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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVAPor
NORBERT BROX
1. Los comienzos de la Iglesia . 2. Historia de misiones y conversiones . 3. Sociedad, Estado y cristianismo . 4. Vida y organización de la Iglesia . 5. Conflictos, herejías y cismas . 6. Orientaciones teológicas . 7. La literatura teológica de la Iglesia antigua . 8. Los cuatro primeros concilios ecuménicos
Prólogo
La
historia de la Iglesia forma parte del conjunto de temas tratados en teología.
Pero ésta es una afirmación que no siempre ha resultado tan evidente como
hoy puede parecemos. Se discute ciertamente si el estudio de la historia
de la Iglesia puede denominarse simplemente teología y en qué sentido.
Pero en los últimos doscientos años de la historia de la teología se ha
ido viendo con toda claridad que no puede darse el proceso
cognitivo de la teología sin la historia eclesiástica; es decir, que
no se puede renunciar a la idea de que cristianismo e
Iglesia presentan múltiples modalidades históricas, y esa idea ha
transformado la teología.
Forma y
«esencia» del cristianismo no puede describirse ni entenderse, si no se conoce
su historia, por la que ha llegado a ser tal como hoy se presenta. Quien
se ocupa de la teología tiene que remitirse a unos conocimientos básicos
de historia eclesiástica para lograr un conocimiento sólido y objetivo de
la Biblia, del dogma, de la confesión e institución de la Iglesia. El conocimiento
histórico de la Iglesia corrige las abstracciones idealistas e ideológicas
de la teología; pero sobre todo ayuda a comprender y exponer las
afirmaciones bíblicas y dogmáticas sobre la peculiaridad decisiva de las
relaciones entre fe e historia, revelación e historicidad en el cristianismo
como afirmaciones sobre la historia efectiva de la humanidad.
En el
marco de un manual, la exposición de la historia eclesiástica debe tener en
cuenta determinados presupuestos. En la investigación, en el quehacer docente y
analítico se han generalizado ciertos esquemas y formas de proceder, que
sirven para elegir, presentar y discutir los temas de la historia
eclesiástica. A ellos se ajustan los programas de estudio y las exigencias
vigentes de los exámenes académicos. Un libro de trabajo y estudio tiene
que acomodarse a esta situación. Y de acuerdo con ello está concebido el
presente volumen por lo que se refiere a su esquema y selección.
Cierto
que siempre pueden hacerse críticas a semejante exposición, porque no contiene
determinadas cosas o porque las presenta en forma demasiado breve. Pero hay que
aceptar sin más el compromiso entre el alud del «material» y el número
disponible de páginas. Espero haber encontrado el recto equilibrio entre
la exposición panorámica y la suficiente precisión de contenido, entre
texto legible y relato conciso. El libro quiere servir a unos objetivos de
estudio en sentido estricto y proporcionar a la vez una información básica.
Al
final de cada capítulo (y aun de los parágrafos) se ofrece la bibliografía
atinente, para que el lector pueda informarse con detalle o mayor amplitud
sobre el tema. En cambio, las exposiciones de índole general y los
instrumentos bibliográficos van al final del libro.
En la
selección de los títulos se ha tenido en cuenta su calidad científica, así como
el estilo expositivo y su valor de información para el círculo de lectores
a los que nos dirigimos. Por lo demás, no siempre se dispone de una
auténtica selección para cada tema parcial.
1. Los
comienzos de la Iglesia
La
Iglesia tiene su comienzo en los pequeños grupos de amigos, parientes y
seguidores de Jesús de Nazaret, que continuaron en Galilea y en Jerusalén
después de su muerte o que se formaron a continuación. El que
tales grupos («comunidades»), en tanto que ya existentes antes de la
muerte de Jesús, no se disolvieran ante la vivencia deprimente de su
ejecución, sino que por el contrario desarrollasen una intensa vida
comunitaria y una sorprendente actividad propagandística, se debió
a un motivo extraordinario, sobre el que ellos mismos han dejado
amplios testimonios. El comprensible entumecimiento, el miedo y resignación,
que en los primeros momentos cundieron frente al manifiesto fracaso de Jesús y la
pérdida de su Rabbí (por ejemplo Me 14,27.50;
Lc 24,20s), se transformaron inesperadamente en un nuevo entusiasmo
inicial. El motivo se debió al hecho de unas experiencias del todo
inesperadas, que se vivieron y que han quedado certificadas en las narraciones
de unos encuentros completamente nuevos de Jesús con los discípulos (las
«apariciones») y en la afirmación de que había resucitado de entre los
muertos (ICor 15,3-8; Mc 16,1-8; Mt 28,1-20; Lc
24,1-53, etcétera). Qué había ocurrido en concreto y cómo discurrió la
primitiva historia de aquellos grupos sólo se puede reconstruir de forma
muy limitada en razón de la peculiaridad, escasez y carácter fortuito
de las fuentes.
Las
fuentes de nuestro conocimiento sobre los primeros tiempos cristianos son los
escritos del Nuevo Testamento; es decir, una serie de autotestimonios de aquellas comunidades cristianas. Para las últimas décadas del siglo I y
primeras del II se agregan otros escritos, asimismo cristianos, que no han
entrado en el canon bíblico. Y tienen también su valor informativo (son
los denominados «padres apostólicos»).
Los documentos extracristianos así como los
arqueológicos no entran en consideración como informaciones
directas sobre la época más antigua de la Iglesia. Los
primitivos escritos cristianos han de examinarse en cada caso
según los métodos adecuados por lo que se refiere a su contenido de
noticias históricas, porque sus tendencias primordiales se mueven en el terreno
de la confesión y propaganda, y no en el de la historiografía exacta.
De ahí
que sepamos relativamente mucho sobre los contenidos de la fe y sobre las
teologías que se formaron en las primeras comunidades desde el recuerdo de
la vida y predicación de Jesús y bajo la impresión de su muerte y de
la experiencia pascual. Pero hay también importantes procesos o hechos
históricos, que podemos conocer o reconstruir a partir de tales contenidos
y teologías. Así, los datos geográficos del Nuevo Testamento certifican
que no debemos representarnos el cristianismo primitivo desde el comienzo como
la única comunidad originaria de la ciudad de Jerusalén, sino que hemos de
pensarlo como una pluralidad de comunidades dispersas geográficamente, que
poseían sus recuerdos y relatos locales acerca de Jesús, una parte de los
cuales ha entrado en nuestros cuatro evangelios. Un ejemplo claro es la
primitiva tradición pascual sobre las apariciones del Resucitado en
Galilea (además de Jerusalén; cf. Mc 14,28; 16,7). Tales relatos
topográficos en viejos relatos bíblicos son a veces una señal de que en
tal sitio hubo ya desde época temprana una comunidad que preservó el recuerdo
de Jesús en ese texto.
El
sentimiento fundamental del cristianismo primitivo fue la entusiasta vivencia
de una novedad, la sensación de estar viviendo entonces la irrupción de la
salvación del mundo. En ella se veía la llegada de los últimos días, porque
según la concepción judía el fin del mundo significaba que Dios interviene
y crea la nueva tierra. Así, pues, se vivía —como en parte también el
judaísmo coetáneo— en la expectación apocalíptica del fin del mundo.
Se esperaba ese fin como algo ya inminente y con un acompañamiento
dramático de catástrofes humanas y cósmicas (Mc 13). El reino de Dios,
proclamado por Jesús (Mc 1,15), no podía hacerse esperar por
largo tiempo; el propio Jesús lo había anunciado para el tiempo inmediato
(Mc 9,1). Además, ahora ya había vuelto al mundo de los vivos el
Crucificado, como el primero de entre los muertos. Para la concepción
judía de la época ello sólo podía ser el comienzo del fin.
Esa
expectación inminente como un contar efectivo y realista con el rápido fin del
mundo se fue perdiendo ya en el curso del siglo I; pero mientras estuvo
viva, y aun después, condicionó todas las perspectivas e intereses y hasta
la intensidad de la fe y del obrar. De ahí que las comunidades primitivas
aparezcan muy distintas de la Iglesia posterior desde aproximadamente el
siglo II. Eran pequeños grupos todavía sin normativas institucionales; es
decir, sin una solicitud preeminente por las estructuras de un
ordenamiento y las competencias ministeriales, sin las instituciones de una
asociación religiosa organizada, porque durante largo tiempo no se sintió
la necesidad de unas instituciones. Para aquellas comunidades lo necesario
era la conversión efectiva de la vida precedente, el apartarse de los
demonios (ídolos), el bautismo como liberación del pecado que acarrea la
muerte, y con ello la pertenencia a la comunidad en que se celebraba el
banquete y memorial escatológico, mediante el cual se obtenía la comunión con
el Resucitado y, por ende, con el único Dios verdadero y salvador, de modo que
así se podía aguardar con confianza la segunda venida (parusía) del Redentor
y el juicio como salvación.
Dado
que las comunidades de ese modo consideraban el mundo y la historia como ya
«pasados» y al mismo tiempo estaban persuadidas de poseer en el evangelio el
único conocimiento decisivo para todos los hombres, por una parte se
concentraron para el período de tiempo que aún les quedaba en acomodar
radicalmente su vida individual y comunitaria a esas nuevas
circunstancias; y, por otra, en ganar y salvar el mayor número posible de
hombres que todavía vivían en la ignorancia o en el error. Para ellas toda
la realidad se dividía en vieja y nueva. Nada podían esperar de lo viejo,
es decir, del tiempo y del mundo pasados. Y, sin
embargo, lo viejo ofrecía una dura resistencia a Dios, no se convertía,
perseguía a los «santos», como los cristianos se llamaban a sí mismos por
la elección de que habían sido objeto.
Surgía así
un frente y una situación de lucha, que se podía describir de un modo mítico
(demonios, diablo, enemigos de Dios) y de una forma moral (vicios, pecado,
incredulidad).
Esas
orientaciones básicas de la primitiva autoconcepción cristiana tuvieron
consecuencias duraderas para la conducta social de aquellos grupúsculos, que
acabaron de un modo intencionado y consecuente en un aislamiento social. Representaban simplemente una minoría
minúscula e insignificante dentro de la sociedad, sin una auténtica
probabilidad de éxito y reconocimiento y estrictamente preocupadas
por una separación moral y religiosa. Pese a lo cual aquellas comunidades
estaban impulsadas por el firme convencimiento de que en ellas se desarrollaba
el acontecimiento universal decisivo: el giro de la historia desde la
situación absurda de este mundo a la salvación para la humanidad entera se
estaba realizando en la comunidad cristiana. Aquellos pequeños grupos se veían
como el centro del acontecer universal. Su concepto de la
propia importancia estaba en flagrante contradicción con su
insignificancia social y sociológica. Cuanto más fuertes eran
la presión y resistencia exteriores, más firme e inquebrantable era esta
autoconcepción.
Por
ello se comprende que allí no apareciera la solicitud por unas instituciones
permanentes ni por unas estructuras estables. Es verdad que la necesidad de
un ordenamiento, disciplina y competencia, se impuso ya en la vida
comunitaria del cristianismo primitivo; pero las medidas o
reglamentaciones pragmáticas, como las que Pablo por ejemplo prescribía en
algunas de sus cartas, no eran todavía del tipo canónico- jurídico que adquirirían
más tarde, sino que primordialmente se interesaban por el desarrollo de los
dones (carismas) en la comunidad y por el mantenimiento del ethos cristiano (cf. I Cor 12,4-30).
Con
ello las primeras comunidades representaban una agrupación dentro del judaísmo,
que ya constaba de diferentes partidos religiosos; por lo que una nueva
corriente (intrajudía) no provocaba ninguna sensación
ni escándalo alguno. Los cristianos seguían creyendo en el Dios de
Israel; su Biblia era la Biblia de los judíos (aunque ciertamente que con otra
interpretación). El que ellos vinculasen su fe mesiánica y su expectativa
apocalíptica a Jesús de Nazaret no los convertía dentro del judaísmo que,
prescindiendo del monoteísmo bíblico y de la obligatoriedad de la ley, era
relativamente adogmático en disidentes insoportables.
Seguían viviendo -como el propio Jesús- en la práctica judía del culto
del templo y de la ley (Act 2,46; 10,14) y a los
de fuera les producían la impresión de ser justamente una secta judía (Act 24,5.14; 28,22), pero no una nueva religión.
Y ellos personalmente no eran de opinión distinta considerándose judíos.
Por lo
demás, vivían precisamente según la enseñanza del judío Jesús, que era su único
maestro. Y desde el comienzo ya practicaban el bautismo como rito de
incorporación a la comunidad. Es decir, que eran una verdadera comunidad
independiente. Celebraban en sus casas el banquete eucarístico como un
servicio litúrgico cerrado, en el que sólo podían participar los
miembros de la comunidad; además cumplían con el culto judío
Todo
esto en su conjunto constituye un signo claro de la autonomía y vida propia del
grupo dentro del judaísmo; pero no de una separación del judaísmo.
La joven Iglesia se entendía a sí misma como un evento dentro de
Israel. En ella había empezado a actuar el Espíritu de Dios para los
últimos tiempos, que había sido prometido a Israel (Act 2,1-21). Aquí se reflejaba el «fin» de la historia de Israel, por cuanto
que esa historia alcanzaba ahora su meta y consumación al final de los
tiempos. El cristianismo primitivo se entendía como un Israel «nuevo», y
ello en el sentido de que el Israel «viejo» en su conjunto (y no
desgarrado) tenía que convertirse en ese Israel nuevo; es decir, que debería
emprender el camino de Jesús y llegar a la fe en él.
La
joven comunidad vio su tarea (como el mismo Jesús: Mc 7,27; Mt 15,24) en
Israel, y al principio no fuera de él (cf. Mt 10,5s). Desde el primer día
tuvo esa tendencia universal de representar a todo Israel por completo,
en vez de constituir un «resto santo». El rechazo histórico de la fe en Jesús
por parte de Israel representó por ello para la comunidad primitiva
una enorme desilusión y hasta lo convirtió en un problema teológico (Rom 9-11). Los tempranos éxitos misioneros entre los
gentiles dieron entonces nueva actualidad al universalismo: desde entonces
se apunta a «todos los pueblos», más allá de las fronteras de Israel.
«Hebreos»
y «helenistas»
El
cristianismo primitivo no sólo presentaba una dispersión geográfica, tampoco en
su posición religiosa fundamental y en su praxis era un fenómeno unitario.
Y la diferencia por entonces más decisiva se refería a las relaciones
de la comunidad con el judaísmo. No todos los cristianos tenían el mismo
pasado judío. En el propio judaísmo (al igual que en la sinagoga de
Jerusalén) existía la diferencia entre judíos oriundos que hablaban arameo y
judíos de lengua griega (o bilingües) que habían vivido en la diáspora
judía de un país extranjero helenístico (por ejemplo, Egipto, Grecia, Asia
Menor o Roma). En razón de su diferencia lingüística se habían formado
distintas comunidades sinagogales. Y en ellas
hay que suponer también unas diferencias por lo que respecta a las
relaciones religiosas con la tierra de Israel, con el templo, el culto y
la Ley, que para los judíos de la diáspora no podían desempeñar el mismo papel
que para los judíos de la tierra patria.
Pues
bien, los miembros de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén procedían
de ambos grupos, de modo que también en ella se repitió la misma
división. En los Hechos de los Apóstoles ambos grupos de cristianos se
denominan «hebreos» y «helenistas» (Act 6,1). Por este escrito lucano cabe suponer que probablemente formaban
dos comunidades (parciales), separadas en el culto litúrgico por la
barrera de la lengua, pero actuando al unísono en el campo de la acción
caritativa. El grupo de los siete personajes, mencionados en Act 6,5, todos con nombres exclusivamente griegos
(Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas,
Nicolás), representaba probablemente la dirección de la comunidad de los
«helenistas», como réplica al colegio de los Apóstoles en la comunidad de los
«hebreos». Debieron de surgir dificultades ocasionales entre ambos grupos de
la primitiva comunidad jerosolimitana (Act 6,1).
Pero
desde el punto de vista de la historia de la Iglesia tuvo gran importancia el
que los cristianos «helenistas» tuvieran un grave conflicto con la sinagoga
greco-parlante de la ciudad. Conflicto que se refleja en la historia de
Esteban, referida por Act 6,8-7,60; pero que con
seguridad tuvo proporciones mayores del simple episodio en torno a
Esteban. De acuerdo con dicho texto el motivo del choque estaba claramente en
la doctrina de los helenistas que afectaba a su concepción del judaísmo.
Por las fuentes podemos saber que esa parte de los cristianos
jerosolimitanos se había comprometido con una determinada línea de la
predicación de Jesús: la que recordaba su crítica del templo y de la ley,
con la que Jesús había atacado entre protestas el montaje establecido de
la religión y la concepción de la ley corriente en su tiempo (no la existencia
judía como tal). Así, según Lucas, la acusación de los testigos y de las
autoridades contra Esteban fue de «blasfemia» contra Dios, Moisés, el
templo y la ley, así como la denuncia de que pretendía destruir el templo
y las instituciones mosaicas reclamándose a «ese Jesús» (Act 6,11-14; 7,48.53). Con la relativización y crítica
del templo y de la ley, predicada por los «helenistas», se había superado la
frontera —como ya ocurriera con Jesús- de lo que permitía
la disciplina sinagogal. Las autoridades
intervienen y expulsan a aquellos cristianos de la ciudad como
herejes judíos (Act 8,1).
Y ahora
los dos grupos de la comunidad primitiva se separaban por los sucesos
ocurridos: los «helenistas» deben abandonar Jerusalén, mientras que los
«hebreos» continúan allí. Con ello se echa de ver hasta qué punto debían
de diferenciarse entre sí: los «hebreos» no daban a las autoridades judías
motivo alguno para que tomasen medidas disciplinarias. En sus tradiciones sobre
Jesús, la crítica de la ley no jugaba un papel similar; por el contrario
recordaban y predicaban al Jesús que había ratificado la ley hasta en sus menores
detalles (Mt 5, 17-19).
La
receptividad de los «helenistas» a la crítica que Jesús había hecho al culto y
a la Ley probablemente estaba preparada por el pasado judío de los mismos
en la diáspora, donde las circunstancias externas podían conducir en
muchos casos a una concepción fundamental de la fe judía más liberal y abierta
que la espontánea en la madre patria. Como quiera que fuese, para
ellos, la proximidad a la predicación e imitación de Jesús era ahora
más importante que una aproximación a la práctica legal de la piedad judía. Se
dio, pues, aquí una división del cristianismo primitivo que iba a durar: los
«helenistas» consideraron eliminada por Jesús la obligatoriedad del culto y de
la ley, y por ese camino avanzaron sin volver atrás. Los «hebreos»
continuaron vinculando su fe en Jesús con su observancia judía, siguieron
siendo tolerados en el ámbito del judaísmo y allí tuvieron un futuro
limitado en un relativo aislamiento respecto del resto de la historia
eclesiástica. Así, todavía en los siglos II y III hubo en el Próximo Oriente
importantes grupos cristianos que practicaban su cristianismo de una
manera muy judía, toda vez que mantenían la ley (al menos en parte),
veneraban a Moisés como profeta, mientras que odiaban y rechazaban a Pablo
como «traidor» que había querido «suprimir» la ley.
Esta
división fáctica del cristianismo primitivo condujo también dentro de la
Iglesia a un conflicto que en ciertos momentos pareció grave. Los «helenistas» expulsados
practicaron y predicaron el cristianismo sin conexiones judías en su misión
entre los gentiles fuera de Palestina, es decir, sin la ley ni la
circuncisión. Los cristianos palestinos, que en buena medida seguían
siendo judíos, protestaron a veces de forma apasionada e intervinieron de
inmediato, pues estaban convencidos de que el bautismo en nombre de Jesús
suponía la circuncisión y la observancia de la ley.
Después
de su conversión, Pablo entró en aquella situación conflictiva contribuyendo
decisivamente a resolverla en un sentido favorable a la misión de los gentiles
libre de la ley (Gál 2). En tales enfrentamientos
Pedro mantuvo una posición que podríamos calificar de media, mientras que
Santiago, el hermano del Señor que en Jerusalén era la máxima autoridad,
abogaba enérgicamente por la praxis vernácula. En ese contexto se
celebra el denominado Concilio de los Apóstoles, el año 48/49 (Gál 2; Act 15,1-29), un encuentro
de los representantes de los diferentes grupos cristianos, en el que se
llegó a este acuerdo: entre los gentiles había que fomentar un
cristianismo sin imposiciones judías, pero entre judíos había que
continuar ligados a la práctica de la ley mosaica. La Iglesia primitiva se
decidió entonces por una diversidad de caminos para el evangelio. El
cristianismo gentil helenista tendrá una importancia extraordinaria para la
historia y difusión ulterior del cristianismo.
Pero
esto también puede decirse del cristianismo primitivo judeocristiano de
Jerusalén, de Palestina, en suelo griego. La fe en Jesús se desarrollaba aquí
en el horizonte de la fe y del pensamiento judíos,
expresándose por completo en las categorías de la esperanza de salvación judía.
Los perfiles del evangelio sobre la revelación de Dios y la salvación en Jesús
de Nazaret, la esperanza que de ahí deriva para los hombres, las formas de
conducta para la vida ética de los cristianos, presentaban y siguieron
presentando un fuerte matiz judío, y más aún las formas básicas de la
liturgia cristiana (servicio divino de la palabra con lecturas, enseñanza
y oración, celebración de la cena, bautismo). La comunidad primitiva
judeo-cristiana legó estos y otros elementos esenciales (como una idea
específica de la historia, la revelación y la salvación), también al cristianismo
de la gentilidad. La transferencia la hicieron desde luego los
«helenistas», que a su vez eran judíos de origen.
La
primera expansión y sus características
Ya en
las primeras décadas después de su nacimiento se difundió el cristianismo con
una rapidez totalmente sorprendente. En poco tiempo se extendió por
Palestina, Siria, Asia Menor, Chipre, Grecia, Egipto y Roma, sin que se
supiera en todos y cada uno de los lugares quién lo había llevado hasta
allí. Los principales responsables de estos éxitos rápidos fueron desde luego
los misioneros itinerantes, del tipo de Pablo y sus colaboradores, que en cada
lugar dejaban tras de sí las comunidades fundadas por ellos para marchar a
otros lugares en busca de nuevas fundaciones. Quiere decirse que eran
gentes anhelosas de alcanzar con una cierta prisa y premura (apocalíptica)
espacios relativamente grandes, persiguiendo sobre todo las ciudades
(grandes). Pablo quiso llegar hasta España (Rom 15,24), después de haber predicado «desde Jerusalén hasta Iliria» (actual
Yugoslavia, Rom 15,19).
Una
participación decisiva en el gran éxito inicial la tuvieron, sin embargo, los
«helenistas» expulsados de Jerusalén. Ellos fueron los
primeros que predicaron el evangelio fuera de Palestina y a no judíos
(Act 8,4s; 11,19s). Y predicaron un
cristianismo, que no exigía la aceptación de la ley y de la
circuncisión. Especial importancia adquirió la comunidad
cristiana, sin trabas judías, de la capital siria Antioquía. En principio
la ley judía no tuvo allí vigencia. Por ello quedaba excluida la
posibilidad de que se la confundiera con la sinagoga de la misma ciudad,
hasta el punto de que, según la tradición, fue allí donde la gente empezó
a llamar «cristianos» a «los discípulos» de Jesús (cf. Act 11,26).
Y es importante que ese cristianismo sin trabas mosaicas fuera de lengua
griega y así pudiera ser entendido en todas partes, en las ciudades y también
parcialmente en el campo.
Ambas
notas -la libertad respecto de la ley y la lengua griega- significaban una
apertura universal, que nunca hubiera podido ser igual con un
judeo-cristianismo arameo y de cuño palestino. También la
ulterior expansión del cristianismo a finales de la Antigüedad puede concebirse sólo sobre tales supuestos. El cristianismo se
convirtió a ojos vistas en una religión específica e independiente del
judaísmo.
En la
etapa misionera de Jerusalén a Antioquía (con una distancia aproximada de 450
kilómetros), de Palestina a Siria, puede advertirse que la expansión no
representaba sólo una multiplicación geográfico-cuantitativa del
cristianismo, sino que comportaba también su traducción o transformación frente
a los nuevos entornos y espacios culturales. No sólo las relaciones con el
judaísmo y la ley, hubo también otras cosas que en ese proceso experimentaron
una evolución o cambio, por ejemplo, la idea de Dios, la concepción del
bautismo y de la eucaristía, las afirmaciones cristológicas, la
concepción del Espíritu. Ciertas categorías judías y aun
bíblicas experimentaron en la teología y predicación
cristiana ciertos cambios que respondían mejor a la mentalidad y capacidad
comprensiva de los gentiles (cristianos) con su tradición religiosa y que
les resultaban más accesibles. Pero la libertad del cristiano frente a los
tabúes rituales y legalistas de la ley (judía) siguió siendo
un distintivo importante. Esa fue la versión del cristianismo que
aprendió Pablo, a ella se atuvo logrando imponerla en el plano teológico y
eclesial. Y ése ha sido el evangelio, sin trabas mosaicas, que se ha impuesto.
