lo que aquél creó, partiendo de las incitaciones generales, fue una obra
            completamente autónoma.
            
           Calvino nació en Noyon,
          ciudad de Picardía, en 1509. Procedía de una capa burguesa culta. Su padre era
          administrador de los bienes y consejero jurídico del obispo y del cabildo. Muy
          joven aún, su hijo consiguió algunos beneficios eclesiásticos, y en París,
          donde convivió algún tiempo bajo el mismo techo con Ignacio de Loyola, así como en Orleáns y en Bourges, se dedicó a los estudios jurídicos y
            humanísticos. Dos cosas prepararon la conversio súbita de que habla en
            alguna ocasión el mismo Calvino: la muerte de su padre y la influencia de
            elementos luteranos en Francia. Su padre había sido acusado de defraudación; y
            como no rindió cuentas, fue excomulgado. El patrimonio de Juan estuvo a punto
            de ser confiscado. Finalmente, su padre murió excolmulgado por la Iglesia.
            Existía ahora una dura enemistad entre la familia de Calvino y la Iglesia, de
            la cual había vivido aquélla hasta entonces. Amargado, Calvino se refugió en el
            estudio, perdiéndose en cavilaciones agotadoras. Encontrándose en esta
            situación confusa, pero tremendamente anticlerical, era especialmente
            accesible a las influencias de los círculos luteranos.
            
         Las ideas humanísticas de
          un cristianismo purificado y simplificado se habían difundido ampliamente en
          Francia y habían ganado amigos poderosos tanto en la corte real como entre el
          episcopado. El rey Francisco I y su círculo íntimo, sobre todo su hermana
          Margarita de Navarra, pero también el obispo Guillermo Briconnet de Meaux (f. 1534), intentaban realizar por sí
            mismos la reforma humanística. El obispo Briçonnet luchaba contra la
            ignorancia de su clero, el abandono de la residencia y la tremenda mediocridad
            de los estudios en su diócesis. Haciendo de mecenas, atrajo magníficos
            profesores a su corte episcopal. A este «Círculo de Meaux» pertenecían hombres
            como Guillermo Farel y el picardo Lefévre d’Etaples. Estos hombres preveían el
            peligro de una revolución religiosa, pero creían poder mantenerse distanciados
            de ella. Lefévre, a quien el obispo había nombrado vicario general suyo, pudo
            editar en francés las epístolas y evangelios de los domingos, para su empleo en
            las misas. Su discípulo, el flamenco Clichtove, publicó un escrito en que
            alababa la vida monástica y un Espejo de sacerdotes. Su lucha contra algunos
            abusos de la predicación franciscana suscitó contra el grupo influyentes
            enemigos. El grupo en cuanto tal fue acusado de herejía y se disolvió casi por
            entero. Farel huyó a Suiza, mientras que Clichtove atacó en sus escritos a
            Lutero en 1524, y dos años más tarde, la doctrina de Ecolampadio sobre la cena.
            Pues las obras del primero se compraban y leían masivamente en Francia. El
            cautiverio del rey tras la batalla de Pavía trajo consigo el cambio. Tampoco
            podía oponerse a los escritos de Zuinglio, dedicados al rey. Ahora el
            Parlamento, con el apoyo de la Sorbona, tomó a su cargo el cuidado de la
            Iglesia en Francia. Los conventículos religiosos y la traducción francesa del
            Nuevo Testamento, ya empezada, fueron prohibidos. Hubo numerosos procesos. El
            anciano Lefévre huyó a Estrasburgo. Tras su derrota, Francisco I llegó al
            convencimiento de que la unidad nacional sólo podía restaurarla sobre la base
            de la unidad religiosa. Y así el luteranismo empezó a ser perseguido conjuntamente por el rey, el Parlamento y los
              obispos deseosos de reformas. Incluso hubo un profesor de Toulouse que fue quemado en 1532. Muchos círculos
                de intelectuales simpatizaban en gran medida con el luteranismo; así, el
                humanista Melchor Volmar, de Rottweil, que
                  fue profesor de griego de Calvino. Este se convirtió en un miembro celoso y
                  activo de estos círculos, predicaba en las conmemoraciones secretas de la cena
                  de sus amigos, a las que asistía en un amplio territorio, y trabajaba
                  incansablemente en un libro que había de dar una sólida base a la nueva
                  doctrina. Con un gesto lleno de carácter, renunció por entonces a sus
                  beneficios eclesiásticos. Vinieron luego ataques contra la misa y, por fin, la
                  colocación en París y en el castillo de Amboise, donde residía entonces el rey,
                  de unos cartelones con una apasionada burla de la misa. Estos cartelones (placards) destruyeron no sólo todas las esperanzas de coloquios
                    unionistas con el protestantismo alemán, sino que provocaron también la
                    ejecución de todos los sospechosos y la fuga de numerosos partidarios. Entre
                    ellos se encontraba Calvino, que se dirigió primeramente a Basilea.
                    
         En esta ciudad publicó
          anónimamente, a sus veintisiete años, la obra en la que había trabajado durante
          tanto tiempo: la Institutio religionis christianae. Este compendio de la
          fe, que publicó luego numerosas veces, ampliándolo, lo puso Calvino bajo este
          lema: No he venido a traer la paz, sino la espada. En un prólogo y dedicatoria
          magistrales a Francisco I intentaba defender Calvino a sus correligionarios
          franceses contra la acusación de profesar doctrinas erróneas. En el centro de
          todo se encuentra para él la realidad terrible del Dios vivo, a cuyo honor y a
          cuyo servicio está exclusivamente dedicada nuestra vida. Si Calvino pretendía
          negar cualquier participación del hombre en su salvación, no le quedaba otra
          explicación que el recurso a la sola voluntad divina. Esta es la única voluntad
          que hay en el universo. Nuestra vida y nuestra muerte, nuestro sufrimiento y
          nuestra desesperación, tanto en el más acá como en el más allá, se encuentran
          solamente en manos de aquella voluntad única y todopoderosa que se expresa en
          los decretos inmutables de Dios. Sólo Dios obra. El hombre no puede condenarse
          a sí mismo eligiendo libremente el mal; no escoge en modo alguno; está salvado o condenado. Dios causó el primer pecado original: Decretum
            horribile Dei, pero fácil de aceptar. El que está exento de la condenación
          debe su suerte no a su propio obrar, no a su fe, sino únicamente a los méritos
          del Redentor. Está elegido gracias a la redención de Cristo, único Mediador.
          Por medio del Espíritu Santo despierta Dios en el predestinado la certeza de
          ser conocido por Dios y de pertenecer a la comunidad de la Iglesia. Esta
          Iglesia, de la que forman parte tan sólo los verdaderos creyentes, se hace
          visible mediante la configuración de la vida externa de acuerdo con la
          Escritura, la predicación del Evangelio puro, la administración de los
          sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo, sin añadidos humanos, y la
          disciplina eclesiástica. En la doctrina sobre el sacramento del altar Calvino
          rechaza el simbolismo de Zuinglio. Las palabras y los signos no son formas
          vacías y huecas. Si el signo nos fue dado por Dios, entonces también nos fue
          dado el cuerpo; ahora bien, el cuerpo está sentado en el cielo a la diestra del
          Padre, cuerpo que los fieles comen de modo espiritual, pero real, mientras que
          los reprobados sólo reciben las especies. Pues su vida y todo lo que ha
          recibido del Padre, Cristo nos lo comunica a nosotros a través del Espíritu
          Santo.
            
         Después de escribir la Institutio Calvino se dirigió al norte de Italia, con el fin de ganar para su causa a la
          duquesa Renata de Ferrara, hermana del rey francés, que simpatizaba con las
          ideas protestantes. Al volver a Estrasburgo, la guerra le obligó a dar un rodeo
          a través de Ginebra. En esta ciudad el predicador Farel, paisano de Calvino, le
          invitó a ponerse al servicio del Evangelio en ella. Calvino se quedó y de esta
          manera convirtióse Ginebra en la cuna del calvinismo.
              
         La ciudad de Ginebra
          venía discutiendo desde hacía décadas con su obispo a causa de la libertad
          ciudadana. Sus prelados procedían exclusivamente, desde largo tiempo atrás, de
          la vecina casa de los duques de Saboya, que consideraban la sede episcopal de
          Ginebra como una iglesia propia. En su lucha por conquistar la libertad, la
          ciudad concertó en 1526 una alianza con Berna. Esto significaba también, en
          última instancia, la introducción de la innovación religiosa en Ginebra. Pues
          los habitantes de Berna habían tomado a su servicio a Farel como agitador de la
          nueva fe y como pionero de sus propias ambiciones de expansión
          político-religiosa. Farel, que no era tanto un teólogo independiente cuanto un
          magnífico predicador, que se había dado a conocer con Ecolampadio y Zuinglio,
          empezó a reformar, partiendo de las villas berneses, en la cercana Suiza romana
          occidental, y desde 1534 actuaba también en Ginebra. Aquí se había conquistado
          a la masa de los ciudadanos, y cuando las disputaciones, organizadas según el
          modelo de Zurich y de
            Berna, resultaron desfavorables a los católicos, los protestantes ocuparon las
            iglesias principales de la ciudad. El Consejo se declaró partidario de la nueva
            religión y prohibió la misa. El obispo y el cabildo catedralicio tuvieron que
            abandonar la ciudad y el territorio de Ginebra, y trasladar su residencia a la
            vecina ciudad de Annecy, en
              Saboya; desde aquí, setenta años más tarde, Francisco de Sales pudo conseguir
              de nuevo derechos de ciudadanía para la antigua fe, al menos en el territorio
              que rodea a Ginebra.
              
             En esta ciudad la
          innovación no estaba organizada. En su paisano, que se encontraba allí de paso,
          vio Farel el hombre capaz de realizar esa organización. Calvino se quedó,
          redactó un catecismo y una nueva fórmula del credo, en la que calificaba la
          misa de «invento diabólico» y maldito. A la vez introdujo un orden riguroso en
          la Iglesia y en las costumbres. Los que se resistían eran desterrados. El que
          se negaba a prestar juramento al nuevo credo, debía ser expulsado. Desde el
          principio Calvino intentó crear una Iglesia visible, que era, a sus ojos, la
          única que se encontraba también en disposición de destruir la antigua Iglesia.
          Contra esta rigurosa disciplina eclesiástica y contra la coartación de sus
          libertades se rebelaron los influyentes patricios ginebrinos. Y cuando Calvino
          se negó también a admitir los usos que quería imponer la Berna aliada —entre ellos estaban el
            mantenimiento de las cuatro festividades
              antiguas, de la piedra del
                bautismo, de las hostias ácimas y del
                  tocado especial de los novios—,
                    Calvino y Farel fueron destituidos y desterrados. Mientras éste último permaneció predicando ahora en Neuchátel, Calvino marchó
                      a Estrasburgo, invitado por Bucer y por Capito, para cuidar
                        de la comunidad de los
                          franceses allí refugiados. Tres años
                            permaneció en esta ciudad,
                              y recibió muchas incitaciones sobre todo
                                de Bucer para organizar la liturgia y edificar la comunidad. Con motivo de los coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, en
                                  los que participó, trabó también contacto con los otros grandes
                                    reformadores alemanes, excepto Lutero.
                                      
                                     Martín Bucer (1491-1551), el dominico de Schlettstadt, a quien ya hemos
          mencionado varias veces, no creó, ciertamente, un nuevo tipo
            de Iglesia, pero es
              una de las personalidades más destacadas de la Reforma protestante. Cinco años después de adherirse en Heidelberg, en 1518,
                a Lutero, introdujo, actuando como predicador y párroco, la Reforma protestante en Estrasburgo, en cuya organización
                  trabajó durante un cuarto de siglo. En el intervalo
                    estuvo también en Hessen, en Kurköln, y participó en los coloquios religiosos; en ellos —y no porque no le importasen
                      las diferencias de las distintas confesiones— intentó siempre llegar a un acuerdo entre Lutero y Zuinglio,
                        entre los anabaptistas y la Iglesia jerárquica, entre la Reforma
                          protestante y los católicos. De los teólogos reformadores Bucer es, sin
                            duda, el más influido por Eras- mo; en sus primeros años veía en
                              Lutero sólo la confirmación de las doctrinas de aquél. Cree en la posibilidad
                              de que todos los que creen en Cristo se unan; trabaja por defender el tesoro
                              común de todos los cristianos, el establecimiento de los neccessaria de
                              la fe y el valor de la tradición patrística. De las críticas que por este
                              motivo encuentra en sus amigos se queja en una ocasión con estas desengañadas
                              palabras: «¡Oh nefasta ceguera, que ni siquiera los mejores protestantes vean
                              lo que significa creer en una Iglesia universal y en la comunión de los santos,
                              y en ser miembros de Cristo, que busca siempre y restablece en sus miembros lo
                              perdido!» Incluso siendo ya protestante, Bucer no deja de ser, no sólo por su
                              pasión por la predicación, sino también por su pensamiento estático, el antiguo
                              dominico educado en el tomismo, que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, la
                              Ley y el Evangelio, así como la fe y las obras, y que ve en la idea
                              véterotestamentaria de la Alianza el tipo del concepto de Iglesia, y, contra
                              los anabaptistas, ve en la disciplina eclesiástica un signo de la verdadera
                              Iglesia, en la que los elegidos se congregan para realizar el Reino de Dios.
                              Ecos de Bucer se encontrarán también en la doctrina y la organización de Cal
                              vino. Por rechazar el Interim, Bucer se
                                vio obligado a abandonar Estrasburgo. Más tarde
                                  hablaremos de su actividad
                                    en Inglaterra.
                                      
         Mientras Calvino permanecía al lado de Bucer y conocía a
          otros importantes teólogos luteranos, con ocasión de su participación en los
            coloquios religiosos de
              los años 1540 y 1541, el sabio cardenal Sadoleto, uno de los cardenales
                más destacados entre los nombrados recientemente por Paulo III, había intentado, en una carta dirigida al Consejo de Ginebra,
                  reconquistar esta ciudad para la Iglesia católica. Los mismos círculos
                  protestantes que antes habían obligado a expulsar a Calvino, le llamaron ahora para que volviese a Ginebra. Calvino exigió, como condición de su retorno, que se estableciese una disciplina
                    eclesiástica separada de la jurisdicción civil, y volvió,
                      aunque el Consejo quería seguir siendo el que mandase, en su mayor parte, sobre la disciplina eclesiástica. Las Ordonnances ecclésiastiques aceptadas
                        por el Consejo, en las que se aprovechaban las experiencias de
                          Estrasburgo y Zurich, se fueron convirtiendo poco a poco, sin
                            embargo, en manos de Calvino, en el medio
                              de organizar la vida pública de acuerdo con la
                                palabra de la Escritura y de erigir una teocracia según el modelo del antiguo reino judío y de la república platónica. Según esta
                                  nueva ordenación eclesiástica, la nueva Iglesia era una Iglesia
                                    comunitaria, dotada de unos órganos exactamente determinados: los
                                      pastores, que tenían que predicar la palabra de Dios; los doctores,
                                        que se cuidaban de la instrucción pública; los presbíteros, que eran los que,
                                        elegidos por el Consejo, habían de vigilar las costumbres de la ciudad; y los
                                        diáconos, a quienes estaban encomendados las obras de caridad y los hospitales.
                                        Como estos órganos eran electivos, podían exigir que se les obedeciese
                                        estrictamente. Se había creado un nuevo clericalismo, mezclado esta vez, de
                                        modo extraño, con el estatalismo clerical. Había, además, el Colegium de
                                        los pastores, y el Consistorio, que era una especie de tribunal inquisitorial,
                                        formado por los predicadores y por doce ancianos, cuva misión consistía en
                                        vigilar exactamente toda la vida religiosa de cada uno de los ciudadanos y
                                        castigar las faltas. Las penas consistían en amonestación, reprensión,
                                        excomunión, obligación de pedir perdón públicamente y entrega al Consejo, para
                                        que castigase al reo. Se empleó la tortura, y los que cometían pecados graves,
                                        como los blasfemos, los adúlteros o los adversarios obstinados de la nueva fe,
                                        eran entregados al Consejo. De 1541 a 1546 hubo 56 penas de muerte y 78
                                        destierros. Cada barrio de la ciudad estaba encomendado a un vigilante, que
                                        recibía incluso las denuncias de parientes y vecinos. Los días de fiesta
                                        desaparecieron y la vida social se tornó sombría y seria. El juego de cartas, el teatro y el baile fueron
                                          prohibidos, se castigó el lujo en el vestir, se suprimieron los bares, y sólo
                                          se permitía acudir a la única taberna situada en el barrio en que cada uno
                                          vivía. Una transformación singular de las tareas del Estado: Calvino hizo que
                                          el Consejo declarase que su doctrina era la doctrina santa de Dios.
                                          
         Inmediatamente después
          de su vuelta Calvino escribió con toda rapidez un Catecismo, con 373 preguntas
          y respuestas, que no era apropiado ciertamente para la instrucción de los
          niños, pero que servía, desde luego, como base de la fe. La organización de la
          liturgia, en la que también intervinieron muchas sugerencias recibidas en
          Estrasburgo, preveía una predicación diaria, flanqueada por la oración y el
          canto de los Salmos. El viernes se celebraba regularmente una «congregación»,
          esto es, una conferencia seguida de discusión. La cena se distribuía sólo cuatro
          veces por año, y no cada mes, como había deseado Calvino al principio. En ella
          se empleaba pan y vino corrientes. En estos templos calvinistas no había,
          naturalmente, ni altares, ni imágenes, ni velas.
              
         Calvino y su
          organización eclesiástica no dejaron de tener adversarios en Ginebra. Entre
          ellos se contaban los antiguos campeones de la libertad de la ciudad, que
          habían permutado al duque de Saboya por un dictador francés; además, la mejor
          sociedad, deseosa de gozar de las alegrías de la vida, y también gentes que se
          oponían a toda definición teológica y a toda organización eclesiástica, así
          como, igualmente, auténticos adversarios teológicos. Hubo también reveses
          políticos, en los que los adversarios de Calvino ganaron las elecciones.
          Todavía en 1555 se produjeron disturbios, que Calvino aprovechó como pretexto
          para aniquilar a sus enemigos y consolidar su organización política; ésta era
          de una seriedad sombría, pero también de un orden y una moralidad ejemplares.
          Al conceder derecho de ciudadanía en Ginebra a los fugitivos franceses, Calvino
          había logrado crearse también en la ciudad una posición cada vez más fuerte
          contra la oposición política de Berna; apoyándose en ella fue como pudo
          completar definitivamente su organización eclesiástica. Los adversarios
          teológicos fueron liquidados sin piedad. Gruet, que había negado la divinidad
          de Cristo, fue decapitado en 1547; el antiguo carmelita Bolsee, que se atrevió
          a atacar la doctrina de Calvino sobre la predestinación, fue quemado, a
          instancias de éste, en 1551; Castellion, que, por su oposición a las doctrinas
          de Calvino acerca de la bajada de Cristo a los infiernos, había sido declarado
          inepto para servir a la Iglesia ginebrina, fue difamado todavía por aquél en
          Basilea. El médico y humanista español Miguel Servet, que combatía la doctrina
          de las tres divinas personas y no quería reconocer a Cristo una divinidad
          preexistente, fue denunciado, por encargo de Calvino, a la inquisición católica
          de Lyon. Cuando Servet, que desde hacía años mantenía intercambio epistolar
          con Calvino, pudo huir, y llegado a Ginebra, estaba escuchando un sermón de
          Calvino, fue reconocido y encarcelado. Calvino impulsó enérgicamente el proceso
          y Servet fue quemado en 1553. Tales condenas atemorizaron a sus otros
          adversarios.
              
         Calvino no había querido
          reducir su labor a Ginebra. A través de esta ciudad intentaba consolidar el
          protestantismo en Francia e influir misionalmente también en otros países.
          Buscando aliados políticos, llegó a un acuerdo, en la doctrina sobre la eucaristía,
          con el sucesor de Zuinglio en Zurich. Calvino
            y Bullinger concertaron en 1549 el Consensus Tigurinus, que en la doctrina sobre la cena adopta las
              formulaciones calvinistas atenuadas, creando así la base para la posterior
              unificación de las Iglesias suizas reformadas. Desde el principio se preocupó
              también Calvino del nuevo clero de su Iglesia. En 1559 logró fundar en Ginebra
              la llamada Academia, dedicada a la enseñanza de la teología, cuya dirección
              asumió su paisano Teodoro de Beza. A la muerte de Calvino, en el año 1564, la
              Academia tenía 1.200 alumnos en las clases inferiores y 300 estudiantes
              universitarios, entre los que se contaban muchos extranjeros.
              
         DIFUSION DEL
          CALVINISMO
            
           La capacidad de difusión
          del calvinismo fue asombrosamente grande. Primeramente pareció ganar nuevo
          terreno en Inglaterra, bajo el reinado de Eduardo VI. Al comienzo el
          calvinismo se contentó con la derogación de los Artículos de sangre, ordenó la
          comunión bajo las dos especies y volvió a permitir el matrimonio de los
          sacerdotes. Esta moderación hay que atribuirla sin duda a la influencia de
          Bucer, que entonces vivía en Inglaterra, pues había sido desterrado a causa del Interim. La transformación de la
            misa —que de ser un sacrificio pasó a ser una ceremonia de alabanza y de acción
            de gracias— en el primer Book of Common Prayer, redactado por Cranmer, no satisfizo a los reformadores
              más radicales. En octubre de 1548 Calvino envió al duque de Somerset un programa completo de reforma, pidiendo
                que se instruyese al pueblo con ayuda de un catecismo y de un credo, se
                eliminasen los abusos en la liturgia y se excomulgase a los viciosos. Tras la
                caída de Somerset, Calvino
                  continuó sus exhortaciones. Bucer y Vermigli se encargaron de la revisión de
                  la liturgia. El nuevo Book of Common Prayer de 1552 mantiene, ciertamente, las
                    vestiduras y los ritos litúrgicos, pero elimina el último resto de la idea de sacrificio y está completamente impregnado de teología calvinista. Con su obra De regno Christi, Bucer intentó crear una organización eclesiástica
                      según el modelo de Ginebra, mas su temprana muerte, ocurrida en 1551, le impidió llevarla a cabo. Cranmer, en cambio,
                        consiguió imponer todavía
                          una nueva fórmula confesional: los 24
                            artículos de 1553. Es
                              cierto que tales artículos están
                                redactados en forma a veces no
                                  obligatoria, signo esto de su carácter de
                                    compromiso, pero se dirigen
                                      tanto contra los católicos como contra
                                        los anabaptistas, y adoptan la doctrina de Calvino acerca de la cena y de la predestinación, aun cuando evitan las consecuencias más extremas que de ella se derivan. Sólo el mantenimiento del ministerio episcopal no se ajusta del todo al modelo
                                          calvinista de la nueva
                                            Iglesia anglicana. La existencia de ésta volvió a peligrar, sin embargo,
                                              una vez más, a causa de la temprana
                                                muerte del rey (1553) y del
                                                  paso del poder a María Tudor, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, la cual había permanecido católica.
                                                    
                                                   En Francia, en cambio, Calvino y su tendencia consiguieron transformar a los partidarios de las ideas protestantes en una
          Iglesia, un partido y un ejército belicoso. Hubo en el campo muchos pequeños grupos que se
            consideraban a sí mismos como Iglesia en el sentido luterano, y que acaso nombraban también un predicador y recibían la cena,
              pero que, por lo demás, dada la dura persecución contra los partidarios de la
              nueva fe, se dejaban ver lo menos posible, hacían bautizar a sus hijos por los párrocos
                católicos e incluso asistían en ocasiones a misa, para no llamar la atención, y
                se mantuvieron alejados de todos los excesos iconoclastas. Estos grupos, apenas
                organizados, veían su modelo en la comunidad de Estrasburgo y pedían a esta
                ciudad que les mandase sus predicadores. Por lo demás, los había por todas
                partes en Francia; sus miembros pertenecían a todas las clases sociales, desde
                la pequeña burguesía hasta la alta nobleza, y entre sus filas eran numerosos,
                sobre todo en el sur, los hombres de negocios. Ni siquiera las numerosas penas
                de muerte pudieron quebrantar su valor ni disolver sus asociaciones.
                  
         Desde el
          principio Calvino se sintió a sí mismo como protector de estos grupos. Los
          defendió en numerosas cartas y coloquios, pero pronto intentó también
          transformarlos de acuerdo con el modelo de su Iglesia ginebrina. Exigía que se
          renunciase al «nicomedismo». No se debía participar en las costumbres impías, y
          antes que ello, se debía huir a Ginebra. Más tarde exigió: primero,
            congregación antes de la celebración de
              la cena; segundo, elección de un predicador; luego, pequeñas reuniones para
              orar e instruirse; más tarde, introducción de la disciplina eclesiástica según
              el modelo de Ginebra; y sólo entonces, la cena. Es decir: primero, la Iglesia,
              y sólo entonces, y en ella, los sacramentos. Entre ellos está también el
              bautismo, aunque Calvino aceptaba, en principio, el bautismo católico. Sobre
              esta base se formó en París, en 1555, la primera «Iglesia», a la que siguieron
              otras muchas en los años posteriores. Durante los siete años siguientes
              Calvino envió a Francia 87 pastores. A pesar de estar controlados y vigilados
              desde Ginebra, surgieron, sin embargo, numerosas desviaciones, que hicieron
              aparecer como urgente, a los ojos de la creciente autoconciencía de los
              reformadores, una cierta fusión. Pronto tuvieron entre sus miembros, o al menos
              entre sus protectores, a personajes de la casa real: Antonio de Borbón, rey
              titular de Navarra; su hermano, el príncipe Luis de Condé; así como los hermanos
              Coligny, el almirante Gaspar, el general Francisco de Andelot y el cardenal
              Odet, que había recibido la púrpura a los diez años, y a los once el
              arzobispado de Toulouse; y,
                además, numerosas damas pertenecientes a la nobleza e incluso a la alta
                aristocracia. Los protestantes habían adquirido conciencia de su poder. Ya
                había ocurrido a veces que, al ser descubiertas sus reuniones en París, habían
                conseguido abrirse paso con las armas en las manos. No temían la publicidad, y
                en mayo de 1559 se reunieron en París para celebrar un sínodo nacional, cuyo
                objetivo era crear y presentar al rey un credo nacional-francés para sus
                400.000 miembros. Esta Confessio gallicana tenía, ciertamente, como
                modelo una redacción de Calvino, pero admitía, sin embargo, una revelación
                natural de Dios y limitaba el papel del Espíritu Santo a atestiguar la
                Escritura inspirada. Junto a ello se instituía una ordenación eclesiástica que,
                aun siendo totalmente calvinista, regulaba también la aplicación de la
                excomunión. En las disposiciones sobre el matrimonio se hablaba ya de los
                problemas del matrimonio mixto. Pero lo más importante para toda la Iglesia
                reformada fueron los artículos que rechazaban toda forma de dirección central
                por una Iglesia local o por un sínodo permanente.
                
