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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA

Por

NORBERT BROX

 

1. Los comienzos de la Iglesia . 2. Historia de misiones y conversiones . 3. Sociedad, Estado y cristianismo . 4. Vida y organización de la Iglesia . 5. Conflictos, herejías y cismas . 6. Orientaciones teológicas . 7. La literatura teológica de la Iglesia antigua . 8. Los cuatro primeros concilios ecuménicos

 

Prólogo

 

La historia de la Iglesia forma parte del conjunto de temas tratados en teología. Pero ésta es una afirmación que no siempre ha resultado tan evidente como hoy puede parecemos. Se discute ciertamente si el estudio de la historia de la Iglesia puede denominarse simplemente teología y en qué sentido. Pero en los últimos doscientos años de la historia de la teología se ha ido viendo con toda claridad que no puede darse el proceso cognitivo de la teología sin la historia eclesiástica; es decir, que no se puede renunciar a la idea de que cristianismo e Iglesia presentan múltiples modalidades históricas, y esa idea ha transformado la teología.

Forma y «esencia» del cristianismo no puede describirse ni entenderse, si no se conoce su historia, por la que ha llegado a ser tal como hoy se presenta. Quien se ocupa de la teología tiene que remitirse a unos conocimientos básicos de historia eclesiástica para lograr un conocimiento sólido y objetivo de la Biblia, del dogma, de la confesión e institución de la Iglesia. El conocimiento histórico de la Iglesia corrige las abstracciones idealistas e ideológicas de la teología; pero sobre todo ayuda a comprender y exponer las afirmaciones bíblicas y dogmáticas sobre la peculiaridad decisiva de las relaciones entre fe e historia, revelación e historicidad en el cristianismo como afirmaciones sobre la historia efectiva de la humanidad.

En el marco de un manual, la exposición de la historia eclesiástica debe tener en cuenta determinados presupuestos. En la investigación, en el quehacer docente y analítico se han generalizado ciertos esquemas y formas de proceder, que sirven para elegir, presentar y discutir los temas de la historia eclesiástica. A ellos se ajustan los programas de estudio y las exigencias vigentes de los exámenes académicos. Un libro de trabajo y estudio tiene que acomodarse a esta situación. Y de acuerdo con ello está concebido el presente volumen por lo que se refiere a su esquema y selección.

Cierto que siempre pueden hacerse críticas a semejante exposición, porque no contiene determinadas cosas o porque las presenta en forma demasiado breve. Pero hay que aceptar sin más el compromiso entre el alud del «material» y el número disponible de páginas. Espero haber encontrado el recto equilibrio entre la exposición panorámica y la suficiente precisión de contenido, entre texto legible y relato conciso. El libro quiere servir a unos objetivos de estudio en sentido estricto y proporcionar a la vez una información básica.

Al final de cada capítulo (y aun de los parágrafos) se ofrece la bibliografía atinente, para que el lector pueda informarse con detalle o mayor amplitud sobre el tema. En cambio, las exposiciones de índole general y los instrumentos bibliográficos van al final del libro.

En la selección de los títulos se ha tenido en cuenta su calidad científica, así como el estilo expositivo y su valor de información para el círculo de lectores a los que nos dirigimos. Por lo demás, no siempre se dispone de una auténtica selección para cada tema parcial.

 

1. Los comienzos de la Iglesia

                        

La Iglesia tiene su comienzo en los pequeños grupos de amigos, parientes y seguidores de Jesús de Nazaret, que continuaron en Galilea y en Jerusalén después de su muerte o que se formaron a continuación. El que tales grupos («comunidades»), en tanto que ya existentes antes de la muerte de Jesús, no se disolvieran ante la vivencia deprimente de su ejecución, sino que por el contrario desarrollasen una intensa vida comunitaria y una sorprendente actividad propagandística, se debió a un motivo extraordinario, sobre el que ellos mismos han dejado amplios testimonios. El comprensible entumecimiento, el miedo y resignación, que en los primeros momentos cundieron frente al manifiesto fracaso de Jesús y la pérdida de su Rabbí (por ejemplo Me 14,27.50; Lc 24,20s), se transformaron inesperadamente en un nuevo entusiasmo inicial. El motivo se debió al hecho de unas experiencias del todo inesperadas, que se vivieron y que han quedado certificadas en las narraciones de unos encuentros completamente nuevos de Jesús con los discípulos (las «apariciones») y en la afirmación de que había resucitado de entre los muertos (ICor 15,3-8; Mc 16,1-8; Mt 28,1-20; Lc 24,1-53, etcétera). Qué había ocurrido en concreto y cómo discurrió la primitiva historia de aquellos grupos sólo se puede reconstruir de forma muy limitada en razón de la peculiaridad, escasez y carácter fortuito de las fuentes.

Las fuentes de nuestro conocimiento sobre los primeros tiempos cristianos son los escritos del Nuevo Testamento; es decir, una serie de autotestimonios de aquellas comunidades cristianas. Para las últimas décadas del siglo I y primeras del II se agregan otros escritos, asimismo cristianos, que no han entrado en el canon bíblico. Y tienen también su valor informativo (son los denominados «padres apostólicos»). Los documentos extracristianos así como los arqueológicos no entran en consideración como informaciones directas sobre la época más antigua de la Iglesia. Los primitivos escritos cristianos han de examinarse en cada caso según los métodos adecuados por lo que se refiere a su contenido de noticias históricas, porque sus tendencias primordiales se mueven en el terreno de la confesión y propaganda, y no en el de la historiografía exacta.

De ahí que sepamos relativamente mucho sobre los contenidos de la fe y sobre las teologías que se formaron en las primeras comunidades desde el recuerdo de la vida y predicación de Jesús y bajo la impresión de su muerte y de la experiencia pascual. Pero hay también importantes procesos o hechos históricos, que podemos conocer o reconstruir a partir de tales contenidos y teologías. Así, los datos geográficos del Nuevo Testamento certifican que no debemos representarnos el cristianismo primitivo desde el comienzo como la única comunidad originaria de la ciudad de Jerusalén, sino que hemos de pensarlo como una pluralidad de comunidades dispersas geográficamente, que poseían sus recuerdos y relatos locales acerca de Jesús, una parte de los cuales ha entrado en nuestros cuatro evangelios. Un ejemplo claro es la primitiva tradición pascual sobre las apariciones del Resucitado en Galilea (además de Jerusalén; cf. Mc 14,28; 16,7). Tales relatos topográficos en viejos relatos bíblicos son a veces una señal de que en tal sitio hubo ya desde época temprana una comunidad que preservó el recuerdo de Jesús en ese texto.

El sentimiento fundamental del cristianismo primitivo fue la entusiasta vivencia de una novedad, la sensación de estar viviendo entonces la irrupción de la salvación del mundo. En ella se veía la llegada de los últimos días, porque según la concepción judía el fin del mundo significaba que Dios interviene y crea la nueva tierra. Así, pues, se vivía —como en parte también el judaísmo coetáneo— en la expectación apocalíptica del fin del mundo. Se esperaba ese fin como algo ya inminente y con un acompañamiento dramático de catástrofes humanas y cósmicas (Mc 13). El reino de Dios, proclamado por Jesús (Mc 1,15), no podía hacerse esperar por largo tiempo; el propio Jesús lo había anunciado para el tiempo inmediato (Mc 9,1). Además, ahora ya había vuelto al mundo de los vivos el Crucificado, como el primero de entre los muertos. Para la concepción judía de la época ello sólo podía ser el comienzo del fin.

Esa expectación inminente como un contar efectivo y realista con el rápido fin del mundo se fue perdiendo ya en el curso del siglo I; pero mientras estuvo viva, y aun después, condicionó todas las perspectivas e intereses y hasta la intensidad de la fe y del obrar. De ahí que las comunidades primitivas aparezcan muy distintas de la Iglesia posterior desde aproximadamente el siglo II. Eran pequeños grupos todavía sin normativas institucionales; es decir, sin una solicitud preeminente por las estructuras de un ordenamiento y las competencias ministeriales, sin las instituciones de una asociación religiosa organizada, porque durante largo tiempo no se sintió la necesidad de unas instituciones. Para aquellas comunidades lo necesario era la conversión efectiva de la vida precedente, el apartarse de los demonios (ídolos), el bautismo como liberación del pecado que acarrea la muerte, y con ello la pertenencia a la comunidad en que se celebraba el banquete y memorial escatológico, mediante el cual se obtenía la comunión con el Resucitado y, por ende, con el único Dios verdadero y salvador, de modo que así se podía aguardar con confianza la segunda venida (parusía) del Redentor y el juicio como salvación.

Dado que las comunidades de ese modo consideraban el mundo y la historia como ya «pasados» y al mismo tiempo estaban persuadidas de poseer en el evangelio el único conocimiento decisivo para todos los hombres, por una parte se concentraron para el período de tiempo que aún les quedaba en acomodar radicalmente su vida individual y comunitaria a esas nuevas circunstancias; y, por otra, en ganar y salvar el mayor número posible de hombres que todavía vivían en la ignorancia o en el error. Para ellas toda la realidad se dividía en vieja y nueva. Nada podían esperar de lo viejo, es decir, del tiempo y del mundo pasados. Y, sin embargo, lo viejo ofrecía una dura resistencia a Dios, no se convertía, perseguía a los «santos», como los cristianos se llamaban a sí mismos por la elección de que habían sido objeto.

Surgía así un frente y una situación de lucha, que se podía describir de un modo mítico (demonios, diablo, enemigos de Dios) y de una forma moral (vicios, pecado, incredulidad).

Esas orientaciones básicas de la primitiva autoconcepción cristiana tuvieron consecuencias duraderas para la conducta social de aquellos grupúsculos, que acabaron de un modo intencionado y consecuente en un aislamiento social. Representaban simplemente una minoría minúscula e insignificante dentro de la sociedad, sin una auténtica probabilidad de éxito y reconocimiento y estrictamente preocupadas por una separación moral y religiosa. Pese a lo cual aquellas comunidades estaban impulsadas por el firme convencimiento de que en ellas se desarrollaba el acontecimiento universal decisivo: el giro de la historia desde la situación absurda de este mundo a la salvación para la humanidad entera se estaba realizando en la comunidad cristiana. Aquellos pequeños grupos se veían como el centro del acontecer universal. Su concepto de la propia importancia estaba en flagrante contradicción con su insignificancia social y sociológica. Cuanto más fuertes eran la presión y resistencia exteriores, más firme e inquebrantable era esta autoconcepción.

Por ello se comprende que allí no apareciera la solicitud por unas instituciones permanentes ni por unas estructuras estables. Es verdad que la necesidad de un ordenamiento, disciplina y competencia, se impuso ya en la vida comunitaria del cristianismo primitivo; pero las medidas o reglamentaciones pragmáticas, como las que Pablo por ejemplo prescribía en algunas de sus cartas, no eran todavía del tipo canónico- jurídico que adquirirían más tarde, sino que primordialmente se interesaban por el desarrollo de los dones (carismas) en la comunidad y por el mantenimiento del ethos cristiano (cf. I Cor 12,4-30).

Con ello las primeras comunidades representaban una agrupación dentro del judaísmo, que ya constaba de diferentes partidos religiosos; por lo que una nueva corriente (intrajudía) no provocaba ninguna sensación ni escándalo alguno. Los cristianos seguían creyendo en el Dios de Israel; su Biblia era la Biblia de los judíos (aunque ciertamente que con otra interpretación). El que ellos vinculasen su fe mesiánica y su expectativa apocalíptica a Jesús de Nazaret no los convertía dentro del judaísmo que, prescindiendo del monoteísmo bíblico y de la obligatoriedad de la ley, era relativamente adogmático en disidentes insoportables. Seguían viviendo -como el propio Jesús- en la práctica judía del culto del templo y de la ley (Act 2,46; 10,14) y a los de fuera les producían la impresión de ser justamente una secta judía (Act 24,5.14; 28,22), pero no una nueva religión. Y ellos personalmente no eran de opinión distinta considerándose judíos.

Por lo demás, vivían precisamente según la enseñanza del judío Jesús, que era su único maestro. Y desde el comienzo ya practicaban el bautismo como rito de incorporación a la comunidad. Es decir, que eran una verdadera comunidad independiente. Celebraban en sus casas el banquete eucarístico como un servicio litúrgico cerrado, en el que sólo podían participar los miembros de la comunidad; además cumplían con el culto judío

Todo esto en su conjunto constituye un signo claro de la autonomía y vida propia del grupo dentro del judaísmo; pero no de una separación del judaísmo. La joven Iglesia se entendía a sí misma como un evento dentro de Israel. En ella había empezado a actuar el Espíritu de Dios para los últimos tiempos, que había sido prometido a Israel (Act 2,1-21). Aquí se reflejaba el «fin» de la historia de Israel, por cuanto que esa historia alcanzaba ahora su meta y consumación al final de los tiempos. El cristianismo primitivo se entendía como un Israel «nuevo», y ello en el sentido de que el Israel «viejo» en su conjunto (y no desgarrado) tenía que convertirse en ese Israel nuevo; es decir, que debería emprender el camino de Jesús y llegar a la fe en él.

La joven comunidad vio su tarea (como el mismo Jesús: Mc 7,27; Mt 15,24) en Israel, y al principio no fuera de él (cf. Mt 10,5s). Desde el primer día tuvo esa tendencia universal de representar a todo Israel por completo, en vez de constituir un «resto santo». El rechazo histórico de la fe en Jesús por parte de Israel representó por ello para la comunidad primitiva una enorme desilusión y hasta lo convirtió en un problema teológico (Rom 9-11). Los tempranos éxitos misioneros entre los gentiles dieron entonces nueva actualidad al universalismo: desde entonces se apunta a «todos los pueblos», más allá de las fronteras de Israel.

 

«Hebreos» y «helenistas»

 

El cristianismo primitivo no sólo presentaba una dispersión geográfica, tampoco en su posición religiosa fundamental y en su praxis era un fenómeno unitario. Y la diferencia por entonces más decisiva se refería a las relaciones de la comunidad con el judaísmo. No todos los cristianos tenían el mismo pasado judío. En el propio judaísmo (al igual que en la sinagoga de Jerusalén) existía la diferencia entre judíos oriundos que hablaban arameo y judíos de lengua griega (o bilingües) que habían vivido en la diáspora judía de un país extranjero helenístico (por ejemplo, Egipto, Grecia, Asia Menor o Roma). En razón de su diferencia lingüística se habían formado distintas comunidades sinagogales. Y en ellas hay que suponer también unas diferencias por lo que respecta a las relaciones religiosas con la tierra de Israel, con el templo, el culto y la Ley, que para los judíos de la diáspora no podían desempeñar el mismo papel que para los judíos de la tierra patria.

Pues bien, los miembros de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén procedían de ambos grupos, de modo que también en ella se repitió la misma división. En los Hechos de los Apóstoles ambos grupos de cristianos se denominan «hebreos» y «helenistas» (Act 6,1). Por este escrito lucano cabe suponer que probablemente formaban dos comunidades (parciales), separadas en el culto litúrgico por la barrera de la lengua, pero actuando al unísono en el campo de la acción caritativa. El grupo de los siete personajes, mencionados en Act 6,5, todos con nombres exclusivamente griegos (Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas, Nicolás), representaba probablemente la dirección de la comunidad de los «helenistas», como réplica al colegio de los Apóstoles en la comunidad de los «hebreos». Debieron de surgir dificultades ocasionales entre ambos grupos de la primitiva comunidad jerosolimitana (Act 6,1).

Pero desde el punto de vista de la historia de la Iglesia tuvo gran importancia el que los cristianos «helenistas» tuvieran un grave conflicto con la sinagoga greco-parlante de la ciudad. Conflicto que se refleja en la historia de Esteban, referida por Act 6,8-7,60; pero que con seguridad tuvo proporciones mayores del simple episodio en torno a Esteban. De acuerdo con dicho texto el motivo del choque estaba claramente en la doctrina de los helenistas que afectaba a su concepción del judaísmo. Por las fuentes podemos saber que esa parte de los cristianos jerosolimitanos se había comprometido con una determinada línea de la predicación de Jesús: la que recordaba su crítica del templo y de la ley, con la que Jesús había atacado entre protestas el montaje establecido de la religión y la concepción de la ley corriente en su tiempo (no la existencia judía como tal). Así, según Lucas, la acusación de los testigos y de las autoridades contra Esteban fue de «blasfemia» contra Dios, Moisés, el templo y la ley, así como la denuncia de que pretendía destruir el templo y las instituciones mosaicas reclamándose a «ese Jesús» (Act 6,11-14; 7,48.53). Con la relativización y crítica del templo y de la ley, predicada por los «helenistas», se había superado la frontera —como ya ocurriera con Jesús- de lo que permitía la disciplina sinagogal. Las autoridades intervienen y expulsan a aquellos cristianos de la ciudad como herejes judíos (Act 8,1).

Y ahora los dos grupos de la comunidad primitiva se separaban por los sucesos ocurridos: los «helenistas» deben abandonar Jerusalén, mientras que los «hebreos» continúan allí. Con ello se echa de ver hasta qué punto debían de diferenciarse entre sí: los «hebreos» no daban a las autoridades judías motivo alguno para que tomasen medidas disciplinarias. En sus tradiciones sobre Jesús, la crítica de la ley no jugaba un papel similar; por el contrario recordaban y predicaban al Jesús que había ratificado la ley hasta en sus menores detalles (Mt 5, 17-19).

La receptividad de los «helenistas» a la crítica que Jesús había hecho al culto y a la Ley probablemente estaba preparada por el pasado judío de los mismos en la diáspora, donde las circunstancias externas podían conducir en muchos casos a una concepción fundamental de la fe judía más liberal y abierta que la espontánea en la madre patria. Como quiera que fuese, para ellos, la proximidad a la predicación e imitación de Jesús era ahora más importante que una aproximación a la práctica legal de la piedad judía. Se dio, pues, aquí una división del cristianismo primitivo que iba a durar: los «helenistas» consideraron eliminada por Jesús la obligatoriedad del culto y de la ley, y por ese camino avanzaron sin volver atrás. Los «hebreos» continuaron vinculando su fe en Jesús con su observancia judía, siguieron siendo tolerados en el ámbito del judaísmo y allí tuvieron un futuro limitado en un relativo aislamiento respecto del resto de la historia eclesiástica. Así, todavía en los siglos II y III hubo en el Próximo Oriente importantes grupos cristianos que practicaban su cristianismo de una manera muy judía, toda vez que mantenían la ley (al menos en parte), veneraban a Moisés como profeta, mientras que odiaban y rechazaban a Pablo como «traidor» que había querido «suprimir» la ley.

Esta división fáctica del cristianismo primitivo condujo también dentro de la Iglesia a un conflicto que en ciertos momentos pareció grave. Los «helenistas» expulsados practicaron y predicaron el cristianismo sin conexiones judías en su misión entre los gentiles fuera de Palestina, es decir, sin la ley ni la circuncisión. Los cristianos palestinos, que en buena medida seguían siendo judíos, protestaron a veces de forma apasionada e intervinieron de inmediato, pues estaban convencidos de que el bautismo en nombre de Jesús suponía la circuncisión y la observancia de la ley.

Después de su conversión, Pablo entró en aquella situación conflictiva contribuyendo decisivamente a resolverla en un sentido favorable a la misión de los gentiles libre de la ley (Gál 2). En tales enfrentamientos Pedro mantuvo una posición que podríamos calificar de media, mientras que Santiago, el hermano del Señor que en Jerusalén era la máxima autoridad, abogaba enérgicamente por la praxis vernácula. En ese contexto se celebra el denominado Concilio de los Apóstoles, el año 48/49 (Gál 2; Act 15,1-29), un encuentro de los representantes de los diferentes grupos cristianos, en el que se llegó a este acuerdo: entre los gentiles había que fomentar un cristianismo sin imposiciones judías, pero entre judíos había que continuar ligados a la práctica de la ley mosaica. La Iglesia primitiva se decidió entonces por una diversidad de caminos para el evangelio. El cristianismo gentil helenista tendrá una importancia extraordinaria para la historia y difusión ulterior del cristianismo.

Pero esto también puede decirse del cristianismo primitivo judeocristiano de Jerusalén, de Palestina, en suelo griego. La fe en Jesús se desarrollaba aquí en el horizonte de la fe y del pensamiento judíos, expresándose por completo en las categorías de la esperanza de salvación judía. Los perfiles del evangelio sobre la revelación de Dios y la salvación en Jesús de Nazaret, la esperanza que de ahí deriva para los hombres, las formas de conducta para la vida ética de los cristianos, presentaban y siguieron presentando un fuerte matiz judío, y más aún las formas básicas de la liturgia cristiana (servicio divino de la palabra con lecturas, enseñanza y oración, celebración de la cena, bautismo). La comunidad primitiva judeo-cristiana legó estos y otros elementos esenciales (como una idea específica de la historia, la revelación y la salvación), también al cristianismo de la gentilidad. La transferencia la hicieron desde luego los «helenistas», que a su vez eran judíos de origen.

La diferenciación del cristianismo primitivo en diversas corrientes no se limitó sólo al problema del judaísmo dentro de la cristiandad. En muchos otros temas de la confesión cristiana se formaron asimismo diferentes concepciones, lenguajes y centros de interés. El Nuevo Testamento refleja para las primeras décadas una gran pluralidad. Ahí están, por ejemplo, las tradiciones sinóptica, paulina y joánica, con sus respectivas cristologías, escatologías, eclesiologías y soteriologías. La intensa vida comunitaria de los pequeños grupos fue sorprendentemente fecunda en la reflexión e interpretación de la fe, enlazando las más de las veces muy directamente con la situación y entorno de las diferentes comunidades. Un ejemplo singularmente instructivo al respecto es el grupo cristiano, cuya existencia hay que deducir de la fuente Q, que Mateo y Lucas utilizan para sus respectivos evangelios. Designaba a Jesús con el título apocalíptico de «Hijo del hombre», viviendo por lo mismo en una intensa espera del fin; del tesoro de palabras de Jesús, de las que se guardaba memoria, prefirió reunir aquellas que fomentan la bondad, la misericordia, el amor a los enemigos, la no violencia y el amor y que podían ser un llamamiento a los «hijos de la paz». Aquellos cristianos tenían motivo para actualizar el recuerdo precisamente de esas palabras de Jesús, porque justo en Palestina habían entrado en conflicto con los judíos que por entonces organizaban la resistencia armada contra la ocupación romana. Abogaban contra la guerra y fueron perseguidos como colaboracionistas. El cristianismo primitivo ya en sus mismos comienzos se actualizó en las situaciones más diversas. Por la perplejidad que suscitó en cada caso hay que explicar las distintas formas y modos de expresión en los que se documenta históricamente.

 

La primera expansión y sus características

 

Ya en las primeras décadas después de su nacimiento se difundió el cristianismo con una rapidez totalmente sorprendente. En poco tiempo se extendió por Palestina, Siria, Asia Menor, Chipre, Grecia, Egipto y Roma, sin que se supiera en todos y cada uno de los lugares quién lo había llevado hasta allí. Los principales responsables de estos éxitos rápidos fueron desde luego los misioneros itinerantes, del tipo de Pablo y sus colaboradores, que en cada lugar dejaban tras de sí las comunidades fundadas por ellos para marchar a otros lugares en busca de nuevas fundaciones. Quiere decirse que eran gentes anhelosas de alcanzar con una cierta prisa y premura (apocalíptica) espacios relativamente grandes, persiguiendo sobre todo las ciudades (grandes). Pablo quiso llegar hasta España (Rom 15,24), después de haber predicado «desde Jerusalén hasta Iliria» (actual Yugoslavia, Rom 15,19).

Una participación decisiva en el gran éxito inicial la tuvieron, sin embargo, los «helenistas» expulsados de Jerusalén. Ellos fueron los primeros que predicaron el evangelio fuera de Palestina y a no judíos (Act 8,4s; 11,19s). Y predicaron un cristianismo, que no exigía la aceptación de la ley y de la circuncisión. Especial importancia adquirió la comunidad cristiana, sin trabas judías, de la capital siria Antioquía. En principio la ley judía no tuvo allí vigencia. Por ello quedaba excluida la posibilidad de que se la confundiera con la sinagoga de la misma ciudad, hasta el punto de que, según la tradición, fue allí donde la gente empezó a llamar «cristianos» a «los discípulos» de Jesús (cf. Act 11,26). Y es importante que ese cristianismo sin trabas mosaicas fuera de lengua griega y así pudiera ser entendido en todas partes, en las ciudades y también parcialmente en el campo.

Ambas notas -la libertad respecto de la ley y la lengua griega- significaban una apertura universal, que nunca hubiera podido ser igual con un judeo-cristianismo arameo y de cuño palestino. También la ulterior expansión del cristianismo a finales de la Antigüedad puede concebirse sólo sobre tales supuestos. El cristianismo se convirtió a ojos vistas en una religión específica e independiente del judaísmo.

En la etapa misionera de Jerusalén a Antioquía (con una distancia aproximada de 450 kilómetros), de Palestina a Siria, puede advertirse que la expansión no representaba sólo una multiplicación geográfico-cuantitativa del cristianismo, sino que comportaba también su traducción o transformación frente a los nuevos entornos y espacios culturales. No sólo las relaciones con el judaísmo y la ley, hubo también otras cosas que en ese proceso experimentaron una evolución o cambio, por ejemplo, la idea de Dios, la concepción del bautismo y de la eucaristía, las afirmaciones cristológicas, la concepción del Espíritu. Ciertas categorías judías y aun bíblicas experimentaron en la teología y predicación cristiana ciertos cambios que respondían mejor a la mentalidad y capacidad comprensiva de los gentiles (cristianos) con su tradición religiosa y que les resultaban más accesibles. Pero la libertad del cristiano frente a los tabúes rituales y legalistas de la ley (judía) siguió siendo un distintivo importante. Esa fue la versión del cristianismo que aprendió Pablo, a ella se atuvo logrando imponerla en el plano teológico y eclesial. Y ése ha sido el evangelio, sin trabas mosaicas, que se ha impuesto.

En la expansión del cristianismo primitivo no sólo resultan interesantes las perspectivas geográfica y teológica, lo es también la perspectiva sociológica. ¿De qué estratos de la población procedían quienes aceptaban el bautismo? La vieja tesis del carácter proletario de la comunidad primitiva era falsa. Los testimonios más antiguos muestran con bastante claridad que desde los comienzos hubo cristianos pertenecientes a estratos sociales elevados y de notable prestigio social. Dicho con expresión exagerada, el cristianismo nunca fue una religión de esclavos. Todo parece indicar que las relaciones entre los estratos altos, medios y bajos en la Iglesia primitiva respondían aproximadamente a los porcentajes de la sociedad coetánea. Que después una comunidad particular, en el ambiente, por ejemplo, de una ciudad portuaria como Corinto, evidenciase una composición social unitaria (I Cor 1, 26s), no hacía sino reflejar ese hecho, y aun aquí hay testimonios de la presencia de minorías. En la comunidad de Corinto no hay, según Pablo, «muchos sabios... ni muchos poderosos, ni muchos de noble cuna», pero ciertamente que hay algunos. Mucha mayor importancia que en tiempos posteriores tuvieron en los primeros tiempos las mujeres de todas las capas sociales para la vida y misión de las comunidades, como lo certifican sus numerosas nominaciones sólo en las cartas paulinas (por ejemplo Rom 16,1-17).

La expansión geográfica creó ciertos condicionamientos importantes. Cierto que en Palestina y en Asia Menor las comunidades aparecen bastante dispersas, pero el cristianismo al principio se asentó sólo en las grandes ciudades, en las encrucijadas importantes, a veces muy distintas entre sí. Como consecuencia, las comunidades vivían, pese a la triunfante expansión, en un gran aislamiento y «perdidas en el espacio», dispersas por «el mundo» y constituyendo una minoría en cada sitio y lugar; las comunidades vivían geográfica y socialmente aisladas. De ahí que se sintieran «como forasteros» y «en la diáspora» (I Pe 1,1; 2,11). Algunos rasgos característicos de la primitiva teología cristiana obedecen a esa situación extrema para los pequeños grupos. En medio de un entorno desinteresado, y a menudo agresivo, la ética, la concepción del mundo y la expectativa del futuro, típicas de una minoría, se convierten en su perfil peculiar, interesado principalmente en poner distancia frente al «mundo» y en salvarse de la condenación, e interesada asimismo en el fin de la historia.

 

Las influencias del entorno en el cristianismo primitivo

 

No es posible entender el cristianismo primitivo y su historia, si se prescinde de las condiciones y circunstancias históricas bajo cuya influencia estuvo. Su entorno primero fue el judaísmo palestinense en su forma posbíblica coetánea. A ello se sumaron otros fenómenos ambientales, y el propio cristianismo, a su vez, no tardó mucho en convertirse en una «pieza» de su época, la antigüedad tardía. La integración no se quedó en la superficie por lo que respecta a sus influencias sobre el cristianismo. Así, desde sus comienzos el cristianismo fue una religión sincretista («mixta») marcada y configurada por influencias históricas, religiosas y culturales, de procedencia no cristiana. Dos fueron principalmente los campos de los que llegaron esas influencias, que constituían el entorno inmediato del cristianismo primitivo, a saber: el judaísmo helenístico y el mundo gentil romano-helenístico. Ambos marcaron profundamente al cristianismo.

La influencia del judaísmo helenístico fue grande porque el cristianismo no sólo había tenido su origen dentro del judaísmo, sino porque además una y otra vez volvió a encontrarse con el judaísmo en todos los rincones del mundo mediterráneo. En efecto, como judaísmo de la diáspora o dispersión éste se había extendido «por todo el mundo», con sus centros principales en Alejandría y Roma, con una población conjunta superior a la del judaísmo en Palestina. Y en la diáspora el judaísmo quedó notablemente más marcado por el entorno helenístico que lo fuera en Palestina, diferenciándose del vernáculo por la lengua y los perfiles.

La proximidad de Sinagoga e Iglesia prácticamente en todas las ciudades del imperio tuvo como consecuencia tanto una influencia mutua como una solidaridad limitada de los cristianos con los judíos, y también una mutua polémica. La solidaridad consistió, por ejemplo, en que los cristianos tan pronto como defendían el Antiguo Testamento contra la crítica pagana, estaban defendiendo de cara al exterior el común origen religioso, con lo que simultáneamente exoneraban al judaísmo. Pero en la apologética los cristianos fueron también beneficiarios: para su autodefensa contra muchas objeciones paganas podían remitirse a los argumentos judíos de réplica, tal como se encontraban en una vasta literatura judía de propaganda. Lo cual significaba a su vez una influencia judía sobre el pensamiento cristiano.

Y aún fue más importante el que por necesidades del judaísmo de la diáspora, que hablaba griego, se hubieran llevado a cabo en la época anterior al cristianismo y en los primeros tiempos cristianos unas traducciones griegas de la Biblia judía, del «Antiguo Testamento» de los cristianos, especialmente la conocida como versión de los setenta o la Septuaginta. Había, pues, una Biblia en un lenguaje común que todos entendían. El cristianismo sólo necesitaba utilizarla para sus fines catequéticos, litúrgicos y misioneros. Pero la traducción al griego significaba en muchos puntos una interpretación helenística de la Biblia hebrea y judía. Con su empleo el cristianismo primitivo experimentó una influencia y refuerzo complementarios en su interpretación de la tradición judía, influenciada ya y matizada por el helenismo. Otra influencia en la misma dirección se debió a que los cristianos aprendieran la exposición de la Biblia de expositores judíos, por lo que al aspecto metodológico se refería. De judíos helenistas, como el alejandrino Filón (comienzos del s. I d.C.), tomaron los cristianos el método alegorista, con el que se descubrió un sentido escriturístico «espiritual» y «propio» más profundo del que proporcionaba el tenor literal de la Biblia. Esa influencia se prolonga desde Pablo hasta la Edad Moderna.

En tiempos de la Iglesia antigua el método alegorista permitió una conexión entre la Biblia y los modelos mentales filosóficos, según los cuales se concibió la teología cristiana.

El judaísmo de la diáspora había traducido las afirmaciones bíblico-judías a la lengua griega y al pensamiento helenístico, abriendo así caminos que iban a ser de extraordinaria importancia para el joven cristianismo. Incluso temáticamente estableció unos criterios que serían asumidos en la predicación misional cristiana: el testimonio del monoteísmo, la instrucción sobre el verdadero camino de la piedad y la apertura de esperanza para toda vida humana son los «valores angulares» de una predicación bíblica, que los cristianos realizarían después de una forma cristiana. De la influencia en el campo de la liturgia ya hemos hablado.

Muy distintas fueron las influencias por parte de la antigüedad greco-romana. Así, fue de importancia decisiva que el cristianismo hubiera de asentarse en un ordenamiento político, que presentaba ciertas exigencias religiosas y totalitarias. El cristianismo surge en un tiempo en que Roma, tras la conquista militar del mundo mediterráneo oriental, se proclamaba como el imperium universal y definitivo y en que, como consecuencia de los mismos acontecimientos, marcó ampliamente toda la cultura greco-romana del helenismo en religión, filosofía, forma de Estado y de sociedad, derecho, economía y comercio. Los acontecimientos políticos los interpretaban los romanos de entonces en un sentido religioso, como cumplimiento de la providencia divina, que había previsto el orden romano como un orden universal y duradero. El imperio romano se presentaba así con una pretensión de totalidad y con un nimbo religioso (Roma aeterna, Pax Romana). En la institución del cesarismo esa ideología encontró, justo por la época del cambio de era, una nueva forma de expresión religiosa; enlazando con ciertas ideas políticas del helenismo el César fue exaltado a representante de la divinidad; es decir, se divinizó la instancia política. De ahí deriva el llamado culto imperial con el postulado político-religioso del acto de culto por parte de los ciudadanos.

El culto imperial formará parte en el futuro, bien que con énfasis cambiante, de la religión oficial del Estado, que consistía principalmente, pese a todo, en los cultos a los dioses de la religión antigua. El cristianismo se enfrentaba con un paganismo religiosamente vital, no con una religión mórbida y desvirtuada (aunque las concepciones tradicionales no se considerasen ya por entonces como intocables, debido a las ideas ilustradas de poetas y filósofos). Como quiera que fuese, había tradiciones vivas y también innovaciones en el terreno del culto. La religión dominaba la vida privada y pública. Las gentes vivían al ritmo de las fiestas religiosas y en un mundo lleno de fuerzas divinas y demoníacas. Y en él, el Estado cuidaba celosamente sus instituciones sagradas, templos, sacerdotes y cultos. Pues la religión, en tanto que cumplimiento de unos deberes para con los dioses, a los que el imperio se ordenaba para su prosperidad (salus publica), era en primer término asunto del Estado que podía exigirla.

Así, uno de los rasgos más característicos de la religión romana en tiempos del imperio es que era una religión de lealtad. No podían separarse los intereses del Estado y el culto de los dioses. Se esperaba del ciudadano su participación y en determinados casos se le exigía. Pero más allá de ese deber se le dejaba un amplio campo de tolerancia por lo que se refería a sus convicciones y a sus ideas sobre la religión.

En la descripción del mundo pagano ya pueden adivinarse los problemas que éste planteó al cristianismo y la influencia que tuvieron en su desarrollo. La religión estatal cubría el interés público por la religión como afianzamiento cúltico de la política; pero no ocurría lo mismo con las necesidades religiosas del individuo. Éste disponía de alternativas al culto estatal, gracias sobre todo a las denominadas religiones mistéricas-, es decir, a determinados cultos de origen griego (por ejemplo, los misterios eleusinos, los órficos y los dionisíacos), que en los comienzos del cristianismo hallaron amplia resonancia. Mediante ciertas ceremonias el individuo era acogido en un círculo cerrado de personas privilegiadas, de iniciados (mystes), en el que durante la celebración cúltica tenía lugar la visión (epopteia) de cosas divinas; no se trataba de una simple visión, sino que también lograba acceso al más allá divino y mediante ritos, en parte extraños, vivía su divinización, lo que significaba la certeza de su salvación personal. Sobre el particular sólo conocemos los perfiles generales y pocos detalles, porque aquellas sociedades cúlticas imponían a sus miembros una severa disciplina del arcano, es decir, el secreto de las cosas esenciales, como ritos, formas de culto, objetos y escritos sagrados, ciencia cúltica, etcétera.

Es evidente el carácter alternativo de tales cultos a la anónima religión estatal: aquí experimenta el individuo, en el pequeño marco de un grupo (comunidad) esotéricamente cerrado, mediante el rito y de forma muy palpable, la satisfacción de sus necesidades religiosas, sintiéndose seguro por la pertenencia al grupo y en posesión de la salvación celebrada y anticipada cultualmente. Mientras que la religiosidad oficial romana, como la tradición clásica de los antepasados, constituía la Weltanschauung y cultura de las clases superiores, en los misterios tenemos algo del mundo religioso del pueblo bajo. Debido al mayor atractivo religioso y emocional parece que se percibió una cierta competencia con la religión estatal. Como quiera que sea, hubo desconfianza por parte del Estado así como ciertas medidas contra tales cultos secretos que escapaban al control público y no faltó la polémica, muy similar a la que se suscitó contra los cristianos.

Las relaciones de los cristianos con los misterios fueron de dos tipos: se apartaron de los mismos criticándolos duramente, los presentaron como el campo de acción de los demonios, etc., pero al mismo tiempo despertaban en ellos profundas simpatías, pues no se pueden pasar por alto ni discutir ciertos rasgos paralelos de religiosidad entre los misterios y el cristianismo. La estructura comunitaria, la promesa de la salvación al individuo, la esperanza que cuenta para él individualmente, la experiencia y celebración cúltica, y muchas otras cosas representaban desde luego una considerable afinidad. Y los cristianos tomaron también ciertos elementos, especialmente del lenguaje cúltico, como el concepto de «mysterium» para designar la celebración cultual y la revelación salvífica en su conjunto, la «consagración» como sinónimo de la acogida en la comunidad, además de algunos elementos de la concepción realista del culto o de la disciplina del arcano. Hubo, pues, una influencia, pero la dependencia del cristianismo (así como la importancia de las religiones mistéricas en general) fue limitada.

El cristianismo hubo de vérselas con todas estas formas extrañas de religión: con la religión antigua y clásica, con el culto del Estado y del emperador, con los misterios o religiones orientales. Ello dejó huellas profundas de sincretismo (mezcla de diversos fenómenos religiosos) en la teología, en las estructuras de la vida comunitaria y en la autoconcepción de la joven Iglesia. Pero entre las religiones antiguas y nuevas de aquella época la única que sobrevivió a la Antigüedad tardía fue el cristianismo.

 

2. Historia de misiones y conversiones

 

El convencimiento recién adquirido por el cristianismo primitivo de que la fe en Jesucristo era la única oportunidad de salvación para todos los hombres, con independencia del lugar y tiempo en que vivieran, fue la base y motor de la actividad misionera cristiana. En ella la Iglesia primera, debido a su imagen apocalíptica del mundo (expectación del fin), estuvo bajo la presión de que para la difusión completa del evangelio el tiempo hasta el inminente fin del mundo podría ser demasiado corto (Mt 10,23), o que la misión universal tenía que ser llevada a cabo porque sólo así podría llegar el fin (Mt 24,14). A partir de estas y parecidas concepciones se explican el enorme ímpetu expansivo y la conciencia de enviada que tuvo la Iglesia primitiva en su misión eficaz. La meta universal, que se propuso ya el cristianismo primitivo en su expansión ( Rom, 10,18; Mt 28,19; Ap 7,9), se ha realizado en el curso de la historia a una escala singular dentro de la historia religiosa.

El éxito tuvo su fundamento en el carácter peculiar del cristianismo como religión redentora. El comienzo histórico de esa expansión hay que verlo en el crecimiento de las comunidades palestinas (aunque las cifras que se dan, por ejemplo, en Act 2,41; 4,4, tengan ciertamente un valor simbólico). Pero el paso realmente decisivo hacia la «misión universal» lo habían dado los «helenistas» de Jerusalén cuando, tras su expulsión de la ciudad, rebasaron Palestina y predicaron más allá de sus fronteras. El impulso no llegó sólo de una iniciativa y organización eclesial (de parte de los apóstoles o algo similar), sino precisamente la expulsión de una parte de la comunidad primitiva de Jerusalén. De ese modo, en parte forzado y en parte aprovechado espontáneamente, se puso en marcha la expansión. Los nombres que nos han llegado de aquellos portadores de la misión fuera del judaísmo son los de «helenistas» como Felipe, Bernabé y Pablo; pero los primeros y la mayor parte de los mismos nos son desconocidos.

Por lo demás la Iglesia antigua pronto se formó una imagen muy distinta de los acontecimientos. Como los textos bíblicos de Mt 28,19; Me 16,20 y Act 1,8 describen la misión universal como tarea de los doce apóstoles, se consideró que la misión era quehacer exclusivo de ellos, y no de la Iglesia posterior. Se pensó en consecuencia que los apóstoles habían cumplido esa tarea llevando el evangelio «hasta los confines de la Tierra». El cometido de la Iglesia presente ya no es éste. Desde hace largo tiempo el mundo ha cambiado esencialmente y está listo para el fin, porque todos han oído ya el evangelio1. Esta concepción ampliamente difundida y legendaria ha desfigurado y borrado de la memoria la mayor parte de las realidades históricas y los nombres de quienes efectivamente llevaron a cabo esa temprana historia misionera.

Tras el éxito sorprendente de sus comienzos el cristianismo fue creciendo de continuo de forma serena y sin grandes retrocesos, pudiendo extenderse en algunas fases con saltos espectaculares. Uno de los períodos más triunfales parece haber sido el de finales del siglo II (bajo el emperador Cómodo, 180-192), y otro también muy peculiar discurrió en la segunda mitad del siglo III, cuando el cristianismo alcanza tal magnitud que bien puede hablarse de un movimiento masivo. Ninguna de las religiones coetáneas tuvo una historia de éxitos equiparable. Y son esos triunfos los que explican también la creciente reacción de la opinión pública a la existencia del cristianismo. Echando una ojeada a la expansión geográfica del cristianismo, habrá que distinguir diversas fases cronológicas con sus respectivos progresos. En general muchos de los datos son inseguros, porque en muchos puntos las fuentes históricas son incompletas, imprecisas y casuales.

Se puede afirmar de un modo seguro que a finales del siglo I había comunidades cristianas en Palestina, Siria, Chipre, en toda el Asia Menor, en Grecia y en Roma; más o menos inseguro es que aquel temprano cristianismo hubiera llegado ya a Alejandría (Egipto), Iliria y Dalmacia (actual Yugoslavia), a las Galias y España; a finales del siglo II se añadieron iglesias muy importantes. Además de otras iglesias locales en los países que acabamos de mencionar, el cristianismo pudo fundar en el ínterim otras comunidades en Siria oriental, Mesopotamia, Egipto, Italia meridional, Galia, Germania, España y sobre todo en el Norte de África (los países actuales de Tunicia, Argelia, Marruecos y Libia). Sin embargo, la expansión por Occidente no se hizo a todas luces desde Roma, sino que partió del Oriente y en especial del Asia Menor. Hay buenas razones para suponer que finalizando el siglo II hubo comunidades en Tréveris, Maguncia y Colonia.

Pero en el siglo II hay que mencionar también una pérdida: después que en la primera guerra judía (66-70) los judeo-cristianos de Palestina abandonaran el país para volver después a Jerusalén, tras la sublevación de Bar Kokeba y la segunda guerra judía contra los romanos (132-135) como circuncidados que eran abandonaron el país; lo cual supuso por el momento el fin de aquella iglesia. Con lo que también en Palestina sólo hubo entonces un cristianismo gentil.

Hasta comienzos del siglo IV el cristianismo ha crecido considerablemente, y no sólo en extensión sino también dentro de las regiones originales. La iglesia de Alejandría con obispos y teólogos importantes tuvo gran influencia en los contornos y en territorios más alejados (incluso por medio de misioneros); por estas fechas hay en las regiones de Egipto un cristianismo autóctono (copto). Y existe también el cristianismo en Arabia septentrional (al este del Jordán). En Siria la Iglesia de Antioquía adquiere singular importancia con su teología, con los sínodos que allí se celebran y con sus iniciativas misioneras en Armenia, Mesopotamia y Persia. A principios del siglo IV, Armenia cuenta ciertamente con un cristianismo fuerte. En Asia Menor continúa la misión por el país. Además, ahora encontramos a los cristianos en muchas funciones políticas, lo que permite concluir un alto porcentaje de la población de las ciudades. La cristianización de Grecia no presenta esa extensión e intensidad. Tampoco en los Balcanes y en las provincias del Danubio parece que la misión marchó demasiado bien. En Roma, por el contrario, la comunidad hubo de dividirse por haber crecido notablemente: los cristianos llegaban a diez mil. También en Italia central y meridional hay ahora comunidades, aunque todavía en escaso número. En Italia del Norte la presencia del cristianismo está certificada sólo para algunas ciudades, como Rávena, Aquilea y Milán. Lo mismo cabe decir de Cerdeña y Sicilia. La iglesia africana ha alcanzado la categoría de una de las mayores iglesias regionales, con una clara autoconciencia de su importancia. Acerca de España, Galia y Germania (Xanten) los datos precisos resultan difíciles. Y ahora se suma Britania.

Las cifras absolutas de cristianos son problemáticas, cuando ni siquiera sabemos la población total de las ciudades. Pero difícilmente en ningún lugar superaron los cristianos por entonces la mitad de la población.

Sólo en la época constantiniana sale la Iglesia del status de minoría. Para mediados del siglo V se puede hablar probablemente de una clara población cristiana del imperio, al lado de la cual están las minorías gentil y judía. A partir del siglo IV se misiona también a gran escala entre el pueblo llano. Debido a las nuevas circunstancias hubo desde luego en esta época éxitos relativamente fáciles; la adhesión al cristianismo mostraba ahora una tendencia más fuerte que nunca. La Iglesia sentía sus problemas pastorales como consecuencias del oportunismo de las conversiones. Es nueva la misión en Etiopía y la de las iglesias nestorianas hasta el Golfo Pérsico y el Norte de la India.

En el siglo IV el cristianismo llega al bajo Danubio (Rumania y Bulgaria). En Yugoslavia y también en Grecia continúa la expansión. La actual baja Austria y el Norte de Italia se alcanzan en el período de la Iglesia imperial, los valles alpinos y el Sur de Germania en el siglo V. Galia logra ahora mayor importancia eclesiástica. En conjunto la acción misional continuó entre esfuerzos y vacilaciones, y con el bautismo del individuo a menudo sólo se lograba el comienzo (en vez de éxito) de la misión.

Naturalmente que para la misión jugaron un papel importante las condiciones sociológicas de la época. De ordinario las gentes del mundo helenístico estaban ligadas a una estructura familiar estable y funcional, que el padre de familia controlaba patriarcalmente y que en un marcado ordenamiento jerárquico prejuzgaba el rol de cada miembro familiar arrebatándole en buena parte sus decisiones (de índole social o religiosa, por ejemplo). Los judíos, que tradicionalmente seguían asimismo una orientación patriarcal, vivían en la diáspora ligados al mismo tipo de vinculación familiar. De cara a la misión cristiana esta estructura social tuvo varias consecuencias. Podía ocurrir lo que se narra repetidas veces en el Nuevo Testamento: que un hombre «creía en el Señor con toda su casa» (Act 18,8), ya que él tomaba las decisiones que afectaban a la familia con la servidumbre (esclavos). O bien, lo que resultaba especialmente difícil, un individuo «rompía» los lazos religiosos a la vez que sociales que le ataban a la familia. En el caso primero la cristianización de una familia se realizaba de golpe, dentro de una sola generación, cosa que venía preparada por los lazos familiares (I Cor 1,16; Act 11,14; 16, 15.31-33). Junto a las numerosas conversiones individuales, éste fue un fenómeno habitual en la misión. Pero debió de ser más frecuente en las casas judías que en las paganas. Entre los gentiles, en efecto, conocemos muchas veces el segundo caso: al principio, por ejemplo, sólo se podía ganar a las mujeres (con lo que los matrimonios entraban en crisis) o sólo los criados, pero no los señores de la casa, o la familia se iba convirtiendo sucesivamente y quizá de forma incompleta. En este caso los lazos familiares representaban una barrera para la misión, porque el individuo sólo con dificultad podía liberarse de los mismos. Pero ciertamente que también hubo conversiones de familias enteras entre los paganos.

Una buena parte de sus éxitos misioneros la obtuvo el cristianismo a costa del judaísmo. Los llamados «temerosos de Dios» y prosélitos (gentiles convertidos al judaísmo) cambiaron con especial facilidad y frecuencia de la Sinagoga a la Iglesia. Socialmente pertenecían a las clases media y alta, marcando en consecuencia la imagen de las comunidades misioneras.

También en las ciudades helenístico-romanas consiguió el cristianismo neófitos entre las clases superiores de la sociedad pagana. Las fuentes certifican la presencia entre los cristianos de ricos y pobres, de personalidades eminentes y de gentes sencillas. Importante para la óptica y atractivo social del cristianismo fue el hecho de que (ya antes de Constantino) cada vez fueran más los cristianos que ocupaban cargos medios y altos en la política y la administración. Pronto figuraron también en las filas cristianas personas de formación intelectual, filósofos e historiadores. Por lo demás, la parte principal de la comunidad cristiana estaba formada por las clases media y baja de la población urbana: artesanos, comerciantes y esclavos.