En la
expansión del cristianismo primitivo no sólo resultan interesantes las
perspectivas geográfica y teológica, lo es también la perspectiva sociológica.
¿De qué estratos de la población procedían quienes aceptaban
el bautismo? La vieja tesis del carácter proletario de la comunidad
primitiva era falsa. Los testimonios más antiguos muestran con bastante
claridad que desde los comienzos hubo cristianos pertenecientes a estratos
sociales elevados y de notable prestigio social. Dicho con expresión
exagerada, el cristianismo nunca fue una religión de esclavos. Todo parece
indicar que las relaciones entre los estratos altos, medios y bajos en la
Iglesia primitiva respondían aproximadamente a los porcentajes de la
sociedad coetánea. Que después una comunidad particular, en el ambiente,
por ejemplo, de una ciudad portuaria como Corinto, evidenciase una
composición social unitaria (I Cor 1, 26s), no
hacía sino reflejar ese hecho, y aun aquí hay testimonios de la presencia
de minorías. En la comunidad de Corinto no hay, según Pablo, «muchos
sabios... ni muchos poderosos, ni muchos de noble cuna», pero ciertamente que
hay algunos. Mucha mayor importancia que en tiempos
posteriores tuvieron en los primeros tiempos las mujeres de todas las
capas sociales para la vida y misión de las comunidades, como lo certifican sus
numerosas nominaciones sólo en las cartas paulinas (por ejemplo Rom 16,1-17).
La
expansión geográfica creó ciertos condicionamientos importantes. Cierto que en
Palestina y en Asia Menor las comunidades aparecen bastante
dispersas, pero el cristianismo al principio se asentó sólo en
las grandes ciudades, en las encrucijadas importantes, a veces muy
distintas entre sí. Como consecuencia, las comunidades vivían, pese a la
triunfante expansión, en un gran aislamiento y «perdidas en el espacio», dispersas por «el mundo» y constituyendo una minoría en cada
sitio y lugar; las comunidades vivían geográfica y socialmente aisladas. De ahí
que se sintieran «como forasteros» y «en la diáspora» (I Pe 1,1;
2,11). Algunos rasgos característicos de la primitiva teología cristiana
obedecen a esa situación extrema para los pequeños grupos. En medio de un
entorno desinteresado, y a menudo agresivo, la ética, la
concepción del mundo y la expectativa del futuro, típicas de una minoría,
se convierten en su perfil peculiar, interesado principalmente en poner
distancia frente al «mundo» y en salvarse de la condenación, e interesada
asimismo en el fin de la historia.
Las
influencias del entorno en el cristianismo primitivo
No es
posible entender el cristianismo primitivo y su historia, si se prescinde de
las condiciones y circunstancias históricas bajo cuya influencia estuvo. Su
entorno primero fue el judaísmo palestinense en
su forma posbíblica coetánea. A ello se sumaron otros
fenómenos ambientales, y el propio cristianismo, a su vez, no
tardó mucho en convertirse en una «pieza» de su época, la antigüedad
tardía. La integración no se quedó en la superficie por lo que respecta a sus
influencias sobre el cristianismo. Así, desde sus comienzos el cristianismo fue
una religión sincretista («mixta») marcada y configurada por influencias
históricas, religiosas y culturales, de procedencia no cristiana. Dos
fueron principalmente los campos de los que llegaron esas influencias, que
constituían el entorno inmediato del cristianismo primitivo, a saber: el
judaísmo helenístico y el mundo gentil romano-helenístico. Ambos marcaron
profundamente al cristianismo.
La
influencia del judaísmo helenístico fue grande porque el cristianismo no sólo
había tenido su origen dentro del judaísmo, sino porque además una y otra
vez volvió a encontrarse con el judaísmo en todos los rincones del mundo
mediterráneo. En efecto, como judaísmo de la diáspora o dispersión éste se
había extendido «por todo el mundo», con sus centros principales en
Alejandría y Roma, con una población conjunta superior a la del judaísmo
en Palestina. Y en la diáspora el judaísmo quedó notablemente más marcado
por el entorno helenístico que lo fuera en Palestina, diferenciándose
del vernáculo por la lengua y los perfiles.
La proximidad
de Sinagoga e Iglesia prácticamente en todas las ciudades del imperio tuvo como
consecuencia tanto una influencia mutua como una solidaridad limitada de
los cristianos con los judíos, y también una mutua polémica. La
solidaridad consistió, por ejemplo, en que los cristianos tan pronto como
defendían el Antiguo Testamento contra la crítica pagana,
estaban defendiendo de cara al exterior el común origen religioso, con lo
que simultáneamente exoneraban al judaísmo. Pero en la apologética los cristianos
fueron también beneficiarios: para su autodefensa contra muchas objeciones
paganas podían remitirse a los argumentos judíos de réplica, tal como se
encontraban en una vasta literatura judía de propaganda. Lo cual significaba a
su vez una influencia judía sobre el pensamiento cristiano.
Y aún
fue más importante el que por necesidades del judaísmo de la diáspora, que
hablaba griego, se hubieran llevado a cabo en la época anterior al cristianismo
y en los primeros tiempos cristianos unas traducciones griegas de la
Biblia judía, del «Antiguo Testamento» de los cristianos, especialmente la
conocida como versión de los setenta o la Septuaginta.
Había, pues, una Biblia en un lenguaje común que todos entendían. El
cristianismo sólo necesitaba utilizarla para sus fines catequéticos, litúrgicos
y misioneros. Pero la traducción al griego significaba en muchos puntos
una interpretación helenística de la Biblia hebrea y judía. Con su empleo
el cristianismo primitivo experimentó una influencia y refuerzo complementarios
en su interpretación de la tradición judía, influenciada ya y matizada por el
helenismo. Otra influencia en la misma dirección se debió a que
los cristianos aprendieran la exposición de la Biblia de expositores
judíos, por lo que al aspecto metodológico se refería. De judíos
helenistas, como el alejandrino Filón (comienzos del s. I d.C.), tomaron los
cristianos el método alegorista, con el que se descubrió un sentido escriturístico «espiritual» y «propio» más profundo
del que proporcionaba el tenor literal de la Biblia. Esa influencia se
prolonga desde Pablo hasta la Edad Moderna.
En
tiempos de la Iglesia antigua el método alegorista permitió una conexión entre
la Biblia y los modelos mentales filosóficos, según los cuales se concibió
la teología cristiana.
El
judaísmo de la diáspora había traducido las afirmaciones bíblico-judías a la
lengua griega y al pensamiento helenístico, abriendo así caminos que iban a ser
de extraordinaria importancia para el joven cristianismo. Incluso temáticamente
estableció unos criterios que serían asumidos en la predicación misional
cristiana: el testimonio del monoteísmo, la instrucción sobre el verdadero
camino de la piedad y la apertura de esperanza para toda vida humana son
los «valores angulares» de una predicación bíblica, que los cristianos
realizarían después de una forma cristiana. De la influencia en
el campo de la liturgia ya hemos hablado.
Muy
distintas fueron las influencias por parte de la antigüedad greco-romana. Así,
fue de importancia decisiva que el cristianismo hubiera de asentarse en
un ordenamiento político, que presentaba ciertas exigencias religiosas y
totalitarias. El cristianismo surge en un tiempo en que Roma, tras la
conquista militar del mundo mediterráneo oriental, se proclamaba como el imperium universal y definitivo y en que, como
consecuencia de los mismos acontecimientos, marcó ampliamente toda la
cultura greco-romana del helenismo en religión, filosofía, forma de Estado
y de sociedad, derecho, economía y comercio. Los acontecimientos políticos los
interpretaban los romanos de entonces en un sentido religioso, como
cumplimiento de la providencia divina, que había previsto el orden romano
como un orden universal y duradero. El imperio romano se presentaba así
con una pretensión de totalidad y con un nimbo religioso (Roma aeterna, Pax Romana). En la
institución del cesarismo esa ideología encontró, justo por la época
del cambio de era, una nueva forma de expresión religiosa; enlazando
con ciertas ideas políticas del helenismo el César fue exaltado a
representante de la divinidad; es decir, se divinizó la instancia
política. De ahí deriva el llamado culto imperial con el postulado
político-religioso del acto de culto por parte de los ciudadanos.
El
culto imperial formará parte en el futuro, bien que con énfasis cambiante, de
la religión oficial del Estado, que consistía principalmente, pese a todo, en
los cultos a los dioses de la religión antigua. El cristianismo se
enfrentaba con un paganismo religiosamente vital, no con una religión
mórbida y desvirtuada (aunque las concepciones tradicionales no se considerasen
ya por entonces como intocables, debido a las ideas ilustradas de poetas y
filósofos). Como quiera que fuese, había tradiciones vivas y también
innovaciones en el terreno del culto. La religión dominaba la vida privada
y pública. Las gentes vivían al ritmo de las fiestas religiosas y en
un mundo lleno de fuerzas divinas y demoníacas. Y en él, el Estado
cuidaba celosamente sus instituciones sagradas, templos, sacerdotes y
cultos. Pues la religión, en tanto que cumplimiento de unos deberes para
con los dioses, a los que el imperio se ordenaba para su prosperidad (salus publica), era en primer término asunto
del Estado que podía exigirla.
Así,
uno de los rasgos más característicos de la religión romana en tiempos del
imperio es que era una religión de lealtad. No podían separarse los intereses
del Estado y el culto de los dioses. Se esperaba del ciudadano su participación
y en determinados casos se le exigía. Pero más allá de ese deber se le dejaba
un amplio campo de tolerancia por lo que se refería a sus convicciones y
a sus ideas sobre la religión.
En la
descripción del mundo pagano ya pueden adivinarse los problemas que éste
planteó al cristianismo y la influencia que tuvieron en su desarrollo. La
religión estatal cubría el interés público por la religión como afianzamiento cúltico de la política; pero no ocurría lo mismo con
las necesidades religiosas del individuo. Éste disponía de alternativas al
culto estatal, gracias sobre todo a las denominadas religiones
mistéricas-, es decir, a determinados cultos de origen griego (por
ejemplo, los misterios eleusinos, los órficos y los dionisíacos), que en
los comienzos del cristianismo hallaron amplia resonancia. Mediante ciertas
ceremonias el individuo era acogido en un círculo cerrado de personas
privilegiadas, de iniciados (mystes), en el que durante la celebración cúltica tenía lugar la visión (epopteia) de cosas divinas;
no se trataba de una simple visión, sino que también lograba acceso al más
allá divino y mediante ritos, en parte extraños, vivía su divinización, lo
que significaba la certeza de su salvación personal. Sobre
el particular sólo conocemos los perfiles generales y pocos detalles,
porque aquellas sociedades cúlticas imponían
a sus miembros una severa disciplina del arcano, es decir, el secreto
de las cosas esenciales, como ritos, formas de culto, objetos y escritos
sagrados, ciencia cúltica, etcétera.
Es
evidente el carácter alternativo de tales cultos a la anónima religión estatal:
aquí experimenta el individuo, en el pequeño marco de un grupo (comunidad)
esotéricamente cerrado, mediante el rito y de forma muy palpable, la
satisfacción de sus necesidades religiosas, sintiéndose seguro por la
pertenencia al grupo y en posesión de la salvación celebrada y anticipada
cultualmente. Mientras que la religiosidad oficial romana, como
la tradición clásica de los antepasados, constituía la Weltanschauung y cultura de las
clases superiores, en los misterios tenemos algo del mundo religioso del
pueblo bajo. Debido al mayor atractivo religioso y emocional parece
que se percibió una cierta competencia con la religión estatal. Como
quiera que sea, hubo desconfianza por parte del Estado así como ciertas medidas
contra tales cultos secretos que escapaban al control público y no
faltó la polémica, muy similar a la que se suscitó contra los cristianos.
Las
relaciones de los cristianos con los misterios fueron de dos tipos: se
apartaron de los mismos criticándolos duramente, los presentaron como el campo
de acción de los demonios, etc., pero al mismo tiempo despertaban en ellos
profundas simpatías, pues no se pueden pasar por alto ni discutir ciertos
rasgos paralelos de religiosidad entre los misterios y el cristianismo. La
estructura comunitaria, la promesa de la salvación al individuo, la esperanza
que cuenta para él individualmente, la experiencia y celebración cúltica, y muchas otras cosas representaban desde
luego una considerable afinidad. Y los cristianos tomaron también ciertos
elementos, especialmente del lenguaje cúltico, como
el concepto de «mysterium»
para designar la celebración cultual y la revelación salvífica en su
conjunto, la «consagración» como sinónimo de la acogida en la comunidad,
además de algunos elementos de la concepción realista del culto o de
la disciplina del arcano. Hubo, pues, una influencia, pero
la dependencia del cristianismo (así como la importancia de las religiones
mistéricas en general) fue limitada.
El
cristianismo hubo de vérselas con todas estas formas extrañas de religión: con la religión antigua y clásica, con el culto del Estado
y del emperador, con los misterios o religiones orientales. Ello dejó huellas
profundas de sincretismo (mezcla de diversos fenómenos religiosos) en la
teología, en las estructuras de la vida comunitaria y en la autoconcepción
de la joven Iglesia. Pero entre las religiones antiguas y nuevas de
aquella época la única que sobrevivió a la Antigüedad tardía fue el
cristianismo.
2.
Historia de misiones y conversiones
El
convencimiento recién adquirido por el cristianismo primitivo de que la fe en
Jesucristo era la única oportunidad de salvación para todos los hombres, con
independencia del lugar y tiempo en que vivieran, fue la base y motor de la
actividad misionera cristiana. En ella la Iglesia primera, debido a su
imagen apocalíptica del mundo (expectación del fin), estuvo bajo la
presión de que para la difusión completa del evangelio el
tiempo hasta el inminente fin del mundo podría ser demasiado corto
(Mt 10,23), o que la misión universal tenía que ser llevada a cabo
porque sólo así podría llegar el fin (Mt 24,14). A partir de estas y
parecidas concepciones se explican el enorme ímpetu expansivo y la
conciencia de enviada que tuvo la Iglesia primitiva en su misión
eficaz. La meta universal, que se propuso ya el
cristianismo primitivo en su expansión ( Rom,
10,18; Mt 28,19; Ap 7,9), se ha realizado en el
curso de la historia a una escala singular dentro de la historia
religiosa.
El
éxito tuvo su fundamento en el carácter peculiar del cristianismo como religión
redentora. El comienzo histórico de esa expansión hay que verlo en el
crecimiento de las comunidades palestinas (aunque las cifras que se dan,
por ejemplo, en Act 2,41; 4,4, tengan ciertamente un
valor simbólico). Pero el paso realmente decisivo hacia la «misión universal»
lo habían dado los «helenistas» de Jerusalén cuando, tras su expulsión de la ciudad,
rebasaron Palestina y predicaron más allá de sus fronteras. El impulso no llegó sólo de una iniciativa y organización eclesial
(de parte de los apóstoles o algo similar), sino precisamente la expulsión de
una parte de la comunidad primitiva de Jerusalén. De ese modo, en parte
forzado y en parte aprovechado espontáneamente, se puso en marcha la
expansión. Los nombres que nos han llegado de aquellos portadores
de la misión fuera del judaísmo son los de «helenistas» como Felipe, Bernabé
y Pablo; pero los primeros y la mayor parte de los mismos nos son desconocidos.
Por lo
demás la Iglesia antigua pronto se formó una imagen muy distinta de los
acontecimientos. Como los textos bíblicos de Mt 28,19; Me 16,20 y Act 1,8 describen la misión universal como tarea de
los doce apóstoles, se consideró que la misión era quehacer exclusivo
de ellos, y no de la Iglesia posterior. Se pensó en consecuencia que
los apóstoles habían cumplido esa tarea llevando el evangelio «hasta los confines
de la Tierra». El cometido de la Iglesia presente ya no es éste. Desde
hace largo tiempo el mundo ha cambiado esencialmente y está listo para el
fin, porque todos han oído ya el evangelio1. Esta concepción ampliamente
difundida y legendaria ha desfigurado y borrado de la memoria la mayor
parte de las realidades históricas y los nombres de quienes efectivamente
llevaron a cabo esa temprana historia misionera.
Tras el
éxito sorprendente de sus comienzos el cristianismo fue creciendo de continuo
de forma serena y sin grandes retrocesos, pudiendo extenderse en
algunas fases con saltos espectaculares. Uno de los períodos
más triunfales parece haber sido el de finales del siglo II (bajo el
emperador Cómodo, 180-192), y otro también muy peculiar discurrió en la
segunda mitad del siglo III, cuando el cristianismo alcanza tal magnitud que
bien puede hablarse de un movimiento masivo. Ninguna de las religiones
coetáneas tuvo una historia de éxitos equiparable. Y son esos triunfos los que
explican también la creciente reacción de la opinión pública a la existencia
del cristianismo. Echando una ojeada a la expansión geográfica del
cristianismo, habrá que distinguir diversas fases cronológicas con sus
respectivos progresos. En general muchos de los datos son
inseguros, porque en muchos puntos las fuentes históricas son incompletas,
imprecisas y casuales.
Se
puede afirmar de un modo seguro que a finales del siglo I había comunidades
cristianas en Palestina, Siria, Chipre, en toda el Asia Menor, en Grecia y
en Roma; más o menos inseguro es que aquel temprano cristianismo
hubiera llegado ya a Alejandría (Egipto), Iliria y Dalmacia (actual
Yugoslavia), a las Galias y España; a finales del
siglo II se añadieron iglesias muy importantes. Además de otras iglesias
locales en los países que acabamos de mencionar, el cristianismo
pudo fundar en el ínterim otras comunidades en
Siria oriental, Mesopotamia, Egipto, Italia meridional, Galia, Germania,
España y sobre todo en el Norte de África (los países actuales de Tunicia, Argelia, Marruecos y Libia). Sin embargo, la
expansión por Occidente no se hizo a todas luces desde Roma, sino que
partió del Oriente y en especial del Asia Menor. Hay buenas razones
para suponer que finalizando el siglo II hubo comunidades en Tréveris,
Maguncia y Colonia.
Pero en
el siglo II hay que mencionar también una pérdida: después que en la primera
guerra judía (66-70) los judeo-cristianos de Palestina abandonaran el país
para volver después a Jerusalén, tras la sublevación de Bar Kokeba y la segunda guerra judía contra los
romanos (132-135) como circuncidados que eran abandonaron el país; lo
cual supuso por el momento el fin de aquella iglesia. Con lo que también
en Palestina sólo hubo entonces un cristianismo gentil.
Hasta
comienzos del siglo IV el cristianismo ha crecido considerablemente, y no sólo
en extensión sino también dentro de las regiones originales. La iglesia de
Alejandría con obispos y teólogos importantes tuvo gran influencia en los
contornos y en territorios más alejados (incluso por medio de misioneros);
por estas fechas hay en las regiones de Egipto un cristianismo
autóctono (copto). Y existe también el cristianismo en Arabia
septentrional (al este del Jordán). En Siria la Iglesia de Antioquía
adquiere singular importancia con su teología, con los sínodos que allí se
celebran y con sus iniciativas misioneras en Armenia, Mesopotamia y Persia.
A principios del siglo IV, Armenia cuenta ciertamente con un
cristianismo fuerte. En Asia Menor continúa la misión por el país. Además,
ahora encontramos a los cristianos en muchas funciones políticas, lo que
permite concluir un alto porcentaje de la población de las ciudades. La
cristianización de Grecia no presenta esa extensión e intensidad. Tampoco en los
Balcanes y en las provincias del Danubio parece que la misión
marchó demasiado bien. En Roma, por el contrario, la comunidad hubo de
dividirse por haber crecido notablemente: los cristianos llegaban a diez
mil. También en Italia central y meridional hay ahora comunidades, aunque
todavía en escaso número. En Italia del Norte la presencia del
cristianismo está certificada sólo para algunas ciudades, como Rávena, Aquilea
y Milán. Lo mismo cabe decir de Cerdeña y Sicilia. La iglesia africana ha
alcanzado la categoría de una de las mayores iglesias regionales, con una clara
autoconciencia de su importancia. Acerca de España, Galia y Germania (Xanten) los datos precisos resultan difíciles. Y ahora
se suma Britania.
Las
cifras absolutas de cristianos son problemáticas, cuando ni siquiera sabemos la
población total de las ciudades. Pero difícilmente en ningún lugar superaron
los cristianos por entonces la mitad de la población.
Sólo en
la época constantiniana sale la Iglesia del status de minoría. Para mediados del
siglo V se puede hablar probablemente de una clara población
cristiana del imperio, al lado de la cual están las minorías gentil y judía.
A partir del siglo IV se misiona también a gran escala entre el pueblo
llano. Debido a las nuevas circunstancias hubo desde luego en esta época éxitos
relativamente fáciles; la adhesión al cristianismo mostraba ahora una tendencia
más fuerte que nunca. La Iglesia sentía sus problemas pastorales como
consecuencias del oportunismo de las conversiones. Es nueva la misión en
Etiopía y la de las iglesias nestorianas hasta el Golfo Pérsico y el Norte
de la India.
En el
siglo IV el cristianismo llega al bajo Danubio (Rumania y Bulgaria). En
Yugoslavia y también en Grecia continúa la expansión. La actual baja
Austria y el Norte de Italia se alcanzan en el período de la
Iglesia imperial, los valles alpinos y el Sur de Germania en el siglo
V. Galia logra ahora mayor importancia eclesiástica. En conjunto la acción
misional continuó entre esfuerzos y vacilaciones, y con el bautismo del
individuo a menudo sólo se lograba el comienzo (en vez de éxito)
de la misión.
Naturalmente
que para la misión jugaron un papel importante las condiciones sociológicas de
la época. De ordinario las gentes del mundo helenístico estaban ligadas a
una estructura familiar estable y funcional, que el padre de familia
controlaba patriarcalmente y que en un marcado ordenamiento jerárquico
prejuzgaba el rol de cada miembro familiar arrebatándole en buena parte
sus decisiones (de índole social o religiosa, por ejemplo). Los judíos,
que tradicionalmente seguían asimismo una orientación patriarcal, vivían
en la diáspora ligados al mismo tipo de vinculación familiar. De cara a la
misión cristiana esta estructura social tuvo varias consecuencias. Podía
ocurrir lo que se narra repetidas veces en el Nuevo Testamento: que un
hombre «creía en el Señor con toda su casa» (Act 18,8), ya que él tomaba las decisiones que afectaban a la familia con la
servidumbre (esclavos). O bien, lo que resultaba especialmente difícil, un
individuo «rompía» los lazos religiosos a la vez que sociales que le
ataban a la familia. En el caso primero la cristianización de una familia se
realizaba de golpe, dentro de una sola generación, cosa que venía preparada
por los lazos familiares (I Cor 1,16; Act 11,14; 16, 15.31-33). Junto a las numerosas
conversiones individuales, éste fue un fenómeno habitual en la misión. Pero
debió de ser más frecuente en las casas judías que en las paganas. Entre
los gentiles, en efecto, conocemos muchas veces el segundo caso: al
principio, por ejemplo, sólo se podía ganar a las mujeres (con lo que
los matrimonios entraban en crisis) o sólo los criados, pero no los
señores de la casa, o la familia se iba convirtiendo sucesivamente y quizá
de forma incompleta. En este caso los lazos familiares representaban una barrera
para la misión, porque el individuo sólo con dificultad
podía liberarse de los mismos. Pero ciertamente que también hubo
conversiones de familias enteras entre los paganos.
Una
buena parte de sus éxitos misioneros la obtuvo el cristianismo a costa del
judaísmo. Los llamados «temerosos de Dios» y prosélitos (gentiles convertidos
al judaísmo) cambiaron con especial facilidad y frecuencia de la
Sinagoga a la Iglesia. Socialmente pertenecían a las clases media y alta,
marcando en consecuencia la imagen de las comunidades misioneras.
También
en las ciudades helenístico-romanas consiguió el cristianismo neófitos entre
las clases superiores de la sociedad pagana. Las fuentes certifican la
presencia entre los cristianos de ricos y pobres, de personalidades eminentes y
de gentes sencillas. Importante para la óptica y atractivo social del
cristianismo fue el hecho de que (ya antes de Constantino) cada vez fueran
más los cristianos que ocupaban cargos medios y altos en la política y
la administración. Pronto figuraron también en las filas cristianas
personas de formación intelectual, filósofos e historiadores. Por lo
demás, la parte principal de la comunidad cristiana estaba formada por las
clases media y baja de la población urbana: artesanos, comerciantes
y esclavos.
Más
significativo aún que la composición sociológica de la Iglesia antigua fue el
hecho de que el cristianismo pudo integrar dentro de las comunidades las
enormes diferencias sociales que se daban en aquella sociedad, sin
que por ello se disgregasen las comunidades de fieles. Ciertamente que muchos
de los conflictos, que en el curso del tiempo atormentaron a la Iglesia en
forma de cismas, ocultaban también problemas sociales. Además, la
misión cristiana tuvo unos supuestos, concomitancias y consecuencias de
índole económica, que hasta ahora no se han estudiado prácticamente nada.