               Estos dos escritos
          crearon la verdadera Iglesia hugonota. Con el nombre de hugonotes se designa
          desde ahora a los protestantes franceses, sin duda por su vinculación con
          Ginebra, donde el antiguo partido de la independencia era llamado los
          «confederados».
              
         Mas los hugonotes no
          eran sólo una Iglesia; ahora se convirtieron también en un partido político,
          que luchaba por conquistar el poder. Es cierto que su Confessio se había
          referido todavía a la obediencia debida incluso a una autoridad no creyente.
          Cuando el poder de la corona decayó, durante la minoría de edad de Francisco II
          (1559-60), y se dudaba de que fuese legítima la regencia, que se encontraba en
          manos de los Guisa —el duque Francisco y su hermano Carlos, «cardenal de Lorena»—, a la oposición política del príncipe Condé le
            resultó fácil convertir, en parte con la aprobación de Lutero, las energías
            religiosas de los hugonotes en aliados suyos. Mas la conjuración de Amboise,
            que había de provocar la caída de los Guisa, fracasó. En este crítico momento
            la reina madre, Catalina de Médici, se hizo cargo por sí misma de los asuntos.
            Por consejo de su canciller consintió a los hugonotes el ejercicio privado de
            su religión. Con ello quedaba suprimida en principio en Francia la ilegitimidad
            de los calvinistas. En el sur del país los hugonotes llegaron incluso a ocupar
            iglesias católicas, en las que se siguió celebrando el culto públicamente.
            Catalina suspendió la persecución legal contra los protestantes y llamó a
            Antonio de Navarra para que participara en el gobierno. En vano el duque de Guisa,
            el condestable Montmorency y el
              mariscal de San Andrés formaron un triunvirato para defender el catolicismo. La
              reina madre hizo que en el monasterio de Poissy se celebrase, en septiembre de
              1561, un coloquio religioso, en el que participaron, por parte calvinista, el
              hábil Teodoro de Beza, y por parte católica, el cardenal de Lorena y el general de los jesuítas, Laínez. El
                coloquio fracasó, sobre todo a causa del problema de la eucaristía. Una
                propuesta de unirse, sobre la base de la Confesión de Augsburgo y de la
                Confesión de Württenberg de 1557, no tuvo éxito. Laínez recordó que sólo el
                Concilio de Trento estaba
                  capacitado para resolver tales problemas. Catalina jugó entonces la carta
                  protestante, antiespañola. Una vez que Coligny le hubo prometido que, si
                  consentía los templos calvinistas, tendría la ayuda de 2.150 iglesias,
                  Catalina hizo publicar en enero de 1562 el Edicto de San Germán. Este concedía
                  a los hugonotes la organización del consistorium, libre ejercicio de la
                  religión fuera de las ciudades, culto privado en las ciudades, celebración de
                  sínodos y reconocimiento de los pastores.
                  
                 La innovación religiosa
          se introdujo rápidamente en los Países Bajos, que habían pasado finalmente a
          la casa de los Habsburgo, por intermedio de la esposa de Maximiliano I. Los
          agustinos, dos de los cuales fueron ejecutados en Bruselas ya en 1523, llevaron
          ideas luteranas a aquellas tierras. También el príncipe-obispo de Lieja se vio
          obligado a publicar edictos contra los luteranos en 1520 y 1521. La quema de
          los libros de Lutero, de acuerdo con el Edicto de Worms, no había podido impedir la propagación de
            la nueva doctrina, de tal manera que, en 1529, Carlos V se creyó obligado a
            amenazar con la pena de muerte a los herejes y a los que poseyeran libros prohibidos.
            Es cierto que el Edicto no siempre fue aplicado con severidad; con todo, un
            gran número de herejes —la mayoría de los cuales fueron levantiscos
            anabaptistas, peligrosos desde el punto de vista político— sufrió la pena de
            muerte. Los sucesos de Münster hicieron que en 1535 se reavivasen las leyes
            persecutorias. Por lo demás, parece que, excepto los anabaptistas, sólo consiguieron
            formarse pequeños círculos de partidarios de la nueva fe en las ciudades y en
            los territorios más industrializados, círculos compuestos de clérigos,
            comerciantes y artesanos, pero a los cuales aportaron su simpatía grupos mucho
            mayores, sobre todo por motivos patrióticos. Acaso así se explique el por qué
            las autoridades eclesiásticas fueron en general más benignas que las civiles.
            
           El calvinismo se
          introdujo en los Países Bajos después de 1540, en una época de cierta
          suavización de la política religiosa imperial —entonces se estaban celebrando,
          en efecto, los coloquios religiosos en el Imperio—. Calvino, que, por parte de
          madre, se sentía a sí mismo belga, hizo graves reproches a los partidarios de
          la nueva fe, a causa de su actitud pacífica, los tildó de nicodemitas y les
          envió un predicador, que había de poner las bases de la futura Iglesia. Tal
          predicador fue quemado en 1545. Pero ahora los holandeses viajaron en número
          cada vez mayor a Ginebra, para instruirse y formarse. Pronto surgieron comunidades
          populosas y combativas organizadas según el modelo de Ginebra. Todavía
          intentaban permanecer ocultos, pero exigían a sus miembros, antes de ser
          admitidos en la nueva Iglesia, que abjurasen solemnemente del papa y de la
          Iglesia romana. Una Confessio Bélgica, redactada en 1561 según el modelo
          de la francesa, fue aprobada por Calvino y aceptada por el primer sínodo, celebrado
          en Emden en 1571.
          
         Al éxito de la Reforma
          protestante contribuyó decisivamente el hecho de que aquélla coincidió ahora
          con una oposición política muy extendida. En 1555 Carlos V había dejado los
          Países Bajos a su hijo Felipe II, que sería luego rey de España. Este, que era
          un campeón del predominio español en Europa y defendía un absolutismo decidido
          de la corona frente al pueblo y la Iglesia, estaba impregnado, lo mismo que su
          padre, de la conciencia de su deber de soberano de proteger a la Iglesia católica
          y mantener por todos los medios la unidad de la fe en su reino. Los incidentes
          que al comienzo de su reinado tuvo Felipe II especialmente con el papa Pablo IV
          no produjeron ningún cambio en esto. No es extraño que un soberano tan
          poderoso, que poseía también extensos territorios en Italia, ejerciese en
          ocasiones un influjo inmenso sobre la política del pontificado, aun cuando sus grandes
            acciones políticas encaminadas a mantener y restablecer la
              Iglesia católica en Francia y en Inglaterra fracasaron totalmente o al menos en parte. En los Países Bajos le
                enajenaban los sentimientos del pueblo no sólo su carácter
                  desconfiado y retraído. En
                    efecto, a partir de 1559, y durante
                      todo el largo período de su
                        reinado, Felipe no volvió a ver las provincias septentrionales de su imperio, dejó mano libre a la Inquisición y volvió a llevar severamente a la práctica
                          los edictos religiosos de su padre. Después de la paz concertada con Francia en 1559, y para proteger mejor al
                            país contra el calvinismo,
                              que se infiltraba desde el
                                sur, trabajó por conseguir del
                                  papa una nueva distribución de las diócesis.
                                    Pablo IV consintió en 1559
                                      que se establecieran 18
                                        obispados, agrupados bajo tres arzobispados, en lugar de las cuatro diócesis existentes
                                          hasta entonces. Al igual que con
                                            la reorganización eclesiástica que había
                                              llevado a cabo en
                                                España, también en los Países Bajos aspiraba
                                                  Felipe II a eliminar toda
                                                    jurisdicción eclesiástica de obispos extraños del
                                                      país y a conseguir una mejor atención de la cura de almas, independientemente de las regiones desarrolladas económica
                                                        y políticamente. El rey obtuvo el derecho de presentación de todos los
                                                          obispados, a los que fueron incorporados
                                                            numerosos monasterios; contra la encomendación creada de este modo se rebelaron
                                                              sobre todo las abadías radicadas en Brabante. Los primeros obispos de las nuevas diócesis eran personas de confianza del rey; así, el inquisidor general,
                                                                Sonnius, prolífico teólogo controversista, fue nombrado
                                                                  primer obispo de s’Hertogenbosch. Esta nueva organización eclesiástica suscitó un amplio
                                                                    malestar. Se la veía en la misma línea que el notable desdén por los
                                                                    privilegios históricos de los Países Bajos, la presunta o real explotación del
                                                                    país y la preferencia dada a los españoles al conferir los altos cargos. Al
                                                                    frente de la oposición política se encontraban los gobernadores de provincias,
                                                                    el conde Egmont y el príncipe Guillermo de Nassau-Orange, quien simpatizaba con el
                                                                      luteranismo, así como el almirante conde Horn. Estos pidieron que se respetasen los
                                                                        derechos de las provincias y se opusieron a la proyectada introducción de la
                                                                        Inquisición española. Finalmente, en 1564, la gobernadora general, Margarita de Parma, medio hermana de Felipe II, tuvo que sacrificar a su inteligente
                                                                          consejero, el cardenal Granvela. Entre la baja nobleza se formó una liga, la
                                                                          cual se propuso como objetivo luchar por los derechos de los Estados. Pero sus
                                                                          jefes, calvinistas muy enérgicos, lucharon contra los edictos religiosos y en
                                                                          favor de la libertad religiosa. El hecho de que, en
                                                                            una demostración ante la gobernadora general se presentasen
                                                                              cubiertos de pobres vestidos, hizo que se
                                                                                les diese el sobrenombre de «mendigos» o «pordioseros». Los diversos grupos de
                                                                                partidarios de la nueva fe se reunieron entre sí, y muy pronto adoptaron una
                                                                                actitud muy radical, bajo la influencia de los incendiarios sermones de
                                                                                numerosos predicadores llegados de Ginebra, Francia y Alemania; también
                                                                                intervinieron en esto las aspiraciones sociales de ciudadanos y obreros
                                                                                insatisfechos. En agosto de 1556 estalló en todo el país una terrible
                                                                                revolución, preparada sin duda, con destrucción de imágenes, iglesias y
                                                                                monasterios. Especialmente las ciudades de Amberes y Amsterdam fueron duramente afectadas. En muchas
                                                                                  villas el culto católico dejó de existir. Mas el gobierno pudo reducir la
                                                                                  revuelta, y muchos de los partidarios de la nueva fe abandonaron las filas de
                                                                                  los Pordioseros, bajo la horrible impresión que les produjeron aquellas
                                                                                  vandálicas destrucciones. Guillermo de Orange, que era el más comprometido, se refugió en su patria
                                                                                    alemana, Nassau-Dillenburg, donde se pasó oficialmente al luteranismo.
                                                                                    
         También en Hungría y en
          Transilvania el calvinismo consiguió hacer retroceder en pocos años al
          luteranismo, que había penetrado ya tempranamente, y formar algunas Iglesias.
          Sólo los alemanes de Transilvania permanecieron fieles al luteranismo y
          formaron en 1545 una Iglesia territorial, sobre la base de la Confesión de
          Augsburgo. La hora triunfal del calvinismo en la misma Alemania había de llegar
          más tarde, después de la muerte de Calvino.
              
         AGRAVACION DE LAS
          CIRCUNSTANCIAS EN EL IMPERIO
            
           La situación en Alemania
          se encuentra caracterizada por la progresiva formación de bloques militares de
          ambos grupos religiosos y por una serie de intentos de llegar, por medio de
          coloquios religiosos, a una unión amigable. Independientemente de esto, la
          posición de los protestantes se iba consolidando cada vez más en el Imperio.
          Con los Artículos de Esmalcalda, redactados por Lutero a instancias del
          príncipe elector de Sajonia, los protestantes habían recibido una nueva base
          confesional, con una tendencia fuertemente anticatólica; además, consolidaron
          su alianza con la admisión de nuevos miembros, consiguieron del emperador que
          suspendiese otra vez, ante la nueva amenaza por parte de los turcos, los
          procesos y aprovecharon la ausencia de aquél para acrecentar, con todas sus
          fuerzas, el territorio sobre el que dominaban. El príncipe elector y el duque
          de Sajonia se apoderaron de los obispados sajones y los protestantizaron; el
          duque católico Enrique de Brunswick-Wolfenbüttel fue expulsado por el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hessen. El conde palatino Otón-Enrique, que tenía muchas
            deudas, se apoderó de los bienes de la Iglesia en el Palatinado-Neuburgo y
            promulgó en 1543 una ordenación eclesiástica protestante. Al año siguiente, el
            príncipe elector Federico II del Palatinado se pasó a la nueva doctrina. La
            Iglesia católica había perdido de este modo, no sólo todo el norte de Alemania,
            desde Polonia hasta el Weser; también
              en el sur se formó un bloque protestante con Württenberg, el Palatinado y Hessen, con lo cual tres príncipes electores se
                habían pasado ya a la nueva doctrina. Si los protestantes conseguían ganar para
                su causa a otro príncipe elector más, quedaba excluido que hubiera un
                emperador católico en el futuro, dada la mayoría protestante. De hecho, también
                el arzobispo de Colonia, Armando de Wied, se puso al habla con Bucer en
                Estrasburgo; le hizo ir a Bonn y predicar en esta ciudad, y elaborar, en unión
                de Melanchton, una ordenación protestante. Pero la resistencia del cabildo
                catedralicio, de la universidad y del Consejo de Colonia impidió que se
                realizasen tales planes, de igual modo que, también en Munster, el plan del obispo, Francisco de Waldeck, de transformar sus obispados de Minden, Münster y Osnabrück en un principado
                  protestante secular fue impedido por el cabildo catedralicio. En Colonia se
                  manifestaron ya los primeros éxitos de una reacción católica positiva y
                  constructiva.
                  
                 Así, pues, la separación
          de la Iglesia romana era un hecho consumado, debido a la entrega existencial
          de Lutero y de Calvino, a la predicación de sus numerosos e importantes
          discípulos y amigos, y a la pasión de los anabaptistas. Mas, por muy dolorosa que deba parecemos la pérdida de la
            unidad de todos los cristianos, la Reforma protestante no puede ser vista de un
            modo exclusivamente negativo. Manifestó mucha energía constructiva, creó
            comunidades que, por hallarse sometidas a la palabra divina, provocaron una
            notable energía de confesores. No todos sus miembros eran cristianos perfectos.
            Lutero no se cansa de predicar contra el vicio de la bebida; la destrucción de
            las imágenes en muchas poblaciones pone de manifiesto una horrible barbarie
            cultural, y los protocolos de visita de la Iglesia luterana no revelan, ni en
            el pueblo ni en el clero, una mejoría con respecto a los anteriores defectos
            católicos. Pero la tenacidad de los calvinistas en las cárceles francesas, a
            los que Calvino escribió cartas llenas de compasión humana, pero impregnadas
            también de aliento y de esperanza cristiana, la paciencia de los anabaptistas,
            la respetuosa fidelidad a la palabra de la Biblia, el cultivo de una vida
            interior íntima, que recuerda a la mística, revelan que la Reforma protestante
            fue desencadenada también, desde luego, por factores políticos, y apoyada de
            forma enérgica, y a veces decisiva, por ellos, pero que constituyó, a pesar de
            todo, un movimiento que nacía de dentro. En ella encontraron satisfacción antiguos
            anhelos a los que la Iglesia apenas había prestado atención en aquel siglo: el
            deseo de una experiencia y una vinculación religiosas personales, frente a la
            sobreacentuación de la institución y el sacramento; de una palabra viva y
            directa de la Biblia, frente a tanta especulación teológica, que se había
            vuelto impersonal; de una interpretación de la palabra divina utilizable para la vida diaria; de un culto
              inteligible; de una comunidad fraterna, frente a un clericalismo que en
              ocasiones era demasiado soberbio. Por ello, las traducciones de la Biblia al
              idioma materno y una liturgia comprensible —así, la misa alemana de Lutero para
              el sentir de los alemanes, y la liturgia sin imágenes de los templos
              calvinistas, para el claro pensamiento francés— poseían una fuerza realmente
              sugestiva sobre las masas. El miedo de la antigua Iglesia a que se abusase de
              la palabra divina y se la falsease, miedo que precisamente ahora impedía las
              traducciones de la Biblia a la lengua del pueblo, pareció un intento de substraer
              al pueblo la palabra íntegra de Dios, contra lo cual aquél exigió
              impetuosamente sus derechos.
              
             
          CAPITULO CUARTO
          
         RESPUESTA Y DEFENSA
              
         LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO
          
         
           
         La Reforma protestante
          constituyó un poderoso desafío a la Iglesia católica, el cual exigía que ésta
          le diese una respuesta existencial. Tal respuesta brotó de sus raíces vitales
          más íntimas. Mucho tiempo se hizo esperar, ciertamente, esta respuesta, pues la
          seriedad y gravedad de la amenaza tardaron mucho en llegar a la conciencia.
          Ocurrió, sobre todo, que los dirigentes de la Iglesia sólo en el último
          momento, por así decirlo, se dieron cuenta de la necesidad de oponer una
          defensa verdaderamente religiosa al tremendo peligro que el protestantismo
          constituía para la existencia del catolicismo.
              
         LA RESPUESTA DEL
          DERECHO FORMAL
            
           Primeramente se intentó
          oponer una defensa rutinaria, acudiendo a las medidas del derecho medieval.
          Después de las denuncias hechas contra Lutero, se inició en Roma el proceso
          contra él por sospecha de herejía. Rápidamente se llegó al convencimiento de
          que Lutero era un hereje notorio y de que, por tanto, debía exigírsele una
          retractación, o lanzar sobre él la excomunión. Esta había sido, en efecto, la
          primera misión encomendada al cardenal Cayetano cuando marchó a Augsburgo. La
          petición de extradición hecha al príncipe elector de Sajonia y la apelación
          condicionada de Lutero a un futuro concilio general fueron luego las últimas
          etapas de este proceso, que se interrumpió provisionalmente, por
          consideraciones de alta política. El proceso no volvió a reanudarse hasta 1520.
          Presidida por dos cardenales, se formó una comisión de teólogos, que examinó
          detenidamente las tesis presentadas de Lutero y que muy pronto se puso de
          acuerdo sobre su condenación. Cuando Eck hubo llegado a Roma, se trató de la
          bula que había de condenar las tesis de Lutero. En su dictamen por escrito, los
          generales de las Ordenes mendicantes añadían a cada una de las tesis una
          calificación teológica; Eck deseaba, en cambio, que los artículos presentados
          fueran condenados en bloque.
              
         La bula Exsurge
          Domine se publicó el 15 de junio de 1520, es decir, dos años y medio
          después de la disputa sobre las indulgencias. Tras la frase inicial del Salmo
          se invita de manera solemnísima a todo el ejército de los santos a que se
          levante contra Lutero, que devasta la viña del Señor, desprecia la exégesis
          bíblica de la Iglesia e interpreta la Escritura en el sentido en que le
          conviene. Las ideas defendidas por Lutero, se decía, habían sido condenadas ya
          por la Iglesia mucho tiempo antes, y últimamente en Constanza, en el proceso
          contra Hus. Luego se califica en parte de heréticas y en parte de falsas
          cuarenta y una tesis de Lutero, y se las rechaza. Los escritos que contuviesen
          tales errores deberían ser quemados. El que siguiera aferrado a estas
          doctrinas, caía en la excomunión solemne. Se conjura a Lutero y a sus amigos a
          que vuelvan a la Iglesia, y se les da un plazo de sesenta días para que se
          retracten. Si no lo hacen, deberán ser considerados y tratados como herejes
          notorios. Hasta aquí la bula. Las cuarenta y una tesis están sacadas
          literalmente, excepto una, de los escritos de Lutero. La mayor parte de ellas
          habían sido censuradas ya en 1519 por la Facultad de teología de Lovaina.
          Trataban de la indulgencia y de la eficacia de los sacramentos; las referentes
          al primado, entre las que se encontraba la única tesis no tomada literalmente
          de Lutero, habían sido incluidas a instancias de Eck.
          
         El efecto producido por
          la bula fue muy inferior a lo que se esperaba en Roma. No solamente porque,
          como el mismo Eck admitió más tarde, estaba ya rebasada en cuanto al contenido
          cuando apareció y no destacaba de un modo suficientemente nítido las ideas de
          Lutero, sino también porque no llegó a publicarse en toda Alemania. Eck y el
          nuevo nuncio, Aleander, debían preocuparse de su publicación. Pero el prestigio
          de las bulas pontificias había caído ya muy bajo en Alemania, y el hecho de que
          Eck interviniese hizo que la bula pareciese fácilmente la efusión de una
          enemistad personal. La opinión pública se rebeló contra la condenación de
          Lutero. En Leipzig y Erfurt hubo
            disturbios estudiantiles y el obispo de Brandeburgo, ordinario de Wittenberg, no se atrevió, por su parte, a
              publicarla en la universidad de esta ciudad. Sólo en Renania y en los Países
              Bajos se cumplió la bula, con ayuda del emperador. Por orden de éste, los
              escritos de Lutero y de sus secuaces fueron quemados, con gran concurrencia
              popular, en Amsterdam, Lovaina y Lieja. La irritación de Lutero
                por este motivo fue inmensa. Tenía, pues, razón el obispo de Eichstadt cuando decía que el
                  quemar públicamente los escritos de Lutero no haría otra cosa que extender y profundizar los antagonismos. Ya hemos hablado en otro lugar del modo como Lutero reaccionó ante la bula. El 3 de enero de 1521 se lanzó contra él la excomunión, mediante la bula Decet Romanum Pontificem. Tampoco a esta bula se le prestó en Alemania atención especial. No hubo una posterior condenación pontificia de las ideas
                    fundamentales de Lutero, que entre tanto
                      se habían ido destacando
                        cada vez más claramente, a pesar de lo mucho que
                          Eck insistió en ello. La bula Exsurge no produjo una clarificación definitiva de los espíritus, porque la doctrina
                            del primado pontificio no pasaba
                              de ser, en la conciencia de muchos
                                buenos católicos, más que
                                  una opinión de escuela.
                                    
         De acuerdo con el derecho
          medieval, a la excomunión siguió la proscripción imperial. La cancillería imperial había elaborado ya, a instancias de Aleander, una severa requisitoria contra Lutero, pero entonces el príncipe elector de Sajonia forzó a que se invitase a éste a ir a Worms. Con ello los Estados daban
            el primer paso que les apartaba del derecho canónico; tras la negativa de Lutero a retractarse, el emperador declaró que estaba
              dispuesto a poner en juego su corona y su vida para mantener la religión heredada y extirpar la herejía. De todos modos, pasaron todavía cinco semanas hasta que Carlos V
                pudo firmar, el 26
                  de mayo de 1521, el Edicto de Worms, elaborado por
                    Aleander. Se lanzó sobre Lutero la proscripción
                      imperial; se ordenó quemar sus escritos; éstos no
                        podían ser ni impresos ni vendidos. El Edicto se promulgaba, según dice su
                        texto, en virtud de la autoridad imperial y con el consejo y la voluntad
                        unánime de los Estados. Esto es cierto tan sólo en parte. Pues la mayor parte
                        de los Estados se había marchado ya, y sólo el príncipe elector de Brandeburgo,
                        como portavoz de los Estados, había dado su aprobación. El Edicto se convirtió
                        también, sin embargo, en ley de los Estados, pues éstos, al tratar de la
                        invitación a Lutero, habían declarado que el emperador podría proceder contra
                        éste si se negaba a retractarse. Mas tampoco el Edicto de Worms consiguió
                          imponerse en el Imperio. Ni siquiera fue promulgado en todos los territorios, y
                          en otros lo fue muy tarde. Así, en las capitales del ducado de Baviera,
                          entonces dividido, no se publicó hasta finales de otoño de 1521. El príncipe
                          elector de Sajonia, que era a quien más habría afectado, lo desdeñó
                          públicamente. Sólo a estas transgresiones directas del derecho y al
                          resquebrajamiento de la armonía imperial debió la Reforma protestante el que
                          pudiera subsistir y, finalmente, triunfar. El emperador, por su
                            parte, se vio obligado a abandonar
                              Alemania a causa de la amenaza de guerra con Francia. La ejecución del Edicto
                              de Worms siguió siendo, en las Dietas
                                sucesivas, la exigencia siempre repetida del gobierno imperial y de los legados
                                pontificios. Pero se la rechazaba con todas las fórmulas suaves y dúctiles
                                posibles, con «dilaciones» y compromisos, que, como hemos señalado ya, fueron
                                considerados realmente como bases jurídicas del establecimiento de Iglesias
                                territoriales luteranas.
                                