Más significativo aún que la composición sociológica de la Iglesia antigua fue el hecho de que el cristianismo pudo integrar dentro de las comunidades las enormes diferencias sociales que se daban en aquella sociedad, sin que por ello se disgregasen las comunidades de fieles. Ciertamente que muchos de los conflictos, que en el curso del tiempo atormentaron a la Iglesia en forma de cismas, ocultaban también problemas sociales. Además, la misión cristiana tuvo unos supuestos, concomitancias y consecuencias de índole económica, que hasta ahora no se han estudiado prácticamente nada. Pero lo característico del cristianismo primitivo en el aspecto sociológico no fue la homogeneidad de su composición sino la anulación de las fronteras sociales mediante unos valores nuevos (y simultáneamente también la ausencia de crítica social o de voluntad de reforma social frente a las realidades de aquella sociedad). La escasa importancia de las diferencias sociales dentro de la Iglesia se dejó sentir en la práctica, por ejemplo, con la equiparación tan poco convencional de esclavos y mujeres, entre quienes la misión logró éxitos a todas luces sorprendentes.

Hubo circunstancias que facilitaron y aceleraron la misión cristiana, y otras que por el contrario la dificultaron y frenaron. Los comienzos no pronosticaban el éxito. Un movimiento religioso, numéricamente pequeño, surgido en el pueblo judío sin ninguna importancia política ni cultural y situado en el borde oriental del imperio, no respondía en modo alguno con su nueva «superstición» a los esquemas de una religión seria. Pese a todo ello hubo muchas cosas que favorecieron su expansión.

Entre las condiciones netamente favorables hay que señalar la Pax Romana, es decir, la situación política estable del mundo coetáneo bajo el régimen autoritario de los romanos y el control eficaz de su poder hegemónico, que con la fuerza del Estado y del ejército mantenía en paz a los pueblos dentro de unas fronteras seguras y los aunaba en un gran sistema administrativo. Junto con la red excelente de las vías romanas, que hacían posible una extraordinaria movilidad para las relaciones comerciales a través de las grandes distancias del imperio, esto suponía la gran ventaja de una múltiple comunicación y movilidad sin los estorbos de fronteras nacionales y por caminos frecuentados y seguros. De ello se aprovechó también el cristianismo, difundiéndose sobre todo a lo largo de las vías de comunicación.

Aquel mundo, unido política y militarmente, era también un mundo culturalmente cerrado. La cultura helenística en religión y pensamiento (filosofía) marcaba de forma unitaria, por encima de las diferencias nacionales, étnicas e histórico-religiosas, a casi todo el ámbito del imperio. Lo cual significaba que la misión cristiana en la práctica tenía que vérselas en todas partes con las mismas limitaciones o con los mismos problemas para transmitir la doctrina cristiana, y enfrentarse o adaptarse a un mundo relativamente unitario. Al cristianismo le bastaba con trasvasarse a la lengua y forma de pensar de esa única cultura para ser entendido «en todas partes». Al tiempo en que nace el cristianismo la lengua griega se hablaba como lengua de comunicación desde el Próximo Oriente hasta los confines occidentales. El cristianismo podía predicarse en una sola lengua desde Palestina hasta España. Lo cual se demostró extraordinariamente beneficioso para una difusión rápida.

Otro de los efectos fue que el cristianismo se trocó en una religión urbana y así continuó durante largo tiempo, porque la «lengua universal» que era el griego en la mayor parte de los territorios imperiales sólo se entendía en las ciudades, no en el campo. Entre el Éufrates y Galia, entre Egipto y Britania, los campesinos hablaban un sinnúmero de lenguas vernáculas. Durante los siglos III-III en Occidente el griego fue suplantado por el latín, en Egipto por el copto, etc. Aun así persistía la ventaja descrita. El cristianismo continuó articulándose principalmente en las dos lenguas culturales que eran el griego y el latín. Ello significaba una vinculación a la cultura y la formación, un evitar la atomización en muchas lenguas y la posibilidad de correspondencia e información, aunque eso justamente representaba una barrera para la misión entre los campesinos.

El ideario de esa unidad política, social y cultural en el mundo coetáneo había suscitado entre la gente la idea de la unidad del género humano al que pertenecían los hombres todos; pues bien, esa idea la recogió el cristianismo y la ligó al evangelio de la salvación universal del único Dios para la humanidad entera y de la unidad futura de las naciones.

Una de las bases del éxito que obtuvo la primitiva misión cristiana hay que buscarla también en el judaísmo. Los judíos de la diáspora cultivaban a su vez la misión con intensidad y con éxito. Los logros se debieron a que el judaísmo estaba en condiciones de presentarse como una religión universal (y no estrechamente nacionalista), como la religión del Dios de todos los hombres, que con sus mandamientos había dado la ley ética válida para todos, el camino de la vida. El epicentro se había desplazado del rito y del culto a la ética. El judaísmo se presentaba como una «filosofía» que respondía a las preguntas del hombre pensante y como una religión revelada con el nimbo de la vieja sabiduría de unos libros venerables. El cristianismo imitó a la misión judía con esos acentos. Asumió sus oportunidades y las aprovechó. El judaísmo, presente en todas partes y con capacidad de captación, representó para la misión cristiana una ayuda que no se puede infravalorar. No sólo porque los predicadores cristianos encontraban por doquier comunidades sinagogales judías, en las que hacían propaganda con buenos resultados, sino porque además la imagen de Dios, la ética, la existencia comunitaria, la posesión de la Biblia y otras realidades se habían demostrado de hecho como un trabajo preparatorio o como una función de puente para la misión cristiana, que pronto tomó la delantera a la misión judía.

Entre las condiciones favorables se cuenta asimismo la tolerancia religiosa del Estado romano. La aparición de una religión nueva como el cristianismo era perfectamente posible con la concepción y la política religiosas de los romanos, por supuesto que con la imposición de cumplir el deber cívico-religioso del culto estatal. Por principio no había limitaciones para las religiones no romanas. Indirectamente también actuó como factor estimulante en el siglo III la crisis mundial que vivió el imperio como consecuencia de catástrofes militares, económicas y epidémicas. Frente a la inseguridad reinante el cristianismo tuvo la ventaja de unas afirmaciones inequívocas sobre el mundo y la historia, de la seguridad con que presentaba su salvación, de la claridad con que trazaba la imagen del futuro y las directrices de la vida, con todo lo cual se atrajo a muchos. Pero no faltaron tampoco las condiciones desfavorables. Entre ellas hay que contar los pogroms y las persecuciones anticristianas, que durante algunos períodos frenaban considerablemente las actividades eclesiásticas, querían acabar con la existencia del cristianismo impidiendo ante todo su ulterior expansión, y necesariamente provocaban en la gente el miedo a abrazar el cristianismo al tiempo que descubrían la debilidad de muchos cristianos (que apostataban). Finalmente, en la doctrina o teología cristiana había desde luego muchos puntos sobre los que difícilmente pasaba un pagano o un judío; muchos contenidos del mensaje cristiano les resultaban absurdos (como el monoteísmo, la encarnación de Dios, la historia como revelación, la resurrección).

Así, pues, la predicación cristiana comportaba toda una serie de dificultades, por chocar con muchas concepciones de tipo tradicional. También la forma externa con que se presentaba, el hecho de que, por ejemplo no tuviera (al comienzo) templos ni altares ni imágenes sagradas, como advertían críticamente los paganos, hablaba en contra de la nueva religión, porque justo le faltaban las características de una religión (cultual). Y la pretensión de exclusivismo, que se dejaba sentir con fuerza, con que los cristianos se arrogaban la verdad, junto con otras muchas cosas, tenía que resultar muy repulsiva en determinadas circunstancias. Y a todo ello se sumaba el efecto negativo de las muchas disputas y divisiones internas y de toda insuficiencia que se daban en el cristianismo.

 

Métodos, predicación y motivos de conversión

 

Se trata aquí de las vías prácticas, los medios y motivos en la historia de la misión, que ocasionaron las numerosas conversiones al cristianismo. En las primeras décadas los predicadores itinerantes cristianos habían hecho de la misión su quehacer exclusivo, y fueron los auténticos portadores de la expansión cristiana. Hubo de hecho «especialistas» de la misión. Según Mt 10, 9-14, hay que representárselos con unas formas de comportamiento realmente curiosas y derivadas de una inspiración religiosa. Pero parece ser que sólo se dieron hasta el siglo IV, mientras que después sólo hubo casos aislados de ese tipo. Se extinguió esa clase de misioneros, pero la misión y expansión del cristianismo continuaron pese a todo.

La captación de cristianos siguió, en efecto, por otras vías de forma intensa y eficaz. Y evidentemente continuó ante todo con la mera presencia de los cristianos.

Con su estilo de vida claramente distinto, con sus conversaciones sobre la nueva fe y con su vida comunitaria, los cristianos atraían la atención sobre sí. Los numerosos contactos sociales de la vida cotidiana se revelaban «captadores». Y en ese tipo de captación participaban prácticamente todos los cristianos, por cuanto que su manera de ser podía hacer que otras personas los escuchasen y se dejaran convencer. En consecuencia surgía el cristianismo doquiera llegaban los cristianos en su condición de marineros, emigrantes, mercaderes, funcionarios, soldados, esclavos o prisioneros de guerra. Así, pues, durante los primeros siglos la misión no fue (como tampoco lo había sido en exclusiva ya en el cristianismo primitivo) un asunto de predicación, de «misioneros de oficio» y de organización, sino más bien la manifestación consecuente y directa de la convivencia de cristianos y no cristianos. La historia de la Iglesia es en este aspecto una historia de misión.

Este tipo de proselitismo alcanzó desde el plano social más bajo (los contactos dentro de las relaciones de servicio y de trabajo), pasando por los negocios y la llamada vida social, hasta el campo de la cultura (escuela, filosofía, literatura). Especial éxito obtuvo la captación en el plano «más bajo», hecha en forma discreta y que por lo mismo no se podía controlar. La incitación a los menores para que abandonaran el paganismo por parte de la servidumbre cristiana (los esclavos de la casa) y la sorprendente propagación de la nueva superstición (como la llamaban los paganos) entre los dependientes hizo que a los ojos de los gentiles preocupados el cristianismo cobrara fama de subversivo y rebelde frente a la tradición acreditada y a la religión y orden venerables.

Así, pues, desde finales del siglo II no se puede hablar de un programa y método de misión en sentido estricto. Para nuestras concepciones actuales resulta extraño que la Iglesia antigua no tuviera ya una iniciativa y organización planificada de las misiones. Nada se sabe de unos ministerios o instituciones encargados específicamente de la misión entre los gentiles y los judíos. Esto encaja con el hecho de que la misión universal no fue un tema capital de la teología y predicación de la Iglesia antigua. En el cristianismo primitivo las cosas habían discurrido de otro modo; pero más tarde es evidente que sólo se cayó en la cuenta del estado de misión de los pueblos y territorios porque se creyó que la misión universal coincidía con la fecha del fin del mundo.

En general prevalecía la idea, antes referida, de que la misión fue confiada a los apóstoles y eran ellos los que habían de llevarla a cabo por completo. De ahí que la misión de los gentiles no se entendiera como una tarea todavía actual de la Iglesia. Por ello no hubo tampoco intentos planificados de un modo regular y continuo, sino sólo esporádicos, para la cristianización de los países bárbaros próximos y lejanos, de las islas del océano, de los que se sabía que aún no habían recibido el evangelio; y ni siquiera se programó la cristianización de los territorios del imperio romano que no habían sido cristianizados todavía o lo habían sido sólo de un modo parcial. Se proclamaba orgullosamente que el cristianismo había llegado geográficamente mucho más lejos que los judíos e incluso más que los romanos en su conquista del mundo; y así se actuaba como si en la práctica el mundo entero ya hubiera entrado en contacto con el evangelio.

Es esta diferente concepción de la situación misionera en el cristianismo primitivo y en época posterior la que explica sin lugar a dudas que el cristianismo en sus primeros tiempos acometiese unos intentos de misión directa, como en el caso de Pablo con sus viajes misioneros y, naturalmente, en el de otros muchos desconocidos, y que más tarde no se organizase y estimulase con el mismo estilo una misión, ni se desarrollasen instrumentos especiales para tal fin. Hubo ciertamente iniciativas aisladas, que se multiplicaron en la época constantiniana (siglo IV), de algunos obispos empeñados en una misión planificada, con vistas sobre todo al campo que en modo alguno estaba cristianizado.

El «método» respondía desde luego al estilo de la misión primitiva: empezar por asentarse en las ciudades importantes y, a través de una red (aunque relativamente poco tupida) de comunidades, hacerse presente en «el mundo entero». En la misión entre los pueblos godos, árabes y otros durante el siglo IV por obra de misioneros especialmente encargados se advierten ya más bien los perfiles de la historia misional posterior. Hablando con propiedad, la Iglesia antigua no utilizó ningún «método» en el ámbito imperial. Centró su atención en sí misma y ganó adeptos por su carácter alternativo en la doctrina, el culto, la vida comunitaria, la ética, aunque también -y ése es el otro aspecto- por su capacidad de adaptación y de sincretismo. Sin embargo, a través de todas estas circunstancias que más bien actúan de modo casual, se llevó a término una misión sabedora de sus objetivos y constante. Era obligación del clero y de los laicos, y consistía en la vida y enseñanzas del cristianismo. Juan Crisóstomo escribió en el siglo IV: «No habría ya paganos, si nosotros fuésemos realmente cristianos».

Que el conjunto de la población del imperio (incluidas las minorías) ya a finales del siglo IV se considerase como una sociedad cristiana cerrada, tuvo que ver con la legislación que entre tanto habían dictado emperadores cristianos y con la presión política sobre el paganismo, siendo sólo en parte consecuencia de la misión. Los éxitos misionales estaban a la base de esta nueva situación. Por lo demás, la misión eclesiástica durante el período del cesaropapismo dejó de lado, salvo algunas excepciones, a los judíos como destinatarios de su enseñanza por considerarlo inútil.

En los comienzos se dio también la predicación misional explícita en la sinagoga, por calles y plazas. ¿Qué ofrecía, cómo empezaba, qué es lo que destacaba sobre todo? El motivo y esquema de la primitiva predicación cristiana a los judíos se lee en Mc 1,15; Act 7,2-53; 13, 16-41. Se expresaba con ideas y categorías exclusivamente judías. Otro era el estilo de la predicación a los gentiles. Allí había que tener en cuenta los condicionamientos paganos, y la predicación tenía que apuntar al monoteísmo, proclamar una nueva ética, anunciar el juicio futuro, familiarizar con la idea de la resurrección y predicar a Cristo como juez y redentor A ello se sumaban la vida y muerte de Jesús, sus palabras, milagros y pasión. Esta predicación se alzaba sobre el miedo y la esperanza de la gente, ya que describía la inminente amenaza a la existencia actual y ofrecía la salvación con el concepto de redención entendida en sentido cristiano. Además de Dios, de Jesucristo y de la salvación, los predicadores insistían en las consecuencias morales de un cambio de vida. Este instrumento de la predicación directa por parte de los misioneros jugó en los comienzos un papel importante. Perdió después importancia. Pero aun así hay algunos textos de obispos posteriores, con los que cabe reconstruir su predicación misionera: rebatía la necedad del paganismo, exponía después la realidad cristiana y orillaba todas las dificultades que surgían en el camino de la aceptación de la fe, declarando y acercando en forma frecuentemente extraña lo cristiano a partir de las concepciones paganas. Algunos obispos derrocharon enorme esfuerzo y mucha habilidad para inducir a los infieles a abrazar la predicación cristiana y a convertirse.

Así, pues, la existencia del cristianismo como Iglesia en medio de la sociedad coetánea y la instrucción explícita de la gente en la nueva fe condujeron a las conversiones. Los motivos concretos de conversión eran ciertamente distintos en cada neófito; pero sin duda que había uno dominante, y era el de que el cristianismo respondía a su manera al anhelo humano de verdad; es decir, al deseo de conocer la verdad real sobre Dios, el mundo y el hombre frente a la frustración e inseguridad que producía la multiplicidad de ofertas por parte de las religiones y de la filosofía. Del conocimiento de esa verdad, el hombre se prometía la redención, que buscaba en la liberación del destino y de la culpa, y que encontraba en el cristianismo. Libertad es uno de los conceptos claves en el cristianismo primitivo para quienes con la fe han adquirido una existencia nueva. A finales de la Antigüedad el cristiano vivió esa libertad, que puede rastrearse, por ejemplo, en su abandono del miedo a los demonios, en el ritual penitencial como liberación de una grave culpa ética, en el nuevo sentido que da a su vida con independencia de los procesos irritantes de la historia y la política de su tiempo.

Otro de los motivos fue el atractivo ideal de la santidad cristiana, que primero se realizaba en cada bautizado, luego durante largo tiempo en los mártires y a partir del siglo IV en el monje, pero que en principio se aceptaba como un deber de todos los cristianos. Conversión y nueva orientación de la vida llevaban al mismo camino. En tanto que comunidad de los creyentes el cristianismo brindaba la ayuda de un esfuerzo común y de un robustecimiento mutuo bajo una dirección vigorosa (el obispo), con una confesión formulada claramente y con unas exigencias precisas.

Naturalmente que las actividades sociales de múltiples tipos, que la Iglesia organizaba, eran patentes y para muchos fueron un motivo de interés. Las formas peculiares del culto cristiano, de la liturgia, merecen también especial mención, así como una posible fuerza de atracción que ejercía la Biblia por su antigüedad y contenido.

Por lo demás, no siempre estaban en juego estos altos ideales, y a menudo sólo se mostraban eficaces en su versión popularista o trivializada. El milagrerismo, la creencia en el diablo, la concepción mágica de los sacramentos de la Iglesia, la piedad hacia los mártires, la veneración de los santos y cosas parecidas constituyeron otro tipo de motivos de conversión, que ciertamente desempeñaron un gran papel.

Fatalmente, y pese a todos los éxitos misioneros, la Iglesia hubo de afrontar desde el principio el hecho de las conversiones aparentes o a medias, cuyos motivos estaban en una seriedad o conocimiento insuficientes, en cierta debilidad e inconstancia y, a partir del siglo iv, también en el cálculo de las ventajas políticas.

 

3. Sociedad, Estado y cristianismo

 

Es preciso describir las relaciones entre estas tres realidades teniendo en cuenta tanto los intereses del Estado y de la sociedad de la época como los intereses propios del cristianismo. Se trata de la historia de una coexistencia en principio difícil para los cristianos, que acabó desembocando en conflictos abiertos en el plano sociopolítico e intelectual; pero finalmente se llegó a una mutua comprensión entre Estado e Iglesia, debida a un cambio en la estimación religioso-política del cristianismo por parte del Estado (los emperadores), que condujo a la identidad de sociedad y cristianismo. El que al comienzo estallasen conflictos entre el Estado y el cristianismo se debió a la incompatibilidad de las pretensiones por ambas partes.

 

El período preconstantiniano (hasta 312-313 d.C.)

 

El Estado, al igual que las instituciones y circunstancias sociales, fueron durante algún tiempo para el cristianismo primitivo una realidad indiferente, un «mundo» sin futuro, que se acercaba a su fin y disolución inminentes por la irrupción del nuevo eón. Los cristianos eran ciudadanos de otro mundo, sin un interés constructivo por las realidades actuales. Ciertamente que también el Estado podía ser demonizado, como describe Apc 17,1-6, pero estuvo más extendida la posición, que ya Pablo adopta (Rom 13, 1-7), de una afirmación leal y sin cuestionamientos del Estado y la práctica de los cristianos que oraban por el emperador. Las mutuas relaciones no fueron al principio un tema explícito: ni el Estado tuvo en cuenta a aquel grupúsculo religioso, uno entre tantos, ni el cristianismo tuvo en cuenta al Estado, que formaba parte de la masa de quiebra abocada a la inminente catástrofe final, aunque todavía desempeñaba sus funciones. Tal situación sólo cambió cuando los cristianos constituyeron una parte de la población numerosamente notable y digna de tenerse en cuenta.

Pero, de hecho, en los tres primeros siglos, el cristianismo provocó por su misma manera de ser, por sus formas de manifestarse y de actuar, unas relaciones muy problemáticas con el Estado y la sociedad, condicionadas por las peculiaridades y diferencias cristianas, afectadas por distanciamiento y distorsionadas por recusaciones. La opinión pública tenía que reaccionar algún día.

Una primera causa estuvo en la diferencia religiosa y en la sensación de extrañeza que los cristianos provocaban en sus coetáneos. Su peculiaridad les atrajo el peligroso reproche de impiedad en un doble sentido: por una parte, se les recriminaba -como ya ocurriera con Sócrates, por ejemplo- el que hubieran abandonado los dioses de la sociedad (de la polis), con lo que ponían en peligro el orden establecido y protector de la sociedad. Los cristianos confesaban abiertamente ese «ateísmo». Por otra parte, el reproche de ateos en el caso de los cristianos hacía que se les discutiese el status de una religión en razón precisamente de sus prácticas religiosas aberrantes, ya que no tenían imágenes ni templos ni altares; y también en eso se mostraban de acuerdo los mismos cristianos. La peculiaridad «atea» del cristianismo irritaba y provocaba a los paganos, que acabaron aislando a los cristianos. El Dios de éstos, y en consecuencia su adoración, se diferenciaba en efecto cualitativamente de la concepción pagana del culto y de la religión.

Y había otra diferencia no menos problemática. Con su monoteísmo bíblico los cristianos chocaron con un concepto pagano de la divinidad marcadamente distinto y habitual en la historia de las religiones. Cierto que en el panteón del politeísmo romano se conocía la idea de un dios dominante; mas no por ello dejaban los otros dioses de existir. Y según la concepción romana habían tenido la función histórica y política relevante de ser unas divinidades nacionales; es decir, de ser adecuadas para el gobierno y protección de los pueblos que les estaban sometidos. En tales capacidades se basaba el orden religioso-político del mundo. Pero con su monoteísmo absoluto los cristianos ponían en entredicho esa imagen del mundo y con ello desbarataban unas concepciones básicas del orden. El crítico pagano Celso (finales del siglo II) ponía objeciones a Mt 6,24 («Nadie puede servir a dos señores») y contra la aplicación política de dicha «máxima» que los cristianos hacían a Dios y a los dioses: «Este es el lenguaje de la rebelión (stasis) de unas gentes que han roto y se han separado del resto de los hombres».

Así, pues, la fe en Dios de los cristianos era políticamente peligrosa al tiempo que ello los situaba a una gran distancia de la sociedad. Las objeciones de los gentiles procedían de su preocupación por la religión, la humanidad y la cultura. Y les pareció que los cristianos con su monoteísmo erróneo, y que ellos sentían como algo penetrante, desmontaban la religiosidad tradicional y acreditada. Por ello representaban un peligro para la sociedad. El panteón celeste, que justificaba la multitud de naciones bajo la hegemonía romana como el ordenamiento universal de la providencia divina, tenía que ser aceptado por todos los ciudadanos; los cristianos, por el contrario, reconocían como fiador de la salvación de los hombres y del futuro de los pueblos sólo al único Dios de la creación y de la historia. Como consecuencia de su peculiar convicción y praxis religiosa se convertían en gentes extrañas y, en los casos más graves, hasta en gentes que denegaban la lealtad y se oponían al orden con bases políticas y religiosas. Así, llegado el caso, se atraían las agresiones dirigidas contra el enemigo de la religión o del dios.

La distancia teológico-religiosa descrita con sus implicaciones políticas significó para los cristianos el aislamiento social. Debido a sus concepciones discrepantes tuvieron que separarse en muchos campos de la vida pública, por cuanto que éstos «rebosaban» de contenidos religiosos y célticos. Por ejemplo, las numerosas fiestas populares y los abundantes usos arraigados en el pueblo por largas tradiciones, y que por lo mismo eran elementos capitales de la socialización de una sociedad, los evitaban o rechazaban los cristianos, y en cualquier caso no los practicaban, porque todo ello tenía un origen, unas modalidades o un sentido religioso-cúltico, por lo cual no podía conciliarse con la fe cristiana. Eso era lo que ocurría con las representaciones teatrales y con los juegos del circo, que en tanto que acontecimientos religiosos y sociales jugaban un importante papel social para la opinión pública y para el individuo como acontecimientos religiosos y sociales o como oferta para el ocio.

Los cristianos se alejaban, pues, de los puntos álgidos de la vida social y del campo de intereses. La prueba que con ello proporcionaban de ser gentes marginadas en el plano religioso-social debieron verla confirmada los paganos por la extraña vida religiosa que los cristianos practicaban en sus comunidades y que a los de fuera hasta se les antojaba escandalosa. Dado que las reuniones de los cristianos no se celebraban en público y, en parte, tenían lugar durante la noche y resultaban muy extrañas, cosa que era conocida entre el pueblo, pronto se difundieron entre los gentiles sospechas y críticas discriminatorias dando paso en muchos casos a calumnias y caricaturas malintencionadas. Las incriminaciones vulgares, y en parte grotescas, contra el cristianismo descansaban en malentendidos y también en agresiones del vulgo contra la odiada minoría.

Con tales aversiones, el cristianismo se vio empujado desde fuera hacia el aislamiento; aislamiento que evidentemente se acrecentó por las propias acotaciones y la propia organización (eclesiástica) y el ritmo de la vida comunitaria con sus fiestas cúlticas, prácticas y costumbres específicas. Una consecuencia importante de todo ello fue que en su primera época el cristianismo desarrolló una ética de distanciamiento del mundo casi exclusivamente «defensiva», que después se mantendría incluso cuando las relaciones con el «mundo» habían cambiado sustancialmente.

Esa distancia frente al entorno no cristiano la reforzaron los cristianos aún más con otros elementos de su actividad y autopresentación, ya que había en ello mucho de provocación. Cuando los cristianos lograban adeptos, lo hacían por lo general en forma de una crítica demoledora al paganismo o demostrando la superioridad del cristianismo frente a él. Ambas cosas resultaban irritantes a los oídos paganos. La pretensión del cristianismo recién llegado de poseer en exclusiva la verdad y de tener la única ética válida para todos debía de resultar repulsiva y arrogante, sobre todo cuando el entorno apenas conocía unas pretensiones tan exclusivistas. El celo por convertir se sentía como algo opresivo, la conciencia de haber sido elegidos expuesta a la vista de todos se sentía como algo grotesco. Se le criticaba además al cristianismo su desinterés por los asuntos que importaban al Estado y la sociedad.

También los éxitos misioneros cristianos provocaron una amplia antipatía, porque introducía divisiones en los matrimonios y las familias y porque había apartado a muchas personas de las tradiciones piadosas y acreditadas de sus antepasados. Provocativo en su comportamiento, una superstición primitiva en su substancia, y una ruina del imperio en sus consecuencias sociales, ésa fue la imagen difundida del cristianismo para quien lo afrontaba con espíritu crítico. Lo que la sociedad consideraba como valores, la ciencia, la formación, la cultura, las posesiones y la carrera, lo tenían los cristianos por nada (aunque sus principios teóricos fueran a menudo más rigorosos que la práctica); el juramento, los cargos y el prestigio los enjuiciaban con escepticismo.

A estos reproches se sumó comprensiblemente, debido al manifiesto desinterés de los cristianos por los asuntos públicos, la objeción de su carácter de aprovechados al no participar en las cargas políticas. La objeción se refería sobre todo al problema neurálgico del servicio militar. Hasta finales del siglo II -y más tarde en forma más débil o aislada- los cristianos condenaron y se resistieron a dicho servicio militar (que, por lo demás, no era obligatorio ni general), y ello por motivos morales (homicidio, violencia, brutalidad) y cúlticos (jura de bandera, sacrificios rituales). La autodispensa que los cristianos se hacían de los graves deberes hacia la sociedad era singularmente notoria y recibió la crítica correspondiente.

Es verdad que los cristianos se defendieron contra los muchos reproches con argumentos aún más numerosos, aunque interpretando todas las hostilidades en un plano religioso: como la resistencia del error incrédulo y de los enemigos de Dios. Con especial energía combatieron el que se les considerase como ciudadanos inútiles, desinteresados, al margen de la ley, destructivos y, por ende, peligrosos. Proclamaban permanentemente su respeto al emperador y su interés por el bienestar público. Y se remitían sobre todo a sus oraciones al único Dios verdadero y protector, que podían aportar a la humanidad y al imperio más bendiciones que todo el culto pagano. Así, pues, las relaciones de los cristianos durante los tres primeros siglos con el Estado fueron de una lealtad radical, aunque con una estricta reserva frente a las pretensiones cúlticas del César y del imperio.

Pero con el distanciamiento descrito y su incuestionable proximidad a la confrontación no lo hemos dicho todo sobre las relaciones de la Iglesia primitiva con el Estado y la sociedad. Aún habría mucho que decir sobre el acuerdo espontáneo entre los cristianos y la sociedad de la antigüedad tardía. Aquí merecen citarse, por ejemplo, la acción de las prácticas caritativas de la Iglesia antigua en el entorno pagano. También en esto los cristianos aparecían como atípicos y divergentes; pero la reacción pagana fue aquí positiva por lo general, y sólo ocasionalmente irónica o calumniosa. El deber social del hombre, con el que los cristianos se enfrentaban seriamente a partir de la exigencia del amor al prójimo, sin duda que se sentía como un déficit de la propia religión, aunque todo sumado se contabilizaba como algo positivo. Además, los éxitos misioneros simultáneos del cristianismo muestran que muchos paganos no criticaban en tono polémico la diferencia del cristianismo, sino que la aceptaban más bien como la alternativa a la propia forma de vida.

Pero una y otra vez afloraban situaciones en que las reservas político-estatales, la crítica religiosa o la aversión vulgar imponían el tono y conducían a unas medidas anticristianas. El cristianismo, por su parte, criticaba la religión pagana, se defendía contra represalias injustificadas y ofrecía incansablemente la nueva fe como una vía de solución.

Por consiguiente, el cristianismo les resultaba criticable a los paganos en muchos aspectos. Desde los primeros tiempos cristianos hasta el siglo iv hay testimonios de un amplio rechazo activo del cristianismo por parte de la población. En interés de su Weltanschauung la sociedad se vio empujada cada vez más a oponer resistencia a la difusión de la religión nueva. La resistencia se desplegó en distintos campos. Además de los innumerables prejuicios y ataques de tipo vulgar, a partir del siglo n hubo una polémica filosófica a alto nivel, que conocemos en algunos ejemplos. Los nombres más importantes de tales críticos del cristianismo fueron los de Celso (finales del siglo II), Porfirio (234-304) y el emperador Juliano (331-363; César en 361-363). Se trata de hombres con una formación filosófica que, solícitos de la pervivencia de la religión venerable y de la cultura humanista de una sociedad que contaba con una vieja tradición, analizaron el cristianismo como una superstición inconsistente, contraria a toda razón, y lo combatieron encarnizadamente como una novelería peligrosa, seductora y destructiva. Su crítica descansa en un conocimiento relativamente exacto y objetivo del cristianismo, y en especial de la Biblia, y formula unas objeciones sutiles a las que el cristiano medio no era capaz de responder. Debido a su motivación, esta crítica se presentaba comprometida filosófica y religiosamente, pero tenía a la vez un marcado acento polémico (como las réplicas cristianas).

Para un filósofo el cristianismo no podía ser objeto de discusión por una serie de razones. Ante todo, decían los críticos, la verdad no es un asunto recién aparecido en la historia, sino que cuenta con una tradición venerable. Si el cristianismo es la verdad decisiva para todos los hombres, ¿cómo es que ha llegado tan tarde? Además, su pretendida verdad procede de un hombre inculto (Jesús) con unos seguidores no más cultos que él (los apóstoles). Los maestros de los cristianos son gente totalmente incompetente y sin ninguna seriedad. Nada tiene por eso de extraño que sobre Dios, el alma, el más allá, etc., sostengan las concepciones más banales y que hayan logrado su difusión entre los estratos más bajos e ignorantes de la población. La verdad sólo se puede alcanzar y comunicar con el esfuerzo crítico de los mejores, que son pocos (los filósofos); no llueve del cielo (por una supuesta revelación). Aparte de que el cristianismo no es nuevo ni original, como afirman los cristianos, sino que está tomado de los judíos. Su nivel absolutamente insatisfactorio se advierte asimismo en la escasa calidad de sus escritos sagrados y en la renuncia a una fundamentación y análisis racional de las respectivas concepciones acerca de los temas debatidos. El cristianismo exige fe (ciega) y cree sin fundamento. La importancia del milagro en Jesús y en el cristianismo pone de relieve el carácter bárbaro y proletario del conjunto, porque eso es lo que satisface (como un encantamiento) los deseos del populacho.

Con ello se lograba ya en los preliminares una degradación del cristianismo, presentándolo como algo despreciable y sin belleza. Pero más graves aún eran las objeciones con que combatían las afirmaciones bíblico-cristianas como inconciliables con el pensamiento filosófico. Que, por ejemplo, Dios se encarnara en un cuerpo mortal, experimentando por consiguiente un cambio en sí mismo, era totalmente imposible. Estos reparos apuntaban en principio contra las ideas bíblicas de un Dios que actúa, toma para ello decisiones, experimenta emociones (amor, dolor, odio); es decir, está sujeto a cambios -desde el punto de vista filosófico-. El hecho de la resurrección no sólo es una invención para el pensador pagano, sino que ni siquiera es deseable: lo que él quería no era liberarse con el cuerpo, sino ser liberado del cuerpo. Era otra imagen del hombre. Algo similar ocurría con la imagen del mundo: la concepción bíblico-cristiana de que el hombre es el centro del mundo y su «pieza» más valiosa, y que el cosmos existe por el hombre, resultaba de una arrogancia desmedida. Por el contrario, el hombre está en el cosmos que es la realidad mayor.

En torno a cuanto afecta a las categorías fundamentales, ideas y esperanzas, el pensador con los criterios de la filosofía griega tiene una visión diferente de la que mantienen los cristianos. Los puntos de vista que hemos analizado en el parágrafo precedente acerca de las diferencias religiosas se enmarcan en este contexto. También los perjuicios político-sociales, que el pagano atribuía a las aberraciones y propaganda de los cristianos influyeron aquí a su vez en el ímpetu, acritud y finalidad de la crítica: la ocupación detallada y cuidadosa de los paganos cultos en el fenómeno del cristianismo, que para ellos resultaba en sí mismo absurdo, tenía su razón de ser en la capacidad de la gente para sucumbir -según ellos lo veían- a tal extravagancia. Los críticos avisaban y hacían su propaganda con la esperanza de que quienes habían abrazado el cristianismo volvieran a reflexionar sobre su pertenencia al mundo de la religión y cultura antiguas.

Las persecuciones de los cristianos en la época imperial romana tienen sus causas en la suma de los puntos conflictivos expuestos. Cierto que las primeras persecuciones llegaron del lado judío y tuvieron unos motivos específicos: la sinagoga recurrió a las sanciones contra una parte de la comunidad primitiva por razones de blasfemia y de herejía; y durante la segunda guerra judía contra los romanos (132-135 d.C.) los cristianos fueron objeto de persecución sangrienta en Palestina por parte de los levantiscos evidentemente porque no apoyaban la rebelión y pasaban por colaboracionistas. Y esto es algo que debe tenerse en cuenta también para la primera guerra judía (66-70 d.C.). Pero las denominadas persecuciones romanas fueron mucho más largas y cruentas. Como precedente y destino dejaron huellas profundas en la teología, la espiritualidad y la visión del mundo y de la historia del cristianismo primitivo. Los relatos martiriales, los escritos teológicos y la historia devota certifican hasta qué punto la Iglesia antigua se ocupó de este tema.

Para el conocimiento de datos y desarrollo es importante tener en cuenta que en el concepto «persecuciones de los cristianos» habitualmente se unen dos procesos diferentes, que en modo alguno son idénticos. En efecto, ahí entran tanto las medidas adoptadas y dirigidas por las autoridades centrales del Estado (de los emperadores) contra los cristianos como los innumerables pogroms espontáneos, es decir, los ataques por parte de la población. Tales pogroms constituyeron la mayor parte de las persecuciones, mientras que las acciones oficiales del Estado sólo se adoptaron contra los cristianos desde mediados del siglo ni hasta comienzos del siglo IV.

El primer empleo de la violencia contra los cristianos, a cuanto sabemos, se debió al emperador Nerón (54-68); pero no fue una medida por motivos religiosos, y por lo mismo no se trata de una persecución en sentido estricto. Probablemente para desviar la irritación pública contra él por el incendio de Roma, que él mismo había ordenado, Nerón buscó un grupo bastante odiado como chivo expiatorio, para descargar sobre él castigos crueles como cortina de humo, sin que nadie lamentase por ello la suerte de los afectados. Hasta podía esperar el aplauso de la población por su ataque brutal a los cristianos. Ello fue decisivo para la imagen que muy pronto se difundió de ellos. Es posible que Pedro y Pablo fueran entonces ejecutados.

Bajo el emperador Domiciano (81-96), que se empeñó en lograr el culto imperial para su persona y que emprendió «depuraciones» políticas de tipo tradicional, parece ser que también hubo ejecuciones cristianas, en las que el motivo religioso de lealtad puede haber desempeñado un cierto papel. Se ignoran detalles más precisos.

En el curso de los siglos II y III también hubo numerosas persecuciones, de índole claramente local y propulsadas «desde abajo». Sólo tras los ataques y denuncias del pueblo intervinieron ocasionalmente las autoridades. En los procesos que entonces se entablaron se evidenció una inseguridad jurídica permanente acerca de qué era propiamente lo constitutivo de crimen (aceptado de modo regular) en el hecho de ser cristiano: ¿Tenían que ser llevados ante los tribunales los cristianos por el mero hecho de serlo y, en cualquier caso, porque el ser cristiano comportaba necesariamente unos actos punibles? ¿O el ser cristiano no era de por sí punible y era necesario demostrar caso por caso que existían actos criminales?

Con la publicación de la correspondencia que acerca del tema se intercambiaron el gobernador del Asia Menor, Plinio, y el emperador Trajano (98-117) hacia el año 112, se practicó en la época siguiente una jurisprudencia de licitud discutible: el Estado no debía ciertamente tomar la iniciativa contra los cristianos, pero a instancias de la acusación privada impondría penas judiciales en el caso de que el acusado, previa exhortación del juez, no abandonase el cristianismo. Aunque en el interrogatorio se obtuvieran pruebas en contrario, se aceptó en general la existencia de criminalidad para el hecho de ser cristiano. Al menos la persistencia en el cristianismo, considerada como una rebelión, quedó tipificada como ilícita y punible por ser una resistencia obstinada a las autoridades. El trasfondo de tal incriminación fue ciertamente la hostilidad social que cundía contra los cristianos.

Pese a una cierta protección jurídica de los cristianos frente a las acusaciones anónimas y falsas, que llegó con el emperador Adriano (117-138), esta situación constituía una amenaza permanente y posibilitó los enjuiciamientos de los cristianos que se llevaron a cabo en las más diversas partes del imperio sobre reclamaciones de la población. Estas persecuciones estaban limitadas a un lugar, a menudo eran ocasionales y por lo general duraban poco tiempo.

Las medidas de represión planificada (como tentativas de eliminación) por parte del Estado sólo empezaron en el siglo III, y desde luego que con una dureza inaudita. Las pavorosas crisis de ese siglo (crisis económica y financiera, reveses militares, epidemias) reclamaban del Estado medidas eficaces de consolidación. Entre ellas contaba una política de restauración religiosa, en forma de solicitud por el culto que asegurase la protección divina. El año 250 el emperador Decio (249-251) ordenó la obligación general de sacrificar bajo pena de muerte; cosa que se refería a todos los habitantes del imperio, pero que evidentemente afectaba de una manera particular a los cristianos cada vez más numerosos. El objetivo era la aniquilación del cristianismo, no la de los cristianos. Mediante la prueba de lealtad en el culto los cristianos debían volver a la religión y tradición del imperio. La negativa provocó irremediablemente el castigo. Y la Iglesia sufrió entonces graves pérdidas: los mártires fueron muchos, pero los apóstatas muchos más.

La misma política persecutoria alentaron también Valeriano (253-260) y Galieno (253-268), aunque ya el año 260 Galieno promulgó un edicto de tolerancia, con lo que frenó dicha política. La causa inmediata de que los emperadores se ocupasen ahora políticamente de los cristianos fue el incremento patente de aquella minoría políticamente peligrosa en el siglo III, en una época en que la abundancia de problemas políticos, económicos, etc., la unión y lealtad de los ciudadanos así como la protección de los dioses se perfilaban más importantes que nunca.

Todo ello halló eco también en la política de Diocleciano (284-305), que por su dureza fue catastrófica para los cristianos. La represión, implantada y graduada metódicamente (primero contra los clérigos y después contra los seglares) desde 303, tenía también como objetivo la aniquilación del cristianismo y el hacer entrar en juicio a los cristianos. Estas medidas de Diocleciano, al igual que las de sus predecesores, hay que verlas en el marco de una amplia política de reforma y restauración. Que el éxito esperado no llegó, se confirma sobre todo por el hecho de que Galerio (302-311), primero como co-emperador y después como sucesor de Diocleciano y destacado enemigo de los cristianos, emitió en su condición de perseguidor el edicto de tolerancia de 30 de abril de 311 y poco antes de su muerte declaró concluida dicha política. Allí declara abiertamente su fracaso; pero casi es todavía más importante el que invitase a los cristianos «a orar a su Dios por nuestra salvación (la salus del César), por la del Estado y por la de ellos mismos». Es la primera vez en la historia del cristianismo y del imperio romano que se tiene en cuenta dentro de las «directrices» políticas de un emperador pagano el poder y la ayuda del Dios de los cristianos y, en consecuencia, la positiva contribución de los cristianos a la política (mediante la oración o el culto). El edicto de Galerio proclama que ahora ya puede haber cristianos, «aunque bajo la condición de que en modo alguno actúen contra la constitución del Estado». Ahí se renueva una vez más el deber de lealtad, aunque por el momento de una manera ficticia, cuando debería haberse omitido por haber fracasado: los cristianos no podían cumplir las exigencias del Estado pagano en el terreno cúltico. Así las cosas, Galerio pensaba que al menos el culto cristiano debía redundar en beneficio del Estado. Se trataba de un auténtico giro en las relaciones del imperio romano con el cristianismo.

Después del edicto de Galerio y a pesar de la declaración de tolerancia en el protocolo de Milán (313) promulgado por Constantino y Licinio estallaron nuevas persecuciones en Oriente por obra de co-emperadores o competidores de Constantino (Maximino Daya, Licinio) hasta que el 324 éste se hizo con el mando único. Se cebaron en los cristianos como potenciales partidarios del rival Constantino; se debieron, pues, más a razones tácticas que religiosas, aunque había ideología religiosa.

En conjunto todas las persecuciones estatales se realizaron de un modo relativamente inconsecuente y sin un criterio unitario. De ahí su limitada eficacia. En la parte occidental del imperio fueron en general menos consecuentes y duras que en Oriente. Cuando el 311 Galerio emitió el edicto de tolerancia, hacía largo tiempo que las persecuciones de los cristianos, como instrumentos de política, contradecían a la concepción y la praxis de Occidente. Hubo además largos, y hasta predominantes, períodos sin persecución, aunque a menudo no sin peligro. Pero los procesos no dejaron de constituir una dura prueba para la Iglesia, en cuya fuerza de resistencia acabaron fracasando. En la intensa proximidad al martirio, la Iglesia pudo afrontarlo cada vez con mayor fuerza. Las «penas» empleadas contra las comunidades consistían en el encarcelamiento de los prelados, la expropiación de cementerios y edificios, incautación de libros (la Biblia, etc.) y utensilios del culto. Para los cristianos individualmente considerados las penas fueron la prisión, la dificultad de movimientos, la privación de propiedades y derechos, el destierro, los trabajos forzados, las torturas y mutilaciones y, en los casos extremos, la ejecución. Pero no sólo hubo las penas estatales, sino también y sobre todo la brutalidad incontrolada de los pogroms.

Los motivos de las persecuciones se vieron por ambos bandos de forma muy diferente. La Iglesia vio la auténtica causa en la impiedad y maldad moral de los perseguidores y en su posesión por el demonio, furioso contra los servidores del verdadero Dios; o también como castigo divino de los desórdenes intraeclesiales. Eran, pues, aspectos puramente religiosos. Mas por parte del Estado y de la sociedad lo decisivo fue todo el síndrome de las barreras racionales y emocionales antes enumeradas, que se interponían entre el cristianismo y su entorno, y entre las que fueron decisivos los aspectos políticos. Se trataba de la lealtad y de la concordia de los cristianos con todos los hombres en la imagen político-religiosa del mundo.

Y fue fundamental la mentalidad de los romanos que lo veían todo, y de manera particularísima la religión, bajo una perspectiva política. El juicio y la decisión en el caso de las religiones extranjeras dependían siempre de consideraciones intra y extrapolíticas (tranquilidad y seguridad pública, prestigio del Estado). Y dado que tales consideraciones a menudo sólo tienen una importancia momentánea y pueden cambiar rápidamente la política religiosa de Roma frente a los cultos foráneos fue a menudo tan cambiante e inconsecuente como en el tratamiento que se otorgó al cristianismo. Para ello contaron además otros motivos: los romanos estaban convencidos de la obligación de dar culto también a los dioses extranjeros; como «conquistadores del mundo» intentaban asimismo resucitar las virtudes políticas de la magnanimidad, la clemencia y la tolerancia, cuando se trataba de pueblos extraños, de sus costumbres y religiones. Estas distintas consideraciones podían, pues, desembocar en una política inconsecuente a todas luces entre persecución y tolerancia.

Al lado del aspecto político, todo ello tuvo también su vertiente jurídica. Hemos de preguntarnos por la base jurídica y legal en la que se apoyaron las medidas contra el cristianismo. En el imperio no existía una ley general contra los cultos no romanos. La religión extranjera no era un delito para los romanos. Pero sí que tenían unas valoraciones claras del respeto a los dioses, de la costumbre de los antepasados y de la autoridad del Estado. Cuando esos fundamentos estaban amenazados, no era necesaria ninguna ley especial para tomar las contramedidas adecuadas; bastaban esos criterios como directrices de la actuación política. Sólo en el siglo III y a comienzos del IV promulgó el Estado algunas leyes (edictos) contra el cristianismo. Hasta entonces había bastado el derecho punitivo general de las autoridades para mantener el orden público. Sin unas leyes precisas siempre quedaba ciertamente un espacio para valorar si una religión foránea tenía o no carácter punible. De ahí procedía en el siglo n la mentada inseguridad jurídica respecto de los cristianos. Pero en caso de duda el asunto se resolvía a costa de los cristianos, pues, debido a los numerosos prejuicios negativos, la duda tendía a trocarse en una condena. Pero cuando, a partir de Decio unas leyes precisas penaban el cristianismo, la situación jurídica quedó bien clara, de modo que fueron necesarios los edictos de tolerancia en sentido contrario para que cambiase el curso de los acontecimientos.

Las valoraciones de tales procesos por parte de los paganos apenas si las conocemos. Por el contrario, dentro del cristianismo hay una serie importante de reacciones, que en parte fueron condición previa y en parte secuela de la supervivencia de la religión cristiana. De importancia decisiva fue el que en su tribulación no sólo conservasen el apoyo de unas virtudes generales, como la fidelidad, la constancia y el desprecio de la muerte, etcétera, sino que con su nueva fe poseyeran unas singularísimas posibilidades de superación y consuelo en aquella situación: el Jesús torturado, ejecutado y resucitado, el ideal de imitarle en su destino como el tránsito de la vida a través de la muerte violenta, la palpable semejanza con él en el sufrimiento (la pasión), todo ello permitía reconocer de inmediato un sentido en el acontecer cruel. Los anuncios de persecuciones de Jesús en los evangelios, la expectación consciente de los dolores del fin del mundo, la idea de una lucha dramática entre la verdad y el error no permitían que surgiera el pánico: «tenía que» ocurrir así.

Naturalmente que no sólo hubo campeones de la fe. Mas desde esas fuentes les llegó a la comunidad y a los particulares la explicación de los acontecimientos. En la minoría selecta de los mártires, como personas semejantes a Cristo, hallaba la comunidad entera la realización de su ideal y, por ende, su identidad, aunque no todos lograran ese ideal elevado. La teología comunitaria práctica adquirió unos rasgos congruentes en la ética y la piedad. Además, la presión externa fortaleció la cohesión de la comunidad, aceleró el montaje de una organización fuerte y ante los problemas que surgían fomentó la comunicación intraeclesial en los sínodos que se hicieron necesarios para resolverlos. Entre las reacciones a que dio origen la persecución se cuenta también la autodefensa contra incriminaciones y medidas injustas. En algunos casos aislados esa autodefensa se exacerbó hasta trocarse en agresión contra los perseguidores.