Pero lo característico del cristianismo primitivo en el aspecto sociológico no
fue la homogeneidad de su composición sino la anulación de las fronteras
sociales mediante unos valores nuevos (y simultáneamente también la
ausencia de crítica social o de voluntad de reforma social frente a
las realidades de aquella sociedad). La escasa importancia de las
diferencias sociales dentro de la Iglesia se dejó sentir en la práctica, por
ejemplo, con la equiparación tan poco convencional de esclavos y mujeres,
entre quienes la misión logró éxitos a todas luces sorprendentes.
Hubo
circunstancias que facilitaron y aceleraron la misión cristiana, y otras que
por el contrario la dificultaron y frenaron. Los comienzos no pronosticaban el
éxito. Un movimiento religioso, numéricamente pequeño, surgido en el
pueblo judío sin ninguna importancia política ni cultural y situado en el borde oriental del imperio, no respondía en modo alguno con su nueva
«superstición» a los esquemas de una religión seria. Pese a todo ello hubo
muchas cosas que favorecieron su expansión.
Entre
las condiciones netamente favorables hay que señalar la Pax Romana, es decir, la situación política estable del mundo coetáneo bajo el
régimen autoritario de los romanos y el control eficaz de su poder
hegemónico, que con la fuerza del Estado y del ejército mantenía en paz a
los pueblos dentro de unas fronteras seguras y los aunaba en un gran
sistema administrativo. Junto con la red excelente de las vías romanas,
que hacían posible una extraordinaria movilidad para las relaciones
comerciales a través de las grandes distancias del imperio, esto suponía
la gran ventaja de una múltiple comunicación y movilidad sin los estorbos
de fronteras nacionales y por caminos frecuentados y seguros. De ello se
aprovechó también el cristianismo, difundiéndose sobre todo a lo largo
de las vías de comunicación.
Aquel
mundo, unido política y militarmente, era también un mundo culturalmente
cerrado. La cultura helenística en religión y pensamiento (filosofía)
marcaba de forma unitaria, por encima de las diferencias nacionales,
étnicas e histórico-religiosas, a casi todo el ámbito del imperio. Lo cual
significaba que la misión cristiana en la práctica tenía que vérselas en
todas partes con las mismas limitaciones o con los mismos problemas
para transmitir la doctrina cristiana, y enfrentarse o adaptarse a un mundo relativamente unitario. Al cristianismo
le bastaba con trasvasarse a la lengua y forma de pensar de esa única
cultura para ser entendido «en todas partes». Al tiempo en que nace el
cristianismo la lengua griega se hablaba como lengua de comunicación desde
el Próximo Oriente hasta los confines occidentales. El
cristianismo podía predicarse en una sola lengua desde Palestina hasta
España. Lo cual se demostró extraordinariamente beneficioso para una difusión
rápida.
Otro de
los efectos fue que el cristianismo se trocó en una religión urbana y así
continuó durante largo tiempo, porque la «lengua universal» que era el
griego en la mayor parte de los territorios imperiales sólo
se entendía en las ciudades, no en el campo. Entre el Éufrates y Galia,
entre Egipto y Britania, los campesinos hablaban un sinnúmero de lenguas vernáculas.
Durante los siglos III-III en Occidente el griego fue suplantado
por el latín, en Egipto por el copto, etc. Aun así persistía
la ventaja descrita. El cristianismo continuó
articulándose principalmente en las dos lenguas culturales que eran
el griego y el latín. Ello significaba una vinculación a la cultura y
la formación, un evitar la atomización en muchas lenguas y la posibilidad de
correspondencia e información, aunque eso justamente representaba una barrera
para la misión entre los campesinos.
El
ideario de esa unidad política, social y cultural en el mundo coetáneo había
suscitado entre la gente la idea de la unidad del género humano al que
pertenecían los hombres todos; pues bien, esa idea la recogió el
cristianismo y la ligó al evangelio de la salvación universal del único
Dios para la humanidad entera y de la unidad futura de las naciones.
Una de
las bases del éxito que obtuvo la primitiva misión cristiana hay que buscarla
también en el judaísmo. Los judíos de la diáspora cultivaban a su vez
la misión con intensidad y con éxito. Los logros se debieron a que el
judaísmo estaba en condiciones de presentarse como una religión universal (y no
estrechamente nacionalista), como la religión del Dios de todos
los hombres, que con sus mandamientos había dado la ley ética válida
para todos, el camino de la vida. El epicentro se había desplazado del rito y
del culto a la ética. El judaísmo se presentaba como una «filosofía» que
respondía a las preguntas del hombre pensante y como una religión revelada
con el nimbo de la vieja sabiduría de unos libros venerables. El
cristianismo imitó a la misión judía con esos acentos. Asumió sus
oportunidades y las aprovechó. El judaísmo, presente en todas partes y
con capacidad de captación, representó para la misión cristiana una ayuda
que no se puede infravalorar. No sólo porque los predicadores cristianos
encontraban por doquier comunidades sinagogales judías, en las que hacían propaganda con buenos resultados, sino porque
además la imagen de Dios, la ética, la existencia comunitaria,
la posesión de la Biblia y otras realidades se habían demostrado de hecho
como un trabajo preparatorio o como una función de puente para la misión
cristiana, que pronto tomó la delantera a la misión judía.
Entre
las condiciones favorables se cuenta asimismo la tolerancia religiosa del
Estado romano. La aparición de una religión nueva como el cristianismo era
perfectamente posible con la concepción y la política religiosas de los
romanos, por supuesto que con la imposición de cumplir el deber
cívico-religioso del culto estatal. Por principio no había limitaciones para
las religiones no romanas. Indirectamente también actuó como factor
estimulante en el siglo III la crisis mundial que vivió el imperio como
consecuencia de catástrofes militares, económicas y epidémicas. Frente a la
inseguridad reinante el cristianismo tuvo la ventaja de unas afirmaciones
inequívocas sobre el mundo y la historia, de la seguridad con que
presentaba su salvación, de la claridad con que trazaba la imagen del futuro y
las directrices de la vida, con todo lo cual se atrajo a muchos. Pero no
faltaron tampoco las condiciones desfavorables. Entre ellas hay que contar los pogroms y las
persecuciones anticristianas, que durante algunos períodos frenaban
considerablemente las actividades eclesiásticas, querían acabar con la
existencia del cristianismo impidiendo ante todo su ulterior expansión, y
necesariamente provocaban en la gente el miedo a abrazar el cristianismo
al tiempo que descubrían la debilidad de muchos cristianos (que
apostataban). Finalmente, en la doctrina o teología cristiana había desde
luego muchos puntos sobre los que difícilmente pasaba un pagano o
un judío; muchos contenidos del mensaje cristiano les resultaban absurdos
(como el monoteísmo, la encarnación de Dios, la historia como revelación,
la resurrección).
Así,
pues, la predicación cristiana comportaba toda una serie de dificultades, por
chocar con muchas concepciones de tipo tradicional. También la forma
externa con que se presentaba, el hecho de que, por ejemplo
no tuviera (al comienzo) templos ni altares ni imágenes sagradas, como
advertían críticamente los paganos, hablaba en contra de la nueva religión,
porque justo le faltaban las características de una religión (cultual). Y
la pretensión de exclusivismo, que se dejaba sentir con fuerza, con
que los cristianos se arrogaban la verdad, junto con otras muchas cosas,
tenía que resultar muy repulsiva en determinadas circunstancias. Y a todo
ello se sumaba el efecto negativo de las muchas disputas y divisiones
internas y de toda insuficiencia que se daban en el cristianismo.
Métodos,
predicación y motivos de conversión
Se
trata aquí de las vías prácticas, los medios y motivos en la historia de la
misión, que ocasionaron las numerosas conversiones al cristianismo. En las
primeras décadas los predicadores itinerantes cristianos habían hecho de
la misión su quehacer exclusivo, y fueron los auténticos portadores de la
expansión cristiana. Hubo de hecho «especialistas» de la misión. Según Mt
10, 9-14, hay que representárselos con unas formas de comportamiento
realmente curiosas y derivadas de una inspiración religiosa. Pero parece ser
que sólo se dieron hasta el siglo IV, mientras que después sólo hubo
casos aislados de ese tipo. Se extinguió esa clase de misioneros, pero la
misión y expansión del cristianismo continuaron pese a todo.
La
captación de cristianos siguió, en efecto, por otras vías de forma intensa y
eficaz. Y evidentemente continuó ante todo con la mera presencia de los
cristianos.
Con su
estilo de vida claramente distinto, con sus conversaciones sobre la nueva fe y
con su vida comunitaria, los cristianos atraían la atención sobre sí. Los
numerosos contactos sociales de la vida cotidiana se revelaban «captadores». Y
en ese tipo de captación participaban prácticamente todos los cristianos, por cuanto que
su manera de ser podía hacer que otras personas los escuchasen y se
dejaran convencer. En consecuencia surgía el cristianismo doquiera
llegaban los cristianos en su condición de marineros, emigrantes,
mercaderes, funcionarios, soldados, esclavos o prisioneros de
guerra. Así, pues, durante los primeros siglos la misión no fue (como
tampoco lo había sido en exclusiva ya en el cristianismo primitivo) un asunto
de predicación, de «misioneros de oficio» y de organización, sino más bien la manifestación
consecuente y directa de la convivencia de cristianos y no cristianos. La
historia de la Iglesia es en este aspecto una historia de misión.
Este
tipo de proselitismo alcanzó desde el plano social más bajo (los contactos
dentro de las relaciones de servicio y de trabajo), pasando por los negocios y
la llamada vida social, hasta el campo de la cultura (escuela, filosofía,
literatura). Especial éxito obtuvo la captación en el plano «más bajo», hecha
en forma discreta y que por lo mismo no se podía controlar. La incitación
a los menores para que abandonaran el paganismo por parte de la
servidumbre cristiana (los esclavos de la casa) y la sorprendente propagación
de la nueva superstición (como la llamaban los paganos) entre los dependientes
hizo que a los ojos de los gentiles preocupados el cristianismo cobrara
fama de subversivo y rebelde frente a la tradición acreditada y a la
religión y orden venerables.
Así,
pues, desde finales del siglo II no se puede hablar de un programa y método de
misión en sentido estricto. Para nuestras concepciones actuales resulta extraño
que la Iglesia antigua no tuviera ya una iniciativa y organización planificada
de las misiones. Nada se sabe de unos ministerios o instituciones
encargados específicamente de la misión entre los gentiles y los judíos. Esto
encaja con el hecho de que la misión universal no fue un tema capital de
la teología y predicación de la Iglesia antigua. En el cristianismo
primitivo las cosas habían discurrido de otro modo; pero más tarde es evidente
que sólo se cayó en la cuenta del estado de misión de los pueblos y
territorios porque se creyó que la misión universal coincidía con la fecha
del fin del mundo.
En
general prevalecía la idea, antes referida, de que la misión fue confiada a los
apóstoles y eran ellos los que habían de llevarla a cabo por completo. De
ahí que la misión de los gentiles no se entendiera como una tarea todavía
actual de la Iglesia. Por ello no hubo tampoco intentos planificados de un
modo regular y continuo, sino sólo esporádicos, para la cristianización de los
países bárbaros próximos y lejanos, de las islas del océano, de los que se
sabía que aún no habían recibido el evangelio; y ni siquiera se programó
la cristianización de los territorios del imperio romano que no habían sido
cristianizados todavía o lo habían sido sólo de un modo parcial. Se
proclamaba orgullosamente que el cristianismo había llegado
geográficamente mucho más lejos que los judíos e incluso más que los
romanos en su conquista del mundo; y así se actuaba como si en la práctica
el mundo entero ya hubiera entrado en contacto con el evangelio.
Es esta
diferente concepción de la situación misionera en el cristianismo primitivo y
en época posterior la que explica sin lugar a dudas que el cristianismo en sus
primeros tiempos acometiese unos intentos de misión directa, como en el
caso de Pablo con sus viajes misioneros y, naturalmente, en el de otros
muchos desconocidos, y que más tarde no se organizase y estimulase con el
mismo estilo una misión, ni se desarrollasen instrumentos especiales para
tal fin. Hubo ciertamente iniciativas aisladas, que se multiplicaron en la
época constantiniana (siglo IV), de algunos obispos empeñados en una
misión planificada, con vistas sobre todo al campo que en modo alguno estaba
cristianizado.
El
«método» respondía desde luego al estilo de la misión primitiva: empezar por
asentarse en las ciudades importantes y, a través de una red (aunque
relativamente poco tupida) de comunidades, hacerse presente en «el mundo
entero». En la misión entre los pueblos godos, árabes y otros durante el
siglo IV por obra de misioneros especialmente encargados se advierten ya
más bien los perfiles de la historia misional posterior. Hablando con
propiedad, la Iglesia antigua no utilizó ningún «método» en el ámbito imperial.
Centró su atención en sí misma y ganó adeptos por su carácter alternativo
en la doctrina, el culto, la vida comunitaria, la ética, aunque también -y
ése es el otro aspecto- por su capacidad de adaptación y de sincretismo. Sin
embargo, a través de todas estas circunstancias que más bien actúan de
modo casual, se llevó a término una misión sabedora de sus objetivos
y constante. Era obligación del clero y de los laicos, y consistía en la
vida y enseñanzas del cristianismo. Juan Crisóstomo escribió en el siglo IV:
«No habría ya paganos, si nosotros fuésemos realmente cristianos».
Que el
conjunto de la población del imperio (incluidas las minorías) ya a finales del
siglo IV se considerase como una sociedad cristiana cerrada, tuvo que ver con
la legislación que entre tanto habían dictado emperadores cristianos
y con la presión política sobre el paganismo, siendo sólo en parte
consecuencia de la misión. Los éxitos misionales estaban a la base de esta
nueva situación. Por lo demás, la misión eclesiástica durante el
período del cesaropapismo dejó de lado, salvo
algunas excepciones, a los judíos como destinatarios de su enseñanza
por considerarlo inútil.
En los
comienzos se dio también la predicación misional explícita en la sinagoga, por
calles y plazas. ¿Qué ofrecía, cómo empezaba, qué es lo que destacaba
sobre todo? El motivo y esquema de la primitiva predicación cristiana
a los judíos se lee en Mc 1,15; Act 7,2-53;
13, 16-41. Se expresaba con ideas y categorías exclusivamente judías. Otro
era el estilo de la predicación a los gentiles. Allí había que tener en
cuenta los condicionamientos paganos, y la predicación tenía que apuntar
al monoteísmo, proclamar una nueva ética, anunciar el juicio futuro,
familiarizar con la idea de la resurrección y predicar a Cristo como juez
y redentor A ello se sumaban la vida y muerte de Jesús, sus palabras,
milagros y pasión. Esta predicación se alzaba sobre el miedo y la
esperanza de la gente, ya que describía la inminente amenaza a la
existencia actual y ofrecía la salvación con el concepto de redención
entendida en sentido cristiano. Además de Dios, de Jesucristo y de la
salvación, los predicadores insistían en las consecuencias morales de un
cambio de vida. Este instrumento de la predicación directa por parte de
los misioneros jugó en los comienzos un papel importante. Perdió después
importancia. Pero aun así hay algunos textos de obispos posteriores, con
los que cabe reconstruir su predicación misionera: rebatía la necedad del
paganismo, exponía después la realidad cristiana y orillaba todas las
dificultades que surgían en el camino de la aceptación de la fe,
declarando y acercando en forma frecuentemente extraña lo cristiano a
partir de las concepciones paganas. Algunos obispos derrocharon enorme
esfuerzo y mucha habilidad para inducir a los infieles a abrazar la
predicación cristiana y a convertirse.
Así,
pues, la existencia del cristianismo como Iglesia en medio de la sociedad
coetánea y la instrucción explícita de la gente en la nueva fe condujeron a las conversiones. Los motivos concretos de
conversión eran ciertamente distintos en cada neófito; pero sin duda que
había uno dominante, y era el de que el cristianismo respondía a su
manera al anhelo humano de verdad; es decir, al deseo de conocer la verdad
real sobre Dios, el mundo y el hombre frente a la frustración e
inseguridad que producía la multiplicidad de ofertas por parte de las
religiones y de la filosofía. Del conocimiento de esa verdad, el hombre se
prometía la redención, que buscaba en la liberación del destino y de la
culpa, y que encontraba en el cristianismo. Libertad es uno de los
conceptos claves en el cristianismo primitivo para quienes con la fe han
adquirido una existencia nueva. A finales de la Antigüedad el cristiano vivió
esa libertad, que puede rastrearse, por ejemplo, en su abandono del miedo
a los demonios, en el ritual penitencial como liberación de una
grave culpa ética, en el nuevo sentido que da a su vida
con independencia de los procesos irritantes de la historia y la
política de su tiempo.
Otro de
los motivos fue el atractivo ideal de la santidad cristiana, que primero se
realizaba en cada bautizado, luego durante largo tiempo en los mártires y a
partir del siglo IV en el monje, pero que en principio se aceptaba como un
deber de todos los cristianos. Conversión y nueva orientación de la vida
llevaban al mismo camino. En tanto que comunidad de los creyentes el
cristianismo brindaba la ayuda de un esfuerzo común y de un
robustecimiento mutuo bajo una dirección vigorosa (el obispo), con una confesión
formulada claramente y con unas exigencias precisas.
Naturalmente
que las actividades sociales de múltiples tipos, que la Iglesia organizaba,
eran patentes y para muchos fueron un motivo de interés. Las
formas peculiares del culto cristiano, de la liturgia,
merecen también especial mención, así como una posible fuerza de
atracción que ejercía la Biblia por su antigüedad y contenido.
Por lo
demás, no siempre estaban en juego estos altos ideales, y a menudo sólo se
mostraban eficaces en su versión popularista o trivializada. El milagrerismo, la creencia en el diablo, la concepción
mágica de los sacramentos de la Iglesia, la piedad hacia los mártires,
la veneración de los santos y cosas parecidas constituyeron otro tipo
de motivos de conversión, que ciertamente desempeñaron un gran papel.
Fatalmente,
y pese a todos los éxitos misioneros, la Iglesia hubo de afrontar desde el
principio el hecho de las conversiones aparentes o a medias, cuyos
motivos estaban en una seriedad o conocimiento insuficientes, en
cierta debilidad e inconstancia y, a partir del siglo iv, también en el
cálculo de las ventajas políticas.
3.
Sociedad, Estado y cristianismo
Es
preciso describir las relaciones entre estas tres realidades teniendo en cuenta
tanto los intereses del Estado y de la sociedad de la época como los
intereses propios del cristianismo. Se trata de la historia de
una coexistencia en principio difícil para los cristianos, que acabó
desembocando en conflictos abiertos en el plano sociopolítico e
intelectual; pero finalmente se llegó a una mutua comprensión entre Estado
e Iglesia, debida a un cambio en la estimación religioso-política del
cristianismo por parte del Estado (los emperadores), que condujo a la identidad
de sociedad y cristianismo. El que al comienzo estallasen conflictos entre
el Estado y el cristianismo se debió a la incompatibilidad de las pretensiones
por ambas partes.
El período preconstantiniano (hasta 312-313 d.C.)
El
Estado, al igual que las instituciones y circunstancias sociales, fueron
durante algún tiempo para el cristianismo primitivo una realidad indiferente,
un «mundo» sin futuro, que se acercaba a su fin y disolución inminentes
por la irrupción del nuevo eón. Los cristianos eran ciudadanos de otro mundo,
sin un interés constructivo por las realidades actuales. Ciertamente que
también el Estado podía ser demonizado, como describe Apc 17,1-6, pero estuvo más extendida la posición, que ya Pablo adopta (Rom 13, 1-7), de una afirmación leal y sin
cuestionamientos del Estado y la práctica de los cristianos que oraban por
el emperador. Las mutuas relaciones no fueron al principio un tema
explícito: ni el Estado tuvo en cuenta a aquel grupúsculo religioso, uno
entre tantos, ni el cristianismo tuvo en cuenta al Estado, que formaba parte de
la masa de quiebra abocada a la inminente catástrofe final, aunque todavía
desempeñaba sus funciones. Tal situación sólo cambió cuando los cristianos
constituyeron una parte de la población numerosamente notable y digna de
tenerse en cuenta.
Pero,
de hecho, en los tres primeros siglos, el cristianismo provocó por su misma
manera de ser, por sus formas de manifestarse y de actuar, unas relaciones
muy problemáticas con el Estado y la sociedad, condicionadas por las
peculiaridades y diferencias cristianas, afectadas por distanciamiento y
distorsionadas por recusaciones. La opinión pública tenía que reaccionar
algún día.
Una
primera causa estuvo en la diferencia religiosa y en la sensación de extrañeza
que los cristianos provocaban en sus coetáneos. Su peculiaridad les atrajo el
peligroso reproche de impiedad en un doble sentido: por una parte, se les
recriminaba -como ya ocurriera con Sócrates, por ejemplo- el que hubieran
abandonado los dioses de la sociedad (de la polis), con lo que ponían
en peligro el orden establecido y protector de la sociedad. Los
cristianos confesaban abiertamente ese «ateísmo». Por otra parte, el
reproche de ateos en el caso de los cristianos hacía que se les discutiese
el status de una religión en razón precisamente de sus prácticas
religiosas aberrantes, ya que no tenían imágenes ni templos ni altares; y
también en eso se mostraban de acuerdo los mismos cristianos. La
peculiaridad «atea» del cristianismo irritaba y provocaba a los paganos, que
acabaron aislando a los cristianos. El Dios de éstos, y en consecuencia su
adoración, se diferenciaba en efecto cualitativamente de la concepción pagana
del culto y de la religión.
Y había
otra diferencia no menos problemática. Con su monoteísmo bíblico los cristianos
chocaron con un concepto pagano de la divinidad marcadamente
distinto y habitual en la historia de las religiones. Cierto que
en el panteón del politeísmo romano se conocía la idea de un dios
dominante; mas no por ello dejaban los otros dioses de existir. Y según la
concepción romana habían tenido la función histórica y política relevante
de ser unas divinidades nacionales; es decir, de ser adecuadas para
el gobierno y protección de los pueblos que les estaban sometidos. En
tales capacidades se basaba el orden religioso-político del mundo. Pero
con su monoteísmo absoluto los cristianos ponían en entredicho esa imagen del
mundo y con ello desbarataban unas concepciones básicas del orden. El crítico
pagano Celso (finales del siglo II) ponía objeciones a Mt 6,24 («Nadie
puede servir a dos señores») y contra la aplicación política de dicha
«máxima» que los cristianos hacían a Dios y a los dioses: «Este es el
lenguaje de la rebelión (stasis) de unas gentes
que han roto y se han separado del resto de los hombres».
Así,
pues, la fe en Dios de los cristianos era políticamente peligrosa al tiempo que
ello los situaba a una gran distancia de la sociedad. Las objeciones de los
gentiles procedían de su preocupación por la religión, la humanidad y la
cultura. Y les pareció que los cristianos con su monoteísmo erróneo, y que
ellos sentían como algo penetrante, desmontaban la religiosidad tradicional y
acreditada. Por ello representaban un peligro para la sociedad. El panteón
celeste, que justificaba la multitud de naciones bajo la hegemonía romana
como el ordenamiento universal de la providencia divina, tenía que
ser aceptado por todos los ciudadanos; los cristianos, por
el contrario, reconocían como fiador de la salvación de los hombres y
del futuro de los pueblos sólo al único Dios de la creación y de la historia.
Como consecuencia de su peculiar convicción y praxis religiosa se
convertían en gentes extrañas y, en los casos más graves, hasta en gentes
que denegaban la lealtad y se oponían al orden con bases políticas y
religiosas. Así, llegado el caso, se atraían las agresiones dirigidas
contra el enemigo de la religión o del dios.
La
distancia teológico-religiosa descrita con sus implicaciones políticas
significó para los cristianos el aislamiento social. Debido a sus concepciones
discrepantes tuvieron que separarse en muchos campos de la vida pública, por
cuanto que éstos «rebosaban» de contenidos religiosos y célticos. Por ejemplo,
las numerosas fiestas populares y los abundantes usos arraigados en
el pueblo por largas tradiciones, y que por lo mismo eran elementos
capitales de la socialización de una sociedad, los evitaban o rechazaban
los cristianos, y en cualquier caso no los practicaban, porque todo ello
tenía un origen, unas modalidades o un sentido religioso-cúltico, por
lo cual no podía conciliarse con la fe cristiana. Eso era lo que ocurría
con las representaciones teatrales y con los juegos del circo, que en
tanto que acontecimientos religiosos y sociales jugaban un importante
papel social para la opinión pública y para el individuo como acontecimientos
religiosos y sociales o como oferta para el ocio.
Los
cristianos se alejaban, pues, de los puntos álgidos de la vida social y del
campo de intereses. La prueba que con ello proporcionaban de ser gentes
marginadas en el plano religioso-social debieron verla confirmada los
paganos por la extraña vida religiosa que los cristianos practicaban en sus
comunidades y que a los de fuera hasta se les antojaba escandalosa. Dado
que las reuniones de los cristianos no se celebraban en público y, en parte,
tenían lugar durante la noche y resultaban muy extrañas, cosa que era
conocida entre el pueblo, pronto se difundieron entre los gentiles
sospechas y críticas discriminatorias dando paso en muchos casos a calumnias
y caricaturas malintencionadas. Las incriminaciones vulgares, y en parte
grotescas, contra el cristianismo descansaban en malentendidos y también en
agresiones del vulgo contra la odiada minoría.