         EL INTENTO DE LA
          REPRESION MILITAR
            
           Cuando quedó demostrado
          que las soluciones jurídicas de la cuestión religiosa resultaban imposibles y
          hubieron terminado infructuosamente los coloquios religiosos para llegar a un
          acuerdo, y los protestantes rechazaron rotundamente la invitación de acudir al
          Concilio, el emperador pensó que podría lograr una solución acudiendo al
          empleo de su poder. Una vez que se concertó la paz con Francia y se llegó a un
          armisticio con los turcos, Carlos se lanzó a la guerra contra el poder
          político de la Reforma protestante, es decir, la Liga de Esmalcalda. El emperador
          había conseguido crearse con este fin una serie de importantes aliados, a
          saber, Baviera, que hasta entonces había apoyado, en contra de la Casa de
          Habsburgo, a los de la Liga de Esmalcalda, y, en general, la Curia. Esta aprobó
          los pactos que el emperador había concertado con el legado Farnesio, en la
          Dieta de Worms de 1541,
            de una guerra contra los protestantes alemanes, e incluso aportó a la empresa
            200.000 ducados, un cuerpo auxiliar de 12.000 soldados de a pie y 500 de a
            caballo, y casi un millón de ducados de la Iglesia española. Roma comenzó
            pronto a poner en pie de guerra su ejército. Pablo III quería cumplir su tarea
            para restablecer la unidad de la Iglesia, empleando el último medio, el de la
            sangre. Los protestantes tuvieron que conocer los preparativos de la Curia. Sin
            embargo, desaprovecharon la ocasión de adelantarse militarmente al emperador.
            Carlos V dijo que sus propios preparativos eran medidas para restablecer en el
            Imperio la concordia, la paz y el derecho, sometiendo a los rebeldes. Sobre
            todo, consiguió romper el frente de los de la Liga de Esmalcalda, e incluso
            consiguió que algunos protestantes fueran aliados suyos: además del
              margrave de Brandeburgo-Küstrin y Kulmbach, el duque de Brunswick-Calenberg y, sobre
                todo, el duque Mauricio de Sajonia, yerno de Felipe de Hessen. A este último, político frío y
                  calculador, en cuyas decisiones no intervenían motivos religiosos o éticos, se
                  lo ganó prometiéndole la dignidad de príncipe elector de Sajonia y una parte de
                  este territorio. El 16 de junio de 1546 el emperador declaró que se veía
                  obligado a actuar por la fuerza contra los desobedientes príncipes de Sajonia y Hessen. Una semana antes había
                    comunicado a su hermana María el motivo principal de su acción:
                    
                   «Si no intervenimos
          ahora, el resto de Alemania se hallaría en peligro de apostatar de la fe, y
          también los Países Bajos... Después de haber pensado esto una y otra vez, me he
          decidido a comenzar la guerra contra Sajonia y Hessen por haber ellos quebrantado la tregua... Y aunque este
            pretexto no puede encubrir por mucho tiempo que de lo que se trata es de la
            religión, sin embargo, sirve al comienzo para dividir a los equivocados».
            
           Tras haber lanzado
          Carlos la proscripción imperial contra ambos príncipes, los de la Liga de
          Esmalcalda, mejor preparados, habían comenzado las hostilidades. En un audaz
          avance, Schertlin de Burtenbach llegó, con el ejército de las ciudades
            aliadas del sur de Alemania, al borde de los Alpes y se apoderó del
            desfiladero de Ehrenberg, que
              era la entrada al Tirol. El
                emperador, sin embargo, pudo recurrir a sus tropas auxiliares italianas y
                holandesas. En pocas semanas obligó a capitular a Württenberg y a las ciudades
                aliadas del sur de Alemania. Pero la guerra se decidió en Sajonia, país donde
                había nacido la Reforma protestante y donde pocos meses antes había muerto
                Lutero. Mauricio de Sajonia, que había atacado allí, encontró una fuerte
                resistencia y llamó en su auxilio al emperador. Y aunque éste, que se hallaba
                muy enfermo tenía que hacerse llevar en una silla de mano, acudió muy
                lentamente con sus tropas, consiguió finalmente la victoria, el 24 de abril de
                1547, en Mühlberg del Elba. El príncipe elector, hecho prisionero, tuvo que
                firmar en Wittenberg una
                  capitulación en la que renunciaba a la dignidad de príncipe elector y a la
                  mitad de su territorio, en beneficio de su pariente Mauricio. El, en persona,
                  tuvo que permanecer encarcelado, lo mismo que el landgrave de Hessen, que
                    tuvo que entregarse asimismo a merced del emperador. Los de la Liga de
                    Esmalcalda no podían esperar tampoco ninguna ayuda de fuera. Enrique VIII y
                    Francisco I habían muerto en los primeros meses del año 1547. Los príncipes y
                    ciudades del norte de Alemania, excepto Magdeburgo, abandonaron, por ello, la
                    lucha. El emperador impuso, desde luego, elevados tributos a los Estados
                    sometidos, pero ni se apoderó otra vez de Württenberg en beneficio de la Casa
                    de Habsburgo, ni obligó tampoco a los partidarios de la nueva fe a que
                    retornasen sin más a la antigua. Sin embargo, dejó curso libre en Colonia al
                    proceso eclesiástico. Armando de Wied tuvo que abdicar, y su sucesor fue un
                    católico. Julio de Plug pudo
                      tomar posesión, en contra de Nicolás de Arnsdorf, del obispado de Naumburgo, que se le había discutido
                        injustamente, y el expulsado duque de Brunswick-Wolfenbüttel pudo volver a su territorio, aunque
                          no consiguió recatolizarlo. La próxima Dieta había de sacar las consecuencias
                          de la victoria del emperador. Este esperaba sobre todo que en ella podría
                          decidir a los protestantes en reconocer el Concilio inaugurado en Trento.
                            
                           Pero en el tiempo que
          transcurrió hasta que se reunió la Dieta tuvieron lugar acontecimientos
          decisivos. En medio de la guerra el papa había abandonado la alianza, por
          desconfiar de las intenciones posteriores del emperador, y el 11 de marzo
          había decidido trasladar el Concilio de Trento a Bolonia, es decir, a una ciudad perteneciente a los
            Estados de la Iglesia. El emperador jamás podía esperar que conseguiría hacer
            acudir ahora a este Concilio a los vencidos protestantes. A ello se añadió el
            incidente del asesinato de un nepote del papa, con motivo de la conjura de
            Fiesco de Génova. La tirantez entre el emperador y el papa alcanzó su punto
            álgido en el invierno de 1547 a 1548, cuando aquél lograba sus triunfos sobre
            los adversarios de la Iglesia. Por ello, en la Dieta «acorazada», que se
            celebró en Augsburgo en 1548, Carlos V sólo pudo presentar a los Estados, como
            voluntad suya propia, una regulación provisional de los problemas religiosos
            —hasta la vuelta del Concilio a Trento. Como
              los Estados protestantes no opusieron reparos, la religión provisional
              imperial (el Interim), o, como decía su título, Declaración sobre cómo se
                ha de mantener la religión en el Sacro Imperio hasta que se resuelva el
                Concilio general, se convirtió en ley del Imperio. Este Interim era producto del trabajo de una comisión nombrada por
                  el emperador, a la que pertenecían el obispo Pflug de Naumburgo, el obispo
                  auxiliar de Maguncia, Helding, y el teólogo palatino del príncipe elector de
                  Brandeburgo —que había permanecido neutral en la guerra—, el luterano Juan
                  Agrícola, a quien muchos de sus correligionarios miraban mal a causa de sus
                  peculiares doctrinas. Bucer no quiso colaborar. El emperador había pensado
                  originariamente en una regulación para todos los Estados; mas a esto se
                  opusieron enérgicamente los Estados católicos, al frente de los cuales estaba
                  el obispo de Augsburgo, cardenal Truchsess. Por ello, a éstos sólo se les
                  impuso una orden de reforma, según el esquema de Pflug. En lo que respecta a su
                  contenido, el Interim era una dogmática católica ligeramente retocada, que
                    hacía pequeñas concesiones a los protestantes en la esfera práctica: el cáliz
                    de los seglares y el matrimonio de los sacerdotes. Tampoco aquí se decía nada
                    sobre el problema de la restitución de los bienes de la Iglesia.
                    
                   El Interim no consiguió sus objetivos. Es verdad que fue cumplido
          en todos aquellos lugares a que se extendía el poder imperial, sobre todo el
          sur, Württenberg y las ciudades libres. Su cumplimiento se aseguró aquí
          mediante un cambio constitucional, suprimiendo la participación de los gremios,
          en su mayoría protestantes, en el gobierno de la ciudad, y poniendo en su lugar
          un Consejo formado por patricios casi todos católicos. También Brandeburgo y el
          Palatinado aceptaron el Interim sin
            más. El nuevo príncipe elector de Sajonia hizo componer, con ayuda de
            Melanchton, una fórmula propia, el Interim de Leipzig, que atenuaba las formulaciones dogmáticas, pero presentaba los sacramentos y
              los usos eclesiásticos como preceptos neutrales, puramente externos (adiáfora).
              A esto se opuso enérgicamente el profesor de Wittenberg Flacio Ilirico; por tal motivo, se le expulsó de esta
                ciudad, y se refugió en Magdeburgo, no vencido todavía por el emperador. Este
                último territorio se convirtió en el alma de la resistencia contra el Interim, gracias a él y a sus numerosos escritos polémicos
                  sobre la «cancillería del Señor Dios». En ella, pocos años más tarde, un grupo
                  de teólogos, bajo la dirección de Flacio, intentó justificar históricamente la
                  innovación redactando la historia de la Iglesia en ocho tomos conocida con el
                  nombre de Centurias de Magdeburgo. Desde Magdeburgo se confirmó también,
                  mediante un gran número de sátiras, la opinión pública acerca del Interim, y se fortaleció el
                    repudio pasivo que el pueblo luterano le opuso. Por parte católica, la protesta
                    del papa contra la unilateral regulación imperial y la falta evidente de
                    sacerdotes buenos, formados y celosos repercutieron muy desfavorablemente
                    sobre la restauración del culto católico en miles de parroquias. Los decenios
                    de edictos y resoluciones no cumplidos, las leyes provisionales y la
                    inseguridad habían impedido que surgiese una generación de sacerdotes de
                    carácter enérgico. Pero al Interim le faltó sobre todo tiempo para arraigar.
                      
                     Con el pretexto de
          someter a Magdeburgo, sobre el que se había lanzado la proscripción imperial,
          Mauricio de Sajonia andaba reclutando un gran ejército. Como se consideraba
          perjudicado por el emperador, el príncipe elector, a quien sus correligionarios
          despreciaban llamándole el Judas de Meissen, se unió con el nuevo rey francés Enrique II y gestionó
            una alianza de Francia con varios príncipes protestantes, dirigida contra el
            emperador. Contra el pago de grandes sumas destinadas a proteger la libertad
            alemana, el rey debería apoderarse, «como vicario del Imperio», de las ciudades
            de Cambrai, Metz, Toul y Verdún. Los príncipes alemanes le prometieron también
            su ayuda para que se apoderase de Borgoña, Artois y Flandes, e incluso, si el rey lo deseaba, para
              alcanzar la corona imperial.
              
             A la vez que concertaba
          este acuerdo, el príncipe elector seguía asegurando su fidelidad al emperador
          y su consentimiento de enviar delegados al Concilio que Julio III había vuelto
          a convocar en Trento. Una vez
            finalizados los preparativos, el rey francés cayó sobre las diócesis citadas,
            los turcos, sobre Hungría, y los príncipes aliados, sobre el sur de Alemania.
            Mauricio negoció con Fernando de Austria e intentó apoderarse del emperador
            asaltando el desfiladero de Ehrenberg. El
              emperador, que se encontraba en Innsbruck, consiguió a duras penas huir a Villach a través de Brennero. Fernando tuvo que
                hacer considerables concesiones en sus negociaciones con los príncipes
                protestantes. El Acuerdo de Passau derogó el Interim, liberó al landgrave de Hessen y
                  permitió el libre ejercicio de la religión hasta la próxima Dieta. Del
                  Concilio no se habló ya.
                  
                 Nuevas campañas bélicas
          retardaron la proyectada regulación final. Cuando sólo contaba treinta y dos
          años, en 1553, Mauricio de Sajonia, que de nuevo luchaba al lado de la Casa de
          Habsburgo, murió en la batalla de Sievershausen, cuando se encontraba
          realizando una expedición de castigo contra las campañas de saqueo del
            margrave de Brandeburgo-Ansbach. Y el
              emperador, prematuramente agotado, había vuelto a los Países Bajos. Aquí
              redactó su ineficaz protesta contra el Tratado de Passau. Ya comenzaba a desligarse internamente de
                sus dignidades y trabajos. El Imperio había de corresponder a su hermano
                Fernando; por ello dejó que éste arreglase la cuestión religiosa.
                
               LA PAZ RELIGIOSA DE
          AUGSBURGO
            
           En su calidad de rey
          romano Fernando dirigió las negociaciones en la proyectada Dieta imperial, que
          tuvo lugar en Augsburgo en 1555. Es verdad que la mayor parte de los príncipes
          alemanes no acudieron personalmente a la Dieta; enviaron delegados, los más
          activos de los cuales fueron los de los Estados protestantes, de igual manera
          que la actitud de estos Estados había sido siempre más agresiva. No se quiso
          saber nada de que lo que propiamente se discutía era el problema de la
          autorización, por el derecho imperial, de la innovación religiosa. A los
          protestantes, que tenían en sus manos el poder, lo que les importaba era el
          derecho a oprimir todo lo católico en el Imperio y a apoderarse de los bienes
          eclesiásticos, y por ello los príncipes protestantes no querían permitir a sus
          súbditos católicos más que la práctica privada de su devoción en la propia
          casa, y en cambio exigían que a los súbditos protestantes de los príncipes
          católicos se les permitiese el ejercicio total, libre y público de su religión.
          Entre los obispos alemanes, sólo el de Augsburgo, cardenal Truchsess, defendía
          de manera clara y decidida el punto de vista católico. No quiso apartarse de la
          idea de la religión única, y esto «como cristiano perseverante y como
          alemán de nacimiento, como hombre y como príncipe imperial». Por este motivo
          sólo pudo llegarse, como resultado de prolongadas negociaciones, a un
          compromiso: la Paz religiosa de Augsburgo, de 25 de septiembre de 1555.
          La regulación se hizo sin la intervención del emperador ni del papa. Una paz
          religiosa general y permanente entre católicos y protestantes le parecía al
          emperador que iba contra la esencia de su oficio de protector de la Iglesia.
          El mismo día que terminó la Dieta, una hora antes de la lectura solemne de la
          Despedida, un correo imperial trajo al rey la noticia de que Carlos había
          decidido renunciar al trono. Y los legados pontificios, que estaban presentes
          en Augsburgo al comienzo, fueron llamados a Roma para el cónclave y retenidos
          allí, debido a la muerte consecutiva de dos papas. Pero el nuevo pontífice,
          Pablo IV, era el tipo perfecto del contrarreformador riguroso, al que le
          resultó imposible participar en Augsburgo, donde, por la fuerza, salió un
          resultado que él no podía aceptar, pero en el que tampoco pudo influir de ninguna
          manera.
          
         La Paz religiosa de
          Augsburgo fue, pues, obra de juristas, los cuales no vivían ya, ciertamente,
          dentro de las ideas del Imperio. La paz enlaza los dos principios del
          territorialismo y de la paridad de ambas religiones. Se acordó una paz permanente
          entre los católicos y los partidarios de la confesión de Augsburgo.
          Zuinglianos y anabaptistas quedaron excluidos del reconocimiento por el
          derecho imperial. En cada territorio debería haber una sola religión. Los
          Estados imperiales decidirían libremente la religión de todo el territorio a
          que se extendía su dominio. Poseían el ius reformandi, que culminó luego
          en esta fórmula: Cuius regio,
            illius et religio. Los súbditos
              tenían que seguir la confesión de sus soberanos. Tenían, sin embargo, derecho
              a emigrar, sin sufrir daños en su honor ni en sus bienes (ius emigrandi). Posteriormente ambas partes acudieron de igual manera al medio anticristiano de
              la expulsión. A estas resoluciones principales de la Paz se añadían otras
              reglas acerca de la forma de actuar y acerca de determinadas excepciones. El
              derecho de emigrar no tenía vigencia en los territorios de los Habsburgo. En
              las ciudades imperiales se debía seguir tolerando a las minorías de confesión
              distinta que existieran ya allí desde mucho tiempo antes. El reservado
              eclesiástico determinaba que los príncipes eclesiásticos no poseerían el
              derecho de reformar. El obispo o abad que se convirtiese al protestantismo
              tenía que perder, por tanto, su cargo, su territorio y sus ingresos. Con esto resultaba
              legalmente imposible transformar territorios eclesiásticos en señoríos
              políticos, como había ocurrido en Prusia. Los protestantes no aceptaron el
              reservado, y por ello Fernando lo hizo incluir en la Despedida en virtud de su
              potestad imperial. En cambio, los caballeros, ciudades y parroquias de
              territorios eclesiásticos que perteneciesen a la confesión de Augsburgo desde
              mucho tiempo atrás, podían continuar ejerciendo su religión; esta declaración (Declaratio
                Ferdinandea) fue desconocida para casi todos, pues jamás fue promulgada.
              Unicamente el príncipe elector de Sajonia obtuvo el documento firmado por el
              rey y lo depositó en su archivo. Los bienes secularizados a la Iglesia
              continuarían en manos de los protestantes, según la situación de 1552. En los
              territorios de la nueva confesión, la jurisdicción eclesiástica de los obispos
              pasó a los soberanos locales. Los miembros de la Cámara imperial debían ser
              designados en forma paritaria.
                
             La Paz religiosa de
          Augsburgo les pareció a los contemporáneos un monstrum in natura, pues
            impedía el restablecimiento de la unidad de la Iglesia. La tolerancia que
            aparecía en ella no era un sentimiento auténtico, sino una medida política.
            Era una paz de los territorios entre sí. Sólo había paridad de confesiones en
            el Imperio y en algunas ciudades imperiales, pero no en los dominios de los
            príncipes territoriales. La paz no podía durar. Si los católicos veían en ella
            el máximo de concesiones a los protestantes, éstos la consideraban como un
            punto de partida para futuras extensiones y conquistas. Especialmente las
            disposiciones de excepción que afectaban a los territorios eclesiásticos
            encerraban la semilla de nuevas discordias.
            
           REACCION EN
          INGLATERRA
            
           La sucesora católica del
          rey Eduardo VI de Inglaterra intentó aniquilar en su reino la Reforma
          protestante. Eduardo VI había tomado ciertamente algunas medidas para impedir
          que su hermana le sucediera en el trono. Pero la nobleza y el pueblo
          reconocieron como reina legítima a María, hija de Enrique y de Catalina de
          Aragón. María (1553-1558), una de las mujeres más cultas de su tiempo, había
          sufrido mucho a causa de la separación de sus padres y de su constante
          postergación como «hija incestuosa», y había permanecido fiel a la fe católica
          incluso bajo el reinado de
            su medio hermano Eduardo. Habiéndose convertido en una mujer agria
              y rígida, intentó restablecer con mano firme el catolicismo en Inglaterra. Pero desconocía el estado religioso del país —en el que no alentaba ya una conciencia de la
                Iglesia católica— y el
                  espíritu belicoso de los protestantes ingleses, que eran aproximadamente unos 300.000. Para que la auxiliase en su tarea, consiguió del
                    papa que enviase como legado pontificio a su primo, el cardenal Pole. Su matrimonio con el príncipe heredero de España,
                      Felipe (II), hijo de Carlos V, en julio, y la solemne readmisión de la nación inglesa en la Iglesia católica, por Pole, en noviembre de 1554, hicieron
                        ciertamente odiosa a la reina en círculos muy amplios. Estallaron conjuraciones
                        contra ella, que costó mucho esfuerzo
                          dominar. Tampoco faltaban burlas groseras contra
                            la religión católica. Con
                              prudente moderación, el papa Julio III renunció a que se
                                devolviesen a la Iglesia los bienes confiscados. También el
                                  Parlamento aceptó ahora la reconciliación con
                                    Roma y la derogación de las medidas eclesiásticas tomadas a partir de Enrique VIII. Con ello volvieron a entrar en vigor las leyes
                                      medievales contra los herejes. Eran los
                                        obispos los que exigían que
                                          se procediese con dureza contra los protestantes; a su frente estaba Gardiner, que en otro tiempo había reconocido ciertamente
                                            la supremacía de Enrique, pero que, al oponerse al protestantismo, había tenido que soportar encarcelamiento bajo Eduardo VI. Hubo
                                              numerosas ejecuciones (273), que ganaron para María, entre el pueblo y entre los futuros historiadores ingleses, el sobrenombre
                                                de «la Sanguinaria». Entre las víctimas hubo numerosos anabaptistas,
                                                  pero estaban también su rival en la corona, Juana Grey, el arzobispo
                                                    Cranmer, que murió sin retractarse, y varios obispos y predicadores. Otros
                                                    muchos huyeron al continente y formaron comunidades calvinistas, sobre todo en
                                                    Francfort y en Ginebra. Su temprana muerte —en 1558— privó a María del éxito, o
                                                    acaso la preservó del gran desengaño del fracaso. Pues la Reforma protestante
                                                    había afectado, y no sólo superficialmente, a extensos territorios de
                                                    Inglaterra. Pole murió el mismo día que la reina. Un relato de aquella época
                                                      afirma que dos terceras partes del pueblo permanecieron católicas o fueron
                                                      ganadas de nuevo para el catolicismo. Mas fuera del pequeño círculo que rodeaba a Pole, en esta recatolización faltaba el gran impulso arrebatador de la
                                                        evangelización de un pueblo que estaba desorientado y se había hecho
                                                        indiferente a causa de veinte años de cambios religiosos.
                                                        
         LA IGLESIA ESTATAL INGLESA
          
         La violencia exigía
          nueva violencia, y la sangre reclamaba nueva sangre. Isabel I (1559-1603), hija
          de Enrique VIII y de Ana Bolena, se había declarado católica ciertamente bajo
          el reinado de María, e incluso en el juramento de su coronación prometió
          conservar la religión vigente. Sin embargo, su actitud frente a los problemas
          religiosos era de gran frialdad, y desde el principio se dejó guiar únicamente
          por sus consideraciones de política interior y exterior. Por lo demás, como
          trabajó durante casi cuarenta años con el mismo ministro, Cecil, posteriormente lord Burghley, no está
            aclarado quién es el responsable de cada una de las medidas religiosas que se
            tomaron bajo su gobierno.
            
           La reina propuso al
          Parlamento cambios en la religión, anulando con ello de nuevo la restauración
          de la Iglesia católica en Inglaterra. El Parlamento votó una nueva acta de
          supremacía, en la que se calificaba a la reina de Supreme
            Governor en los asuntos
              religiosos y profanos. Para oponerse a las diversas tendencias existentes en el
              Parlamento— la Cámara Baja se inclinaba más bien a una reforma calvinista, las
              jerarquías eclesiásticas de la Cámara Alta, al catolicismo, y los Pares
              laicos, al orden vigente bajo el reinado de Enrique VIII—, Isabel ordenó, en un
              acta de uniformidad, que se reintrodujese el Prayer Book de 1552, sin cambios esenciales. Se exigió a los jefes
                católicos que prestasen juramento a la supremacía de la reina. El que se
                negaba a ello perdía su puesto. Todos los obispos, excepto uno, fueron
                depuestos por tal motivo; en cambio el clero se sometió en su mayor parte.
                Para sustituir a los obispos católicos, once de los cuales murieron en la
                cárcel o en arresto domiciliario en casa de sus sucesores, se creó una nueva
                jerarquía. A su frente se colocó a un antiguo capellán de la familia Bolena, el
                profesor de Oxford Matías Parker; éste fue consagrado según el ritual de
                Eduardo VI, que ya Pablo IV había declarado nulo en 1555, y él consagró
                a su vez a otros obispos según el mismo rito. Los nuevos obispos fueron
                escogidos en su mayor parte entre los que habían emigrado bajo el reinado de
                María, algunos de los cuales simpatizaban mucho con el calvinismo. Y aunque la
                reina, que temía que una constitución presbiteriana de la Iglesia mermase el
                absolutismo real, no quería saber nada del calvinismo, encontró en la nueva
                Iglesia estatal un campo de actividad, aunque también, ciertamente,
                adversarios, gracias a una amplitud
                  de miras apenas comprensibles en el continente. Se llegó así a violentas
                  discusiones, sobre todo en la universidad de Cambridge, en la que se fueron
                  formando poco a poco los futuros partidos, anglicanos y puritanos.
                  
                 La nueva Iglesia inglesa
          necesitaba también un credo. Por ello los obispos reelaboraron los cuarenta y
          dos artículos de 1533, reduciéndolos a treinta y nueve. Tolerantes en
          cuestiones de usos litúrgicos y de piedad, estos artículos revelaban, sin
          embargo, en su doctrina un evidente punto de vista protestante, más aún, calvinista.
          Según ellos, la Escritura es el único fundamento de la fe. La Iglesia romana,
          lo mismo que los concilios ecuménicos, han errado también en asuntos de fe. Los
          artículos dejaban en vigor sólo dos sacramentos, negaban el carácter de sacrificio
          de la eucaristía y defendían la concepción calvinista de la cena. Establecían
          la validez de las ordenaciones celebradas bajo Eduardo, permitían el
          matrimonio de los sacerdotes, rechazaban expresamente la jurisdicción del papa
          en Inglaterra y determinaban la supremacía de la reina como poder ordenador. En
          1563 se declaró a estos artículos norma de fe de la Iglesia estatal.
              
         La opresión de la
          religión católica hizo progresos también en otros puntos. La obligación de
          prestar juramento a la supremacía de la reina se extendió a todos los miembros
          de la Cámara Baja, a los profesores y abogados, y a todos los sospechosos de
          ser partidarios de la antigua religión. Se amenazó con la muerte al que se
          negase dos veces a prestar el juramento. Se ordenó la asistencia al culto
          protestante. A los que faltaban se les imponían multas elevadas. La
          celebración o la asistencia a la santa misa era castigada, si se reincidía por
          tres veces, con cadena perpetua. Al principio la reina se contentó con imponer
          penas draconianas en dinero y en pérdida de libertad. Pero luego se dictaron
          numerosas penas de muerte, que se realizaban de manera cruel, como si se
          ajusticiara a reos de alta traición.
              