En el contexto de las reacciones de los cristianos a la persecución hay que hablar de los efectos de tales acontecimientos sobre la espiritualidad, la teología y la cohesión de la comunidad. Las duras pruebas y el hecho de la apostasía de muchos (especialmente bajo Decio) hicieron que se endureciese la disciplina comunitaria para hacerles frente. Fe, moral y disposición ascética preparaban al cristianismo para el trance grave. Dentro de esas condiciones de vida difícil el ministerio y la persona del obispo adquirieron una importancia superior en el cometido de dirigir y organizar espiritualmente a unas comunidades a menudo inseguras.

La autoridad episcopal creció especialmente al socaire de un conflicto que fue dramático para la Iglesia antigua, a saber: la denominada controversia penitencial. Pronto hubo que decidir si los muchos cristianos que habían sido débiles en la persecución de Decio podían ser acogidos de nuevo en la Iglesia a petición apremiante de los mismos; con otras palabras, si había que darles una posibilidad de penitencia. Con ello estaba en juego su posibilidad de salvación. Entre los rectores de la Iglesia las opiniones fueron desde la magnanimidad de los «confesores» que en virtud de su propia perfección volvían a acoger sin más a los apóstatas (lapsi) hasta la postura rigurosa de quienes no concedían a los infortunados otra posibilidad sino que la Iglesia los entregase al juicio de Dios.

La discusión se amplió a la controversia acerca del ideal y compromiso en el cristianismo, llevando la voz cantante en la misma el obispo Cipriano (m. 258) de Cartago, por una parte, y la Iglesia de Roma, por la otra. Cipriano, personaje de gran importancia por su teología y su praxis para el desarrollo del ministerio episcopal en Occidente, se impuso (y no sólo en el Norte de Africa) con la modalidad de que para los renegados la única posibilidad del retomo a la Iglesia estaba en una práctica penitencial reglamentada y muy severa, en manos exclusivamente del obispo dotado por Dios de la autoridad competente. El movimiento de oposición se formó por la protesta en favor de una iglesia rigorosa y específica de los «puros» (katharoi), con exclusión de todos los pecadores. Su cabeza rectora era el presbítero romano Novaciono. El cisma se prolongó durante siglos, y la iglesia novaciana (el novacianismo) se extendió por todo el imperio. También esto fue una secuela de las persecuciones, como lo fue otro gran cisma surgido el año 307 (o el 311/12) en el Norte de África: siguiendo la corriente de la severa disciplina eclesiástica africana algunos obispos, entre los que se contaba un tal Donato, sostenían que era inválida la consagración del obispo de Cartago, Ceciliano, porque entre los obispos que le habían consagrado se encontraba un traditor codicum, es decir, un obispo que había sido débil en la persecución y había entregado a las autoridades romanas libros o utensilios sagrados. En el aspecto dogmático ello significaba que la validez y eficacia de un sacramento dependía de la calidad moral de quien lo confería. La Iglesia se dividió una vez más a propósito de esta disputa, y al lado de la Iglesia católica surgió la iglesia donatista (el donatismo), que todavía en tiempos de Agustín era la más numerosa en África (en los siglos IV-V).

En el plano teológico y de la práctica eclesial ambos enfrentamientos, a propósito del novacianismo y del donatismo, aportaron a la Iglesia unas clarificaciones de solidez permanente: contra el rigorismo novaciano se impuso la convicción de la potestad penitencial en los obispos de la Iglesia y la praxis de una comunidad compasiva; por lo demás, frente a la liberalidad de los confesores se frenó la inocuidad del pecado (de apostasía). Y frente a las objeciones donatistas se mantuvo la independencia del sacramento respecto de la condición moral del que lo administraba, con lo cual el receptor quedaba a resguardo de una inseguridad desalentadora. Ambos cismas costaron a la Iglesia gran cantidad de energías, efectivos y credibilidad. Como fenómenos consecutivos a las persecuciones de los cristianos pertenecen a la historia de la confrontación entre Estado e Iglesia.

 

El cambio operado desde Constantino

 

Después de haber fracasado las medidas de eliminación del cristianismo, tomadas una y otra vez por varios emperadores, con el edicto de tolerancia, promulgado el año 311 por Galerio, en nombre de los cuatro emperadores que entonces gobernaban (Galerio, Maximino Daya, Constantino, Licinio), en el curso de unos años se operó un cambio de política sobre el tema. De la tolerancia oficial del cristianismo por parte del César perseguidor Galerio se pasó con Constantino (306-337) al reconocimiento pleno, la equiparación y promoción, desembocando todo ello, a finales del siglo iv, en la posición exclusivista del cristianismo como Iglesia del imperio y religión estatal (Teodosio I, 379-395), que ya en el siglo VI (Justiniano I, 527-565) muestra unas estructuras firmes. Este proceso está «ordenado» y dirigido por la política estatal y la legislación religiosa de los siglos IV-VI. Ello significó para la Iglesia un cambio profundo de la situación y unas consecuencias decisivas.

Constantino (306-337) fue emperador desde el 306 sobre algunas partes del imperio de Occidente (Galia, Britania). En su victoria sobre su rival de Occidente, Majencio, lograda el año 312 sobre el Puente Milvio, a las puertas de Roma, y que para él representó la hegemonía sobre todo el imperio occidental incluida Roma, vio Constantino a lo largo de toda su vida el cambio decisivo en su carrera. Con una mentalidad perfectamente coherente con la concepción romana de la religión y en el mejor estilo de la propaganda política coetánea presentó ese éxito político-militar como una intervención directa de la divinidad, que le había elegido como instrumento y representante para la dirección del mundo. También el pueblo vio satisfecho en los acontecimientos una señal del cielo en favor de Constantino.

Ya antes de la batalla decisiva, Constantino se había decidido, en caso de victoria, por una orientación procristiana en la política religiosa. Cuando alcanzó el triunfo decisivo para el dominio de Occidente pese a su insegura posición inicial, el emperador lo atribuyó a que había acudido a la batalla utilizando símbolos cristianos (el sol y la cruz) como estandartes militares y bajo el voto de seguir una política procristiana. E inmediatamente después dio signos indicativos de su nuevo rumbo al sustituir, por ejemplo, en los discursos y edictos oficiales los nombres de los dioses romanos por conceptos abstractos (divinitas), al no cumplir los ritos obligatorios del culto pagano (como eran los sacrificios después de la victoria) y hacer acuñar monedas con el monograma de Cristo.

Para sus súbditos, gentiles y cristianos, este giro religioso-político fue sorprendente. Que en el curso de la política un emperador forzase y renovase el culto de un dios determinado era algo que ocurría a menudo. Constantino no hizo ningún tipo nuevo de política, sino que en principio continuaba formalmente la política de Diocleciano en los asuntos constitucionales, administrativos, militares y hasta religiosos. Su importancia histórica e histórico-eclesiástica está en que se decidió por el cristianismo; lo que tuvo enormes consecuencias. E incansablemente declaró Constantino a la población que el afianzamiento de su soberanía significaba la irrupción de una nueva era, como ya habían proclamado otros Césares sobre sus gobiernos. Y, con fines propagandísticos, ilustró su propia decisión político-religiosa en favor del cristianismo bajo la forma de una visión, que había tenido antes de la batalla contra Majencio.

Tales visiones como señales de la divinidad también pretendieron haberlas tenido otros emperadores (por ejemplo, Diocleciano, Licinio), y del propio Constantino se decía ya desde años antes que había tenido en la Galia una visión del dios solar Apolo. Para los hombres de finales de la Antigüedad ciertas decisiones importantes y algunos acontecimientos decisivos iban ligados a signos maravillosos y a visiones en sueños. La visión de Constantino, del año 312, en que se le habría vaticinado su victoria sobre Majencio y con ella su misión futura, se nos ha transmitido en redacciones muy diferentes (Lactancio, De mortibus persecutorum; Eusebio, Vita Constantini), aunque coinciden en que Constantino vio una cruz o un signo cristiano, por lo que a partir del 312 vio su línea política vinculada al cristianismo.

La figura de Constantino ha sido enjuiciada hasta hoy de diversas maneras, y se discuten sobre todo estos acontecimientos del comienzo de su carrera. Los cristianos, que habían vivido el cambio profundo, estaban persuadidos de que el emperador pagano se había convertido de los ídolos al Dios de los cristianos por disposición divina, y que había contribuido a que la verdad del evangelio se impusiera en el mundo y en la historia, poniendo fin a todas las represiones contra el cristianismo. Históricamente, sin embargo, el asunto se presenta de modo diferente. Constantino no experimentó ninguna conversión; no hay indicio alguno de que cambiara de fe. Jamás dijo de sí mismo que se hubiera vuelto a otro dios. Mucho antes de su decisión en favor del cristianismo el emperador tendía ya más bien en su religiosidad hacia el monoteísmo de forma perfectamente clara y creciente, que practicaba en el culto de una divinidad descrita con atributos muy abstractos. Al tiempo de su benevolencia hacia el cristianismo esa divinidad era para él el Sol Invictus (el dios Sol victorioso), con el que se hizo representar en las monedas. Y, según Eusebio (Vita Constantini), en la visión iban unidos el Sol (el dios solar) y la cruz.

A ese dios Sol nunca lo abandonó Constantino. El cambio espectacular consistió en que cambió el culto (la forma de adoración) a ese dios y en que eligió el cristianismo. Para él el dios de los cristianos se identificaba con el dios al que él daba culto. Desde la perspectiva constantiniana el Estado requería una religión estrictamente monárquica en su imagen de dios y del mundo, que se encarnase y continuase sobre la tierra con la monarquía política del cesarismo absoluto. En su idea del ordenamiento religioso-político universal hay un único (y supremo) Dios que tiene el gobierno del mundo. El instrumento de su soberanía sobre la tierra es el único emperador (y como tal habría de imponerse Constantino sobre sus rivales) que rige el imperio universal (romano). Y de acuerdo con estos criterios hizo Constantino su elección, cuando otorgó al cristianismo, con su único Dios exclusivo, la primacía sobre las antiguas religiones de los muchos dioses.

Así, pues, la pregunta alternativa que suele hacerse de si Constantino se «hizo cristiano» por cálculos políticos o por motivos puramente religiosos es un planteamiento falso, porque en Roma no podían separarse la razón de Estado y la religión. Constantino vio en el cristianismo una religión cúltica según la concepción romana (sólo más tarde comprendería la importancia de la confesión en el cristianismo), que, a juzgar por las estructuras que de ella podían reconocerse (organización jerárquica, unidad ideal a escala del imperio, universalismo, capacidad histórica para imponerse) era sumamente idónea para conllevar el cometido del Estado.

El año 313, Constantino pactó con su colega imperial Licinio un acuerdo religioso-político en Milán dentro de la línea de su propia política. Y ese Protocolo de Milán del 313 se promulgó para conocimiento de la población del imperio. Contenía la equiparación del cristianismo con los cultos anteriores. Más tarde Constantino eliminó por la vía militar a su rival Licinio en Oriente, quedando desde el 324 como señor único del imperio. Con ello su cambio se abrió paso y pudo imponerse a escala imperial. Sin embargo en su política religiosa Constantino se mostró paciente y tolerante; es decir, que no actuó con precipitación ni empleando la violencia contra los paganos y los judíos. Pero sí que fomentó de continuo la cristianización del imperio y de la sociedad mediante la legislación, la construcción de templos, la política eclesial y la propaganda. Su piedad personal siguió siendo en buena medida romano-política, aunque adquiriendo poco a poco elementos cristianos, sin reclamar no obstante que el emperador se hiciera bautizar. Constantino sólo recibió el bautismo inmediatamente antes de morir. Como «obispo (inspector) para los de fuera» (es decir, para cristianos y no cristianos), como parece que se designó a sí mismo, en su actuación religiosa como en la política, Constantino tuvo también en cuenta a los paganos, de los que también era emperador, pero cuidó -como cualquier emperador romano- del culto, y ello significa que se cuidó del cristianismo.

La Iglesia vivió y saludó esa política religiosa como beneficiosa en grado sumo. Junto con los cultos paganos también ella recibía ahora subvenciones y privilegios. Sus obispos entraron en un status social alto con prestigiosos cometidos estatales (jurisdicción). Hubo protección imperial para el cristianismo. Las reservas y críticas sólo llegaron de manera aislada y sólo hacia las consecuencias negativas del nuevo papel del cristianismo. El obispo Eusebio de Cesárea (f. ca. 339) fue el tipo de eclesiástico entusiasmado con la nueva situación y que en sus escritos describió este curso sorprendente de las cosas con gran optimismo, incluso desde el lado cristiano, como la dirección divina de la historia.

Mientras que personalmente Constantino no procedió de un modo totalitario, sino que otorgó la misma categoría política a cristianismo y paganismo (aunque en su foro interno y hasta de palabra rechazara abiertamente el paganismo), los emperadores del período siguiente procuraron hábilmente imponer privilegios y ventajas en favor de la Iglesia, pero para controlarla mejor como instrumento de su política imperial. Entre los hijos de Constantino fue sobre todo Constancio II (337-361), al que luego siguieron otros emperadores del siglo IV, el que más impulsó el curso de las cosas en ambas direcciones con una política y legislación intolerante. El paganismo fue cada vez más víctima de la opresión, mientras que los judíos veían disminuidas sus posibilidades. La Iglesia, por el contrario, se fue integrando más estrechamente en el sistema imperial; lo que, por otra parte, tuvo como secuela una pérdida de su autonomía y libertad y el que sufriera unas represiones masivas del Estado.

Finalmente, los herejes fueron tratados con singular dureza como principales factores de distorsión en el nuevo sistema.

Consideremos sin más preámbulos uno de los momentos culminantes de esa evolución en el siglo IV. Y hay que verlo en el hecho de que bajo el emperador Teodosio I (379-395) el cristianismo como Iglesia imperial desempeña las funciones de una verdadera religión del Estado. En un edicto del 28 de febrero de 380 dicho emperador imponía el cristianismo a todos los súbditos del imperio (con lo que prohibía el paganismo), y en concreto (según se dice) conforme a la fe de los obispos Dámaso de Roma y Pedro de Alejandría. Lo cual significaba la confesión de fe del concilio de Nicea (celebrado en 325). A tan singular medida respondía una política eclesial consecuente de dirigismo imperial, sin previa consulta a los obispos o a los sínodos.

Ello quiere decir que el Estado asignaba al cristianismo la función que en el imperio romano había tenido siempre el culto, a saber: la de asegurar la necesaria adoración de Dios y la de integrar a la gente en la religión. Y además el emperador decidía sobre esta religión estatal, sobre la que era competente según la tradición romana en virtud de una competencia propia, por cuanto que en una época de gran confusión dogmática imponía una determinada confesión del cristianismo y en la ley sobre los herejes, del 381, declaraba con autoridad estatal que la oposición a la confesión susodicha era una herejía.

Estos acontecimientos derivaban del nuevo papel de la Iglesia como religión del Estado. La condición de Iglesia imperial, que poseía el cristianismo, descansaba sobre un consenso entre Estado e Iglesia, que no carecía de conflictos. El gobierno del emperador Justianiano I (527-565) evidenció una vez más los síntomas con singular claridad. En tanto que monarca, Justiniano se sabía como responsable primero del imperio y de la religión. Política, administración y teología no eran sino distintos campos de una única competencia. Por ello emprendió guerras para restablecer el imperio cuarteado; pero con la misma finalidad persiguió con leyes a herejes, judíos, religiones foráneas y paganos (fue Justiniano quien cerró el año 529 la Universidad pagana de Atenas), escribió tratados dogmáticos y convocó (como sus predecesores desde Constantino) concilios. Con él el cristianismo entró por completo en las funciones del sistema estatal.

Todo lo cual tenía ya en Constantino su precisa base jurídica; el imperio romano con su ordenamiento del imperio se ocupaba también del culto y de los sacerdotes de la religión como de algo absolutamente esencial, y en consecuencia también lo hacía ahora con el cristianismo. Con ello la Iglesia era parte del sistema jurídico romano y estaba sujeta al legislador (el César) como parte integrante de la estructura del ordenamiento público. En su nueva condición de «corporación» (corpus) en el sentido jurídico tenía también el derecho legal por el cual el emperador podía otorgarle subvenciones, donaciones y cosas similares.

 

Los emperadores cristianos y los paganos

 

Todavía en la época constantiniana hay que partir de una clara minoría numérica de los cristianos. Pero, debido a la nueva política religiosa, la situación iba a cambiar bien pronto. No obstante, las ideas de los emperadores cristianos acerca de una rápida reunificación del imperio en la confesión cristiana no fueron fáciles de llevar a la práctica, porque una parte muy considerable de la población, perteneciente a todas las clases sociales, continuaba siendo pagana o indiferente. Las viejas tradiciones se conservaban firmemente, y la crítica al cristianismo del período preconstantiniano proseguía también ahora que habían cambiado las circunstancias. Los paganos veían en el cambio operado por Constantino una desgracia política equiparable a la pérdida de toda protección divina. En la persona del emperador Juliano (361-363) esa reacción conservadora se impuso transitoriamente incluso en el poder político. Juliano redujo y criticó al cristianismo e intentó reanimar la religiosidad pagana mediante nuevos impulsos y hacerla atractiva (entre otras cosas compitiendo con la forma de vida cristiano-eclesial).

Ese no fue más que un episodio fugaz, mientras que la oposición pagana continuó. Y a medida que se prolongaba el nuevo estado de cosas, tanto más fuerte se hacía esa oposición en los obstinados fanático-reaccionarios, bajo formas de resistencia pasiva y en ocasiones también activa. Uno de los incidentes más famosos fue la disputa acerca del altar de la Victoria, en el que se dejó sentir claramente la vieja fe de la aristocracia senatorial romana. El año 382 el emperador Graciano (367-383) hizo retirar del salón de sesiones del senado, en Roma, el altar que allí se alzaba ante la estatua de la diosa Victoria desde el año 29 a.C. y en el que se ofrecían sacrificios previos a las sesiones. Se trataba naturalmente de un objeto religioso de primerísima categoría. Ya en 356 Constancio II había mandado retirarlo; pero Juliano lo devolvió a su lugar. Mediante instancias, solicitudes y argumentaciones durante los años 382 y 384 los círculos senatoriales casi obtuvieron del emperador que revocase la orden. Pero los obispos Dámaso de Roma y el de Milán, Ambrosio, que aún tenía mayor influencia, hicieron ver al César cuál era su obligación de gobernante hacia la verdadera religión. Y el altar no volvió a colocarse. Y desde entonces los paganos hubieron de experimentar de continuo la actitud intolerante de la religión nueva.

Otro signo de la separación del cesarismo romano del viejo culto, y que los coetáneos debieron de tolerar muy mal, fue la negativa a recibir el título imperial de Pontifex maximus (sacerdote supremo), primero por parte de Teodosio I el año 379 y después por Graciano en 382. Cierto que los emperadores habían continuado ocupando de hecho su antigua posición político-religiosa, conforme a la concepción que tenían de sí mismos (porque sus predecesores desde Constantino no habían visto motivo alguno para renunciar al título), pero ciertamente que ya no por lo que se refería al viejo culto.

A partir de los hijos de Constantino llegaron también las medidas legislativas del Estado: prohibición de los sacrificios paganos y de la veneración de las estatuas, cierre de los templos, cese de las subvenciones estatales a las corporaciones de sacerdotes y otras represalias, que con anterioridad se habían practicado contra los cristianos. No todos los emperadores siguieron esa política. Las razones de Estado imponían en cada caso (como antes contra los cristianos) la elección de los medios, entre la opresión y la tolerancia. En general las leyes imperiales tuvieron un efecto mayor como amenaza que como normas aplicadas de hecho. La práctica política había de tener en cuenta muchos aspectos. Lo cual sin embargo nada cambia del carácter fundamentalmente intolerante de la política imperial. Abundan los ejemplos de que cristianismo e Iglesia confirmaron al Estado en esa intolerancia, llegando incluso a fomentar el sentimiento antipagano, cometiendo actos de violencia contra los fieles de otras creencias y no estando en disposición de practicar aquella tolerancia por la que a menudo habían clamado en el período preconstantiniano cuando les tocaba sufrir. Con la nueva actualidad de la cuestión de la verdad dogmática, que el cristianismo aporta a la sociedad de la antigüedad tardía, aparece el reverso problemático de una historia de permanente intolerancia religiosa.

 

Los emperadores cristianos y la Iglesia

 

Las relaciones entre Iglesia y Estado se convirtieron en un problema hasta entonces desconocido, con la nueva situación imperial-eclesiástica. Hubieron de aclararse mediante procesos complicados, que a menudo resultaban conflictivos para ambas partes. Los emperadores cristianos actuaron, en efecto, desde una idea cesarista, que llegaba sin cambios desde la antigua filosofía política y que se había equipado con unos conceptos religiosos fundamentales, pero que no respondían al cristianismo. Las colisiones eran inevitables. Los emperadores y su administración tuvieron con la Iglesia al menos la misma cantidad de conflictos que con los paganos, los judíos y los herejes. Y la Iglesia, por su parte, tuvo a menudo enormes dificultades por asegurarse la libertad frente al Estado que necesitaba para regular su propio campo de acción. Hubo discrepancia de intereses entre Estado e Iglesia en el campo del dogma y de la unidad eclesial. Para la Iglesia lo primordial era el dogma; para el Estado, la unidad religioso-política.

Además, por parte del cristianismo no había teoría alguna con la que poder definir la singular posición del emperador a favor o frente a la Iglesia: no era obispo ni papa, y pese a ello tenía una competencia (en principio reconocida por todos) que superaba en muchos puntos a la jurisdicción episcopal. A ello se sumaba que el cristianismo tampoco disponía de ninguna fórmula, de ninguna teoría acerca de sus relaciones con el Estado, acerca de las relaciones entre los dos «poderes» -como se diría más tarde-: el espiritual de los obispos y el civil del Estado. Y el asunto se complicó tanto en el siglo iv, porque -muy en la línea romana- el emperador reclamaba jurisdicción incluso en el terreno religioso-cúltico, que de acuerdo con los conceptos cristianos era competencia exclusiva de los obispos. Todo esto no estaba clarificado realmente en tiempos de la Iglesia antigua. Incluso entre los mismos cristianos las opiniones eran muy diferentes, condicionadas como estaban por intereses localistas, partidistas y teológicos. Hay algunos sucesos que permiten demostrar las nuevas dificultades con las que se encontró el Estado en las postrimerías de la antigüedad.

Así, muy poco después de su giro político Constantino sufrió un primer desengaño con el cristianismo bajo la forma de la disputa donatista. La Iglesia, a la que él había atribuido una fuerza unificadora para el imperio, se había dividido en sí misma y era incapaz de restablecer su propia unidad. En una Iglesia imperial un problema de esta índole se convertía inevitablemente en un caso político, porque el emperador tenía que comprometerse en virtud del postulado superior de la unidad y del orden políticos. En la controversia donatista se trataba, por una parte, del ideal religioso de santidad y de la disciplina eclesiástica, mientras que, por la otra, estaban en juego unas posiciones dogmáticas. Ceciliano de Cartago había sido ordenado obispo el año 311/312 legítima y válidamente, si era verdad que lo había sido por un obispo traditor, es decir, por alguien que había flaqueado en la persecución. ¿O había que reconocer a su rival, propuesto como antiobispo por el partido rigorista en una elección inapelable (se trataba de Mayorino, y su sucesor fue Donato)?

En el Norte de África la disputa se endureció aún más con complicaciones políticas, sociales, religiosas y étnicas, y de hecho se presentaba como un cisma insoluble con dos iglesias separadas (y separada asimismo la población en dos bandos).

Constantino empezó considerando como Iglesia únicamente a los «católicos» (los cecilianos), lo que comportaba unas consecuencias financieras y de otros tipos. Pero ante la protesta de los donatistas inició un proceso de arreglo, encargando un laudo arbitral a tres obispos de la Galia, presididos por el obispo Milcíades de Roma. Dado el fracaso de esta medida (los perdedores donatistas no aceptaron la sentencia), intentó Constantino lo mismo con un tribunal mayor, compuesto por representantes de todas las iglesias occidentales como jueces en el sínodo de Arles (314). Sus expectativas de poder restablecer la unidad conforme al ethos cristiano, se vieron defraudadas de nuevo. Los donatistas protestaron y provocaron agitaciones contra la sentencia adversa una vez más. Y entonces el emperador consideró el asunto como tarea suya personal, y persuadido como estaba de la irregularidad de la posición donatista, empleó la fuerza contra ellos. Las fuerzas del orden procedieron contra las posesiones eclesiásticas de los donatistas, llegando incluso al derramamiento de sangre por la resistencia agresiva con que toparon. Los donatistas se proclamaron desde entonces como la verdadera y fiel Iglesia de los mártires, que conservaba el ideal de santidad de la época de los mártires y que había sufrido persecución por parte del nuevo emperador.

En este asunto hay que destacar sobre todo dos cosas:

1) Sólo cuando los donatistas hubieron de sufrir la presión jurídica y policial, es decir, sólo cuando la intervención del Estado en la controversia eclesiástica resultó perjudicial para ellos, levantaron la protesta -que se nos ha transmitido literalmente-: «¿Qué tiene que ver el emperador con la Iglesia?» Pero habían sido ellos mismos los primeros en recurrir al emperador. Es esto algo que se repite con frecuencia en la historia antigua de la Iglesia: quienes se benefician de la política imperial encuentran correcta y aceptan la intervención estatal, mientras que los perjudicados no sólo formulan protestas sino que discuten en principio la legitimidad de las intervenciones estatales en la Iglesia. Ya se ve cómo la falta de una explicación fundamental del problema se aprovechaba en favor de opciones partidistas.

2) Igualmente es significativa la posición del emperador así como el asentimiento de los obispos católicos. Constantino consideró su deber procurar el orden público, que con el donatismo estaba gravemente perturbado, al menos en el Norte de África. Y sobre todo vio que el orden y la unidad se habían perdido en el ámbito del culto, que para él era lo más importante. La Iglesia, que como religión imperial debía contribuir a garantizar el éxito de la era constantiniana, ponía en juego la paz. El remedio estaba en la competencia del emperador tal como la conocía el Estado romano.

Y los cristianos, como todos los coetáneos, vieron en las medidas de política religiosa (y ahora de política eclesial) de Constantino el cumplimiento de unos deberes y funciones imperiales que le imponía el derecho romano. Pero su asentimiento sólo duraba por lo general mientras se derivaban ventajas y beneficios de tales decisiones. No estaban claras las relaciones entre Iglesia y emperador. Después de algunos años de política represiva sin éxito, Constantino acabó por mostrarse tolerante con los donatistas abandonándolos al juicio de Dios. Evidentemente para él el empleo de la violencia no era a la larga un recurso político adecuado. Entre tolerancia y persecución el donatismo pervivió hasta el siglo V, cuando junto con la Iglesia católica fue barrido del Norte de África por las incursiones de los vándalos.

Sintomáticas de la política eclesial de Constantino fueron también sus medidas en la denominada controversia arriana, que significó para él otro desengaño de la nueva religión elegida por él como fundamento de la unidad imperial. Se trataba del debate dogmático, desarrollado en tono polémico, sobre la concepción cristiana de Dios, sobre la concepción trinitaria o la relación entre Dios y Jesucristo (Logos). El enfrentamiento surgió en Alejandría el año 318, entre el obispo Alejandro y el sacerdote Arrio. Pronto se combatió en torno a la cuestión por todo el imperio con abundantes polémicas, agresiones y condenas, provocando un desgarrón deprimente de la unidad cristiana. El concilio de Nicea, celebrado en 325, y que más tarde se designaría como el primer concilio ecuménico, tomó una decisión sin que pudiera poner fin a la controversia, que se prolongó hasta finales del siglo iv y aún más allá.

Cuando el año 324 quedó Constantino como único soberano, Alejandría y las otras regiones en las que se había desarrollado el debate, entraron de nuevo en su jurisdicción. Pero el emperador mostró escasa comprensión por el asunto, tuvo por baladí el objeto del debate, infravaloró de continuo la necesidad de su discusión y apeló apremiantemente a la voluntad de restablecer cuanto antes la unidad en la común convicción cristiana. Esta vez la unidad se había roto escandalosamente en el terreno del dogma. Y la decisión de Constantino es bien significativa del concepto que se había formado tanto de la religión como del cristianismo: se podía y se debía terminar enseguida con la disputa acerca de la posición del Logos respecto de Dios, porque sus consecuencias de desórdenes y divisiones entre el pueblo eran nefastas. La preservación de la unidad era para Constantino mucho más importante que el esclarecimiento dogmático de la definición. Pero en el asunto mantuvo una perfecta neutralidad, aunque infra estimando la hondura de las diferencias.

Para los teólogos cristianos enfrentados se trataba de restablecer la unidad de la Iglesia de tal modo que se definiese la recta confesión por la que habían de medirse todas las doctrinas expuestas y excluir a los herejes. Para el emperador, en cambio, no podía ser conveniente la exclusión de grupos enteros, porque ello significaba una división de la población del imperio y nunca una política de reunificación. Fracasadas las tentativas de mediación diplomática, el emperador eligió la vía del sínodo de los obispos. La intención era que el concilio de Nicea, del 325, fuera el primer concilio imperial, aunque la participación de las iglesias fue muy dispar, y de las iglesias occidentales sólo hubo cinco representantes. Para Constantino el arreglo del conflicto era tan apremiante y había adquirido ya tal importancia objetiva, que convocó el sínodo cerca de su residencia para poder asistir.

Y así el sínodo estuvo por completo bajo su influencia. De la firme voluntad imperial de lograr la unidad y la paz, y no la victoria de un partido sobre el otro (un partido humillado significaba la prolongación del conflicto), se derivaron unas negociaciones cuyo resultado fue una fórmula que -aunque de manera parcial y transitoria- obtuvo la gran mayoría del concilio. Fue Constantino quien convocó el sínodo; él fue quien decidió el ceremonial y el orden de los asuntos, intervino en los debates y evidentemente propuso, o al menos favoreció y acabó imponiendo el concepto clave de homousios (el Hijo de una naturaleza igual a la del Padre) y él fue, finalmente, quien refrendó la confesión de fe de Nicea.

El concilio no pudo conseguir el objetivo de restablecer la paz y unidad, como lo probará la historia inmediata. La unidad duró muy poco. Constantino había dispuesto la clausura del sínodo de acuerdo también con una visión, con una anticipación del futuro: al final invitaba a los obispos a un banquete con motivo de su año jubilar de gobierno. En perfecta armonía se sentaban con el emperador a la mesa y cesaban las discrepancias. Los obispos, como servidores de Dios, ayudaban al emperador para el logro de un imperio en paz, en el que sólo había seguidores de la nueva religión. Emperador e Iglesia eran de consuno los sujetos de la actuación política. Mas todo eso no pasaba de ser una visión. Nicea no significó el fin de la lucha intraeclesial por imponer unas fórmulas de fe (y unas aspiraciones de poder).

En los dos episodios de la disputa donatista y de la arriana se puede reconocer perfectamente la nueva situación de la Iglesia: sus problemas internos de disciplina, dogma y unidad se convierten ahora en asuntos de política estatal, para cuya solución ya no contaba sólo la Iglesia, que pronto ni siquiera iba a ser autónoma. En la persona del emperador continuamente se interesaban, incluso de forma activa, el Estado y la sociedad. Los hechos de la vida eclesiástica habían adquirido una nueva importancia cayendo bajo influencias hasta entonces desconocidas. La buena disposición de los obispos a aceptar estas nuevas condiciones ha de explicarse sin duda a partir de las concepciones jurídicas y religiosas tradicionales en las que también ellos vivían; así como desde la vivencia del gran cambio de la historia, que de momento sólo se percibió en sus efectos liberadores y benéficos para el cristianismo. Las aporías sólo afloraron más tarde. El entusiasmo relativamente ingenuo del comienzo también tuvo que ver con el déficit manifiesto de una ética política en la Iglesia, cosa que se debía a la existencia que hasta entonces había llevado en un ghetto social. Faltaban unas categorías, y casi cualquier reflexión, para ordenar lo nuevo que había en la vinculación política, en el desarrollo de unas funciones sociales y en la unidad de actuación con el Estado y el emperador, fuera de los convencionales modelos (romanos). A los emperadores, en cambio, les venía dada en la tradición romana su praxis política y religiosa. Por todo ello, en el curso del tiempo, el cristianismo se vio forzado a introducir al menos algunas «correcciones».

También en la época que siguió a la era constantiniana la Iglesia y los emperadores entraron una y otra vez en situaciones conflictivas, que no podían faltar dados los supuestos. Cuando, por ejemplo, el hijo de Constantino, Constancio II (337-361), como emperador de Oriente, en la disputa sobre la fe trinitaria se puso del lado de la teología «arriana» que había logrado mayor difusión, es decir, del lado de la oposición al concilio de Nicea (como hiciera, por lo demás, Constantino en los últimos años de su vida), los seguidores del concilio le criticaron por su partidismo y apoyo político. Y fueron ciertamente obispos de la Iglesia occidental los que, en medio de la confusión que siguió a Nicea, se reunieron con obispos orientales en un sínodo unionista (que después fracasó), celebrado en Sárdica (Sofía) el año 342/343, y rogaron por escrito al emperador que diera instrucciones a sus influyentes funcionarios a fin de que dejaran de intervenir en la vida eclesiástica ateniéndose a sus funciones políticas, como si ambas cosas pudieran aún separarse. Se trataba de la disputa a favor o en contra de Atanasio, a favor o en contra de la teología conciliar de Nicea.

Es éste uno de los casos en que al parecer se reclama la separación de Iglesia y Estado; pero de hecho la parte no favorecida por el poder político, que sin duda se tiene por ortodoxa, quiere impedir el apoyo estatal para el otro bando, a fin de poder imponerse. Se espera que el Estado se abstenga de tomar partido, al menos bajo una forma de tolerancia hacia ambas fracciones. Las situaciones resultaban siempre insolubles, porque los grupos cristianos eran irreconciliables entre sí y se acusaban mutuamente de herejía. Con lo que al emperador, preocupado por la unidad, no le quedaba más salida que la de tomar partido, a menudo apoyando a la mayoría en cuestión con posibilidades de éxito. Así procedió Constancio n, cuando el año 353 se convirtió en único señor y vio en consecuencia la posibilidad política de unificar la confesión de fe en la Iglesia del imperio. Como «arriano» convencido impuso la confesión arriana como la confesión oficial, y en los sínodos de Arles (353) y de Milán (355), por ejemplo, obligó por la fuerza a que firmasen los obispos de Occidente, que se atenían a Nicea y a Atanasio. Hubo intervenciones grotescas del emperador, violencia y destierro para los obispos que se le resistieron, nombramientos de obispos fieles a la línea imperial. Con todo ello Constancio no hacía sino llevar a la práctica la idea tradicional de los soberanos, pero dentro de la Iglesia suscitó una crítica y oposición masiva.

Lo que se sacó de las desgraciadas experiencias con un emperador cristiano de otra confesión no fue en cualquier caso la separación de Iglesia y Estado, sino la necesidad de una delimitación más precisa de las competencias. Se advertía que el emperador había traspasado brutalmente sus fronteras, pero las fronteras no se marcaban con precisión sino que en ciertos casos eran reclamadas por las partes que sufrían perjuicio. Entre los resistentes a Constancio II, severamente castigados por su resistencia, se cuentan entre otros los obispos Osio de Córdoba, Lucífero de Cagliari, Eusebio de Vercelli, Hilario de Poitiers y Paulino de Tréveris.

En líneas generales las relaciones entre Iglesia y Estado experimentaron en el imperio occidental una evolución distinta que en Oriente, y ello aun después de finalizada la edad antigua. Los obispos de las regiones orientales del imperio fueron, para decirlo brevemente, generalmente más contemporizadores con la política eclesiástica del Estado y más dispuestos a respaldar la concepción autoritaria que los emperadores tenían de sí mismos. Cierto que también allí hubo resistencias (por ejemplo, las que opusieron Basilio, Atanasio); pero en principio fue la Iglesia occidental la que más luchó por lograr una posición más distante y soberana. Una serie de sucesos, acaecidos a finales del siglo IV, condujo a la delimitación o imposición de las pretensiones respectivas.

El obispo de Milán, Ambrosio (374-397), personaje destacado en política y en teología, explicó con gran decisión frente a los emperadores de su tiempo y puso en práctica las relaciones entre Iglesia y Estado desde la perspectiva eclesiástica. A él se le presentaron distintas ocasiones para delimitar en principio un campo de autonomía para la Iglesia frente al que cesa la competencia imperial y en el que, a la inversa, el emperador estaba sujeto a la jurisdicción eclesiástica. Ése fue ante todo el campo del dogma. Si el emperador Graciano (367-383) denegó a la oposición pagana la reposición del altar de la Victoria en el salón del senado y si además revocó un (transitorio) edicto de tolerancia para las diversas corrientes cristianas, ello se debió a la enorme influencia de Ambrosio. Él fue quien indujo al emperador, que por lo demás ya actuaba con un estilo estatal-eclesiástico casi sin ningún compromiso a favor de la confesión nicena, a que procediera con mayor severidad. Aquí el obispo impuso al emperador la obligación de hacer triunfar la verdad eclesiástico-dogmática con medios políticos (incluida la violencia). Para ello le dio también la necesaria instrucción objetiva sobre la ortodoxia y procedió en cuantas medidas adoptó con la dureza de quien está seguro de que la propia posición es la única sostenible. La base problemática de tal seguridad era el concepto absoluto de una verdad, que no permite junto a sí el derecho a vivir de ninguna otra opinión, porque todo lo demás es error que debe ser reprimido.

En el mismo contexto se enmarca otro episodio. El emperador Valentiniano II (375/383-392) exigía en todas partes, y también en Milán, de parte de los católicos el proveer un espacio sagrado para los cristianos arrianos de las ciudades. En esta que se denominó «disputa de las basílicas» Ambrosio volvió a oponerse sin compromiso de ningún género al sentir (esta vez herético) del emperador; y en el curso de los enfrentamientos formuló las reflexiones teóricas para sus posturas prácticas que apuntaban a unas explicaciones fundamentales como nunca se habían dado. Reclamaba que fueran los obispos los que decidieran en cuestiones de fe, y no los emperadores que eran laicos y en algunos casos sólo catecúmenos. Como el año 386 algunos soldados imperiales ocupasen su basílica, Ambrosio pronunció un discurso apasionado que culminó en esta proclama: «El emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia.» Éste era un lenguaje nuevo en los enfrentamientos. Ambrosio marcaba las diferencias entre obispo y emperador a costa de la tradicional ideología cesarista.

Y amplió el campo de las «cuestiones de fe», llegando la Iglesia a imponer prescripciones al mismo emperador. Como Teodosio I (379-395) ordenase el año 388 que el obispo de Calinico (sobre el Éufrates) debía financiar la reconstrucción de la sinagoga judía a la que los cristianos habían pegado fuego, Ambrosio consideró la orden como objetivamente falsa y como una transgresión de competencias. En caso de conflicto entre cristianismo y judaísmo la alternativa (religiosa) se plantea entre la verdad y el error, con derecho de vida de un solo lado. La competente ahí es la Iglesia, y la que decide es la verdad. Y, en efecto, Ambrosio obligó al emperador en Milán a que revocase la orden dada. La jurisdicción universal -también religiosa- del emperador, fundada en las teorías paganas de la soberanía, encontró aquí su frontera, aunque fuera en unas máximas extrañas y de graves consecuencias del obispo cristiano. He aquí su argumentación: «El motivo que te induce, César, es la solicitud por el orden público. Pues bien, ¿qué pesa más: el ideal del orden público o la realidad de la religión? El deber estatal de la vigilancia ha de subordinarse a las exigencias de la adoración divina». Después de la tolerancia también la paz o la justicia social quedan ahora sacrificadas a una concepción abstracta y doctrinaria de la verdad. La verdad (dogmática) en su formulación eclesiástica tiene un valor absoluto por encima de todas las cosas. Definir su identidad y sus derechos es asunto de la Iglesia. El emperador no puede construir su política desde puntos de vista concurrentes con ella, pues en tal caso faltaría gravemente a su deber.

Finalmente, hay un episodio de otro tipo que también entra aquí. En la ciudad de Tesalónica, y a consecuencia de unas querellas locales, el año 390 fue asesinado un funcionario imperial. Teodosio infligió un castigo draconiano a la población con numerosos muertos a manos de sus soldados. Y entonces ocurrió algo «increíble»: el obispo exigió al emperador una confesión de su culpa y que solicitase de la Iglesia penitencia pública. Eso significaba en realidad que, dentro de la Iglesia, el emperador era un laico y que estaba sujeto a la disciplina eclesiástica, como cualquier cristiano. La tradición refiere que Teodosio se sometió efectivamente a la penitencia de la Iglesia. Ni el dogma ni la disciplina o sacramento establecen ninguna distinción entre el emperador y los simples fieles. Ambrosio quiso señalar unas diferencias claras en el campo de las competencias del Estado y de la Iglesia. Y eso es lo que constituye el perfil occidental de la Iglesia en el imperio: frente al emperador tiene sus parcelas autónomas, como el Estado tiene las suyas; pero éste (de acuerdo con las directivas eclesiásticas) debe brindar sus recursos y su ayuda para subvenir a las necesidades de la Iglesia. A diferencia de lo que ocurría en el imperio oriental-bizantino con la vinculación total de Iglesia y emperador, aquí persiste una distancia relativa con una igualdad relativa de fines. Con ello quedaba notablemente reducido el ideal de soberanía sacra de índole tradicional. En Ambrosio se encuentran asimismo los inicios de una regulación del lenguaje para la división explícita de poderes. Distingue entre el imperium (propio del emperador) y el sacerdotium (propio de los obispos) para marcar una distinción neta entre las dos competencias, que a la vez considera estrechamente relacionadas entre sí.

Y todo esto lo ha llevado a cabo Ambrosio en su enfrentamiento con un emperador que nada tenía de débil. Teodosio I hizo siempre hincapié, incluso frente a la Iglesia y su clero, en la autoridad estatal de su régimen; pero, en tanto que bautizado, también aceptó las «enseñanzas» del obispo Ambrosio. Y al mismo tiempo fue el emperador con quien el cristianismo adoptó definitivamente en todo el imperio su función de Iglesia estatal.

En el tema de Iglesia y Estado hay que recordar también al obispo Agustín (354-430); y no sólo porque en su tiempo él influyó decisivamente en tales relaciones, sino porque a partir de sus ideas se forjaron las concepciones fundamentales de la edad media. Agustín metía al Estado en el campo de lo transitorio o pasajero. Por su naturaleza él lo ve como algo neutral y pragmático, y en ciertas circunstancias puede ser pecaminoso -de acuerdo con la tendencia de los intereses estatales, como podrían ser el orgullo, el disfrute del poder y los vicios-. El Estado está sujeto a las exigencias de la moral cristiana; pero según Agustín -a diferencia de otras opiniones- no está llamado directamente a la difusión y establecimiento de la verdad (del cristianismo). Su cometido es el orden y la seguridad de las condiciones de vida presentes. La ayuda pública concedida a la Iglesia (por ejemplo, en la controversia donatista) no es propiamente deber del Estado sino de los cristianos que ocupan cargos influyentes. Cuando Agustín justificaba la violencia de la fe (protegiendo a la opinión pública de los perjuicios de la incredulidad y de la herejía, y sobre todo con el éxito de la conversión por la fuerza), no pretendía explicar las relaciones entre Iglesia y Estado, que para él no parecen haber constituido un problema directo y central, ya que el Estado no era tan importante a sus ojos. Cuando se le compara con sus coetáneos paganos y cristianos, parece como si Agustín tuviera unas ideas «secularizadas» e ilustradas de la soberanía: el Estado es una realidad temporal y terrena.

Pero un determinado modelo mental agustiniano sí que ha influido aunque en una dirección completamente distinta. Agustín interpretó el mundo y la historia con la idea de las dos «ciudades», «Estados» o «reinos» (civitates): la «ciudad de Dios» (civitas Dei) y la «ciudad terrena» (terrena civitas y también civitas diaboli). Aunque, según Agustín, estas dos realidades no coinciden en modo alguno con la Iglesia y el Estado, y sus respectivos campos no se podrán separar antes del fin del mundo (sus fronteras se entrecruzan a través de todas las instituciones visibles, como la Iglesia y el Estado), lo cierto es que más tarde su idea se entendió en el sentido de que la dualidad (o división) de la realidad como perteneciente a Dios o a Satán ya puede identificarse en el curso de la historia y las relaciones entre Estado («mundo») e Iglesia se pueden describir mediante la distinción de esos dos ámbitos de soberanía o poder.

El papa Gelasio (492-496) formuló la teoría de los dos poderes, que iba a ser decisiva para épocas posteriores; el sacerdocio y la soberanía. Consideraba igualmente justificadas y dotadas por el propio Cristo con su respectiva jurisdicción, tanto «la sagrada autoridad de los obispos» como «el poder de los reyes». Emperadores y obispos se reconocen y necesitan mutuamente en sus respectivas competencias. Ya antes el papa León I (440-461) había forzado la separación en el campo político. Es evidente que a partir de él la creciente importancia que el papado romano va adquiriendo a lo largo del siglo v en Occidente fue reforzando la tendencia autonómica de la Iglesia frente al emperador (que por lo demás residía en Oriente). Mientras que en los comienzos del imperio bizantino de Oriente la Iglesia estuvo sujeta a los emperadores como cabezas supremas del imperio cristiano, la Iglesia occidental se emancipaba cada vez más del emperador de Bizancio y establecía unas relaciones nuevas con los Estados germánicos, que se habían establecido en los antiguos territorios del imperio romano occidental, tras las invasiones de los pueblos nórdicos.

El papa Gregorio Magno (590-604) influyó notablemente en ese desarrollo al establecer contactos, por motivos primordialmente pastorales, con francos y visigodos. Posteriormente la Iglesia occidental escapó a la protección e influencia del emperador de Oriente. En el encuentro con los nuevos Estados occidentales y con sus concepciones germánicas de la política y la religión surgieron unos planteamientos nuevos de las relaciones entre Iglesia y Estado que iban a configurar la alta edad media occidental.

 

 4. Vida y Organización de la Iglesia

 

Las nuevas condiciones a partir de Constantino dejaron su huella en la fisionomía de la Iglesia. Ciertamente que no todo lo que diferenciaba a la Iglesia del siglo IV de la Iglesia de los siglos II y III se debió al «giro constantiniano»; pero sí que ciertos desarrollos, iniciados con anterioridad, se vieron favorecidos por las nuevas circunstancias. Y hubo además otras cosas realmente nuevas y verdaderos cambios. Ante todo por el hecho de convertirse la Iglesia en una corporación de derecho público, equiparada a las otras religiones del imperio, adquirió una posición social completamente distinta, si se compara con su condición precedente de una minoría religiosa políticamente incómoda, socialmente odiada al máximo y perseguida por el Estado. Ahora disfrutaba de una reputación pública. Y esto era algo que cualquiera podía percibir: en las ciudades surgían por doquier sus edificios de culto (las basílicas), financiadas por el emperador. A partir del año 321, el domingo, como festividad cristiana semanal, se convirtió para toda la sociedad en el día de descanso y culto. La ayuda financiera estatal hizo posibles numerosas actividades visibles, especialmente en el terreno social y caritativo.

Los obispos, en tanto que representantes de la nueva religión imperial, obtuvieron el status de funcionarios con los correspondientes privilegios, como derechos de regalía, exención de impuestos, etc. El año 318 recibieron, por ejemplo, la jurisdicción en los procesos civiles en que intervenían cristianos, y otras competencias jurídicas. Simultáneamente tuvieron su sitio correspondiente en el protocolo cortesano, lo que conllevaba a su vez títulos, derechos cívicos y demás. Todo esto podía verse en las insignias que llevaban, como el palio, sombrero especial, peculiar tipo de calzado, anillo, etcétera. Según el rango que ocupaban tenían derecho a trono, incienso, besamanos, coro de cantores, etcétera. Algunos de estos elementos rituales se conservan todavía hoy en la Iglesia y entraron en la liturgia eclesial tomadas directamente del ceremonial cortesano de los últimos años del imperio. Con tales atributos de soberanía la concepción del ministerio eclesiástico tenía necesariamente que cambiar. A los obispos se les podía conocer como dignatarios, pero no ya como servidores.

Pero los cambios calaron todavía más hondo. En el apartado precedente hemos hablado de cómo el cristianismo asumió como algo connatural la sacralización pagana del César. A partir de la representación de Dios o de Cristo en el emperador, la concepción imperial tenía que marcar también la imagen de Dios y sobre todo la imagen de Cristo. Era consecuente concebir y representar a Cristo según el modelo del Imperator, concepción que siguió imperando hasta la baja edad media. Cristo era ahora el soberano, el Pantocrátor que domina el arte cristiano antiguo con los atributos gloriosos del trono y el gesto dominador de la mano alzada, la aureola, el palacio, la servidumbre, etc. A la misma idea responden las construcciones eclesiales: la basílica como salón imperial del trono con arcos triunfales, el trono con baldaquino y la imagen del Pantocrátor. Y la imagen plástica marcó naturalmente la piedad y las relaciones con el Cristo así representado, al que se adoraba con los atributos de la dignidad imperial.