Con
tales aversiones, el cristianismo se vio empujado desde fuera hacia el
aislamiento; aislamiento que evidentemente se acrecentó por las propias
acotaciones y la propia organización (eclesiástica) y el ritmo de la
vida comunitaria con sus fiestas cúlticas,
prácticas y costumbres específicas. Una consecuencia importante de
todo ello fue que en su primera época el cristianismo desarrolló una ética
de distanciamiento del mundo casi exclusivamente «defensiva», que después se
mantendría incluso cuando las relaciones con el «mundo» habían cambiado
sustancialmente.
Esa
distancia frente al entorno no cristiano la reforzaron los cristianos aún más
con otros elementos de su actividad y autopresentación,
ya que había en ello mucho de provocación. Cuando los cristianos
lograban adeptos, lo hacían por lo general en forma de una
crítica demoledora al paganismo o demostrando la superioridad del
cristianismo frente a él. Ambas cosas resultaban irritantes a los oídos
paganos. La pretensión del cristianismo recién llegado de poseer en exclusiva
la verdad y de tener la única ética válida para todos debía de resultar
repulsiva y arrogante, sobre todo cuando el entorno apenas conocía unas
pretensiones tan exclusivistas. El celo por convertir se sentía como algo
opresivo, la conciencia de haber sido elegidos expuesta a la vista
de todos se sentía como algo grotesco. Se le criticaba además al
cristianismo su desinterés por los asuntos que importaban al Estado y la sociedad.
También
los éxitos misioneros cristianos provocaron una amplia antipatía, porque
introducía divisiones en los matrimonios y las familias y porque había
apartado a muchas personas de las tradiciones piadosas y acreditadas de
sus antepasados. Provocativo en su comportamiento, una superstición primitiva
en su substancia, y una ruina del imperio en sus consecuencias sociales,
ésa fue la imagen difundida del cristianismo para quien lo afrontaba
con espíritu crítico. Lo que la sociedad consideraba como valores, la ciencia,
la formación, la cultura, las posesiones y la carrera, lo tenían los
cristianos por nada (aunque sus principios teóricos fueran a menudo más
rigorosos que la práctica); el juramento, los cargos y el prestigio los
enjuiciaban con escepticismo.
A estos
reproches se sumó comprensiblemente, debido al manifiesto desinterés de los
cristianos por los asuntos públicos, la objeción de su carácter de aprovechados
al no participar en las cargas políticas. La objeción se refería sobre todo al
problema neurálgico del servicio militar. Hasta finales del siglo II -y
más tarde en forma más débil o aislada- los cristianos condenaron
y se resistieron a dicho servicio militar (que, por lo demás, no era
obligatorio ni general), y ello por motivos morales (homicidio, violencia,
brutalidad) y cúlticos (jura de bandera, sacrificios
rituales). La autodispensa que los cristianos se
hacían de los graves deberes hacia la sociedad era singularmente notoria y recibió
la crítica correspondiente.
Es
verdad que los cristianos se defendieron contra los muchos reproches con
argumentos aún más numerosos, aunque interpretando todas las hostilidades en
un plano religioso: como la resistencia del error incrédulo y de los
enemigos de Dios. Con especial energía combatieron el que se les considerase
como ciudadanos inútiles, desinteresados, al margen de la ley, destructivos
y, por ende, peligrosos. Proclamaban permanentemente su respeto al
emperador y su interés por el bienestar público. Y se remitían sobre todo
a sus oraciones al único Dios verdadero y protector, que podían aportar
a la humanidad y al imperio más bendiciones que todo el culto pagano.
Así, pues, las relaciones de los cristianos durante los tres primeros
siglos con el Estado fueron de una lealtad radical, aunque con una
estricta reserva frente a las pretensiones cúlticas del César y del imperio.
Pero
con el distanciamiento descrito y su incuestionable proximidad a la
confrontación no lo hemos dicho todo sobre las relaciones de la Iglesia
primitiva con el Estado y la sociedad. Aún habría mucho que decir
sobre el acuerdo espontáneo entre los cristianos y la sociedad de la
antigüedad tardía. Aquí merecen citarse, por ejemplo, la acción de las
prácticas caritativas de la Iglesia antigua en el entorno pagano. También en
esto los cristianos aparecían como atípicos y divergentes; pero la reacción
pagana fue aquí positiva por lo general, y sólo ocasionalmente irónica o
calumniosa. El deber social del hombre, con el que los cristianos se
enfrentaban seriamente a partir de la exigencia del amor al prójimo, sin
duda que se sentía como un déficit de la propia religión, aunque todo sumado se
contabilizaba como algo positivo. Además, los éxitos misioneros
simultáneos del cristianismo muestran que muchos paganos no criticaban en
tono polémico la diferencia del cristianismo, sino que la aceptaban más
bien como la alternativa a la propia forma de vida.
Pero
una y otra vez afloraban situaciones en que las reservas político-estatales, la
crítica religiosa o la aversión vulgar imponían el tono y conducían a unas
medidas anticristianas. El cristianismo, por su parte, criticaba la religión
pagana, se defendía contra represalias injustificadas y ofrecía incansablemente
la nueva fe como una vía de solución.
Por
consiguiente, el cristianismo les resultaba criticable a los paganos en muchos
aspectos. Desde los primeros tiempos cristianos hasta el siglo iv hay
testimonios de un amplio rechazo activo del cristianismo por parte de
la población. En interés de su Weltanschauung la
sociedad se vio empujada cada vez más a oponer resistencia a
la difusión de la religión nueva. La resistencia se desplegó en
distintos campos. Además de los innumerables prejuicios y ataques de tipo
vulgar, a partir del siglo n hubo una polémica filosófica a alto nivel,
que conocemos en algunos ejemplos. Los nombres más importantes de tales
críticos del cristianismo fueron los de Celso (finales del siglo II),
Porfirio (234-304) y el emperador Juliano (331-363; César en 361-363). Se
trata de hombres con una formación filosófica que, solícitos de la
pervivencia de la religión venerable y de la cultura humanista de
una sociedad que contaba con una vieja tradición, analizaron el
cristianismo como una superstición inconsistente, contraria a toda razón,
y lo combatieron encarnizadamente como una novelería peligrosa, seductora y
destructiva. Su crítica descansa en un conocimiento relativamente exacto y
objetivo del cristianismo, y en especial de la Biblia, y formula unas
objeciones sutiles a las que el cristiano medio no era capaz de responder.
Debido a su motivación, esta crítica se presentaba
comprometida filosófica y religiosamente, pero tenía a la vez un marcado
acento polémico (como las réplicas cristianas).
Para un
filósofo el cristianismo no podía ser objeto de discusión por una serie de
razones. Ante todo, decían los críticos, la verdad no es un asunto recién
aparecido en la historia, sino que cuenta con una tradición venerable. Si
el cristianismo es la verdad decisiva para todos los hombres, ¿cómo es que
ha llegado tan tarde? Además, su pretendida verdad procede de un hombre inculto
(Jesús) con unos seguidores no más cultos que él (los apóstoles). Los
maestros de los cristianos son gente totalmente incompetente y sin ninguna
seriedad. Nada tiene por eso de extraño que sobre Dios, el alma, el más allá,
etc., sostengan las concepciones más banales y que hayan logrado su
difusión entre los estratos más bajos e ignorantes de la población. La
verdad sólo se puede alcanzar y comunicar con el esfuerzo crítico de los
mejores, que son pocos (los filósofos); no llueve del cielo (por una
supuesta revelación). Aparte de que el cristianismo no es nuevo ni original,
como afirman los cristianos, sino que está tomado de los judíos. Su nivel
absolutamente insatisfactorio se advierte asimismo en la escasa calidad de
sus escritos sagrados y en la renuncia a una fundamentación y análisis
racional de las respectivas concepciones acerca de los temas debatidos. El
cristianismo exige fe (ciega) y cree sin fundamento. La importancia del milagro
en Jesús y en el cristianismo pone de relieve el carácter bárbaro y
proletario del conjunto, porque eso es lo que satisface (como un
encantamiento) los deseos del populacho.
Con
ello se lograba ya en los preliminares una degradación del cristianismo,
presentándolo como algo despreciable y sin belleza. Pero más graves aún eran
las objeciones con que combatían las afirmaciones bíblico-cristianas como
inconciliables con el pensamiento filosófico. Que, por ejemplo, Dios se
encarnara en un cuerpo mortal, experimentando por consiguiente un cambio en sí
mismo, era totalmente imposible. Estos reparos apuntaban en principio contra
las ideas bíblicas de un Dios que actúa, toma para ello decisiones,
experimenta emociones (amor, dolor, odio); es decir, está sujeto a cambios
-desde el punto de vista filosófico-. El hecho de la resurrección no sólo
es una invención para el pensador pagano, sino que ni siquiera es
deseable: lo que él quería no era liberarse con el cuerpo, sino ser liberado
del cuerpo. Era otra imagen del hombre. Algo similar ocurría con la imagen
del mundo: la concepción bíblico-cristiana de que el hombre es el centro del
mundo y su «pieza» más valiosa, y que el cosmos existe por el hombre,
resultaba de una arrogancia desmedida. Por el contrario, el hombre está en el
cosmos que es la realidad mayor.
En
torno a cuanto afecta a las categorías fundamentales, ideas y esperanzas, el
pensador con los criterios de la filosofía griega tiene una visión diferente de
la que mantienen los cristianos. Los puntos de vista que
hemos analizado en el parágrafo precedente acerca de las diferencias
religiosas se enmarcan en este contexto. También los perjuicios
político-sociales, que el pagano atribuía a las aberraciones y propaganda de
los cristianos influyeron aquí a su vez en el ímpetu, acritud y finalidad de
la crítica: la ocupación detallada y cuidadosa de los paganos cultos en el
fenómeno del cristianismo, que para ellos resultaba en sí mismo absurdo, tenía
su razón de ser en la capacidad de la gente para sucumbir
-según ellos lo veían- a tal extravagancia. Los críticos avisaban y
hacían su propaganda con la esperanza de que quienes habían abrazado el
cristianismo volvieran a reflexionar sobre su pertenencia al mundo de la
religión y cultura antiguas.
Las
persecuciones de los cristianos en la época imperial romana tienen sus causas
en la suma de los puntos conflictivos expuestos. Cierto que las primeras
persecuciones llegaron del lado judío y tuvieron unos motivos específicos: la
sinagoga recurrió a las sanciones contra una parte de la comunidad
primitiva por razones de blasfemia y de herejía; y durante la segunda
guerra judía contra los romanos (132-135 d.C.) los cristianos fueron
objeto de persecución sangrienta en Palestina por parte de los
levantiscos evidentemente porque no apoyaban la rebelión y pasaban por colaboracionistas.
Y esto es algo que debe tenerse en cuenta también para la primera guerra
judía (66-70 d.C.). Pero las denominadas persecuciones romanas fueron
mucho más largas y cruentas. Como precedente y destino dejaron huellas
profundas en la teología, la espiritualidad y la visión del mundo y de la
historia del cristianismo primitivo. Los relatos martiriales, los escritos
teológicos y la historia devota certifican hasta qué punto la Iglesia antigua
se ocupó de este tema.
Para el
conocimiento de datos y desarrollo es importante tener en cuenta que en el
concepto «persecuciones de los cristianos» habitualmente se unen dos
procesos diferentes, que en modo alguno son idénticos. En efecto, ahí
entran tanto las medidas adoptadas y dirigidas por las autoridades
centrales del Estado (de los emperadores) contra los cristianos como los
innumerables pogroms espontáneos, es decir, los
ataques por parte de la población. Tales pogroms constituyeron la mayor parte de las persecuciones, mientras que las
acciones oficiales del Estado sólo se adoptaron contra los cristianos desde
mediados del siglo ni hasta comienzos del siglo IV.
El
primer empleo de la violencia contra los cristianos, a cuanto sabemos, se debió
al emperador Nerón (54-68); pero no fue una medida por motivos
religiosos, y por lo mismo no se trata de una persecución en
sentido estricto. Probablemente para desviar la irritación pública contra
él por el incendio de Roma, que él mismo había ordenado, Nerón buscó un
grupo bastante odiado como chivo expiatorio, para descargar sobre él
castigos crueles como cortina de humo, sin que nadie lamentase por
ello la suerte de los afectados. Hasta podía esperar el aplauso de la
población por su ataque brutal a los cristianos. Ello fue decisivo para la
imagen que muy pronto se difundió de ellos. Es posible que Pedro y Pablo
fueran entonces ejecutados.
Bajo el
emperador Domiciano (81-96), que se empeñó en lograr el culto imperial para su
persona y que emprendió «depuraciones» políticas de tipo tradicional,
parece ser que también hubo ejecuciones cristianas, en las que el motivo
religioso de lealtad puede haber desempeñado un cierto papel. Se ignoran
detalles más precisos.
En el
curso de los siglos II y III también hubo numerosas persecuciones, de índole claramente local y propulsadas «desde abajo». Sólo
tras los ataques y denuncias del pueblo intervinieron ocasionalmente las
autoridades. En los procesos que entonces se entablaron se evidenció una
inseguridad jurídica permanente acerca de qué era propiamente lo
constitutivo de crimen (aceptado de modo regular) en el hecho de ser cristiano:
¿Tenían que ser llevados ante los tribunales los cristianos por el mero
hecho de serlo y, en cualquier caso, porque el ser cristiano comportaba
necesariamente unos actos punibles? ¿O el ser cristiano no era de por sí
punible y era necesario demostrar caso por caso que existían
actos criminales?
Con la
publicación de la correspondencia que acerca del tema se intercambiaron el
gobernador del Asia Menor, Plinio, y el emperador Trajano (98-117) hacia
el año 112, se practicó en la época siguiente una jurisprudencia de
licitud discutible: el Estado no debía ciertamente tomar la iniciativa contra
los cristianos, pero a instancias de la acusación privada impondría penas
judiciales en el caso de que el acusado, previa exhortación del juez, no
abandonase el cristianismo. Aunque en el interrogatorio se obtuvieran
pruebas en contrario, se aceptó en general la existencia de criminalidad
para el hecho de ser cristiano. Al menos la persistencia en
el cristianismo, considerada como una rebelión, quedó tipificada como
ilícita y punible por ser una resistencia obstinada a las autoridades. El
trasfondo de tal incriminación fue ciertamente la hostilidad social que
cundía contra los cristianos.
Pese a
una cierta protección jurídica de los cristianos frente a las acusaciones
anónimas y falsas, que llegó con el emperador Adriano (117-138), esta
situación constituía una amenaza permanente y posibilitó los enjuiciamientos de
los cristianos que se llevaron a cabo en las más diversas partes del
imperio sobre reclamaciones de la población. Estas persecuciones estaban
limitadas a un lugar, a menudo eran ocasionales y por lo general duraban
poco tiempo.
Las
medidas de represión planificada (como tentativas de eliminación) por parte del
Estado sólo empezaron en el siglo III, y desde luego que con una dureza inaudita.
Las pavorosas crisis de ese siglo (crisis económica y financiera, reveses
militares, epidemias) reclamaban del Estado medidas eficaces de
consolidación. Entre ellas contaba una política de restauración religiosa,
en forma de solicitud por el culto que asegurase la protección divina. El
año 250 el emperador Decio (249-251) ordenó la
obligación general de sacrificar bajo pena de muerte; cosa que se refería
a todos los habitantes del imperio, pero que evidentemente afectaba de una
manera particular a los cristianos cada vez más numerosos. El objetivo era la
aniquilación del cristianismo, no la de los cristianos. Mediante la prueba de
lealtad en el culto los cristianos debían volver a la religión y tradición
del imperio. La negativa provocó irremediablemente el castigo. Y la Iglesia
sufrió entonces graves pérdidas: los mártires fueron muchos, pero los
apóstatas muchos más.
La
misma política persecutoria alentaron también Valeriano (253-260) y Galieno (253-268), aunque ya el año 260 Galieno promulgó un edicto de tolerancia, con lo que
frenó dicha política. La causa inmediata de que los emperadores se
ocupasen ahora políticamente de los cristianos fue el incremento patente
de aquella minoría políticamente peligrosa en el siglo III, en
una época en que la abundancia de problemas políticos, económicos, etc.,
la unión y lealtad de los ciudadanos así como la protección de los dioses
se perfilaban más importantes que nunca.
Todo
ello halló eco también en la política de Diocleciano (284-305), que por su
dureza fue catastrófica para los cristianos. La represión, implantada y
graduada metódicamente (primero contra los clérigos y después contra los
seglares) desde 303, tenía también como objetivo la aniquilación del
cristianismo y el hacer entrar en juicio a los cristianos. Estas medidas de
Diocleciano, al igual que las de sus predecesores, hay que verlas en
el marco de una amplia política de reforma y restauración. Que el
éxito esperado no llegó, se confirma sobre todo por el hecho de que Galerio (302-311), primero como co-emperador
y después como sucesor de Diocleciano y destacado enemigo de los
cristianos, emitió en su condición de perseguidor el edicto de tolerancia de 30
de abril de 311 y poco antes de su muerte declaró concluida dicha
política. Allí declara abiertamente su fracaso; pero casi es todavía más
importante el que invitase a los cristianos «a orar a su Dios por nuestra
salvación (la salus del César), por la del Estado y por la de ellos mismos». Es la primera vez
en la historia del cristianismo y del imperio romano que se tiene en cuenta
dentro de las «directrices» políticas de un emperador pagano el poder
y la ayuda del Dios de los cristianos y, en consecuencia, la positiva
contribución de los cristianos a la política (mediante la oración o el
culto). El edicto de Galerio proclama que ahora
ya puede haber cristianos, «aunque bajo la condición de que en modo
alguno actúen contra la constitución del Estado». Ahí se renueva una vez
más el deber de lealtad, aunque por el momento de una manera ficticia, cuando
debería haberse omitido por haber fracasado: los cristianos no
podían cumplir las exigencias del Estado pagano en el terreno cúltico. Así las cosas, Galerio pensaba que al menos el culto cristiano debía redundar en beneficio del
Estado. Se trataba de un auténtico giro en las relaciones del imperio
romano con el cristianismo.
Después
del edicto de Galerio y a pesar de la declaración de
tolerancia en el protocolo de Milán (313) promulgado por Constantino y Licinio
estallaron nuevas persecuciones en Oriente por obra de co-emperadores
o competidores de Constantino (Maximino Daya,
Licinio) hasta que el 324 éste se hizo con el mando único. Se cebaron en
los cristianos como potenciales partidarios del rival Constantino; se
debieron, pues, más a razones tácticas que religiosas, aunque había ideología
religiosa.
En
conjunto todas las persecuciones estatales se realizaron de un modo
relativamente inconsecuente y sin un criterio unitario. De ahí su limitada
eficacia. En la parte occidental del imperio fueron en general
menos consecuentes y duras que en Oriente. Cuando el 311 Galerio emitió el edicto de tolerancia, hacía largo tiempo
que las persecuciones de los cristianos, como instrumentos de política,
contradecían a la concepción y la praxis de Occidente. Hubo además largos,
y hasta predominantes, períodos sin persecución, aunque a menudo no sin
peligro. Pero los procesos no dejaron de constituir una dura prueba para la
Iglesia, en cuya fuerza de resistencia acabaron fracasando. En la intensa
proximidad al martirio, la Iglesia pudo afrontarlo cada vez con mayor
fuerza. Las «penas» empleadas contra las comunidades consistían en el
encarcelamiento de los prelados, la expropiación de cementerios y edificios,
incautación de libros (la Biblia, etc.) y utensilios del culto. Para los
cristianos individualmente considerados las penas fueron la prisión, la
dificultad de movimientos, la privación de propiedades y derechos, el
destierro, los trabajos forzados, las torturas y mutilaciones y, en los casos extremos,
la ejecución. Pero no sólo hubo las penas estatales, sino también y sobre todo
la brutalidad incontrolada de los pogroms.
Los
motivos de las persecuciones se vieron por ambos bandos de forma muy diferente.
La Iglesia vio la auténtica causa en la impiedad y maldad moral de
los perseguidores y en su posesión por el demonio, furioso contra los
servidores del verdadero Dios; o también como castigo divino de los desórdenes intraeclesiales. Eran, pues, aspectos puramente
religiosos. Mas por parte del Estado y de la sociedad
lo decisivo fue todo el síndrome de las barreras racionales y emocionales
antes enumeradas, que se interponían entre el cristianismo y su
entorno, y entre las que fueron decisivos los aspectos políticos. Se
trataba de la lealtad y de la concordia de los cristianos con todos los
hombres en la imagen político-religiosa del mundo.
Y fue
fundamental la mentalidad de los romanos que lo veían todo, y de manera
particularísima la religión, bajo una perspectiva política. El juicio y la
decisión en el caso de las religiones extranjeras dependían
siempre de consideraciones intra y extrapolíticas (tranquilidad y seguridad pública,
prestigio del Estado). Y dado que tales consideraciones a menudo sólo
tienen una importancia momentánea y pueden cambiar rápidamente la política
religiosa de Roma frente a los cultos foráneos fue a menudo tan cambiante
e inconsecuente como en el tratamiento que se otorgó al cristianismo. Para
ello contaron además otros motivos: los romanos estaban convencidos de la obligación
de dar culto también a los dioses extranjeros; como «conquistadores del
mundo» intentaban asimismo resucitar las virtudes políticas de
la magnanimidad, la clemencia y la tolerancia, cuando se trataba de
pueblos extraños, de sus costumbres y religiones. Estas distintas
consideraciones podían, pues, desembocar en una política inconsecuente a todas
luces entre persecución y tolerancia.
Al lado
del aspecto político, todo ello tuvo también su vertiente jurídica. Hemos de
preguntarnos por la base jurídica y legal en la que se apoyaron las
medidas contra el cristianismo. En el imperio no existía una ley
general contra los cultos no romanos. La religión extranjera no era
un delito para los romanos. Pero sí que tenían unas valoraciones claras
del respeto a los dioses, de la costumbre de los antepasados y de la autoridad
del Estado. Cuando esos fundamentos estaban amenazados, no
era necesaria ninguna ley especial para tomar las contramedidas adecuadas;
bastaban esos criterios como directrices de la actuación política. Sólo en el
siglo III y a comienzos del IV promulgó el Estado algunas leyes (edictos)
contra el cristianismo. Hasta entonces había bastado el derecho punitivo
general de las autoridades para mantener el orden público. Sin unas
leyes precisas siempre quedaba ciertamente un espacio para valorar si
una religión foránea tenía o no carácter punible. De ahí procedía en el siglo n
la mentada inseguridad jurídica respecto de los cristianos. Pero en caso
de duda el asunto se resolvía a costa de los cristianos, pues, debido a
los numerosos prejuicios negativos, la duda tendía a trocarse en una
condena. Pero cuando, a partir de Decio unas
leyes precisas penaban el cristianismo, la situación jurídica quedó bien
clara, de modo que fueron necesarios los edictos de tolerancia en sentido
contrario para que cambiase el curso de los acontecimientos.
Las
valoraciones de tales procesos por parte de los paganos apenas si las
conocemos. Por el contrario, dentro del cristianismo hay una serie importante
de reacciones, que en parte fueron condición previa y en parte secuela de
la supervivencia de la religión cristiana. De importancia decisiva fue el
que en su tribulación no sólo conservasen el apoyo de unas virtudes
generales, como la fidelidad, la constancia y el desprecio de la
muerte, etcétera, sino que con su nueva fe poseyeran unas singularísimas
posibilidades de superación y consuelo en aquella situación: el Jesús
torturado, ejecutado y resucitado, el ideal de imitarle en su destino como el
tránsito de la vida a través de la muerte violenta, la
palpable semejanza con él en el sufrimiento (la pasión), todo
ello permitía reconocer de inmediato un sentido en el acontecer cruel. Los
anuncios de persecuciones de Jesús en los evangelios, la expectación
consciente de los dolores del fin del mundo, la idea de una lucha
dramática entre la verdad y el error no permitían que surgiera el pánico:
«tenía que» ocurrir así.
Naturalmente
que no sólo hubo campeones de la fe. Mas desde esas
fuentes les llegó a la comunidad y a los particulares la explicación de
los acontecimientos. En la minoría selecta de los mártires, como personas
semejantes a Cristo, hallaba la comunidad entera la realización de su
ideal y, por ende, su identidad, aunque no todos lograran ese ideal
elevado. La teología comunitaria práctica adquirió unos rasgos congruentes
en la ética y la piedad. Además, la presión externa fortaleció la cohesión
de la comunidad, aceleró el montaje de una organización fuerte y ante los
problemas que surgían fomentó la comunicación intraeclesial en los sínodos que se hicieron necesarios para resolverlos. Entre las
reacciones a que dio origen la persecución se cuenta también la
autodefensa contra incriminaciones y medidas injustas. En algunos casos
aislados esa autodefensa se exacerbó hasta trocarse en agresión contra los
perseguidores.
En el
contexto de las reacciones de los cristianos a la persecución hay que hablar de
los efectos de tales acontecimientos sobre la espiritualidad, la teología y la
cohesión de la comunidad. Las duras pruebas y el hecho de la apostasía de
muchos (especialmente bajo Decio) hicieron que se
endureciese la disciplina comunitaria para hacerles frente. Fe, moral y
disposición ascética preparaban al cristianismo para el trance grave. Dentro
de esas condiciones de vida difícil el ministerio y la persona del
obispo adquirieron una importancia superior en el cometido de dirigir y
organizar espiritualmente a unas comunidades a menudo inseguras.