         Tras un levantamiento
          ocurrido en el norte y capitaneado por un gran número de nobles, Isabel aumentó
          la persecución. La respuesta a esto fue la bula de Pío V de 1570, por la que se
          excomulgaba y deponía a Isabel y se liberaba a sus súbditos del juramento de
          fidelidad. Es posible que el papa se dejase incitar a tomar esta medida no
          sólo por su entrega absoluta a la causa de la Iglesia, sino también por falsas
          informaciones acerca de los católicos ingleses. Creía sin duda que éstos se
          habían abstenido de rebelarse contra Isabel únicamente por escrúpulos de
          conciencia; desconocía la lealtad y la depresión de los católicos ingleses, que
          tampoco participaron en las posteriores conjuras para liberar a María Estuardo,
          reina de Escocia, a quien Isabel retenía prisionera.
              
         Poco a poco la
          persecución contra los católicos fue transformándose en un intento de
          aniquilarlos radicalmente. Sin embargo, las víctimas morían no sólo por
          participar en conjuraciones, sino también por confesar la fe católica. Una
          gran parte de los católicos ingleses se acomodó externamente a la línea
          exigida, pero otros —incluso hijos de mártires y de personas que se habían
          negado a prestar el juramento (Recusanten)— apostataron. La nobleza pudo
          mantenerse un poco más libre, a costa de inmensos sacrificios financieros, y
          muchos ricos emigraron. Así, el joven Guillermo Alien, posteriormente cardenal,
          que un año después de su ordenación sacerdotal en 1568 fundó en Douai el Colegio inglés para la formación de
            sacerdotes destinados a los católicos ingleses. Más tarde se fundaron otros
            colegios en Roma y Valladolid. Desde
              1574 hasta la muerte de la reina, no menos de cuatrocientos treinta y ocho
              sacerdotes formados en el Colegio de Douai desembarcaron clandestinamente en Inglaterra, y
                noventa y ocho de ellos fueron ajusticiados. A partir de 1580 compitieron con
                ellos los jesuítas. Mas, a pesar de ir disfrazados, muchos de ellos fueron
                reconocidos o traicionados, y ejecutados. Entre ellos se encontraba también
                Edmundo Campion, antiguo
                  diácono de la Iglesia inglesa, del cual incluso los mismos protestantes admiten
                  hoy que se mantuvo libre de intrigas políticas, trabajando únicamente por la fe
                  de sus compatriotas.
                  
                 Es verdad que en aquella
          época de intolerancia radical muchos católicos promovieron atentados contra
          Isabel, para favorecer una sucesión católica en el trono; en una ocasión
          realizaron esto incluso con la aprobación expresa del cardenal secretario de
          Estado de Gregorio XIII, de igual forma que también Isabel dio en varias
          ocasiones pasos para hacer asesinar a este papa y al rey de España. Pero
          incluso cuando Felipe II intentó invadir Inglaterra con su Armada Invencible,
          tras la ejecución de María Estuardo por Isabel, los católicos permanecieron
          leales. A pesar de ello, se promulgaron nuevas leyes persecutorias, se
          aumentaron las penas financieras contra los que se negaban a prestar el
          juramento, se amenazó con la pena de muerte a los sacerdotes que residieran en
          Inglaterra y se prohibió a los católicos alejarse más de cinco millas. En los
          últimos años de gobierno de la reina la única esperanza de los católicos era
          que el heredero del trono, el hijo de María Estuardo, gobernaría con mayor
          suavidad, en recuerdo de su madre.
              
         ESCOCIA
          
         Este, Jacobo I, era rey de la Escocia reformada desde que fue encarcelada su
          madre en 1567. La doctrina de Lutero había penetrado muy pronto en este país,
          apoyada por el anticlericalismo de la nobleza escocesa y, más tarde, también
          por el ejemplo de Inglaterra bajo Enrique VIII. Sin embargo, el rey y el
          arzobispo de St. Andrews se
            opusieron resueltamente a todos los intentos de Reforma protestante. Incluso un
            miembro de la casa real, Patricio Hamilton, que había conocido en Alemania la nueva doctrina, fue
              quemado como hereje en 1528. Pero cuando el rey Jacobo V murió en 1524, no pudo triunfar, frente a la
                poderosa nobleza, la regencia a favor de María Estuardo, que no había cumplido
                aún un año. La fatal necesidad de decidirse por Francia o por Inglaterra
                ejerció un tremendo influjo, difícil de apreciar, sobre los destinos
                religiosos.
                
               Después de ser quemado
          en la hoguera, en 1546, uno de los primeros predicadores del calvinismo, Jorge
          Wishart, los conjurados asesinaron al arzobispo-cardenal David Beaton y llamaron al antiguo sacerdote Juan
            Knox, amigo de Wishart, para que predicase el Evangelio. Sin embargo, éste fue
            apresado al año siguiente por los franceses y enviado a las galeras. Dos años
            después fue indultado, permaneció en Inglaterra y colaboró en la redacción de
            los 24 artículos de Eduardo VI. Bajo el reinado de María la Católica huyó a
            Francfort y a Ginebra. En su patria se habían celebrado, entretanto, sínodos en
            1549 y 1551, que promulgaron unas disposiciones para la reforma del clero.
            Estas llegaban demasiado tarde. Desde Ginebra, Juan Knox no sólo había
            escrito, contra las dos reinas, la de Inglaterra y la de Escocia, su Primer
              toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres, sino que,
            por instigación suya, la nobleza escocesa había formado una liga (Convenant) para defender la «comunidad de Cristo» y luchar contra la «comunidad de
            Satanás». Llamado por la nobleza, Knox volvió a su patria en 1559, y con sus
            predicaciones contra la «idolatría» ganó a mucha gente del pueblo, que devastó
            numerosos monasterios e iglesias. La muerte de la regente, que había proscrito
            a Knox, facilitó el cambio. Como María Estuardo, esposa de Francisco II, se
            encontraba todavía en Francia, y los protestantes estaban apoyados por tropas
            inglesas, y los escoceses no deseaban tampoco una unión con Francia, el
            Parlamento, reunido en Edimburgo en agosto de 1560, confirmó la Confessio
              Scotica de tendencia calvinista redactada por Knox, prohibió el culto
            católico, cuya celebración, en caso de triple reincidencia, era castigada con
            la pena de muerte, y declaró abolido el poder del papa sobre Escocia. Una
            ordenación eclesiástica del mismo año pretendió resolver la dificultad de que
            al frente del Estado se encontrase una reina católica, a la que no se la podía
            declarar, siguiendo el ejemplo inglés, cabeza de la Iglesia. Y así, siguiendo
            el pensamiento de Lutero, se llegó a dar a cada comunidad (congregation) el derecho de elegir por sí misma sus párrocos y
              presbíteros. El marco externo de la Iglesia no fue alterado por el momento, ni
              tampoco se suprimieron los obispados ni los monasterios; lo único que ocurría
              era que la corona, al proveer los beneficios, no solamente presentaba a los
              candidatos, sino que los nombraba directamente, cosa que antes estaba reservada
              a Roma. Hasta 1572 no desaparecieron los obispos en la Iglesia escocesa, que
              ahora pasó a ser una pura Iglesia de presbíteros.
              
             Tras la muerte de su
          marido, María Estuardo, que contaba diecinueve años, volvió a Escocia. La
          reina tenía grandes dotes y era muy simpática, pero no estaba en modo alguno a
          la altura de las circunstancias escocesas; y como, además, era liviana y
          apasionada, no pudo imponerse al fanatismo de Knox. Este la atacó
          inmediatamente, tachándola de «idólatra», hasta el punto de que la reina apenas
          podía celebrar el culto católico en la propia capilla de su corte. A ello se
          añadió la oposición de la nobleza, bajo la guía de su medio hermano, el conde
          de Moray. Su matrimonio con un primo suyo, el católico lord
            Darnley, hombre incapaz, la alejó todavía
              más de sus súbditos protestantes. Surgieron diferencias entre los esposos. Darnley murió asesinado en 1567, y tres meses más
                tarde María se casó con el conde protestante Bothwel, de quien se decía que
                había sido el asesino de Darnley. Knox acusó a la reina de participación en el asesinato y de adulterio, y
                  exigía que se la ajusticiase. Un levantamiento obligó a María a abdicar en su
                  hijo Jacobo (IV), que
                    sólo tenía un año. En 1568 se refugió al lado de su prima, la reina Isabel de
                    Inglaterra, pero ésta la mantuvo prisionera durante diecinueve años, hasta que
                    al final, acusada de atentar contra la vida de Isabel, fue ejecutada en 1587.
                    
                   La huida de la reina
          proporcionó una indiscutida preponderancia a los presbiterianos escoceses,
          hasta la mayoridad de Jacobo. Los
            bienes de la Iglesia cayeron en su mayor parte en manos de la nobleza. Cuando
            el rey Jacobo VI volvió
              a introducir el sistema episcopal, tuvo que retirarlo, pocos años más tarde,
              en favor del presbiterianismo. Tampoco pudo hacer triunfar el rey, veinte años
              más tarde, la extensión de la Iglesia episcopal inglesa a Escocia.
              
             La suavización de las
          leyes persecutorias, esperada por los católicos de Inglaterra a la subida al
          trono de Jacobo, ahora Jacobo I de Inglaterra (1603-1625), no llegó.
            Después de unos comienzos moderados, el soberano, que estaba no poco orgulloso
            de su formación teológica, se lanzó de nuevo a la persecución. Por este motivo,
            algunos nobles concibieron el plan de hacer saltar por los aires al rey y al
            Parlamento (1605). Pero este condenable atentado, llamado Conjuración de la
              pólvora, fue descubierto. Los participantes fueron ajusticiados, así como
            el provincial jesuíta Garnett, que
              había conocido el plan bajo secreto de confesión.
              
             Este atentado, y la doctrina
          defendida por el cardenal jesuíta Belarmino acerca del poder indirecto del papa también en asuntos
            temporales, movieron al rey a exigir de los católicos un juramento especial de
            fidelidad. En él se declaraba que era doctrina impía y herética afirmar que el
            papa tiene derecho a deponer a los príncipes, y que los súbditos tienen
            derecho a deponer y matar a los príncipes excomulgados. En una réplica a
              Belarmino, Jacobo defendió personalmente
                la dignidad y el poder del rey. Mientras Pablo V rechazaba el juramento de
                fidelidad exigido, algunos católicos ingleses lo prestaron. Sólo el casamiento
                del príncipe heredero Carlos con una princesa católica (1624) trajo un cierto
                alivio a los católicos.
                
               LA NOCHE DE SAN
          BARTOLOME Y LAS GUERRAS DE LOS
            HUGONOTES
            
           Al igual que había
          ocurrido en Alemania con la Paz religiosa de Augsburgo, tampoco el Edicto de
          San Germán de 1562 representó el final de las discusiones religiosas en
          Francia. A los protestantes les parecía insuficiente. Es cierto que en París
          los predicadores exhortaban a cumplir el Edicto y a no hacer uso de la
          violencia, pero en el resto del país la gente se dejó influir más bien por el
          ejemplo belicoso de Ginebra. En diversos lugares ocurrieron agresiones contra
          iglesias y monasterios, llegándose incluso a asesinatos, a los que respondían
          en otros sitios los católicos con la misma moneda. Las agresiones fueron aprobadas
          por varios predicadores llegados de Ginebra, que exigían el exterminio total
          de la «idolatría» católica, para lograr lo cual estaba permitido incluso
          resistir a unas autoridades impías. El Parlamento de París se negó, por ello, a
          inscribir oficialmente el Edicto de San Germán.
              
         La matanza que las
          tropas del duque de Guisa hicieron entre los 1.200 asistentes a un sermón
          protestante, el 1 de marzo de 1562, en Vassy, pueblo de la Champagne, en la
          cual fueron muertos 74 protestantes, constituyó la señal para el estallido de
          la primera guerra de los hugonotes. A ella habían de seguir siete más, hasta el
          año 1598. En estas guerras civiles se realizaron crueldades innumerables y
          ambos bandos echaron mano, sin escrúpulo alguno, de la traición, el asesinato,
          la mentira y el engaño. Estalladas por cuestiones religiosas, estas guerras
          adquirieron también muy pronto un matiz político, antiespañol. No sin razón se
          veía en Felipe II el aliado más poderoso y predispuesto de los católicos,
          detrás del cual venía, a mucha distancia, la ayuda del papa y del duque de
          Saboya. Por este motivo, los hugonotes llamaron en auxilio suyo a los príncipes
          alemanes y, en especial, a Inglaterra, En luchas enconadas se llegó a un cierto
          equilibrio militar, después de morir en el campo de batalla Antonio de Navarra
          y San Andrés, y caer asesinados Francisco de Guisa y también el príncipe Condé.
          Sólo el miedo a un complot entre la reina madre y el rey Felipe continuó
          alentando las luchas, hasta que la Paz de San Germán, de agosto de 1570, dio
          fin a la tercera guerra de los hugonotes. En este tratado, la reina madre, que
          entretanto se había vuelto claramente católica, pero también antiespañola,
          otorgó amnistía total y plena libertad de conciencia a los hugonotes. Estos
          podían celebrar sus oficios religiosos en los territorios de la nobleza y en
          algunas ciudades, excepto París y el lugar en que residiese la corte; tenían
          acceso a todos los puestos políticos y recibieron, por el plazo de dos años,
          cuatro plazas fuertes, que podían ocupar con sus tropas propias. La reconciliación
          de ambos partidos religiosos había de sellarse con el matrimonio de la hermana
          del rey, Margarita de Valois, con
            el calvinista Enrique de Borbón, hijo de Antonio de Navarra.
            
           El almirante Coligny
          adquirió ahora gran influjo sobre el joven y poco enérgico rey Carlos IX,
          influjo que aprovechó para poner a Francia de parte de Inglaterra en la guerra
          contra España. Con ello los rebeldes de los Países Bajos habrían obtenido
          también una ayuda decisiva. Mas la ambiciosa reina Catalina vio disminuido su
          poder por Coligny. Por esto, en alianza con su hijo menor, Enrique de Anjou, hijo del asesinado duque de Guisa,
            decidió eliminar a Coligny, asesinándole alevosamente. El atentado fracasó, sin
            embargo, y el almirante quedó solamente herido. Como se temía la venganza de
            los hugonotes, se decidió ahora —si es que no lo habían planeado ya antes los
            Guisa— asesinar a todos los jefes de los hugonotes, que habían acudido a París
            a la boda de Enrique de Borbón. Cuando el rey supo quién se ocultaba tras el
            primer atentado, dio su aprobación a este proyecto demoníaco. En la madrugada
            de la festividad de san Bartolomé (24 de agosto) de 1572, Coligny y los más
            importantes de sus correligionarios cayeron bajo el puñal de los asesinos, que
            pertenecían a las tropas de los Guisa. La matanza prosiguió en París todo el
            domingo y los dos días siguientes; después se corrió a las provincias. A las
            tropas del rey se unió también el populacho, ansioso de sangre y de botín, que
            participó en las carnicerías desde Bourges y Lyon hasta Toulouse y Burdeos. El número de víctimas se cuenta por
              millares, si bien las cifras de 30.000 y más son sin duda muy exageradas. Una
              inteligente propaganda presentó a las víctimas no como mártires de su fe, sino
              como delincuentes culpables, que habían proyectado una gran conjura contra el
              rey y contra la corte. Tales noticias fueron creídas también por el papa
              Gregorio XIII, que, al recibir la noticia del aniquilamiento de los «rebeldes»,
              hizo celebrar un Tedeum y organizó otras
              manifestaciones de júbilo. El papa creía, en efecto, que ahora se abrogaría la
              Paz de San Germán y que Francia volvería a emprender un rumbo inequívocamente
              católico.
              
             La noche de san
          Bartolomé privó ciertamente a los hugonotes de sus jefes —el que escapó a la
          muerte, tuvo que abjurar de su fe, como Enrique de Borbón-Navarra y el hijo de
          Condé— y puso fin también a peligrosas discusiones acerca de cuestiones
          constitucionales en la Iglesia protestante, pero no acabó con los hugonotes.
          Tras el terror, la huida y la emigración iniciales de muchos, la masa de los
          creyentes volvió a reunirse, aprestándose a resistir. En 1577, en el Tratado de Poitiers, reinando Enrique III, el
            derecho de los hugonotes volvió a quedar limitado a la libertad de conciencia
            en todo el reino, y al libre ejercicio de su religión para la nobleza y en 75
            ciudades. Tampoco la guerra siguiente trajo variación alguna. Pero entretanto
            había aparecido una nueva fuerza política, que impidió que se hiciesen más
            concesiones a los protestantes, a saber, la llamada Liga Santa, que era
            una alianza católica, fundada en la patria de Calvino. ¡Hasta tal extremo la
            predicación de los jesuítas y capuchinos había hecho cambiar ya el clima
            espiritual de Francia! La Liga pretendía proteger la religión católica también
            contra el débil rey Enrique III. Frente al absolutismo ilimitado, se dio suma
            importancia al pueblo y a su soberanía. Ya se habían discutido también en el
            campo católico los problemas del derecho a la resistencia contra las
            autoridades y al tiranicidio. La Liga consiguió ganar al pueblo de París para
            su idea e impedir así que el rey hiciera más concesiones.
            
           La situación en Francia
          se hacía cada vez más crítica, debido a la falta de descendencia de Enrique III y a la muerte de su hermano menor. El
            próximo sucesor de la corona habría sido Enrique de Navarra, que hacía ya mucho
            tiempo que había vuelto al calvinismo. Ahora bien, bajo un rey protestante, y
            dado el carácter agresivo de los calvinistas, la Francia católica parecía
            perdida. En este momento el movimiento popular de la Liga se transformó en una
            alianza militar, bajo la dirección del duque Enrique de Guisa. Para defender
            los intereses católicos y excluir de la sucesión al trono a Enrique de Navarra
            se estableció una alianza con Felipe II de España. Los hugonotes se habían
            organizado ya en una especie de Estado y habían nombrado protector suyo a Enrique
            de Navarra. Entonces la Liga, mediante un levantamiento del pueblo de París,
            obligó en 1585 al rey a revocar todas las concesiones hechas hasta entonces a
            los hugonotes y a prohibir, bajo pena de muerte, el culto protestante. La Liga
            y el rey de España consiguieron luego de Sixto V que excomulgase a Enrique de
            Navarra como hereje reincidente y le declarase excluido de la sucesión al
            trono; esta medida fue rechazada en Francia, por considerarla una intromisión
            en los derechos del Estado. Sin embargo, el papa no se dejó convencer para
            unirse a la Liga. En 1585 estalló la octava guerra de los hugonotes, que había
            de resultar decisiva no sólo para la corona francesa, sino también para el
            destino de la Iglesia en Francia, para el predominio de España y para la independencia
            del pontificado. Pronto surgieron complicaciones entre la Liga y el indeciso
            rey, que tuvo que abandonar la ciudad de París, favorable a aquélla. Para
            vengarse mandó asesinar, en diciembre de 1588, a los jefes de la Liga, Enrique
            de Guisa y a su hermano Luis, cardenal de Reims, y encarcelar al candidato de la Liga al trono, el
              cardenal de Borbón. Sixto V le citó por este motivo a juicio. La Sorbona
              declaró por unanimidad que el pueblo no estaba ya obligado a guardar su
              juramento de fidelidad al rey. Este se alió ahora con Enrique de Navarra para
              conquistar París. Pero el 1 de agosto de 1588 cayó bajo el puñal de un
              dominico, que era partidario fanático de la Liga. Al morir nombró sucesor suyo
              a Enrique de Navarra, a quien exhortó a abrazar la fe católica.
              
             Enrique de
          Borbón-Navarra no pudo triunfar al principio contra Felipe II y contra la Liga,
          a quienes el sucesor de Sixto V apoyaba ahora con tropas y dinero. Sus promesas
          a los católicos suscitaron la desconfianza de sus amigos hugonotes. Ante la
          candidatura de la española Isabel, hija de Felipe II y nieta de Catalina de
          Médici, Enrique IV, que era un hábil político y cuyos vínculos e intereses
          religiosos no eran muy fuertes, decidió convertirse. El 25 de julio de 1593, en
          la iglesia de san Dionisio, abjuró de la herejía. La guerra dejó de ser ahora
          una guerra de religión y se transformó en una lucha contra los españoles y
          contra sus aliados de dentro de Francia. Por este motivo la Liga tuvo
          finalmente que disolverse. Clemente VIII absolvió al rey y gestionó en 1598 la
          paz con Felipe II. Quedaba asegurada así la posición de Francia como gran
          potencia, y, por cierto, como gran potencia católica.
              
         Los antiguos aliados de
          Enrique quedaron primero desconcertados y luego enfurecidos por su conversión.
          Finalmente, en el Edicto de Nantes de 30 de abril de 1598, Enrique IV les hizo muchas
            concesiones también por motivos políticos —pues los hugonotes, que constituían
            aproximadamente una tercera parte de la población, mantenían aún su
            organización político-religiosa—. Tal Edicto determinaba, ciertamente, que la
            religión católica debía ser reconocida como predominante en el Estado, que el
            culto católico debía ser restablecido en todos los lugares donde se lo había
            suprimido y que los bienes robados a la Iglesia deberían ser devueltos. Mas los
            partidarios de la «denominada religión reformada» consiguieron libertad de
            conciencia y también, en gran parte, libertad de culto en todo el reino. Tenían
            derecho al libre ejercicio de la religión no sólo en todos los lugares en que
            lo habían conseguido ya en 1596 y 1597, sino también en dos poblaciones de cada
            provincia, excepto París y algunas ciudades episcopales, lo mismo que en los
            palacios y castillos de la nobleza. Tenían acceso a todos los cargos del Estado.
            Su organización eclesiástica fue subvencionada con una elevada suma de dinero
            del Estado. Y además consiguieron tribunales especiales, mixtos, determinados
            puestos en el Consejo real y más de 200 plazas fuertes, durante ocho años, como
            garantía de la paz, plazas que en parte fueron ocupadas por guarniciones
            protestantes, que pagaba el rey, y en parte fueron entregadas a la nobleza.
            
           El Edicto de Nantes, que el papa no aprobó, que los
          Parlamentos no inscribieron sino a regañadientes, y además del cual los
          protestantes consiguieron también de hecho la permanencia de su organización
          política, resolvió casi durante un siglo el problema confesional en Francia,
          si bien sus resoluciones políticas sólo estuvieron vigentes durante una generación.
          La solución francesa no es la alemana de la Paz religiosa de Augsburgo, pues en
          Francia no existían príncipes territoriales al lado de la realeza absolutista.
          En el Edicto de Nantes no se
            habla tampoco de una paridad de las confesiones. En él se creó más bien una
            especie de dualismo, un Estado dentro de otro Estado; este sistema se ha comparado
            con el estatuto de las minorías nacionales en la Europa Central después de la
            primera guerra mundial.
            
           LOS PAISES BAJOS
          
         También en los Países
          Bajos se creyó poder acabar por la violencia con los disturbios políticos y con
          la innovación religiosa. Felipe II envió a aquel país a su mejor general, el
          duque de Alba, con plenos poderes y con instrucciones severísimas. A los
          catorce días de haber llegado estableció ya el duque de Alba el «Consejo de los
          disturbios», que el pueblo denominó, no sin razón, «Consejo de la sangre». Una
          ola de violencia y de terror se extendió por el país. Encarcelamientos,
          ejecuciones, que ascendieron a miles —entre ellas también las de los condes
          Egmont y Horn—, la huida
            de varios millares de personas a Inglaterra y Alemania y graves opresiones
            financieras eran las características del nuevo sistema instaurado por el duque
            de Alba en las provincias sureñas del dominio español. Mas por todas partes
            estallaban levantamientos. Al frente de la lucha por la libertad volvió a
            ponerse Guillermo de Orange, que
              al principio proclamó la libertad de conciencia y la del país, pero que en 1573
              se declaró abiertamente a favor del calvinismo. En tierra y en mar consiguieron
              los Pordioseros un triunfo tras otro. El duque de Alba tuvo que ser destituido.
              El calvinismo consiguió triunfar en las provincias de Holanda y de Zeelanda; el
              culto católico fue prohibido. Como centro científico del calvinismo, Guillermo
              fundó en 1575 la universidad de Leiden. Pero el gobernador general Alejandro Farnesio
                (1578-1592) logró, de todos modos, romper el frente adversario, gracias a los
                abusos calvinistas en Gante, y salvar la Bélgica actual para España y para la
                Iglesia católica. Y así, en lugar de la paz religiosa proyectada por Guillermo
                para todo el país, sobrevino la formación de la Unión de Utrecht, con sólo nueve provincias del norte. Estas
                  se declararon independientes en 1581. En la nueva república federal de los
                  Estados Generales, que Guillermo dirigía como gobernador, la libertad
                  religiosa debía estar garantizada. Sin embargo, en determinadas circunstancias
                  el culto católico fue considerado como un crimen merecedor de la pena de
                  muerte. Es verdad que la Noche de san Bartolomé había privado a los rebeldes de
                  sus aliados franceses, y que la guerra por el arzobispado de Colonia les
                  impidió relacionarse libremente con sus amigos alemanes. Pero el hundimiento de
                  la Armada Invencible representó también para ellos el éxito definitivo. Las
                  luchas se prolongaron todavía ciertamente durante decenios y no terminaron
                  hasta el reconocimiento de la independencia de los Países Bajos en la Paz de Westfalia.
                  De esta manera surgió un nuevo Estado calvinista, muy orgulloso de sí mismo y
                  con una poderosa fuerza económica, aunque sin la compacta unidad de la fe. Una
                  cuarta parte al menos de la población continuaba siendo católica, incluso en
                  las ciudades. Pero esta gran minoría no tenía ya ningún derecho, ningún culto
                  público y ninguna dirección eclesiástica. La organización de las diócesis fue
                  destruida, la mayor parte de los clérigos, expulsados, y los bienes de la
                  Iglesia, confiscados. Sólo la herencia del humanismo holandés entre los dueños
                  del país impidió una constante persecución sangrienta. Fue necesario recurrir
                  a la labor ilegal de sacerdotes errantes, sobre todo franciscanos y jesuítas,
                  para mantener la fe de esta minoría, hasta que Roma pudo volver a ocuparse de
                  ella. En 1592 el vicario episcopal de Utrecht fue nombrado primer vicario apostólico, aunque,
                    ciertamente, no pudo dirigir la actividad de los misioneros más que desde
                    Colonia. La posterior conquista de los «países de la generalidad» (partes de
                    Brabante y Limburgo), con su población predominantemente católica, proporcionó
                    a los demás católicos un considerable refuerzo moral. Hacia mediados del siglo  había en los Países Bajos una gran tolerancia
                    y libertad de confesión, gracias al influjo duradero de la mentalidad erasmiana
                    y por consideración a los intereses económicos de la nación.
                    