Enlazando con la concepción romana de la religión, el cristianismo eclesiástico-imperial se entendió marcadamente como un culto, siendo a su vez la concepción cúltica más romana que bíblica o la propia del cristianismo primitivo. Es curioso que los fundamentos bíblicos de las instituciones cúlticas de la Iglesia se tomen a partir del siglo IV exclusivamente del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta la crítica o las correcciones que de esa mentalidad hacen Jesús y los primeros cristianos. Esto vale sobre todo por lo que respecta a la pureza de los sacrificios, de los sacerdotes y del culto, ideas que sólo podían derivarse de textos veterotestamentariosextracristianos (romanos), ya que se trataba de instituciones ajenas al cristianismo primitivo.

En la piedad eclesial hubo gran cantidad de prácticas religiosas, que total o parcialmente tenían un origen pagano, y que pudieron introducirse o mantenerse sin recelos porque ya se vivía en la nueva era en la que el paganismo se consideraba superado y en buena medida había desaparecido el miedo de un contagio por parte de lo extraño al cristianismo. En el culto de los mártires, de los difuntos y de las reliquias pervivían reminiscencias paganas, al igual que en las peregrinaciones, la creencia en milagrerías, los usos mágicos, etc. Muchos obispos criticaron tales cosas y exhortaron a las gentes a la verdadera conversión, a la forma cristiana de vida piadosa. Muchas de esas cosas eran justamente síntoma de una conversión insuficiente y de un conocimiento defectuoso del cristianismo.

En el siglo IV constantiniano la Iglesia no siempre llevó las de ganar. Al igual que sus relaciones con el Estado y la sociedad le plantearon numerosos problemas para su propia identidad, también tuvo dificultades en el campo de la pastoral. Los obispos y las comunidades hubieron de sufrir mucho por un cristianismo coyuntural con un nivel bajísimo en la fe y la moral, y las reacciones fueron muy dispares.

En conjunto los cambios enumerados de la Iglesia se fueron «deslizando» de forma natural. Pero desde Constantino el movimiento se aceleró y se abrieron muchas posibilidades nuevas. En su totalidad muestran el «ensamblaje» de la Iglesia con las respectivas valoraciones e intereses de su tiempo así como la forma en que recibió la influencia de las circunstancias político-culturales de su época.

El principal interés de la Iglesia antigua fue el de realizar su vida como una comunidad de creyentes. Y lo hizo con la creación de comunidades locales, con la organización de sus funciones, con la celebración litúrgica de los misterios de la fe, con la formulación y actualización de la confesión cristiana y con la praxis ética del cristianismo. Todo ello le apremiaba mucho más que, por ejemplo, la regulación básica de sus relaciones con la sociedad y con el Estado, y más también que una expansión geográfica planificada del cristianismo. En el desarrollo de sus formas de vida y de su confesión la Iglesia antigua evidenció una gran seguridad y creatividad, orientándose para ello por la Biblia, las tradiciones crecientes y fijadas y por las necesidades de cada momento.

Doquiera que el cristianismo arraigaba se formaban comunidades; es decir, (pequeños) grupos de personas con la misma convicción, el mismo ethos vital y una vida intensa de grupo De ahí que al principio la palabra iglesia designase la comunidad particular de un determinado lugar. Eso ocurrió ya en el cristianismo primitivo, pero el empleo del término se mantuvo también en los siglos siguientes. Como iglesia local, la comunidad era siempre la máxima unidad concreta del cristianismo. Su esencia estaba en la fe en Cristo de sus fieles, en el bautismo común, en la comunión de la eucaristía, en los carismas y servicios de cada uno y, finalmente, en los ministerios. La iglesia local no tenía que ordenarse a nada que estuviera fuera de ella misma para ser Iglesia en sentido pleno. Pero al mismo tiempo Iglesia significaba de antemano la comunión de las distintas iglesias locales. Todas ellas formaban en una región física la Iglesia por encima de las comunidades particulares. Por ello «Iglesia» fue también el concepto para designar la totalidad de las comunidades de un determinado territorio y del mundo entero. La imagen es familiar a la tradición romano-occidental de la historia de la Iglesia, en que la Iglesia en su conjunto estaba organizada de forma centralista; es decir, que en el obispo de la comunidad de Roma, en tanto que papa, tenía su instancia central para toda su organización jurídica y teológica. Sin embargo esta imagen eclesiástica sólo se desarrolló en la Iglesia occidental, sin que estuviera dada desde el comienzo y nunca pudo imponerse a toda la cristiandad. La Iglesia de los primeros siglos se asemejaba a una densa red de iglesias locales del mismo rango con sus obispos, extendida por todo el mundo y con diferencias regionales muy marcadas. Posteriormente en esa red se formaron algunos centros con mayor o menor autoridad e independencia.

Debido a la autonomía de las distintas iglesias locales y regionales surgieron las diferencias entre iglesia e iglesia, por ejemplo, en liturgia, en la que las iglesias conocieron diversos ordenamientos, textos, fechas y festividades. La constitución de la Iglesia tuvo asimismo sus peculiaridades locales. Ni fue igual en todas partes la disciplina eclesiástica (en materia de pecados y defecciones). El canon de la Biblia neotestamentaria se delimitó en formas dispares durante bastante tiempo. Ni siquiera las fórmulas confesionales fueron idénticas ni en su contenido ni en su formulación. Y otro tanto cabe decir de muchas costumbres piadosas de las comunidades, como oraciones, ayunos, penitencias, etcétera. En consecuencia, la teología de la Iglesia antigua fue también muy diversa; por los escritos de los Padres de la Iglesia conocemos una gran diversidad de puntos de vista, de «sistemas», tradiciones, perspectivas y formas de considerar las cosas. Las iglesias regionales desarrollaron su confesión de fe siempre de acuerdo con las condiciones de su época y cultura, y éstas no eran las mismas en Siria, en África y en las Galias.

Las iglesias fueron conscientes de esa pluralidad, que saltaba a la vista necesariamente en todos los contactos entre comunidades. Pero no se veía en ello un defecto, y hasta pudo decirse que las diferencias concretas en la vida eclesiástica probaban la unidad de los cristianos en la fe. Se comprende que de las diferencias surgieran también con bastante frecuencia disensiones, conflictos y disputas. Pero la unificación en todas las cosas no fue un rasgo característico de la Iglesia antigua. Se estaba seguro de que en las diferentes lenguas de las iglesias locales sonaba la misma fe y la misma predicación de Cristo. Ello se explica por cuanto que todas las iglesias regionales se consideraban sobre el suelo del origen apostólico y se respetaban. Las iglesias sitas en los territorios más diversos reclamaban para sí una autoridad apostólica, porque en su ciudad, en su país había predicado algún apóstol, había fundado la iglesia, instituido el primer obispo y allí había encontrado la muerte y su lugar de reposo. Así se desarrollaron las iglesias regionales de forma autonómica e individual, convencidas de que estaban en la tradición de «su» apóstol, que coincidía con todos los otros apóstoles, de modo que también las iglesias coincidían en todas partes.

Así se consideró que la unidad venía esencialmente dada en la fe concorde y en la comunión de las iglesias locales y regionales. Y se dispuso para ello de un concepto bien expresivo: el de communio en latín y koinonia en griego. Ambos términos significan «comunión» y señalan en este contexto la universalidad de la Iglesia en tanto que los cristianos todos pertenecen a ella por la misma fe en todas partes. La Iglesia primitiva se cuidó con singular empeño de que pudiera palparse la unidad con Cristo, la unidad de los cristianos y la mutua comunión de las numerosas iglesias particulares. Y ello ocurrió porque la communio se practicaba en unas formas concretas. Esa comunión se realizaba sobre todo por la celebración eucarística: unidad con Cristo y unidad de la Iglesia. Ahora bien, el lugar de la eucaristía era la iglesia local. Quienes se reunían para celebrarla vivían la comunión de un modo literal con un pan y con una confesión y esperanza comunes. Por eso también en el siglo IV la palabra communiokoinonia se empleó para designar la eucaristía. En las grandes ciudades, en que los cristianos no podían reunirse todos en el mismo lugar, dado el gran número de fieles, hubo desde el siglo IV al menos algunos días al año en que se celebraban los oficios divinos de modo que pudieran participar todos los cristianos de la ciudad (era la llamada liturgia estacional), a fin de que vivieran su unidad. Hay testimonios de ello por lo que respecta a Roma, Jerusalén, Antioquía y Tours, entre otras ciudades. Y cuando la liturgia estacional ya no pudo celebrarse en un solo punto, porque no había en el lugar iglesia alguna que pudiera acoger a todos los fieles, éstos se distribuían por las llamadas iglesias titulares, en las que se celebraba simultáneamente la eucaristía con la celebración del obispo. Como signo de la communio el obispo enviaba partículas del pan eucarístico de su celebración a las comunidades de las iglesias titulares, que participaban del cáliz eucarístico demostrando así sensiblemente la unidad. En este contexto hay que ver también el uso de llevar la eucaristía a casa para quienes por motivos razonables no habían podido asistir, así como la regla severa de que el pecado anulaba la communio, excluyendo en consecuencia de la eucaristía.

Este empeño por la unidad iba más allá de las iglesias locales. La unidad se practicaba también con otras comunidades. Un fenómeno bien significativo al respecto es el hecho de un amplio intercambio epistolar entre las iglesias ya desde el siglo I. La denominada Primera carta clementina, remitida desde Roma a Corinto (ca 96 d.C.), es el ejemplo extrabíblico más antiguo de esto que decimos. Tales cartas reflejan el interés recíproco de las respectivas comunidades locales. Buscan la comunicación y el intercambio con que las iglesias se ayudan mutuamente en un conflicto o en una necesidad grave. Su estilo varía, adoptando acentos de exhortación, propaganda, crítica, corrección o sugerencia. No existe ninguna dependencia (jurídica) entre las iglesias, sino que dentro de la communio certifican la correspondencia entre iglesias del mismo rango. Hacia los años 160-170 d.C. el obispo Dionisio de Corinto escribió toda una serie de cartas a otras iglesias, en parte bastante alejadas (a Lacedemonia, Atenas, Nicomedia, a Creta, Asia Menor y Roma), sobre las que oficialmente no tenía competencia alguna. Los temas más frecuentes de dichas cartas son las preocupaciones máximas de la época: la fe recta, la herejía, la buena disposición a la paz y a la concordia así como una vida moral intachable y comprometida con el ideal cristiano. A menudo se recuerda el noble origen (apostólico) de la iglesia a la que se dirige la exhortación y su pasada ejemplaridad; consuelos y elogios sirven de mutuo aliento en las situaciones difíciles; se dan instrucciones sobre la exposición de la Biblia, sobre el ascetismo que conduce a la santidad, directrices pastorales, etcétera. Hay además informes recíprocos sobre la muerte o elección de algún obispo, sobre las persecuciones sufridas, sobre las amenazas de nuevas herejías... Se formulan preguntas y se imparten consejos.

Tales intercambios epistolares podían establecer vínculos de afección y confianza, conocimiento y buenas relaciones. Las comunidades conservaban las cartas como documentos importantes más allá del motivo concreto que las había originado y se leían en las asambleas una y otra vez como realización viva de la communio. Y como las cartas no se podían remitir mediante un correo oficial, comportaban contactos todavía más estrechos entre las comunidades. Las llevaban, en efecto, quienes tenían que viajar por su profesión o cristianos enviados al efecto. Estos mensajeros llegaban a las comunidades en las que recibían generosa hospitalidad, con lo que se incrementaban la comunicación y la communio. La hospitalidad fue una de las virtudes más frecuentes y estimadas en la Iglesia primitiva; como praxis cristiana fue a la vez otra forma de comunión en la fe. Para evitar abusos el obispo entregaba un billete al cristiano de su comunidad que se ponía de viaje, y con el escrito podía presentarse en las comunidades foráneas. Se llamaba carta de comunión o de recomendación y paz. Tal documento acreditativo no sólo tenía ventajas prácticas, sino que garantizaba el florecer regular de innumerables contactos entre comunidades y cristianos particulares.

Por lo demás, en la praxis se daba el problema de que con el tiempo algunos obispos habían quedado fuera de la comunión por alguna herejía o pecado, de modo que ya no se aceptaban sus cartas de recomendación. De ahí que fuera entonces necesario tener en las comunidades listas de los obispos ortodoxos para no dejar que se perdiera la comunión. Dicha experiencia de que la comunión se rompía por pecados o disputas fue extremadamente penosa para las iglesias. La comunión como unidad y paz era realidad y cometido a la vez. Como es bien sabido, la Iglesia universal no pudo conservar su communio, sino que en el curso de la historia se fragmentó en diversas iglesias.

A veces la comunión terminaba no sólo entre iglesias locales y regionales sino incluso dentro de las distintas comunidades, por motivos de pecado y herejía. La Iglesia practicó la excomunión, es decir, la exclusión, de la comunión eclesial. En la estructura eclesiástica descrita quienquiera que estaba en la comunión podía denegarla por motivos graves: el obispo al laico, al presbítero o a otro obispo; pero en ciertas circunstancias también el laico o la comunidad a su obispo, cosa que naturalmente resultaba una excepción. La posibilidad de la mutua excomunión condujo a confusiones inauditas y a situaciones insoportables. En las disputas doctrinales o por el poder se abusó de la comunión y de la excomunión como armas tácticas. A ello se unió el principio problemático de que la frontera de la comunión eclesiástica debía marcar también la frontera de la comprensión y reconciliación cristiana.

En la praxis para la unidad de las iglesias locales y regionales entraba el sínodo o concilio. Desde la segunda mitad del siglo n se celebraron innumerables sínodos, es decir, asambleas en que las iglesias vecinas de un distrito mayor o menor, y más tarde las iglesias todas -al menos en principio- del orbe habitado estaban representadas por sus obispos principalmente. En aquellas asambleas se discutían las cuestiones de orden eclesiástico, de doctrina teológica, liturgia y disciplina, que resultaban más espinosas. Las resoluciones comunes conducían a una praxis común en la que se ponía de manifiesto la unidad de las iglesias locales entre sí. Eran conclusiones que se comunicaban por escrito a todas las iglesias de cualquier lugar.

La circunstancia histórica que motivó los primeros sínodos a finales del siglo II fue evidentemente la aparición del montañismo, como un movimiento cristiano separado, es decir, como una «herejía». Y, además, surgió también una disputa entre las iglesias regionales acerca de la fecha de la pascua, un problema por tanto que afectaba a la unidad ritual de toda la Iglesia. Aunque no siempre pudieran resolver todas las diferencias de forma definitiva, los sínodos fueron el instrumento ideal para establecer o salvar la communio en situaciones delicadas. En el episcopado, reunido en asamblea, la Iglesia se presentaba unida (o desgarrada) a una escala supralocal. Cuando en la discusión no se lograba un acuerdo, la mayoría exigía (en algunos casos sin éxito) la sumisión de la minoría, a fin de conservar la communio. Cierto que la praxis sinodal comportó una merma de autoridad de los obispos y de las iglesias locales, porque los prelados de las grandes ciudades organizaban concilios regionales con lo que asumían la dirección eclesiástica de su región.

 

Desarrollo de la constitución eclesiástica

 

Los escritos neotestamentarios, como las fuentes más antiguas, dan relativamente poca información acerca de la constitución y organización eclesiástica en los primeros tiempos cristianos; otros temas les preocuparon más. Aparte de que la Iglesia sólo en el curso de la historia encontró y perfiló sus formas de organización y de ordenamiento con el concepto sacramental y canónico de épocas posteriores. Para los primeros tiempos del cristianismo sólo en muy escasa medida se puede contar con la formación de tales elementos. Y es que en las primeras décadas el desarrollo no se efectuó en modo alguno bajo la expectativa de un futuro duradero para la Iglesia y, por tanto, bajo los intereses de un orden permanente. Aun así ya entonces el cristianismo primitivo conoce una serie de elementos ordenadores; pero no dejaban de ser bien diferentes de las instituciones que surgirían de los mismos con el paso del tiempo.

En las primitivas comunidades cristianas se impuso necesariamente un cierto ordenamiento de las competencias, que se orientó por la idea que tenían de sí mismas, por sus funciones vitales y por las tareas impuestas a la comunidad. Los escritos bíblicos permiten reconocer desde el principio diversos grupos de autoridades. El círculo más antiguo de varones destacados en la Iglesia primitiva fue el de los doce (apóstoles). Con toda probabilidad histórica se remonta al propio Jesús (Mc 3,14), pero que según los evangelios tenían la función real-simbólica de ser los representantes del Israel antiguo y nuevo (Mt 19,28). En ninguna parte están certificados los roles eclesiástico-ministeriales de los doce, y sorprendentemente para el tiempo posterior a la muerte de Jesús no existen noticias históricas (sino sólo leyendas tardías) sobre la mayor parte de los doce.

Otra es la situación del grupo de autoridades formado por Santiago, Pedro y Juan, que según Pablo (Gál 2, 9) eran considerados en Jerusalén como las «columnas», lo que habla de su importancia decisiva en la comunidad local. Evidentemente eran los portavoces autorizados (Gál 2,12). Santiago era hermano del Señor, Pedro y Juan procedían del círculo de los doce. Y, finalmente, estuvo el grupo de los «siete» en Jerusalén: varones de nombres exclusivamente griegos, de los que el libro de los Hechos de los Apóstoles hizo los siete «diáconos», pero que en realidad debieron constituir el grupo dirigente de los «helenistas» entre los primeros seguidores de Jesús en Jerusalén (cf. cap. 1.3). Es decir, otro grupo de autoridades.

El fundamento de la autoridad de estos hombres en la Iglesia primitiva fue, por lo que respecta a los doce, el que habían vivido con Jesús, habían sido sus confidentes y encargados y, además, habían sido testigos de su resurrección (I Cor 15,5). Esto vale también para dos de las «columnas», concretamente para Pedro y Juan; por lo que se refiere a Santiago, que no pertenecía a los doce, Pablo sabe (I Cor 15,7) que también fue testigo de la resurrección, y sin duda que en su papel también influyó su parentesco con Jesús. Finalmente, los siete fueron los jefes y portavoces de los cristianos helenistas de Jerusalén, sin que sepamos cómo llegaron a serlo. Y poco después Pablo pondría de relieve con singular énfasis su propia autoridad de apóstol, derivándola del encargo directo que había recibido del resucitado.

Los orígenes de la autoridad resultan, pues, diferentes. Y los tipos de competencia y jurisdicción que aquí subyacen son, hablando estrictamente, irrepetibles. No podemos calificarlos como ministerio en el sentido jurídico y sacramental. En los apóstoles y testigos de la resurrección se trata de una autoridad singular en su origen; en los siete, de la solución pragmática de las tareas directivas en una primera comunidad bilingüe. Cierto que el testimonio de la resurrección por parte de las autoridades de Jerusalén iba a tener una importancia permanente, y jamás superada, para las comunidades todas; pero esa condición de testigos era intransferible; de ella no se derivó en el cristianismo primitivo ni un «ministerio» permanente o algo parecido, ni tampoco una primada jurídica e institucional de Jerusalén sobre las iglesias recién constituidas. «Sólo» se mantuvo un «vínculo de amor» (por ejemplo, en forma de colecta a favor de la iglesia jerosolimitana: Rom 15, 25-27; I Cor 16,1-3; 2Cor 8,19; Gál 2,10; Act 24,17), pero no una relación institucional propiamente dicha.

A medida que el cristianismo se fue extendiendo ya no bastaron las autoridades mencionadas. Las comunidades necesitaban instancias y competencias en el propio lugar; necesitaban rectores responsables de la vida comunitaria. El correspondiente desarrollo no discurrió de manera uniforme en todas partes, porque todos aquellos procesos no se daban de acuerdo con un programa establecido ni bajo una dirección central, sino que se regulaban por las necesidades y posibilidades de cada caso. Las formas de dirección y la designación de las autoridades fueron diferentes. Lo que sí parece haber sido unitario es que en los primeros tiempos cada comunidad no fue dirigida por una sola persona, sino por un «colegio», por un grupo de personas competentes.

Los Hechos de los Apóstoles indican que en las comunidades palestinenses tales personas se llamaban «presbíteros» (ancianos). La forma y designación resultaban naturales: el judaísmo conocía esa forma de organización que era la dirección colegial así como la primacía de «los ancianos» en cualquier grupo. Los cristianos, que habían sido judíos, aceptaron ese ordenamiento que ya conocían como algo connatural. Y así los presbíteros asumieron las tareas de organización.

Las cosas fueron distintas para Pablo y sus territorios misionales. Pablo se consideró a sí mismo y a su originaria autoridad apostólica en el papel de quien en cada comunidad particular representaba la autoridad directa respecto de las cuestiones de predicación y disciplina. Pero no podía estar en todas partes a la vez; por lo que en sus comunidades hubo los representantes competentes. Dos cosas sorprenden aquí: Pablo no los llamó presbíteros, sino que utiliza designaciones diferentes, en parte intercambiables y en parte distintas, para referirse a quienes tienen competencias en la comunidad. Los llama, por ejemplo, «aquellos que se esfuerzan», los «colaboradores» (I Cor 16,16), «los que presiden» (I Tes 5, 12; Rom 12,8); pero, por otra parte, distinguía apóstoles, profetas y doctores (I Cor 12,28), que ejercían diversas funciones. En Pablo no se halla un concepto unitario de ministerio, pero sí designaciones de tareas, puestos y funciones en la comunidad. La posición de quienes tenían unos determinados cometidos no se apoyaba en el derecho ni en una autoridad institucional, sino que Pablo lo entendía, al igual que más tarde los evangelios, como un servicio.

Ciertamente que la iglesia paulina no representaba un caos entusiasta de carismáticos; en ella había fuerzas dirigentes y ordenadoras. Pero en los conflictos que surgen Pablo no reacciona montando una autoridad ni un ministerio, sino describiendo la pluralidad de dones y reclamando que todos pongan sus carismas espirituales en pro de la edificación de la iglesia sin competir entre sí (I Cor 12; 14). Es verdad que Pablo insiste con bastante frecuencia, y con dureza inusitada, en su autoridad personal frente a una comunidad rebelde (I Cor 4.21; 2Cor 13,2-4.10; Gál 1,8). Pero se trataba de su condición de apóstol y de la implantación del evangelio (al margen de la ley), no de una constitución eclesiástica.

En un único pasaje de las cartas que se nos han conservado llama Pablo a los prelados y a sus ayudantes o colaboradores «obispos y diáconos» (Flp 1,1). Debe tratarse de «inspectores» (tal es el significado de la palabra «obispo») y organizadores, cosa que todavía no tiene mucho que ver con las atribuciones que más tarde tendrán los obispos (ver más abajo). En Pablo, los obispos tenían la inspección sobre las comunidades y su vida.

Hay una distinción importante: el cristianismo primitivo conoció dos tipos diferentes de constitución u ordenamiento de las comunidades, la constitución presbiterial, que era de origen judío y que se encuentra sobre todo en las comunidades de territorio judío, y la constitución episcopal, que es la de las comunidades paulinas. Es importante observar que ambas formas presentaban una estructura colegial: era un gremio rector que se cuidaba de las tareas directivas, y que en un caso estaba formado por presbíteros y en el otro por obispos.

Las circunstancias del comienzo y de la expectación inminente del fin del mundo, con las que la constitución y organización de las comunidades sólo tenía una importancia relativa, terminaron. Los apóstoles y las primeras generaciones murieron. Había acabado el tiempo del cristianismo primitivo. Ello dio origen, en torno a la frontera entre los siglos I y II, a una nueva mentalidad, a nuevas situaciones y necesidades, las cuales se reflejaron claramente en el desarrollo del ministerio y de la constitución de la Iglesia. Una Iglesia permanente en un mundo permanente tenía que establecerse con vistas a durar. Y los problemas de organización adquirieron una importancia mucho mayor que antes. La tarea de los prelados se convirtió ahora en un ministerio eclesiástico; es decir, en una institución establecida de carácter sagrado, por cuanto que era una autoridad derivada de los apóstoles en las cuestiones referidas a la doctrina y a la disciplina. El ministro entraba solemnemente en su cargo mediante una ordenación, que consistía en la colación sacramental de unos poderes ministeriales (la consagración como transmisión ritual del Espíritu). Era el fiador de la doctrina, el que sostenía la tradición en la cadena de los transmisores del evangelio desde el comienzo. El pensamiento se ajustó institucional y jurídicamente de cara a asegurar la identidad del cristianismo, cosa que aceleró la aparición de desviaciones (herejías).

Con el tiempo las circunstancias empujaron hacia una constitución unitaria. De ahí que al principio encontremos formas híbridas de constitución presbiterial y constitución episcopal. Algunas fuentes (Act; 1 y 2Tim; Tit; I Clem; las cartas de Ignacio de Antioquía; la carta de Policarpo a los Filipenses) conocen la existencia simultánea de presbíteros y obispos, aunque resulta difícil reconstruir las mutuas relaciones. Como quiera que fuese, los ministerios estaban vinculados por relaciones de superioridad y subordinación, por lo que existen unos inicios de jerarquía. Y un fenómeno importante: ahora predominan unas imágenes eclesiásticas en las que el ministerio se identifica teológicamente con la comunidad.

Este giro temprano hacia una clara institucionalización, la constitución, la creación jurídica sacra y el concepto del ministerio sacramental, es algo nuevo en la primitiva historia de la Iglesia. En la teología histórica se habla de la aparición de un catolicismo temprano (Frühkatholizismus), concepto que describe perfectamente la nueva época que enlaza el cristianismo primero con la Iglesia católica de los siglos siguientes.

Por lo demás el concepto de «Frühkatholizismus» se entiende a menudo como una crítica de ese desarrollo, concebido éste en principio como algo decadente. La comunidad carismática, que vive del espíritu del evangelio y que es responsable directa ante Cristo, tal como se había entendido el cristianismo primitivo, habría sido suplantada por una Iglesia dotada de estructuras jurídicas de autoridad y subordinación; de la libre oferta del evangelio se habría pasado a una doctrina, administrada por el ministerio y ligada a una institución, reducida a unos principios de carácter jurídico, que obligaba al individuo con la consecuencia de salvación o condenación. En esta visión global se pasa por alto la valoración crítica de los acontecimientos, como si el cristianismo primitivo fuera en principio inconciliable con el desarrollo de una constitución y un ministerio, etc., cuando más bien comportaba sus elementos de orden. Y además ni había ni hay en principio otra alternativa a semejante institucionalización. Sus formas concretas no estaban fijadas de antemano por la historia (eclesiástica); lo que ocurrió de hecho no respondía de necesidad a un proyecto previo. Hipotéticamente cabían otros desarrollos. Así, pues, lo que ocurrió con todas las variaciones que se fueron dando en el curso de la historia de la Iglesia no se podía describir en consecuencia como «institución divina» de tipo místico y atribuirlo a Jesús o a los apóstoles remontándose en el tiempo. Ciertamente que fue la misma Iglesia antigua la que atribuyó lo sucedido a una institución por parte de Jesús y de los apóstoles; pero lo hizo, a lo que hoy podemos saber, no sobre la base de un recuerdo histórico sino bajo la influencia de unas ideas teológicas rectoras, según las cuales fueron los apóstoles los que «dejaron» la Iglesia en la forma que después se conoció. El antiguo ordenamiento eclesiástico con constitución y ministerios no existió al comienzo, sino que fue el resultado de una evolución. Y si se dice que en principio no había alternativa alguna a esa evolución histórica hacia el denominado Frühkatholizismus, ha de ser en el sentido de que cada religión necesita de una tradición y de una institución para poder transmitirse. Pero lo transmitido es más importante que los órganos transmisores. Y en el cristianismo se dan las relaciones entre ministerio y evangelio bajo los criterios de servicio y cruz que excluyen el dominio (Mc 10,42-45; 2Cor 1,24), pero no la autoridad. Y aquí hemos de decir que no todas las estructuras que se formaron pueden mantenerse frente a la primitiva máxima cristiana según la cual el ministerio y constitución de la Iglesia han de tener carácter de diaconía, de servicio, para poder conectar con Jesús.

La Carta I de Clemente es, junto con los escritos tardíos del Nuevo Testamento, un ejemplo típico de este catolicismo primitivo en la época postapostólica. A quienes presiden los llama jefes, obispos o presbíteros y les reserva por vez primera una función cúltica: el «ofrecimiento de los dones». Pero sobre todo se deja sentir aquí la idea antes mencionada de que los apóstoles han establecido directamente los ministerios eclesiásticos. Lo cual se explica en el sentido de que, por lo mismo, la ordenación eclesiástica concreta es perpetuamente intangible, inmutable y en definitiva querida por Dios; es algo sagrado. La obediencia a los presbíteros es la reacción necesaria de la comunidad. De ese modo, los logros históricos adquieren una fundamentación teológica y quedan inmunizados a los cambios. La nota de la apostolicidad (como fundamento histérico-dogmático de la estructura eclesial) ha jugado desde entonces un papel eminente tanto para la constitución como para la doctrina de la Iglesia.

Otro ejemplo es la Didakhe o Doctrina de los Apóstoles, un escrito aparecido en Siria hacia el 140 d.C., que contiene un denominado «ordenamiento de la Iglesia», unas reglamentaciones de la vida eclesiástica. Por lo que hace a la historia del ministerio eclesiástico aporta la información interesante de que en su tiempo había profetas, doctores y apóstoles que no estaban fijos a un lugar, sino que eran ministros itinerantes que visitaban las comunidades. Se exhorta a elegir obispos y diáconos en el propio lugar; y es aquí donde se introducen por vez primera, a fin de que estén presentes de continuo y asuman la tarea de enseñar. También encontramos el fenómeno de un doble ordenamiento ministerial con distintos itinerantes (profetas, maestros, apóstoles) y con otros residentes (obispos, diáconos). Hay aquí el reflejo de una situación primitiva en que los ministros se instituyen por elección de la comunidad, y no por ordenación.

El período del «catolicismo temprano» se puede fijar desde finales del siglo I hasta mediados del siglo II. Posteriormente, por ejemplo en los escritos del obispo galo Ireneo (Eirenaios) de Lyon hacia 185 d.C., la institucionalización de la competencia para la doctrina de la fe ya se encuentra desarrollada por completo: para delimitar la verdad de la herejía, Ireneo propone el principio de reservar la verdad exclusivamente a los obispos (y doctores) de la Iglesia, porque sólo ellos la han tomado de los apóstoles y la han conservado. En una sucesión ininterrumpida cada uno de los obispos coetáneos está en comunión con el primero que ocupó su sede episcopal, habiendo sido instituido directamente ese primer titular por un apóstol (o un «discípulo de los apóstoles»). Esa construcción de la continuidad histórica garantiza ahora la ortodoxia con ayuda del ministerio.

El orden eclesial del obispo Hipólito de Roma, poco después del 200, muestra lo que confirman otros documentos: que el ministerio se dividía a su vez de forma diferente en las distintas iglesias regionales, en una pluralidad de tareas, funciones y estados, de forma que el concepto y la delimitación del cargo a menudo no era fácil establecerlos: había, en efecto, además de obispos, presbíteros y diáconos (ahora ya en esa sucesión jerárquica), confesores, viudas, lectores, vírgenes, subdiáconos, lectores, acólitos, exorcistas, ostiarios. Como quiera que se defina estrictamente el ministerio, lo seguro es que ya en los siglos II y ni tenía una cierta amplitud e imprecisión. En los primeros tiempos había también mujeres en los ministerios (dirección, profecía), pero sólo en los primeros tiempos. Y en Hipólito existe asimismo la subdivisión precisa de la comunidad en clero y laicos, debido a la ordenación (Tradición apostólica 8-10.19). En él se advierte también un cambio de vocabulario: su orden eclesial no habla tanto del ministerio como servicio cuando como potestad y gobierno. Desde el siglo II al IV la concepción teológica del ministerio acentúa su relación con el culto-, remitiéndose a las ideas veterotestamentarias, obispo y presbítero se entienden cada vez más como sacerdotes, que ofrecen la eucaristía como sacrificio. También a partir de los conceptos sacados del Antiguo Testamento acerca de la pureza cúltica del sacerdote hay que explicar la implantación del celibato ministerial, cuyos primeros vestigios se hallan en el siglo IV.

Dentro de los cambios que presenta la historia constitucional de la Iglesia primitiva, el ministerio episcopal se va perfilando como el ministerio central y más importante de todos. Los comienzos fueron discretos, como queda expuesto. En los orígenes el ministerio episcopal fue un «ministerio de supervisión», es decir, fue un grupo de hombres, un colegio de episcopoi, encargados de las tareas de organización y administración de la comunidad. En el curso de la historia a ese ministerio se le fueron confiando otras competencias, empezando por la autoridad para la doctrina (Didakhe 15,1), de modo que el ministerio episcopal llegó a ser con el tiempo el ministerio más fuerte e importante. Hasta el siglo ni se desarrolló en la forma en que marca hasta hoy la constitución eclesiástica, a saber, como ministerio del obispo monárquico. La expresión significa que cada comunidad tenía un único obispo como prelado, y no ya un colegio de varios obispos.

Las siete cartas de Ignacio de Antioquía son los documentos más antiguos de cuantos conocemos en favor de la existencia del ministerio episcopal monárquico. Ignacio, que personalmente era obispo monárquico en Antioquía, supone asimismo dicho tipo de ministerio en las cinco iglesias del Asia Menor-Efeso, Magnesia, Trallas, Filadelfia y Esmirna- a las que dirigió sus cartas por los años 115-117. Lo que no sabemos es cómo se desarrolló la evolución. Lo cierto es que por la misma época en otros lugares, por ejemplo en Roma, todavía se daban las direcciones colegiadas de las comunidades. El desarrollo de los ministerios eclesiásticos rápidamente se diversificó en los distintos lugares. Pero a lo largo del siglo n el ministerio del obispo monárquico acabó por imponerse de forma unitaria en todas las iglesias regionales. Lo importante es que (ya en Ignacio) la unicidad del obispo simbolizó la unidad de la comunidad, además de conferir la dirección de la eucaristía al obispo; bajo todos los aspectos el obispo es el centro y cabeza de la comunidad que le sigue. Por debajo del obispo están los presbíteros como un grupo específico además de los diáconos. Y es importante asimismo la forma en que se fundamenta dicha jerarquía y estructura de los ministerios: ese orden eclesiástico es imagen y continuación sobre la tierra del orden que se da en el cielo. Con algunas variaciones deriva Ignacio el orden de la Iglesia, con obispos, presbíteros y diáconos, del orden celestial en que están Dios, Cristo y los apóstoles.

En los tiempos de la Iglesia antigua fue éste un modelo extraordinariamente efectivo de fundamentación y autorización: el orden eclesial corresponde (como copia que es) al orden celeste; es, por tanto, algo querido por Dios y, en consecuencia, intocable. De donde se deduce una ética ministerial y comunitaria con superiores y subordinados. A través del pseudo-Dionisio hacia el año 500 la idea teológica de la reproducción de la jerarquía celestial por parte de la jerarquía eclesiástica llegó a ejercer una gran influencia sobre las concepciones del orden que se tuvieron en la edad media. En la Iglesia antigua tales concepciones no son exclusivas de Ignacio. El obispo actúa «en el lugar de Dios», y la comunidad le obedece como a Dios (cf., por ejemplo, Carta a los Magnesios 6,1; 7,1). El obispo único actúa como imagen del único Dios y garantiza la unidad de la Iglesia en tiempos calamitosos. Por ello, a su vez, tiene que ser un solo obispo el que dirija la iglesia local, porque de otro modo no quedarían claras ni la imagen de Dios ni la unidad de la Iglesia. Como consecuencia del ministerio episcopal monárquico, la Iglesia antigua aparece como una realidad compacta y con capacidad de resistencia. La unidad de doctrina y culto bajo un único obispo hacía posible una dirección eficaz de cada una de las comunidades.

La derivación de la constitución eclesiástica a partir del orden celeste constituye una forma de su fundamentación teológica al lado de la que se apoya en la sucesión apostólica, o en la institución por parte de los apóstoles. La imagen más difundida en tiempos de la Iglesia antigua es la de los obispos como sucesores de los apóstoles, pero no deja de ser antigua la idea del paralelismo entre la jerarquía celestial y la eclesiástica. Por ambas vías se fue afianzando teológicamente la constitución eclesiástica como lo único pensable y legítimo y como algo que había sido desde siempre y que era inmutable. Así, pues, en el siglo II, el obispo garantizaba la pureza de la doctrina, dirigía la comunidad, velaba por la disciplina eclesiástica y, con ello, también por la admisión a la eucaristía, cuya celebración presidía, al tiempo que simbolizaba la unidad. En el siglo III (en el ordenamiento eclesial de Hipólito) se dice además del obispo que ofrece a Dios los sacrificios de la Iglesia, ordena los clérigos y perdona los pecados (es decir, que posee la potestad penitencial plena). El obispo se convierte ahora ante todo en el jefe y sumo sacerdote de su iglesia.

Un teólogo y organizador especialmente importante del ministerio episcopal fue a mediados del siglo III el obispo Cipriano de Cartago, en el Norte de África. La Iglesia era para él una Iglesia episcopal, y el ministerio de los obispos el principio mismo de la Iglesia. También para el teólogo cartaginés, el obispo garantizaba la unidad y la paz, a la vez que aseguraba la vinculación de la iglesia local con la Iglesia universal. Y, además, Cipriano fundamentaba en Pedro la unidad de los obispos entre sí: en Pedro empezó (temporalmente antes que los otros apóstoles) ese ministerio; de ahí que tenga una primacía temporal-ideal sobre todos y simbolice como figura singular la unidad de los obispos. A cada iglesia hay que aplicarle Mt 16,18s; cada obispo es Pedro, piedra y fundamento de su iglesia. La «mutua armonía» de los obispos es la consumación del ministerio petrino como unidad de la Iglesia universal. El ministerio episcopal es un servicio de la unidad. Que Cipriano insistiera tanto en la unidad se explica desde su situación: en el tiempo de la persecución de Decio hubo diferentes opiniones sobre la posibilidad de volver a acoger en la Iglesia a los numerosos cristianos que habían apostatado. Los rigoristas excluían cualquier posibilidad, los liberales querían otorgar la reinserción sin demasiados inconvenientes. Y en medio de aquellas discrepancias Cipriano concede al obispo todas las competencias: él es el único que puede decidir; con otras palabras, tiene la plena potestad penitencial, impone un severo proceso penitencial y decide la reinserción. Sirviéndose de la teología y de la praxis eclesial, Cipriano robusteció aún más ese ministerio de los obispos.

Así, pues, mediante un constante incremento de cometidos, competencias y facultades el ministerio episcopal llegó a convertirse en el ministerio central de la Iglesia. El obispo reunía prácticamente todas las funciones y competencias eclesiásticas. Lo cual no ocurrió sin resistencias a esta concepción de la potestad eclesiástica y condujo a la pérdida de las iglesias cismáticas.

La estructura de la communio de la Iglesia preveía una comunión y participación de todos los cristianos del lugar en los acontecimientos de la comunidad. Así, desde el siglo ni al v se reconoció por parte de grandes e importantes iglesias regionales, como Roma, África, España y otras que en la elección de un nuevo obispo participase el pueblo eclesial. La influencia del pueblo podría haber consistido en dar su consentimiento o no a los candidatos presentados por el clero. El fin de esta participación era encontrar el obispo adecuado. La ordenación al ministerio no se entendió, como ocurriría después, en el sentido de irrevocable e «indisoluble». La deposición de los obispos por motivos de herejía o de «santidad» deficiente no era un acontecer raro. Finalmente, a lo largo de la historia ulterior del episcopado se operó un cambio en la estructura de la communio, es decir, en las relaciones entre las iglesias particulares del mismo rango. Se rompió la «simetría» porque los obispos dejaron de ser iguales. Y con sus obispos las iglesias regionales adquirieron mayor o menor importancia. Entre las causas que ponían diferencias entre los obispos estaba, por ejemplo, el ilustre pasado de la Iglesia (si había sido o no fundada por un apóstol) o la subordinación política entre las ciudades.

En la Iglesia antigua los obispos representaron el estrato dirigente de una Iglesia que se expandía en circunstancias difíciles. Muchos de ellos nos son conocidos como personas cultas, como teólogos y escritores eminentes y como políticos y rectores religiosos capaces y realistas. Tuvieron además su prestigio en la sociedad no cristiana como representantes de un cristianismo que se presentaba con fuerza. Como personajes prominentes a menudo fueron el primer objetivo de la persecución, aunque hay también ejemplos de obispos con gran reputación social antes de la época constantiniana. Y a partir de Constantino hubieron de llenar las nuevas expectativas de la sociedad.

 

El origen de los patriarcados

 

Desde el comienzo de su historia la Iglesia tuvo en su expansión geográfica una cierta división u organización territorial. Y ciertamente que de antemano la vía más lógica para esa división era su adecuación casi completa a la división política del imperio romano en provincias. Al igual que la vida política y social de las provincias se concentraba en sus capitales, también la comunidad cristiana de una ciudad importante se convirtió en el centro para los cristianos de la provincia. Y así como las diferentes ciudades tenían una importancia distinta en el orden político, esa diferencia contó también para sus iglesias: entre éstas se dio un orden de importancia que respondía al político.

Esta evolución se dio también cuando la Iglesia empezó a organizarse a una escala mayor, porque sus comunicaciones y sus problemas también se agrandaron. A partir del siglo III los sínodos se celebraron en la respectiva capital de provincia, convocados y presididos por el obispo del lugar, que con ello alcanzaba una cierta preeminencia sobre los otros obispos de la provincia. Ello correspondía exactamente a la praxis política, según la cual la jurisdicción de las autoridades en la capital se extendía a toda la provincia. Así surgió la institución de los metropolitanos, obispos con primacía sobre los otros obispos de su distrito. Les correspondía la inspección disciplinar, tenían competencias jurídicas superiores en la provincia, vigilaban y confirmaban las elecciones episcopales y convocaban y presidían los sínodos de toda la provincia. Al final de la evolución (hacia el 400) cada provincia tenía su metropolitano y cada metropolitano su provincia (únicamente). Esta organización de origen pragmático la refrendaron repetidas veces los concilios y los papas. El hecho pudo también estar condicionado por el proceso normal de que la cristianización de los territorios circundantes partía de las ciudades, con lo que se establecía una relación de dependencia.

Cuando en 325 el concilio de Nicea confirmaba el ordenamiento de los metropolitanos (canon 4), refrendaba a la vez otro ordenamiento a mayor escala, una estructura supermetropolitana de la Iglesia que ya entonces se daba. El concilio dice (canon 6) que se debe mantener el «orden antiguo», según el cual el obispo de Alejandría y el obispo de Roma así como las iglesias de Antioquía y de otras provincias tenían la autoridad suprema sobre varios territorios, y no sólo sobre una provincia. Era un hecho que venía desde largo tiempo atrás, sin que tuviera otra justificación que la realidad histórica. Y también ahí se daba una adecuación de la estructura eclesiástica a la organización imperial. El imperio, en efecto, se dividía en diócesis con varias provincias, y cada una de las diócesis era gobernada por un alto funcionario.

Esa adaptación contó hasta tal punto que la Iglesia siguió de ordinario las reformas de la administración estatal cambiando a su vez sus propias circunscripciones administrativas. De ahí que los obispos de las grandes urbes en modo alguno se mantuvieron a la larga como metropolitanos del mismo rango preciso. Y en virtud de la evolución indicada se llegó a una división a gran escala de la Iglesia antigua, que dio origen a los patriarcados, figurando un patriarca a la cabeza de cada uno (conceptos que se utilizaron a partir del siglo VI). Con el paso del tiempo cinco fueron las ciudades con una categoría que no alcanzaron las otras: Alejandría, Antioquía, Roma, Constantinopla y por último Jerusalén. Hubo, pues, en Oriente cuatro patriarcados enclavados en iglesias antiguas, mientras que Roma fue el único patriarcado de Occidente. También este cargo de «gran metropolita», que después se llamó patriarca, surgió de acuerdo con el principio de adaptación a las unidades administrativas del imperio y por la utilidad de tales estructuras jerárquicas. Con el tiempo se hizo necesario regular las competencias de metropolita y patriarca en las cuestiones de ordenación o deposición de obispos, presidencia de los sínodos y arbitraje en asuntos contenciosos y penales, etcétera.

Por lo que hace al origen de los patriarcados, parece ser que donde primero surgió una federación eclesiástica tan grande fue en Egipto, que era un país unitario y relativamente cerrado. Alejandría fue, a más tardar ya desde el siglo III, la metrópoli eclesiástica de todas las provincias egipcias; y, por tanto, un «patriarcado». Desde el siglo III al V la iglesia alejandrina fue determinante en las cuestiones de fe y disciplina para todo Egipto. Antioquía no contaba con un territorio interior tan perfectamente estructurado cultural y políticamente, por lo que sólo más tarde alcanzó esa importancia central. Por lo que a Roma se refiere -después hablaremos con más detalle de su posición singular-, se daban todos los motivos para una importancia eclesiástica de primer orden en su peculiaridad de capital del imperio y -al principio- en su condición de residencia del emperador. Con las dos guerras judías (del 66-70 y del 132-135) Jerusalén había perdido su singularísima importancia cristiana. Fue en el siglo IV, por obra de Constantino y al socaire de la devoción a Tierra Santa y de las peregrinaciones, que la ciudad recuperó su condición de ciudad de origen y de madre de todas las iglesias, con una preeminencia que históricamente no había tenido y que tampoco tuvo una importancia eclesiástico-política. Así y todo, Jerusalén fue un patriarcado sobre las tres provincias palestinas. Finalmente, también Constantinopla se convirtió en un patriarcado. La hizo construir Constantino, el primer emperador cristiano, como ciudad imperial cristiana, y el año 330 la hizo consagrar como «segunda (o nueva) Roma». Ya antes de Constantino Roma había dejado de ser la residencia del emperador (lo habían sido Milán, Tréveris, Nicomedia). Y también aquí fue decisiva la importancia política: el obispo de la «Nueva Roma (cristiana)» tenía que participar necesariamente de su rango. Al principio ello nada tuvo que ver con una concurrencia de Constantinopla frente a la antigua Roma, sino más bien frente a la ciudad de Alejandría. Y sin embargo es con la historia de este patriarcado que enlaza el desarrollo trágico que habría de llevar a la separación de la Iglesia oriental de la occidental. La rivalidad entre los patriarcas de la Roma antigua y de la nueva es una de las causas históricas del cisma que se consumó definitivamente el año 1054.

Por todo ello, el origen de los cinco patriarcados antiguos hay que explicarlo por razones político-pragmáticas. Pero también aquí tenemos el fenómeno de la posterior derivación y fundamentación teológica de un proceso histórico, a fin de darle consistencia. En este caso ello ocurrió en una situación predominantemente de disputa y competencia. Lo que quería afirmarse había de poder contar con unos orígenes apostólicos. Aunque parece que fueron los obispos de Roma los primeros en insistir en el fundamento teológico o apostólico de su primacía, mientras que las iglesias de Oriente se contentaron al principio con las razones políticas. En líneas generales, la importancia de la apostolicidad fue mucho mayor en Occidente -donde sólo Roma exhibía un origen apostólico (Pedro)- que en las iglesias orientales, muchas de las cuales se remontaban en sus tradiciones a los apóstoles (como ocurría con Corinto, Filipos, Éfeso, Gortina), y cuya pluralidad relatizaba por sí sola el carácter privilegiado de la condición apostólica. Mas cuando, por ejemplo, rechazó desde los siglos iv y v las desmedidas pretensiones eclesiástico-políticas de Constantinopla haciendo hincapié para ello en su origen debido al apóstol Pedro, por la parte contraria se jugó asimismo -como puede probarse desde los siglos VII/VIII— el principio de la apostolicidad, y se creó la leyenda de la fundación de la iglesia de Constantinopla (Bizancio) por el apóstol Andrés y hasta se creyó que debía de superar en categoría a la misma iglesia de Roma, ya que según Jn 1,40-42, Andrés, el apóstol de Constantinopla, había sido llamado al apostolado antes que Pedro. Y además Constantinopla reclamaba para sí al apóstol Juan. Con tales «argumentos» se obtenían entonces unas legitimaciones históricas.

La historia de los patriarcados fue en buena medida una historia de concurrencia y rivalidad, que a menudo desembocó en disputas dogmáticas resueltas con la excomunión recíproca o que influyó en la ocupación de las sedes episcopales y en otras medidas políticas. De su condición de patriarcado y de su tradición apostólico-petrina Roma derivó su pretensión de primada sobre la Iglesia universal. Las iglesias de Oriente, y más en concreto los patriarcados autóctonos, no reconocieron tal pretensión. Puede decirse que en este punto se oponían de manera irreconciliable dos concepciones diferentes de la unidad eclesial. Justo porque en Oriente había varias tradiciones de origen apostólico, que reclamaban distintas iglesias locales, nunca pudo darse allí la unidad eclesiástica en un único obispo destacado sobre los demás; tal unidad tenía que consistir en la unidad de varios patriarcas. Para la Iglesia de Occidente las cosas presentaban una perspectiva diferente. Para ella resultaba natural el asegurar la unidad de la Iglesia entera bajo el obispo de Roma, el único que en todo el Occidente era patriarca y sucesor de un apóstol (de Pedro). Desde las perspectivas y tradiciones de las iglesias regionales podían surgir diferentes formas de constitución de la Iglesia con su específica fundamentación teológica.