La
autoridad episcopal creció especialmente al socaire de un conflicto que fue
dramático para la Iglesia antigua, a saber: la denominada controversia
penitencial. Pronto hubo que decidir si los muchos cristianos que habían
sido débiles en la persecución de Decio podían ser acogidos de nuevo en la Iglesia a petición apremiante de los
mismos; con otras palabras, si había que darles una posibilidad de
penitencia. Con ello estaba en juego su posibilidad de salvación. Entre
los rectores de la Iglesia las opiniones fueron desde la magnanimidad de
los «confesores» que en virtud de su propia perfección volvían a acoger
sin más a los apóstatas (lapsi) hasta
la postura rigurosa de quienes no concedían a los infortunados otra
posibilidad sino que la Iglesia los entregase al juicio de Dios.
La
discusión se amplió a la controversia acerca del ideal y compromiso en el
cristianismo, llevando la voz cantante en la misma el obispo Cipriano (m.
258) de Cartago, por una parte, y la Iglesia de Roma, por la otra.
Cipriano, personaje de gran importancia por su teología y su praxis para
el desarrollo del ministerio episcopal en Occidente, se impuso (y no sólo
en el Norte de Africa) con la modalidad de que
para los renegados la única posibilidad del retomo a la Iglesia estaba en
una práctica penitencial reglamentada y muy severa, en manos
exclusivamente del obispo dotado por Dios de la autoridad competente. El
movimiento de oposición se formó por la protesta en favor de una iglesia
rigorosa y específica de los «puros» (katharoi), con exclusión
de todos los pecadores. Su cabeza rectora era el presbítero romano Novaciono. El cisma se prolongó durante siglos, y la
iglesia novaciana (el novacianismo) se extendió por todo el imperio.
También esto fue una secuela de las persecuciones, como lo fue otro gran
cisma surgido el año 307 (o el 311/12) en el Norte de África: siguiendo
la corriente de la severa disciplina eclesiástica africana algunos
obispos, entre los que se contaba un tal Donato, sostenían que era
inválida la consagración del obispo de Cartago, Ceciliano,
porque entre los obispos que le habían consagrado se encontraba un traditor codicum,
es decir, un obispo que había sido débil en la persecución y había
entregado a las autoridades romanas libros o utensilios sagrados. En el aspecto
dogmático ello significaba que la validez y eficacia de un sacramento
dependía de la calidad moral de quien lo confería. La Iglesia se dividió
una vez más a propósito de esta disputa, y al lado de la Iglesia católica
surgió la iglesia donatista (el donatismo), que todavía en tiempos de Agustín
era la más numerosa en África (en los siglos IV-V).
En el
plano teológico y de la práctica eclesial ambos enfrentamientos, a propósito
del novacianismo y del donatismo, aportaron a la Iglesia unas clarificaciones
de solidez permanente: contra el rigorismo novaciano se impuso la
convicción de la potestad penitencial en los obispos de la Iglesia y la
praxis de una comunidad compasiva; por lo demás, frente a la liberalidad de los
confesores se frenó la inocuidad del pecado (de apostasía). Y frente a las objeciones donatistas se mantuvo la
independencia del sacramento respecto de la condición moral del que lo
administraba, con lo cual el receptor quedaba a resguardo de una
inseguridad desalentadora. Ambos cismas costaron a la Iglesia gran
cantidad de energías, efectivos y credibilidad. Como
fenómenos consecutivos a las persecuciones de los cristianos pertenecen a
la historia de la confrontación entre Estado e Iglesia.
El cambio operado desde Constantino
Después
de haber fracasado las medidas de eliminación del cristianismo, tomadas una y
otra vez por varios emperadores, con el edicto de tolerancia, promulgado
el año 311 por Galerio, en nombre de los cuatro
emperadores que entonces gobernaban (Galerio,
Maximino Daya, Constantino, Licinio), en el
curso de unos años se operó un cambio de política sobre el tema. De la
tolerancia oficial del cristianismo por parte del César perseguidor Galerio se pasó con Constantino (306-337) al reconocimiento
pleno, la equiparación y promoción, desembocando todo ello, a finales del siglo
iv, en la posición exclusivista del cristianismo como Iglesia del imperio y
religión estatal (Teodosio I, 379-395), que ya en el siglo VI (Justiniano
I, 527-565) muestra unas estructuras firmes. Este proceso está «ordenado»
y dirigido por la política estatal y la legislación religiosa de los
siglos IV-VI. Ello significó para la Iglesia un cambio profundo de la
situación y unas consecuencias decisivas.
Constantino
(306-337) fue emperador desde el 306 sobre algunas partes del imperio de
Occidente (Galia, Britania). En su victoria sobre su rival de
Occidente, Majencio, lograda el año 312 sobre el
Puente Milvio, a las puertas de Roma, y que para
él representó la hegemonía sobre todo el imperio occidental incluida
Roma, vio Constantino a lo largo de toda su vida el cambio decisivo
en su carrera. Con una mentalidad perfectamente coherente con la concepción
romana de la religión y en el mejor estilo de la propaganda política coetánea
presentó ese éxito político-militar como una intervención directa de la
divinidad, que le había elegido como instrumento y representante para la
dirección del mundo. También el pueblo vio satisfecho en los
acontecimientos una señal del cielo en favor de Constantino.
Ya
antes de la batalla decisiva, Constantino se había decidido, en caso de
victoria, por una orientación procristiana en la
política religiosa. Cuando alcanzó el triunfo decisivo para el dominio de
Occidente pese a su insegura posición inicial, el emperador lo atribuyó a
que había acudido a la batalla utilizando símbolos cristianos (el sol
y la cruz) como estandartes militares y bajo el voto de seguir una
política procristiana. E inmediatamente después dio
signos indicativos de su nuevo rumbo al sustituir, por ejemplo, en los
discursos y edictos oficiales los nombres de los dioses romanos por conceptos abstractos
(divinitas), al no cumplir los ritos obligatorios del culto pagano (como
eran los sacrificios después de la victoria) y hacer acuñar monedas con el
monograma de Cristo.
Para
sus súbditos, gentiles y cristianos, este giro religioso-político fue
sorprendente. Que en el curso de la política un emperador forzase y renovase el
culto de un dios determinado era algo que ocurría a menudo. Constantino no
hizo ningún tipo nuevo de política, sino que en principio continuaba
formalmente la política de Diocleciano en los asuntos constitucionales,
administrativos, militares y hasta religiosos. Su importancia histórica e
histórico-eclesiástica está en que se decidió por el cristianismo; lo que
tuvo enormes consecuencias. E incansablemente declaró Constantino a la
población que el afianzamiento de su soberanía significaba la
irrupción de una nueva era, como ya habían proclamado otros Césares
sobre sus gobiernos. Y, con fines propagandísticos, ilustró su propia decisión
político-religiosa en favor del cristianismo bajo la forma de una visión,
que había tenido antes de la batalla contra Majencio.
Tales
visiones como señales de la divinidad también pretendieron haberlas tenido
otros emperadores (por ejemplo, Diocleciano, Licinio), y del propio Constantino
se decía ya desde años antes que había tenido en la Galia una visión del
dios solar Apolo. Para los hombres de finales de la Antigüedad ciertas
decisiones importantes y algunos acontecimientos decisivos iban ligados
a signos maravillosos y a visiones en sueños. La visión de
Constantino, del año 312, en que se le habría vaticinado su victoria sobre Majencio y con ella su misión futura, se nos ha
transmitido en redacciones muy diferentes (Lactancio, De mortibus persecutorum; Eusebio, Vita Constantini), aunque coinciden
en que Constantino vio una cruz o un signo cristiano, por lo que a partir
del 312 vio su línea política vinculada al cristianismo.
La
figura de Constantino ha sido enjuiciada hasta hoy de diversas maneras, y se
discuten sobre todo estos acontecimientos del comienzo de su carrera. Los
cristianos, que habían vivido el cambio profundo, estaban persuadidos de que el
emperador pagano se había convertido de los ídolos al Dios de los cristianos
por disposición divina, y que había contribuido a que la verdad
del evangelio se impusiera en el mundo y en la historia, poniendo fin
a todas las represiones contra el cristianismo. Históricamente, sin embargo, el
asunto se presenta de modo diferente. Constantino no experimentó ninguna
conversión; no hay indicio alguno de que cambiara de fe. Jamás dijo de sí
mismo que se hubiera vuelto a otro dios. Mucho antes de su decisión en
favor del cristianismo el emperador tendía ya más bien en su religiosidad hacia
el monoteísmo de forma perfectamente clara y creciente, que practicaba en
el culto de una divinidad descrita con atributos muy abstractos. Al tiempo
de su benevolencia hacia el cristianismo esa divinidad era para él el
Sol Invictus (el dios Sol victorioso), con el que
se hizo representar en las monedas. Y, según Eusebio (Vita Constantini), en la visión iban
unidos el Sol (el dios solar) y la cruz.
A ese
dios Sol nunca lo abandonó Constantino. El cambio espectacular consistió en que
cambió el culto (la forma de adoración) a ese dios y en que eligió el
cristianismo. Para él el dios de los cristianos se identificaba con el
dios al que él daba culto. Desde la perspectiva constantiniana el Estado
requería una religión estrictamente monárquica en su imagen de dios y del
mundo, que se encarnase y continuase sobre la tierra con la monarquía
política del cesarismo absoluto. En su idea del ordenamiento
religioso-político universal hay un único (y supremo) Dios que tiene el
gobierno del mundo. El instrumento de su soberanía sobre la tierra es el
único emperador (y como tal habría de imponerse Constantino sobre sus
rivales) que rige el imperio universal (romano). Y de acuerdo con estos
criterios hizo Constantino su elección, cuando otorgó al cristianismo, con
su único Dios exclusivo, la primacía sobre las antiguas religiones de los
muchos dioses.
Así,
pues, la pregunta alternativa que suele hacerse de si Constantino se «hizo
cristiano» por cálculos políticos o por motivos puramente religiosos es un
planteamiento falso, porque en Roma no podían separarse la razón de Estado
y la religión. Constantino vio en el cristianismo una religión cúltica según la concepción romana (sólo más tarde comprendería
la importancia de la confesión en el cristianismo), que, a juzgar por las
estructuras que de ella podían reconocerse (organización jerárquica,
unidad ideal a escala del imperio, universalismo, capacidad histórica para
imponerse) era sumamente idónea para conllevar el cometido del Estado.
El año
313, Constantino pactó con su colega imperial Licinio un acuerdo religioso-político
en Milán dentro de la línea de su propia política. Y ese Protocolo de
Milán del 313 se promulgó para conocimiento de la población del
imperio. Contenía la equiparación del cristianismo con los cultos
anteriores. Más tarde Constantino eliminó por la vía militar a su rival
Licinio en Oriente, quedando desde el 324 como señor único del imperio.
Con ello su cambio se abrió paso y pudo imponerse a escala imperial. Sin
embargo en su política religiosa Constantino se mostró paciente y
tolerante; es decir, que no actuó con precipitación ni empleando la
violencia contra los paganos y los judíos. Pero sí que fomentó de continuo
la cristianización del imperio y de la sociedad mediante
la legislación, la construcción de templos, la política eclesial y la
propaganda. Su piedad personal siguió siendo en buena medida
romano-política, aunque adquiriendo poco a poco elementos cristianos, sin
reclamar no obstante que el emperador se hiciera bautizar.
Constantino sólo recibió el bautismo inmediatamente antes de
morir. Como «obispo (inspector) para los de fuera» (es decir, para
cristianos y no cristianos), como parece que se designó a sí mismo, en su
actuación religiosa como en la política, Constantino tuvo también en
cuenta a los paganos, de los que también era emperador, pero cuidó -como
cualquier emperador romano- del culto, y ello significa que se cuidó del
cristianismo.
La
Iglesia vivió y saludó esa política religiosa como beneficiosa en grado sumo.
Junto con los cultos paganos también ella recibía ahora subvenciones y
privilegios. Sus obispos entraron en un status social alto con
prestigiosos cometidos estatales (jurisdicción). Hubo protección imperial para
el cristianismo. Las reservas y críticas sólo llegaron de manera aislada y
sólo hacia las consecuencias negativas del nuevo papel del cristianismo.
El obispo Eusebio de Cesárea (f. ca. 339) fue el tipo de eclesiástico entusiasmado con
la nueva situación y que en sus escritos describió este curso sorprendente
de las cosas con gran optimismo, incluso desde el lado cristiano, como la
dirección divina de la historia.
Mientras
que personalmente Constantino no procedió de un modo totalitario, sino que
otorgó la misma categoría política a cristianismo y paganismo (aunque
en su foro interno y hasta de palabra rechazara abiertamente el
paganismo), los emperadores del período siguiente procuraron hábilmente
imponer privilegios y ventajas en favor de la Iglesia, pero para
controlarla mejor como instrumento de su política imperial. Entre los
hijos de Constantino fue sobre todo Constancio II (337-361), al que
luego siguieron otros emperadores del siglo IV, el que más impulsó el
curso de las cosas en ambas direcciones con una política y legislación
intolerante. El paganismo fue cada vez más víctima de la opresión,
mientras que los judíos veían disminuidas sus posibilidades.
La Iglesia, por el contrario, se fue integrando más estrechamente en el
sistema imperial; lo que, por otra parte, tuvo como secuela una pérdida de
su autonomía y libertad y el que sufriera unas represiones masivas
del Estado.
Finalmente,
los herejes fueron tratados con singular dureza como principales factores de
distorsión en el nuevo sistema.
Consideremos
sin más preámbulos uno de los momentos culminantes de esa evolución en el siglo
IV. Y hay que verlo en el hecho de que bajo el emperador Teodosio I
(379-395) el cristianismo como Iglesia imperial desempeña las funciones de una
verdadera religión del Estado. En un edicto del 28 de febrero de 380
dicho emperador imponía el cristianismo a todos los súbditos del
imperio (con lo que prohibía el paganismo), y en concreto (según se dice)
conforme a la fe de los obispos Dámaso de Roma y Pedro de Alejandría. Lo
cual significaba la confesión de fe del concilio de Nicea (celebrado en 325). A
tan singular medida respondía una política eclesial consecuente de dirigismo
imperial, sin previa consulta a los obispos o a los sínodos.
Ello
quiere decir que el Estado asignaba al cristianismo la función que en el
imperio romano había tenido siempre el culto, a saber: la de asegurar la
necesaria adoración de Dios y la de integrar a la gente en la religión. Y
además el emperador decidía sobre esta religión estatal, sobre la que era
competente según la tradición romana en virtud de una competencia propia,
por cuanto que en una época de gran confusión dogmática imponía una determinada
confesión del cristianismo y en la ley sobre los herejes, del 381,
declaraba con autoridad estatal que la oposición a la confesión susodicha
era una herejía.
Estos
acontecimientos derivaban del nuevo papel de la Iglesia como religión del
Estado. La condición de Iglesia imperial, que poseía el cristianismo, descansaba sobre
un consenso entre Estado e Iglesia, que no carecía de conflictos. El
gobierno del emperador Justianiano I (527-565)
evidenció una vez más los síntomas con singular claridad. En tanto que monarca,
Justiniano se sabía como responsable primero del
imperio y de la religión. Política, administración y teología no eran sino
distintos campos de una única competencia. Por ello emprendió guerras
para restablecer el imperio cuarteado; pero con la misma finalidad
persiguió con leyes a herejes, judíos, religiones foráneas y paganos (fue
Justiniano quien cerró el año 529 la Universidad pagana de Atenas), escribió
tratados dogmáticos y convocó (como sus predecesores desde Constantino)
concilios. Con él el cristianismo entró por completo en las funciones del
sistema estatal.
Todo lo
cual tenía ya en Constantino su precisa base jurídica; el imperio romano con su
ordenamiento del imperio se ocupaba también del culto y de los
sacerdotes de la religión como de algo absolutamente esencial, y
en consecuencia también lo hacía ahora con el cristianismo. Con ello
la Iglesia era parte del sistema jurídico romano y estaba sujeta al
legislador (el César) como parte integrante de la estructura del ordenamiento
público. En su nueva condición de «corporación» (corpus) en el sentido
jurídico tenía también el derecho legal por el cual el emperador podía
otorgarle subvenciones, donaciones y cosas similares.
Los emperadores cristianos y los paganos
Todavía
en la época constantiniana hay que partir de una clara minoría numérica de los
cristianos. Pero, debido a la nueva política religiosa, la situación iba a
cambiar bien pronto. No obstante, las ideas de los emperadores cristianos
acerca de una rápida reunificación del imperio en la confesión cristiana
no fueron fáciles de llevar a la práctica, porque una parte muy
considerable de la población, perteneciente a todas las clases
sociales, continuaba siendo pagana o indiferente. Las viejas tradiciones
se conservaban firmemente, y la crítica al cristianismo del período preconstantiniano proseguía también ahora que habían
cambiado las circunstancias. Los paganos veían en el cambio operado por
Constantino una desgracia política equiparable a la pérdida de
toda protección divina. En la persona del emperador Juliano (361-363)
esa reacción conservadora se impuso transitoriamente incluso en el poder
político. Juliano redujo y criticó al cristianismo e intentó reanimar la
religiosidad pagana mediante nuevos impulsos y hacerla
atractiva (entre otras cosas compitiendo con la forma de vida
cristiano-eclesial).
Ese no
fue más que un episodio fugaz, mientras que la oposición pagana continuó. Y a
medida que se prolongaba el nuevo estado de cosas, tanto más fuerte
se hacía esa oposición en los obstinados fanático-reaccionarios, bajo
formas de resistencia pasiva y en ocasiones también activa. Uno de los
incidentes más famosos fue la disputa acerca del altar de la Victoria, en
el que se dejó sentir claramente la vieja fe de la aristocracia senatorial
romana. El año 382 el emperador Graciano (367-383) hizo retirar del salón
de sesiones del senado, en Roma, el altar que allí se alzaba ante la
estatua de la diosa Victoria desde el año 29 a.C. y en el que se ofrecían
sacrificios previos a las sesiones. Se trataba naturalmente de un objeto
religioso de primerísima categoría. Ya en 356 Constancio II había mandado
retirarlo; pero Juliano lo devolvió a su lugar. Mediante instancias,
solicitudes y argumentaciones durante los años 382 y 384 los círculos
senatoriales casi obtuvieron del emperador que revocase la orden. Pero los
obispos Dámaso de Roma y el de Milán, Ambrosio, que aún tenía mayor
influencia, hicieron ver al César cuál era su obligación de gobernante
hacia la verdadera religión. Y el altar no volvió a colocarse. Y desde
entonces los paganos hubieron de experimentar de continuo la actitud intolerante
de la religión nueva.
Otro
signo de la separación del cesarismo romano del viejo culto, y que los
coetáneos debieron de tolerar muy mal, fue la negativa a recibir el título
imperial de Pontifex maximus (sacerdote supremo), primero por parte de Teodosio I el año 379 y después
por Graciano en 382. Cierto que los emperadores habían
continuado ocupando de hecho su antigua posición político-religiosa,
conforme a la concepción que tenían de sí mismos (porque sus predecesores
desde Constantino no habían visto motivo alguno para renunciar al título),
pero ciertamente que ya no por lo que se refería al viejo culto.
A
partir de los hijos de Constantino llegaron también las medidas legislativas
del Estado: prohibición de los sacrificios paganos y de la veneración de las
estatuas, cierre de los templos, cese de las subvenciones estatales a
las corporaciones de sacerdotes y otras represalias, que con anterioridad
se habían practicado contra los cristianos. No todos los emperadores
siguieron esa política. Las razones de Estado imponían en cada caso (como antes
contra los cristianos) la elección de los medios, entre la opresión y la
tolerancia. En general las leyes imperiales tuvieron un efecto mayor como
amenaza que como normas aplicadas de hecho. La práctica
política había de tener en cuenta muchos aspectos. Lo cual
sin embargo nada cambia del carácter fundamentalmente intolerante de
la política imperial. Abundan los ejemplos de que cristianismo e Iglesia
confirmaron al Estado en esa intolerancia, llegando incluso a fomentar el
sentimiento antipagano, cometiendo actos de violencia
contra los fieles de otras creencias y no estando en disposición de practicar
aquella tolerancia por la que a menudo habían clamado en el período preconstantiniano cuando les tocaba sufrir. Con la
nueva actualidad de la cuestión de la verdad dogmática, que el
cristianismo aporta a la sociedad de la antigüedad tardía, aparece el
reverso problemático de una historia de permanente intolerancia religiosa.
Los emperadores cristianos y la Iglesia
Las
relaciones entre Iglesia y Estado se convirtieron en un problema hasta entonces
desconocido, con la nueva situación imperial-eclesiástica. Hubieron de
aclararse mediante procesos complicados, que a menudo resultaban
conflictivos para ambas partes. Los emperadores cristianos actuaron, en
efecto, desde una idea cesarista, que llegaba sin cambios desde la antigua
filosofía política y que se había equipado con unos conceptos religiosos
fundamentales, pero que no respondían al cristianismo. Las colisiones eran
inevitables. Los emperadores y su administración tuvieron con la Iglesia
al menos la misma cantidad de conflictos que con los paganos,
los judíos y los herejes. Y la Iglesia, por su parte, tuvo a menudo
enormes dificultades por asegurarse la libertad frente al Estado que
necesitaba para regular su propio campo de acción. Hubo discrepancia de
intereses entre Estado e Iglesia en el campo del dogma y de la
unidad eclesial. Para la Iglesia lo primordial era el dogma; para el
Estado, la unidad religioso-política.
Además,
por parte del cristianismo no había teoría alguna con la que poder definir la
singular posición del emperador a favor o frente a la Iglesia: no era
obispo ni papa, y pese a ello tenía una competencia (en
principio reconocida por todos) que superaba en muchos puntos a la
jurisdicción episcopal. A ello se sumaba que el cristianismo tampoco disponía
de ninguna fórmula, de ninguna teoría acerca de sus relaciones con el Estado,
acerca de las relaciones entre los dos «poderes» -como se diría más
tarde-: el espiritual de los obispos y el civil del Estado. Y el asunto se
complicó tanto en el siglo iv, porque -muy en la línea romana- el
emperador reclamaba jurisdicción incluso en el terreno religioso-cúltico, que de acuerdo con los conceptos cristianos era
competencia exclusiva de los obispos. Todo esto no estaba clarificado realmente
en tiempos de la Iglesia antigua. Incluso entre los mismos cristianos las
opiniones eran muy diferentes, condicionadas como estaban por
intereses localistas, partidistas y teológicos. Hay algunos
sucesos que permiten demostrar las nuevas dificultades con las que se
encontró el Estado en las postrimerías de la antigüedad.
Así,
muy poco después de su giro político Constantino sufrió un primer desengaño con
el cristianismo bajo la forma de la disputa donatista. La Iglesia, a la
que él había atribuido una fuerza unificadora para el imperio, se había
dividido en sí misma y era incapaz de restablecer su propia unidad. En una
Iglesia imperial un problema de esta índole se convertía inevitablemente
en un caso político, porque el emperador tenía que comprometerse en virtud
del postulado superior de la unidad y del orden políticos.
En la controversia donatista se trataba, por una parte, del ideal religioso de
santidad y de la disciplina eclesiástica, mientras que, por la otra,
estaban en juego unas posiciones dogmáticas. Ceciliano de Cartago había sido ordenado obispo el año 311/312 legítima y
válidamente, si era verdad que lo había sido por un obispo traditor,
es decir, por alguien que había flaqueado en la persecución. ¿O había
que reconocer a su rival, propuesto como antiobispo por el partido rigorista en una elección inapelable (se trataba de Mayorino, y
su sucesor fue Donato)?
En el
Norte de África la disputa se endureció aún más con complicaciones políticas,
sociales, religiosas y étnicas, y de hecho se presentaba como un cisma
insoluble con dos iglesias separadas (y separada asimismo la población en
dos bandos).
Constantino
empezó considerando como Iglesia únicamente a los «católicos» (los cecilianos), lo que comportaba unas consecuencias
financieras y de otros tipos. Pero ante la protesta de los donatistas inició un
proceso de arreglo, encargando un laudo arbitral a tres obispos de la
Galia, presididos por el obispo Milcíades de Roma.
Dado el fracaso de esta medida (los perdedores donatistas no aceptaron la
sentencia), intentó Constantino lo mismo con un tribunal mayor, compuesto
por representantes de todas las iglesias occidentales como jueces en
el sínodo de Arles (314). Sus expectativas de poder restablecer la unidad
conforme al ethos cristiano, se vieron defraudadas de nuevo. Los donatistas protestaron y
provocaron agitaciones contra la sentencia adversa una vez más. Y entonces
el emperador consideró el asunto como tarea suya personal, y
persuadido como estaba de la irregularidad de la posición
donatista, empleó la fuerza contra ellos. Las fuerzas del orden
procedieron contra las posesiones eclesiásticas de los donatistas, llegando
incluso al derramamiento de sangre por la resistencia agresiva con que
toparon. Los donatistas se proclamaron desde entonces como la verdadera y
fiel Iglesia de los mártires, que conservaba el ideal de santidad de la
época de los mártires y que había sufrido persecución por parte del nuevo
emperador.