                  
 
        ¿ACUERDO ESPIRITUAL? LOS COLOQUIOS RELIGIOSOS
                
         Además de acudir al
          empleo del derecho y de la violencia, desde el principio se intentó superar
          también espiritualmente la innovación. Mas aquí se puso muy pronto de
          manifiesto que todos los escritos apologéticos, por muy sincera y buena que
          fuese su intención, no pudieron hacer dudar de su punto de vista a uno solo de
          los reformadores ni pudieron tampoco impresionar al pueblo. Las obras sistemáticas
          escritas en latín, demasiado extensas con frecuencia, eran leídas por muy
          pocos; en todo caso, no podían competir con los escritos alemanes de Lutero,
          sus panfletos y los de sus amigos, ilustrados con xilografías de artistas populares.
          Además, muchos de los autores de aquellas obras no estaban libres de éste o del
          otro defecto, tal como acumulación de beneficios, ansia de poseerlos, vanidad y
          ergotismo. Cuanto más sabios eran, más groseramente los atacaban los
          reformadores, aniquilándoles así moralmente. La contribución del humanismo tuvo
          gran importancia. Los humanistas fueron, en efecto, los primeros admiradores de
          Lutero, y muchos personajes destacados de la Reforma protestante procedían
          ellos mismos del humanismo. Melanchton puede ser considerado en verdad como el  fundador del humanismo protestante. Por ello,
          la separación de los orígenes espirituales no podía llevarse a cabo con
          polémicas. En este terreno fue preciso llegar a renuncias dolorosas y, por
          ello, estar dispuesto también a los compromisos, a los cuales, en el campo
          contrario, se inclinaba de antemano precisamente el humanismo. El mismo Erasmo
          escribió a Lutero en 1519 que él quería permanecer neutral para poder servir a
          las ciencias florecientes. Y en 1521 propuso que, en lugar del proceso
          eclesiástico, unos árbitros imparciales celebrasen una disputa sobre la causa
          de Lutero. Durante toda su vida estuvo de acuerdo con la crítica de éste a los
          defectos existentes en la vida de piedad. Es cierto que la realidad cotidiana
          de la Reforma protestante, tal como él la vivió en Basilea, la libertad
          degenerada en libertinaje, las malas costumbres y la intolerancia de los
          partidarios de la nueva fe, pero sobre todo la decadencia de sus amados
          estudios, a consecuencia de la innovación, le convirtieron en un enérgico
          crítico de ésta. Pero no llegó a captar el auténtico impulso religioso que
          movía a los reformadores. Para el «distinguido fanático de la libertad» (Auer),
          el problema de la justificación se convierte en la simple cuestión de la
          voluntad libre. Cuando, en 1524, escribe contra Lutero, a instancias del rey de
          Inglaterra, se limita a este punto: no escribe, por ejemplo, una defensa del
          primado o de los siete sacramentos. Si con su obra De libero arbitrio se
          había acarreado la réplica encolerizada de Lutero, al que había contestado con
          dureza, pocos años más tarde quiso evitar la lucha y resignarse sumisamente ante
          lo insoluble. La conciencia de no
            poder demostrar sus convicciones religiosas no le impedía profesarlas con
            energía y combatir sencillamente como error las opiniones contrapuestas. Pax y Concordia estaban para él y pará sus discípulos por encima de la
            verdad con signo polémico.
            
           Sus discípulos y amigos
          se encuentran en ambos campos. Cuando se reunen, estos intelectuales tan
          sensibles, comparados con el «poderoso espíritu de campesino» de Lutero (Huizinga), creerán haber encontrado vías de unidad,
            así como poder restablecer la paz y superar la división. Pero los paladines de
            una verdad existencial no pueden contentarse con tales compromisos y desgarran
            los tejidos de las concesiones hechas. Este parece ser el signo espiritual de
            los años cuarenta. Ya antes había Lutero recusado en Marburgo los intentos
            humanísticos de mediación de Bucer, y más tarde había calificado de hipocresía
            la Confesión de Augsburgo, de Melanchton. Por parte católica, el canciller del
            emperador, Gattinara, mandó callar, en la primavera de 1527, a los belicosos
            teólogos de Lovaina. El futuro parecía pertenecer a aquel tercer partido de
            hombres que, según palabras del mismo canciller, no habían jurado ni al papa ni
            a Lutero y que «sólo buscaban la gloria de Dios y el bien de la cristiandad»
            Todos estos hombres —ya fuesen erasmistas, o irenistas, o simplemente
            inspirados en el Evangelio, ya se encontrasen en las cortes, en los cabildos
            catedralicios, en las sedes episcopales, e incluso en el colegio cardenalicio,
            desde que Pablo III había llamado al supremo senado de la Iglesia, ya en el
            primer año de su pontificado, a hombres como el seglar Contarini, o al obispo
            Sadoleto, autor de un comentario a los Salmos encomiado entusiásticamente por
            Erasmo —creían que, para acabar con la división, no era útil la polémica ni era
            necesario un concilio, sino únicamente buena voluntad por ambas partes.
            Prevalecieron en medio de las amenazas de guerra cuando, en la Dilación de
            Francfort de 1539, se anunció, para el verano siguiente, un coloquio religioso
            «para lograr la unificación cristiana, honorable», coloquio del cual, originariamene,
            debía estar excluido incluso el papa.
            
           La serie de los
          coloquios religiosos, que el historiador debe considerar como sustitutivo del
          concilio siempre retardado y ahora (1539) aplazado por tiempo indefinido, se
          inició en Hagenau en junio de 1540. Pero la reunión sufrió las consecuencias de
          la ausencia de Melanchton, que se había puesto enfermo durante el viaje, y del
          número pequeño en general de participantes. En el invierno el coloquio
          prosiguió en Worms. El
            canciller del Imperio, Granvela, un erasmista, que lo dirigía, instó a todos a
            trabajar con todas sus fuerzas para restablecer la unidad. De los teólogos
            disputaron Melanchton y Eck; también algunos príncipes de ambas confesiones
            intervinieron en el diálogo. El éxito fue muy pequeño. Pero entre tanto habían
            tenido lugar conversaciones secretas entre Bucer y Juan Gropper, teólogo de
            Colonia y jurista de origen, que defendía una doctrina sobre la justificación
            basada totalmente en san Agustín y subrayaba la importancia central de la fe.
            Muy pronto llegaron ambos a un
            acuerdo en la doctrina sobre el pecado original y la justificación. Los
            artículos sobre la misa, la transubstanciación y la adoración a los santos
            dieron lugar a dificultades mayores. El esquema de Gropper, con las variaciones
            introducidas por Bucer, llegó también a manos de Lutero, que rechazó de manera
            radical el compromiso. Entre tanto el canciller había ordenado interrumpir el
            coloquio oficial, que debería ser proseguido con toda energía, en presencia
            suya, en la Dieta de Ratisbona. Esta se inauguró en abril de 1541, bajo los
            auspicios más favorables, sobre todo porque Pablo III había designado legado
            suyo a uno de sus mejores cardenales, Contarini, profundamente religioso y de
            tendencias irenistas. Los príncipes apoyaban en su mayor parte el proyecto de
            unión del emperador. El espíritu de conciliación había de presidir los
            coloquios, en los que intervinieron Eck, Gropper y Julio Pflug de Naumburgo, y,
            por parte protestante, principalmente Bucer y Melanchton. Basándose en los
            resultados logrados en Worms, muy
              pronto se llegó a un acuerdo sobre los problemas del estado primitivo y la
              libertad de la voluntad, de la causa del pecado y del estado de pecado
              original, y pocos días más tarde incluso sobre la justificación, en el sentido
              de que la fe que actúa por la caridad justifica. Una vez conseguido un
              acuerdo sobre esta parte fundamental, de la que había partido la evolución de
              Lutero, aceptando una doble justicia, se creyó poder tener esperanzas. Pero, en
              las conversaciones siguientes, los protestantes se negaron a reconocer la
              infalibilidad de los concilios, el primado del papa, la confesión y
              especialmente la transubstantación. La obra de unión había fracasado. Tampoco
              tuvo éxito el intento del emperador de conseguir al menos que ambas partes
              reconociesen aquellos artículos en los que ya se había llegado a un compromiso.
              Lutero opinaba que no se podía pactar con el demonio, y la Curia había
              declarado, inmediatamente después de recibir el artículo sobre la
              justificación, que la fórinula podía interpretarse en sentido protestante,
              siendo rechazable por ello. También los Estados de la Dieta se opusieron en su
              mayoría. El segundo coloquio religioso, convocado cinco años más tarde por el
              emperador en Ratisbona, acabó a las pocas semanas con un fracaso. La teología
              conciliadora no tenía ya puesto alguno en la alta política. En ella hablan
              ahora las armas. Estas acabarán también, indirectamente, con el intento
              reformador del erasmiano arzobispo de Colonia, Armando de Wied. Y en la
              teología dejan oír ahora su voz los padres del Concilio de Trento, que entre tanto había vuelto a .reunirse,
                con sus decisiones inequívocas.
                
               SUPERACION DEL PROTESTANTISMO MEDIANTE LA RENOVACION
          RELIGIOSA
            
           El ideal humanístico de
          la paz y la concordia no podía impedir o al menos detener la escisión de la
          Iglesia, que avanzaba y se extendía cada vez más, como una avalancha. Esto no
          podía lograrlo más que la energía religiosa y vital de la misma Iglesia. Sólo
          una renovación de la Iglesia hecha desde dentro podía darle a ésta capacidad de
          resistencia y fuerza de atracción, y hacerla resplandecer de nuevo con su
          antigua belleza. Esta renovación no partió de la Curia oficial; el proceso de
          curación no podía tener tampoco su origen en Alemania, que estaba amenazada de
          muerte. Sin que la Italia del Renacimiento se diese cuenta de ello, fueron más
          bien pequeñas células de seglares y unos pocos sacerdotes, que se alimentaban
          en su mayor parte de la tradición de las hermandades medievales, los que
          iniciaron la regeneración de la Iglesia. Poco a poco estas nuevas fuerzas
          fueron penetrando y encontrando partidarios en la Curia; sólo más tarde se
          aprobó su actuación y se las transformó en órganos de la Iglesia oficial.
              
         En el mismo año en que
          Lutero publicaba sus tesis sobre las indulgencias, llegaba a Roma el Oratorio
          del Divino Amor. En su origen se encontraban hermandades caritativas, sobre
          todo de Genova. De un número máximo previsto de cuarenta miembros, en Génova
          sólo podían ser sacerdotes cuatro. En Roma sus miembros cultivaban la oración y
          practicaban al amor al prójimo, poniéndose al servicio de los incurables y
          peregrinos. Entre sus miembros se contaban altos funcionarios de la Curia, como
          el antes citado Sadoleto y Giberti. El Oratorio se extendió también a otras
          ciudades de Italia. En Vicenza se
            agregó a él Cayetano de Thiene, sacerdote de noble familia, lleno de grandes
            ideales. Un año más tarde (1520) se añadió a él el obispo de Chieti, Juan Pedro
            Carafa, pastor de almas celoso del cumplimiento de su deber, y de una autodisciplina
            durísima. Ambos se decidieron a fundar en 1524 una asociación de sacerdotes
            seculares, que debía observar la más estricta pobreza y ejercer una actividad
            sacerdotal ejemplar. Se propusieron como meta santificarse en la cura de almas
            y el servicio a los enfermos. La primera estaba entonces muy descuidada, y la
            formación de buenos sacerdotes constituía una viva preocupación. La asociación
            obtuvo la aprobación pontificia ese mismo año, con la denominación de Orden de
            los teatinos, tomada del nombre latino de la diócesis de Carafa. Giberti,
            Contarini, Pole se contaban
              entre los amigos de aquella comunidad pequeña, pero dispuesta a los mayores
              sacrificios.
              
             El ideal de la santa
          pobreza de san Francisco, que influyó sobre los teatinos, suscitó nuevas
          energías también en la Orden del santo de Asís. En la Marca de Ancona surgió el franciscano observante Mateo de
            Bascio, hombre de piedad infantil y predicador popular, que quería imitar al
            fundador de su Orden en todo, incluso en el vestido. Pronto se reunió en torno
            a aquel predicador penitencial, que llevaba un tosco hábito y una puntiaguda
            capucha, un ejército de observantes, bajo la guía de Luis de Fossombrone.
            Contra la costumbre de la Orden, éstos llevaban una vida eremítica, se
            limitaban al trabajo manual y a cuidar a los enfermos, pero no querían saber
            nada de los estudios. La oposición a la nueva forma de vida fue grande. Carafa
            la defendió en la Curia, y en 1528 el papa reconoció a la pequeña comunidad.
            Seis años más tarde contaba ya con cinco mil miembros y había abandonado de
            hecho el ideal eremítico en favor de la predicación y de los estudios
            necesarios para ella. No le faltaron, ciertamente, a la nueva Orden de los
            capuchinos graves crisis en los años siguientes.
            
           Una vida llena de amor
          al prójimo y dedicada a la cura de almas anhelaba también Jerónimo Emiliano,
          hijo de un senador de Venecia, que,
            siendo ya mayor, fundó en Somasca, cerca de Bérgamo, una congregación de
            sacerdotes y seglares dedicada al cuidado de los enfermos y de los pobres. De
            ella surgió, tras su muerte, la Orden de los somascos, la cual se dedicó sobre
            todo a la juventud huérfana y desamparada. Una Orden semejante es también la de
            los barnabitas, fundada en Milán por el antiguo médico y luego sacerdote
            Antonio María Zacearía, en unión de un abogado y de un matemático. La comunidad
            había de dedicarse a la pastoral popular y también al cuidado de las jóvenes, a
            través de la cofradía de las angélicas (sórores angelicae), agregada a
            aquélla. Para cuidar a los enfermos y educar a los jóvenes había fundado
            también entonces en Brescia Angela
              de Merici su primera casa, de la que había de salir la prestigiosa Orden
              docente de las ursulinas. Todos estos círculos y fundaciones, con su destacada
              participación de seglares y su gran orientación hacia la vida activa, eran,
              naturalmente, uno a uno, pequeñas energías, pero todos juntos se convirtieron
              en una importante fuerza regeneradora, que había de alcanzar luego la garantía
              de eficacia permanente gracias a la obra de un personaje no italiano, el vasco
              Ignacio de Loyola.
                
               EL PAPA ADRIANO VI
          
         Pareció por un momento
          que estas nuevas fuerzas y orientaciones iban a poder triunfar rápidamente,
          cuando, después de la muerte del frívolo León X, fue elegido papa, en enero de
          1522, el cardenal de Tortosa, Adriano de Utrecht. Adriano VI, el último papa alemán (o, si se quiere,
            holandés), había tenido estrechas relaciones con los círculos de los Hermanos
            de la Vida Común cuando era profesor de teología en Lovaina, y también había
            trabado contacto con los humanistas que rodeaban a Erasmo, aunque él
            personalmente se inclinaba más bien hacia la Escolástica tardía. Como educador
            y consejero de Carlos V se había granjeado el favor de éste, que lo había
            nombrado obispo de Tortosa y gobernador y regente de España. Hombre de vida
            intachable y de elevados sentimientos idealistas, aunque, ciertamente, carente
            de comprensión para la cultura renacentista y para las formas sociales y, por
            ello, despreciado en Roma como bárbaro, se había propuesto como meta, en el
            terreno político, unir las fuerzas cristianas enemistadas, es decir, el
            emperador y Francia, para salvar a la cristiandad del peligro de los turcos.
            Estos, en efecto, habían conquistado por vez primera en 1521 Belgrado, en su
            campaña hacia el norte. El punto principal de su programa eclesiástico era la
            reforma de la Curia Romana. En ninguno de los dos campos tuvieron éxito sus
            esfuerzos. Al morir, a los veinte meses de haber sido elegido papa, Rodas había
            caído en manos del sultán, a pesar de la valentísima defensa realizada por los
            caballeros hospitalarios, y él mismo había tenido que concertar con el
            emperador, pocas semanas antes, una alianza defensiva en contra de Francia. La
            reforma de la Curia constituía para él el presupuesto de la salvación de
            Alemania para la Iglesia. El papa no tenía la menor duda de que los abusos
            introducidos en todas partes desde los más altos cargos eclesiásticos
            favorecían en gran medida a Lutero. Ya en su primera alocución en el
            consistorio habló muy seriamente sobre esto. Por ello, al día siguiente de su
            coronación declaró nulas todas las expectaciones de futuros cargos vacantes.
            Eliminó los cargos que su predecesor había introducido y redujo con todo rigor
            el personal palatino y todo el cuerpo administrativo. El enjambre de literatos,
            artistas, músicos y bufones tuvo que abandonar el Vaticano. Las miles de
            peticiones acumuladas fueron estudiadas con un rigor verdaderamente meticuloso,
            para que ninguna persona indigna pudiera obtener un beneficio. Sin embargo, el
            papa y sus colaboradores más íntimos eran extranjeros, que no se entendían con
            el alma del pueblo romano y no encontraban el camino para llegar a ella. Por
            esto, sus medidas de reforma suscitaron mucho encono y tropezaron con sentimientos
            hostiles.
            
           En cambio, Adriano quiso
          llegar al corazón de los alemanes y moverles a la generosidad. Envió como
          legado suyo a la Dieta de Nuremberg (1522/23)
            a Francisco Chieregati, con la misión de conseguir que los príncipes alemanes
            ayudasen a Hungría contra los turcos y cumpliesen el Edicto de Worms. El papa pagaba de antemano por ello un
              precio jamás conocido: una confesión de culpa y un ofrecimiento de reforma de
              la Curia. En la instrucción dada al legado y redactada sin duda por el mismo
              Adriano, que fue el primer paso de la Contrarreforma (Brandi), el Sumo Sacerdote cargaba con la culpa de
                la Iglesia confiada a él y confesaba sus culpas ante Dios y ante los hombres,
                prometiendo penitencia y satisfacción. Hizo declarar ante el pueblo alemán lo
                siguiente:
                
               «Dirás también que
          confesamos abiertamente que Dios permite esta persecución de su Iglesia a causa
          de los pecados de los hombres, y en especial de los sacerdotes y prelados. Pues
          sin duda no está acortada la mano del Señor para poder salvarnos, pero el
          pecado nos separa de El, y por eso no nos escucha. La Sagrada Escritura dice
          bien alto que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados eclesiásticos...
          Sabemos que también en esta Santa Sede se han cometido, desde hace años,
          muchas cosas execrables: abusos en cosas espirituales, incumplimientos de los
          mandamientos, más aún, que todo ha ido cada vez peor. Por ello no es de
          extrañar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de
          los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos
          apartado del camino de la justicia, y desde hace mucho no hay uno solo que
          practique el bien. Por ello, todos nosotros debemos dar gloria a Dios y
          humillarnos ante El. Cada uno de nosotros debe meditar la causa por la que ha
          caído, y juzgarse a sí mismo antes que Dios lo juzgue el día de su cólera.
          Prometerás, pues, en nuestro nombre que emplearemos toda nuestra capacidad para
          mejorar en primer término la Corte romana, de la cual han tomado origen tal vez
          todos estos males. Entonces, lo mismo que ha salido de aquí la enfermedad,
          saldrá también de aquí la curación. Nos consideramos obligados a llevar a cabo
          tales cosas, tanto más cuanto que todo el mundo anhela una reforma de ese tipo.
          No hemos ambicionado la dignidad de papa y habríamos preferido acabar nuestros
          días en la soledad de la vida privada. Con gusto nos hubiéramos despojado de la
          tiara; sólo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el peligro de un
          cisma nos han decidido a aceptar el sumo ministerio pastoral. El cual queremos
          desempeñar no por deseo de poder, ni para enriquecer a nuestros parientes,
          sino para devolver a la santa Iglesia, esposa de Dios, su antigua belleza, para
          auxiliar a los oprimidos, honrar a hombres sabios y virtuosos, y en general
          hacer todo aquello que debe hacer un buen pastor y verdadero sucesor de san
          Pedro... Sin embargo, nadie debería extrañarse de que no eliminemos de un golpe
          todos los abusos; pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene
          muchas ramificaciones. Por ello es necesario proceder paso a paso, y en primer
          lugar enfrentarse a los males más graves y peligrosos, con las medicinas
          adecuadas, para no perturbar todavía más todo, mediante una reforma precipitada
          de todas las cosas».
              
         El efecto causado por
          esta grandiosa confesión de culpa de la mundanizada Curia —esta confesión
          supera, por su carácter categórico y clásico, incluso la petición de perdón
          hecha por Pablo VI en el Concilio Vaticano II —fue, de todos modos, nulo. Se
          rechazó el cumplimiento del Edicto de Worms, y Lutero, que entonces escribía su sátira sobre el
            papa-asno, se burlaba de este papa tachándole de tonto e ignorante, de tirano
            hipócrita y de anticristo. Fracasado en sus mejores intenciones, este noble
            papa murió ya en septiembre de 1523. Y, sin embargo, de su energía saltó una
            chispa a un peregrino que, en los días de Pascua de 1523, se arrodillaba ante
            Adriano y deseaba peregrinar a Jerusalén: Ignacio de Loyola recibió la bendición del primer papa
              reformador.
              
             IGNACIO Y LOS
          PRIMEROS JESUITAS
            
           Este peregrino español y
          la Compañía por él fundada eran una de las fuerzas más poderosas que, surgidas
          fuera del ámbito de influencia de la Curia, se ofrecieron como medios
          eficacísimos para superar la escisión y la apostasía. Iñigo López de Loyola, el menor de los ocho hijos de un noble
            vasco, llegó joven a la corte de un grande de Castilla; más tarde prestó
            servicios militares a las órdenes del virrey de Navarra. El alegre y frívolo
            oficial, que, por lo demás, estaba lleno del espíritu de aquella caballería
            española que se había llenado de entusiasmo por la fe en la lucha contra los
            moros, fue gravemente herido, cuando contaba treinta años, en la defensa de la
            fortaleza de Pamplona, y llevado a su casa natal. Como fue preciso romper de
            nuevo la pierna mal arreglada, Ignacio intentó pasar el tiempo leyendo los
            únicos libros que había en la casa, a saber, las Vidas de santos, de Jacobo de Vorágine, y la Vida de Cristo, del cartujo de Estrasburgo Ludolfo de Sajonia. Trasformado su ánimo por estas
              lecturas, determinó llevar a cabo severa penitencia. Una vez curado, peregrinó
              al santuario de Montserrat, hizo allí confesión general y colgó sus armas en el
              altar de la Virgen. La peregrinación a Jerusalén resultaba imposible, pues el
              puerto de Barcelona se hallaba cerrado a causa de la peste. Se acomodó
              primeramente en Manresa, y aquí realizó penitencias exageradas; mas sólo cuando
              hubo enfermado volvió a hacer de nuevo vida ordinaria.
              
             El año pasado en Manresa
          le proporcionó el don de la oración contemplativa. Después de orar y
          mortificarse, logró obtener claridad y seguridad internas, tras haber sufrido
          grandes luchas de conciencia. En Manresa constituían su lectura y enseñanza
          diarias dos pequeños libros: uno era el Ejercitatorio de la vida espiritual, del abad Cisneros de Montserrat,
            inspirado en san Bernardo, los Victorinos y los maestros holandeses de la devotio
              moderna. El otro era la Imitación de Cristo. Ignacio no quería
            romper, pues, con la tradición espiritual; intentaba, más bien enlazar
            internamente con la Edad Media como base firme y segura. De estas lecturas
            Ignacio aprendió dos cosas. En primer lugar, que la vida santa no consiste en
            realizar ejercicios exteriores de penitencia, sino que la contemplación de los
            misterios de Dios y de la vida de Cristo representa, por el contrario, el más
            importante de todos los «ejercicios» de piedad, y que la purificación del
            corazón y la entrega humilde a la voluntad de Dios es la meta más importante de
            la vida religiosa. Lo segundo fue la ordenación metódica de la vida interior,
            de manera que no se deje nada a la improvisación del momento ni tampoco al
            arbitrio de la persona piadosa. Así le vino a Ignacio la idea de trazar un
            sistema formal de tales ejercicios espirituales metódicos. Los «ejercicios» que
            él mismo realizó, su propia experiencia espiritual de Manresa, constituyen la
            parte principal del conocido librito, al que se ha comparado, por los efectos
            tan vivos que produjo, con la regla monástica de san Benito (G. Schnürer).
              