 

La historia del primado romano

 

Desde el siglo III los obispos de Roma esgrimieron de forma explícita la pretensión de una preeminencia suprarregional y después sobre la Iglesia toda, que con el paso de la historia condujo al papado romano. Según la concepción eclesiástica occidental y latina, el primado del obispo de Roma consiste en un ministerio rector y central sobre toda la Iglesia, que compete al papa como sucesor de Pedro, que fue «el primer obispo de Roma».

Históricamente estamos obligados a reconstruir con la mayor fidelidad posible el origen e historia de esta posición eminente del papa por encima de todos los obispos e intentar verla en el contexto de la constitución y estructura general de la Iglesia de los primeros siglos, tal como se ha expuesto hasta ahora. En el último parágrafo ha quedado claro que la Iglesia occidental con su única fundación apostólica (la de Roma) propendía a una concepción centralista de la Iglesia bajo el único patriarca romano, mientras que la Iglesia oriental con sus múltiples tradiciones apostólicas no tuvo oportunidad alguna de organizarse en torno a un único lugar y a un solo obispo. El papel indiscutible y sin concurrencia de Roma para el Occidente parece haber ejercido una gran influencia sobre el desarrollo de la autoconcepción teológica del obispo romano; además, naturalmente, de la importancia cultural y político-ideológica de la ciudad y de su aureola como «cabeza» del imperio.

La fundamentación teológica tradicional del papado romano se apoya de manera primordial sobre la «institución» u ordenamiento de ese ministerio «por Cristo», además de sobre el hecho de que Pedro fue «el primer obispo de Roma» y, finalmente, sobre la sucesión ininterrumpida de obispos como los «sucesores» de Pedro, que está certificada, y que como tales ejercieron unas funciones y potestades que Pedro había ejercido como primera cabeza suprema de la Iglesia universal. Es preciso discutir el valor histórico de estos datos.

La «institución por Cristo» (entendida como institución por obra del Jesús histórico) se considera históricamente garantizada en la fundamentación tradicional del primado ante todo por los textos de Mt 16,18-19 y Jn 21,15-17. Y al respecto hay que considerar como resultado seguro de la exégesis bíblica que ambos textos bíblicos son axiomas de la primitiva teología cristiana, pero no palabras históricas de Jesús. Y como tales demuestran, a una con otros textos neotestamentarios, únicamente la circunstancia de que la figura de Pedro tuvo una importancia destacada en el cristianismo primitivo.

Pero en su origen esa importancia nada tiene que ver con el papado. Consistió en que Pedro (con su nombre simbólico de «piedra» o roca) se convirtió desde el comienzo en tipo del discípulo y apóstol, en el representante de un «ministerio» eclesiástico de la predicación, con ejemplaridad simbólica para todos los discípulos y misioneros10. En la Iglesia primitiva no se dio un único y específico ministerio petrino (el papado) como ministerio rector de toda la Iglesia, ni tampoco se puede reconocer todavía como un propósito (o «fundación»). Cuando más tarde se hubo constituido (ver más adelante) el primado romano, se estableció a posteriori la conexión entre los pasajes bíblicos sobre Pedro y el papado de Roma. Para la Iglesia antigua (incluida la de Occidente) los dos textos bíblicos aludidos tenían perfecto sentido, aun antes de que existiera el papado”.

La afirmación de que Pedro había sido el primer obispo de Roma surgió en el siglo II con unas motivaciones dogmáticas. Sabemos sí con gran seguridad que Pedro estuvo en Roma y que allí murió mártir; pero nada sabemos sobre su actividad en la capital ni sobre su papel en la comunidad romana. Que fuera su obispo está excluido, ya que por la historia del ministerio episcopal monárquico consta con toda certeza que hasta aproximadamente el 140 d.C. en Roma, como en otras iglesias regionales, no hubo obispos únicos sino siempre un colegio episcopal. No hay duda de que en Occidente el episcopado monárquico apareció más tarde aún que en Oriente.

Y, finalmente, por lo que respecta a la tradicional serie de todos los obispos romanos desde Pedro, existe sí una lista con sus nombres (en Ireneo, Adv. haer. III 3, 3); pero lo más pronto que aparece es a finales del siglo n, y se apoya en concepciones teológicas más que en investigaciones históricas.

La Iglesia occidental derivó su apostolicidad a finales del siglo II de la estancia de Pedro (y de Pablo) en Roma. Pero ya para los comienzos se dieron por existentes las mismas circunstancias eclesiales que se conocían en esa época posterior (un obispo monárquico) y se aseguró la propia tradición de fe con la enumeración de los nombres de obispos desde Pedro, pero cuya lista había surgido en razón precisamente de esa necesidad. El recurso a Pedro fue la versión regional (eclesiástico-occidental) de la prueba de apostolicidad. Así, pues, en el siglo n todavía no tiene nada que ver con un primado petrino-romano sobre la Iglesia universal. Y en Oriente se hizo lo mismo con los nombres de apóstoles que allí tenían a mano.

La existencia de un ministerio rector central para toda la Iglesia difícilmente podía conciliarse con la inicial estructura eclesiástica de las numerosas fundaciones apostólicas del mismo rango y con la communio de todas las comunidades. Tuvieron que darse previamente cambios notables para que fuera posible el primado de una iglesia particular sobre muchas otras o sobre todas las restantes iglesias. Hubieron de preceder los «desplazamientos» estructurales antes descritos en la communio, para que hubiera iglesias particulares más o menos importantes. Por todo lo cual, en los primeros tiempos de la Iglesia faltaron las condiciones para un centralismo eclesial.

Así no sorprende que los comienzos del papado romano no aparezcan antes de mediado el siglo III. Es verdad que finalizando el siglo II, y a propósito de la controversia pascual Víctor I de Roma (189-199) quiso decretar en estilo ampuloso algo para la Iglesia universal; pero ignoramos la formulación y fundamentación que adujo para su competencia, y su pretensión fue criticada y rechazada. Y persiste la duda de si dicho episodio pertenece a la historia del papado. Por el contrario, la primera manifestación segura de la pretensión de un primado por parte de un obispo de Roma se da hacia mediados del siglo ni. En la controversia sobre el bautismo de los herejes, el obispo de Roma Esteban I (254-257) intenta imponer su opinión en el tema controvertido presentándose como el sucesor de Pedro en la sede episcopal romana y como el obispo preeminente y con autoridad sobre todas las iglesias. En su argumentación aduce también por vez primera el texto de Mt 16,18s en apoyo de la pretensión romana. Diversas iglesias regionales protestaron enérgicamente y en ningún sitio fue reconocida su explicación.

Las cosas sólo cambiaron a lo largo del siglo IV. El obispo de Roma Dámaso I (366-384) acometió diversas iniciativas con el fin de incrementar la importancia y rango de su sede episcopal. Incluso lo intentó en parte a costa del emperador, y obtuvo éxitos notables. Desde su época, la sede episcopal romana se designó simplemente Sedes Apostólica. Sus facultades frente a los sínodos, por ejemplo (reconocimiento por parte del obispo romano), se ampliaron. Y frente a los patriarcas orientales Roma ocupó desde entonces (asimismo gracias a Dámaso) el puesto cimero, y ello con ayuda del principio petrino que hacía de Roma justamente «algo único»: Pedro fue el primero entre los apóstoles, por lo que sus sucesores tienen la primacía sobre todos los obispos.

Por el contrario, desde la perspectiva oriental Roma seguía siendo un patriarcado entre los demás, al que se apelaba ocasionalmente en casos conflictivos, sin por ello reconocer su pretensión de primado general. Pero tales casos de apelación, que surgían ante la incapacidad de los obispos o patriarcas para alcanzar un acuerdo, no hacían sino elevar el valor de mediador del obispo romano. También Dámaso argumentaba, entre otros, con el texto de Mt 16,18s y se veía a sí mismo realmente como papa. Fue él quien encontró nuevas formulaciones para la pretensión romana, y sus argumentos teológicos adquirieron un estilo jurista. Se adoptaron las formas del decreto autoritario, que eran habituales en el campo de la política; la cancillería papal habló entonces en el estilo de las decretales del emperador; es decir, en el tono autoritario y superior de decretos y edictos.

Éste es sobre todo el caso del papa Siricio I (384-399), que continuó afianzando aún más el papado. Y, aunque las pretensiones de estos obispos romanos al primado sólo fueron reconocidas en parte (incluso en Occidente), no hay duda de que a la larga surtieron efecto. Hay que mencionar como promotores a Inocencio I (402-417) y a Bonifacio I (418-422), que eligió la categoría política de poder del principatus imperial (poder supremo, suprema posición) como designación del puesto que ocupaba el obispo de Roma. Lenguaje y conceptos declaran la autoconcepción y la praxis de los titulares de este ministerio.

A finales de la Antigüedad tardía, ya en el siglo V, se dieron unas condiciones histórico-políticas sumamente favorables al desarrollo del papado. El imperio occidental fue ocupado por las tribus extrañas que llegaron con la invasión de los pueblos del Norte, y quedó dividido en distintos reinos. Para la población autóctona romana se abrió un vacío de poder político: el imperio estaba destruido y en Occidente no había emperador. Y fue la Iglesia romana, bajo la dirección del papa León I (440-461), la que asumió la sucesión del emperador y del imperio. Este nuevo rol político, que le correspondió al papa, comportó una valoración eminente de su posición y de la idea papal. Al mismo tiempo, León I reforzó esa idea dándole también un énfasis teológico, apoyándola en el carácter petrino de Roma y en el texto de Mt 16, 18s, reclamando para el sucesor de Pedro la plenitud de potestad (plenitudo potestatis) sobre todos los otros obispos y sobre la Iglesia universal. En el concilio de Calcedonia, IV de los ecuménicos, celebrado en 451, pudo hacer valer su prestigio y su teología en una decisión dogmática de capital importancia para toda la Iglesia desde Roma. Al mismo tiempo, sin embargo, su idea papal se matiza claramente con elementos de la idea de la Roma pagana, con representaciones y conceptos de la ideología imperial romana. El papa se convirtió en un soberano, incluso con el correspondiente ceremonial palaciego.

En el papa Gregorio Magno (590-604) hallamos de nuevo elementos de otra concepción del papado: se llama a sí mismo «siervo de los siervos de Dios», con lo que se remitía a la primitiva idea cristiana de la diakonia o servicio en el ministerio eclesiástico, a la vez que se denominaba «representante de Cristo». Mas también Gregorio se presentaba con insignias imperiales, con atributos y títulos cortesanos. Los papas tenían un poder político y, en Oriente como en Occidente (reino de los francos), entraron en conflicto con quienes detentaban el poder del Estado.

Aunque el papado romano nunca logró imponerse con su pretensión a toda la Iglesia (en Oriente fue rechazado en principio por la mayor parte de las iglesias), para la historia en general y para la historia eclesiástica en particular de Occidente los papas tuvieron a comienzos de la edad media la importancia máxima como potencia espiritual-religiosa y política. Así, pues, en los siglos IV y V el desarrollo avanzó por sí mismo, tuvo sus circunstancias eclesiásticas, políticas, culturales y sociológicas, y condujo a un ministerio eclesiástico, cuyo representante se contraponía soberanamente al pueblo, como antes el emperador. Este centralismo y monarquismo, que significó el papado en la forma de organización y constitución de la Iglesia (occidental), evidencia un cambio notable desde la organización eclesiástica de tipo sinodal y con la estructura de la communio hacia la Iglesia papal jerárquico-monárquica. La imagen de la Iglesia y la realidad eclesial han experimentado una transformación sorprendentemente vasta desde los primeros tiempos del cristianismo hasta los umbrales de la edad media.

 

La liturgia

 

La liturgia como celebración y actualización de los acontecimientos salvíficos les era familiar a los primeros cristianos por su vida en el judaísmo. También en la joven Iglesia -aunque con contenidos nuevos- celebraron su servicio divino. Algunos elementos litúrgicos (lectura de textos bíblicos, homilía, oración, himnos) los toma el cristianismo primitivo del servicio divino de los judíos. Ya en el Nuevo Testamento se encuentra un cierto número de textos (por ejemplo, I Cor 11,23-25; Flp 2,6-11), ritos y conceptos litúrgicos. Más abundantes son los testimonios de comienzos (Didakhe) y finales (Justino, Apología I) del siglo II y de principios del III (Hipólito, Tradición apostólica), que nos transmiten, por ejemplo, viejas oraciones eucarísticas. La liturgia cristiana pertenece a aquellos campos vitales de la Iglesia primitiva que se desarrollaron con una espontaneidad, una originalidad y unas variaciones singularísimas. Aun conservando una forma fundamental idéntica, las expresiones litúrgicas fueron muy diferentes de acuerdo siempre con la iglesia regional y la época respectivas. Desde el siglo IV, en las iglesias más importantes (Alejandría, Antioquía, Roma, Constantinopla, Jerusalén, Milán) se desarrollan diferentes tipos básicos de liturgia siempre con peculiaridades locales. Esa imagen abigarrada de una vida litúrgica extraordinariamente rica y creativa de la Iglesia antigua quedó sujeta, a partir del siglo VI/VII y por razones de política dirigista tanto por parte de Roma como de Constantinopla, a unas medidas unificadoras.

Los motivos rectores de la liturgia eran el recuerdo del Crucificado y Resucitado, la idea de la presencia de su salvación en el mysterium que se celebraba dramáticamente, el anhelo de participar en el culto celeste mediante su anticipación en el ámbito terreno, la necesidad de las fiestas, símbolos y ritmo de vida religiosos en general y la experiencia de la comunión de fe en particular. En la Iglesia antigua estuvo también a menudo en una relación de intercambio directo con el dogma: reflejaba, en efecto, e influía en la teología de las iglesias. Los cristianos de los primeros tiempos eran conscientes de que su servicio divino, como un servicio espiritual e interior, se diferenciaba del culto pagano con su abundante ofrecimiento de sacrificios materiales, etc. Incluso externamente la liturgia cristiana presentaba ya grandes diferencias: el pagano no veía templos cristianos, ni altares ni imágenes, por lo que no podía reconocer allí una religión pía. Objeción que los cristianos aceptaban: tenían espacios comunitarios (iglesias domésticas), pero no templos sagrados y consagrados; sus mesas para la eucaristía no tenían ni la forma ni la función de altares; y las representaciones plásticas dentro del campo litúrgico sólo empezaron en el siglo III. Quienes presidían las celebraciones litúrgicas, obispos y presbíteros, también eran conscientes de las diferencias y por ello no se llamaban sacerdotes como los oficiantes paganos. En los siglos I y II los coetáneos pudieron reconocer claramente los distintivos del cristianismo precisamente en el campo de la adoración divina que se daba en el culto. Pero en el curso del siglo m y ya plenamente en el siglo IV esas diferencias perdieron importancia para un cristianismo que se había adaptado de manera notable a su entorno.

La exposición se concentra aquí en las acciones sacramentales de la liturgia en el sentido que luego tendrían. Es verdad que la Iglesia antigua no conocía aún el concepto de sacramento como concepto supremo para determinados actos litúrgicos ni tenía tampoco una delimitación teológica precisa de los «sacramentos» (posteriores) frente a otros ritos o acciones simbólicas de la Iglesia. Pero el bautismo y la eucaristía (con la penitencia) fueron tema permanente y praxis constante de capital importancia. La Iglesia griega prefirió para los acontecimientos capitales de la salvación y para su celebración litúrgica la palabra mysterion en un sentido muy amplio, mientras que los latinos (ya desde Tertuliano) optaron por la palabra sacramentum. Con ello se señalaba el hecho de que bajo los signos litúrgicos se realizaba misteriosamente un acontecimiento salvífico oculto. Todavía, sin embargo, no se explica con mayor precisión teológica la presencia y la acción de la salvación. Fue Agustín (354-430) el primero que efectuó las necesarias explicaciones dogmáticas sobre la diversidad de signos, la realidad y acción salvífica invisibles, así como sobre la disposición de quien confiere y de quien recibe el sacramento, preparando con ello la teología sacramentaria de la edad media. Sólo en el siglo XII acabó por imponerse el número actual de los siete sacramentos frente al concepto más amplio de mysterion y de sacramentum, propio de la Iglesia antigua.

 

El bautismo

 

Desde el principio del bautismo, como inmersión en el agua y como lavatorio, fue el rito de la aceptación, de la acogida e iniciación en el cristianismo. Y ya en los primeros tiempos la naturaleza del cristiano se derivó de ese signo del baño bautismal. En la época en que aparece el cristianismo había dentro del judaísmo un movimiento bautismal, que practicaba un bautismo por inmersión como signo de la penitencia y de la purificación interior del individuo. Juan Bautista es un testigo de ese movimiento. La comunidad primitiva pudo haber tomado de ahí este signo como iniciación de los neoconversos. Pero, sorprendentemente, con los conceptos griegos de baptisma y baptismos (bautismo) eligió unas formas verbales nada frecuentes en la lengua griega. Lo cual debe entenderse como un propósito claro de diferenciar el bautismo cristiano de todo cuanto pudiera parecérsele. Y de hecho en la historia comparada de las religiones el bautismo cristiano representa algo nuevo e inderivable, aunque algunos elementos del mismo (como el «renacimiento») puedan encontrarse en otras religiones.

Perseguimos aquí la historia del rito. Para comienzos del siglo ni el rito bautismal ha experimentado ya un desarrollo que ya contienen todos los elementos esenciales que va a conservar para el futuro. El documento más importante al respecto es la Ordenación eclesiástica de Hipólito (ca. 215). Otras fuentes más antiguas son la Didakhe (capítulo VII), Justino (Apología I, 61) y Tertuliano (De baptismo). Hipólito transmite probablemente la práctica litúrgica de la iglesia de Roma a finales del siglo n. Puede considerarse como representativa y básica, aunque no cabe duda de que la liturgia bautismal como cualquier otra presentaba diferencias regionales.

La Iglesia antigua no bautizaba cuanto más y más rápido mejor, sino que imponía unas condiciones a los candidatos, que éstos debían cumplir en un tiempo de preparación perfectamente determinado. Quienes deseaban seriamente el bautismo adquirían una condición específica y se llamaban catecúmenos («adoctrinados» o alumnos). Esta palabra griega se reservó en un sentido técnico para la instrucción en el cristianismo antes de recibir el rito bautismal. Así, pues, los que estaban interesados en el cristianismo eran instruidos en la doctrina y la vida de la Iglesia, y lo eran por unos maestros que más tarde fueron clérigos. Desde fines del siglo II conocemos el catecumenado en Occidente, y algo más tarde en Oriente. Los catecúmenos contraían ya algunas obligaciones: quedaban sujetos a la doctrina, la ética y la disciplina de la Iglesia, y gozaban ya de una cierta pertenencia a la misma, por cuanto que participaban de algún modo en la vida comunitaria, incluso en ciertas partes de la liturgia de la palabra. En ese tiempo eran observados para probar sus buenas cualidades.

El candidato tenía que solicitar el bautismo. Se le preguntaba por los motivos de la conversión pretendida; además, los cristianos que le «presentaban», es decir, los que les habían conquistado, tenían que declarar sobre él. Y, junto con todo eso, el futuro catecúmeno tenía que informar sobre su situación personal, si era libre o esclavo, casado o soltero, etc. Y tampoco carecía de importancia su profesión. Había algunos oficios que la Iglesia primitiva, por motivos morales o cúlticos, consideraba incompatibles con la fe, y por tanto con el catecumenado; por ejemplo, los de rufián, gladiador, soldado, actor, incluso los de escultor y profesor, porque vivían de la creencia pagana en los ídolos o porque la enseñaban. El candidato estaba obligado a dejar tales profesiones, o de lo contrario no se le admitía al catecumenado. Se enfrentaba, pues, de inmediato con las exigencias y obligaciones de la moral comunitaria, y tenía que vivir como los bautizados. La Iglesia antigua reglamentó con gran solicitud a la vez que con gran severidad el acceso al cristianismo. A ello se debió el que cada catecúmeno recibiera un testigo y fiador en su período preparatorio (que luego se convertiría en el padrino), que debía acompañarle en el catecumenado y certificar ante la Iglesia la sinceridad de su voluntad de conversión. No debía bautizarse nadie que fuera indigno, ni tenía que producirse un cristianismo «a medias».

En el siglo IV hubo diversos ritos de una verdadera recepción en el catecumenado, como la imposición de manos, la señal de la cruz en la frente o en el pecho, la entrega de la sal (datio salis como símbolo en la comunión y/o de la expulsión del demonio). El período de instrucción (catequesis) duraba dos o tres años, aunque podía acortarse con la aplicación celosa. Durante ese período los catecúmenos estaban rigurosamente separados de los bautizados en la liturgia. Las antiguas ordenaciones eclesiásticas cuidaban, con gran habilidad psicológica y pedagógica, del acceso gradual a la Iglesia. A la instrucción seguía un examen del estilo de la vida cristiana de los catecúmenos y de su reputación en la comunidad; superado con éxito dicho examen, empezaba la última fase de preparación inmediata al bautismo. Ese examen de admisión preveía incluso la retirada de algunos catecúmenos. En la fase final se realizaban a diario exorcismos (expulsiones del demonio) bajo fórmulas de conjuro, imposiciones de manos, actos de insuflar y hacer la señal de la cruz a los candidatos, ritos todos que tuvieron su prolongación en la liturgia bautismal. Ángeles y demonios fueron para la Iglesia antigua una realidad omnipresente y cotidiana. En los neófitos había que hacer lugar al buen Espíritu de Cristo. El último exorcista que actuaba inmediatamente antes del bautismo era el obispo.

A comienzos del siglo III existía, pues, esa forma básica de catecumenado antes del bautismo, con unas condiciones severas de admisión, una duración fijada, con examen y exorcismos. Con la nueva situación creada en el siglo IV, después de Constantino, a consecuencia del interés masivo por el cristianismo, ese ritual del catecumenado experimentó cambios. La Iglesia debió interesarse por un control más severo del acceso al cristianismo. En la práctica la diferencia más importante consistió en que muchas gentes se hacían catecúmenos, y como tales podían participar en la liturgia de la palabra y sentirse candidatos, pero en modo alguno solicitaban el bautismo dadas las elevadas exigencias del ser cristiano, con lo que pasaban muchos años, y a veces toda la vida, como catecúmenos que sólo se bautizaban a la hora de la muerte; lo cual no comportaba ya, como antes, la obligación de observar toda la ética cristiana. Esa forma de catecumenado dejó de ser una preparación al bautismo. A esto se sumó el que ya para entonces el tiempo penitencial o cuaresmal antes de pascua fuera la fase de preparación inmediata para aquellos catecúmenos que solicitaban de hecho el bautismo.

Esa solicitud constituía una verdadera ceremonia en presencia del obispo y de los «padrinos», y bajo la forma de una inscripción dando el nombre. El catecumenado se convirtió así en una forma inferior (y duradera) de ser cristiano. Con su inscripción los catecúmenos que querían recibir el bautismo abandonaban ese estado, y en las distintas iglesias se les llamó con nomenclatura griega o latina «iluminados» (photizomenoi), «elegidos» (electi) o «candidatos» (competentes). Su preparación prepascual al bautismo consistía en ejercicios penitenciales, exorcismos e instrucción. En un «curso intensivo» de cuarenta días eran introducidos en la doctrina, la espiritualidad y la forma de vida cristiana. En el contenido de la doctrina entraba toda la Biblia (como «historia de la salvación»), además del comentario a la confesión de fe (símbolo). El texto del símbolo se les entregaba solemnemente a los candidatos al bautismo sólo al final del tiempo cuaresmal como el «santuario» interior de fe y conversión (traditio symboli); hasta entonces no lo conocían de manera oficial. Cada candidato debía recitarlo de memoria en presencia del obispo la víspera del bautismo (redditio symboli). Durante todo el tiempo había introducciones rituales, ampliaciones y momentos dominantes hasta que llegaba el día del bautismo.

Tres eran, por tanto, los pasos por los que se entraba entonces en la Iglesia: el catecumenado, el «fotizomenado» y el bautismo. Celebrado el bautismo, seguía durante la semana pascual la instrucción sobre los misterios (mystagogia) del bautismo y de la eucaristía, tal como la conocemos por las catequesis de Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV. Por lo que hace a la celebración propiamente dicha del bautismo, en el siglo III, constaba de tres partes: el baño bautismal con los ritos introductorios, la imposición de manos con la unción de la frente y la eucaristía bautismal.

Según Hipólito, concelebraban el obispo, dos presbíteros y tres diáconos. Desde el siglo III, el bautismo se celebraba en un espacio cúltico especial (iglesia bautismal o baptisterio), mientras que la comunidad estaba en otro lugar. Durante la noche se reunían los neófitos en oración y catequesis. El obispo los exorcizaba por última vez y les signaba (ritos prebautismales). Después se rezaba una oración, se consagraban los óleos que iban a utilizarse en la ceremonia del bautismo y los candidatos pronunciaban su abjuración del demonio. Entre tanto habían depuesto sus vestidos, eran ungidos en todo el cuerpo con el óleo de exorcismos y conducidos desnudos a la pila bautismal. Mientras se les hacía una triple pregunta («¿crees en Dios, Padre todopoderoso; en Jesucristo, Hijo de Dios, y en el Espíritu Santo, la santa Iglesia y la resurrección del cuerpo?») y ellos respondían («Yo creo»), cada uno era sumergido tres veces, y así quedaba solemnemente bautizado. La fórmula específica del bautismo («Yo te bautizo...») no se menciona en las fuentes importantes. El signo del baño bautismal simbolizaba el perdón de los pecados como una purificación, el enterramiento con Cristo, la resurrección o renacimiento a una nueva vida. Seguían luego dos unciones posbautismales con óleo, que significaban la pertenencia a Cristo y la comunicación del Espíritu. La acción bautismal terminaba con la imposición de manos y la unción en la frente como transmisión del Espíritu por el obispo.

Inmediatamente después enlazaba la eucaristía bautismal ya en el recinto de la comunidad, con la que se reunían los recién bautizados. Esta eucaristía era una parte de la liturgia bautismal. Los neófitos habían llevado consigo los alimentos que, además del pan y del vino, consistían en leche, miel y agua, cada uno de los cuales tenía su valor simbólico (pan y vino, la eucaristía; leche y miel, la plenitud de la salvación en la «tierra prometida»; agua, la purificación interna que se había realizado). Hipólito concluye su descripción diciendo que con el término de la eucaristía bautismal empezaba para cada uno de los neófitos su acreditación delante de Dios y en la Iglesia.

Estos elementos fundamentales de la celebración bautismal se enriquecen en el siglo iv con múltiples ritos y formas, según que se realice en Asia Menor, en Antioquía, Jerusalén, Egipto, Milán, Africa, España, Roma, etc. Cada uno de los ritos, por ejemplo, la renuncia al demonio (abrenuntiatio) o la deposición de las vestiduras (del «hombre viejo») se representaban de forma dramática. Se bendecía el agua, para conferirle la fuerza del bautismo. Todo lo cual evidencia un realismo simbolista y sacramental; es decir, el piadoso interés por las cosas y ritos «palpables» y una concepción muy «realista» de la presencia y acción de unas fuerzas divinas en las cosas.

Había otros ritos después del bautismo, como las vestiduras blancas que se imponían a los recién bautizados como símbolo de la pureza, que era el resultado del bautismo. Los ritos de la comunicación del Espíritu tras el bautismo (imposición de manos y unción en la frente) se independizaron cada vez más; lo que condujo históricamente a la total separación de la celebración bautismal y al desarrollo de la confirmación como un mysterium o sacramento específico.

Entre los casos especiales de bautismo estaba el de los niños pequeños. Hasta finales del siglo II el bautismo de adultos fue la norma (aunque no se excluyan los bautismos de niños en los siglos I y II). Pero el bautismo de infantes aumentó por razones teológicas y eclesiásticas, aunque no dejó de discutirse. Todavía en el siglo IV pasó mucho tiempo sin que los progenitores cristianos llevaran a bautizar a sus hijos. Sólo en los siglos V y VI se impuso de modo general el bautismo de lactantes. Un caso especial fue el bautismo de las personas enfermas de gravedad, en el que por razones de tiempo no era posible la instrucción bautismal ni se podía esperar hasta la fecha tradicional. Y en todo caso se deseaba su bautismo, porque éste no sólo era la iniciación al cristianismo, sino también el perdón de los pecados y la comunicación de la salvación, por lo que en peligro de muerte era necesario para todo el mundo. Para casos de necesidad había un rito bautismal simplificado, y en ciertas circunstancias hasta un laico podía conferirlo. Cuando el bautizado con urgencia moría inmediatamente después del bautismo, no había reserva alguna. Las dificultades surgían si sanaba de su enfermedad: estaba bautizado de modo insuficiente, ya que no había recibido el baño bautismal sino la simple aspersión en el lecho y con sus vestidos. Se denominaba bautismo de enfermos y comportaba ciertas limitaciones, como la de excluir en líneas generales del estado clerical. Quien había sido bautizado en caso de emergencia debía solicitar una imposición de manos del obispo.

Y, por fin, había otro caso especial: el denominado bautismo de sangre. Cuando un catecúmeno moría mártir del cristianismo sin estar bautizado, en las gentes ingenuas, convencidas como estaban de la necesidad para la salvación del rito del bautismo que para ellas era insustituible, surgió el miedo e inseguridad por la salvación del sacrificado. La respuesta tranquilizadora de los obispos y de los Padres de la Iglesia fue ésta: el mártir ha sido bautizado en su sangre. A dicho «bautismo» precedía una confesión que borraba los pecados, y la promesa de fidelidad hecha en la misma quedaba sellada por la muerte sin que ya corriese el peligro que acechaba a los otros cristianos. El bautismo del martirio pesaba más que el bautismo normal y no se consideraba como el bautismo de emergencia.

Al revestir el bautismo una importancia tan capital para la Iglesia antigua, su significación simbólica y teológica fue también lógicamente múltiple e intensa. Obispos y teólogos desarrollaron en sus sermones y exposiciones de la Biblia numerosas teologías bautismales, que encontraron su expresión en el simbolismo litúrgico del bautismo. Está claro, por ejemplo, la idea del cambio de soberanía que ocurre en el bautizado: los demonios son expulsados de él, tomando Dios o su Espíritu posesión. Por ello, el bautismo se entendió también como marca o sello (sphragis), que se imprimía sobre el bautizado y que explicaba las relaciones de posesión (como en el soldado): el bautizado podía ser reconocido como posesión de Dios. El bautismo señalaba además el paso de la muerte a la vida, lo que significa una transformación interior, un apartarse de Satanás con las secuelas concretas que ello comporta en el estilo de vida. El bautismo se entendió como el perdón total e instantáneo de todos los pecados. Al principio no se pensó en otras remisiones de los pecados, como algo que pudiera repetirse después del bautismo. De ahí que el bautismo tuviese una importancia «singular». Pero la cuestión del perdón de los pecados y la penitencia fue algo que siguió ocupando a la Iglesia antigua en virtud de unas experiencias negativas. Además, en el bautismo se vio restablecido, y hasta superado, el estado originario del hombre en la salud, su imagen y semejanza divina.

Por el bautismo se comunicaba el Espíritu de Dios; y había que guardarlo como un tesoro valiosísimo que podía perderse (por el pecado). Y otra cosa importante: estar bautizado significaba pertenecer a la Iglesia como comunidad de salvación.

El hombre de finales de la Antigüedad, que se decidía por la fe cristiana, buscaba en el bautismo una nueva orientación de su vida. El ritual de la incorporación al cristianismo jugaba el papel de hacer sensible ese cambio de orientación como una conversión, lo operaba y explicaba. Como ritos servían los elementos de la vida diaria: el baño, la purificación, la unción (con aceite de oliva), el cambio de vestidos, unos gestos corporales, etcétera. «Había una buena comprensión entre fe y vida».

 

La eucaristía

 

La eucaristía fue el culto central de la antigua liturgia cristiana. Como elemento de la primitiva vida comunitaria de la Iglesia, tiene una conexión directa con la cena de Jesús y de sus discípulos antes de morir. En las fuentes primeras a la eucaristía se la llama «cena del Señor» (I Cor 11,20) y «partir el pan» (Act, 2,42.46; 20,7); y en todo caso, siempre reviste la forma y carácter de un banquete en sus manifestaciones más antiguas. Los relatos pascuales de la Biblia muestran a los apóstoles reunidos para comer. Sabían que el Jesús muerto vivía entre ellos, pues tenían la comunión del banquete con él, según él mismo lo había instituido antes de su pasión.

Al principio la eucaristía se celebraba por la noche (Act 20,7); esta «cena del Señor» iba unida a una comida normal, por lo que no consistía sólo en una manducación simbólica (cf. I Cor 11,20-22; Didakhe 9s). Los elementos eucarísticos (bendición del pan y del vino) enmarcaban ese banquete (al menos en varias liturgias): el pan eucarístico se tomaba, partía, bendecía y distribuía antes de la comida normal, mientras que los ritos similares del cáliz eucarístico se realizaban «después de la cena» (I Cor 11,25; Le 22,20). Esa secuencia de los ritos tenía modelos en el rito del banquete judío. Pero también banquete y eucaristía podían tener lugar de forma sucesiva (Didakhe 9s). La cena normal recibió el nombre de Agape (comida de amor o caridad). La celebración se tenía en domingo (día de la resurrección). El nombre de eucaristía significa acción de gracias.

La conexión de eucaristía y cena normal no se mantuvo por mucho tiempo. Ya en el siglo I se separó la eucaristía del ágape, pasó a celebrarse por la mañana, uniéndose así al servicio de la palabra que se venía celebrando a esa hora. Y ésa es la estructura fundamental que ha mantenido hasta hoy. La celebración por la mañana obedecía a motivos simbólicos (Cristo como sol naciente) y prácticos (el tiempo antes de empezar el trabajo). Tales cambios conllevaron unas consecuencias para la forma de celebración. En el lugar de la asamblea ya no hacían falta mesas para comer. Sólo el obispo o el presbítero disponían de una mesa para el pan simbólico y el cáliz único de la eucaristía. La oración eucarística o de acción de gracias fue ahora el elemento esencial. Los asistentes no se sentaban ya a la mesa, sino que estaban en pie delante de Dios y pronunciaban oraciones sobre los dones eucarísticos. Se mantuvo ciertamente la forma de banquete, pero ya no predominaba con la nitidez de los comienzos. En tanto que «mesa del Señor» o «mesa santa», la mesa del obispo era el centro en torno al cual se colocaban los asistentes. Finalmente, y debido a la interpretación de la eucaristía como sacrificio, la mesa se convirtió en un altar. Lo que había empezado en recintos privados (las iglesias domésticas) con banquetes nocturnos, con el paso del tiempo y al hacerse un culto eclesiástico necesitó naturalmente espacios cada vez mayores y «más públicos».

En el cristianismo primitivo la eucaristía empezó siendo el memorial de la muerte de Jesús; el carácter de recuerdo se echa de ver en la cita de las llamadas «palabras de la consagración». En ella el pan y el vino, como dones sacrificiales ofrecidos a Dios, se consagraban como cuerpo y sangre de Cristo, pues la muerte de Jesús se entendía a su vez como sacrificio («entregado por vosotros», «derramada por vosotros»). La eucaristía era además un anticipo del festivo banquete escatológico y el banquete de comunión (communionkoinoma) con el Kyrios presente y de los fieles entre sí. A comienzos del siglo n Ignacio de Antioquía le imprime un nuevo acento: la eucaristía es un «antídoto contra la muerte», una «medicina de inmortalidad» (a los Efesios 20,2). Vemos por ello cómo en época temprana se impuso un realismo sacramental; es decir, una concepción marcadamente material de los elementos eucarísticos (cf. asimismo Pablo, I Cor 11,29s).

Justino en su Apología 167 (y 65s: la eucaristía bautismal) nos ha transmitido una descripción detallada de la eucaristía dominical en torno al año 160. Ahí la eucaristía va precedida del servicio de la palabra (originariamente independiente), que consistía en lecturas largas y seguidas del Antiguo y del Nuevo Testamento y en una alocución de quien presidía. Seguía una oración de toda la comunidad, el ofrecimiento de los dones (pan, vino y agua) y la acción de gracias («eucaristía»), que pronuncia y formula sólo el presidente en alta voz «con todas sus fuerzas». Aún no había libros, formularios ni prescripciones para la liturgia, pero sí que existen ya las líneas generales de la celebración. También aquí el centro lo ocupa la acción de gracias, aunque la comunión es también capital.

En la ordenación eclesiástica de Hipólito (ca. 215) se nos transmite por vez primera una oración eucarística de la Iglesia antigua en toda su amplitud. La oración sencilla pero emotiva era ya a comienzos del siglo iii introducida como hoy mediante el mismo diálogo con la comunidad («El Señor esté con vosotros... Levantad vuestros corazones... Demos gracias a Dios...»). Los elementos capitales y típicos son la oración de gratitud por la venida, vida, pasión y muerte de Jesús, y luego las palabras de la institución eucarística, citadas de una forma que no coinciden con ninguno de los textos bíblicos transmitidos (y distintos entre sí). Seguía luego la anamnesis (el memorial) de la muerte y resurrección de Jesús, el ofrecimiento del pan y del cáliz, así como la epiklesis (invocación) del Espíritu Santo sobre los dones eucarísticos, a fin de que llene a los comulgantes (epíclesis de comunión) o, según otras liturgias, para que transforme los dones en carne y sangre de Cristo (epíclesis de transformación). Y por último la doxología (alabanza) final. El perfil de esta oración eucarística se ha conservado en las oraciones actuales del canon de la misa.

La Iglesia antigua desarrolló la interpretación teológica de la eucaristía recurriendo a numerosos motivos e imágenes. El espacio era amplio, porque no había ningún dogma de la eucaristía ni una visión unitaria y universal de la misma. Así que en los distintos Padres de la Iglesia aparecen las concepciones más diversas; pero que de cara a su interpretación de los elementos eucarísticos del pan y del vino podemos dividir en dos grandes grupos.

Por una parte, aparece una forma de hablar muy directa y realista, según la cual el pan «es» el cuerpo de Cristo. Se come el cuerpo de Cristo y se bebe la sangre de Cristo; la carne humana se alimenta del cuerpo y sangre de Cristo, y así el alma se llena de Dios. El obispo Cirilo de Jerusalén (f.. 386) insiste, por ejemplo, en que el Espíritu Santo transforma los elementos en cuerpo y sangre de Cristo. Ambrosio de Milán (f. 397) declara que por las palabras de Cristo, pronunciadas en la liturgia, el pan es consagrado cambiando su naturaleza en el cuerpo de Cristo. En esta teología «realista» se piensa con toda simplicidad sobre la relación del signo litúrgico y la realidad: entre signo y cosa significada existe la conexión misteriosa de que el símbolo «es» lo simbolizado.

Otra concepción del simbolismo de los ritos y elementos litúrgicos (que se da, por ejemplo, en Clemente de Alejandría a fines del siglo II, en Orígenes del siglo III, y en Agustín de los siglos IV/V) explicaba el símbolo -por influencia platónica- en el sentido de que bajo este mundo sensible existe el mundo espiritual que se muestra en los elementos materiales (como pan y vino). Las cosas «muestran», pues, la realidad profunda sin que «sean» directamente esa realidad. Subyacen aquí imágenes diferentes del mundo que imponen unas diferencias notables en la concepción de los sacramentos y de la eucaristía. A la larga se impuso el realismo sacramental sobre el concepto «espiritualista» o simbólico. Para ambas tradiciones cuenta el que con el tiempo la eucaristía se entendiera y celebrase cada vez más en un sentido cúltico-latréutico, es decir, no tanto en el sentido originario de celebración de la cena comunitaria cuanto como realización de unos ritos sagrados y como acto de contemplación y adoración.

En la Iglesia occidental, que siempre ha estado profundamente interesada por el problema existencial del pecado y de la gracia, la eucaristía se entendió como repetición del sacrificio de la cruz, por el que se reproduce de continuo el perdón de los pecados. En cambio la Iglesia oriental vio preferentemente en la eucaristía las fuerzas de inmortalidad que esa manducación confiere. Bajo estas tendencias subyacían precisamente unos anhelos y formas de esperanza que las distintas iglesias expresaban de forma diferente.

Las designaciones de la eucaristía en el cristianismo primitivo fueron «fracción del pan» y «cena del Señor», más tarde «eucaristía», y en el siglo ii se utilizaron también por algún tiempo los nombres de oblado, sacrificium y prosphora (ofrenda). El nombre hoy habitual de «misa» sólo se aplica a la celebración eucarística desde el siglo VI. Missa o dimissio significa disolución y despido de una asamblea, y este nombre que designaba el acto final del servicio divino pasó a significar (tras algunos estadios de evolución) todo el culto eucarístico, perdido ya el sentido original de la palabra.

En conexión con la eucaristía está también la historia del domingo. Los primeros cristianos tenían su celebración semanal de la eucaristía, pero no en la festividad judía del sábado, sino el domingo. En aquella sociedad del siglo I cristiano, este día era el segundo en la semana de los planetas, llevaba el nombre del sol y al dios Sol estaba dedicado. No era día festivo ni de descanso. Mas para los cristianos fue el día semanal de la celebración eucarística. La única razón que contó para ello fue la datación de la resurrección de Jesús en la mañana del domingo (pascual).

De todos modos, la eucaristía empezó celebrándose el domingo por la tarde, y sólo más tarde se pasó a celebrarla por la mañana y desde el origen formó parte de la fiesta cristiana del domingo como día de la resurrección. Ciertamente que para los cristianos el nombre pagano del día del sol no significaba nada, y pronto encontraron el nuevo nombre, como día del Señor, que se ha conservado en distintas lenguas (especialmente en las eslavas y románicas). También fue frecuente la designación de «día octavo» como símbolo de la perfección y de la «salida» del curso del tiempo (de la semana de siete días) para entrar en el más allá. También se llamó el «día primero» (Mc 16,2; Jn 20,19), empezando ese día la semana para los cristianos. Pero incluso el apelativo de «día del sol» podía recibir un sentido cristiano, porque a Cristo se le llamaba sol, y porque el «día primero» de la creación había surgido la luz. Y así se mantuvo la designación de «día del sol» en las lenguas germánicas y anglosajonas.

El año 321 introdujo Constantino el domingo como día de descanso semanal, como día no laborable para la sociedad que él había cristianizado en el plano religioso-político. La institución debía tener un sentido religioso-cúltico. Pero no hubo fundamentación alguna cristiana para ese descanso cúltico del trabajo. Por ello se recurrió al Antiguo Testamento y se derivó el descanso del domingo cristiano del mandamiento judío del sábado, con el que en principio nada tenía que ver el domingo. En el siglo VI ya se había establecido la plena identidad entre domingo y sábado. De este modo por una legislación estatal de finales de la Antigüedad el día cristiano del Señor o de la resurrección acabó convirtiéndose en el actual domingo civil.

El tema del domingo nos lleva a la cuestión de la frecuencia y obligatoriedad de la celebración eucarística. La comunidad estaba presente al completo en la medida de lo posible. Pero ya en el siglo I se censura la falta de asistencia al servicio divino por merma de celo (Heb 10, 25), e indujo a la formulación de los graves preceptos eclesiásticos en el siglo IV. Al comienzo la celebración se realizaba sólo el domingo (Act 20,7). La Didakhe y Justino designan el domingo como el día de la eucaristía. Al domingo se añadieron después las festividades que caían en la semana, además de los días también festivos que seguían a las grandes fiestas (como la semana de pascua) y los días de preparación a las mismas. Además, cada iglesia particular tenía las festividades de sus propios mártires locales. Por determinadas tradiciones litúrgicas (días estacionales) la celebración de la eucaristía se extendió en el siglo IV también al miércoles y al viernes (y en Oriente también al sábado). Así, pues, hasta el siglo IV en la Iglesia antigua no fue habitual la eucaristía diaria. A finales de ese siglo es corriente para muchos Padres de la Iglesia (por ejemplo, Jerónimo, Ambrosio, Agustín) y para varios sínodos, por lo que debió extenderse a lo largo de dicho siglo.

Es preciso distinguir entre frecuencia de la celebración eucarística y frecuencia de comunión. Esta última fue al principio sorprendentemente grande: desde el siglo II está atestiguada la comunión diaria. Fue práctica cristiana llevarse el pan eucarístico a las casas (los diáconos lo llevaban a quienes no habían asistido a la celebración eucarística) y tomarlo por la mañana como primer alimento del día. Pero en el siglo IV cesó la comunión de todos los asistentes como práctica espontánea dentro de la liturgia eucarística. Pronto el sacerdote fue el único en comulgar durante largo tiempo. Vemos, pues, que las prácticas litúrgicas están sujetas a cambios numerosos y profundos.

 

La penitencia

 

El tema abarca a la vez una cuestión eminentemente teológica y un problema práctico. La Iglesia antigua hubo de afrontar las consecuencias que se derivaban del pecado (grave) cometido después del bautismo tanto para las relaciones de la Iglesia con el pecador como para el destino salvífico del pecador delante de Dios. La exigencia de santidad fue severa en los primeros tiempos; realmente el pecado de «los santos» (de los bautizados) no «debía» darse; pensar en su perdón daba la impresión de una indulgencia inadmisible. El problema de la salvación del pecador bautizado cobró, sin embargo, enorme actualidad, cuando en las persecuciones del siglo iii hubo muchos apóstatas (lapsi) que regresaron a la Iglesia. Había que decidir si había o no oportunidad de salvación para los renegados, y en la misma línea para el asesino, el adúltero, etc., salvación que sólo podía darse en la reincorporación a la Iglesia de la que se había separado el pecador con faltas graves. Los responsables de la Iglesia defendieron opiniones muy enfrentadas en un punto tan importante de la pastoral.

En el cristianismo primitivo se habían tomado decisiones de las que resultaban claramente dos cosas: primera, el deber incondicional de santidad, y segunda, la posibilidad del perdón. De un lado, en efecto, la conversión y el bautismo (como remisión de los pecados) significaban un cambio de vida absoluto, como renuncia al pecado y como aceptación de la santidad otorgada por Dios. El nuevo estado, adquirido con el bautismo, no era compatible en modo alguno con nuevos pecados. Por ello la primitiva praxis cristiana de separar al pecador de la comunidad (I Cor 5,1-5; Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23). El motivo estaba en la preservación de la santidad de la Iglesia y en la seriedad de la penitencia y de la conservación. De otro lado, sin embargo, y pese a la grave exigencia de santidad, la predicación de Jesús cargaba el acento en el hecho de que en definitiva no se podía despachar a los pecadores: el Dios generoso que perdona los pecados exige de los cristianos la buena disposición a perdonar a los amigos y a los enemigos (por ej., Mt 6,12; 18,21 s; Le 6,36). Ahora bien, eso tenía que valer también para la Iglesia universal: también a ella se le pedía la disposición perdonadora. Deber cristiano de la comunidad eran tanto una severa exigencia de santidad como una indulgencia generosa (2 Cor 2, 5-11). Y por lo que se refiere a la praxis, pronto supuso una ayuda la distinción entre pecados que «llevan a la muerte» y pecados más leves ( 1Jn 5,16s).

Esta concepción y praxis contaron también para el tiempo posapostólico y para la Iglesia del siglo n. Requisito para el perdón eran el arrepentimiento creyente y una penitencia activa. Ambas cosas formaban parte de la vida diaria de la Iglesia primitiva: el pecado y su perdón. Mas de primeras no hubo ninguna práctica reglamentada de la Iglesia para ello, no había ritos penitenciales litúrgicos. Éstos sólo surgieron durante el siglo II. Hacia el año 140 cierto laico redactó en Roma un escrito, el llamado Pastor de Hermas, que bajo la amenaza del fin del mundo establecía un límite para la posibilidad del perdón y la oportunidad de penitencia, señalando un término definitivo y último para la penitencia. También este escrito distingue varios pecados y grupos de pecados, según la gravedad de la culpa. Tales distinciones siguieron teniendo una cierta importancia en la praxis penitencial posterior. Se advierte en el libro los tanteos iniciales en busca de un ordenamiento para la penitencia y a la vez graves objeciones contra el continuado perdón de los pecados. Algunos pecados graves quedan evidentemente excluidos desde el comienzo de la posibilidad de penitencia, como son la idolatría (o apostasía de la fe), el asesinato y la impureza (adulterio). Tales casos se dejaban a Dios. Lo importante es que el pecado excluía por sí de la comunidad, mientras que el perdón significaba el retorno a la Iglesia. Como formas de la primitiva penitencia conocemos la oración, el ayuno y las limosnas.