En este
asunto hay que destacar sobre todo dos cosas:
1) Sólo
cuando los donatistas hubieron de sufrir la presión jurídica y policial, es
decir, sólo cuando la intervención del Estado en la controversia eclesiástica
resultó perjudicial para ellos, levantaron la protesta -que se nos ha
transmitido literalmente-: «¿Qué tiene que ver el
emperador con la Iglesia?» Pero habían sido ellos mismos los primeros en
recurrir al emperador. Es esto algo que se repite con frecuencia en la
historia antigua de la Iglesia: quienes se benefician de la política
imperial encuentran correcta y aceptan la intervención estatal, mientras que
los perjudicados no sólo formulan protestas sino que discuten en principio la
legitimidad de las intervenciones estatales en la Iglesia. Ya se ve cómo
la falta de una explicación fundamental del problema se aprovechaba
en favor de opciones partidistas.
2)
Igualmente es significativa la posición del emperador así como el asentimiento
de los obispos católicos. Constantino consideró su deber procurar el orden
público, que con el donatismo estaba gravemente perturbado, al menos
en el Norte de África. Y sobre todo vio que el orden y la unidad se
habían perdido en el ámbito del culto, que para él era lo más importante.
La Iglesia, que como religión imperial debía contribuir a garantizar el
éxito de la era constantiniana, ponía en juego la paz. El
remedio estaba en la competencia del emperador tal como la conocía el
Estado romano.
Y los
cristianos, como todos los coetáneos, vieron en las medidas de política
religiosa (y ahora de política eclesial) de Constantino el cumplimiento de
unos deberes y funciones imperiales que le imponía el derecho romano. Pero
su asentimiento sólo duraba por lo general mientras se derivaban ventajas y
beneficios de tales decisiones. No estaban claras las relaciones entre
Iglesia y emperador. Después de algunos años de política represiva sin
éxito, Constantino acabó por mostrarse tolerante con los donatistas
abandonándolos al juicio de Dios. Evidentemente para él el empleo de la
violencia no era a la larga un recurso político adecuado.
Entre tolerancia y persecución el donatismo pervivió hasta el siglo V,
cuando junto con la Iglesia católica fue barrido del Norte de África por las
incursiones de los vándalos.
Sintomáticas
de la política eclesial de Constantino fueron también sus medidas en la
denominada controversia arriana, que significó para él otro desengaño de
la nueva religión elegida por él como fundamento de la unidad
imperial. Se trataba del debate dogmático, desarrollado en tono polémico,
sobre la concepción cristiana de Dios, sobre la concepción trinitaria o la
relación entre Dios y Jesucristo (Logos). El enfrentamiento surgió en
Alejandría el año 318, entre el obispo Alejandro y el sacerdote Arrio. Pronto se combatió en torno a la cuestión por
todo el imperio con abundantes polémicas, agresiones y condenas,
provocando un desgarrón deprimente de la unidad cristiana. El concilio de
Nicea, celebrado en 325, y que más tarde se designaría como el primer concilio
ecuménico, tomó una decisión sin que pudiera poner fin a la controversia,
que se prolongó hasta finales del siglo iv y aún más allá.
Cuando
el año 324 quedó Constantino como único soberano, Alejandría y las otras
regiones en las que se había desarrollado el debate, entraron de nuevo en
su jurisdicción. Pero el emperador mostró escasa comprensión por el
asunto, tuvo por baladí el objeto del debate, infravaloró de continuo la
necesidad de su discusión y apeló apremiantemente a la voluntad de
restablecer cuanto antes la unidad en la común convicción
cristiana. Esta vez la unidad se había roto escandalosamente en
el terreno del dogma. Y la decisión de Constantino es
bien significativa del concepto que se había formado tanto de la
religión como del cristianismo: se podía y se debía terminar enseguida con
la disputa acerca de la posición del Logos respecto de Dios, porque sus
consecuencias de desórdenes y divisiones entre el pueblo eran
nefastas. La preservación de la unidad era para Constantino mucho más
importante que el esclarecimiento dogmático de la definición. Pero en el
asunto mantuvo una perfecta neutralidad, aunque infra estimando la hondura
de las diferencias.
Para
los teólogos cristianos enfrentados se trataba de restablecer la unidad de la
Iglesia de tal modo que se definiese la recta confesión por la que habían
de medirse todas las doctrinas expuestas y excluir a los herejes. Para el
emperador, en cambio, no podía ser conveniente la exclusión de grupos
enteros, porque ello significaba una división de la población del imperio
y nunca una política de reunificación. Fracasadas las tentativas de
mediación diplomática, el emperador eligió la vía del sínodo de
los obispos. La intención era que el concilio de Nicea, del 325,
fuera el primer concilio imperial, aunque la participación de las iglesias fue
muy dispar, y de las iglesias occidentales sólo hubo cinco representantes.
Para Constantino el arreglo del conflicto era tan apremiante y había adquirido
ya tal importancia objetiva, que convocó el sínodo cerca de su residencia
para poder asistir.
Y así
el sínodo estuvo por completo bajo su influencia. De la firme voluntad imperial
de lograr la unidad y la paz, y no la victoria de un partido sobre el otro
(un partido humillado significaba la prolongación del conflicto), se derivaron
unas negociaciones cuyo resultado fue una fórmula que -aunque de manera
parcial y transitoria- obtuvo la gran mayoría del concilio. Fue Constantino
quien convocó el sínodo; él fue quien decidió el ceremonial y el orden de
los asuntos, intervino en los debates y evidentemente propuso, o al menos
favoreció y acabó imponiendo el concepto clave de homousios (el Hijo de una
naturaleza igual a la del Padre) y él fue, finalmente, quien refrendó la
confesión de fe de Nicea.
El
concilio no pudo conseguir el objetivo de restablecer la paz y unidad, como lo
probará la historia inmediata. La unidad duró muy poco. Constantino había
dispuesto la clausura del sínodo de acuerdo también con una visión, con
una anticipación del futuro: al final invitaba a los obispos a un banquete con
motivo de su año jubilar de gobierno. En perfecta armonía se
sentaban con el emperador a la mesa y cesaban las discrepancias. Los
obispos, como servidores de Dios, ayudaban al emperador para el logro de
un imperio en paz, en el que sólo había seguidores de la nueva religión.
Emperador e Iglesia eran de consuno los sujetos de la actuación política. Mas todo eso no pasaba de ser una visión. Nicea
no significó el fin de la lucha intraeclesial por imponer unas fórmulas de fe (y unas aspiraciones de poder).
En los
dos episodios de la disputa donatista y de la arriana se puede reconocer
perfectamente la nueva situación de la Iglesia: sus problemas internos de
disciplina, dogma y unidad se convierten ahora en asuntos de política
estatal, para cuya solución ya no contaba sólo la Iglesia, que pronto ni
siquiera iba a ser autónoma. En la persona del emperador continuamente se
interesaban, incluso de forma activa, el Estado y la sociedad.
Los hechos de la vida eclesiástica habían adquirido una nueva importancia
cayendo bajo influencias hasta entonces desconocidas. La buena disposición
de los obispos a aceptar estas nuevas condiciones ha de explicarse
sin duda a partir de las concepciones jurídicas y
religiosas tradicionales en las que también ellos vivían; así
como desde la vivencia del gran cambio de la historia, que de momento
sólo se percibió en sus efectos liberadores y benéficos para el
cristianismo. Las aporías sólo afloraron más tarde. El entusiasmo relativamente
ingenuo del comienzo también tuvo que ver con el déficit
manifiesto de una ética política en la Iglesia, cosa que se debía a
la existencia que hasta entonces había llevado en un ghetto social.
Faltaban unas categorías, y casi cualquier reflexión, para ordenar lo nuevo que
había en la vinculación política, en el desarrollo de unas funciones
sociales y en la unidad de actuación con el Estado y el
emperador, fuera de los convencionales modelos (romanos). A
los emperadores, en cambio, les venía dada en la tradición romana su
praxis política y religiosa. Por todo ello, en el curso del tiempo, el
cristianismo se vio forzado a introducir al menos algunas «correcciones».
También
en la época que siguió a la era constantiniana la Iglesia y los emperadores
entraron una y otra vez en situaciones conflictivas, que no podían faltar
dados los supuestos. Cuando, por ejemplo, el hijo de Constantino,
Constancio II (337-361), como emperador de Oriente, en la disputa sobre la
fe trinitaria se puso del lado de la teología «arriana» que había logrado
mayor difusión, es decir, del lado de la oposición al concilio
de Nicea (como hiciera, por lo demás, Constantino en los últimos años
de su vida), los seguidores del concilio le criticaron por su partidismo y
apoyo político. Y fueron ciertamente obispos de la Iglesia occidental los
que, en medio de la confusión que siguió a Nicea, se reunieron con
obispos orientales en un sínodo unionista (que después fracasó), celebrado en Sárdica
(Sofía) el año 342/343, y rogaron por escrito al emperador que
diera instrucciones a sus influyentes funcionarios a fin de
que dejaran de intervenir en la vida eclesiástica ateniéndose a sus
funciones políticas, como si ambas cosas pudieran aún separarse. Se
trataba de la disputa a favor o en contra de Atanasio, a favor o en contra
de la teología conciliar de Nicea.
Es éste
uno de los casos en que al parecer se reclama la separación de Iglesia y
Estado; pero de hecho la parte no favorecida por el poder político, que
sin duda se tiene por ortodoxa, quiere impedir el apoyo estatal para
el otro bando, a fin de poder imponerse. Se espera que el Estado se
abstenga de tomar partido, al menos bajo una forma de tolerancia hacia
ambas fracciones. Las situaciones resultaban siempre insolubles, porque los
grupos cristianos eran irreconciliables entre sí y se acusaban mutuamente
de herejía. Con lo que al emperador, preocupado por la unidad, no le quedaba
más salida que la de tomar partido, a menudo apoyando a la mayoría
en cuestión con posibilidades de éxito. Así procedió Constancio n, cuando
el año 353 se convirtió en único señor y vio en consecuencia la
posibilidad política de unificar la confesión de fe en la Iglesia del
imperio. Como «arriano» convencido impuso la confesión arriana como
la confesión oficial, y en los sínodos de Arles (353) y de Milán
(355), por ejemplo, obligó por la fuerza a que firmasen los obispos de
Occidente, que se atenían a Nicea y a Atanasio. Hubo intervenciones grotescas
del emperador, violencia y destierro para los obispos que se le
resistieron, nombramientos de obispos fieles a la línea imperial. Con todo
ello Constancio no hacía sino llevar a la práctica la idea tradicional de
los soberanos, pero dentro de la Iglesia suscitó una crítica y
oposición masiva.
Lo que
se sacó de las desgraciadas experiencias con un emperador cristiano de otra
confesión no fue en cualquier caso la separación de Iglesia y Estado, sino la
necesidad de una delimitación más precisa de las competencias. Se advertía que
el emperador había traspasado brutalmente sus fronteras, pero las
fronteras no se marcaban con precisión sino que en ciertos casos eran
reclamadas por las partes que sufrían perjuicio. Entre los resistentes a
Constancio II, severamente castigados por su resistencia, se cuentan entre
otros los obispos Osio de Córdoba, Lucífero de
Cagliari, Eusebio de Vercelli, Hilario de Poitiers y Paulino de Tréveris.
En
líneas generales las relaciones entre Iglesia y Estado experimentaron en el
imperio occidental una evolución distinta que en Oriente, y ello aun después de
finalizada la edad antigua. Los obispos de las regiones orientales del
imperio fueron, para decirlo brevemente, generalmente más
contemporizadores con la política eclesiástica del Estado y más dispuestos
a respaldar la concepción autoritaria que los emperadores tenían de
sí mismos. Cierto que también allí hubo resistencias (por ejemplo,
las que opusieron Basilio, Atanasio); pero en principio fue la Iglesia
occidental la que más luchó por lograr una posición más distante y
soberana. Una serie de sucesos, acaecidos a finales del siglo IV, condujo
a la delimitación o imposición de las pretensiones respectivas.
El
obispo de Milán, Ambrosio (374-397), personaje destacado en política y en
teología, explicó con gran decisión frente a los emperadores de su tiempo
y puso en práctica las relaciones entre Iglesia y Estado desde
la perspectiva eclesiástica. A él se le presentaron
distintas ocasiones para delimitar en principio un campo de autonomía para
la Iglesia frente al que cesa la competencia imperial y en el que, a la
inversa, el emperador estaba sujeto a la jurisdicción eclesiástica. Ése
fue ante todo el campo del dogma. Si el emperador Graciano
(367-383) denegó a la oposición pagana la reposición del altar de la
Victoria en el salón del senado y si además revocó un (transitorio) edicto
de tolerancia para las diversas corrientes cristianas, ello se debió a la
enorme influencia de Ambrosio. Él fue quien indujo al emperador, que por
lo demás ya actuaba con un estilo estatal-eclesiástico casi sin ningún
compromiso a favor de la confesión nicena, a que procediera con mayor severidad.
Aquí el obispo impuso al emperador la obligación de hacer triunfar la verdad
eclesiástico-dogmática con medios políticos (incluida la violencia). Para
ello le dio también la necesaria instrucción objetiva sobre
la ortodoxia y procedió en cuantas medidas adoptó con la dureza de
quien está seguro de que la propia posición es la única sostenible. La
base problemática de tal seguridad era el concepto absoluto de una verdad, que
no permite junto a sí el derecho a vivir de ninguna otra opinión,
porque todo lo demás es error que debe ser reprimido.
En el
mismo contexto se enmarca otro episodio. El emperador Valentiniano II
(375/383-392) exigía en todas partes, y también en Milán, de parte de los
católicos el proveer un espacio sagrado para los cristianos arrianos de
las ciudades. En esta que se denominó «disputa de las basílicas» Ambrosio
volvió a oponerse sin compromiso de ningún género al sentir (esta vez
herético) del emperador; y en el curso de los enfrentamientos formuló
las reflexiones teóricas para sus posturas prácticas que apuntaban a unas
explicaciones fundamentales como nunca se habían dado. Reclamaba que fueran los
obispos los que decidieran en cuestiones de fe, y no los emperadores que
eran laicos y en algunos casos sólo catecúmenos. Como el año 386 algunos
soldados imperiales ocupasen su basílica, Ambrosio pronunció un discurso
apasionado que culminó en esta proclama: «El emperador está en la Iglesia, no
sobre la Iglesia.» Éste era un lenguaje nuevo en los
enfrentamientos. Ambrosio marcaba las diferencias entre obispo y emperador
a costa de la tradicional ideología cesarista.
Y
amplió el campo de las «cuestiones de fe», llegando la Iglesia a imponer
prescripciones al mismo emperador. Como Teodosio I (379-395) ordenase el año
388 que el obispo de Calinico (sobre el Éufrates)
debía financiar la reconstrucción de la sinagoga judía a la que los
cristianos habían pegado fuego, Ambrosio consideró la orden como
objetivamente falsa y como una transgresión de competencias. En caso de
conflicto entre cristianismo y judaísmo la alternativa (religiosa) se
plantea entre la verdad y el error, con derecho de vida de un solo
lado. La competente ahí es la Iglesia, y la que decide es la verdad. Y, en
efecto, Ambrosio obligó al emperador en Milán a que revocase la orden dada. La
jurisdicción universal -también religiosa- del emperador, fundada en las
teorías paganas de la soberanía, encontró aquí su frontera, aunque fuera
en unas máximas extrañas y de graves consecuencias del obispo cristiano.
He aquí su argumentación: «El motivo que te induce, César, es la solicitud
por el orden público. Pues bien, ¿qué pesa más: el ideal del orden público
o la realidad de la religión? El deber estatal de la vigilancia ha de
subordinarse a las exigencias de la adoración divina». Después de la tolerancia
también la paz o la justicia social quedan ahora sacrificadas a una
concepción abstracta y doctrinaria de la verdad. La verdad (dogmática) en
su formulación eclesiástica tiene un valor absoluto por encima de todas
las cosas. Definir su identidad y sus derechos es asunto de la Iglesia. El
emperador no puede construir su política desde puntos de vista
concurrentes con ella, pues en tal caso faltaría gravemente a su deber.
Finalmente,
hay un episodio de otro tipo que también entra aquí. En la ciudad de
Tesalónica, y a consecuencia de unas querellas locales, el año 390 fue
asesinado un funcionario imperial. Teodosio infligió un castigo draconiano a la
población con numerosos muertos a manos de sus soldados. Y entonces ocurrió
algo «increíble»: el obispo exigió al emperador una confesión de su culpa
y que solicitase de la Iglesia penitencia pública. Eso significaba en
realidad que, dentro de la Iglesia, el emperador era un laico y que estaba
sujeto a la disciplina eclesiástica, como cualquier cristiano. La
tradición refiere que Teodosio se sometió efectivamente a la penitencia de
la Iglesia. Ni el dogma ni la disciplina o sacramento establecen ninguna
distinción entre el emperador y los simples fieles. Ambrosio quiso señalar
unas diferencias claras en el campo de las competencias del Estado y de la
Iglesia. Y eso es lo que constituye el perfil occidental de la Iglesia en
el imperio: frente al emperador tiene sus parcelas autónomas, como el Estado
tiene las suyas; pero éste (de acuerdo con las directivas eclesiásticas)
debe brindar sus recursos y su ayuda para subvenir a las necesidades de la
Iglesia. A diferencia de lo que ocurría en el imperio oriental-bizantino
con la vinculación total de Iglesia y emperador, aquí persiste una distancia
relativa con una igualdad relativa de fines. Con ello quedaba notablemente
reducido el ideal de soberanía sacra de índole tradicional. En Ambrosio se
encuentran asimismo los inicios de una regulación del lenguaje para la
división explícita de poderes. Distingue entre el imperium (propio del emperador) y
el sacerdotium (propio de los obispos) para marcar una distinción neta entre las dos
competencias, que a la vez considera estrechamente relacionadas entre sí.
Y todo
esto lo ha llevado a cabo Ambrosio en su enfrentamiento con un emperador que
nada tenía de débil. Teodosio I hizo siempre hincapié, incluso frente
a la Iglesia y su clero, en la autoridad estatal de su régimen; pero, en
tanto que bautizado, también aceptó las «enseñanzas» del obispo Ambrosio.
Y al mismo tiempo fue el emperador con quien el cristianismo adoptó
definitivamente en todo el imperio su función de Iglesia estatal.
En el
tema de Iglesia y Estado hay que recordar también al obispo Agustín (354-430);
y no sólo porque en su tiempo él influyó decisivamente en tales
relaciones, sino porque a partir de sus ideas se forjaron las concepciones
fundamentales de la edad media. Agustín metía al Estado en el campo de lo
transitorio o pasajero. Por su naturaleza él lo ve como algo neutral y
pragmático, y en ciertas circunstancias puede ser pecaminoso -de acuerdo
con la tendencia de los intereses estatales, como podrían ser el orgullo, el
disfrute del poder y los vicios-. El Estado está sujeto a las exigencias
de la moral cristiana; pero según Agustín -a diferencia de
otras opiniones- no está llamado directamente a la difusión
y establecimiento de la verdad (del cristianismo). Su cometido es el orden
y la seguridad de las condiciones de vida presentes. La ayuda pública
concedida a la Iglesia (por ejemplo, en la controversia donatista) no es
propiamente deber del Estado sino de los cristianos que ocupan cargos
influyentes. Cuando Agustín justificaba la violencia de la fe (protegiendo
a la opinión pública de los perjuicios de la incredulidad y de la herejía,
y sobre todo con el éxito de la conversión por la fuerza),
no pretendía explicar las relaciones entre Iglesia y Estado, que para
él no parecen haber constituido un problema directo y central, ya que el
Estado no era tan importante a sus ojos. Cuando se le compara con sus
coetáneos paganos y cristianos, parece como si Agustín tuviera unas
ideas «secularizadas» e ilustradas de la soberanía: el Estado es una
realidad temporal y terrena.
Pero un
determinado modelo mental agustiniano sí que ha influido aunque en una
dirección completamente distinta. Agustín interpretó el mundo y la
historia con la idea de las dos «ciudades», «Estados» o «reinos» (civitates): la
«ciudad de Dios» (civitas Dei) y la «ciudad terrena» (terrena civitas y también civitas diaboli).
Aunque, según Agustín, estas dos realidades no coinciden en modo alguno
con la Iglesia y el Estado, y sus respectivos campos no se podrán separar
antes del fin del mundo (sus fronteras se entrecruzan a través de todas
las instituciones visibles, como la Iglesia y el Estado), lo cierto es que
más tarde su idea se entendió en el sentido de que la dualidad (o
división) de la realidad como perteneciente a Dios o a Satán ya puede
identificarse en el curso de la historia y las relaciones entre Estado («mundo»)
e Iglesia se pueden describir mediante la distinción de esos dos
ámbitos de soberanía o poder.
El papa
Gelasio (492-496) formuló la teoría de los dos poderes, que iba a ser
decisiva para épocas posteriores; el sacerdocio y la soberanía.
Consideraba igualmente justificadas y dotadas por el propio Cristo con su
respectiva jurisdicción, tanto «la sagrada autoridad de los obispos» como «el
poder de los reyes». Emperadores y obispos se reconocen y necesitan mutuamente
en sus respectivas competencias. Ya antes el papa León I (440-461) había
forzado la separación en el campo político. Es evidente que a partir de él
la creciente importancia que el papado romano va adquiriendo a lo largo
del siglo v en Occidente fue reforzando la tendencia autonómica de la
Iglesia frente al emperador (que por lo demás residía en Oriente). Mientras que
en los comienzos del imperio bizantino de Oriente la Iglesia estuvo sujeta
a los emperadores como cabezas supremas del imperio cristiano, la
Iglesia occidental se emancipaba cada vez más del emperador de Bizancio y
establecía unas relaciones nuevas con los Estados germánicos, que se habían
establecido en los antiguos territorios del imperio romano occidental,
tras las invasiones de los pueblos nórdicos.
El papa
Gregorio Magno (590-604) influyó notablemente en ese desarrollo al establecer
contactos, por motivos primordialmente pastorales, con francos y visigodos.
Posteriormente la Iglesia occidental escapó a la protección e influencia del
emperador de Oriente. En el encuentro con los nuevos Estados occidentales
y con sus concepciones germánicas de la política y la religión surgieron
unos planteamientos nuevos de las relaciones entre Iglesia y Estado que iban a
configurar la alta edad media occidental.
4. Vida y Organización de la Iglesia
Las
nuevas condiciones a partir de Constantino dejaron su huella en la fisionomía
de la Iglesia. Ciertamente que no todo lo que diferenciaba a la Iglesia del
siglo IV de la Iglesia de los siglos II y III se debió al «giro constantiniano»;
pero sí que ciertos desarrollos, iniciados con anterioridad, se vieron
favorecidos por las nuevas circunstancias. Y hubo además otras cosas
realmente nuevas y verdaderos cambios. Ante todo por el hecho de
convertirse la Iglesia en una corporación de derecho público, equiparada a
las otras religiones del imperio, adquirió una posición social
completamente distinta, si se compara con su condición precedente de una
minoría religiosa políticamente incómoda, socialmente odiada al máximo
y perseguida por el Estado. Ahora disfrutaba de una reputación pública. Y
esto era algo que cualquiera podía percibir: en las ciudades surgían por
doquier sus edificios de culto (las basílicas), financiadas por
el emperador. A partir del año 321, el domingo, como festividad cristiana
semanal, se convirtió para toda la sociedad en el día de descanso y culto. La
ayuda financiera estatal hizo posibles numerosas actividades visibles,
especialmente en el terreno social y caritativo.
Los
obispos, en tanto que representantes de la nueva religión imperial, obtuvieron
el status de funcionarios con los correspondientes privilegios, como
derechos de regalía, exención de impuestos, etc. El año 318 recibieron,
por ejemplo, la jurisdicción en los procesos civiles en que intervenían
cristianos, y otras competencias jurídicas. Simultáneamente tuvieron su sitio
correspondiente en el protocolo cortesano, lo que conllevaba a su
vez títulos, derechos cívicos y demás. Todo esto podía verse en las
insignias que llevaban, como el palio, sombrero especial, peculiar tipo de
calzado, anillo, etcétera. Según el rango que ocupaban tenían derecho a trono, incienso, besamanos, coro de cantores, etcétera.
Algunos de estos elementos rituales se conservan todavía hoy en la
Iglesia y entraron en la liturgia eclesial tomadas directamente del ceremonial
cortesano de los últimos años del imperio. Con tales atributos de
soberanía la concepción del ministerio eclesiástico tenía necesariamente
que cambiar. A los obispos se les podía conocer como dignatarios, pero no
ya como servidores.