           Tanto ésta como aquéllos
          expresan una experiencia interior, fruto de luchas internas; tanto ésta como
          aquéllos manifiestan un extraordinario conocimiento de las almas; tanto en la
          una como en los otros, la personalidad coincide de modo ideal con la norma
          propuesta. En Ignacio era la unión del espíritu rigurosamente militar con el
          ardor místico, que precisamente entonces alentaba en la Península Ibérica.
          Aquel espíritu le ayudó, en primer lugar a él mismo, a poner en orden las
          pasiones, imágenes y fantasías, angustias y proyectos que le asaltaban, pero
          se convirtió también en reglamento para todos aquellos que, al igual que él,
          querían luchar por la gloria de Dios, bajo la bandera de Cristo. De acuerdo con
          la propia naturaleza secamente viril de Ignacio, la vida del cristiano no es
          para él un tranquilo descansar al lado del Señor, a la manera de la mística
          alemana, sino un luchar bajo su bandera. Cristo es el caudillo, y la imitación
          de Cristo culmina en la participación en la lucha por el reino de Cristo. Este
          reino lo ve Ignacio en la Iglesia jerárquica, en la cual continúa viviendo
          Cristo. La propia vida está dedicada al servicio de la Iglesia, a la gloria de
          Dios, para el cual hay que ganar el prójimo y el mundo. Para llevar a cabo esta
          tarea es preciso utilizar todos los medios terrenos en su justa medida, sin
          distanciarse ascéticamente de ellos por principio. Tal educación del cristiano
          para la vida activa tenía que gustar a una época en que Occidente empezaba a
          llevar la dirección del mundo, al dominar sobre todos los mares y sobre los
          amplios continentes recién descubiertos. El espíritu de Ignacio es el espíritu
          del Barroco católico. En una época en que la Iglesia se defendía con el universum (P. Claudel), el Ad maiorem Del
            gloriam se trasforma en un fascinante grito de guerra, que prendió en miles
            de corazones, haciéndoles arder en pura llama.
            
           Los proyectos para la
          vida posterior de Ignacio no estaban todavía claros. Realizó una peregrinación
          de penitencia a Jerusalén. Antes fue recibido en audiencia, al igual que los
          demás peregrinos españoles, por el papa Adriano VI. La peregrinación duró medio
          año, y de todo ese tiempo Ignacio estuvo en Tierra Santa sólo diecinueve días.
          Su intento de convertir a mahometanos fracasó. Volvió a su patria por mandato
          expreso del guardián franciscano del Monte Sión. Pero durante los diez años
          siguientes no tuvo otra meta que Jerusalén, donde había tenido aquella
          contemplación viva de los santos lugares, con cuya ayuda la vida de Jesús se
          trasformó para él en una presencia misteriosa. Ahora sabía que su vida no podía
          estar dedicada más que al servicio de las almas, pero también que, para
          realizar esto, debería adquirir la formación necesaria. Por este motivo acudió
          a la escuela junto con los niños pequeños de Barcelona, a fin de aprender
          latín. Dos años más tarde trasladóse a Alcalá, y luego a Salamanca, para
          comenzar los estudios teológicos. Al mismo tiempo se dedicaba, con algunos
          amigos, a la dirección de almas entre personas de su ambiente. Los estudios
          salieron perjudicados, Ignacio llamó mucho la atención, y la Inquisición le
          mandó encarcelar. Había resultado, en efecto, sospechoso de ser uno de aquellos
          fanáticos alumbrados que sembraban perversos errores en el país con el pretexto
          de recibir inspiraciones directas de Dios. Su inocencia quedó ciertamente
          demostrada, pero se le prohibió que ejerciese cualquier actividad pastoral
          antes de realizar otros cuatro años de estudio. Para evitar tal inconveniente se
          trasladó en 1528 a París. Durante siete años completó , sus estudios de
          filosofía y de teología en el colegio de Santa Bárbara, obteniendo en 1535 el
          grado de magister. Por los mismos años estudiaba también Calvino en
            París. Pero los dos grandes adversarios no llegaron a conocerse personalmente
            nunca.
            
           Mientras se hallaba
          todavía estudiando, intentó ganar a los más inteligentes de sus compañeros para
          trabajar por el reino de Cristo, seleccionándolos cuidadosamente. El primero
          que se le agregó fue el piadoso saboyano Pedro Fabro, y luego, su propio
          paisano, el ambicioso magister Francisco Javier, que se inclinaba un poco a los
            luteranos, y el portugués Rodríguez. Finalmente se le juntaron otros tres
            españoles: el magister Laínez, el joven Salmerón, y el tenaz Bobadilla. A todos ellos los Ejercicios de
              Ignacio les habían llevado a tomar una decisión sobre su vida. Mientras Calvino
              y sus amigos iniciaban sus ataques contra la santa misa, en el verano de 1534
              Ignacio y sus compañeros sé reunían, en la fiesta de la Ascensión de María, en
              la capilla de san Dionisio, en Montmartre, para constituir una sólida comunidad. Hicieron voto de
                guardar pobreza y castidad y de peregrinar a Jerusalén, para propagar allí el
                reino de Dios, pero antes pedirían a Roma autorización para ello. Si resultase
                imposible llevar a cabo la peregrinación a Jerusalén antes de un año, se
                pondrían a disposición del papa. Ignacio y sus compañeros se reunieron en Venecia en 1537. Pero su proyecto de ir a Tierra
                  Santa mostró ser irrealizable. En el largo tiempo que estuvieron esperando
                  inútilmente un barco, Ignacio y los demás, excepto Fabro, fueron ordenados
                  sacerdotes. Pasado el plazo de un año, el grupo se puso a disposición del papa,
                  que los empleó para el ministerio de la docencia, la enseñanza de la doctrina
                  cristiana y la reforma de los monasterios. Para no dispersarse los amigos
                  decidieron en 1539 formar una Orden religiosa propia. Hicieron llegar a la
                  Santa Sede su reglamento, la Formula Instituti. El nombre de la nueva
                  congregación, Societas Jesu o Compañía de Jesús, revela, más aún que la
                  solidaridad casi militar de una compañía dispuesta a luchar por Cristo y por su
                  vicario en la tierra, la estrecha vinculación personal con el Señor. La
                  aprobación pontificia de las constituciones se hizo esperar dieciséis meses.
                  Sólo la bula Regimim militantis ecclesiae, de 1540, reconoció a la
                  Compañía de Jesús como Orden de clérigos regulares. Su finalidad es fomentar el
                  pensamiento y la vida cristianos y propagar la fe mediante la predicación, los ejercicios
                  espirituales, la catcquesis, la confesión y otras obras de misericordia. Además
                  de los votos de castidad y de obediencia a los superiores, sus miembros debían
                  hacer también el voto de pobreza; la obligación de guardar pobreza no rige,
                  sin embargo, cuando se trata de la manutención de los estudiantes de la Orden.
                  Además, mediante un cuarto voto especial, los miembros se ligaban al papa, para
                  ir a donde éste quisiera enviarlos, a tierras de turcos, al Nuevo Mundo, a los
                  luteranos o a cualquier otro sitio. Las constituciones redactadas por Ignacio
                  en largos años de meditación y aprobadas en 1558 contienen otras resoluciones:
                  Los jesuítas no tendrán obligación de observar la oración en el coro, para no
                  quitar con ello tiempo al servicio al prójimo. Tampoco poseen un hábito propio.
                  Sólo serán admitidos en la Compañía los que se distingan por su inteligencia,
                  laboriosidad y vida santa. Se da especial importancia a poseer una formación
                  profunda en filosofía y teología, adquirida en largos años de estudio. Laínez
                  fue el primero que pensó en fundar colegios para educar así a los aspirantes.
                  La constitución de la Orden es estrictamente monárquica y centralista. El
                  General es elegido vitaliciamente. El decide y distribuye los cargos, nombra a
                  los provinciales y rectores y dispone del dinero de la Orden. Los miembros no
                  residen de modo estable en una casa determinada; el papa o el General pueden
                  enviarlos a cualquier sitio.
                  
                 Medio año después de ser
          dada la bula pontificia de aprobación, Ignacio fue elegido primer General de la
          Compañía (Praepositus generalis). Mientras los suyos se desparramaban
          por todo el mundo, él permaneció en Roma y dirigió desde allí la Compañía (muy
          pronto fue eliminada la primitiva limitación numérica). Ignacio se preocupaba
          de todo, de lo grande y de lo pequeño: dictaba las cartas para Alemania y para
          Japón, pero podía examinar también por la noche, en los cuartos de los
          enfermos, si las vendas estaban bien puestas. Y cada noche se oía en la casa,
          durante horas, el taconeo de su bastón, cuando Ignacio se paseaba de un lado
          para otro, orando y meditando, con su pierna encogida desde los tiempos de
          Pamplona. En estos años hizo de la Compañía el reflejo de su propio ser,
          dándole una disciplina perfecta de la voluntad, un dominio total de sí misma y
          una incansable actividad al servicio de Dios en la Iglesia visible.
          
         Ignacio murió el 31 de
          julio de 1556, víctima de una enfermedad hepática que venía padeciendo largos
          años. Fue la suya una muerte solitaria, sin sacramentos y sin la bendición
          pontificia, en una hora difícil para la joven Orden. Laínez parecía estar
          próximo a la muerte, Francisco Javier había muerto ya, ante las costas de
          China, y el papa Paulo IV, que estaba a punto de declarar la guerra a España,
          mandó registrar el Colegio Romano en busca de armas. Pero a la muerte del
          Fundador, la Compañía de Jesús se hallaba extendida ya por las cuatro partes de
          la tierra. A pesar del rigor con que se seleccionaban sus miembros, había más
          de mil, si bien sólo cuarenta y dos de ellos eran profesos, y estaban
          distribuidos en doce provincias que iban desde la India, con casas en Japón,
          hasta Brasil. Esta difusión tan rápida, realmente impetuosa, no se detuvo
          tampoco bajo los siguientes Generales, Laínez, Francisco de Borja y sus sucesores. Si en 1630 contaba la
            Compañía 353 casas, en 1710 tenía 1.190. Los jesuítas encontraron rápido acceso
            sobre todo en los países latinos. Menor fue su éxito en Alemania, aun cuando
            las primeras casas se abrieron ya en los años cuarenta. Pedro Canisio escribía,
            en efecto, en 1551: «Aquí se está convencido de que tiene por lo menos tanta
            importancia que ingrese un solo alemán en nuestra Compañía que el que ingresen
            veinte italianos o españoles». La parte todavía católica de Alemania sufría una
            falta gigantesca de cualidades sacerdotales. Por esto causaba gran impresión,
            ya de por sí, la condición sacerdotal de los jesuítas. La importancia de la
            nueva fuerza religiosa la percibieron de modo instintivo especialmente
            aquellos pocos lugares de la Iglesia que exigían y fomentaban seriamente una
            reconstrucción católica. Se los solicitaba, e incluso llegó a haber una
            auténtica competencia por conseguir atraerse a los pocos padres disponibles,
            que sólo en número muy escaso fueron asignados a Colonia, Augsburgo, Ratisbona,
            a los obispos de Espira y Passau y
              al nuncio. Frente a la escisión de la conciencia cristiana causada por la
              Reforma protestante, estos padres, siempre sobrecargados de trabajo y que cambiaban
              constantemente de ministerio y de lugar, poseían la unidad de la idea y la
              acción. El jesuíta aislado era función de su Orden, y ésta, función de la
              Iglesia (Lotz); en ningún lugar aparecían división e individualismo; no había
              culto a la personalidad, sino únicamente entrega generosa, rigurosamente
              dirigida.
              
             El primer jesuíta que
          llegó a Alemania fue Pedro Fabro, en 1540. El papa lo envió al coloquio
          religioso de Worms, antes aún
            de la aprobación oficial de la Orden. Estuvo también en Ratisbona como consejero
            de Contarini. Fabro no es un teólogo conciliador como éste, pues conoce la
            actitud consciente de sus metas de los protestantes. La salvación no la
            esperaba de las medidas militares, ni tampoco de las discusiones, sino de una
            reconstrucción religiosa, del influjo y el ejemplo personales. Por ello buscaba
            ocasiones de ejercer la cura de almas, y dio ejercicios a clérigos y a
            seglares. Como fruto de tales ejercicios, en abril de 1543 ganó en Maguncia al
            joven Pedro Canisio, de Nimega, que había de ser el segundo apóstol de
            Alemania. De la primera casa jesuíta de Colonia (1544), a las veinte que
            existían en 1580, en las más importantes ciudades del Imperio, hay,
            ciertamente, un largo camino de trabajo inteligente, pero asimismo sacrificado
            y tenaz del primer provincial de la provincia de Germania superior, erigida por Ignacio el mismo
              año de su fallecimiento.
              
             RENOVACION DE LA
          CURIA
            
           La Iglesia oficial no
          pudo sustraerse, a la larga, al influjo de las múltiples fuerzas religiosas que
          surgieron en los países latinos en los primeros decenios del siglo y que se
          fueron trasladando cada vez más hacia Roma. Fue Paulo III (1534-1549) el papa
          que, aun viviendo él, personalmente, inmerso todavía en muchas custumbres nada
          eclesiásticas del Renacimiento, como antiguo favorito del nefasto Alejandro VI,
          se dio cuenta, sin embargo, de que era necesaria una autorreforma religiosa, y
          empezó a realizarla. Consideró la reformación espiritual del Colegio cardenalicio
          como la primera tarea a realizar, pues, dada la forma como estaba compuesto, no
          podía el papa contar con que sus miembros estuviesen dispuestos a colaborar en
          la reforma. Y así, elevó ciertamente al Senado de la Iglesia a nepotes y a
          secuaces de amigos políticos suyos, pero, en mayor número aún, a hombres
          destacados por su saber y su piedad: no sólo el obispo inglés Juan Fisher, que se consumía en la cárcel, sino
            también el noble veneciano Gaspar Contarini, seglar que, trasladado a Roma, se
            convirtió allí en centro de un círculo reformador y apoyó una y otra vez al
            papa en sus buenas intenciones. El influjo de los círculos reformistas fue
            aumentando cada vez más en el Sacro Colegio con los posteriores nombramientos
            de cardenales. El gran nombramiento de 1536 hizo cardenales a los antes citados
            Carafa, Sadoleto y Pole, y
              otro nombramiento posterior, a Cervini, al renombrado nuncio alemán Morone, a
              un obispo de Gubbio deseoso de reforma y a un abad de Venecia. Hacía siglos que el Colegio cardenalicio
                no era, como ahora, una asamblea de los hombres más sabios y nobles de la
                época (F. X. Kraus). En el
                  otoño de 1536, ya antes del gran nombramiento de cardenales, el papa había
                  convocado a estos hombres, además de a Giberti y a algunos otros, para que
                  formasen una comisión encargada de proponer las necesarias reformas de la
                  Curia, antes aun de que se inaugurase el esperado concilio. La comisión
                  presentó su dictamen, el famoso Consilium de enmendando, ecclesia, en la primavera siguiente. Sus autores subrayaban con
                    toda franqueza que la fuente principal de todos los males era el exceso
                    desmesurado del poder papal, realizado por canonistas aduladores a quienes los
                    papas anteriores habían nombrado consejeros suyos. Entre los defectos y abusos
                    particulares citados luego está el modo de actuar de los funcionarios de la
                    Curia, con todas sus artimañas enmascaradas jurídicamente, que imposibilitaban
                    el cumplimiento del ministerio pastoral de la Iglesia; y estaban además los
                    conventos corrompidos, a los que habría que dejar extinguirse sencillamente;
                    las dispensas y privilegios concedidos a la ligera, y el fiscalismo de legados
                    y nuncios. No es extraño que en este círculo, al que pertenecía Giberti, el
                    ejemplar pastor de almas de su diócesis de Verona, se subrayase la absoluta primacía de la cura de
                      almas.
                      
         Este dictamen no pasó de
          ser, sin embargo en gran parte, un mero programa. Su efectividad quedó
          debilitada no sólo porque en Alemania se publicó sin permiso y Lutero lo
          aprovechó para justificar la separación de la Iglesia romana; su puesta en
          práctica tropezó también con la oposición de otros cardenales y de la burocracia
          de las autoridades romanas. Sin embargo, fueron reformadas la dataría, que se
          ocupaba de la otorgación de beneficios por el papa, y la penitenciaría, que
          tramitaba las dispensas pontificias. Después siguieron otras oficinas papales.
          Se dio importancia especial a que los obispos cumpliesen su deber de residencia.
              
         Sin que ello estuviese
          relacionado con este dictamen, con cuya comisión estaba unido únicamente por
          la persona de su miembro más riguroso, Carafa, tuvo lugar, algunos años más
          tarde, bajo Pablo III, la reorganización de la Inquisición romana. Carafa
          consiguió inculcar cada vez más en la conciencia del papa, que por lo demás era
          muy liberal, el peligro de la penetración de la innovación religiosa también en
          Italia. No necesitaba exagerar para ello. El mismo Carafa había visto, en efecto,
          en Venecia cuántos defensores y
            cuántas ideas de la Reforma protestante alemana y suiza llegaban también a la
            ciudad de las lagunas a través del comercio. Algo parecido ocurría en todo el
            norte de Italia. Y en el sur, el círculo erasmiano de Juan de Valdés, al que el
            napolitano Carafa consideraba con desconfianza incluso ya por motivos
            patrióticos, parecía irse transformando en una célula muy activa de
            luteranismo. Su traducción al español de una parte de las Sagradas Escrituras y
            la añoradora mística de su Tratado sobre Cristo crucificado resultaban sospechosas.
            Incluso la celebrada poetisa Victoria Colonna, la gran admiradora de Miguel Angel, pertenecía a este
              círculo. Otros círculos humanísticos, inficionados real o sólo aparentemente
              por la Reforma protestante, alentaban en Siena, Ferrara y otras ciudades. En
              Ferrara, la duquesa Ferrara de Este había acogido durante algún tiempo al mismo
              Calvino.
              
             Parece que fue Ignacio
          de Loyola el que primero incitó al
            papa a organizar la defensa. En julio de 1542 se fundó la Inquisición romana,
            conocida ordinariamente con el nombre de Santo Oficio. Los primeros
            inquisidores generales fueron Carafa y el español Toledo. De acuerdo con la
            bula pontificia que la instituía, la Inquisición debería intervenir en todos
            los lugares de la Iglesia en que apareciese el error o la sospecha de error.
            Sus sentencias se fueron haciendo cada vez más rigurosas al ir aumentando la
            influencia de Carafa. Sin embargo, ya el mero hecho del establecimiento del
            supremo tribunal de la fe dispersó los focos protestantes de Italia y obligó a
            los indecisos a tomar una decisión. Entre ellos se encontraban personalidades
            de gran prestigio, destacados predicadores, como el canónigo agustino Pedro Mártir
            Vermigli, natural de Florencia, y en otro tiempo visitador de su Orden, y el
            sienés Bernardino Ochino,
              que en 1541 había sido elegido por segunda vez vicario general de la joven
              Orden de los capuchinos. Ambos habían caído en Nápoles bajo el influjo de Juan
              de Valdés, y a ambos los denunciaron, como a sospechosos de herejía, los
              teatinos. Cuando en 1542 la Inquisición instó a Ochino a que se presentase ante
              ella, éste encontró en el camino a Vermigli. Ambos huyeron juntos a Ginebra,
              donde se pusieron al servicio de la innovación, y tras haber tenido una vida
              andariega, dura con frecuencia, que llevó a ambos a Inglaterra bajo el reinado
              de Eduardo VI, acabaron su vida el uno como zuingliano en Zurich, y el otro como presunto antitrinitario,
                en Moravia. El hecho de que la Orden
                  de los capuchinos, a la que se le había prohibido ya que se propagase fuera de
                  Italia y a la que se le prohibió predicar tras la apostasía de su vicario
                  general, consiguiera superar esta crisis, es una prueba de la interna solidez
                  de la Orden y de la energía vital de la reforma.
                  
                 LA LUCHA POR EL
          CONCILIO
            
           La contribución más
          importante de Paulo III a la
            renovación eclesiástica fue la convocación del Concilio de Trento. La «lucha por el Cocilio» duró casi una
              generación, desde que Lutero, tras su interrogatorio en Augsburgo, apeló en
              1518, desde Wittenberg, a un
                concilio futuro, legítimo, a convocar en lugar seguro, y repitió en 1520, por
                motivos propagandísticos, la misma apelación, pero especialmente desde que el
                reformador invitó a las autoridades seculares, en su libro A la nobleza
                  cristiana de la nación alemana, a convocar un «concilio realmente libre»,
                que debería anular la falsificación del Evangelio llevada a cabo por la
                Escolástica y la Curia romana. Un concilio entendido y realizado según las
                ideas bajomedievales de Marsilio Ficino y según el modelo de Constanza y
                Basilea no sólo significaba, para el pontificado del Renacimiento, una amenaza
                de su existencia, sino que era también un peligro mortal para la misma Iglesia.
                Pero el pueblo y los Estados de la Dieta alemana pedían un «concilio general,
                libre, universal», pues no consideraban que la causa de Lutero estuviera
                definitivamente decidida por la bula Exsurge y la excomunión del
                profesor de Wittenberg. La
                  petición de un concilio libre del papa, a celebrar en territorio alemán y que
                  no debía convocar ni dirigir aquél, tenía que ser vista necesariamente en Roma
                  con la máxima desconfianza. Por ello Clemente VII supo ir eludiendo, durante
                  todos los años de su pontificado, la exigencia de un concilio, sin dar una
                  negativa de manera clara. Durante años se estuvo discutiendo sobre el concilio
                  sin llegar a ningún resultado. Mas en Alemania veíase en la resistencia de Roma
                  la confirmación de las acusaciones de Lutero contra la corrupción del
                  pontificado. La petición de un concilio encontró un poderoso defensor en Carlos
                  V, cuando el emperador, tras larga ausencia, se dispuso a poner en orden las
                  cuestiones religiosas de Alemania. Con ocasión de su coronación imperial en
                  Bolonia, en 1530, obligó al papa a aceptar, contra su voluntad, un concilio, si
                  en la Dieta que estaba convocada para Augsburgo no se conseguía una unión. Ahora
                  bien, al intervenir el emperador a favor del concilio, éste se convirtió en un
                  asunto de alta política. Para el rey Francisco I de Francia, que tenía una
                  orientación nacionalista, en contraposición al emperador, de ideas
                  universalistas, el concilio significaba únicamente la posibilidad de debilitar
                  la oposición interna alemana contra el emperador. Por motivos políticos tenía,
                  pues, que estar en contra del concilio e impedir en lo posible su convocatoria.
                  
                 El cambio de gobierno en
          Roma, en el año 1534, no trajo consigo ninguna variación al principio. Más bien
          reforzó el deseo del emperador de que en el concilio se tratase sobre todo de
          la reforma de la Iglesia y la eliminación de los abusos, dejando de lado las
          cuestiones dogmáticas, y, por otro lado, reforzó también la resistencia de los
          adversarios tácitos de la reforma existentes en la Curia. Pablo III era, sin
          embargo, demasiado inteligente para no darse cuenta de que era preciso acceder
          en cierto modo a la petición de un concilio, si es que la Iglesia, y sobre todo
          el papa, no querían perder todo crédito. Por ello, ya en enero de 1535 envió
          sus legados a las cortes europeas para anunciar el concilio y enterarse de qué
          se opinaba acerca del lugar en que debería celebrarse. Las dificultades
          vinieron de los afiliados a la Liga de Esmalcalda y del rey de Francia.
          Mientras el legado pontificio trataba en Wittenberg con Lutero, el cual le dijo, al parecer, que estaba
            dispuesto a defender su doctrina en un concilio convocado en Mantua o en Verona, la Dieta de la Liga de Esmalcalda le
              respondió que no aceptaba un concilio más que en territorio alemán, y sólo con la
              condición de que el papa se sometiese al concilio y permitiese la asistencia de
              representantes de los príncipes seculares. Francia rechazó decididamente todo
              concilio que se celebrase en territorio sometido a la influencia del emperador,
              pero un año más tarde lo aceptó, aunque con ciertas restricciones. La
              neutralidad política del papa, que tan a mal le tomó Carlos V, parecía, pues,
              haber dado sus frutos. De esta manera, en junio de 1536 el papa convocó el
              concilio, para el mes de mayo de 1537, en Mantua. Sin embargo, los de la Liga
              de Esmalcalda se negaron a aceptar la bula de convocatoria, y Lutero, por su
              parte, compuso los Artículos de Esmalcalda, que subrayaban con toda fuerza la
              antítesis con el dogma católico. El rey francés declaró que ni él ni sus
              prelados podían aceptar Mantua, por motivos de seguridad. Además, el duque de
              esta ciudad puso unas condiciones imposibles de cumplir, referentes a la
              guardia del concilio. Este fue, pues, aplazado y convocado para el 1 de mayo de
              1538 en la veneciana Vicenza. En
                Alemania ni los teólogos, ni Eck ni los príncipes católicos creían ya que
                fuera a celebrarse el concilio. Pero, finalmente, los tres legados conciliares
                entraron en Vicenza, acompañados
                  únicamente por cinco obispos. Ellos habían de ser casi los únicos asistentes al
                  concilio. La inauguración se aplazó varias veces, y finalmente, en mayo de
                  1359, se suspendió por tiempo indefinido. El escepticismo de los círculos
                  alemanes se hizo todavía mayor, si es que esto era posible. Incluso el
                  emperador vio ahora en el papa el obstáculo principal para la celebración del
                  concilio; por ello le amenazó con reunir una asamblea eclesiástica imperial o
                  nacional e intentó, con el consentimiento del papa, lograr un entendimiento directo
                  con los protestantes por medio de coloquios religiosos.
                  