A partir del siglo III el desarrollo que experimentó la práctica penitencial fue distinto en Oriente y en Occidente. Sobre la Iglesia occidental informa con relativa claridad Tertuliano (ca. 220) con su libro De paenitentia, que permite reconocer una liturgia penitencial bien perfilada: el pecador hacía en presencia de la comunidad una confesión pública de sus pecados (exhomologesis) vestido de luto, con la práctica de ayunos, oraciones y autoacusaciones y rogando a la comunidad su intercesión y readmisión. Acto seguido era excluido del servicio divino (excomunión) teniendo que practicar en compañía de otros penitentes un período penitencial de semanas o de años (con ayunos y oraciones). Cumplidas esas exigencias seguía la reconciliación, que primero realizaba la comunidad, pero que pronto, en el siglo III, se hacía mediante la imposición de manos del obispo. Tertuliano designa ese procedimiento como «penitencia segunda» (entendiendo por «primera» el bautismo) o «última esperanza». Personalmente se contaba entre quienes siempre encontraron dificultades para el perdón de los pecados después del bautismo, y acabó considerándolo como radicalmente inadmisible, pasándose a la iglesia cismática y rigorista de los denominados montañistas. Desde entonces criticó duramente la praxis penitencial eclesiástica como laxitud prohibida y negó que la comunidad o los obispos tuvieran facultad para perdonar los pecados. Hubo también otros que se opusieron formulando gravísimas dudas sobre todo acerca del perdón de «los pecados para la muerte». El año 217 hubo un cisma en Roma a resultas de la controversia entre el obispo Calixto e Hipólito, siendo este último el rigorista que criticaba como laxa la praxis penitencial que observaba la comunidad romana. Y en el año 251 volvió a repetirse la situación en forma más exacerbada, cuando el presbítero Novaciano y el obispo Cornelio discreparon sobre la posibilidad y el modo de volver a admitir en la Iglesia a los cristianos que habían apostatado en las persecuciones. De la discusión surgió la secta rigorista de los novacianos, que significativamente se autodesignaban como los «puros» (katharoi) porque en principio abogaban por la exclusión de los pecadores de la Iglesia. Fue una secta que pervivió durante siglos. Una y otra vez se hicieron intentos por «corregir» la praxis, aunque en definitiva sin éxito. La disciplina penitencial se desarrolló definitivamente según la corriente más liberal y conciliadora. Y el motivo principal estuvo en que a lo largo de todas las épocas hubo pecadores arrepentidos que suplicaban la readmisión, que los obispos no quisieron denegarles pensando en su salvación eterna. Esa presión lejos de endurecer la praxis penitencial contribuyó a suavizarla.

Cipriano de Cartago (f. 258) contribuyó decisivamente a que se impusiera la dirección eclesiástica de la praxis penitencial. En su iglesia del Norte de África se encontró entre dos frentes: el de los rigoristas que excluían cualquier posibilidad de penitencia y reconciliación para los lapsi; y el de los llamados confesores que, por los méritos contraídos en tiempo de persecución, se arrogaban la facultad de compensar el fallo de los renegados y de readmitirlos en la Iglesia. Cipriano en su condición de obispo y «papa» de África combatió ambas posiciones. Contra los rigoristas argumentó que no se podía rechazar de forma inhumana a los lapsi, sino que más bien había que curarlos como a enfermos. Y a los generosos confesores que no se les podía readmitir a los renegados sin graves imposiciones, ya que habían incurrido en un pecado grave; de su estado de «semimuertos» tenían que ser rescatados mediante el tratamiento adecuado. Por todo ello Cipriano abogaba en el fondo por la clemencia, aunque insistiendo enérgicamente en una severa y ordenada práctica penitencial eclesiástica que, pasando por la confesión de los pecados (exhomologesis) y los ejercicios penitenciales (paenitentia), llegaba a la reconciliación mediante la imposición de manos del obispo, único competente para hacerlo. Con ello Cipriano ensamblaba de modo firme y definitivo dos cosas: el perdón de los pecados por parte de Dios y la intervención episcopal en la penitencia de la Iglesia. El perdón iba ligado a esa intervención y ésta lograba su efecto en el perdón. Así la penitencia eclesiástica se convirtió en asunto de la potestad episcopal.

En todo el Occidente pronto los obispos fueron los administradores de la penitencia actuando en lugar de Cristo. Desde el siglo ni el proceso penitencial se hizo relativamente uniforme en sus rasgos esenciales, tal como lo conocemos por Tertuliano. Los distintos pasos (exhomologesis, penitencia, reconciliación) se configuraron como actos de la liturgia pública de la Iglesia, porque el pecado afectaba a la santidad de la comunidad toda y no sólo a los pecadores individuales. La penitencia fue penitencia de excomunión es decir, empezaba con la separación del pecador de la comunidad y su traslado al estado de los penitentes (ordo paenitentium). Un largo camino de duros ejercicios penitenciales le devolvía a la Iglesia. La excomunión tenía consecuencias y formas visibles: los penitentes no podían participar, o sólo de modo parcial, en la liturgia. En tanto que bautizados no quedaban totalmente excluidos de la misma, pero tenían que permanecer en la parte más alejada, en el atrio, no podían comulgar ni ofrecer dones. En una palabra, eran meros sujetos pasivos y en ese sentido estaban «fuera».

Por otra parte, tenían que aparecer, porque en cada servicio divino recibían una especial bendición del obispo como ayuda para sus ejercicios durante todo el período penitencial. Al final de ese período la reconciliación (acompañada de plegarias y de la imposición de manos) significaba la remisión de los pecados, la comunicación de la gracia y la readmisión en la comunidad.

Para los «pecados para la muerte» no había más que un perdón único. La duración del período penitencial dependía del obispo y de las reglas vigentes en cada lugar. Con el tiempo se establecieron unos períodos penitenciales para todos los penitentes. En el siglo v ese período específico fue el tiempo cuaresmal que precedía a la pascua (como se venía haciendo ya para el período de preparación al bautismo). Se abría el lunes después del primer domingo de cuaresma; pero desde el siglo vil se iniciaba el miércoles de ceniza. De ahí la imposición de la ceniza que formaba parte del rito junto con el vestido penitente.

A este proceso penitencial público sólo estaban sujetos los pecados graves. Por ello advertían los obispos contra una subestimación ingenua de los pecados «cotidianos»; todo acto pecaminoso separa mortalmente de Dios. Todos somos pecadores, y la penitencia es tarea que corresponde al cristiano de por vida. Y se introdujo la praxis penitencial que pretendía resolver esa «laguna»; junto a la penitencia pública se impuso otra forma privada -aunque sólo desde el siglo VI. La confesión y el perdón de los pecados (menos graves) se realizaban sin la intervención pública de la Iglesia y sin los ritos litúrgicos comunitarios, y sin cumplir asimismo las graves imposiciones de la disciplina penitencial pública. Con ello surgió la llamada confesión privada. Al principio se realizaba en la vivienda del sacerdote, pero aproximadamente desde el año 1000 se practicó dentro de la iglesia, aunque sólo hacia finales de la edad media empezaron a utilizarse los confesionarios todavía hoy en uso.

También en el Oriente griego estuvo la penitencia vinculada al ministerio eclesiástico, y el perdón de los pecados por parte de Dios al acto de perdón eclesiástico. Hasta aproximadamente el año 400 hubo allí sacerdotes penitenciarios a los que confiaban los obispos los asuntos penitenciales. Pese a lo cual en las iglesias orientales, a diferencia de lo que ocurrió en Occidente, no acabó imponiéndose el ministerio como la única competencia penitencial. En la penitencia no se veía tanto un asunto de disciplina eclesiástica cuanto más bien un proceso del desarrollo espiritual interno en el anhelo de perfección del cristiano. De ahí que la dirección espiritual, que saca de los lazos del pecado, jugara un papel importantísimo en la concepción y práctica de la penitencia. Competentes para imponer los ejercicios penitenciales, para el perdón y la reconciliación eran los cristianos perfectos. Esto lo destacan sobre todo los teólogos alejandrinos Clemente (f. antes de 215) y Orígenes (f. 254): el obispo tiene la potestad de perdonar los pecados en la medida en que se mantiene espiritual y moralmente digno; pero no si cae él mismo. Dado que la penitencia como proceso educativo renueva la vida, purifica el alma, mejora al hombre e impulsa su ascensión hacia Dios, la competencia sobre la misma compete al maestro y al director espiritual cristiano.

Los caminos o medios para la conversión son el bautismo, la penitencia pública en presencia de la comunidad o las limosnas, la caridad, la disposición a perdonar y el martirio. Todos los cristianos, hasta los perfectos, necesitan de la penitencia, porque todos son pecadores. Con esta concepción espiritual-pedagógica de la penitencia el episcopado tuvo a veces en Oriente más dificultades para imponerse con su pretensión de la plena potestad penitencial que en Occidente.

La concepción oriental típica de la penitencia alcanzó especial importancia en el monacato de aquellas partes. El rigor y seriedad con que el monje veía en cada caída un «pecado mortal» crearon un sentimiento profundo de dolor frente a las propias defecciones. El director experimentado guiaba a los monjes a través de una vida de penitencia hacia una perfección cada vez mayor. A ello contribuían nuevas prácticas de progreso espiritual: se practicaba el frecuente examen de conciencia, la confesión diaria, la intercesión y control sobre los hermanos y el perdón de los pecados por un sacerdote confesor. Y como la existencia monacal como camino de sabiduría y de perfección ejercía un gran atractivo y deseo de imitación entre el pueblo cristiano, esas prácticas sobre la manera de actuar contra el pecado se extendieron a toda la Iglesia. La dirección espiritual, las oraciones y bendición de un maestro de espíritu se hicieron más populares que la absolución ministerial-disciplinaria. En la iglesia bizantina los monjes ejercieron una función importante sobre las prácticas penitenciales, incluso en lo que a las competencias se refería.

Muy pronto aparecieron ya en Oriente las reflexiones sobre la relación adecuada y justa que debía existir en culpa y castigo, entre pecado y duración de la penitencia. Por eso a lo largo de los siglos III y IV se introdujo una ordenación penitencial perfectamente escalonada, que en forma de los denominados cuatro grados de penitencia preveía unos períodos de distinta duración y una aproximación progresiva del penitente a la comunidad. En la Iglesia occidental nunca se dio en esa forma. Los diferentes grados de penitencia habían de recorrerse sucesivamente y seguían su orden de acuerdo con estas características y peculiaridades: 1) los «llorantes» eran los penitentes que en este estadio sólo podían llegar hasta el atrio del templo, allí confesaban a los cristianos que acudían a la liturgia los pecados que los separaban de ellos y solicitaban entre lágrimas su intercesión; 2) los «oyentes», que tenían ya acceso al templo aunque permaneciendo en la parte de atrás, en la que también se encontraban los catecúmenos no bautizados. En la Iglesia oriental, en efecto, se consideraba a los penitentes casi como a los no bautizados, porque con su pecado habían retrocedido a su condición antes del bautismo; y se les llamaba «oyentes» porque en muchos lugares ése era el nombre con que se designaba a los catecúmenos en su primer estadio; 3) los «arrrodillados» eran aquellos penitentes que ya podían pasar a la parte delantera del templo durante ciertas partes de la liturgia, pero que en señal de su penitencia tenían que permanecer todo el tiempo de rodillas, cosa que entonces no era uso habitual en el servicio divino de los domingos ni en el tiempo que media entre pascua y pentecostés, cuando se permanecía en pie como el Redentor resucitado; y de rodillas recibían al final una especial bendición; 4) los «asistentes», que en esta última fase de su penitencia volvían a asistir a toda la liturgia, y ya de pie, aunque excluidos todavía del ofrecimiento de los dones y de la comunión.

Era, pues, un verdadero ritual litúrgico que, por una parte, ponía de manifiesto la distancia del pecador respecto de la comunidad y, por otra, hacía visible su recuperación progresiva y controlada. Concluidos los cuatro estadios el penitente era admitido de nuevo a la comunión.

La duración de cada uno de los grados penitenciales se establecía de acuerdo con la gravedad de los pecados y estaba regulada en los cánones de la penitencia, que nosotros conocemos por los textos de algunas cartas de obispos de los siglos III y IV. Según datos de Basilio de Cesárea (f. 379), el período penitencial en caso de asesinato se prolongaba veinte años (con una duración de cuatro o siete años para cada uno de los cuatro estadios penitenciales), quince cuando se trataba de adulterio, uno o dos cuando era un pecado de robo, etcétera. Cuando había habido «negación de Cristo» (apostasía), el estadio de «llorante» duraba toda la vida. Pero las penitencias graves podían acortar los plazos, pues se decía que la seriedad era más importante que la duración. Pero hubo unas normas (cánones penitenciales) establecidas por la Iglesia y una praxis habitual, que endureció por ejemplo el segundo concilio ecuménico de Constantinopla, del año 381. Además del caso de apostasía, esa praxis se ocupaba también de los pecados capitales que entonces se habían excluido de la penitencia, como eran los de asesinato y adulterio.

Con los cambios operados desde Constantino toda esta práctica penitencial resultó anacrónica. Los largos plazos de excomunión no encajaban, desde finales del siglo IV, con el nuevo interés del Estado de que todos los ciudadanos se integraran en la religión estatal del imperio. La expulsión de la Iglesia tuvo, pues, consecuencias completamente nuevas y se dejó sentir también en el ámbito social. La infracción del ideal de santidad y de la disciplina de la Iglesia era a la vez una contravención a los modelos públicos de la sociedad, un fracaso frente a las exigencias de una conformidad social. La excomunión eclesiástica vino a significar a la larga una proscripción social. La confesión pública de los pecados en presencia de la comunidad podía comportar una merma del buen nombre, el honor y la posición socioestatal y, en ciertas circunstancias (como en los casos de asesinato, etc.), consecuencias jurídico-penales. La Iglesia y la sociedad ya no estaban separadas. Así se llegó, también por esta parte, a una privatización de la práctica penitencial, a la confesión de los pecados privada y secreta. Los ritos de control y separación entre santidad y pecado en la Iglesia se quedaron en puras reliquias del pasado. Como consecuencia de ello la «confesión» no designa hoy la misma actuación litúrgica y pública de la Iglesia que tuvo la penitencia en la antigüedad.

Así, pues, la Iglesia antigua hizo valer, en contra de las protestas rigoristas, la potestad penitencial y la posibilidad de perdón incluso para los pecados graves; y todo ello tanto bajo la presión de unos objetivos pastorales como por el deber teológico de que la comunidad, la Iglesia y los cristianos en su actuación (incluida la oficial eclesiástica) tenían que imitar y expresar sensiblemente la disposición de Dios para perdonar (y no una severidad censora).

 

Formas de piedad y santidad

 

La piedad cristiana buscó en cada época sus propios caminos hacia la realización de la fe y el logro de la santidad. Ahí siempre fue importante que el ideal, que servía de orientación, adoptase una forma concreta. Naturalmente que ese ideal en ninguna parte se hacía más patente que en la vida de los cristianos modélicos, que por lo demás fueron a su vez venerados cual héroes inaccesibles porque habían superado con creces la conducta corriente de los fieles. En los primeros siglos fueron los mártires (hombres y mujeres) los que llevaron a cabo la realización de postulados bíblico-cristianos como «seguimiento», «imitación» de Jesús, etc., de una forma claramente literal. Ellos señalaban el camino y con su perfección y destino quedaban fuera del alcance de los más. De este modo la veneración (que no la imitación) del mártir, que había llegado tan cerca de Cristo y que tanto se le había asemejado, se convirtió en la forma concreta en que muchos cristianos se familiarizaron con el ideal cristiano. A ello contribuyeron asimismo otras necesidades, como la de intercesión, fortalecimiento y asistencia de un valedor. Desde finales del siglo n se practica en la Iglesia el culto de los mártires, tanto en el culto público como en las formas de veneración privada. Los usos cúlticos tenían lugar preferentemente en las sepulturas y el día de la muerte del mártir, y estaban tomados o acompañados de prácticas religiosas del culto a los muertos propio del entorno pagano. En la línea de la religiosidad popular se aseguraba la presencia de un mediador ante Dios y se empezó a fomentar la idea de un patrón y protector especial para cada comunidad, que había de conservar sus restos mortales (las reliquias) y darles culto.

Y lo que había empezado con la figura del mártir se extendió también a los rectores prominentes y santos de la Iglesia (obispos) y a los ascetas (monjes)-, es decir, a otros cristianos ideales y modélicos. La veneración de los santos llegó a ser un elemento importante de la piedad popular y de la liturgia en la Iglesia antigua. En sus formas privadas continuó viva la espiritualidad de la Biblia y del cristianismo primitivo, pero también pervivieron muchos elementos mágicos y supersticiosos del ambiente pagano.

Dentro de la vida eclesial la piedad se concentró de manera particularísima en los sacramentos (es decir, en la eucaristía y en el bautismo) como remedios salvíficos del cristianismo. Y en torno a ese campo central del culto cristiano se extendió, de la mano de los obispos, una verdadera aureola de misterio: en plena época de reconocimiento público y de monopolización del cristianismo se volvió a la vieja praxis de la disciplina del arcano manteniendo los misterios del culto cerrados a los infieles e indignos; sólo los iniciados podían saber de los mismos, verlos y saborearlos. En esa ocultación entró la liturgia de la eucaristía y del bautismo; la misma suerte siguieron algunos textos sagrados, como el símbolo y la oración dominical, así como algunos libros, utensilios y fórmulas del culto.

El sentido de esta medida en el siglo IV, anacrónica en sí misma y que difícilmente podía seguir manteniéndose, fue que los cristianos bautizados tomasen conciencia viva del privilegio de su participación en los bienes de la salvación, y quizá más todavía el de despertar en los todavía no bautizados un interés y curiosidad crecientes por el atractivo y valor de los misterios. Así, pues, la finalidad de la disciplina del arcano por esta época fue más bien de índole puramente psicológico-pedagógica. Por lo que constituye un exponente de la piedad mística y mistérica de aquel período.

Otro aspecto totalmente distinto de la piedad práctica que cultivaban amplios sectores del pueblo cristiano fue su actividad social. Las fuentes antiguas subrayan a menudo que el camino del simple cristiano era justamente el de dar testimonio «no verbal» de la fe. La solicitud por los pobres, la visita a los encarcelados, los servicios sociales dentro y fuera de la comunidad a viudas, enfermos, huérfanos, necesitados, fueron parte de la vida cotidiana de la Iglesia también en la época posterior a Constantino. El comportamiento social de renuncia a la venganza, de pacifismo y oposición a la violencia igualmente se mencionan a menudo. En tono burlón o de reconocimiento son cosas que los paganos registran una y otra vez como característica sorprendente y como modelos de conducta típicos de los cristianos.

Ya desde comienzos del siglo II eligieron los cristianos la ascesis (la renuncia a las posesiones, al matrimonio, la cultura, el confort, la comida, bebida y sueño...) como forma de vida en el seguimiento de Jesús; ascesis que por motivos filosóficos o religiosos se practicaba en las formas más diversas también en el mundo pagano. Contaba ya el ascetismo con una venerable tradición cristiana cuando, a finales del siglo III, el ermitaño Antonio (f 356) le dio en Egipto la forma de monaquismo como un nuevo estilo de existencia cristiana. El eco de ese impulso fue grande en Egipto, Palestina, Siria y otras regiones. Pacomio (f. 346) fundó en lugar de los eremitorios una forma de comunidad monacal.

La aparición de esta novedad tuvo también que ver con la situación creada por Constantino, en la que muchos cristianos buscaban unas formas serias y sin compromisos de cristianismo, que se echaban de menos en la Iglesia imperial. Las reglas monacales y las descripciones de la vida de los venerables padres del desierto estimularon la fantasía piadosa, mucho más allá del monaquismo, abriendo nuevas formas de vida. Los monjes sustituyeron entonces a los mártires como grandes modelos. Basilio de Cesárea (f. 379) contribuyó a ello decisivamente al vincular el monaquismo, que había surgido como movimiento espontáneo, en el plano teológico, espiritual y canónico a la Iglesia y al organizar sus estructuras de vida. La Iglesia occidental siguió con gran atención este fenómeno aparecido en Oriente, lo «estudió» existencial y literariamente adaptándolo a formas occidentales propias (por obra sobre todo de Casiano, Martín de Tours, Agustín y Benito).

Estos tres grupos de mártires, obispos y monjes fueron modelos decisivos para la piedad y espiritualidad de la Iglesia antigua. Ellos constituían las minorías selectas por las que el pueblo se orientaba y regía. Su vida mostraba el cristianismo ideal, la fuerza de la fe y el premio al esfuerzo. Ellos habían alcanzado la meta a la que todos aspiraban. Habían vivido como había que hacerlo: con constancia y fidelidad. Su conducta heroica podía trasladarse a las virtudes cotidianas que también practica el simple cristiano. Y eran intercesores valiosos y fiadores seguros de una verdad invisible y consoladora para todos.

 

5. Conflictos, herejías y cismas

 

La historia de la Iglesia no sólo condujo al éxito y a la unidad, sino que fue también la historia de numerosos conflictos y pérdidas, que marcaron a la Iglesia en su praxis y su teología de forma decisiva y a largo plazo. Los primeros conflictos los tuvo el cristianismo con la sinagoga judía. De otro tipo fueron las confrontaciones con la sociedad y el Estado. Las diferencias del cristianismo en sus prácticas, ideas y aspiraciones provocaron en la sociedad sentimientos de aversión contra lo nuevo y extraño y contra la pretensión totalitaria de una idea religiosa. Tales conflictos provocaron enfrentamientos abiertos entre gentiles y cristianos a nivel del vulgo y también en el plano intelectual. Se discutieron en tono polémico la imagen de Dios y la concepción del mundo, la filosofía y la cultura paganas. Los paganos se interesaban fundamentalmente por afianzar la religión antigua y sus funciones sociales contra la desviación y la concurrencia cristianas. También hay que recordar aquí la sospecha de deslealtad de los cristianos y la repetida intervención de los órganos estatales contra su resistencia a la obligación estatal y cívica del culto y la lealtad. En el período preconstantiniano las relaciones del cristianismo con su entorno estuvieron condicionadas en principio y de forma constante por la presión de la autodefensa y delimitación necesaria.

Para la Iglesia, en tanto que institución con una pronunciada autonomía y una idea precisa de su propia competencia, surgieron conflictos de nuevo tipo, cuando en el período de la Iglesia imperial, los Césares, que ya eran cristianos, formularon sus exigencias de competencia estatal en los asuntos del cristianismo como religión del Estado y de la sociedad. Tales exigencias derivaban fatalmente de la ideología soberana y de la concepción romana de la sociedad, y siempre habían sido válidas frente a la propia religión romana. El cristianismo, que desempeñaba las funciones sociales de la antigua religión y que ahora se veía afectado por las mismas, hubo de rechazar tales pretensiones en su forma tradicional. Hubo enfrentamientos en los que la Iglesia intentó defender su libertad y su capacidad de actuación frente al Estado.

Entre los conflictos, que la Iglesia hubo de vivir, se cuentan también los enfrentamientos internos acerca de la disciplina y de la doctrina verdadera, que es como decir la recta confesión de fe. Esas discordias se desarrollaron en forma de lucha entre la ortodoxia y la herejía. Desde el cristianismo primitivo y a través de todos los siglos hubo por lo general una controversia sin compromisos y sin contemplaciones, en que los cristianos debatieron entre sí la verdadera fe. La doctrina como enseñanza obligatoria desempeñó desde el comienzo un papel creciente. A través del fenómeno histórico de las desviaciones (herejías) se acentuó constantemente la fijación en «la recta doctrina» en forma de dogma y de fórmulas de fe. Hasta el antiguo ideal eclesiástico de santidad, es decir, el ethos cristiano, se doctrinalizó por cuanto que la santidad cristiana y las virtudes eclesiásticas se vieron esencialmente dentro de la ortodoxia.

Desde esa fuerte fijación del cristianismo en la doctrina hay que entender el apasionamiento con que se desarrollaron las disputas dogmáticas, sobre todo desde el siglo II. La polémica aniquiladora, las agresiones increíblemente violentas, el rechazo de la unión y reconciliación, la desconsideración con que se trataba al «enemigo», muestran la forma unilateral con que se vio la esencia del cristianismo en el dogma, al que se sacrificaban todos los otros postulados cristianos. A consecuencia de esa parcialidad y fanatismo, y debido a los intereses del poder, tales conflictos se complicaron hasta llegar a verdaderos callejones sin salida. La sociedad antigua, dada su concepción tan diferente y adogmática de la religión, no había conocido hasta entonces semejantes disputas acerca de la fe. Sólo el cristianismo las provocó con su interés capital por la fórmula de fe.

La primera herejía peligrosa que la Iglesia antigua hubo de afrontar fue la gnosis o el gnosticismo, una religión de liberación autónoma, que probablemente surgió al mismo tiempo que el cristianismo, aunque con independencia del mismo, y que alcanzó su momento culminante hacia mediados del siglo II. Se fundamentaba en un enjuiciamiento radicalmente pesimista del mundo y de la existencia humana, que explicaba mediante un dualismo tajante: este mundo es el producto de un dios de categoría inferior; debido a una catástrofe, que tuvo lugar en el mundo superior luminoso, el verdadero mundo, creó el mundo material como un producto infortunado. Algunas partes de la luz superior cayeron en la infausta prisión de la materia o fueron desterradas a la misma. Constituyen el verdadero ser del hombre; o mejor, sólo de aquellos que tienen una naturaleza pneumática (espiritual). Únicamente ellos, y no todos los hombres, son capaces de redención. En efecto, sólo a través del conocimiento (de la gnosis) de sí mismos y de su situación llegan al conocimiento liberador de Dios y quedan libres, pudiendo así retornar al mundo del Dios superior y bueno, que es el único verdadero. A menudo eso se describe en el sentido de que un redentor (bajo la apariencia de un cuerpo) vino a este mundo para ayudar a su redención.

La religión gnóstica fue un movimiento increíblemente pluriforme, fragmentado en numerosos grupos y sistemas doctrinales con las autodefiniciones más diversas. Adoptó la forma social de comunidades religiosas; pero también de escuelas (filosóficas), de individuos o de círculos mágicos. Algunos grupos gnósticos tomaron elementos bíblico-cristianos para montar su doctrina del mundo y de la redención e imitaron asimismo ciertas prácticas eclesiásticas. Préstamo parasitario que tomaron también en abundancia de otras tradiciones religiosas y filosóficas para ilustrar sus puntos de vista. De ahí que la Iglesia los viera como competidores y por ello los consideró en su conjunto como herejes cristianos; es decir, como desviaciones del cristianismo eclesiástico, cosa que no eran.

Contra ese «herejía» de la gnosis la Iglesia defendió sobre todo la identidad del Dios de la redención con el Creador, la bondad del mundo como criatura, la responsabilidad personal de la infelicidad humana a causa del pecado, la vocación universal y gratuita justamente de los hombres todos, la cristología de una encarnación real (no aparente), la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, una exposición controlada de la Biblia, la doctrina revelada de la Iglesia contra las «invenciones» de los gnósticos.

El gnosticismo pervivió bajo la forma de maniqueísmo —designación sacada del nombre de su fundador Manes o Mani, en el siglo III— hasta la época de Agustín, y aun después como concurrencia y tentación efectiva para muchos cristianos dentro de la Iglesia. En la lucha contra la gnosis la Iglesia desarrolló muchas formas y métodos de polémica antiherética, que después se utilizarían a lo largo de los siglos contra todas las herejías. Pero al mismo tiempo la teología eclesiástica experimentó la influencia persistente de la gnosis al buscar en sus tradiciones un conocimiento religioso como camino hacia Dios y la salvación.

Entre las primeras herejías se cuenta también el montanismo, surgido a mediados del siglo II en Asia Menor, concretamente en Frigia, y así llamado por el nombre de su fundador Montano. Este hombre se consideró a sí mismo como el paráclito de Jn 14,16, tuvo junto a sí a las profetisas Prisca y Maximila y fundó su propia iglesia en la expectación inminente de una nueva era del mundo, que sería la del Espíritu, y que es la que falta después de la venida de Cristo. Los montanistas vivían en una ascesis y disciplina severa anhelando entusiásticamente la nueva edad escatológica, impugnaban la posibilidad de penitencia en los casos de pecado grave, se entendían a sí mismos de un modo elitista como los cristianos espirituales a diferencia de la gran Iglesia con múltiples compromisos, establecían también diferencias en la constitución, liturgia y disciplina, logrando grandes éxitos en su actividad misionera.

A mediados del siglo III empezaron los enfrentamientos dogmáticos en sentido estricto. Con su manera de hablar de Dios (Padre), Cristo y el Espíritu, Biblia y tradición planteaban el problema del concepto cristiano de Dios (Trinidad) y, en consecuencia, el problema de la cristología. Estos problemas dominaron la escena hasta bien entrado el siglo VI; algunos nombres de las herejías al respecto son, entre otros, los de modalismo, monarquianismo, arrianismo, nestorianismo y monofisismo . Marcan sobre todo los problemas de la Iglesia en Oriente. Es verdad que las iglesias occidentales se vieron metidas en el debate; pero se ocuparon con mayor intensidad de la imagen cristiana del hombre, afrontando consecuencias eclesiástico-prácticas derivadas de tales cuestiones. La Iglesia de Occidente condenó como herejía el pelagianismo, es decir, la posición teológica de Pelagio, que a finales del siglo iv con su concepción del hombre y de la gracia desencadenó la oposición de la Iglesia africana, y más en concreto la de Agustín. Partiendo de una tradición ascética, Pelagio era optimista respecto de la capacidad moral del hombre, y en virtud de la cual éste podía llevar a la práctica lo que Dios le exige. El menoscabo de la capacidad para el bien, provocado por el pecado de Adán, habría sido suprimido por el bautismo, que refuerza satisfactoriamente la libertad del hombre para decidirse por Dios.

Ciertamente que, según las enseñanzas de Pelagio, la elección y la práctica del bien estaba sostenida por la gracia de Dios. Pero en su protesta contra él y los otros pelagianos Agustín objetó que el hombre por el pecado heredado de Adán ya no es capaz de hacer el bien, que por el bautismo se frena la tendencia al mal y queda el hombre referido por completo y en todos los aspectos a la gracia de Dios (incluso en forma de una predestinación a la salvación o la condenación). En sí misma la teología pelagiana era la tradicional, sobre todo en Roma; pero los africanos, bajo la dirección de Agustín, establecieron su carácter herético en la Iglesia, convirtiendo así la teología agustiniana de la gracia en la base de la tradición occidental.

El hecho de que hubiera comunidades heréticas condujo en la práctica cotidiana de la Iglesia a nuevos conflictos. Los obispos de Roma y de África no se mostraron acordes a mediados del siglo m en la disputa sobre el bautismo de los herejes acerca de cómo había que tratar a los convertidos de la herejía que querían volver a la Iglesia católica. En África y en casi todo el Oriente la tradición era la de bautizarlos, considerando a los bautizados en una comunidad herética como no bautizados. Esto se fundamentaba teológicamente con el argumento de que quien no posee (en tanto que herético) el Espíritu, tampoco puede comunicar al Espíritu (en el bautismo). En Roma, por el contrario, prevaleció la costumbre de no [volver a] bautizar a los conversos, porque se partía del hecho de que estaban bautizados con la fórmula bautismal legítima, y que por lo mismo estaban bautizados válidamente. Se hacía la distinción entre bautismo válido, pero no eficaz. De ahí que el bautismo recibido en la herejía obtuviera su eficacia mediante la imposición de manos del obispo. Así, quien pasaba de la herejía a la Iglesia era tratado como un penitente (siendo readmitido mediante la imposición de manos).

Por los años 255-257 estalló un conflicto porque el obispo de Roma Esteban I (254-257) quiso imponer a la Iglesia africana la praxis de la Iglesia de Roma. Los africanos (dirigidos por Cipriano) y otras iglesias regionales se opusieron, mientras que Alejandría, por ejemplo, se sumaba al parecer de Roma. A la larga se impuso la praxis romana y la concepción romana del sacramento, cuya validez no depende de la «santidad» de quien lo administra (es decir, prescindiendo de si es hereje o pecador).

En tiempos de la Iglesia antigua junto a las herejías hubo también numerosos cismas. La distinción entre cisma (separación) y herejía se debía a que en aquél las diferencias no afectaban a la doctrina sino sólo a la praxis y al ordenamiento de la Iglesia. En el cisma, aun persistiendo la coincidencia dogmática, se perdía la unidad eclesiástica. Un ejemplo de ello en los primeros tiempos fue la controversia pascual. Se trataba de fijar el día de la festividad. A finales del siglo II casi todas las iglesias regionales celebraban la pascua del domingo posterior al plenilunio de primavera, y sólo en algunos territorios del Asia Menor y de Siria se celebraba la pascua cristiana el día de la fiesta judía de Passah, es decir, el 14 de nisán (de ahí el nombre de cuartodecimanos que se les daba, «los celebrantes del día decimocuarto»). Probablemente se trataba de dos tradiciones, oriundas de un entorno judeo-cristiano y de otro gentil. Poco después del 150 mantuvieron en Roma una conversación al respecto el obispo romano Aniceto (155-166) y el obispo de Esmirna Policarpo. No se encontró ninguna solución, porque ninguna de las partes se veía en condiciones de sacrificar el propio uso litúrgico en aras del otro y para establecer la unidad. La regla casi normal fue que tales negociaciones acabasen sin entendimiento. Lo atípico aquí fue que se preservase explícitamente la unidad de la Iglesia, pese a la diferencia de liturgias y aunque la celebración judeo-cristiana de la pascua resultase sospechosa de que no establecía la necesaria distancia respecto del judaísmo. Pero mientras que al principio no se veía la existencia de ningún cisma divisorio, el clima se endureció mucho más cuando el obispo de Roma, Víctor I (189-199), requirió a las iglesias minoritarias, en forma de ultimátum y bajo la amenaza de excomunión, que adoptasen la praxis dominical de Roma y de la mayor parte de las iglesias. Los cuarto-decimanos sufrieron la excomunión, pero sólo en el primer concilio ecuménico de Nicea (325).

Motivo de otro larguísimo cisma en Occidente fue la disciplina penitencial. A mediados del siglo ni el presbítero de Roma Novaciano reclamó en contra del parecer de la Iglesia africana y de la mayor parte de la propia Iglesia romana la excomunión de por vida para los apóstatas. Fundó con sus seguidores una iglesia cismática (los novacianos) que se consideraba como la «comunidad de los santos», se llamaban a sí mismos los «puros», apropiándose altas prerrogativas y despreciando a la gran Iglesia por su laxitud. Tuvo una gran expansión. Dogmáticamente (es decir, en la teología trinitaria que por entonces se discutía) los novacianos estaban de acuerdo por completo con la Iglesia católica. En los siglos iv y v los emperadores emitieron leyes (con vistas a restablecer la unidad imperial) contra los cismáticos novacianos.

Un suceso especialmente dramático lo constituyó el nacimiento e historia del donatismo, que asimismo hay que calificar como cisma. Su escenario fue una vez más el norte de África. En Cartago fue consagrado obispo un tal Ceciliano (probablemente hacia el 311/312), y en su consagración intervino un obispo foráneo, que según la tradición radical africana estaba descalificado por haber sido un «traditor codicum», alguien que en la persecución de los cristianos por obra de Diocleciano había entregado a los paganos libros o utensilios sagrados. Era, por lo mismo, un pecador y (una vez más según la concepción africana) no podía realizar acciones sagradas. La consecuencia era que Ceciliano no había sido consagrado obispo de modo válido. Por ello se eligió para el cargo a un rival, Mayorino, cuyo sucesor fue Donato, del que tomaron su designación los secuaces cismáticos, que se llamaron por ello donatistas. El trasfondo de la separación iba mucho más lejos de ese motivo: los donatistas reclamaban para sí la condición de verdadera Iglesia por ser la Iglesia rigorosa de los mártires y la única que llevaba a la práctica el severo ideal de santidad. Se trataba de «la lucha de un ala» de la Iglesia africana, que consiguió hacerse fuerte en la tesis radical de que la santidad de los ministros es requisito previo para la validez del sacramento. En su dramatismo y expansión este cisma sólo se puede entender sobre el complejo trasfondo de las tensiones religiosas y sociales de África, que daban a los contrastes perfiles muy duros. Constantino, emperador de Occidente desde hacía muy poco tiempo, procuró la unión mediante dos sínodos (que desde su perspectiva fueron dos tribunales de arbitraje): el de Roma (313) y el de Arles (314). Pero la unión no llegó y en ambos casos los donatistas fueron declarados culpables. Con ello creció su resistencia, especialmente al aumentar el apoyo (financiero, etc.) del emperador a la Iglesia católica en África y tener que sufrir los donatistas incluso medidas policiales y limitaciones por parte de las autoridades. Hubo luchas violentas por la posesión de edificios sagrados, asaltos por ambas partes y continuas sanciones estatales en favor de «los católicos», con lo que se intensificó la conciencia martirial de los donatistas y mucha gente se alzó contra el régimen romano pasándose a los donatistas a impulsos de una oposición política, nacionalista y social. Se llegó a enfrentamientos bélicos con los campesinos rebeldes, simpatizantes con el donatismo (los llamados «circumceliones»), que unieron su resistencia social contra los terratenientes romanos al partidismo religioso de los donatistas, víctimas asimismo del Estado. En el Norte de África la iglesia donatista fue numéricamente mayor que la católica. Desde finales del siglo iv Agustín, en su condición de obispo de Hipona, quiso poner fin a las violencias y agresiones con el diálogo. Mas como las conversaciones fracasasen, se impuso una dura política estatal. Los donatistas ya no fueron considerados oficialmente como cismáticos sino como herejes, por lo que incurrieron en las leyes y sanciones vigentes contra los herejes. Pero tampoco esto aportó la solución. El cisma (que en buena medida quedó reducido al Norte de África) sólo terminó cuando los vándalos el año 430 arrasaron todo el cristianismo de aquella franja costera (desde Marruecos a Tunicia).

En el plano objetivo-teológico se trataba aquí, una vez más, de la Iglesia y de su santidad, y, por consiguiente, de la eficacia del sacramento en conexión con la deficiente cualificación moral de quien lo confiere. El debate donatista condujo al esclarecimiento de que la eficacia sacramental no dependía para nada de la calidad moral del ministro. Lo que aquí empezó como un cisma siempre tuvo que ver con una discrepancia dogmática. Los escritos antidonatistas de Agustín supusieron una contribución decisiva para la posterior teología sacramentaria de la Iglesia latina de Occidente.

En general se puede decir que los enfrentamientos acerca de la ortodoxia y la unidad de la Iglesia se llevaron a cabo con dureza enconada, sin miramientos y en tono polémico. En el supuesto de que los criterios de la comunión cristiana son la paz, la unidad y el consenso, hay que calificar de baladí el éxito de tales discusiones. Raras veces se dieron fórmulas de unión, de reconciliación y de recuperación de la unidad. En ese sentido habría que hablar de una historia de pérdidas, porque con la pérdida de la unidad desaparecía algo esencial al cristianismo en aras de la autoafirmación de unos grupos de cristianos. En el terreno del dogma ciertamente que hubo clarificaciones y logros de gran alcance y duración.

 

6. Orientaciones teológicas

 

La Iglesia antigua desarrolló una larga serie de proyectos teológicos para exponer el cristianismo. Esas teologías se diferencian entre sí de forma muy considerable por el tiempo, el entorno, el planteamiento y el propósito; y muestran la amplitud de posibilidades para comprender la fe cristiana. Entre las muchas ideas fundamentales de la teología primitiva hay toda una serie que bien pueden considerarse en un sentido más específico como auto-orientaciones del cristianismo. Son las que señalan el sitio del cristianismo en la historia universal del mundo. Definen las relaciones del cristianismo con el entorno no cristiano. Y orientan a la vez la vida de cada cristiano dentro de tales conexiones. Tales orientaciones respondían a las circunstancias y necesidades básicas de una comunidad religiosa muy joven, que, apenas recién constituida, tuvo la pretensión de una validez total y exclusiva para toda la existencia humana, pasada, presente y futura. Muchas de esas orientaciones fueron provocadas por las objeciones de los no cristianos al cristianismo. Así surgió la respuesta apologética a «los de fuera»; pero al mismo tiempo representaban la confirmación y el refrendo «con vistas hacia dentro».

Tal ocurrió, por ejemplo, con el planteamiento de la pregunta de por qué el cristianismo había llegado tan tarde al mundo, si de él depende la salvación de todos los hombres. ¿Qué había ocurrido entonces con las generaciones pasadas, y qué Dios era ese que actuaba tan caprichosamente? Esta y otras preguntas anejas hacían inaplazable el esclarecimiento de las relaciones del cristianismo con la historia universal de la humanidad, y el definir su sitio dentro de la misma. La Iglesia antigua desarrolló unas teologías históricas, que en general aportan la respuesta de que la acción de Dios para salvar a los hombres no empezó con Jesús de Nazaret, sino que ya había empezado con la misma creación, siguiendo después con Abraham, Moisés y los profetas. En Israel (y también en la filosofía griega y en la sabiduría de los viejos pueblos, según la opinión de algunos teólogos cristianos antiguos) Dios se comunicó siempre a través de su Logos. A través de una larga preparación hubo de conducir a la verdad a los hombres, que son débiles y duros de comprensión y que han de ser guiados con tacto pedagógico. Así, pues, en tanto que verdad, el cristianismo ha estado desde siempre en el mundo, y no es algo que surja ahora de nuevo. Pero sólo ahora es la verdad en todo su fulgor, y sólo ahora se ha cumplido de hecho la redención vaticinada. La historia de todos los hombres y religiones se convertía así en prehistoria del cristianismo; una prehistoria que contenía sí muchos errores, pero que también encerraba ya la verdad. Así se concilian la vivencia cristiana de novedad y la prueba de antigüedad.

La demostración de la venerable antigüedad del cristianismo representaba para el hombre antiguo un argumento decisivo en favor de la verdad cristiana. A través de esa idea el cristiano particular, que formaba parte de la comunidad, reconocía su propio sitio dentro del acontecer universal: vivía un tiempo en que se había revelado plenamente la verdad que en épocas anteriores había estado oculta y había sido profetizada. Como testigo de esos acontecimientos decisivos en la historia universal y en la historia salvífica experimentaba también la salvación de su propia vida. La verdad de su fe era para él la clave del acontecer universal. Ya no le irritaban otros dioses, otras religiones y doctrinas de la salvación y de la verdad.

Para esta auto-orientación del cristianismo en la historia universal fue de capital importancia desde el comienzo la interpretación cristiana de la Biblia judía (del Antiguo Testamento). Consecuentemente se leyó como un libro de vaticinios que señalaba «hacia Cristo». Y con ello se convirtió en el punto capital de orientación de la Iglesia primitiva: el viejo libro contiene ya la verdad predicada por el cristianismo y es línea por línea el vaticinio de lo que ahora se ha cumplido. La exposición de la Escritura fue desde ese planteamiento (además de perseguir otros objetivos) no sólo una tarea permanente de la Iglesia, sino incluso el medio de su autopresentación. Se hablaba del cristianismo con el lenguaje de la Biblia (judía y cristiana).

Ahora bien, como la Biblia antigua era por su origen y contenido un libro judío y no cristiano, la Iglesia antigua estuvo interesada en leerlo «rectamente», es decir, con el método adecuado con que se sacaron sus «propias» afirmaciones. El sentido literal del Antiguo Testamento era transitorio en grado sumo y por lo general intrascendente según el sentir de la Iglesia antigua. El teólogo Orígenes (ca. 185-254) convirtió en una teoría lo que Pablo (por ejemplo en I Cor 9,9s), todo el cristianismo primitivo y todos los posteriores ya habían practicado como procedimiento alegórico: la Biblia tiene varios planos de sentido o estratos de significación; es decir, que junto al sentido literal (o histórico) se dan también los sentidos espiritual o alegórico, tipológico y moral. En esta teoría sobre la exposición escriturística, que determinó toda la exégesis medieval y que mantuvo su vigencia hasta los tiempos modernos, lo decisivo no es ni la sucesión ni el número de los diversos sentidos mencionados, sino el hecho como tal de que se acepta una significación más profunda o «espiritual» del texto al lado o «detrás» del sentido literal. En una concepción alegórica los libros del Antiguo Testamento brindaban a la Iglesia primitiva unas posibilidades prácticamente ilimitadas para demostrar la verdad de sus convicciones con estos viejos escritos. Con esa interpretación alegórica la teología cristiana adoptaba un método, que ya se había desarrollado en la filología griega (en Homero, por ejemplo) y que los judíos ya habían aplicado al Antiguo Testamento. Desde la importancia de la Biblia como orientación fundamental de la Iglesia antigua se explica la gran cantidad de comentarios que los Padres de la Iglesia escribieron con preferencia sobre libros veterotestamentarios.

La Biblia del Nuevo Testamento desempeñó su papel de orientación en forma diferente. Contiene lo nuevo de manera directa y sin los rodeos de una significación especial. De entre los numerosos escritos que circulaban en la primera época del cristianismo se hizo una selección en un proceso largo y diferenciado (mediante los criterios de su notable antigüedad o apostolicidad, la proximidad a los orígenes, el contenido, la utilidad, el reconocimiento y uso eclesiástico), a fin de tener un canon de escritos sagrados (cerrado definitivamente en el siglo IV) junto al «Antiguo Testamento». Dicho canon ya no era promesa y prehistoria, sino que contenía de un modo fiable, completo y obligatorio el «acontecimiento mismo», las palabras y hechos de Jesús con la predicación de los apóstoles. Esta orientación no precedió a la Iglesia antigua como tal, sino que fue ella más bien la que hubo de empezar por crearla mediante una selección y delimitación.

En el curso de su historia, y con la aparición de herejías y cismas, a la Iglesia se le planteó el problema de la orientación de acuerdo con su propio origen. Los grupos de una época posterior, con doctrinas contrarias entre sí, todos reclamaban para sí el origen (de Jesús y de los apóstoles). ¿Quién llevaba razón? Se trataba, pues, de la orientación retrospectiva fiable en la historia de la Iglesia. Por sí sola la Biblia no solventaba ninguna cuestión. A lo largo del siglo n, durante la situación de concurrencia con la gnosis la «gran Iglesia» había creado una forma de orientación clara y perfectamente sostenible: la verdad está garantizada siempre que un obispo enlaza, mediante una serie ininterrumpida de obispos, con algún apóstol o discípulo de los apóstoles, conectando así con los orígenes y predicando lo mismo que predicaron todos sus predecesores en la sede que ocupa. Además, la corriente de la verdad puede remontarse por las tradiciones de maestros y «presbíteros» cristianos anteriores, hasta llegar la época apostólica. Esta orientación fundamental por la tradición y la sucesión la formula con toda claridad Ireneo de Lyon hacia el año 185, y desde entonces se utilizó siempre que se trataba de asegurar una verdad que con el paso del tiempo se había perdido o puesto en tela de juicio. En los siglos IV y V se sumó el argumento de los Padres o patrístico: en los puntos controvertidos se preguntaba -sobre todo en los concilios por la fe de «los Padres»; es decir, por la doctrina teológica de teólogos prominentes de épocas anteriores, utilizándola como argumento y prueba. Desde entonces los Padres de la Iglesia orientaron la fe eclesiástica. Ese orientarse por la tradición, la sucesión y los Padres, en una palabra, ese orientarse por el pasado, sacaba mucha de su fuerza probatoria de la idea precristiana, muy difundida en el pensamiento antiguo, de que el pasado remoto fue superior al presente en la posesión de la verdad. Sin embargo la prueba tradicional no supuso toda la orientación, y sobre todo no arrinconó la Biblia. Más bien se la leía en su sentido, a menudo controvertido, con la tradición y con los Padres.

 

7. La literatura teológica de la Iglesia antigua

 

De la época antigua de la Iglesia nos han llegado numerosos escritos cristianos (aunque todavía es mayor el número de los que se han perdido). Están redactados en griego, en latín y en distintas lenguas orientales (por ejemplo, siríaco, armenio, copto). La producción de tan vasta literatura cristiana no fue casual: el cristianismo no se transmitió sólo en el culto, sino también en declaraciones, doctrina, confesión, misión y teología. Por ello está esencialmente relacionado con el lenguaje y la comunicación lingüística, y por ende también con la palabra escrita. De ahí que dispongamos de muchas fuentes escritas para nuestro conocimiento de la Iglesia antigua. Los contenidos predominantes son la predicación de la fe, la exposición de la Biblia, la explicación de los misterios salvíficos, la exhortación moral, la delimitación frente al judaísmo, el paganismo y la herejía, y la exposición instructiva, edificante, propagandística o apologética de la confesión cristiana. Las formas literarias habituales en los orígenes y primeros tiempos del cristianismo fueron sobre todo la carta, la circular, el evangelio, el apocalipsis, la historia de apóstoles, la homilía; y ya en los siglos posteriores, la carta, el discurso (como predicación o apología), el tratado, el comentario, el diálogo. También se nos han transmitido por escrito algunas confesiones de fe, textos litúrgicos, actas de mártires, vidas de monjes, actas y decisiones conciliares. Presentamos aquí una selección de los títulos y datos más importantes de la historia literaria del cristianismo antiguo.