Pero
los cambios calaron todavía más hondo. En el apartado precedente hemos hablado
de cómo el cristianismo asumió como algo connatural la sacralización pagana del
César. A partir de la representación de Dios o de Cristo en el emperador,
la concepción imperial tenía que marcar también la imagen de Dios y sobre
todo la imagen de Cristo. Era consecuente concebir y representar a Cristo
según el modelo del Imperator, concepción que siguió imperando hasta la
baja edad media. Cristo era ahora el soberano, el Pantocrátor que domina
el arte cristiano antiguo con los atributos gloriosos del trono y el
gesto dominador de la mano alzada, la aureola, el palacio, la servidumbre,
etc. A la misma idea responden las construcciones eclesiales: la basílica
como salón imperial del trono con arcos triunfales, el trono con
baldaquino y la imagen del Pantocrátor. Y la imagen plástica marcó naturalmente
la piedad y las relaciones con el Cristo así representado, al que se
adoraba con los atributos de la dignidad imperial.
Enlazando
con la concepción romana de la religión, el cristianismo eclesiástico-imperial
se entendió marcadamente como un culto, siendo a su vez la concepción cúltica más romana que bíblica o la propia del cristianismo
primitivo. Es curioso que los fundamentos bíblicos de las instituciones cúlticas de la Iglesia se tomen a partir del siglo IV
exclusivamente del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta la crítica o
las correcciones que de esa mentalidad hacen Jesús y los primeros
cristianos. Esto vale sobre todo por lo que respecta a la pureza
de los sacrificios, de los sacerdotes y del culto, ideas que sólo
podían derivarse de textos veterotestamentarios y extracristianos (romanos), ya que se trataba de
instituciones ajenas al cristianismo primitivo.
En la
piedad eclesial hubo gran cantidad de prácticas religiosas, que total o
parcialmente tenían un origen pagano, y que pudieron introducirse o mantenerse
sin recelos porque ya se vivía en la nueva era en la que el paganismo se
consideraba superado y en buena medida había desaparecido el miedo de un
contagio por parte de lo extraño al cristianismo. En el culto de los
mártires, de los difuntos y de las reliquias pervivían reminiscencias paganas,
al igual que en las peregrinaciones, la creencia en milagrerías, los usos
mágicos, etc. Muchos obispos criticaron tales cosas y exhortaron a las
gentes a la verdadera conversión, a la forma cristiana de vida
piadosa. Muchas de esas cosas eran justamente síntoma de una conversión
insuficiente y de un conocimiento defectuoso del cristianismo.
En el
siglo IV constantiniano la Iglesia no siempre llevó las de ganar. Al igual que
sus relaciones con el Estado y la sociedad le plantearon numerosos
problemas para su propia identidad, también tuvo dificultades en el campo
de la pastoral. Los obispos y las comunidades hubieron de sufrir mucho por un
cristianismo coyuntural con un nivel bajísimo en la fe y la moral, y
las reacciones fueron muy dispares.
En
conjunto los cambios enumerados de la Iglesia se fueron «deslizando» de forma
natural. Pero desde Constantino el movimiento se aceleró y se abrieron
muchas posibilidades nuevas. En su totalidad muestran el «ensamblaje» de
la Iglesia con las respectivas valoraciones e intereses de su tiempo así
como la forma en que recibió la influencia de las circunstancias
político-culturales de su época.
El
principal interés de la Iglesia antigua fue el de realizar su vida como una
comunidad de creyentes. Y lo hizo con la creación de comunidades locales,
con la organización de sus funciones, con la celebración litúrgica de los
misterios de la fe, con la formulación y actualización de la confesión
cristiana y con la praxis ética del cristianismo. Todo ello le apremiaba
mucho más que, por ejemplo, la regulación básica de sus relaciones
con la sociedad y con el Estado, y más también que una expansión
geográfica planificada del cristianismo. En el desarrollo de sus formas de
vida y de su confesión la Iglesia antigua evidenció una gran seguridad y
creatividad, orientándose para ello por la Biblia, las
tradiciones crecientes y fijadas y por las necesidades de
cada momento.
Doquiera
que el cristianismo arraigaba se formaban comunidades; es decir, (pequeños)
grupos de personas con la misma convicción, el mismo ethos vital y una
vida intensa de grupo De ahí que al principio la palabra iglesia
designase la comunidad particular de un determinado lugar. Eso ocurrió ya en el
cristianismo primitivo, pero el empleo del término se mantuvo también en
los siglos siguientes. Como iglesia local, la comunidad era siempre
la máxima unidad concreta del cristianismo. Su esencia estaba en la fe en
Cristo de sus fieles, en el bautismo común, en la comunión de la
eucaristía, en los carismas y servicios de cada uno y, finalmente, en
los ministerios. La iglesia local no tenía que ordenarse a nada que
estuviera fuera de ella misma para ser Iglesia en sentido pleno. Pero al
mismo tiempo Iglesia significaba de antemano la comunión de las distintas
iglesias locales. Todas ellas formaban en una región física la Iglesia por
encima de las comunidades particulares. Por ello «Iglesia» fue también el
concepto para designar la totalidad de las comunidades de un determinado
territorio y del mundo entero. La imagen es familiar a la
tradición romano-occidental de la historia de la Iglesia, en que
la Iglesia en su conjunto estaba organizada de forma centralista; es decir,
que en el obispo de la comunidad de Roma, en tanto que papa, tenía su
instancia central para toda su organización jurídica y teológica. Sin
embargo esta imagen eclesiástica sólo se desarrolló en la
Iglesia occidental, sin que estuviera dada desde el comienzo y nunca
pudo imponerse a toda la cristiandad. La Iglesia de los primeros siglos se
asemejaba a una densa red de iglesias locales del mismo rango con sus
obispos, extendida por todo el mundo y con diferencias regionales
muy marcadas. Posteriormente en esa red se formaron algunos centros con
mayor o menor autoridad e independencia.
Debido
a la autonomía de las distintas iglesias locales y regionales surgieron las
diferencias entre iglesia e iglesia, por ejemplo, en liturgia, en la que las
iglesias conocieron diversos ordenamientos, textos, fechas y festividades.
La constitución de la Iglesia tuvo asimismo sus peculiaridades locales. Ni fue
igual en todas partes la disciplina eclesiástica (en materia
de pecados y defecciones). El canon de la Biblia neotestamentaria se delimitó en formas dispares durante bastante tiempo. Ni siquiera las
fórmulas confesionales fueron idénticas ni en su contenido ni en su
formulación. Y otro tanto cabe decir de muchas costumbres piadosas de
las comunidades, como oraciones, ayunos, penitencias, etcétera. En
consecuencia, la teología de la Iglesia antigua fue también muy diversa; por
los escritos de los Padres de la Iglesia conocemos una gran diversidad
de puntos de vista, de «sistemas», tradiciones, perspectivas y formas
de considerar las cosas. Las iglesias regionales desarrollaron su
confesión de fe siempre de acuerdo con las condiciones de su época y cultura, y
éstas no eran las mismas en Siria, en África y en las Galias.
Las
iglesias fueron conscientes de esa pluralidad, que saltaba a la vista
necesariamente en todos los contactos entre comunidades. Pero no se veía en
ello un defecto, y hasta pudo decirse que las diferencias concretas en la
vida eclesiástica probaban la unidad de los cristianos en la fe. Se comprende
que de las diferencias surgieran también con bastante frecuencia
disensiones, conflictos y disputas. Pero la unificación en todas
las cosas no fue un rasgo característico de la Iglesia antigua. Se
estaba seguro de que en las diferentes lenguas de las iglesias locales
sonaba la misma fe y la misma predicación de Cristo. Ello se explica por cuanto
que todas las iglesias regionales se consideraban sobre el suelo
del origen apostólico y se respetaban. Las iglesias sitas en los
territorios más diversos reclamaban para sí una autoridad apostólica, porque en
su ciudad, en su país había predicado algún apóstol, había fundado la
iglesia, instituido el primer obispo y allí había encontrado la muerte y
su lugar de reposo. Así se desarrollaron las iglesias regionales de forma
autonómica e individual, convencidas de que estaban en la tradición de «su»
apóstol, que coincidía con todos los otros apóstoles, de modo
que también las iglesias coincidían en todas partes.
Así se
consideró que la unidad venía esencialmente dada en la fe concorde y en la
comunión de las iglesias locales y regionales. Y se dispuso para ello de
un concepto bien expresivo: el de communio en latín y koinonia en griego. Ambos términos significan «comunión»
y señalan en este contexto la universalidad de la Iglesia en tanto
que los cristianos todos pertenecen a ella por la misma fe en todas
partes. La Iglesia primitiva se cuidó con singular empeño de que pudiera
palparse la unidad con Cristo, la unidad de los cristianos y la mutua
comunión de las numerosas iglesias particulares. Y ello ocurrió porque la communio se
practicaba en unas formas concretas. Esa comunión se realizaba sobre todo
por la celebración eucarística: unidad con Cristo y unidad de la
Iglesia. Ahora bien, el lugar de la eucaristía era la iglesia local.
Quienes se reunían para celebrarla vivían la comunión de un modo literal
con un pan y con una confesión y esperanza comunes. Por eso también
en el siglo IV la palabra communiokoinonia se empleó para designar la eucaristía.
En las grandes ciudades, en que los cristianos no podían reunirse todos en
el mismo lugar, dado el gran número de fieles, hubo desde el siglo IV al menos
algunos días al año en que se celebraban los oficios divinos de modo que
pudieran participar todos los cristianos de la ciudad (era la llamada
liturgia estacional), a fin de que vivieran su unidad. Hay testimonios de
ello por lo que respecta a Roma, Jerusalén, Antioquía y Tours, entre otras
ciudades. Y cuando la liturgia estacional ya no pudo celebrarse en un solo
punto, porque no había en el lugar iglesia alguna que pudiera acoger a todos
los fieles, éstos se distribuían por las llamadas iglesias titulares, en las
que se celebraba simultáneamente la eucaristía con la celebración del obispo.
Como signo de la communio el obispo enviaba partículas del pan eucarístico de su celebración a las
comunidades de las iglesias titulares, que participaban del cáliz
eucarístico demostrando así sensiblemente la unidad. En este contexto hay
que ver también el uso de llevar la eucaristía a casa para quienes por motivos
razonables no habían podido asistir, así como la regla severa de que
el pecado anulaba la communio, excluyendo en consecuencia de la eucaristía.
Este
empeño por la unidad iba más allá de las iglesias locales. La unidad se
practicaba también con otras comunidades. Un fenómeno bien significativo al
respecto es el hecho de un amplio intercambio epistolar entre las iglesias
ya desde el siglo I. La denominada Primera carta clementina, remitida
desde Roma a Corinto (ca 96 d.C.), es el ejemplo extrabíblico más antiguo
de esto que decimos. Tales cartas reflejan el interés recíproco de
las respectivas comunidades locales. Buscan la comunicación y el
intercambio con que las iglesias se ayudan mutuamente en un conflicto o en una
necesidad grave. Su estilo varía, adoptando acentos de exhortación,
propaganda, crítica, corrección o sugerencia. No existe ninguna dependencia
(jurídica) entre las iglesias, sino que dentro de la communio certifican la
correspondencia entre iglesias del mismo rango. Hacia los años
160-170 d.C. el obispo Dionisio de Corinto escribió toda una serie de
cartas a otras iglesias, en parte bastante alejadas (a Lacedemonia,
Atenas, Nicomedia, a Creta, Asia Menor y Roma), sobre las que oficialmente no
tenía competencia alguna. Los temas más frecuentes de dichas cartas son
las preocupaciones máximas de la época: la fe recta, la herejía, la buena
disposición a la paz y a la concordia así como una vida moral intachable y
comprometida con el ideal cristiano. A menudo se recuerda el noble origen
(apostólico) de la iglesia a la que se dirige la exhortación y su pasada
ejemplaridad; consuelos y elogios sirven de mutuo aliento en las
situaciones difíciles; se dan instrucciones sobre la exposición de la
Biblia, sobre el ascetismo que conduce a la santidad,
directrices pastorales, etcétera. Hay además informes
recíprocos sobre la muerte o elección de algún obispo, sobre
las persecuciones sufridas, sobre las amenazas de nuevas herejías...
Se formulan preguntas y se imparten consejos.
Tales
intercambios epistolares podían establecer vínculos de afección y confianza,
conocimiento y buenas relaciones. Las comunidades conservaban las cartas como
documentos importantes más allá del motivo concreto que las había originado y
se leían en las asambleas una y otra vez como realización viva de la communio.
Y como las cartas no se podían remitir mediante un correo oficial,
comportaban contactos todavía más estrechos entre las comunidades. Las
llevaban, en efecto, quienes tenían que viajar por su profesión o cristianos
enviados al efecto. Estos mensajeros llegaban a las comunidades en
las que recibían generosa hospitalidad, con lo que se incrementaban la
comunicación y la communio.
La hospitalidad fue una de las virtudes más frecuentes y estimadas en la
Iglesia primitiva; como praxis cristiana fue a la vez otra forma de
comunión en la fe. Para evitar abusos el obispo entregaba un billete al
cristiano de su comunidad que se ponía de viaje, y con el escrito
podía presentarse en las comunidades foráneas. Se llamaba carta de
comunión o de recomendación y paz. Tal documento acreditativo no sólo tenía
ventajas prácticas, sino que garantizaba el florecer regular de
innumerables contactos entre comunidades y cristianos particulares.
Por lo
demás, en la praxis se daba el problema de que con el tiempo algunos obispos
habían quedado fuera de la comunión por alguna herejía o pecado, de
modo que ya no se aceptaban sus cartas de recomendación. De ahí que
fuera entonces necesario tener en las comunidades listas de los obispos
ortodoxos para no dejar que se perdiera la comunión. Dicha experiencia de
que la comunión se rompía por pecados o disputas fue extremadamente penosa para
las iglesias. La comunión como unidad y paz era realidad y cometido a la
vez. Como es bien sabido, la Iglesia universal no pudo conservar su communio, sino
que en el curso de la historia se fragmentó en diversas iglesias.
A veces
la comunión terminaba no sólo entre iglesias locales y regionales sino incluso
dentro de las distintas comunidades, por motivos de pecado y herejía. La
Iglesia practicó la excomunión, es decir, la exclusión, de la comunión
eclesial. En la estructura eclesiástica descrita quienquiera que estaba en
la comunión podía denegarla por motivos graves: el obispo al laico, al
presbítero o a otro obispo; pero en ciertas circunstancias también
el laico o la comunidad a su obispo, cosa que naturalmente resultaba una
excepción. La posibilidad de la mutua excomunión condujo a confusiones
inauditas y a situaciones insoportables. En las disputas doctrinales o por
el poder se abusó de la comunión y de la excomunión como armas tácticas. A
ello se unió el principio problemático de que la frontera de la comunión
eclesiástica debía marcar también la frontera de la comprensión y
reconciliación cristiana.
En la
praxis para la unidad de las iglesias locales y regionales entraba el sínodo o
concilio. Desde la segunda mitad del siglo n se celebraron innumerables
sínodos, es decir, asambleas en que las iglesias vecinas de un distrito mayor o
menor, y más tarde las iglesias todas -al menos en principio- del orbe
habitado estaban representadas por sus obispos principalmente. En aquellas
asambleas se discutían las cuestiones de orden eclesiástico, de doctrina
teológica, liturgia y disciplina, que resultaban más espinosas. Las
resoluciones comunes conducían a una praxis común en la que se ponía de
manifiesto la unidad de las iglesias locales entre sí. Eran conclusiones que se
comunicaban por escrito a todas las iglesias de cualquier lugar.
La
circunstancia histórica que motivó los primeros sínodos a finales del siglo II
fue evidentemente la aparición del montañismo, como un movimiento cristiano
separado, es decir, como una «herejía». Y, además, surgió también una
disputa entre las iglesias regionales acerca de la fecha de la pascua, un
problema por tanto que afectaba a la unidad ritual de toda la Iglesia.
Aunque no siempre pudieran resolver todas las diferencias de
forma definitiva, los sínodos fueron el instrumento ideal para establecer
o salvar la communio en situaciones delicadas. En el
episcopado, reunido en asamblea, la Iglesia se presentaba unida (o
desgarrada) a una escala supralocal. Cuando en la discusión no se lograba un
acuerdo, la mayoría exigía (en algunos casos sin éxito) la
sumisión de la minoría, a fin de conservar la communio.
Cierto que la praxis sinodal comportó una merma de autoridad de los
obispos y de las iglesias locales, porque los prelados de las grandes ciudades
organizaban concilios regionales con lo que asumían la dirección eclesiástica
de su región.
Desarrollo
de la constitución eclesiástica
Los
escritos neotestamentarios, como las fuentes más
antiguas, dan relativamente poca información acerca de la constitución y
organización eclesiástica en los primeros tiempos cristianos; otros temas
les preocuparon más. Aparte de que la Iglesia sólo en el curso de
la historia encontró y perfiló sus formas de organización y de
ordenamiento con el concepto sacramental y canónico de épocas posteriores. Para
los primeros tiempos del cristianismo sólo en muy escasa medida se puede
contar con la formación de tales elementos. Y es que en las primeras
décadas el desarrollo no se efectuó en modo alguno bajo la expectativa de
un futuro duradero para la Iglesia y, por tanto, bajo los intereses de un
orden permanente. Aun así ya entonces el cristianismo primitivo conoce una
serie de elementos ordenadores; pero no dejaban de ser bien diferentes de
las instituciones que surgirían de los mismos con el paso del tiempo.
En las
primitivas comunidades cristianas se impuso necesariamente un cierto
ordenamiento de las competencias, que se orientó por la idea que tenían de sí
mismas, por sus funciones vitales y por las tareas impuestas a la
comunidad. Los escritos bíblicos permiten reconocer desde el principio diversos
grupos de autoridades. El círculo más antiguo de varones destacados en la
Iglesia primitiva fue el de los doce (apóstoles). Con toda probabilidad
histórica se remonta al propio Jesús (Mc 3,14), pero que según los
evangelios tenían la función real-simbólica de ser los representantes del
Israel antiguo y nuevo (Mt 19,28). En ninguna parte están certificados los
roles eclesiástico-ministeriales de los doce, y sorprendentemente para el
tiempo posterior a la muerte de Jesús no existen noticias históricas (sino
sólo leyendas tardías) sobre la mayor parte de los doce.
Otra es
la situación del grupo de autoridades formado por Santiago, Pedro y Juan, que
según Pablo (Gál 2, 9) eran considerados en Jerusalén
como las «columnas», lo que habla de su importancia decisiva en la
comunidad local. Evidentemente eran los portavoces autorizados (Gál 2,12). Santiago era hermano del Señor, Pedro
y Juan procedían del círculo de los doce. Y, finalmente, estuvo el
grupo de los «siete» en Jerusalén: varones de nombres exclusivamente
griegos, de los que el libro de los Hechos de los Apóstoles hizo los siete
«diáconos», pero que en realidad debieron constituir el grupo dirigente de
los «helenistas» entre los primeros seguidores de Jesús en Jerusalén (cf.
cap. 1.3). Es decir, otro grupo de autoridades.
El
fundamento de la autoridad de estos hombres en la Iglesia primitiva fue, por lo
que respecta a los doce, el que habían vivido con
Jesús, habían sido sus confidentes y encargados y, además, habían sido
testigos de su resurrección (I Cor 15,5). Esto vale
también para dos de las «columnas», concretamente para Pedro y Juan; por
lo que se refiere a Santiago, que no pertenecía a los doce, Pablo
sabe (I Cor 15,7) que también fue testigo de
la resurrección, y sin duda que en su papel también influyó su
parentesco con Jesús. Finalmente, los siete fueron los jefes y portavoces
de los cristianos helenistas de Jerusalén, sin que sepamos cómo llegaron a
serlo. Y poco después Pablo pondría de relieve con singular énfasis
su propia autoridad de apóstol, derivándola del encargo directo que
había recibido del resucitado.
Los
orígenes de la autoridad resultan, pues, diferentes. Y los tipos de competencia
y jurisdicción que aquí subyacen son, hablando estrictamente, irrepetibles. No
podemos calificarlos como ministerio en el sentido jurídico y sacramental.
En los apóstoles y testigos de la resurrección se trata de una autoridad
singular en su origen; en los siete, de la solución pragmática de las
tareas directivas en una primera comunidad bilingüe. Cierto que el testimonio
de la resurrección por parte de las autoridades de Jerusalén iba a tener
una importancia permanente, y jamás superada, para las comunidades todas;
pero esa condición de testigos era intransferible; de ella no se derivó en
el cristianismo primitivo ni un «ministerio» permanente o algo parecido, ni
tampoco una primada jurídica e institucional de Jerusalén sobre las
iglesias recién constituidas. «Sólo» se mantuvo un «vínculo de amor» (por
ejemplo, en forma de colecta a favor de la iglesia jerosolimitana: Rom 15, 25-27; I Cor 16,1-3;
2Cor 8,19; Gál 2,10; Act 24,17), pero no una relación institucional propiamente dicha.
A
medida que el cristianismo se fue extendiendo ya no bastaron las autoridades
mencionadas. Las comunidades necesitaban instancias y competencias en el propio
lugar; necesitaban rectores responsables de la vida comunitaria. El
correspondiente desarrollo no discurrió de manera uniforme en todas
partes, porque todos aquellos procesos no se daban de acuerdo con un
programa establecido ni bajo una dirección central, sino que se regulaban
por las necesidades y posibilidades de cada caso. Las formas de dirección
y la designación de las autoridades fueron diferentes. Lo que sí parece
haber sido unitario es que en los primeros tiempos cada comunidad no fue
dirigida por una sola persona, sino por un «colegio», por un grupo de
personas competentes.
Los
Hechos de los Apóstoles indican que en las comunidades palestinenses tales personas se llamaban «presbíteros» (ancianos). La forma
y designación resultaban naturales: el judaísmo conocía esa forma de
organización que era la dirección colegial así como la primacía de «los
ancianos» en cualquier grupo. Los cristianos, que habían sido judíos, aceptaron
ese ordenamiento que ya conocían como algo connatural. Y así los
presbíteros asumieron las tareas de organización.
Las
cosas fueron distintas para Pablo y sus territorios misionales. Pablo se
consideró a sí mismo y a su originaria autoridad apostólica en el papel de
quien en cada comunidad particular representaba la autoridad
directa respecto de las cuestiones de predicación y disciplina. Pero
no podía estar en todas partes a la vez; por lo que en sus comunidades
hubo los representantes competentes. Dos cosas sorprenden aquí: Pablo no los
llamó presbíteros, sino que utiliza designaciones diferentes, en parte
intercambiables y en parte distintas, para referirse a quienes tienen
competencias en la comunidad. Los llama, por ejemplo, «aquellos que se esfuerzan»,
los «colaboradores» (I Cor 16,16), «los que presiden»
(I Tes 5, 12; Rom 12,8); pero, por otra parte, distinguía apóstoles, profetas y doctores (I Cor 12,28), que ejercían diversas funciones. En Pablo no se
halla un concepto unitario de ministerio, pero sí designaciones de tareas,
puestos y funciones en la comunidad. La posición de quienes tenían unos
determinados cometidos no se apoyaba en el derecho ni en una autoridad
institucional, sino que Pablo lo entendía, al igual que más tarde los
evangelios, como un servicio.
Ciertamente
que la iglesia paulina no representaba un caos entusiasta de carismáticos; en
ella había fuerzas dirigentes y ordenadoras. Pero en los conflictos que surgen
Pablo no reacciona montando una autoridad ni un ministerio, sino
describiendo la pluralidad de dones y reclamando que todos pongan sus
carismas espirituales en pro de la edificación de la iglesia sin competir
entre sí (I Cor 12; 14). Es verdad que Pablo
insiste con bastante frecuencia, y con dureza inusitada, en su autoridad
personal frente a una comunidad rebelde (I Cor 4.21; 2Cor 13,2-4.10; Gál 1,8). Pero se trataba
de su condición de apóstol y de la implantación del evangelio (al margen
de la ley), no de una constitución eclesiástica.
En un
único pasaje de las cartas que se nos han conservado llama Pablo a los prelados
y a sus ayudantes o colaboradores «obispos y diáconos» (Flp 1,1). Debe tratarse de «inspectores» (tal es el significado de la
palabra «obispo») y organizadores, cosa que todavía no tiene mucho
que ver con las atribuciones que más tarde tendrán los obispos (ver más abajo).
En Pablo, los obispos tenían la inspección sobre las comunidades y su
vida.
Hay una
distinción importante: el cristianismo primitivo conoció dos tipos diferentes
de constitución u ordenamiento de las comunidades, la constitución presbiterial, que era de origen judío y que se encuentra
sobre todo en las comunidades de territorio judío, y la constitución episcopal,
que es la de las comunidades paulinas. Es importante observar que ambas
formas presentaban una estructura colegial: era un gremio rector que se
cuidaba de las tareas directivas, y que en un caso estaba formado por
presbíteros y en el otro por obispos.