                 Pero en Roma seguía
          adelante la reforma programada por el dictamen de 1537, y en su espíritu
          aprobóse, en 1540, la Compañía de Jesús. Desde el verano de 1541 volvió incluso
          a tratarse en Roma del concilio. Se había llegado ya a un acuerdo para que la
          ciudad en que se celebrase fuese Trento, cuando la nueva convocatoria quedó sin efecto, debido
            a que estalló una nueva guerra entre Francia y el emperador. Siete meses
            después de la fecha de inauguración no había en Trento más que diez obispos. Sólo la paz de Crépy, de
              septiembre de 1544, hizo que el camino hacia el concilio quedara libre.
              Presionado por el victorioso emperador, Francisco I se comprometió, en una declaración
              secreta, a enviar delegados al Concilio de Trento. Pablo III renovó, pues, la convocatoria para esta
                ciudad, con la bula Laetare, Jerusalem, de 19 de noviembre de 1544. El concilio debería
                  reunirse en la citada ciudad imperial, en el domingo Laetare de 1545,
                  para acabar con la división religiosa, reformar el pueblo cristiano y liberar a
                  los cristianos cautivos de los turcos. Nuevas dificultades y desconfianzas
                  retrasaron el comienzo de la asamblea. Hasta muy tarde no nombró la Curia a los
                  tres delegados conciliares, a saber: los cardenales Juan María del Monte,
                  Marcelo Cervini, sabio varón, y Reginaldo Pole, pariente del rey de Inglaterra. Muy lentamente fueron
                    llegando los obispos a la ciudad del concilio, mientras en Roma y en la corte
                    imperial se llevaban a cabo grandes negociaciones diplomáticas. Evidentemente
                    el emperador quería esta vez ganar tiempo. Carlos V sabía que los protestantes
                    jamás asistirían por su propia voluntad a este concilio convocado por el papa,
                    pues ya Lutero, más brusco que Melanchton, había escrito en 1545 su panfleto
                    titulado Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, que pretendió
                    enviar a Trento en
                      latín y en alemán. El emperador pensó, por ello, en quebrantar primeramente la
                      fuerza político-militar de los protestantes, es decir, de los miembros de la
                      Liga de Esmalcalda, y luego obligar a los vencidos a asistir al concilio. Pero,
                      finalmente, el concilio se inauguró en Trento el primer domingo de adviento, 13 de diciembre de
                        1545, antes de que comenzase la guerra de Esmalcalda. La «lucha por el concilio»
                        había terminado.
                        
                       EL CONCILIO DE TRENTO
          
         Ninguno de los escasos
          asistentes a la solemne inauguración del concilio —eran, además de los tres
          cardenales légalos, el cardenal de Trento, cuatro arzobispos, veintiún obispos, cinco generales
            de Ordenes religiosas, los legados del rey Fernando, y cincuenta peritos,
            teólogos en su mayoría— podía pensar que aquella asamblea de la Iglesia,
            interrumpida por dos veces, no acabaría hasta dieciocho años más tarde, y
            menos aún que, habiendo sido tan difícil llevarla a la práctica, tendría
            durante siglos una importancia inmensa para la vida de la Iglesia. Durante el
            primer período del concilio, que duró hasta septiembre de 1549, los legados
            conciliares cumplieron su tarea con extraordinaria habilidad si se tiene en
            cuenta sobre todo que al comienzo de la asamblea no estaba fijado ni el
            programa a tratar ni la manera de proceder. Las ideas que se tenían sobre el
            programa de trabajo del concilio eran muy diferentes entre sí. El papa deseaba
            que se confirmasen los dogmas negados por la innovación; Carlos V y su hermano
            Fernando querían en primer término la reforma eclesiástica. El diferir para
            más tarde la discusión sobre las cuestiones dogmáticas había de hacer más fácil
            a los protestantes su asistencia a Trento, después de la victoria del emperador, que se esperaba,
              y mantener libre el camino para restablecer la unidad. Muy prudentemente, los
              legados se reservaron el derecho de proponer ellos mismos los temas,
              preguntando de modo formal al concilio si había que comenzar por el dogma o
              por la reforma. La gran mayoría se pronunció por que se tratasen paralelamente
              ambas cosas. Pero el papa, con el cual los legados estaban en contacto por
              medio de correos regulares, no aprobó la discusión simultánea. El concilio no
              pudo convertir, pues, el acuerdo en un decreto, pero de hecho lo cumplió,
              después de que los legados se defendieron contra el reproche que se les hizo en
              Roma y consiguieron también finalmente de allí una cierta libertad de
              actuación. En consecuencia, en las sesiones siguientes se discutieron y
              promulgaron siempre, junto a Decreta de fide, también Decreta de reformatione. Por reforma no
                se entendía, ciertamente, una transformación radical de las instituciones
                vigentes: por ejemplo, la eliminación del monacato y cosas semejantes, que era
                lo que entendían los protestantes por reforma, sino la eliminación de los
                abusos existentes en la vida práctica de la Iglesia, lo cual estaba de acuerdo
                con la opinión de muchos padres conciliares, que pensaban que muchos abusos
                eran sólo consecuencia de la mala instrucción en la doctrina.
                
               En cuanto al reglamento
          de las sesiones, que se fue regulando poco a poco, se siguió el modelo del
          Concilio de Basilea, con sus comisiones especiales encargadas de cada una de
          las materias, y del quinto Concilio de Letrán, con el poder absoluto de los
          legados —el cual, ciertamente, no dejó de ser discutido—, en lugar de un
          presidente elegido por el concilio. Los legados presentaban a la asamblea los
          artículos heréticos, tomados directamente de los escritos de los reformadores,
          o indirectamente de los de sus adversarios. Los teólogos, que no tenían
          derecho a votar y que pertenecían en su mayor parte a las Ordenes mendicantes,
          deliberaban sobre aquéllos. Los padres, que disponían de voto, adoptaban una
          posición sobre el problema en las congregaciones generales. Luego los cánones y
          los capítulos doctrinales eran redactados por una comisión elegida; sus
          deliberaciones se irían convirtiendo cada vez más en la parte principal de la
          labor conciliar. Venía luego una segunda lectura —que se repetía en caso
          necesario— en la congregación general, y, finalmente, la publicación de las
          conclusiones así maduradas, en las sesiones solemnes.
              
         Como ya hemos dicho,
          cuando el concilio se inauguró estaban presentes únicamente veintinueve
          cardenales y obispos. De Alemania no acudieron en el primer período más que el
          obispo auxiliar de Maguncia, Miguel Helding, y los procuradores de los obispos
          de Tréveris y Augsburgo. De Polonia, Hungría y Suiza no había absolutamente
          nadie. En cambio, todos los demás países europeos que habían continuado siendo
          católicos estaban representados. Por su gran sabiduría se distinguió el
          superior general de los agustinos eremitas, Seripando; los jesuítas Laínez y
          Salmerón, el franciscano Alfonso de Castro y los dominicos Melchor Cano y
          Pedro de Soto brillaban entre los theologi minores, así como en las
          comisiones. Que en la asamblea conciliar existía libertad de palabra y de voto
          es algo que se halla atestiguado por la existencia de una oposición conciliar,
          aun cuando los asistentes no votaban por naciones, como antiguamente en
          Constanza, sino individualmente.
          
         Las deliberaciones y
          definiciones dogmáticas eran absolutamente necesarías, pues la bula Exsurge sólo había condenado, en efecto, las primeras proposiciones de Lutero. Mas
          entre tanto los reformadores habían continuado elaborando sus ideas, mientras
          el magisterio oficial de la Iglesia se mantenía en silencio. Era preciso
          disipar, por ello, la ambigüedad teológica, bajo la cual pudo extenderse cada
          vez más la Reforma protestante. Si se quería llegar a tomar decisiones
          dogmáticas era preciso, sin embargo, ponerse antes de acuerdo sobre el método
          teológico a seguir. Frente a la división de la Sagrada Escritura en libros
          canónicos y libros apócrifos, tomada por Lutero de Erasmo, se proclamó, aunque
          no se justificó de nuevo, el canon de la Escritura del Concilio de Florencia,
          dejando con ello sin resolver el problema de la distinción entre lo canónico y
          lo auténtico. El principio formal del luteranismo, en cambio, fue atacado de
          manera más radical y decidida, cuando, en la cuarta sesión, las tradiciones,
          rechazadas por Lutero como cosa de hombres, fueron equiparadas a la Escritura,
          como fuente de fe. El problema de si la tradición dogmática —que sólo en el
          curso de las deliberaciones llegó a ser distinguida claramente de las
          tradiciones disciplinarias— encierra en sí una corriente de revelación, es
          decir, completa la Escritura o únicamente la interpreta, fue un problema cuya
          solución se dejó a la teología del futuro. Para el uso teológico-eclesiástico
          se declaró auténtica, es decir, oficial la Vulgata, y en consecuencia,
          suficiente por sí misma para sancionar los dogmas de la Iglesia. La razón que
          adujo el concilio fue que no era ventaja pequeña para la Iglesia saber cuál de
          todas las traducciones latinas de la Biblia que corrían había de ser
          considerada como auténtica. El «decreto sobre la Vulgata» significaba, pues,
          una apreciación especial de ésta frente a las demás traducciones latinas de
          aquel tiempo, pero no frente al texto original hebreo o griego. Una valoración
          de este tipo era necesaria, pues las citas de la Escritura se hacían en latín,
          ya que entonces todavía se empleaba generalmente la lengua latina tanto en las
          discusiones científicas como en los discursos solemnes. El concilio no dejaba
          de ver los defectos de las ediciones hechas hasta entonces por la Iglesia. Se
          pensó en hacer una edición revisada. Pero como norma de interpretación se
          estableció el unanimis consensus patrum, el consenso unánime de los padres, y el juicio de la
            Iglesia.
            
           Sobre estos fundamentos
          resultaba posible edificar también ahora las decisiones dogmáticas exigidas por
          la hora histórica. Sin tener en cuenta la guerra de Esmalcalda, que estaba a
          punto de estallar, ni los deseos del emperador de que ello se retrasase, los
          legados siguieron adelante con las deliberaciones dogmáticas. En la quinta
          sesión se aprobó el decreto sobre el pecado original, dirigido contra los
          pelagianos, pero también, por ello, contra la concepción de Zuinglio y de
          Lutero acerca de la concupiscencia como prolongación del pecado original. La
          escuela agustiniana, a cuyo frente se hallaba Seripando, había quedado en minoría
          en la discusión, y también lo estuvo en la deliberación sobre el decreto de
          justificación, que se prolongó más de seis meses. La culpa de esta duración tan
          larga la tuvieron no sólo el pánico que cundió en el concilio cuando, en julio
          de 1546, los de Esmalcalda amenazaron los pasos de los Alpes, y la oposición de
          los partidarios del emperador a concluir los debates sin que interviniesen los
          protestantes (cosa que se esperaba una vez terminada la guerra), sino sobre
          todo las grandes diferencias de opinión entre los mismos padres y su deseo de
          proceder de la mejor manera posible en esta difícil cuestión. El esquema de
          Seripando fue reelaborado por tres veces; los problemas de la doble justicia y
          de la certeza de la salvación se discutieron en el seno de comisiones especiales
          de teólogos, hasta que por fin, en enero de 1547, en la sexta sesión, se aprobó
          por unanimidad el decreto sobre la justificación. La obra maestra teológica del
          concilio, este decreto doctrinal, el más amplio e importante de todos, que
          contiene dieciséis capítulos y treinta y tres cánones, no pretendió dictar un
          fallo sobre los antagonistas de las escuelas teológicas. Dirigido claramente
          contra las tesis de los reformadores y orientado a proclamar el dogma, describe
          la psicología de todo el proceso de justificación y fija la doctrina sobre la
          gracia santificante y los méritos. La doctrina de la doble justicia, tal como
          la habían defendido Contarini en Ratisbona y Seripando en las discusiones
          preliminares, fue rechazada. Como «toda verdadera justicia se obtiene,
          acrecienta o restablece por los sacramentos», el concilio se dispuso luego,
          consecuentemente, a estudiar éstos. En la sesión séptima se promulgaron
          cánones sobre los sacramentos en general y sobre el bautismo y la confirmación
          en particular. Aquí se pudo aprovechar la labor realizada por la Escolástica
          medieval, y se contrapuso con todo rigor la tesis del signum efficax, de la eficacia de los sacramentos en virtud de su
            realización, a la doctrina luterana de la sola eficacia de la fe en los
            sacramentos.
            
           A partir de la sesión
          quinta se promulgaron también decretos de reforma a la par que decretos
          dogmáticos. El primero ordenaba el nombramiento de lectores de la Sagrada
          Escritura en las iglesias catedrales y colegiales y, en lo posible, también en
          los monasterios. Se quería elevar con ello la formación del clero y conseguir
          una purificación de los abusos y malas costumbres existentes en la predicación.
          Se subraya la obligación de los obispos y de los párrocos de predicar los
          domingos y días de fiesta. A los obispos se les otorgan ciertos derechos de
          vigilancia sobre los predicadores, incluso aunque sean religiosos. Otro decreto
          se refería a la obligación de residencia de los obispos y de los sacerdotes que
          ejerciesen cura de almas. Con ello se atacaba una costumbre arraigada desde
          bacía siglos: la ausencia prolongada de los obispos y párrocos de su diócesis y
          parroquias. Abora bien, no bastaba con subrayar la obligación de residencia.
          Era preciso eliminar los obstáculos y dificultades que se oponían al
          cumplimiento de esa obligación y que procedían del poder secular y, más aún, de
          la Curia. La eliminación de tales obstáculos habría significado realmente una
          revolución en la administración eclesiástica de entonces, en la existencia de
          obispos de Curia, la acumulación de varios beneficios en una sola mano, los
          derechos incontrolados de ordenación de los obispos titulares y nuncios, de la
          extensión de las exenciones, de las innumerables apelaciones a Roma y de la
          práctica curial de las dispensas. Una parte de los padres conciliares no
          estaba convencida de que hubiese, por parte del papa, una voluntad seria de
          reforma, de la cual dependía todo. Al principio los legados se hubieran dado
          por satisfechos, en efecto, con que se renovasen las sentencias condenatorias.
          Pero el esquema de los legados no consiguió triunfar en la sesión sexta. La
          deliberación que siguió hizo que el cardenal Del Monte presentase esta
          confesión programática: La meta de nuestra labor de reforma es el establecimiento
          de la pastoral. También el papa dio un paso adelante. El 18 de febrero de 1547
          publicó un decreto contra la acumulación de diócesis en manos de los
          cardenales. Bajo la presión de esta orden, el decreto de residencia, o si se
          quiere, el reconocimiento del primado pastoral y de la salvación de las almas
          consiguió imponerse brillantemente en la sesión séptima. El decreto, que
          agravaba la sentencias penales, no satisfacía aún, desde luego, a las
          exigencias últimas de una reforma radical, y fue sustituido, en el tercer
          período conciliar, por otro nuevo; pero, sin embargo, puso de manifiesto la
          existencia de una voluntad seria de aspirar sinceramente a lo único necesario.
              
         Entre tanto el papa
          había retirado sus tropas auxiliares al emperador, en medio de la guerra de
          Esmalcalda, y cuando éste, que se hallaba en la cumbre de su poder, estaba
          decidido a obligar a los derrotados protestantes a que asistiesen al concilio,
          los legados pontificios lo trasladaron a Bolonia el 11 de marzo de 1547. Se
          había aprovechado como pretexto para ello un tifus infeccioso que había
          aparecido en Trento. No era
            éste, sin embargo, el motivo principal del traslado. Por el contrario, se
            quería sustraer el concilio a la influencia abrumadora del emperador, sobre
            todo porque Cervini había dado ya Alemania por perdida y quería limitarse a
            conservar la fe en los países latinos. También se tenía miedo de que el
            concilio, dominado por el emperador, interviniera en una elección papal, tal
            vez inminente. Pablo III contaba ya, en efecto, ochenta años. El papa recibió
            bien el traslado, pues en una ciudad perteneciente a los Estados pontificios
            podía ejercer su influjo sobre el concilio más fácilmente que en la lejana
            ciudad de Trento, perteneciente
              al emperador.
              
             El traslado del concilio
          demostró ser un grave error. Una minoría de 14 prelados, de sentimientos
          favorables al emperador, protestó y permaneció en Trento. Carlos V se había irritado muchísimo por
            el traslado. Había el peligro de un cisma, pues el emperador declaró que haría
            todo lo posible por convocar un nuevo concilio, el cual habría de revocar todos
            los acuerdos tomados hasta entonces, echar toda la culpa al papa y luego llevar
            a cabo la reforma necesaria. Carlos V prometió en Augsburgo a los Estados que
            el concilio proseguiría en Trento y
              promulgó, para mientras esto se realizase, el Interim. En círculos imperiales llegó a pensarse incluso en
                continuar el concilio en Trento sin
                  el papa, aun corriendo el peligro de un cisma. Mas el emperador no consiguió
                  que la asamblea volviese a Trento, a
                    pesar de que protestó solemnemente. Sin embargo, mientras duraban las
                    negociaciones entre el papa y el emperador, el concilio, que continuaba
                    realizando ciertamente, con toda laboriosidad, su labor teológica en las
                    congregaciones, no promulgó ningún decreto en las dos sesiones solemnes celebradas.
                    Con todo, las deliberaciones sobre la doctrina del sacrificio de la misa y la
                    indulgencia, y la formulación de problemas jurídicos referentes al matrimonio
                    constituyeron una valiosa labor preparatoria para el futuro. Finalmente, la
                    actividad conciliar se paralizó totalmente a partir de febrero de 1548,
                    obedeciendo a la voluntad del papa. En septiembre del año siguiente, dos meses
                    antes de morir, Paulo III suspendió el concilio.
                    
                   Casi tres meses duró el
          cónclave, del que —dados los antagonismos existentes entre el partido del emperador
          y el francés— salió elegido papa, como candidato de compromiso, el hasta
          entonces legado en el concilio, cardenal Del Monte, que tomó el nombre de Julio
          III (15501555). El nuevo papa era,
            asimismo, un hombre de transición. Habiéndose educado todavía en el clima del
            Renacimiento, le gustaba gozar de la vida de un modo alegre y despreocupado,
            amaba las fiestas suntuosas, las cacerías y los banquetes, y no estaba libre
            tampoco del defecto de nepotismo. Mas, por otra parte, no dejaba de comprender
            la situación de la Iglesia. Apoyó a las fuerzas reformadoras, por las que se
            dejó guiar, en especial a la Compañía de Jesús; y, sobre todo, se esforzó por
            que el concilio continuase, como había prometido en las capitulaciones
            celebradas durante el cónclave. No se dejó apartar de esta idea ni siquiera por
            las intrigas de Francia, que no podía desear, por razones políticas, una unión
            entre el emperador y el papa. En noviembre de 1550 Julio III dispuso que el
            concilio se reanudase en Trento en
              el mes de mayo del año siguiente.
              
             Este segundo período del
          concilio duró un año escaso, hasta abril de 1552. La asamblea se inauguró
          puntualmente, pero con asistencia de pocos padres. Pasaron algunos meses hasta
          que el número de participantes superó al del primer período. Prelados
          franceses no había ni uno solo. El rey francés llegó a amenazar incluso con
          convocar un concilio nacional, a causa de la guerra que el papa llevaba
          adelante, en alianza con el emperador, para apoderarse de Parma. En cambio, el número de prelados alemanes
            fue mayor. Junto a los príncipes electores del Rin aparecieron los obispos de
            Estrasburgo, Constanza, Chur, Chiemsee, Víe- na y Naumburgo, y además algunos
            obispos auxiliares y procuradores, e incluso una serie de embajadores de
            Estados protestantes. En la Dieta celebrada en Augsburgo en 1548, el emperador
            había conseguido, en efecto, que los protestantes se comprometiesen a asistir
            al concilio de Trento. De todos
              modos, éstos habían hecho la restricción de que el concilio no debería estar
              bajo la guía del papa, y que se debería volver a discutir los decretos del
              primer período. Es incomprensible que el emperador no hiciese caso,
              conscientemente, de estas condiciones. El papa no sabía al principio
              absolutamente nada del asunto. Pero ambos quitaron toda importancia a la
              promesa, impidiendo de antemano que los protestantes colaborasen en la
              superación efectiva de la división.
              
             PROTESTANTES EN TRENTO
          
         En el otoño continuaron
          las sesiones en Trento; se
            siguió tratando de las cuestiones controvertidas, apoyándose para ello en el
            trabajo previo que se había realizado ya en Bolonia. Los padres se ocuparon
            sucesivamente de cada uno de los sacramentos y fijaron, en la decimotercera
            sesión, la doctrina sobre la eucaristía. Contra la doctrina de la presencia
            virtual o simbólica del Señor, proclamóse la presencia real; y contra la
            doctrina de la empanación, la de la transubstanciación. Cuatro artículos sobre
            la comunión bajo dos especies y la comunión de los niños se dejaron para más
            tarde, hasta la anunciada llegada de los protestantes. Pues a esta sesión
            asistían ya tres legados de Brandeburgo, que presentaron un escrito en el que había expresiones
              de gran respeto para el papa. En la sesión siguiente los padres proclamaron la
              doctrina sobre el sacramento de la penitencia y la extremaunción. La confesión
              auricular, el carácter jurídico del perdón y la penitencia fueron defendidos
              de modo especial. Los decretos de reforma de estas dos sesiones, que no
              contentaron a todos los asistentes, se referían al proceso penal de la Iglesia,
              a la actitud respecto a los obispos, a las obligaciones y poderes de éstos, a
              la vida de los eclesiásticos y a la provisión de los beneficios.
              
             Entretanto habían ido
          llegando, después de la de Brandeburgo, otras legaciones protestantes, los
          enviados del duque Cristóbal de Württenberg y los delegados de seis ciudades de
          la Alta Alemania, y el que luego sería historiógrafo, Sleidan de Estrasburgo.
          Más tarde llegaron todavía los enviados del príncipe elector Mauricio de
          Sajonia. Aunque fueron recibidos amistosamente por españoles e italianos, estos
          políticos y juristas no quisieron tratar directamente con los padres, sino que
          lo hicieron a través de los legados imperiales. No era poco lo que pedían. Se
          les concedió el aplazamiento de las decisiones dogmáticas hasta la llegada de
          sus teólogos y una escolta libre. Pero el volver a discutir todos los decretos
          aprobados hasta entonces, así como el admitir la superioridad del concilio
          sobre el papa y el eximir a todos los obispos presentes del juramento de
          fidelidad eran realmente unas exigencias imposibles de cumplir. Cuando luego
          los teólogos de Stuttgart presentaron
            una «Confesión de Württenberg» y exigieron que el concilio la aprobase, el
            mismo emperador se dio cuenta de que las conversaciones no tenían porvenir
            ninguno. Para encubrir sus preparativos de levantamiento contra Carlos V, el
            príncipe elector de Sajonia hizo todavía que Melanchton se pusiese en camino
            hacia Trento. Pero
              entonces Mauricio, en alianza con Francia, atacó y se dirigió hacia el sur de
              Alemania. El emperador huyó de Innsbruck. El
                miedo a los soldados protestantes que se acercaban dispersó a los padres
                conciliares. Finalmente, en la decimosexta sesión, se aplazó el concilio por
                dos años, aunque luego no volvió a reanudarse hasta pasados casi diez.
                
         El concilio parecía,
          pues, quedar incompleto. Todavía estaban sin resolver numerosas cuestiones
          controvertidas, y los decretos de reforma promulgados no los había aprobado aún
          el papa, y mucho menos eran practicados en la vida cotidiana de la Iglesia. Es
          verdad que se preparaba en Roma, cuando los decretos de reforma del concilio
          se consideraban ya en la Península Ibérica como derecho vigente, una gran bula
          de reforma, que debía dar fuerza de ley a los decretos tridentinos, modificados
          o completados en parte. Unicamente la muerte del papa impidió su publicación.
              
         La siguiente elección
          pontificia puso de manifiesto que la idea de reforma había conseguido triunfar
          de modo definitivo en la Curia. Los cardenales eligieron a la personalidad más
          digna que había entre ellos, el cardenal Cervini, que ya había hecho muchos
          méritos como legado durante el primer período del concilio. La elección de este
          sabio sacerdote, que había trabajado día y noche en los decretos, fue saludada
          con las más halagüeñas esperanzas. Pero Marcelo II murió a los veintidós días
          de pontificado; su nombre permanece, sin embargo, vivo hasta el día de hoy en
          la memoria de las gentes gracias a la Missa papae Marcelli, de Palestrina.
            
           EL PAPA PABLO IV
          
         En el cónclave siguiente
          fue elegido papa, contra los deseos de los cardenales de sentimientos
          favorables a España y al emperador, el decano de los cardenales, Carafa, noble
          napolitano. Pablo IV (1555-1559), tal fue el nombre que tomó, era asimismo un defensor
          de la reforma figurosa. Cuando era obispo de Chieti, la había impuesto
          implacablemente en su obispado; era conocido como miembro del Oratorio del
          Divino Amor y como uno de los fundadores de la Orden de los teatinos, al igual
          que como miembro de la comisión de reforma creada durante el pontificado de
          Pablo III. Tenía, ciertamente, setenta y nueve años, pero su energía y su
          actividad continuaban intactas. A su voluntad de acero se unía la rigidez de
          la vejez; su actitud frente al mal era todavía impetuosa, áspera y furibunda.
          Vivía dentro de las ideas de un Inocencio III, cuyas reivindicaciones de poder
          creyó tener que realizar también en el campo político, acaso tras la abdicación
          de Carlos V. Carente de comprensión para el radical cambio de la época, había
          perdido también la visión para juzgar rectamente a los hombres. Sólo así pudo
          concebir sospechas, por ciego celo por el mantenimiento de la fe, acerca de dos
          hombres tan llenos de méritos como los cardenales Morone y Pole, y hacer encarcelar durante dos años al
            primero. A Pole le salvó
              de sufrir esta misma suerte el que estuviera ausente en Inglaterra y su
              temprano fallecimiento. Unicamente a esta falta de conocimiento de los hombres
              hay que atribuir que el papa nombrase para el cargo de secretario de Estado a
              su sobrino Carlos Carafa. No era éste el nepotismo de antiguo estilo, cuyo
              anhelo era enriquecer a los parientes. Pablo IV esperaba que su sobrino
              apoyaría de modo eficaz las elevadas tareas de su cargo. Sin embargo, aquél
              era indigno de tal confianza. Acudiendo a vergonzosas extorsiones, estableció
              un verdadero régimen de arbitrariedad; y cuando, finalmente, alguien se atrevió
              a decírselo al papa, éste actuó sin miramiento alguno. Mas la deposición y la
              excomunión no pudieron anular la injusticia y los escándalos cometidos.
              