El Nuevo Testamento contiene los escritos cristianos más antiguos, constituyendo la carta primera de Pablo a los Tesalonicenses (del año 51/52) el documento cristiano de mayor antigüedad. Las partes más recientes del Nuevo Testamento son ya considerablemente posteriores y proceden de la época en torno a los años 120-130. De por los años 96/98 es ya el escrito cristiano más antiguo que no entró en el canon bíblico, a saber, la denominada I carta de Clemente, enviada desde Roma a Corinto. Junto con otros escritos de principios del siglo ii, entre los que se cuentan sobre todo las siete cartas del obispo Ignacio de Antioquía, la carta del también obispo Policarpo de Esmirna, la carta del Pseudo-Bernabé, una II carta de Clemente, la Didakhe (un ordenamiento eclesiástico) y el Pastor de Hermas, se denominan padres apostólicos, porque todos son escritos que están relativamente próximos en el tiempo de la era apostólica. Estaban destinados al uso interno de las comunidades y (excepción hecha de las cartas de Ignacio con sus originales afirmaciones sobre la Iglesia, el obispo monárquico, la eucaristía y la teología martirial) presentan una temática simple referida a la praxis: doctrina, moral y orden. Explicándolo y exponiéndolo todo a un nivel muy sencillo. Un tema específico es la advertencia contra la recaída en el paganismo o en el judaísmo y contra el peligro de caer en la herejía. Aquí se reflejan (como en los escritos tardíos del Nuevo Testamento) el ambiente y la esfera de intereses de las comunidades en una época ya avanzada, cuando se hizo importante la estabilidad en la doctrina, la moral y el ordenamiento eclesiásticos.

En los siglos II y III aparecen los denominados escritos apócrifos («ocultos»), que sólo en parte fueron leídos en la gran Iglesia, habiendo nacido por lo demás dentro de unos grupos marginales. Primordialmente intentaban satisfacer la curiosidad y la fantasía piadosas refiriendo historias fantásticas de milagros sobre la infancia y resurrección de Jesús; ofrecían historias completamente noveladas de apóstoles o revelaciones sobre el fin del mundo, el cielo y el infierno. Y todo ello en un ambiente de marcado gusto vulgar. Esa literatura se escribió en las primitivas formas literarias del cristianismo: evangelio, historia de apóstoles, apocalipsis y cartas.

A las necesidades populares de toda la Iglesia se destinaba también la literatura martirial de los siglos II y III. Su tema era la actitud de los mártires, semejante a la de Cristo, ante los tribunales, en los padecimientos y en la muerte, su superioridad religiosa sobre los perseguidores, su inquebrantable fidelidad, su constancia y la certeza de la salvación. Tendían a la instrucción edificante de los cristianos y fomentaban la veneración piadosa de los testigos de la fe. De ahí que se refiriesen los procesos, torturas y ejecuciones. Estos escritos, en parte históricos y en parte legendarios, se han redactado en forma de relato (parcialmente como cartas) o como protocolo procesal (actas). El ejemplo más antiguo es el Martirio de Policarpo, escrito poco después de la mitad del siglo II y que de ordinario se cuenta entre los «Padres Apostólicos». Las Actas de los mártires escilitanos, un relato del año 180 sobre el martirio de seis cristianos de Cartago, son probablemente el escrito cristiano más antiguo en lengua latina.

Hacia mediados del siglo II escribían los apologistas («defensores») por vez primera obras que van destinadas a los no cristianos (paganos o judíos), que eran quienes debían leerlas. En estos escritos se refutan los errores y calumnias contra el cristianismo; es decir, se rebaten las objeciones anticristianas, y se informa sobre el cristianismo de un modo que los coetáneos podían reconocer como «razonable», aceptable y en definitiva como algo superior. Para ello se ilumina de tal manera la tradición gentil (religión y filosofía), que el lector anheloso de la salvación (y en cualquier caso ése es el propósito) se siente abandonado en la estacada, mientras que el cristianismo representa la respuesta a todas las cuestiones que en tal tradición habían quedado pendientes. Con esta crítica al paganismo y la correspondiente recomendación del cristianismo tenían que sentirse aludidas ante todo las personas cultas con sus típicas reservas frente al cristianismo, en el que veían una religión absurda sólo apta para los estratos populares, supersticiosos e incultos. De ahí que, por una parte, se hiciera un esfuerzo por alcanzar el nivel literario. Y, por otra, los apologetas se adentraron tanto en el pensamiento filosófico y religioso de sus destinatarios que en la perspectiva de tales escritos lo cristiano produce a veces la impresión de algo difuso y extraño. La argumentación básica consiste en demostrar que las críticas del vulgo y de los intelectuales al cristianismo no están justificadas; que el cristianismo no es algo nuevo (y por tanto descalificado), sino una realidad antigua y venerable, y con mayor edad ciertamente que la religión o la filosofía paganas; que el cristianismo en todas y cada una de sus ideas sobre Dios, el mundo, el hombre y la felicidad humana (la salvación) supera al paganismo; pero que los filósofos gentiles, y especialmente Platón, habían dicho ya muchas cosas atinadas porque se les había comunicado el Logos divino; y, finalmente, que antes de la filosofía (platónica) no se había dado ningún paso importante hacia la fe cristiana y que cada uno debe dar ese paso de una manera racional. Los autores de esos escritos eran maestros cristianos. El más importante en el siglo II es Justino (de Palestina, que trabajaba en Roma), aunque destacan también las apologías de Atenágoras, Arístides, Taciano y Teófilo de Antioquía. Este tipo de apologética se dio durante los siglos III y IV. Si tales escritos fueron leídos por los no cristianos y cuál fuera su efecto, es algo que no podemos demostrar.

Entre tanto hacia mediados del siglo II la religión gnóstica había alcanzado su punto más alto, produciendo asimismo una amplia literatura. También contra ella escribieron los apologetas. Hacia el 185 escribió Ireneo, obispo de Lyon, su obra contra los gnósticos (Adversus haereses), en la que demuestra la unidad de Dios y de la Biblia, la posibilidad de salvación para todos los hombres y la garantía de salvación y de verdad de la Iglesia, al tiempo que desarrolla unos principios sobre la explicación fiable de la Escritura así como la prueba de la tradición y de la sucesión.

Hasta bien entrado el siglo III la Iglesia había hablado y escrito en griego, incluso en Occidente. Pero en el curso de ese siglo la lengua latina se impuso en la liturgia, la predicación y la literatura. Uno de los teólogos más destacados que formulan ahora la teología cristiana en el idioma latino es el africano Tertuliano (f. después del 220), que dominaba ambas lenguas, aunque escribió en latín. De él se conserva una serie de escritos de varia temática: contra los gnósticos, contra los gentiles y los judíos; hay también temas de moral y práctica eclesiástica (penitencia, bautismo, oración, paciencia, asistencia al teatro, matrimonio) y sobre la Trinidad de Dios (Contra Praxeas). Tras su paso al montañismo escribió unos tratados rigoristas sobre las exigencias de una vida cristiana y criticó a la gran Iglesia. En Tertuliano pueden reconocerse dos peculiaridades típicas del cristianismo latino: la temática de la praxis cristiana de la fe y el modo jurista-disciplinario de presentar a la Iglesia y el cristianismo.

Uno de los últimos cristianos que todavía escribió en griego dentro del mundo occidental fue Hipólito de Roma (f. 235), que se cuenta entre los escritores más fecundos de la Iglesia antigua. Por las cuestiones trinitarias y penitenciales el rigorista Hipólito, obispo romano rival de Calixto (217-22) cayó en el cisma. Escribió una obra, titulada Refutación de todas las herejías (Refutado omnium haeresium), que describe a los herejes que hasta entonces había habido en la historia de la Iglesia. Redactó, además, otros escritos Sobre el Anticristo y una crónica universal para calmar ciertas expectativas nerviosas del fin del mundo entre el pueblo eclesial mediante informaciones sobre los signos reales y la fecha efectiva del final (que todavía no se daba). De los trabajos de Hipólito sobre la Biblia se ha perdido buena parte. Su exposición de Daniel es el comentario cristiano más antiguo de cuantos se conservan. La Tradición apostólica de Hipólito, un ordenamiento eclesiástico, es una obra importante para nuestro conocimiento de la antigua praxis eclesial romana.

Entre los escritores latinos de Occidente hay que mencionar también a Novaciano, que hacia el 250 era un presbítero prominente de Roma. La obra más importante de cuantas de él se conservan, Sobre la Trinidad (como el libro de Tertuliano Contra Praxeas) es un testimonio sorprendentemente temprano de los conceptos trinitarios desarrollados en Occidente. La discrepancia de Novaciano en la cuestión penitencial y la fundación de su iglesia cismática no impidieron su acuerdo con la gran Iglesia a propósito de la imagen dogmática de Dios (la Trinidad). La figura de Cipriano de Cartago (f. 258) ya nos la hemos encontrado a propósito de la historia del ministerio episcopal, de la penitencia y de la disputa sobre el bautismo de los herejes. Sus escritos Sobre la unidad de la Iglesia y Sobre los apóstatas así como una serie de cartas reflejan los esfuerzos ímprobos de Cipriano por hacer prevalecer sus posiciones.

Cristianos realmente singulares fueron Arnobio y Lactancio, que en la época del cambio político de Diocleciano (Galerio) a Constantino anticiparon en sus escritos una especie de ajuste de cuentas con el paganismo. Desarrollan su polémica en un estilo literario cuidado, pero con un desconocimiento lamentable de la dogmática eclesiástica. Arnobio escribió siete libros Contra los paganos (Adversus nationes) con los argumentos ya convencionales, pero sobre todo con la prueba -actual desde el siglo II al V- de que los cristianos no eran culpables de las catástrofes históricas de guerras, epidemias y crisis económicas que asolaron aquella época. De contenido similar son los siete libros Divinae Institutiones de Lactancio, aunque hace mayor hincapié en una exposición del contenido cristiano. Su escrito Sobre las muertes de los perseguidores (De mortibus persecutorum) describe con verdadera satisfacción el final atormentado, pero por eso mismo justo, de todos los Césares perseguidores de los cristianos: todo un documento de los sentimientos de desquite y de los resentimientos de los cristianos («semiconvertidos») durante la época de las persecuciones y en el período sucesivo.

En un entorno eclesiástico muy diferente se desarrolla la literatura cristiana que florece desde finales del siglo II en la ciudad de Alejandría, en el delta del Nilo, uno de los centros científicos del mundo antiguo. Aquí la teología cristiana se articula en unas formas de pensamiento científico-filosófico, a fin de dar respuesta a los criterios de la ciencia coetánea y resultar razonable y admisible para las gentes con formación intelectual. Ese fue el mérito de los maestros cristianos de Alejandría, que en un esfuerzo de orientación misionero-apologética presentaron el cristianismo en su ciudad según las reglas de la disciplina científica. Por iniciativa privada, y ante oyentes interesados, enseñaban el cristianismo como la «verdadera filosofía», al igual que otros maestros enseñaban la suya. Es lo que se entiende por Escuela alejandrina, que comprende la doctrina y teología de tales maestros cristianos (laicos), que transmitían el cristianismo, sin un encargo oficial, bajo la forma de una enseñanza libre. La teología de esa «escuela» se reflejó también en algunos libros. El primero de los maestros alejandrinos que conocemos es Panteno (ca. 180), aunque es Clemente de Alejandría (f. antes de 215) el primero cuyas obras literarias han llegado hasta nosotros. Tres son los escritos principales que de él se han conservado: la Exhortación a los gentiles (Protreptikos), el Pedagogo (Paidagogos) y las Alfombras (Stromateis o Stromata). En ellos se critica la filosofía y la mitología paganas, aunque se intenta a la vez enlazar con la filosofía gentil. El maestro cristiano, personalmente una persona culta, hablaba y escribía de Cristo y del cristianismo de forma que eventualmente también pudiera leerlo el no cristiano culto e interesado en el tema. Los conceptos y razonamientos eran parecidos y aun iguales a los empleados en la filosofía. Y todo discurso sobre el cristianismo adquiere en Clemente la dinámica del pensamiento «gnóstico», es decir, de una mentalidad apasionadamente empeñada en el conocimiento. Clemente gusta de llamar al cristianismo «gnosis» (conocimiento), superior a todo otro conocimiento; y el cristiano ideal es el verdadero gnóstico. La «gnosis» es ahí el conocimiento obligatorio de Dios, que ha de profundizarse de por vida sobre la base de la revelación, y es a la vez una vida cristiana en consonancia con tal conocimiento. El conjunto presenta ciertos rasgos esotéricos: no todos los cristianos alcanzan el mismo nivel (gnóstico).

Todo esto vale en principio también para los escritos de Orígenes (f. 254). También él fue un maestro cristiano de Alejandría. De su gigantesca obra literaria se han conservado algunas partes importantes. Un tratado, relativamente sistemático, los cuatro libros De principiis, muestra con notable claridad cómo el cristianismo ha sido expuesto con ayuda de concepciones neoplatónicas y también gnósticas, es decir, no cristianas, y por ese camino ha experimentado naturalmente ciertos cambios. La misma obra contiene la teoría de la pluralidad de sentidos de los textos bíblicos. En comentarios científicos y en laboriosísimos trabajos de crítica textual, no menos que en homilías (sermones) destinadas al gran público, Orígenes se empeñó durante décadas en la comprensión de la Biblia para sí y para los demás, para los cristianos cultos y los sencillos. Y al estar comprometido directamente con la Iglesia (más que Clemente), junto a sus obras científicas produjo también escritos accesibles al común de los fieles; por ejemplo, el escrito apologético Contra Celso (Contra Celsum) que fue un crítico pagano; diálogos de exposición de la verdadera doctrina, polémicas contra los herejes, una Exhortación al martirio, un escrito Sobre la oración, etc. Fueron precisamente sus escritos sobre la exposición de la Biblia los que inspiraron profundamente al monaquismo de los siglos IV-VI en su mística de la ascensión a Dios. Orígenes distinguía: son pocos los cristianos que ponen la fuerza y empeño para alcanzar la «gnosis» y la perfección, mientras que la mayoría se contenta con la «mera fe» y una moral mínima. Debido a ciertos detalles de su doctrina Orígenes cayó en descrédito después de su muerte y repetidas veces fue condenado por la Iglesia como herético.

Al lado de muchas ideas y sugerencias originales y fecundas de la teología alejandrina, lo verdaderamente importante y decisivo de esta literatura es que acoge la filosofía helenística para su interpretación del cristianismo. Es un acontecimiento de gran alcance no sólo para la historia de la Iglesia sino también en el plano de la historia del espíritu y de la cultura. Es el encuentro entre cristianismo y antigüedad, y ello bajo la forma de la helenización del cristianismo; es decir, mediante la formulación del dogma cristiano recurriendo a los conceptos y formas de pensar griegos. Cierto que eso no sólo se da aquí, ya que también se encuentran huellas de tal proceso en los apologetas; pero fueron los alejandrinos quienes influyeron de manera particular para que ese encuentro siguiera contando en la historia posterior de la teología. Y en ese cristianismo «platónico» subyace la primera tentativa metódica por exponer y demostrar racionalmente la posibilidad de la fe cristiana. En el método de la teología alejandrina contaba, además de su conocimiento filosófico, la exposición alegórica de la Biblia.

Eusebio de Cesárea (f. ca. 339), admirador de Orígenes, introdujo en la antigua literatura cristiana un nuevo género cuando a principios del siglo IV redactó su Historia eclesiástica. En ella reunió abundantes y valiosísimas informaciones, documentos y fuentes, para demostrar que con el cristianismo había llegado la verdad sin fronteras y que se había alcanzado el cénit de la historia universal. Desde esa euforia hay que entender también sus relaciones entusiastas con el emperador Constantino el Grande, al que dedicó una biografía (Vita Constantini) y un panegírico (Laus Constantini). Y todo ello porque Constantino, como instrumento de Dios, había ayudado a la Iglesia en su irrupción histórica. La Historia eclesiástica de Eusebio la continuaron después otros historiadores, como Gelasio de Cesárea (f. 395), Sócrates (ca. 380-ha. 440), y algo más parte Sozomeno y Teodoreto de Ciro (f. ca. 466).

A partir de los siglos IV y V, la época de los grandes enfrentamientos en Oriente por la teología trinitaria y por la cristología, hay una multitud incalculable de escritos teológicos. La literatura cristiana y los debates teológicos coetáneos aparecen ahí en una conexión singularísima. Atanasio (295-373), obispo de Alejandría desde el año 328, se cuenta entre los que en la disputa dogmática no sólo adquirieron un nombre dentro de la política eclesiástica sino que también influyeron en el campo literario. Redactó sus Discursos contra los arrianos (Orationes contra Arianos) y escribió sobre la historia y los resultados del concilio de Nicea (325), a fin de imponer el concilio y su teología. También en el siglo IV siguió teniendo actualidad la apologética contra las doctrinas paganas y judías, en la que Atanasio tomó asimismo parte con sus escritos. En el plano espiritual influyó grandemente su Vita Antonii (ca. 357), que relata de forma legendaria la vida del gran padre del desierto, Antonio (y que con la descripción del ideal de vida monástica tuvo un amplísimo eco sobre ese ideal en Oriente y en Occidente. Pertenece al género de las vidas de monjes.

La historia literaria de la Iglesia antigua conoce, al igual que la literatura general de la Antigüedad y de este período crepuscular, los fenómenos del anonimato (cuando se publica un libro sin indicación de autor, que por lo mismo no es conocido) y de la pseudoepigrafía (cuando el nombre bajo el que se publica el libro es falso, y se hace por error, confusión o con propósito intencionado), de manera que muchos de los escritos no se pueden atribuir, o al menos no con seguridad, a un determinado autor. Y hubo también destrucción de libros. Al igual que se destruían los escritos paganos hostiles al cristianismo por su contenido, también se destruyeron los libros heréticos. De ahí que, por ejemplo, del tan discutido Arrio no se haya conservado ni un solo escrito completo, y sólo existen fragmentos en forma de citas dentro de las obras escritas contra él. Y también tuvieron la misma fortuna los escritos de los antiarrianos más extremistas, es decir, el ala contraria (por ejemplo, los de Marcelo de Ancira y Eustaquio de Antioquía), que fueron destruidos por completo o de los que sólo restan pequeños fragmentos. Así, los libros no sólo se perdieron por azar, sino que hubo pérdidas «organizadas» en la antigua literatura cristiana.

La segunda mitad del siglo IV y los comienzos del siglo V se designan como el período de esplendor de la antigua literatura eclesiástica, porque en ese tiempo se escribió una literatura singular, tanto desde el punto de vista literario como teológico. Entre los «clásicos» de esa época se cuentan ante todo los tres capadocios, es decir, los tres oriundos de Capadocia, en el Asia Menor, que fueron los dos hermanos Basilio de Cesárea (ca. 330-379) y Gregorio de Nisa (ca. 335-394), así como Gregorio de Nacianzo (ca. 330-ca. 390); los tres fueron obispos durante algún tiempo. Por el contenido sus escritos forman parte del enfrentamiento dogmático de la fase que media entre los concilios ecuménicos I y II. Los capadocios respaldaban con argumentos la doctrina trinitaria de Nicea y contribuyeron decisivamente a la preparación teológica de la confesión de Constantinopla (381). Tuvo además gran influencia lo que acerca de la ascesis, del monacato y de la espiritualidad cristiana elaboraron en el plano teológico y en el práctico y que consignaron en sus escritos.

De Basilio se nos han conservado obras dogmáticas antiarrianas (por ejemplo, Sobre el Espíritu Santo), escritos ascéticos (dos reglas monacales, entre otros), sermones y homilías sobre textos bíblicos y otros temas y centenares de cartas. De Gregorio de Nacianzo hay que recordar sus discursos dogmáticos, sus tratados y sermones sobre diversos temas, numerosas cartas y también sus poesías. También Gregorio de Nisa, el teólogo más eminente de los tres, ha dejado obras dogmáticas, concebidas por completo contra la herejía, escritos exegéticos y ascéticos, discursos y sermones. Apenas cabe señalar aquí la pluralidad y calidad de las obras de los tres capadocios. Lo cierto es que resultan tan importantes por su contenido y su influencia en la historia de los dogmas como por sus valores literarios y retóricos. Los capadocios se muestran escritores de categoría en nada inferiores a los escritores paganos, al saber compaginar los valores estéticos de una literatura artística con la cultura griega del pensamiento filosófico, trasvasándolo todo a la temática cristiana. Por eso se habla del «platonismo cristiano» de estos autores de la Iglesia antigua. Para el ensamblaje del cristianismo con la cultura del final de la edad antigua, esa literatura tiene una gran importancia. En un sentido amplio los capadocios están en la tradición alejandrina de Orígenes, Atanasio, etc. Y en ese punto hay que nombrar asimismo a Cirilo de Alejandría (f. 444) con sus escritos exegéticos y polémicos contra los nestorianos.

No menos importante que Alejandría fue otro centro teológico y literario de la Iglesia antigua: la Antioquía cristiana. Se habla de la Escuela antioquena. El concepto de «escuela» significa en este caso una determinada tradición teológica de carácter homogéneo. Su peculiaridad se manifiesta con toda claridad en la exposición de la Biblia. Los teólogos antioquenos tenían (incluso cuando alegorizaban) un fuerte sentido histórico y se orientaban por el tenor literal de la Biblia, mientras que los alejandrinos practicaban ampliamente la exposición alegórica. Con ello ambas tradiciones llegaron a proyectos y opciones diferentes en los temas neurálgicos de la dogmática coetánea, sobre todo en la cristología. También cabe decirlo a la inversa: a partir de las diferencias fundamentales en la concepción teológica, alejandrinos y antioquenos cargaron el acento de forma diferente en la exégesis y en la dogmática. Surgieron así innumerables controversias, cuya vehemencia tuvo por lo demás motivaciones de política eclesiástica claramente extrateológicas.

Un escritor polifacético de Antioquía fue Diodoro de Tarso (t antes del 394), aunque sólo se han conservado fragmentos de sus obras contra gentiles, judíos y herejes así como sobre la Biblia. Ello se debió, una vez más, a que sus escritos cayeron más tarde en descrédito, al «descubrirse» en la posterior disputa acerca de Nestorio que Diodoro era herético. El mismo destino golpeó con mayor fuerza aún al maestro de Nestorio, el eminente exegeta antioqueno Teodoro de Mopsuestia (f. 428), de cuya abundante bibliografía, especialmente sobre la Biblia, se ha conservado muy poco en una tradición directa. Mejor es la situación del también antioqueno Juan Crisóstomo (f. 407), del que nos han llegado muchos sermones, además de tratados (Sobre el sacerdocio, sobre educación, cuestiones ascéticas y monaquisino) y cartas. Mientras tanto sólo quedan algunos fragmentos de los escritos de Nestorio (f. después del 451), al que la Iglesia condenó por su cristología y que pasa por ser el hereje por antonomasia, aunque hoy la investigación sabe que ello se debió a errores (en partes negligentes) e injusticias. Escribió apologías, cartas, tratados y sermones.

Uno de los campos específicos de la antigua literatura cristiana fue la literatura monástica, que se escribió predominantemente en Egipto. El monaquisino de aquel país no sólo se ocupó de la ascesis práctica, sino que cultivó intensamente la teología y la espiritualidad, produciendo una literatura abundante. El primer escritor destacado entre los monjes fue Evagrio Póntico (346-399), fuertemente inspirado por Orígenes, cuya teología «radicalizó» en ciertos puntos. Y con Orígenes fue condenado en el quinto concilio ecuménico de Constantinopla el año 553. Su importancia está sobre todo en el campo de la ascesis, la mística y la piedad, especialmente del monaquismo. Compiló diversas colecciones de dichos bíblicos y de sentencias (adagios doctrinales) para uso de los monjes y también redactó comentarios bíblicos. De él dependen asimismo otros autores posteriores, como su discípulo Paladio (f. antes del 431), que informó en sus libros sobre el monacato y sus ideales, y Juan Casiano (f. ca. 430) que trajo noticias a Occidente de la vida monástica oriental y que consignó conversaciones (Collationes) con los padres del monaquismo. A fines del siglo V aparece una gran compilación de sentencias, ejemplos y modelos de vida, sacados de monjes famosos, como son los Dichos de los Padres. La literatura sobre los padres del monaquismo oriental llegó parcialmente a Occidente reforzando aquí el ideal monástico en proporciones impensables de no haber existido tal literatura.

En esta época de la literatura eclesiástica antigua (siglos IV/V) la Iglesia occidental tomó muchas cosas, en contenido y forma, de los escritos surgidos en la Iglesia oriental. También se tradujeron muchos trabajos históricos, exegéticos y dogmáticos de los teólogos orientales. Hilario de Poitiers (ca. 315-367), por ejemplo, alcanzó la competencia teológica que revelan sus escritos exegéticos y antiarrianos debido en buena parte al hecho de que fue desterrado durante algunos años al Asia Menor por decisión imperial y allí pudo tomar conocimiento directo de los problemas dogmáticos y los proyectos teológicos de las iglesias orientales. Entre las cabezas más destacadas, que aceptaron la teología científica y espiritual de la Iglesia oriental, se cuenta Ambrosio de Milán (f. 397). En sus numerosos trabajos sobre la Biblia depende del judío alejandrino Filón (ca 25 a.C.-ca. 50 d.C.) y de los Padres griegos, a los que debe también su acceso a la filosofía neoplatónica como marco interpretativo para la exposición de la Biblia y la teología cristianas. Entre otras cosas, escribió también sobre temas ascéticos, dogmáticos y litúrgico-mistagógicos.

Un ejemplo clásico del comportamiento de la Iglesia occidental fue Rufino de Aquileya (f. 410), que tradujo toda una serie de textos de la Iglesia oriental, del griego al latín, para hacerlos accesibles a los occidentales; y que eran sobre todo escritos de Orígenes, aunque también de Basilio, Gregorio de Nacianzo, Evagrio Póntico, historias eclesiásticas y textos monásticos. También Jerónimo (ca. 347-419/20) trabajó como traductor; a él se debe la mayor parte de la llamada Vulgata, que es la versión latina de la Biblia utilizada hasta hoy (en una nueva revisión) por la Iglesia. Para ello tradujo el Antiguo Testamento del hebreo; el año 383 revisó para los Evangelios las antiguas versiones latinas que divergían entre sí y que con el paso de los siglos fueron desplazadas por la Vulgata (la correspondiente a las cartas paulinas y a las católicas parece que ya antes del 410 la había terminado un continuador de Jerónimo, y no él personalmente). También tradujo Jerónimo textos de los Padres griegos (Orígenes, Eusebio, Dídimo) y reglas monacales. Escribió obras exegéticas, algunos libros extremadamente polémicos contra sus enemigos dogmáticos y personales, un catálogo de escritores eclesiásticos, biografías de monjes y cartas. Los escritos de Jerónimo evidencian una formación científica y literaria realmente extraordinaria.

En la literatura latina cristiana de los siglos IV y V entra también la poesía. Es curioso que, mientras Oriente en este campo sólo presenta a Gregorio de Nacianzo, en el Occidente latino aparecieran, entre otros, Ausonio (f. después del 393), Prudencio (f. después del 405) y Paulino de Noya (353-431), todos tres del ámbito galo-hispánico, que dieron forma poética a temas convencionales, como la lucha del cristianismo con el paganismo, historias de mártires, la disputa entre las fuerzas buenas y malas por conquistar el alma.

Este esbozo apretado sólo permite ofrecer una panorámica aproximativa de los escritos de Agustín (354-430), el teólogo y escritor más importante de la Iglesia latina en la edad antigua. También Agustín es deudor en algunos aspectos de la teología y literatura de la Iglesia oriental (aunque, en razón de su deficiente conocimiento del griego, hubiera de recurrir a versiones latinas). Pero su creatividad teológica y hasta literaria es en él mucho más característica que su dependencia de otros autores. Desde su profesión culta de retor Agustín dominó la retórica con todos sus recursos lingüísticos, de los que sacó notable provecho la calidad de sus escritos. La inmensa productividad de autores como Agustín (y Orígenes) sólo fue posible por el número de estenógrafos y caligrafistas de que dispusieron. Los escritos de Agustín fueron ya en vida suya, y en casi todas las épocas posteriores de la teología occidental, objeto de discusiones vivas y acaloradas. Su actividad la desarrolló precisamente a través de la palabra escrita.

La enumeración de sus escritos podría empezar con los trece libros de las Confesiones (escritas ca. 397-401), en las que Agustín sirviéndose de los géneros del relato y la explicación, la meditación y la plegaria, describe en forma de recuerdo su camino titubeante hasta llegar al bautismo y la fe eclesiástica. También representan una mirada retrospectiva las Retractaciones (426/27), que el anciano Agustín redacta en un estilo de inventario y autocrítica, pasando revista, y haciéndola pasar al lector, de todos sus escritos, informando sobre el contenido, motivo y propósito de cada una de sus obras y añadiendo ciertos complementos o correcciones. Después de su conversión (386) hasta el año 400 escribió Agustín obras filosóficas sobre el conocimiento de la verdad y de Dios (contra el agnosticismo y el escepticismo), sobre el problema del mal y sobre el alma humana. Y es hacia el fin de su vida cuando aparecen algunos escritos apologéticos, a saber: uno Sobre las herejías, otro Contra los judíos y, sobre todo, su vasta e influyente obra De civitate Dei, que fue elaborando en veintidós libros a lo largo de los años 414-427 y que fue publicando de forma parcial. El motivo concreto de la misma fue la conquista de Roma por Alarico el año 410: Agustín argumenta contra el viejo reproche, ahora renovado, de que la cristianización del imperio había sido la causa de la ruina de Roma. A este respecto ha desarrollado su amplia teología de la historia, según la cual el mundo está metafísica-mente dividido en la ciudad de Dios (civitas Dei) y la ciudad de este mundo (terrena civitas o civitas diaboli); a lo largo de toda la historia el verdadero acontecimiento ha sido la lucha entre ambas fuerzas. En el plano individual-existencial y ético es la oposición entre la fe humilde y el orgullo híbrido del hombre ante Dios. La historia es, pues, el drama de la aceptación o el rechazo de Dios por parte de los hombres, y en ese sentido es la historia de la salvación o de la condenación del hombre. La historia profana se desprecia en el marco de esa perspectiva cristiana, que es la de Agustín: este mundo (incluida la misma Roma) pertenece a las cosas transitorias; la historia demuestra el incremento de su propia decadencia y se encuentra bajo el signo de su fin. La crisis histórica del año 410 no fue más que el detalle de esa marcha general, y en tal sentido no era la catástrofe singular y única, como la que supusieron sus coetáneos con su ideología romana. Dentro de la historia, el hombre no puede conocer la frontera entre las dos ciudades; pero mediante su comportamiento con Dios es él quien decide a cuál de las dos ciudadanías pertenece. Estas ideas de Agustín influyeron de una forma simplificada (con identificaciones excesivamente simplistas de la civitas) en los ordenamientos fundamentales de la edad media (trasladándolas, por ejemplo, a la Iglesia y al Estado).

Una serie de obras dogmáticas contienen explicaciones sobre la confesión de fe, exposiciones sobre el matrimonio, sobre las relaciones entre la fe y la acción y sobre otros temas. Los quince libros de la obra vasta y ambiciosa Sobre la Trinidad (399-419) contienen la contribución independiente y originalísima de Agustín al problema capital de la teología dogmática del siglo IV (la denominada «doctrina psicologista de la Trinidad», que explica la colaboración de las tres divinas personas por analogía con las facultades anímicas del hombre). Hasta en la obra literaria de Agustín se reflejan los grandes enfrentamientos y confrontaciones dogmáticas de la época. Ahí están sus escritos antimaniqueos en los que se aparta de las posiciones fundamentales del maniqueísmo, que durante algunos años había sido su religión o su concepción del mundo. Se trata del problema del mal, de la calidad moral del Antiguo Testamento, de la recta exposición de la Biblia y de la cristología que comporta una verdadera encarnación (por ejemplo, los libros Contra el maniqueo Fausto, 397/398).

Los escritos antidonatistas explican las relaciones entre ideal de santidad y pecado, el concepto de Iglesia y de sacramento (por ejemplo, los siete libros Sobre el bautismo contra los donatistas, 400/401; Contra el obispo donatista Gaudencio, 421/422). Especialmente comprometido se muestra Agustín en sus escritos contra el pelagianismo, a partir del año 412, pues en ellos son objeto de discusión la tradición de la Iglesia africana y sus propios y radicales puntos de vista sobre el pecado original, la gracia y la libertad humana, la predestinación y el bautismo (de los niños). Agustín escribió en 411/12 sus tres libros Sobre los méritos de los pecadores, Sobre el perdón de los pecados y Sobre el bautismo de los niños-, más tarde aparecieron sus dos libros Sobre la gracia de Cristo y Sobre el pecado original (418), mientras que uno de sus tratados más importantes contra el inteligente pelagiano Juliano de Eclano (f. 454) quedó incompleto, porque Agustín murió el 430.

En todos estos escritos Agustín defiende la gracia como causa exclusiva de la salvación, que Dios otorga sin obligación alguna al hombre, y que éste no merece, sino que Dios se la concede por pura elección y predestinación.

El hombre está tan dañado en su naturaleza por el pecado de herencia y por sus pecados personales que no es capaz de hacer el bien y se halla de continuo bajo la tendencia heredada hacia el mal (la concupiscencia). La influencia que Agustín ejerció con estas ideas en la historia posterior de la teología sólo puede explicarse en su intensidad e inmediatez por hallarse consignadas por escrito en sus obras.

Agustín escribió también tratados antiarrianos. Y son asimismo muy vastos sus escritos sobre la interpretación de la Biblia. En los cuatro libros Acerca de la doctrina cristiana (De doctrina christiana), aparecidos por los años 396-426), se exponen los supuestos y métodos de la interpretación bíblica; y ello de tal modo que surge de los mismos una especie de doctrina cristiana de la cultura, ya que Agustín persigue el programa de aprovechar la formación intelectual antigua para el estudio cristiano de la Biblia. Entre las exposiciones del Antiguo Testamento están los doce libros Sobre el sentido literal del libro del Génesis (401-414) y la amplia Exposición de los Salmos (392-420); entre los trabajos acerca del Nuevo Testamento hay que recordar los dos libros Sobre el Sermón del Monte (394) y los ciento veinticuatro Tratados sobre el Evangelio de Juan (407-408) de singular importancia.

Tiene, además, toda una serie de escritos sobre temas de moral o ascesis como la mentira, el matrimonio y el celibato, la viudedad y la vida monástica. Se han conservado centenares de sermones, entre los que las predicaciones propiamente dichas constituyen la mayor parte. Y, finalmente, son numerosas las cartas, muy diversas por su contenido, extensión e importancia. Hay algunas reglas monacales que se reclaman al obispo de Hipona, pero que proceden de época posterior; Agustín no redactó ninguna regla formal que regulase la vida monástica, aunque dejó algunas instrucciones importantes. Las obras de Agustín están preparadas con gran cuidado, y las más difíciles e importantes ocuparon por lo general muchos años al autor.

Entre los escritores latinos cristianos hay que mencionar además a dos papas: León I (440-461), que dejó numerosas cartas y sermones, que certifican su intervención en problemas dogmáticos, políticos y político-eclesiásticos; y Gregorio I (590-604), del que también se han conservado homilías y más de ochocientas cartas de temática pastoral-práctica. Bajo la forma de un comentario al libro de Job (Moralia) redactó Gregorio Magno una amplísima instrucción sobre cuestiones de moral y de ascética. Otra obra en forma de diálogo informa de algunos grandes santos de Italia y de su admirable vida.

Así, pues, la historia de la antigua literatura eclesiástica conoció su período floreciente en los siglos IV-V. Cierto que también durante los siglos VI-VIII hubo una literatura abundante, pero ya no tuvo la misma originalidad y creatividad, sino que más bien reunió y reprodujo ideas de los autores precedentes. Leoncio de Bizancio (f. antes del 543), por ejemplo, y el desconocido Pseudo-Dionisio Areopagita (ca. 500), son algunos de tales «tardíos» que recogieron la tradición antigua y trazaron una suma (aunque con aportaciones propias, por supuesto). Máximo el Confesor (ca. 580-662) siguió asimismo de manera consciente las tradiciones de los Padres de los siglos III-V. Y especialmente significativo resulta Juan Damasceno (ca. 650 ca. 754) con su programa de no querer decir nada de su propia cosecha sino de apoyarse en la tradición patrística; lo que hizo ciertamente en su propio estilo teológico y literario. Con su obra literaria aparece como uno de los autores más polifacéticos de las Iglesias orientales. En general con Juan Damasceno se considera cerrada la literatura griega de la Iglesia antigua, mientras que la latina la cierra Isidoro de Sevilla (ca. 560-636), también importante

 

8. Los cuatro primeros concilios ecuménicos

 

Entre los innumerables concilios, que desde el siglo II se celebraron en todas las iglesias regionales y por los motivos más diversos, ha habido en el curso de la historia algunos que se destacan como concilios ecuménicos. Tal designación significa que dichos sínodos no sólo representaban a una parte de la Iglesia, ni tenían simplemente una temática local, sino que eran la representación de la Iglesia extendida «por todo el mundo» y regulaban cuestiones referidas a la Iglesia universal. Según la enumeración que pudo imponerse a partir del siglo XVI, y que desde entonces se ha continuado, los concilios ecuménicos en la historia de la Iglesia han sido veintiuno hasta ahora, ocho de los cuales se celebraron en tiempos de la Iglesia antigua. No se pueden señalar unas notas específicas en los concilios ecuménicos, cual si todos representasen un mismo tipo específico. Los criterios válidos hasta ahora, y que conservan su vigencia en el Código de Derecho Canónico, reclaman para el concilio general que haya sido convocado y presidido por el papa de Roma, y que sea asimismo el papa quien señala la temática y el orden del día así como la terminación del concilio y el refrendo de sus conclusiones.

Estas notas no contaron para los tiempos de la Iglesia antigua, y no se dieron de hecho. Los ocho sínodos ecuménicos de la antigua época eclesiástica no fueron convocados por el papa de Roma, sino por el emperador (en cada caso de forma más o menos directa); el emperador los abría, moderaba y cerraba. Los emperadores bizantinos estuvieron vivamente interesados en la unidad disciplinaria, cúltica y dogmática de la Iglesia -de la que en general trataban los concilios- por motivos de unidad y estabilidad, considerándose directamente competentes en tales asuntos. Pero no todos y cada uno de los concilios convocados por algún emperador fueron concilios ecuménicos en la acepción posterior. La incorporación de los distintos sínodos a la serie de concilios ecuménicos, es decir, su valoración como sínodos generales con carácter universal para toda la Iglesia, no puede deducirse de la idea que se formaron de sí mismos ni del espectro de participantes en la respectiva asamblea eclesial, sino que se determina por la recepción. Con otras palabras, por la valoración posterior que de ellos ha hecho la Iglesia. Los cuatro primeros concilios ecuménicos, a los que aquí nos referimos, alcanzaron esa categoría debido a su temática capital y a sus importantes efectos en la historia posterior de la Iglesia. Habida cuenta del contenido de sus conclusiones, en los siglos siguientes llegaron a ser incluso el grupo normativo de todos los otros concilios.

Las conclusiones de fe, formuladas por los mismos, se refirieron a la imagen de Dios propia del cristianismo (la Trinidad), a la cristología con el consiguiente concepto de la salvación (soteriología) y la misma imagen del hombre (la antropología teológica). El papa Gregorio Magno (590-604) comparó aquellos cuatro concilios con los cuatro evangelios, e Isidoro de Sevilla (ca. 560-636) con los cuatro ríos del paraíso. Por esos cuatro concilios debían regirse, según la opinión coetánea, todos los concilios posteriores en sus decisiones. Valoración que se ha mantenido sin discusión hasta nuestros días. Sobre todo por lo que respecta a la confesión de fe del concilio de Constantinopla (381) hay que decir que es la última y única confesión que comparten todos los cristianos y, por tanto, la única base dogmática de todas las Iglesias. Y ello porque las distintas Iglesias orientales comparten la misma fe hasta dicho concilio, mientras que rechazan el de Calcedonia (451) con su confesión.

Tan alta estima requiere ciertamente la exposición o traducción de las viejas fórmulas y de la teología conciliares al lenguaje y comprensión actuales. Y es que formularon sus doctrinas con la mentalidad griega de los hombres de finales de la Antigüedad, cuyo «mundo» de interrogantes, pensamiento y lenguaje no eran sin más los del cristiano de hoy. Las viejas fórmulas conciliares sólo pueden comprenderse ayudándonos de explicaciones históricas y teológicas, tras penosos esfuerzos y reconstrucciones.

Acerca del procedimiento para hallar la verdad en los antiguos concilios eclesiásticos, hay que decir que no había votaciones directas con recuento de votos. Primero se escuchaban los votos de los distintos partidos, se discutía después libremente con manifestaciones espontáneas de asentimiento o desacuerdo, y finalmente se señalaba la mayoría en forma de aclamaciones predominantes. La posición de la mayoría de los padres conciliares, impuesta de ese modo, la consideraba su partido como manifestación de la voluntad del Espíritu Santo y como la verdad indiscutible de Dios, que a partir de entonces era obligatoria para todas las comunidades de la Iglesia.

 

Las primeras discusiones acerca del problema trinitario

 

En la segunda mitad del siglo III se manifestaron en Oriente y Occidente puntos de vista contrapuestos acerca de la imagen cristiana de Dios, y en concreto por lo que se refería a las relaciones de Cristo, o del Logos, con Dios (Padre). En la tradición neotestamentaria y posterior se hablaba de Dios (Padre), del Hijo (Logos) y del Espíritu; pero sus mutuas relaciones quedaban imprecisas y nunca se habían explicado. Para decirlo brevemente, hasta entonces esas relaciones se habían entendido de modo que también el Hijo era «Dios» (o «divino»), pero sujeto al Padre (subordinacionismo). Es verdad que las relaciones de subordinación se explicaban de manera diferente, pero no había una explicación de principio, que evidentemente tampoco era necesaria. La interpretación subordinacionista había sido al comienzo la común a toda la Iglesia en su forma de creer en el Padre y en el Hijo (sobre el Espíritu aún no se hacían afirmaciones similares). Era la forma consecuente al monoteísmo bíblico-judío de los cristianos. La fe en un solo Dios era algo espontáneo. Y al referirse al Logos divino y al Espíritu era algo conciliable a todas luces con el monoteísmo dentro del modelo de subordinación al único Dios.

En el siglo III llegaron, sin embargo, nuevos interrogantes al respecto. Y hubo diversas tentativas por explicar de forma más precisa las afirmaciones bíblicas y la fe tradicional en este punto. El que en un escenario de enfrentamientos caóticos se defendieran posiciones dogmáticas tan diversas tenía su fundamento en la diversidad de tradiciones locales, discrepantes en conceptos, modelos mentales y puntos teológicos de mayor interés. No existía aún la unificación lograda por decisión doctrinal de toda la Iglesia. Desde fines del siglo II se defendió marcadamente una teología, que se denomina monarquianismo, empeñada en mantener la unidad, unicidad y «soberanía única» (monarkhia) de Dios según el concepto que de Dios tiene la Biblia. Ello fue, en parte, una reacción a la teología del Logos, defendida por los apologetas del siglo II, que hablaba del Logos como «un segundo Dios» al lado de Dios (Padre). Para la sensibilidad de muchos el empleo de la palabra «Dios» para designar también al Logos resultaba claramente peligroso para la monarquía y unicidad de Dios.

Por ello se intentó de diversos modos asegurar la unicidad divina. Y o bien se defendía que Cristo es personalmente Dios, explicándolo en el sentido de que en Jesús operaban fuerzas divinas (dinamismo) o de que en un segundo momento se había unido a Dios por adopción (adopcionismo). Y en tal caso quedaba tan lejos de Dios, que la «monarquía» divina no sufría merma alguna. O bien se entendía a Cristo como una de las manifestaciones (modus) de Dios, que se habría revelado primero como Padre, después como Hijo y finalmente como Espíritu (modalismo), aunque siendo siempre uno y el mismo.

En una u otra versión, el monarquianismo fue a comienzos del siglo III la teología más difundida y, de hecho, la fe común de las comunidades eclesiásticas. Los teólogos que empezaron a diferenciar claramente al Logos como Dios del Padre o que hablaban incluso de una trinidad (trínitas) en dios, como lo hacían, entre otros, Tertuliano, Novaciano e Hipólito, encontraron una fuerte resistencia por parte de muchos fieles sencillos, que les reprochaban la doctrina de dos o de tres dioses (cf. Tertuliano, Adv. Praxean, 3,1; Hipólito, Refutado IX 11,3; 12,16). Los comienzos de la doctrina trinitaria en la Iglesia se entendieron como un politeísmo y fueron rechazados cual herejía en nombre del Dios bíblico.

El modalismo lo defendió también un libio de nombre Sabelio, por lo que dicha teología también se denominó sabelianismo. Llegó Sabelio a Roma hacia el año 217 y fue la causa patente de los primeros enfrentamientos en aquella comunidad, porque su monarquianismo extremado se sintió como una desviación, es decir, como una herejía, respecto de la común fe romana. Y en Roma lo excomulgó el papa Calixto. Algunas décadas más tarde (257) se reavivó la controversia acerca de la teología de Sabelio en su patria, Libia. La cuestión trinitaria (es decir, las relaciones de Dios-Hijo-Espíritu) se agudizó cada vez más. Algunos obispos sabelianos de Libia ya no se atrevían, por ejemplo, a hablar del «Hijo de Dios» (como persona independiente). Y así, ellos y sus adversarios solicitaron por carta una explicación al obispo Dionisio de Alejandría (f. ca. 264), que en sus respuestas hizo hincapié en la distinción real entre Padre e Hijo (en contra del modalismo). Los sabelianos replicaron reprochando a Dionisio el que separase al Padre del Hijo, que a éste no le llamaba eterno, le hacía extraño al Padre en la esencia y que aseguraba (cosa que Dionisio discute) que el Hijo no es «de la misma esencia» (griego: homousios) que el Padre. Aparece aquí por vez primera el importante concepto griego de homousios («de la misma esencia»), que iba a jugar un papel determinante en Nicea. Los sabelianos libios buscaron el apoyo del obispo Dionisio de Roma (259-268) sin duda porque sabían de las tendencias monarquianas de la Ciudad eterna. Pero el obispo romano rechazó el sabelianismo así como las fórmulas que le presentaron de Dionisio de Alejandría. Personalmente defendía un monarquianismo, según el cual el Logos siempre pertenecía al Padre y no se le podía separar de él. Dionisio de Alejandría, por el contrario, veía las relaciones en el sentido de que el Logos había sido producido por el Padre, le estaba sujeto (subordinacionismo) y permanecía distinto de él. Tras un intercambio epistolar ambos Dionisios se pusieron de acuerdo, condenaron el monarquianismo y el subordinacionismo en sus formas extremas que para ellos resultaban insostenibles, aunque manteniendo sus teologías diferentes.

Se ve aquí cómo, con una terminología dogmática sin aclarar, la unión y la excomunión eran algo que casi se imponían en estas posiciones difíciles. Dionisio de Alejandría tenía el recelo de que el concepto «de una misma esencia» se utilizase en un sentido sabeliano (modalista), pero lo aceptó. Quería ver asegurada la trinidad real en Dios, y así decía: la unidad de Dios se amplía, sin romperse, en la trinidad; pero se mantiene la unidad sin que se confunda la trinidad. También Dionisio de Roma defendió la trinidad y la unidad en Dios, por lo que uno y otro pudieron acercarse en su disputa, aunque desde luego sin encontrar unos conceptos precisos. Mas para los obispos sabelianos el mero hecho de hablar de trinidad suponía ya una división y pluralidad insostenibles en Dios, y tenían justamente la impresión de que se defendía una doctrina de tres dioses.

Casi por las mismas fechas surgía un conflicto en Antioquía de Siria acerca de este punto discutido. Allí el obispo Pablo de Samosata, junto al Éufrates (f. después del 272), defendía un monarquianismo dinamicista, mientras que el teólogo Luciano, considerado como el fundador de «la Escuela antioquena», propugnaba un subordinacionismo. La postura y controversia entre ambos resultan típicas de la época. Por todas partes se planteó la cuestión trinitaria, un problema en el que diferían las soluciones con un vocabulario teológico carente de unidad y de precisión. Pablo de Samosata, que había sido condenado por la Iglesia de Antioquía el año 268, utilizaba el concepto de homousios para defender su dinamismo; por lo que el término resultó sospechoso incluso más tarde, en el contexto del concilio de Nicea. Así, pues, el problema dogmático capital del siglo IV, la cuestión de la unidad y trinidad de Dios, tuvo su prehistoria en los siglos II-III.

 

El arrianismo y el concilio de Nicea (325)

 

En el siglo IV esta discusión acerca del problema de Dios continuó bajo nuevas condiciones, en la forma de la denominada disputa arriana. La designación se debió al hecho de que los nuevos enfrentamientos y conflictos los desencadenó un presbítero de Alejandría de nombre Arrio. Desde el año 318, aproximadamente, predicaba en su distrito eclesial de la ciudad alejandrina una teología claramente subordinaciana, que aún es preciso describir. Pronto fue desautorizado por su obispo Alejandro, pero no se sometió a sus correcciones dogmáticas.

La rápida y fuerte reacción de toda la Iglesia en este conflicto demuestra que Arrio no estaba solo y que muchas personas pensaban como él. El nombre de «arrianismo» para el movimiento que entonces se iniciaba es relativamente casual, ya que Arrio no fue más que uno de los varios representantes destacados de dicha teología. No había aún una ortodoxia oficial, expresión de una doctrina eclesiástica común, en la cuestión trinitaria, sino sólo tradiciones y proyectos concurrentes. Las decisiones obligatorias para todos sólo se toman en el curso del conflicto que Arrio desencadena dentro de la política eclesial. De ahí que en su posición dogmática claramente definida no se pueda considerar a Arrio ya desde el comienzo como un desviacionista respecto de una fe ortodoxa claramente establecida y a la que hubieran de atenerse todos. Era discípulo del antioqueno Luciano, y estaba persuadido de que con su subordinacionismo estaba defendiendo una teología antigua y venerable. Pero al mismo tiempo estaba seguro de recoger una tradición alejandrina, ya que sabía que un predecesor de su obispo, Dionisio de Alejandría, había defendido (y habría que decir que al comienzo) un subordinacionismo. Así pudo Arrio considerar atinada y legítima su posición. Pero su obispo Alejandro pudo reclamarse para su teología contraria al mismo Dionisio de Alejandría, que había asentido al «homousios» y, por tanto, a una fórmula que excluía el subordinacionismo. Sólo en la tradición alejandrina se ve lo difícil que podía ser en concreto la distinción entre ortodoxia y herejía.

Por tanto Arrio se adhirió a una determinada tradición del pensamiento dogmático entre otras varias. Y por la provocación, que su teología representó entre tanto para los defensores de una tradición trinitaria diferente, se llegó a unas controversias dogmáticas y eclesiástico-políticas de proporciones hasta entonces desconocidas y de consecuencias devastadoras para la unidad y la paz de los cristianos. A ello se sumaron las implicaciones políticas de que el emperador Constantino, por motivos de ideología imperial y de oportunismo político, se interesó en la solución del conflicto; al principio lo consideró baladí y más tarde tomó en sus manos la solución, convocando el concilio de Nicea y dirigiendo su celebración.

 

La teología de Arrio se interesaba por la subordinación ontológica del Hijo a Dios (Padre). Para ello formulaba una serie de propiedades o notas exclusivas de Dios; así, el Padre era el único no engendrado, el único no creado, el único eterno, el solo sin principio. En una palabra, «el único verdadero Dios» porque «Él es absolutamente el único que es el Origen (arkhe)» pues que es el principio de todas las cosas. El Hijo, en cambio, no es nada de todo eso, sino que ha sido creado y hecho. Una de las fórmulas provocativas sonaba así: «Él (el Hijo) no era antes de ser engendrado»; y otra aseguraba: «Hubo un tiempo en que Él no existía.» Junto con muchos otros Arrio veía demostrada esta afirmación en el texto bíblico de Prov 8,22: «El Señor me creó como principio de sus caminos.» Con esta prueba escriturística y con otras afirmaciones Arrio enseñaba que el Hijo había sido creado antes de todos los seres y por encima de los mismos tenía que seguir; pero no era menos importante y cierta su subordinación a Dios. El Hijo es ciertamente la criatura más perfecta, cualitativamente distinta de todas las otras criaturas; pero había sido creado y hecho. Así, pues, el arrianismo es un tipo de subordinacionismo.

Bien puede afirmarse que el pensamiento de Arrio presenta una estructura filosófica y perfectamente académica, ya que sus afirmaciones derivan de una concepción que, siguiendo la filosofía de su tiempo, «construía» el mundo a partir del Ser supremo, a partir de la trascendencia. El Ser supremo (Dios) era singular y único, sin que ningún otro ser pudiera alcanzarlo. Los cristianos habían llamado -sobre todo desde el siglo II al Hijo Logos, según Jn 1,1.14, y a través de ese concepto habían buscado una conexión del cristianismo con la filosofía. La filosofía hablaba, en efecto, y con distintas concepciones, de seres intermedios entre trascendencia y mundo, que podían caracterizarse como logos y que ontológicamente ocupaban una posición media entre «Dios» y el mundo. Ahora bien esa posición ontológica media no se da en la fe creacionista bíblico-cristiana; esa fe sólo conoce la alternativa de Dios y creación, excluyendo una tercera realidad. Sobre ese trasfondo la teología cristiana tenía que decidir si el Logos de la Biblia estaba en el lado de Dios o en el de las criaturas. Arrio creyó que debía situarlo del lado de la creación, mientras que sus adversarios y el concilio de Nicea lo pusieron en el lado de Dios. El obispo Alejandro y los otros antiarrianos pensaban, en un sentido más pastoral que filosófico, que de la importancia salvífica del Hijo se concluía su divinidad: Si el Hijo no es verdadero Dios, la redención humana sería una ilusión, porque sólo Dios puede salvar de la situación nefasta.

Un sínodo, formado por aproximadamente un centenar de obispos egipcios y libios presididos por Alejandro de Alejandría, condenó a Arrio como hereje. Todo el grupo de sus seguidores locales, que al principio era muy pequeño, fue excomulgado; en el mismo se contaban dos obispos, cinco presbíteros y seis diáconos. Arrio no aceptó la condena y se esforzó por ganar para su causa a otros teólogos del mismo sentir pertenecientes a otras iglesias. Y se ganó, por ejemplo, al origenista Eusebio de Cesárea en Palestina y, sobre todo, a Eusebio de Nicomedia, hombre decidido y de gran autoridad política. Se celebraron sínodos en distintos lugares que rehabilitaron a Arrio protestando contra la condena alejandrina. Con ello y las reacciones en contrario a estas medidas arrianas la confusión fue grande. La propaganda y el partidismo adquirieron un tono apasionado.

Para poner fin a tantas discusiones Constantino convocó por vez primera un sínodo de toda la Iglesia del imperio, que él configuró mediante su ceremonial específico con una visión del futuro, presentando a los ojos del imperio la unidad pacífica y venturosa de emperador y obispos como las columnas del imperio y de su permanencia. Pero el concilio no resultó tan universal ni representativo. Se abrió el 20 de mayo de 325 con aproximadamente trescientos obispos, de los que casi un tercio procedía del entorno inmediato del Asia Menor. Los restantes llegaron de otras iglesias orientales y, a lo sumo, sólo cinco obispos pertenecían al Occidente latino (y que con toda probabilidad pertenecían casualmente a la corte imperial). Por motivos desconocidos el papa Silvestre I (314-335) se hizo representar, cosa que siguieron practicando los papas en los concilios posteriores de la Iglesia.

En Nicea estuvieron representadas todas las tendencias teológicas que por entonces defendían una doctrina trinitaria. De todos modos ni los partidarios de Arrio ni sus enemigos formaban grupos perfectamente homogéneos. Entre los adversarios se contaban el obispo Alejandro de Alejandría (con su diácono Atanasio, que había llevado consigo) y Osio de Córdoba, que inmediatamente presentaron el arrianismo como un peligro dramático para la Iglesia y que ya habían tomado las medidas adecuadas contra el mismo. Recibieron el apoyo de los defensores de un monarquianismo decidido y, en parte, hasta fanático (sabelianismo, modalismo), que aún estaban teológicamente más alejados de la distinción arriana entre Hijo (como criatura) y Padre, ya que (de forma modalista) no establecían una distinción real entre uno y otro. En cierto sentido dentro de ese grupo se encontraban Eustacio de Antioquía y, sobre todo, Marcelo de Ancira (condenado el 336 por su sabelianismo). En conjunto los no arrianos o antiarrianos eran mayoría.

En el desarrollo y resultado del concilio de Nicea fue esencial que los padres conciliares tras duros debates acerca de la disputa dogmática tomaran como base una confesión de fe ya existente (un símbolo), que fue probablemente la confesión de fe que tenía la iglesia de Eusebio de Cesárea en Palestina. Dicha confesión la completaron con algunas frases o fórmulas, que la hacían antiarriana de un modo más claro y tajante. En el texto ya se decía del Hijo que era «Dios de Dios» y (metafóricamente) «luz de luz». Pero esta formulación clara no les pareció lo bastante explícita a los Padres conciliares en aquella situación conflictiva. Por ello la completaron, aunque no se puede precisar el alcance real de tales complementos. Como quiera que sea agregaron:

«Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubstancial (homousios) al Padre.»

En estas líneas de la confesión nicena se contiene la teología del concilio. Y está formulada contra los arrianos y los eusebianos. Decisivo resulta ahí, y por el contexto ajeno a cualquier error, el concepto de homousios: el Hijo es de la misma sustancia que el Padre, es Dios como Dios Padre, se distingue de él realmente como verdadera «persona», aunque esto sólo se dirá más tarde. Tal teología respondía exactamente a las concepciones de la Iglesia occidental, en las que (desde Tertuliano) se conocía para el Hijo el atributo de consubstantialis, «de la misma esencia». El emperador Constantino participó en el desarrollo y resultado del concilio. Buena prueba de ello es que contribuyó a imponer el concepto de homousios. Y al final apoyó el resultado con su autoridad imperial. Como clara demostración de ello desterró a Arrio y a los dos obispos de su círculo más adicto, que fueron los únicos que no suscribieron la confesión de Nicea. El problema eclesiástico-político y dogmático pareció resuelto con la clausura pacífica del concilio. El emperador, antes de regresar, celebró con los obispos su vigésimo aniversario de gobierno. Pero la armonía era engañosa.

El consenso aparentemente logrado, gracias sobre todo a la presencia de Constantino, fue quebradizo. A los tres meses del concilio Eusebio de Nicomedia y otros dos obispos retiraron su firma, que nunca habían podido estampar con plena convicción, y en el mismo año de 325 fueron desterrados. Creció la oposición contra Nicea, y para la Iglesia empezaron largos períodos de crisis.

 

Por una parte, los arrianos y los grupos en una posición similar no podían asentir al concilio por motivos dogmáticos, y rechazaron la afirmación de homousios. Por otra, sin embargo, también los «conservadores» tenían gravísimas dificultades de principio, por el hecho de que con dicha palabra se empleaba en una confesión de fe un concepto filosófico que no estaba sacado de la Biblia. Esta dificultad estorbó y hasta hizo imposible la aceptación del concilio de Nicea por parte de muchos que estaban de acuerdo con su contenido. El concepto estaba además desacreditado por cuanto que Luciano de Samosata lo había empleado en un sentido herético y su aparición en los sistemas doctrinales gnósticos hacía aún más sospechoso su empleo en la confesión eclesial. Y con el concepto se acabó rechazando todo el concilio.

A ello se sumó que el partido niceno no trabajase demasiado en la defensa y esclarecimiento del susodicho concepto, contribuyendo así a su crédito y recomendación. Mientras que el Occidente latino en su conjunto, a una con Egipto, se mantenía fiel a Nicea con una seguridad y naturalidad sorprendentes, y había ya respondido a las cuestiones básicas de una forma relativamente simple y atinada en el sentido en que después lo haría el concilio, en las Iglesias de Oriente estallaron duros debates acerca de la Trinidad (y más tarde acerca de la cristología) con toda su enorme complejidad especulativa. Los debates surgieron de problemas griegos y discurrieron por los cauces del pensamiento griego interesado por la filosofía.

La oposición al concilio pudo anotarse algunos éxitos. Apenas tres años después del concilio de Nicea el emperador Constantino se decidió por una política pro-arriana, aunque no sólo había asentido a la teología conciliar, sino que había influido decisivamente en la misma, si bien sin disponer de una verdadera información dogmática. Los motivos de este su giro religioso-político a costa de los seguidores de Nicea pueden reducirse a éstos: en ese tiempo puede que Constantino haya sentido más la influencia de algunos arrianos (Eusebio de Nicomedia) que de los no arrianos; quizá descubrió también que la teología de Arrio, montada sobre la jerarquía y la subordinación, respondía mejor a su propia ideología política, según la cual el emperador monárquico representaba sobre la tierra la monarquía de Dios (un Dios, un emperador, un imperio); y también puede haber inclinado la balanza la reflexión pragmática de que en las regiones orientales los arrianos eran claramente mayoría, llegando el emperador al convencimiento de que la unidad del imperio sólo podía establecerse con ellos, no contra ellos. Arrio, Eusebio de Nicomedia y sus partidarios desterrados fueron rehabilitados por el emperador, después de que suscribieran unas fórmulas de fe muy vagas. Todos los obispos de la región que seguían la fe del concilio fueron depuestos sucesivamente uno tras otro.

Uno de los hombres más prominentes que se opuso a esta política antinicena fue, entre otros, Atanasio (295-373), que era obispo de Alejandría desde el 328. Bajo el gobierno de Constantino y de sus sucesores fue desterrado no menos de cinco veces por un total de diecisiete años. En una serie de concilios sucesivos los obispos buscaron fórmulas y definiciones, pero sobre todo se procesaban de continuo unos a otros, con lo que muy a menudo no tanto se discutían unas diferencias dogmáticas efectivas cuanto que se lanzaban incriminaciones y calumnias personales de tipo moral y político, cosa que ya entraba en el estilo generalizado de la polémica eclesiástica (con los herejes) y de la política imperial. A partir de Constantino los emperadores intervienen favoreciendo o perjudicando a los partidos mediante el establecimiento o deposición de los obispos.

Constantino murió el año 337. Le sucedieron dos de sus hijos. En Occidente fue emperador Constante (337-350), un partidario decidido de Nicea y, por tanto, al unísono con la Iglesia de allí. Pero en Oriente Constancio II (337-361) apoyó abiertamente el arrianismo. Bajo su gobierno la Iglesia (nicena) hubo de experimentar por vez primera y de forma masiva la presión violenta de un emperador cristiano contra todo lo que no respondía a su política y que él consideraba herejía. Después de convertirse en único soberano el año 350, Constancio ejerció esa presión también sobre la Iglesia nicena de Occidente, obligando en los sínodos a que los obispos firmasen fórmulas arrianas y condenasen a Atanasio. La negativa la castigaba con el destierro o con la cárcel. Uno de los obispos que más sufrió fue Liberio de Roma (352-366). En Occidente hubo además otros opositores valientes y decididos, como Lucífero de Cagliari, Hilario de Poitiers y Osio de Córdoba. Todos hubieron de padecer muchas penalidades como «mártires» de su ortodoxia. Así las cosas, el emperador intentó con medios brutales convertir el arrianismo en la única confesión del imperio.

Arrio ya había muerto el año 335, Eusebio de Cesárea hacia el 339 y Eusebio de Nicomedia a finales del 341. Pero la discusión proseguía en los concilios con la introducción de nuevas fórmulas y el intercambio de hostilidades. La Iglesia occidental se mantuvo consecuente y fiel a Nicea, pero en Oriente se multiplicaron las tentativas por crear una nueva fórmula contra el concilio. Las propuestas en tal sentido no eran cerradamente arrianas ni tampoco abiertamente antinicenas; más bien se mantenían fieles a una línea «conservadora»; es decir, que renunciaban, en la definición de las relaciones entre Padre e Hijo, a ser más exactas de lo que resultaban las fórmulas tradicionales. Pero eso ya no era posible, porque el planteamiento de la cuestión había evolucionado.

Este pequeño esbozo de los acontecimientos y partidismos puede dar una idea de lo profunda que era la crisis del arrianismo incluso después del concilio de Nicea. El que la situación siguiera siendo tan inestable y confusa se debió también en buena parte a la indecisión religioso-política del emperador, sin cuyo apoyo no podía imponerse definitivamente ninguna de las corrientes. Con la discusión sobre las relaciones entre Padre e Hijo enlazó la cuestión, objetiva y teológicamente conexa, del Espíritu Santo: ¿Cuáles eran las relaciones del Espíritu con el Padre y con el Hijo? Parece que el tema se convirtió en objeto de debate hacia el año 360 en Egipto y algo más tarde en Asia Menor, complicando la situación aún más. Hubo defensores y detractores de la igualdad de esencia (homousia) del Espíritu Santo con el Padre (y el Hijo). Los primeros calificaron a los últimos de «Pneumatómacos» = detractores del Espíritu (de su igualdad de naturaleza).

Basilio de Cesárea (ca. 330-379) fue el principal defensor de la igualdad de naturaleza del Espíritu, es decir, de su divinidad, sirviéndose para su exposición de argumentos bíblicos y racionales, y además participó decisivamente en la preparación del segundo concilio ecuménico. Junto con otros obispos mantuvo en Oriente sin ningún tipo de vacilaciones la tendencia nicena. Tendencia que, de manera inesperada y decisiva, se vio apoyada por el cambio de emperador. Con Teodosio el Grande (379-395) llegaba a emperador de Oriente un hispano, y por lo mismo un miembro de la Iglesia occidental y un niceno convencido, que mediante un edicto de 28 de febrero de 380 impuso a todos los habitantes del imperio la confesión de Nicea, creando con ello una Iglesia estatal. La fe nicena la describía ya este emperador como fe en «la única divinidad (unam deitatem) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con igual majestad y en trinidad santa». Se operaba así un cambio violento a costa de los arrianos, que fue acompañado por la expulsión de sus obispos y por otras humillaciones, como las que antes habían padecido los defensores de Nicea. Un indicio claro de la nueva política fue también la convocatoria del concilio de Constantinopla.

 

El concilio de Constantinopla (381)

 

Para poner fin a la controversia arriana y normalizar la situación de la Iglesia, el emperador Teodosio convocó un concilio en Constantinopla el año 381. Entre los objetivos que propuso a este concilio aquí sólo prestaremos atención al restablecimiento de la unidad de la fe. Y la unidad hubo de lograrse condenando y excluyendo todas las corrientes de tendencia subordinaciano-arriana.

De dicho concilio no se han conservado actas ni fragmentos de ningún tipo, y ni siquiera el texto allí aceptado de la homousia o igualdad de naturaleza del Padre, del Hijo y del Espíritu. El concilio se atuvo por unanimidad al tenor literal de una confesión de fe aparecida ya el año 362. Esa confesión fue citada setenta años más tarde en el cuarto concilio ecuménico de Calcedonia, quedando recogida en sus actas como fe «de los santos Padres de Constantinopla»; con ello quedó en el recuerdo como el símbolo del segundo concilio ecuménico. Pero en realidad no fue el concilio el que redactó dicha fórmula, sino que se apropió un texto ya existente. Y sólo por su recepción en Calcedonia obtuvo el concilio de Constantinopla la consideración eminente y el prestigio de concilio ecuménico. Considerado en sí mismo, dicho concilio sólo fue un sínodo partidista, aparte de que sólo asistieron al mismo obispos orientales. En la valoración de un sínodo como sínodo ecuménico ejerció un papel determinante la recepción o acogida eclesiástica.

El mencionado símbolo es la confesión de fe «grande» o amplia niceno-constantinopolitana, que todavía hoy se emplea en la liturgia y que es la única realmente ecuménica; es decir, la única aceptada por todas las Iglesias cristianas. Contiene casi literalmente la fórmula de Nicea, aunque ampliada en un sentido marcadamente antiarriano. Lo nuevo en el plano dogmático (tras la disputa de los pneumatómacos) son las afirmaciones sobre la homousia del Espíritu Santo. Mientras que en Nicea no se había dicho nada al respecto, afirmando simplemente «Creemos... en el Espíritu Santo», ahora hay una formulación amplia y precisa:

«Creemos... en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas.»

Tales afirmaciones contienen por separado y en su conjunto la aseveración de la divinidad del Espíritu. Con este concilio queda configurado el dogma trinitario.

 

La cuestión cristológica

 

Con el debate trinitario, resuelto en Nicea y Constantinopla, se entrecruza objetiva y temporalmente la discusión cristológica acerca del lenguaje dogmático adecuado para referirse a la singularidad e importancia de Jesucristo. Y también esta cuestión se planteó en el horizonte del pensamiento griego de finales de la Antigüedad; es decir, como la cuestión acerca de su ser o esencia.

Las afirmaciones bíblicas sobre Jesús de Nazaret, sobre su vida y actividad, su fe y misión, su origen de Dios y su resurrección, se interpretan ahora como afirmaciones sobre su ser peculiar. Su importancia salvífica viene vista en la peculiaridad singular de su esencia. Las preguntas giraban de manera especial sobre la posibilidad de afirmar la unidad de Cristo cuando en él se daban dos realidades -lo divino y lo humano-, sobre cómo ambas realidades podían coexistir sin mezclarse en el único y mismo Cristo. En un aspecto decisivo, las afirmaciones trinitarias ya se habían pronunciado sobre la «esencia» y la «naturaleza» de Cristo: Cristo es Dios como el Padre. Poco a poco se fue planteando la cuestión cristológica en sentido estricto, pues tras la resolución del dogma trinitario se tuvo conciencia de que quedaban pendientes algunos problemas.

La cuestión cristológica ya se había planteado en los intentos de sistematización de los siglos II y III y más tarde a propósito del arrianismo, que en su concepción trinitaria entendía a Cristo como criatura y no como Dios. Se habían dado numerosas doctrinas cristológicas y herejías, con la consiguiente reacción en cadena de asentimientos y rechazos. Mas cuando se agudizó realmente la cuestión cristológica fue en el siglo IV. Y, extrañamente, por obra de un niceno: por obra de Apolinar de Laodicea (f. ca. 390). Con Nicea sostenía Apolinar la homousia de Cristo con el Padre, es decir, su divinidad. Y en aras de esa divinidad defendió la opinión de que el Logos al «encarnarse» no había asumido a un hombre («entero» y completo), sino sólo una naturaleza humana incompleta. En efecto, a la naturaleza humana asumida le faltaba el alma, cuyas funciones respecto del cuerpo las desempeñó en Jesucristo el Logos. Sólo así creía Apolinar poder mantener alejada de la naturaleza humana, asumida por el Logos, la tensión entre el bien y el mal, que cada hombre padece y sufre. Si el Logos en persona domina y conduce y rige directamente la naturaleza humana, Jesucristo queda libre de la debilidad pecaminosa de la naturaleza humana.

Estas ideas encontraron simpatías y se defendieron de forma moderada y también en un tono radical. Pero los nicenos, entre los que se encontraba Apolinar por la cuestión trinitaria, las rechazaron enérgicamente desde el 362 con el argumento que siempre se aduce contra el apolinarismo y las cristologías emparentadas con él: sólo lo que había sido asumido por el Logos (Cristo) podía ser redimido por él. Luego si sólo había asumido un torso de naturaleza humana (sin alma), estaba claro que no había sido redimido el hombre completo. El criterio de asegurar la salvación jugó un papel determinante en la cristología de la Iglesia antigua. El apolinarismo fue condenado en varios sínodos (el 377 en Roma, al año siguiente en Alejandría, el 379 en Antioquía y el 381 en el segundo concilio ecuménico de Constantinopla) y también por el emperador Teodosio I con leyes opresivas. Los apolinaristas existieron como secta hasta el año 420.

Diodoro de Tarso (f. antes del 394) acentuó contra el arrianismo la divinidad de Cristo, y contra Apolinar la integridad de una naturaleza humana completa, que el Logos había asumido. La divinidad y humanidad tan netamente separadas en Cristo, destacando cada una con gran relieve iba a ser desde entonces una nota característica de la «Escuela» o tradición antioquena, a la que Diodoro pertenecía. Los antioquenos mantenían la clara distinción de que Jesucristo era Hijo de Dios y también hijo de una madre humana. Con ello no querían establecer una división en Cristo, sino que confesaban a la vez la divinidad y la humanidad. Sus contemporáneos, sin embargo, y especialmente los alejandrinos, los consideraron sospechosos y hasta les acusaron abiertamente de que «dividían» y «rompían» a Cristo. Es verdad que Diodoro hacía hincapié en que «no son dos hijos»; pero la cristología antioquena seguía teniendo un flanco débil, al no lograr una formulación clara de la unidad de Cristo cuando establecía la distinción de filiaciones. Y ése fue desde entonces el problema cristológico que aguardaba una explicación: la dualidad y la unidad en Cristo. Y en el mismo lo típico de los antioquenos fue el énfasis en la distinción entre lo divino y lo humano, mientras que los alejandrinos acentuaban la unidad a costa de la dualidad (o así al menos lo entendían los antioquenos).

La línea antioquena de la cristología la prolongó Teodoro de Mopsuestia (f. 428). En el Logos encarnado distinguía claramente la naturaleza divina de la humana, remarcando contra arrianos y apolinaristas que el Logos había asumido una naturaleza humana completa; pensaba a la vez en la unidad de ambas naturalezas, aunque subrayándola con el concepto de «unión» (griego: synapheia) por lo que a los ojos de sus adversarios resultaba extremadamente débil e imprecisa. Y quienes pensaban de manera distinta no cesaron de reprochar a la cristología antioquena que pensaba y presentaba una división de Cristo. Con ello se impuso un clima de polarización nerviosa y polémica, en el que se esperaban los «fallos» dogmáticos o políticos del adversario. A título póstumo Teodoro fue condenado en el quinto concilio ecuménico el año 553.

Por parte de Alejandría se consideró una debilidad de los antioquenos, en el sentido de una herejía defendida a cara descubierta, en el que un discípulo de Teodoro, Nestorio (f. después del 451) ocupase la sede episcopal de Constantinopla (428), cuya ocupación siempre había sido un elemento político de primer orden, porque Alejandría siempre anduvo en liza con Constantinopla por cuestiones de preeminencia. Ya desde los mismos comienzos de su episcopado Nestorio suscitó una controversia acerca de la conveniencia del título de madre de Dios (griego: theotokos), aplicado a María. Como antioqueno tenía sus dificultades no respecto de la legitimidad dogmática de tal título, sino sobre los malentendidos a que podía dar lugar. Lo consideraba equívoco, por cuanto que sólo del hombre que hay en Cristo, pero no de Dios, podía decirse que había nacido de María. Temía, además, que el título pudiera inducir a representaciones míticas de una madre de Dios. Por ello intentó Nestorio una vía media con el título de «madre de Cristo» (christotokos), ya que el nombre de Cristo indica ambas naturalezas unidas. Pero los alejandrinos alzaron una protesta dramática, por parecerles que con ello se negaba tajantemente la unidad de Cristo, se «dividía» a Cristo. Y protestas surgieron asimismo de la piedad popular que amaba el viejo título de «madre de Dios» aplicado a María. La disputa, cuyos detalles no podemos seguir aquí detenidamente, desencadenó los enfrentamientos cristológicos que condujeron a las decisiones conciliares.

Por lo que al fondo teológico del debate se refiere, es importante tener en cuenta los datos siguientes. Al distinguir los antioquenos tan netamente las dos naturalezas en Cristo, tenían sus reservas frente a cualquier empleo espontáneo del lenguaje cristológico (sobre todo en Alejandría), que se denomina comunicación de idiomas. Con ello se quiere indicar que, dada la estrecha unidad en Jesucristo, las propiedades de sus dos naturalezas pueden predicarse de él recíprocamente, de forma que bajo el único nombre de Cristo, que sólo se refiere a una de las dos naturalezas, se predican también las propiedades de la otra. Ejemplo de ello serían frases como éstas: «el Logos de Dios fue crucificado», «el Logos ha padecido». En estos dos casos, y bajo un único nombre de Cristo («Logos de Dios») que se refiere a la naturaleza divina, se hacen afirmaciones sobre su naturaleza humana.

Los concilios sucesivos refrendarán esa posibilidad, que todavía hoy forma parte del lenguaje dogmático de la Iglesia. Con tal supuesto el título de «madre de Dios» (Dios nació de María) no sólo era legítimo sino que (desde la perspectiva alejandrina) venía a ser un test de la seriedad con que los antioquenos tomaban la unidad de Cristo. Y los alejandrinos vieron en las reservas de Nestorio frente al título susodicho la negación de esa unión de las naturalezas. «Dividía» a Cristo, por lo que fue tachado de archihereje. Los investigadores de Nestorio han podido demostrar que la herejía que se le atribuyó en el sentido de «separar» o «dividir» a Cristo en dos seres no la defendió él realmente. Fue un pensador ortodoxo, incluso según los criterios de su época. Es verdad que otros defendieron una cristología «nestoriana», pero Nestorio no fue personalmente un hereje «nestoriano».

La protesta e irritación contra Nestorio llegaron sobre todo de la iglesia de Alejandría y de su patriarca Cirilo. También Roma tomó posiciones en favor de Cirilo de Alejandría, ya que Nestorio dejó de informar en la capital con la precisión con que lo hizo Cirilo sobre su punto de vista. La cristología (alejandrina) de Cirilo, que fue defendida también en otros puntos, como por ejemplo en Constantinopla, se puede calificar de teocéntrica. El arranque de todas las afirmaciones es la divinidad del Logos. Lo cual respondía a una tradición más antigua, pues incluso las cristologías subordinacionistas (como eran las de los apologistas del siglo II o la de Orígenes en el siglo III) calificaban al Logos de divino o simplemente lo llamaban Dios. Esto permite comprender lo fuerte que era la posición de Cirilo. Por lo demás, los antioquenos descubrieron ahí una deficiencia de enorme peligrosidad: si en la cristología dominaba hasta ese punto la divinidad y si apenas cabía hablar, o sólo de forma inconsecuente, del ser humano de Cristo, la imagen del Cristo hecho hombre resultaba incompleta y «mutilada». Por ello los mismos antioquenos advertían que, para mantener la ortodoxia, era preciso evitar que la humanidad de Cristo se disolviese en la divinidad.

Ambas opciones, la antioquena y la alejandría, no eran contradictorias entre sí; el que supusieran que se excluían mutuamente no respondía de forma primordial a unos fundamentos teológicos. Tal vez cabría decir que la cristología antioquena se interesaba por una proximidad bíblica (por el «Jesús histórico» de los evangelios) y por tomar en serio la entrada de Dios en la historia humana. Por su parte, la cristología alejandrina arrancaba de una espiritualidad de la ascensión del hombre hasta la asimilación a Dios (la «divinización») por Cristo, con lo que razonablemente el ser divino de Jesucristo ocupaba una parte esencialmente mayor de la teología que no su ser humano.

Cirilo reaccionó pronto y de forma enérgica contra Nestorio. Mediante cartas y tomas de posición dogmáticas, que remitió a adversarios y a partidarios potenciales alcanzó resonancia y secuaces (sobre todo entre los monjes egipcios, en Roma y en la corte imperial). Un primer éxito lo obtuvo cuando un sínodo romano, celebrado el 11 de agosto de 430, condenó a Nestorio y le instó a retractarse de su doctrina bajo la amenaza de privarle de su sede episcopal. Cirilo reforzó su argumentación dogmática conocida de todos remitiéndose entre otras cosas a la fórmula tradicional de «una es la naturaleza del Logos divino encarnado». Los antioquenos le reprocharon el no hacer hincapié en la dualidad de Dios y de hombre; para ellos las tesis cirilianas contenían muchos aspectos confusos y sospechosos. Por todo lo cual Nestorio no se retractó. Los antioquenos (y entre ellos Teodoreto de Ciro, f. ca. 446) en modo alguno se sintieron refutados por Cirilo, siendo del parecer de que debían combatir la herejía que habían descubierto en la cristología alejandrina, mientras que Cirilo los atacaba a ellos. Mediante cartas, intervenciones diplomáticas e intrigas se fomentó la agitación, estallando por todas partes las discordias y hostilidades. Los ejemplos de épocas anteriores aconsejaron al emperador convocar un sínodo general para restablecer la unidad, en la que estaba personalmente interesado.

 

Los concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451)

 

El 19 de noviembre de 430 convocó el emperador Teodosio II un concilio, que debería reunirse al año siguiente en Éfeso. La prehistoria y preparación fueron turbulentas. Dentro de la rivalidad de los partidos eclesiásticos Cirilo demostró tener mejor táctica y ser un tanto menos escrupuloso que la parte contraria en el empleo de la fuerza y hasta de la violencia. Con todo ello se procuró ya desde el principio una ventaja decisiva en Éfeso. Los obispos de Siria y territorios adyacentes, que bajo la capitanía del obispo Juan de Antioquía formaron un partido favorable a Nestorio, no mostraron prisa alguna por ponerse en marcha hacia un concilio del que nada bueno esperaban. Tampoco los delegados de Roma habían llegado todavía. Y Cirilo aprovechó la circunstancia para abrir por su cuenta y riesgo el concilio, el 22 de junio de 431, antes de que estuvieran presentes los obispos orientales (es decir, los de Siria y Palestina) y los representantes romanos. El sentido del concilio no podía ser otro que el de examinar las acusaciones de Cirilo contra Nestorio con vistas a justificarlas. Y aquel golpe de efecto cambió los papeles porque era Nestorio al que había que examinar y quien tenía que justificarse.

Los orientales llegaron cinco días después y los delegados de Roma dos semanas más tarde. El sínodo de Cirilo condenó a Nestorio, que se negó a comparecer ante el mismo y fue depuesto. Los representantes romanos confirmaron la sentencia, por cuanto que coincidía con la del sínodo romano del 430. Los obispos orientales por su parte abrieron, también en Efe so, otro sínodo y depusieron a Cirilo así como al obispo del lugar. Memnón de Éfeso. El sínodo de Cirilo reaccionó deponiendo a su vez a Juan de Antioquía y a sus partidarios. La confusión fue grande, pero mayor todavía lo grotesco de la situación. Como ambos bandos apelasen al emperador, éste hizo encarcelar a Nestorio, a Cirilo y a Memnón. Las negociaciones al respecto resultaron inútiles. El pueblo y los monjes participaron en los acontecimientos, porque su fe se sintió afectada por las cuestiones teológicas. El emperador acabó entonces por inclinarse hacia el partido mayoritario de los alejandrinos, aunque sin condenar a los orientales. Como la unión y la reconciliación no eran posibles, profundamente desilusionado y con graves recriminaciones, dejó libres a los obispos y clausuró el concilio en octubre del 431.

En definitiva había ganado el partido de Cirilo, pues el emperador sólo mantuvo encarcelado a Nestorio y lo sustituyó en Constantinopla con un obispo del agrado de los alejandrinos. Nestorio murió desterrado en Egipto lo más pronto el año 451.

Hay algo extraño en la valoración de los acontecimientos de este tercer concilio ecuménico. En realidad hubo dos concilios paralelos, uno y otro profundamente partidistas y nada ecuménicos, aunque se ha metido en la serie de los mismos al de Cirilo (partiendo sin duda alguna de la recepción y refrendo posteriores de su doctrina). ¿Dónde radica su importancia? El único resultado fue la condena de Nestorio y la confirmación del título «madre de Dios» aplicado a María; pero no se formuló ningún texto, ningún símbolo. En esta época antigua hubo concilios teológicamente más importantes; fue su prestigio posterior en la Iglesia antigua lo que lo alzó a tan alta categoría.

Tuvo además una historia posterior, que forma parte del concilio y que puede iluminar su valoración. El nuevo papa Sixto III (432-440) y el emperador hicieron esfuerzos por restablecer la paz y la unión. Hubo nuevas y largas negociaciones entre Cirilo y Juan de Antioquía; cosa que constituye uno de los pocos ejemplos de esfuerzo por la unidad en vez de confrontar posiciones, como era lo habitual en aquel tiempo. Ambas partes se hicieron concesiones: los antioquenos nada opusieron a la condena de Nestorio, mientras que Cirilo renunció a imponer determinadas frases. Y merece recordarse el que Cirilo diera su asentimiento a una confesión de Antioquía. El año 433 se llegó a una importante fórmula de unión, que bien puede considerarse como un fruto tardío de los sucesos de Éfeso en 431. Teológicamente evidencia un avance decisivo acentuando por igual tanto la distinción entre divinidad y humanidad en Cristo como la unidad que en él se da. No se trataba de un compromiso sino de un intento por llegar a la síntesis de las perspectivas contrapuestas. Las líneas centrales de esa fórmula de unión dicen así:

 

«Confesamos... a nuestro Señor Jesucristo

Hijo de Dios unigénito,

Dios perfecto y hombre perfecto...

el mismo consubstancial (homousios) con el Padre en cuanto a la divinidad y consubstancial con nosotros según la humanidad.

Porque se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual confesamos a un solo Señor, a un solo Hijo y a un solo Cristo.

Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la santa Virgen por madre de Dios.»

 

Estas frases conjuntaban ambas posiciones y daban satisfacción a los temores recíprocos. Pero hubo por ambos bandos extremistas que protestaron contra la fórmula. La unión no podía imponerse mediante una política eclesial, por lo que fue relativamente ineficaz. En su misma formulación tampoco resultó efectivamente clara en el aspecto dogmático por el trasfondo de las controversias en curso. En cualquiera de los casos el debate continuó.

La fase siguiente se desarrolló ya bajo nombres nuevos: ahora era ya papa en Roma León Magno (440-461); Juan de Antioquía murió por los años 441/442, y a Cirilo (f. 444) le sucedió como obispo de Alejandría Dióscoro, que desarrolló una política aún más dura que la de Cirilo; en Constantinopla ocupó la sede episcopal Flaviano el año 447/448. La disputa estalló de nuevo, cuando por ese mismo año de 447/448 un anciano monje, llamado Eutiques propuso en Constantinopla una cristología provocativa. Se trataba de un furibundo antinestoriano, seguidor de Cirilo y enemigo encarnizado de la fórmula unionista del 433. Defendía su posición tan tajante que hay que hablar de un verdadero monofisismo; la humanidad y la divinidad sólo forman en Cristo una naturaleza (lo que llevaba de hecho a la conclusión de que lo único que cuenta es la naturaleza divina: en Cristo no hay más que una sola naturaleza, que es la divina). Hasta qué punto desaparecía en la cristología eutiquiana la naturaleza humana de Cristo lo pone de manifiesto una imagen, habitual entre los monofisitas: en Cristo la humanidad se disuelve en la divinidad como una gota de agua dulce se disuelve en el océano salado. Eutiques lo defendía en esta versión: Cristo consta «de dos naturalezas», lo cual equivalía a decir que antes de la unión, antes de la encarnación ya existían las dos naturalezas, que en Cristo se unieron para formar una sola; y en esa unión sólo se mantiene la naturaleza divina. Con Eutiques la teología alejandrina incurre en lo que siempre había sido su tentación: el monofisismo explícito.

Un sínodo reunido en Constantinopla, el 22 de noviembre de 448, condenó a Eutiques, que, sin embargo, obtuvo el apoyo incondicional de Dióscoro, que de hecho defendía la misma teología. Eutiques consiguió que el emperador Tesodosio II convocase el año 449 un concilio ecuménico en Efeso. El papa León Magno no sólo intervino, como lo habían hecho sus predecesores, mediante una legación al concilio, sino que además redactó un tratado dogmático sobre el problema cristológico y sobre su propia posición, que envió al obispo Flaviano de Constantinopla. Es el que luego sería famoso Tomus Leonis o Epístola dogmática ad Flavianum. El escrito demuestra el extraordinario conocimiento que León tenía del problema, la claridad de sus conceptos y la influencia que iba a ejercer, como demostraría posteriormente la historia.

El concilio convocado lo prepararon y urdieron de tal modo las gentes de Eutiques que aseguraron la presidencia del mismo para el extremadamente partidista Dióscoro, mientras que los representantes de otras tendencias quedaban excluidos. El viejo antioqueno Teodoreto de Ciro, por ejemplo, recibió una prohibición de participar. Y en el mismo tono dirigió las negociaciones Dióscoro. Los obispos del concilio no eran monofisitas, pero Dióscoro los intimidó por completo, no permitió que se dejara sentir oposición alguna e impidió contra las repetidas propuestas de los legados de Roma que se leyese el Tomus Leonis con el que no comulgaba dogmáticamente.

Bajo semejante montaje el concilio rehabilitó a Eutiques, depuso a todos los antioquenos importantes (como Flaviano y Teodoreto) calificándolos de herejes como los nestorianos. Hubo una oleada de protestas, pues fueron muchos los afectados: los antioquenos, el papa de Roma, el episcopado galo e itálico, el emperador de Occidente Valentiniano III. Pero el emperador de Oriente, Teodosio n, refrendó el concilio en 449. En la historiografía ha entrado como el sínodo del latrocinio. A los no monofisitas la situación se les apareció desesperada.

Pero el año 450 moría Teodosio II, y el cambio político pronto abrió perspectivas muy diferentes: bajo la emperatriz Pulquería y con el emperador Marciano se invirtieron los papeles, perdiendo unos la influencia que los otros alcanzaron. La corte imperial estableció contacto con el papa de Roma. Se perfiló una nueva línea en la política eclesial, que apuntaba a un nuevo concilio y que contó con la mayoría de los obispos. Y, en efecto, la pareja imperial convocó el concilio, que se celebró en Calcedonia, junto a Constantinopla, desde el 8 de octubre al 1 de noviembre de 451, y que se considera el cuarto concilio ecuménico. Con la asistencia de más de quinientos obispos, predominantemente de las iglesias orientales, y bajo la dirección de los comisarios imperiales, la primera parte del mismo se centró en hacer olvidar el «sínodo del latrocinio» del 449 (que, por ende, no fue reconocido como un sínodo ecuménico, cual era su pretensión). Flaviano fue rehabilitado y Dióscoro depuesto.

Más importante fue la búsqueda de una confesión, que pudiera unir a todos. En las negociaciones jugó evidentemente un papel constructivo de gran alcance el Tomus Leonis, o sea, el escrito dogmático del papa León I. Y es digno de notar que ello ocurrió de forma que se puso de relieve su coincidencia con Cirilo. Efectivamente, en Calcedonia se evocó la figura de Cirilo como testigo de la ortodoxia y, con él, el concilio de Efeso de 431.

Tras grandes dificultades una comisión propuso un texto dogmático, que, con dificultad, acabó siendo aceptado. Es la confesión de fe de Calcedonia, del año 451. Empieza con un preámbulo, interesante sobre todo porque cita en favor de la tradición ortodoxa a los dos sínodos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). Expone después los dos errores del nestorianismo y del monofisismo para rechazarlos, siguiendo finalmente la fórmula de fe propiamente dicha. Esa fórmula describe primero la unidad y distinción en Cristo a la vez que confirma el título de «madre de Dios», en el mismo estilo de la fórmula unionista del 433 y, en parte, coincidiendo literalmente con ella:

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre... consubstancial (homousios) con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consubstancial (homousios) con nosotros en cuanto a la humanidad; ...engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo en los últimos días... engendrado de María Virgen, madre de Dios en cuanto a la humanidad...»

Y después continúa la definición con unas fórmulas originales como no habían aparecido hasta entonces en ninguna confesión eclesiástica:

«...en dos naturalezas,

sin confusión, sin cambio,

sin división, sin separación,

en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión (o: mediante la unión), sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad, y concurriendo en una sola persona (prosopon) y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo (Logos), Señor, Jesucristo...»

 

En este texto fácilmente se reconocen las delimitaciones frente al nestorianismo y al monofisismo, pues que se acentúan la unidad y la dualidad en Cristo: se trata de «una persona» «en dos naturalezas». Los dos conceptos definitorios decisivos, persona (prosopon) y naturaleza (physys), son de índole filosófica. En sus concilios, la Iglesia antigua se preguntaba al modo griego por la importancia salvífica de Jesús, interrogándose por el peculiar ser y esencia del Señor. Y a la pregunta correspondía la respuesta: Cristo es un ser único de singular estructura ontológica.

El 25 de octubre del 451 esta confesión fue proclamada solemnemente como la confesión del concilio imperial, ligada a un ceremonial asimismo imperial y evocando la hora grande de la ortodoxia. Pero Calcedonia no significó en modo alguno el final de las controversias cristológicas. El concilio no había logrado la paz universal ni dentro de la Iglesia ni en el plano político. La historia subsiguiente a Calcedonia es la historia de un amplio no reconocimiento del concilio. Ése va a ser en buena medida el tema de la segunda mitad del siglo V y todo el siglo VI: la crisis provocada por el concilio. El Estado hizo todos los posibles por imponer las fórmulas conciliares, pero en vano.

La oposición más fuerte surgió en Egipto, cuya iglesia cerró filas contra la condena de su patriarca Dióscoro y persistió en su peculiar teología (inclinada hacia el monofisismo). De esa oposición histórica surgió la iglesia copta de Egipto, que subsiste todavía hoy, y que por su confesión es una iglesia precalcedónica, en el sentido de la cristología ciriliana de una «unidad» de las naturalezas. Calcedonia suscitó también por entonces la resistencia de Palestina y Siria. Resistencia que pudo apoyarse en algunos teólogos, aunque también en las simpatías que halló entre los monjes y en el pueblo eclesial. Ciertas tradiciones populares de índole ascético-espiritual tenían profundamente arraigada la idea de la divinización o asimilación a Dios del hombre e hicieron ver la doctrina conciliar de las dos naturalezas como un menoscabo de Cristo y de la salvación humana. La divinización total fue concepción rectora de toda la teología.

También la política imperial osciló a veces entre Calcedonia y el monofisismo. De los esfuerzos en favor de la unión y de las simpatías hacia las tendencias alejandrino-monofisitas surgió un movimiento que intentó tender un puente mediante una interpretación de Calcedonia, de la que se prometía un consenso universal en pro del concilio. Debido a la reinterpretación esa teología se denomina neo-calcedonismo. Sus perspectivas y centros de interés fueron los de la teología dominante en la ortodoxia oriental del siglo VI. El lenguaje de las fórmulas calcedonianas acerca de las dos naturalezas se le antojaba en exceso «tosco» y «grosero». Por ello se remitía a la expresión cirílica de «una naturaleza», con la que a su entender había que interpretar Calcedonia.

Y mientras los monofisitas tenían por nestoriana la confesión de fe de Calcedonia y echaban de menos en el citado concilio los aspectos decisivos de la teología de su gran Cirilo, los neocalcedonios consideraban compatibles la doctrina cirílica y la conciliar. Y sobre todo estimaban atinado el añadir al concilio de Calcedonia algunas fórmulas o frases de Cirilo, y a las que Cirilo había renunciado en su tiempo por mor de la paz y de la fórmula unionista del 433. Y así vino a cobrar Cirilo una renovada actualidad por sus netas precisiones contra el nestorianismo.

La nota distintiva del movimiento neocalcedónico, sostenido principalmente por monjes egipcios, fue una teología que no otorgaba valor alguno a la precisión de las diferencias en Cristo. Sacaba todas las consecuencias de la comunicación de idiomas y prefería frases como «Uno de la Trinidad (el Logos, es decir, Dios) ha padecido». Se les llamó justamente teopasquitas, que es tanto como defensores de la doctrina de que «Dios ha padecido». La unidad de ser en Cristo se entendía, pues, de forma que no tenía importancia dogmática alguna la distinción de las dos naturalezas.

La pretendida unión con los monofisitas no la logró el neocalcedonismo, aunque de todos modos contribuyó a la opresión del nestorianismo. El político eclesial más importante y a la vez uno de los teólogos más prominentes del neocalcedonismo fue en el siglo vi el emperador Justiniano I (527-565), que inútilmente procuró la unión con los monofisitas en el quinto concilio ecuménico de Constantinopla, celebrado el 553. A lo largo de la historia eclesiástica se mantuvo una división de iglesias calcedónicas, nestorianas y monofisitas, aunque conviene recordar, como conclusión, que las razones capitales de esa división eclesiástica no sólo fueron las diferencias dogmáticas aquí señaladas, sino ante todo y sobre todo las circunstancias políticas, nacionales y emotivas.

 

Conclusión

 

Hasta el siglo VI, el cristianismo llegó a ser la religión del mundo antiguo, habiéndose extendido hasta más allá de sus fronteras. Para esa época ya había configurado los elementos decisivos de su identidad como Iglesia: una constitución, una liturgia, una confesión (o dogma), un canon bíblico, un método de teología, al tiempo que había establecido sus relaciones con la sociedad y la cultura. Ese proceso permitió la aparición de tradiciones y continuidades muy firmes, aunque en la discusión de interpretaciones controvertidas hizo también que ya en esa fase temprana el cristianismo perdiera su unidad que ya no iba a recuperar jamás.

Desde finales del siglo IV se perfila un cambio en las condiciones políticas. Como consecuencia de la emigración de los pueblos del Norte surgen en los territorios occidentales, es decir, en Galia, España, África e Italia, unos reinos germánicos contra los que ya no puede mantenerse el imperio romano. Tras la pérdida de la antigua conexión política que la administración romana confería a esas tierras, fue la Iglesia el único baluarte para que la población autóctona mantuviera su unidad e identidad. Es verdad que los pueblos recién llegados habían sido ya cristianizados en parte, pero en razón de su confesión arriana no estaban más próximos a los ciudadanos del imperio, de lo que pudieran estarlo los «bárbaros». En ese doble dominio extranjero, de índole tanto política como religiosa, la función unificadora de la Iglesia fue de una importancia social extraordinaria.

Para esa misma época, la parte oriental del imperio se había mantenido relativamente intacta. Las iglesias orientales proseguían su existencia bajo un emperador romano dentro del imperio con sus viejas fronteras. Junto con la tradición grecorromana fueron la base de la temprana historia y cultura bizantina. Así, pues, las condiciones políticas fueron muy distintas para el cristianismo. Con el correr del tiempo, la Iglesia occidental ya no se orientó por los intereses del emperador y del imperio romano, sino que habida cuenta de las nuevas realidades y de los nuevos gobernantes y por motivos misioneros se orientó hacia Occidente.

En Oriente y en Occidente las Iglesias iniciaban sus caminos separados: el de la primera época bizantina y el de la primera época medieval-occidental. La edad media europea iba a estar informada por un cristianismo que, como Iglesia, había configurado sus perfiles bajo las influencias de la tardía antigüedad romana y del helenismo.