             En manos de tal
          secretario de Estado, también los asuntos políticos eran llevados mal. A ello
          se añadía la actitud hostil por principio del papa contra la familia de los
          Habsburgo, a causa de su origen napolitano. Por ello concertó una alianza
          contra el emperador con Enrique II de Francia, y el nepote movilizó
          públicamente las tropas. Felipe II, heredero de España y de las posesiones
          italianas de Carlos V, hizo que la Universidad de Lovaina le diese un dictamen
          en que se decía que, sin contravenir sus deberes de rey católico, podía
          adelantarse al ataque, que era inminente, inaugurando él mismo las
          hostilidades, y ordenó a su general, el duque de Alba, que invadiese los
          Estados de la Iglesia. La guerra fue desfavorable tanto para los ejércitos
          pontificios como para las tropas auxiliares francesas. El duque de Alba
          apareció ante las puertas de la Ciudad Eterna. Parecía inminente un segundo sacco
            di Roma. Entonces se concertó la paz, en la que el vencedor mostróse muy moderado.
          El papa tuvo que comprometerse a permanecer neutral en el futuro, y se le
          devolvió el territorio que se le había conquistado. El duque de Alba testimonió
          al papa, en nombre del rey español, la sumisión más completa.
            
         Pero el papa se había
          metido en un callejón sin salida, con su obstinación verdaderamente testaruda,
          en el problema de la sucesión del emperador, que había abdicado. Para
          salvaguardar los derechos pontificios envió a Francfort un legado suyo. Pero a
          éste se le excluyó de toda intervención en la elección del emperador. Como el
          nuevo emperador, Fernando I, se obligó a respetar la Paz religiosa de
          Augsburgo, que el papa consideraba como inválida, y como además habían
          intervenido en la elección tres príncipes electores protestantes, el papa,
          apoyándose en el dictamen de una comisión, declaró que su obligación era
          negarse a reconocer a Fernando. Sin embargo, nadie se preocupó de esta protesta
          jurídica del papa, para suerte de la causa católica sin duda.
              
         En contraposición a su
          desconocimiento de los asuntos políticos, el papa abrigaba un celo radical por
          la causa de la reforma de la Iglesia. Pablo IV no quería saber, desde luego,
          nada del concilio. Le parecía demasiado largo y poco eficaz. Quería reformar
          por sí mismo. Siguiendo los principios de aquel dictamen en que había
          colaborado él mismo, inició
            una lucha implacable contra la «herejía simoníaca», que era el nombre que, simplificando las cosas, se daba en la Curia a todos los defectos. Se aumentó extraordinariamente el ámbito de competencia de la Inquisición y se reorganizó radicalmente la dataría, con perjuicio de los ingresos pontificios; la disciplina
              en el clero y en las Ordenes religiosas fue inculcada mediante órdenes estrictas. Los capuchinos
                corrieron peligro de tener
                  que unificarse con los franciscanos.
                    La Compañía de Jesús era considerada por el papa
                      con la más extrema
                        desconfianza, por haber sido fundada por un español; se suprimieron las ayudas
                          económicas a sus colegios romanos, e incluso la casa profesa fue registrada
                            en busca de armas. El papa estaba decidido a revisar la constitución y la regla de la Compañía a la primera ocasión. Después
                              de la muerte de san Ignacio, a quien el papa calificaba de «tirano de la Orden», ordenó que los jesuítas cumpliesen con la oración coral y,
                                siguiendo el modelo de su Orden de los teatinos, limitó el tiempo de
                                  duración del cargo de General, que hasta
                                    entonces había sido elegido vitaliciamente.
                                      
                                     Se castigó con todo rigor la herejía. El papa consideraba como asunto de
          conciencia el asistir cada semana a las sesiones del tribunal de la fe. La Inquisición entendió muy pronto también en delitos morales, blasfemias, faltas contra los preceptos de ayuno, y prestó oídos a acusaciones
            frecuentemente insostenibles. Puede comprenderse que, después
              de la muerte de tal papa, el pueblo, exasperado por este régimen de terror,
                asaltase y destruyese el edificio de la Inquisición. También fue implacable la lucha del
                  papa contra los libros heréticos. Miles de ellos fueron
                    arrojados al fuego. En 1559 se publicó una lista de libros heréticos, que fue
                    el primer Indice romano oficial. Eran tan rigurosas sus disposiciones, que
                    Pedro Canisio declaró que él no
                    podía observarlo en Alemania. Pocos años más tarde este Indice fue anulado. A
                    la lucha rigurosa contra la herejía se debe también la bula Cum ex
                      apostolatus officio. En ella el papa, en
                        virtud de los plenos poderes que le correspondían sobre los pueblos y los
                        reinos, renovaba todas las penas sobre los clérigos y seglares, príncipes y
                        súbditos que se apartasen de la fe, y declaró inválidas las elecciones de
                        apóstatas, y a ellos mismos privados de todas sus dignidades, derechos y
                        posesiones. Sus territorios y sus diócesis pertenecerían a los católicos que
                        primero se apoderasen de ellos. Tales disposiciones tenían que hacer aparecer a
                        los católicos que vivían en países protestantes como sospechosos de alta
                        traición, aun cuando, en general, no produjeron efectos prácticos.
                          
         REAPERTURA, CRISIS Y
          TERMINACION DEL CONCILIO
            
           Hasta
          cuatro meses después de la muerte de Pablo IV, cuyo celo produjo resultados trágicos, no hubo sucesor,
            que fue elegido en la
              noche de Navidad de 1559. ¡Tan grandes habían sido los
                antagonismos de los partidos nacionalistas en el Colegio de cardenales! El nuevo papa, Pío IV (1559-1565), perteneciente a la familia de los Medici de
                  Milán, había adoptado una actitud de frialdad frente a los impetuosos intentos de reforma de Pablo IV; era un
                    diplomático, un carácter alegre, amante de la vida; constituía, sin duda, una sana compensación para la Iglesia, tras las extremosas unilateralidades anteriores. De nuevo volvió a aliarse con los Habsburgo, tanto con los alemanes como con los españoles. Sabía muy
                          bien, en efecto, que el soberano de España y de sus países vecinos,
                            que tenía profundos sentimientos religiosos, era el más fuerte apoyo de la Iglesia. Pío IV no quiso tener nada que ver con
                              el nepotismo político. Hizo abrir un proceso contra los nepotes de su antecesor. Dos de ellos
                                  fueron ejecutados. Sin embargo, también este papa otorgó honores eclesiásticos y el disfrute de ricos beneficios a sus parientes de las familias de los Hohenems, de Vorarlberg, y de los Borromeo de Milán. Y
                                      así, inmediatamente después de su elección, llamó a Roma
                                        a su sobrino Carlos Borromeo, que no contaba más que
                                          veintiún años, y lo elevó a la dignidad de cardenal, y pocos meses
                                            después a la de arzobispo de Milán, entregándole la administración de los
                                            Estados de la Iglesia y la dirección de la diplomacia pontificia. Mas el joven
                                            cardenal nepote refrenó con su carácter puro la exagerada tendencia de su tío
                                            al favoritismo familiar. La prematura muerte de su hermano mayor, que murió
                                            sin hijos, decidió a Carlos a recibir secretamente la ordenación sacerdotal,
                                            para excluir toda esperanza de los parientes de que sería él el que prolongaría
                                            la estirpe. A la ordenación siguió el comienzo de una vida ejemplar, llena de
                                            fervor religioso y de ascética rigurosísima. Era el «genio bueno de Pío IV» (Ranke); y aunque no
                                              es suyo, ciertamente, el mérito de que el Concilio de Trento se reanudase
                                                —esto fue sin duda obra personal del papa—, sin embargo hay que atribuir, tanto
                                                a su estricto cumplimiento de las indicaciones de su tío, como a su incansable
                                                actividad personal, el que la decisión de continuarlo se llevase adelante a
                                                pesar de todas las dificultades, y el que el concilio pudiera ser concluido
                                                felizmente.
                                                  
                                                 El nuevo comienzo fue difícil. La
          interrupción del concilio había producido
            efectos funestos. En muchos países habían surgido nuevas condiciones de vida.
            En Alemania, gracias a la Paz religiosa de Augsburgo el luteranismo se había
            consolidado como una fuerza política; en Polonia, un sínodo nacional allí
            celebrado se había aproximado mucho a los innovadores; en Inglaterra Isabel I
            había dado la vuelta a la obra de recatolización de su media hermana; y en
            Francia, los constantes progresos del calvinismo y la inestable situación
            interior habían hecho pensar en un concilio nacional para regular autónomamente
            la cuestión religiosa. El emperador deseaba un concilio de unión, cuyo lugar de
            celebración debería ser distinto, y el cual hubiera podido trabajar con
            independencia, en cierto modo, de las resoluciones conciliares tomadas hasta
            entonces. Tampoco Francia quería vincularse en modo alguno a las anteriores
            decisiones, y le hubiese gustado exigir una declaración de que el concilio
            estaba por encima del papa. Felipe II exigía, en cambio, no un nuevo concilio,
            sino la reanudación del antiguo y el mantenimiento de todos los decretos
            conciliares adoptados hasta aquel momento. Las negociaciones duraron once
            meses. Finalmente el concilio volvió a ser convocado en Trento, sin que la bula dijera claramente si se
              trataba de una continuación del concilio suspendido o de un nuevo comienzo.
              Obtener la conformidad de Fernando fue mérito exclusivo del obispo de Ermland y
              posteriormente cardenal Hosio; las negociaciones con Francia las llevó, con
              gran prudencia, Carlos Borromeo; la invitación a los Estados del Imperio la
              hizo el abnegado obispo Commendone. En la Dieta de príncipes celebrada en
              Naumburgo los protestantes rechazaron con rudos términos la invitación y la
              bula de convocatoria.
              
             El concilio pudo por fin
          volver a inaugurarse solemnemente en enero de 1562, bastante tiempo después de
          la fecha fijada en el primer momento. A la inauguración habían de seguir
          todavía ocho sesiones, hasta que el concilio pudo concluir, felizmente, el 4 de
          diciembre de 1563. La dirección de la asamblea se encontraba en manos de una comisión
          de cinco delegados, entre los que destacaba especialmente, por su ciencia y habilidad,
          Seripando, mientras que Gonzaga, debido
            a su categoría principesca, resultaba especialmente apto para tratar con cada
            una de las naciones. Entre los 113 obispos que asistieron a la sesión inaugural
            no había ni un solo alemán; tan cuidadosamente habían procurado los príncipes
            alemanes no lesionar la Paz religiosa de Augsburgo asistiendo al concilio. En
            primer lugar se abordó en las deliberaciones el problema, tratado ya en 1547,
            de la obligación de residencia de los obispos. Con este motivo surgió
            inmediatamente una apasionada disputa entre los partidarios del sistema
            episcopal y los del sistema papal. Los obispos españoles, sobre todo, pero
            también una parte de los italianos, defendían la idea de que los obispos reáben
            su poder de Cristo mismo y de que, por tanto, también la obligadón de
            residencia era de derecho divino; por este motivo, no eran posibles, en este
            problema, dispensas pontificias, y los muchos obispos de la Curia, empezando
            por los cardenales, deberían marcharse a sus diócesis. Los curialistas veían
            en tales tesis un ataque a los derechos primaciales del papa. Después de meses
            de discusión, el papa prohibió que se siguiera disputando y pensó en deponer de
            sus cargos a Gonzaga y a
              Seripando.
              
             Luego se reanudaron las
          discusiones dogmáticas y se elaboraron los artículos, antes aplazados, sobre la
          comunión de los niños y la comunión bajo dos especies. Siguió después el
          decreto sobre el sacrificio de la misa, que enseñaba que la misa era el
          memorial y la actualizadón del sacrificio de Cristo en la cruz, con el mismo
          sacerdote sacrificador y el mismo don sacrificial, diferentes entre sí
          únicamente por la forma de la ofrenda.
              
         En medio de los debates
          dogmáticos, el legado imperial presentó al concilio un libelo de reforma de su
          señor, en el que se pedía que el problema de la reforma se tratase antes de
          seguir tratando de cuestiones dogmáticas. El libelo contenía una serie de
          propuestas y peticiones para mejorar la Iglesia en la cabeza y en los miembros;
          exigía, entre otras cosas, que se accediese al cáliz de los seglares y al
          matrimonio de los sacerdotes, para impedir, mediante concesiones, nuevos
          progresos de la innovación. La petición del cáliz de los seglares la apoyaba
          también Baviera. Pero los legatos consiguieron que estas peticiones se remitieran
          al papa, para que él decidiese.
              
         Las discusiones sobre la
          obligadón de residencia y sobre el citado libelo de reforma habían caldeado ya
          los ánimos; pero la tensión subió más aun cuando finalmente en el mes de
          noviembre llegó a Trento una
            comitiva de 10 ó 15 prelados franceses, a cuyo frente iba Carlos de Guisa, el
            elocuente «cardenal de Lorena». Los recién llegados se pusieron muy pronto de
            parte de la posición episcopalista, en el problema de la obligación de
            residencia, y —lo que resultaba todavía más peligroso— defendieron los decretos
            del Concilio de Constanza acerca de la superioridad del concilio sobre el
            papa. En la cuestión de la reforma apoyaron peticiones semejantes a las del
            emperador y consiguieron convencer a Fernando para que dirigiese una carta al
            papa, en la que le exhortaba a no oponerse a una reforma decretada por el
            concilio. Se esperaba un escrito semeiante de Felipe II. Y cuando el emperador
            fijó su residencia en Innsbruck, para
              estar más cerca del condlio, y convocó a su corte a un consejo de teólogos para
              que tratasen los asuntos de la reforma, y el cardenal de Lorena y el legado español participaron en las
                deliberaciones de Innsbruck, y
                  además, para mayor desgracia todavía, los dos más destacados legados
                  pontificios en el concilio, Gonzaga y
                    Seripando, murieron uno después de otro, pareció que una especie de
                    paraconcilio en Innsbruck privaba
                      al Concilio de Trento de su
                        sentido y su fuerza. Pero el papa y sus consejeros romanos, sobre todo
                        Borromeo, se dieron cuenta del peligro. Era absolutamente preciso llegar a un
                        acuerdo con el emperador. Para ello, Pío IV nombró presidente del concilio a su
                        mejor diplomático, el cardenal Morone, tan probado por los golpes del destino.
                        Morone marchó a Innsbruck y
                          convenció al emperador de que la voluntad de reforma del papa era sincera. El
                          cardenal de Guisa fue ganado para que accediese a un compromiso, y a Felipe II
                          se le calmó, enviándole un escrito de propia mano del papa, en que éste le
                          aseguraba sus intenciones. La gran crisis estaba vencida. Ahora el concilio
                          —tal como lo deseaba también sobre todo Carlos Borromeo, por miedo a una muerte
                          prematura de su tío— podía abordar una tras otra las tareas que quedaban y
                          acabar felizmente.
                          
                         La próxima sesión estuvo
          dedicada a tratar del sacramento del orden, que fue relacionado de manera
          estrecha con el sacrificio de la misa, en contraposición a las ideas
          protestantes. En el decreto sobre la obligación de residencia, que fue
          considerablemente intensificado en comparación con anteriores redacciones, se
          pasó por alto la debatida cuestión de si se fundaba en un derecho divino o en
          un derecho eclesiástico. El denominado decreto sobre los seminarios ordenaba
          que todos los obispos fundasen seminarios para formar en ellos un clero
          diocesano suficientemente numeroso y bien formado. En él se incluyeron casi
          textualmente las sugerencias contenidas en las constituciones de 1555 del
          cardenal Pole para
            Inglaterra y que se practicaban ya con éxito en los colegios romanos de los
            jesuítas. El preocuparse por la futura generación sacerdotal se enumeraba
            también entre los deberes más urgentes de los obispos. Sólo así podía
            eliminarse el obstáculo que para toda reforma en las diócesis representaba la
            falta tremenda de sacerdotes celosos formados y de gran altura moral. Las
            sesiones siguientes aportaron decretos dogmáticos sobre el sacramento del
            matrimonio y resoluciones jurídicas fundamentales acerca de la celebración del
            matrimonio. Sobre todo, el decreto Tametsi declaró nula la celebración
            secreta del matrimonio. Eliminóse así una fuente de múltiples inseguridades
            jurídicas, y el matrimonio como sacramento quedó sometido de manera más clara
            y visible a la competencia de la Iglesia. En la sesión final se aprobaron
            decretos dogmáticos concernientes a la doctrina sobre el purgatorio, la
            veneración a los santos y las indulgencias. Es curioso que este último punto
            dogmático, del que había brotado, en el aspecto temporal, toda la división,
            fuese tratado sólo de pasada.
            
         Junto a las cuestiones
          dogmáticas se trataron también las referentes a la reforma. La habilidad de
          Morone consiguió aquí atajar las diversas exigencias nacionales presentando él
          mismo una amplia propuesta de reforma; también logró disminuir el interés de
          los príncipes por un tratamiento demasiado extenso de las cuestiones de
          reforma proponiendo una reforma de aquéllos por el concilio. Si bien la reforma
          de la Curia debería quedar reservada al papa mismo, la propuesta de reforma del
          legado contenía un amplio programa, que, tras ser estudiado y debatido con
          detalle, fue incluido igualmente en los decretos de las dos últimas sesiones. Y
          así, cada tres años deberían celebrarse sínodos provinciales, y cada año,
          sínodos diocesanos; los obispos deberían visitar regularmente sus diócesis, y
          los cabildos catedralicios deberían ser reformados. Los abusos antiquísimos en
          los nombramientos de cargos, la acumulación de prebendas, las expectativas, las
          provisiones y las reservaciones deberían desaparecer; otras disposiciones se
          referían al ministerio de predicar y a la instrucción religiosa del pueblo.
          Con razón se ha dicho que el primer motivo de estas disposiciones era la
          activación y el fomento de la pastoral. Un decreto específico de reforma, el De
            regularibus, se ocupaba de los monasterios y de las Ordenes religiosas. Se
          prohibió que los religiosos poseyesen nada privadamente, se reguló la
          visitación de los monasterios, se eliminó el sistema de encomienda y se fijó
          una edad mínima para ingresar en los monasterios y otras cosas por el estilo.
            
         Durante el segundo día
          de la última sesión, el 4 de diciembre de 1563, se leyeron en su integridad, o
          al menos en sus comienzos, todas las resoluciones del concilio tomadas desde
          1546, que fueron aprobadas por los padres y sometidas al papa, para que éste
          las confirmase, con un solo voto en contra. El concilio decidió, en cambio, que
          los decretos de reforma sólo tendrían validez salva la autoridad de la Sede
          Apostólica. Las reformas pendientes fueron remitidas directamente a la Santa
          Sede. La situación del papado por encima del concilio quedó así solemnemente
          reconocida por los asistentes, que eran nada menos que 255 padres. Con las
          aclamaciones a los papas y a los príncipes pronunciadas por el cardenal de Lorena, con el anatema lanzado sobre todos los
            herejes, y la despedida de Morone: «Id en paz», se dio fin a esta asamblea de
            la Iglesia. Pocas semanas después, el 26 de enero de 1564. Pío IV confirmó los
            decretos del concilio.
            
          
 
        La labor del Concilio de Trento, relativamente muy larga,
          interrumpida varias veces, amenazada por tantas dificultades y crisis, no
          logró alcanzar, indudablemente, la gran meta que al principio se propuso:
          restablecer la unidad de la fe. La otra parte se negó a secundar estos
          esfuerzos de la asamblea. El Occidente cristiano quedó escindido confesionalmente;
          más aún, la clara definición de las doctrinas controvertidas profundizó
          todavía más esta escisión. Pero precisamente estos dogmas inequívocos, que
          definían la sustancia dogmática y no opiniones de escuelas teológicas, salvaron
          —si así puede decirse— la fe católica, aclarándola en los puntos más decisivos
          y amenazados. El concilio «delimitó, pero no separó donde no existía ya
          separación». No se trazaron límites, sin embargo, en todos los terrenos. Así,
          por ejemplo, quedó sin resolver la cuestión del primado pontificio. E incluso
          las aceradas fórmulas de los decretos no constituían una formulación
          racionalista, una frigidissima disputatio de una Escolástica degenerada.
          Su lenguaje quería ser y continuar siendo un lenguaje piadoso, que no sólo
          tiene en cuenta el resplandor de la verdad, sino también la santidad de la vida
          cristiana. El resultado de esta autorreflexión serena, sincera y profunda de la
          Iglesia fue que la cristiandad recibió del concilio unos decretos doctrinales
          redactados con frecuencia en un estilo realmente clásico. Esto no significa
          que se hubiera dicho la última palabra para siempre —nuevos puntos de vista
          plantean nuevos problemas, incluso en cuestiones «solucionadas», y una base
          ecuménica más amplia ofrece también la posibilidad de completar las soluciones
          adoptadas. Mas, frente a los terribles ataques de aquella época, la Iglesia
          atestiguó y defendió con claridad su patrimonio de la verdad. Tampoco en lo que
          se refiere al contenido de cada una de las tesis elaboradas se valorará nunca
          bastante la aportación dogmática del concilio. Para la vida moral del individuo
          tenía una importancia fundamental el que, al ser declarada la doctrina de la
          justificación, la voluntad humana no apareciese como completamente privada de
          libertad, ni la justificación se presentase exclusivamente como gracia. Con
          todo, ésta conservó y mantuvo su valor y su dignidad, como gracia antecedente y
          santificante, que saca al hombre de su pasividad y le hace capaz de realizar
          buenas obras. Y al rechazar, en la doctrina sobre el pecado original, la idea
          de que éste es la inclinación al mal, se evitó una condenación general de las
          inclinaciones y tendencias del corazón humano, que deberían ser extirpadas,
          según el calvinismo. La naturaleza no es, sin más, pecado. Las pasiones pueden
          ponerse también al servicio de ideales morales dentro del orden social. Aquí
          está la raíz de la gran aportación cultural católica del Barroco. La doctrina
          católica sobre el pecado original fue la que posibilitó dogmáticamente la
          conquista del universo, tal como la intentó la cultura barroca.
          
         También la constitución
          monárquica de la Iglesia fue corroborada por el concilio. Es verdad que no se
          llegó a tomar una decisión entre episcopalismo y papalismo en el problema de la
          obligación de residencia. El concilio no definió expresamente la primacía de
          la Sede Romana, pero, de hecho, todas las resoluciones fueron sometidas a la
          aprobación pontificia. La temida debilitación de la situación primacial del
          papa, por un nuevo despertar de la idea conciliarista —la cual quedó desbancada
          de hecho por toda la estructuración y el decurso del concilio— no llegó a
          producirse. Y, por fin, lo decisivo históricamente fue que la Iglesia, en lucha
          con el protestantismo, que avanzaba victoriosamente, y con las Iglesias
          nacionales católicas, se consolidó a sí misma, reafirmando su cerrada
          estructura monárquica. A ello se añadió la consolidación, no de derecho,
          ciertamente, pero sí de hecho, de la potestad episcopal frente a todas las
          coartaciones anteriores, y la espiritualización del ministerio eclesiástico en
          cuanto a tal, que caracteriza el derecho canónico del «período postridentino».
              
         Es cierto que los
          decretos de reforma del concilio parecieron, con frecuencia, muy poco
          coherentes entre sí y no consiguieron imponerse sino muy poco a poco y
          venciendo grandes dificultades. Hicieron ver, sin embargo, que se estaba
          firmemente decidido a eliminar los múltiples abusos, que ni se negaron ni se
          cohonestaron, y a dar nuevo vigor a los antiguos ideales. Aquí se llegó a
          trazar incluso, en muchos campos, un programa completo, el cual ofreció una
          base sólida para la renovación religiosa y moral del clero y del pueblo. Esto
          no quiere decir que cada uno de los puntos no hubiera sido visto ya antes de
          ser tratado en el seno del concilio. Muchas de tales reformas se habían
          proyectado ya en diversos lugares, sin que el impulso viniera de la Iglesia
          oficial; más aún, en varios sitios habían conseguido triunfar. Basta recordar
          las nuevas congregaciones o los sínodos diocesanos de Giber ti en Verona, el cual encarnaba realmente la figura ideal de un
            obispo celoso de las almas y preocupado por sus sacerdotes y por su pueblo.
            Pero el concilio hizo suyos oficialmente los diversos ímpetus privados de
            reforma y los impuso como precepto a la Iglesia entera. Ahora se volvió a
            colocar oficialmente, ante la vista de los prelados secularizados, los antiguos
            preceptos sobre la vida sencilla y digna; ahora la Iglesia se negaba a
            consentir el matrimonio de los sacerdotes, a pesar de las presiones del
            emperador Fernando, para retener a los clérigos pervertidos. El precepto de la
            incardinación del clero secular hizo desaparecer el clericus vagus, que sólo había pensado en su bien, y dio a los fieles
              pastores que vivían permanentemente entre ellos y conocían sus necesidades y defectos.
              Al pueblo se le volvió a presentar el ejemplo de una vida cristiana, y todo el
              mundo se dio cuenta de que había llegado el momento de reconcentrarse y
              reformarse a sí mismo. Pero con ello se les devolvió también a las
              personalidades responsables, clérigos y seglares, que se habían ido haciendo
              cada vez más pesimistas sobre el futuro de la Iglesia, el saludable optimismo,
              la seguridad interna en sí mismos, el valor para defenderse contra los ataques
              subsiguientes de la Reforma protestante, y la voluntad de reconstrucción.   
        
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