Las
circunstancias del comienzo y de la expectación inminente del fin del mundo,
con las que la constitución y organización de las comunidades sólo tenía
una importancia relativa, terminaron. Los apóstoles y las
primeras generaciones murieron. Había acabado el tiempo
del cristianismo primitivo. Ello dio origen, en torno a la frontera
entre los siglos I y II, a una nueva mentalidad, a nuevas situaciones y
necesidades, las cuales se reflejaron claramente en el desarrollo del
ministerio y de la constitución de la Iglesia. Una Iglesia permanente en
un mundo permanente tenía que establecerse con vistas a durar. Y los
problemas de organización adquirieron una importancia mucho mayor que
antes. La tarea de los prelados se convirtió ahora en un ministerio
eclesiástico; es decir, en una institución establecida de carácter
sagrado, por cuanto que era una autoridad derivada de los apóstoles en las
cuestiones referidas a la doctrina y a la disciplina. El ministro entraba
solemnemente en su cargo mediante una ordenación, que consistía en la colación
sacramental de unos poderes ministeriales (la consagración como transmisión
ritual del Espíritu). Era el fiador de la doctrina, el que sostenía la
tradición en la cadena de los transmisores del evangelio desde el
comienzo. El pensamiento se ajustó institucional y jurídicamente de cara a
asegurar la identidad del cristianismo, cosa que aceleró la aparición de
desviaciones (herejías).
Con el
tiempo las circunstancias empujaron hacia una constitución unitaria. De ahí que
al principio encontremos formas híbridas de constitución presbiterial y constitución episcopal. Algunas fuentes (Act;
1 y 2Tim; Tit; I Clem;
las cartas de Ignacio de Antioquía; la carta de Policarpo a los
Filipenses) conocen la existencia simultánea de presbíteros y obispos, aunque
resulta difícil reconstruir las mutuas relaciones. Como quiera que fuese,
los ministerios estaban vinculados por relaciones de superioridad y
subordinación, por lo que existen unos inicios de jerarquía. Y un fenómeno
importante: ahora predominan unas imágenes eclesiásticas en las que
el ministerio se identifica teológicamente con la comunidad.
Este
giro temprano hacia una clara institucionalización, la constitución, la
creación jurídica sacra y el concepto del ministerio sacramental, es algo nuevo
en la primitiva historia de la Iglesia. En la teología histórica se habla
de la aparición de un catolicismo temprano (Frühkatholizismus), concepto que
describe perfectamente la nueva época que enlaza el cristianismo
primero con la Iglesia católica de los siglos siguientes.
Por lo
demás el concepto de «Frühkatholizismus»
se entiende a menudo como una crítica de ese desarrollo, concebido éste en
principio como algo decadente. La comunidad carismática, que vive
del espíritu del evangelio y que es responsable directa ante Cristo,
tal como se había entendido el cristianismo primitivo, habría sido suplantada
por una Iglesia dotada de estructuras jurídicas de autoridad
y subordinación; de la libre oferta del evangelio se habría pasado a
una doctrina, administrada por el ministerio y ligada a una
institución, reducida a unos principios de carácter jurídico, que obligaba
al individuo con la consecuencia de salvación o condenación. En esta
visión global se pasa por alto la valoración crítica de los
acontecimientos, como si el cristianismo primitivo fuera en principio
inconciliable con el desarrollo de una constitución y un ministerio, etc.,
cuando más bien comportaba sus elementos de orden. Y además ni había ni
hay en principio otra alternativa a semejante institucionalización. Sus
formas concretas no estaban fijadas de antemano por la historia
(eclesiástica); lo que ocurrió de hecho no respondía de necesidad a un
proyecto previo. Hipotéticamente cabían otros desarrollos. Así, pues, lo
que ocurrió con todas las variaciones que se fueron dando en el curso de
la historia de la Iglesia no se podía describir en consecuencia como
«institución divina» de tipo místico y atribuirlo a Jesús o a los
apóstoles remontándose en el tiempo. Ciertamente que fue la misma
Iglesia antigua la que atribuyó lo sucedido a una institución por parte de
Jesús y de los apóstoles; pero lo hizo, a lo que hoy podemos saber, no
sobre la base de un recuerdo histórico sino bajo la influencia de unas
ideas teológicas rectoras, según las cuales fueron los apóstoles los que
«dejaron» la Iglesia en la forma que después se conoció. El antiguo ordenamiento
eclesiástico con constitución y ministerios no existió al comienzo, sino que
fue el resultado de una evolución. Y si se dice que en principio no había
alternativa alguna a esa evolución histórica hacia el denominado Frühkatholizismus,
ha de ser en el sentido de que cada religión necesita de una tradición y
de una institución para poder transmitirse. Pero lo transmitido es más
importante que los órganos transmisores. Y en el cristianismo se dan las
relaciones entre ministerio y evangelio bajo los criterios de servicio y cruz
que excluyen el dominio (Mc 10,42-45; 2Cor 1,24), pero no la autoridad. Y
aquí hemos de decir que no todas las estructuras que se formaron
pueden mantenerse frente a la primitiva máxima cristiana según la cual
el ministerio y constitución de la Iglesia han de tener carácter de
diaconía, de servicio, para poder conectar con Jesús.
La
Carta I de Clemente es, junto con los escritos tardíos del Nuevo Testamento, un
ejemplo típico de este catolicismo primitivo en la época postapostólica.
A quienes presiden los llama jefes, obispos o presbíteros y les
reserva por vez primera una función cúltica: el
«ofrecimiento de los dones». Pero sobre todo se deja sentir aquí la idea
antes mencionada de que los apóstoles han establecido directamente los ministerios
eclesiásticos. Lo cual se explica en el sentido de que, por lo mismo, la
ordenación eclesiástica concreta es perpetuamente intangible, inmutable y en
definitiva querida por Dios; es algo sagrado. La obediencia a los
presbíteros es la reacción necesaria de la comunidad. De ese modo, los
logros históricos adquieren una fundamentación teológica y quedan inmunizados a
los cambios. La nota de la apostolicidad (como fundamento histérico-dogmático
de la estructura eclesial) ha jugado desde entonces un papel eminente
tanto para la constitución como para la doctrina de la Iglesia.
Otro
ejemplo es la Didakhe o Doctrina de los Apóstoles, un escrito aparecido en Siria hacia el 140 d.C.,
que contiene un denominado «ordenamiento de la Iglesia», unas reglamentaciones
de la vida eclesiástica. Por lo que hace a la historia del ministerio
eclesiástico aporta la información interesante de que en su tiempo había
profetas, doctores y apóstoles que no estaban fijos a un lugar, sino que
eran ministros itinerantes que visitaban las comunidades. Se exhorta a
elegir obispos y diáconos en el propio lugar; y es aquí donde
se introducen por vez primera, a fin de que estén presentes de
continuo y asuman la tarea de enseñar. También encontramos el fenómeno de un
doble ordenamiento ministerial con distintos itinerantes (profetas, maestros,
apóstoles) y con otros residentes (obispos, diáconos). Hay aquí el reflejo de
una situación primitiva en que los ministros se instituyen por elección de
la comunidad, y no por ordenación.
El período
del «catolicismo temprano» se puede fijar desde finales del siglo I hasta
mediados del siglo II. Posteriormente, por ejemplo en los escritos del obispo
galo Ireneo (Eirenaios) de Lyon hacia 185 d.C.,
la institucionalización de la competencia para la doctrina de la fe ya se
encuentra desarrollada por completo: para delimitar la verdad de la
herejía, Ireneo propone el principio de reservar la verdad exclusivamente
a los obispos (y doctores) de la Iglesia, porque sólo ellos la han tomado
de los apóstoles y la han conservado. En una sucesión ininterrumpida cada
uno de los obispos coetáneos está en comunión con el primero que ocupó su
sede episcopal, habiendo sido instituido directamente ese primer
titular por un apóstol (o un «discípulo de los apóstoles»).
Esa construcción de la continuidad histórica garantiza ahora la
ortodoxia con ayuda del ministerio.
El
orden eclesial del obispo Hipólito de Roma, poco después del 200, muestra lo
que confirman otros documentos: que el ministerio se dividía a su vez de forma diferente
en las distintas iglesias regionales, en una pluralidad de tareas, funciones y
estados, de forma que el concepto y la delimitación del cargo a menudo no
era fácil establecerlos: había, en efecto, además de obispos, presbíteros
y diáconos (ahora ya en esa sucesión jerárquica), confesores, viudas, lectores,
vírgenes, subdiáconos, lectores, acólitos, exorcistas, ostiarios. Como
quiera que se defina estrictamente el ministerio, lo seguro es que ya
en los siglos II y ni tenía una cierta amplitud e imprecisión. En los
primeros tiempos había también mujeres en los ministerios (dirección,
profecía), pero sólo en los primeros tiempos. Y en Hipólito existe asimismo la
subdivisión precisa de la comunidad en clero y laicos, debido a la
ordenación (Tradición apostólica 8-10.19). En él se advierte también un
cambio de vocabulario: su orden eclesial no habla tanto del
ministerio como servicio cuando como potestad y gobierno. Desde el
siglo II al IV la concepción teológica del ministerio acentúa su relación
con el culto-, remitiéndose a las ideas veterotestamentarias,
obispo y presbítero se entienden cada vez más como sacerdotes, que ofrecen
la eucaristía como sacrificio. También a partir de los conceptos
sacados del Antiguo Testamento acerca de la pureza cúltica del sacerdote hay que explicar la implantación del celibato ministerial, cuyos
primeros vestigios se hallan en el siglo IV.
Dentro
de los cambios que presenta la historia constitucional de la Iglesia primitiva,
el ministerio episcopal se va perfilando como el ministerio central y más
importante de todos. Los comienzos fueron discretos, como queda expuesto.
En los orígenes el ministerio episcopal fue un «ministerio de
supervisión», es decir, fue un grupo de hombres, un colegio de episcopoi,
encargados de las tareas de organización y administración de la comunidad.
En el curso de la historia a ese ministerio se le fueron confiando otras
competencias, empezando por la autoridad para la doctrina (Didakhe 15,1), de modo que el ministerio episcopal
llegó a ser con el tiempo el ministerio más fuerte e importante. Hasta el siglo
ni se desarrolló en la forma en que marca hasta hoy la constitución
eclesiástica, a saber, como ministerio del obispo monárquico. La expresión
significa que cada comunidad tenía un único obispo como prelado, y no ya
un colegio de varios obispos.
Las
siete cartas de Ignacio de Antioquía son los documentos más antiguos de cuantos
conocemos en favor de la existencia del ministerio episcopal
monárquico. Ignacio, que personalmente era obispo monárquico
en Antioquía, supone asimismo dicho tipo de ministerio en las cinco
iglesias del Asia Menor-Efeso, Magnesia, Trallas,
Filadelfia y Esmirna- a las que dirigió sus cartas por los años 115-117.
Lo que no sabemos es cómo se desarrolló la evolución. Lo cierto es que por la
misma época en otros lugares, por ejemplo en Roma, todavía se daban las
direcciones colegiadas de las comunidades. El desarrollo de los
ministerios eclesiásticos rápidamente se diversificó en los distintos
lugares. Pero a lo largo del siglo n el ministerio del obispo monárquico
acabó por imponerse de forma unitaria en todas las iglesias regionales. Lo
importante es que (ya en Ignacio) la unicidad del obispo simbolizó la
unidad de la comunidad, además de conferir la dirección de la eucaristía
al obispo; bajo todos los aspectos el obispo es el centro y cabeza de
la comunidad que le sigue. Por debajo del obispo están
los presbíteros como un grupo específico además de los diáconos. Y es
importante asimismo la forma en que se fundamenta dicha jerarquía y
estructura de los ministerios: ese orden eclesiástico es imagen y continuación
sobre la tierra del orden que se da en el cielo. Con algunas variaciones
deriva Ignacio el orden de la Iglesia, con obispos, presbíteros y
diáconos, del orden celestial en que están Dios, Cristo y los apóstoles.
En los
tiempos de la Iglesia antigua fue éste un modelo extraordinariamente efectivo
de fundamentación y autorización: el orden eclesial corresponde (como copia que
es) al orden celeste; es, por tanto, algo querido por Dios y, en consecuencia,
intocable. De donde se deduce una ética ministerial y comunitaria con
superiores y subordinados. A través del pseudo-Dionisio
hacia el año 500 la idea teológica de la reproducción de la jerarquía
celestial por parte de la jerarquía eclesiástica llegó a ejercer una gran
influencia sobre las concepciones del orden que se tuvieron en la edad
media. En la Iglesia antigua tales concepciones no son exclusivas de
Ignacio. El obispo actúa «en el lugar de Dios», y la comunidad le obedece
como a Dios (cf., por ejemplo, Carta a los Magnesios 6,1; 7,1). El obispo
único actúa como imagen del único Dios y garantiza la unidad de la Iglesia
en tiempos calamitosos. Por ello, a su vez, tiene que ser un solo obispo
el que dirija la iglesia local, porque de otro modo no quedarían claras ni
la imagen de Dios ni la unidad de la Iglesia. Como consecuencia
del ministerio episcopal monárquico, la Iglesia antigua aparece como
una realidad compacta y con capacidad de resistencia. La unidad de doctrina
y culto bajo un único obispo hacía posible una dirección eficaz de cada
una de las comunidades.
La
derivación de la constitución eclesiástica a partir del orden celeste
constituye una forma de su fundamentación teológica al lado de la que se apoya
en la sucesión apostólica, o en la institución por parte de los
apóstoles. La imagen más difundida en tiempos de la Iglesia antigua es la
de los obispos como sucesores de los apóstoles, pero no deja de ser
antigua la idea del paralelismo entre la jerarquía celestial y la
eclesiástica. Por ambas vías se fue afianzando teológicamente la
constitución eclesiástica como lo único pensable y legítimo y como algo
que había sido desde siempre y que era inmutable. Así, pues, en el
siglo II, el obispo garantizaba la pureza de la doctrina, dirigía la
comunidad, velaba por la disciplina eclesiástica y, con ello, también por
la admisión a la eucaristía, cuya celebración presidía, al tiempo que
simbolizaba la unidad. En el siglo III (en el ordenamiento eclesial de
Hipólito) se dice además del obispo que ofrece a Dios los sacrificios de la
Iglesia, ordena los clérigos y perdona los pecados (es decir, que posee la
potestad penitencial plena). El obispo se convierte ahora ante todo en el
jefe y sumo sacerdote de su iglesia.
Un teólogo
y organizador especialmente importante del ministerio episcopal fue a mediados
del siglo III el obispo Cipriano de Cartago, en el Norte de África.
La Iglesia era para él una Iglesia episcopal, y el ministerio de los
obispos el principio mismo de la Iglesia. También para el teólogo
cartaginés, el obispo garantizaba la unidad y la paz, a la vez que aseguraba la
vinculación de la iglesia local con la Iglesia universal. Y, además,
Cipriano fundamentaba en Pedro la unidad de los obispos entre sí: en Pedro empezó
(temporalmente antes que los otros apóstoles) ese ministerio; de ahí que
tenga una primacía temporal-ideal sobre todos y simbolice como figura
singular la unidad de los obispos. A cada iglesia hay que aplicarle Mt
16,18s; cada obispo es Pedro, piedra y fundamento de su iglesia. La «mutua
armonía» de los obispos es la consumación del ministerio petrino como unidad de la Iglesia universal. El ministerio
episcopal es un servicio de la unidad. Que Cipriano insistiera tanto en la
unidad se explica desde su situación: en el tiempo de la persecución
de Decio hubo diferentes opiniones sobre la
posibilidad de volver a acoger en la Iglesia a los numerosos
cristianos que habían apostatado. Los rigoristas excluían
cualquier posibilidad, los liberales querían otorgar la
reinserción sin demasiados inconvenientes. Y en medio de
aquellas discrepancias Cipriano concede al obispo todas las competencias:
él es el único que puede decidir; con otras palabras, tiene la plena
potestad penitencial, impone un severo proceso penitencial y decide la
reinserción. Sirviéndose de la teología y de la praxis eclesial,
Cipriano robusteció aún más ese ministerio de los obispos.
Así,
pues, mediante un constante incremento de cometidos, competencias y facultades
el ministerio episcopal llegó a convertirse en el ministerio central de la
Iglesia. El obispo reunía prácticamente todas las funciones y competencias
eclesiásticas. Lo cual no ocurrió sin resistencias a esta concepción de la
potestad eclesiástica y condujo a la pérdida de las iglesias cismáticas.
La
estructura de la communio de la Iglesia preveía una comunión y participación de todos los cristianos
del lugar en los acontecimientos de la comunidad. Así, desde el siglo ni al v
se reconoció por parte de grandes e importantes iglesias regionales, como
Roma, África, España y otras que en la elección de un nuevo obispo
participase el pueblo eclesial. La influencia del pueblo podría haber
consistido en dar su consentimiento o no a los candidatos presentados por
el clero. El fin de esta participación era encontrar el obispo adecuado.
La ordenación al ministerio no se entendió, como ocurriría después,
en el sentido de irrevocable e «indisoluble». La deposición de los obispos
por motivos de herejía o de «santidad» deficiente no era un acontecer
raro. Finalmente, a lo largo de la historia ulterior del episcopado
se operó un cambio en la estructura de la communio, es decir, en las
relaciones entre las iglesias particulares del mismo rango. Se rompió la
«simetría» porque los obispos dejaron de ser iguales. Y con sus obispos las
iglesias regionales adquirieron mayor o menor importancia. Entre las
causas que ponían diferencias entre los obispos estaba, por ejemplo, el
ilustre pasado de la Iglesia (si había sido o no fundada por un apóstol) o
la subordinación política entre las ciudades.
En la
Iglesia antigua los obispos representaron el estrato dirigente de una Iglesia
que se expandía en circunstancias difíciles. Muchos de ellos nos son conocidos
como personas cultas, como teólogos y escritores eminentes y como políticos y
rectores religiosos capaces y realistas. Tuvieron además su prestigio en la
sociedad no cristiana como representantes de un cristianismo que
se presentaba con fuerza. Como personajes prominentes a menudo fueron
el primer objetivo de la persecución, aunque hay también ejemplos de
obispos con gran reputación social antes de la época constantiniana. Y a partir de
Constantino hubieron de llenar las nuevas expectativas de la sociedad.
El
origen de los patriarcados
Desde
el comienzo de su historia la Iglesia tuvo en su expansión geográfica una
cierta división u organización territorial. Y ciertamente que de antemano
la vía más lógica para esa división era su adecuación casi completa a
la división política del imperio romano en provincias. Al igual que la
vida política y social de las provincias se concentraba en sus capitales,
también la comunidad cristiana de una ciudad importante se convirtió en
el centro para los cristianos de la provincia. Y así como
las diferentes ciudades tenían una importancia distinta en el orden
político, esa diferencia contó también para sus iglesias: entre éstas se
dio un orden de importancia que respondía al político.
Esta
evolución se dio también cuando la Iglesia empezó a organizarse a una escala
mayor, porque sus comunicaciones y sus problemas también se agrandaron. A
partir del siglo III los sínodos se celebraron en la respectiva capital de
provincia, convocados y presididos por el obispo del lugar, que con ello
alcanzaba una cierta preeminencia sobre los otros obispos de la
provincia. Ello correspondía exactamente a la praxis política, según la
cual la jurisdicción de las autoridades en la capital se extendía a toda
la provincia. Así surgió la institución de los metropolitanos, obispos con
primacía sobre los otros obispos de su distrito. Les correspondía la
inspección disciplinar, tenían competencias jurídicas superiores en la provincia,
vigilaban y confirmaban las elecciones episcopales y convocaban y presidían los
sínodos de toda la provincia. Al final de la evolución (hacia el
400) cada provincia tenía su metropolitano y cada metropolitano su
provincia (únicamente). Esta organización de origen pragmático la
refrendaron repetidas veces los concilios y los papas. El hecho pudo
también estar condicionado por el proceso normal de que la cristianización de
los territorios circundantes partía de las ciudades, con lo que se establecía
una relación de dependencia.
Cuando
en 325 el concilio de Nicea confirmaba el ordenamiento de los metropolitanos
(canon 4), refrendaba a la vez otro ordenamiento a mayor escala,
una estructura supermetropolitana de la Iglesia
que ya entonces se daba. El concilio dice (canon 6) que se debe mantener
el «orden antiguo», según el cual el obispo de Alejandría y el obispo de
Roma así como las iglesias de Antioquía y de otras provincias tenían la
autoridad suprema sobre varios territorios, y no sólo sobre una provincia. Era
un hecho que venía desde largo tiempo atrás, sin que tuviera otra
justificación que la realidad histórica. Y también ahí se daba una
adecuación de la estructura eclesiástica a la organización imperial.
El imperio, en efecto, se dividía en diócesis con varias provincias, y
cada una de las diócesis era gobernada por un alto funcionario.
Esa
adaptación contó hasta tal punto que la Iglesia siguió de ordinario las
reformas de la administración estatal cambiando a su vez sus propias
circunscripciones administrativas. De ahí que los obispos de las
grandes urbes en modo alguno se mantuvieron a la larga
como metropolitanos del mismo rango preciso. Y en virtud de la
evolución indicada se llegó a una división a gran escala de la Iglesia antigua,
que dio origen a los patriarcados, figurando un patriarca a la cabeza de cada
uno (conceptos que se utilizaron a partir del siglo VI). Con el paso
del tiempo cinco fueron las ciudades con una categoría que no alcanzaron las
otras: Alejandría, Antioquía, Roma, Constantinopla y por último
Jerusalén. Hubo, pues, en Oriente cuatro patriarcados enclavados en
iglesias antiguas, mientras que Roma fue el único patriarcado de
Occidente. También este cargo de «gran metropolita», que después se llamó
patriarca, surgió de acuerdo con el principio de adaptación a las
unidades administrativas del imperio y por la utilidad de tales
estructuras jerárquicas. Con el tiempo se hizo necesario regular las
competencias de metropolita y patriarca en las cuestiones de ordenación o
deposición de obispos, presidencia de los sínodos y arbitraje en asuntos
contenciosos y penales, etcétera.
Por lo
que hace al origen de los patriarcados, parece ser que donde primero surgió una
federación eclesiástica tan grande fue en Egipto, que era un país unitario
y relativamente cerrado. Alejandría fue, a más tardar ya desde el
siglo III, la metrópoli eclesiástica de todas las provincias egipcias; y,
por tanto, un «patriarcado». Desde el siglo III al V la iglesia alejandrina fue
determinante en las cuestiones de fe y disciplina para todo
Egipto. Antioquía no contaba con un territorio interior tan perfectamente
estructurado cultural y políticamente, por lo que sólo más tarde alcanzó
esa importancia central. Por lo que a Roma se refiere -después hablaremos
con más detalle de su posición singular-, se daban todos los motivos
para una importancia eclesiástica de primer orden en su peculiaridad de
capital del imperio y -al principio- en su condición de residencia del
emperador. Con las dos guerras judías (del 66-70 y del 132-135) Jerusalén
había perdido su singularísima importancia cristiana. Fue en el siglo IV, por
obra de Constantino y al socaire de la devoción a Tierra Santa y de las
peregrinaciones, que la ciudad recuperó su condición de ciudad de origen y
de madre de todas las iglesias, con una preeminencia que históricamente no
había tenido y que tampoco tuvo una importancia eclesiástico-política. Así
y todo, Jerusalén fue un patriarcado sobre las tres provincias palestinas.
Finalmente, también Constantinopla se convirtió en un patriarcado. La hizo
construir Constantino, el primer emperador cristiano, como ciudad imperial
cristiana, y el año 330 la hizo consagrar como «segunda (o nueva) Roma».
Ya antes de Constantino Roma había dejado de ser la residencia del emperador (lo
habían sido Milán, Tréveris, Nicomedia). Y también aquí fue decisiva la
importancia política: el obispo de la «Nueva Roma (cristiana)» tenía que
participar necesariamente de su rango. Al principio ello nada tuvo que ver
con una concurrencia de Constantinopla frente a la antigua Roma, sino más
bien frente a la ciudad de Alejandría. Y sin embargo es con la historia de este
patriarcado que enlaza el desarrollo trágico que habría de llevar a la
separación de la Iglesia oriental de la occidental. La rivalidad entre los
patriarcas de la Roma antigua y de la nueva es una de las causas
históricas del cisma que se consumó definitivamente el año 1054.
Por
todo ello, el origen de los cinco patriarcados antiguos hay que explicarlo por
razones político-pragmáticas. Pero también aquí tenemos el fenómeno de la
posterior derivación y fundamentación teológica de un proceso histórico, a fin
de darle consistencia. En este caso ello ocurrió en una situación
predominantemente de disputa y competencia. Lo que quería afirmarse había de poder
contar con unos orígenes apostólicos. Aunque parece que fueron los obispos de
Roma los primeros en insistir en el fundamento teológico o apostólico de
su primacía, mientras que las iglesias de Oriente se contentaron al
principio con las razones políticas. En líneas generales, la importancia de
la apostolicidad fue mucho mayor en Occidente -donde sólo Roma exhibía un
origen apostólico (Pedro)- que en las iglesias orientales, muchas de las cuales
se remontaban en sus tradiciones a los apóstoles (como ocurría con
Corinto, Filipos, Éfeso, Gortina),
y cuya pluralidad relatizaba por sí sola el
carácter privilegiado de la condición apostólica. Mas cuando, por ejemplo, rechazó desde los siglos iv y v las desmedidas
pretensiones eclesiástico-políticas de Constantinopla haciendo hincapié para
ello en su origen debido al apóstol Pedro, por la parte contraria se jugó
asimismo -como puede probarse desde los siglos VII/VIII— el principio de
la apostolicidad, y se creó la leyenda de la fundación de la iglesia de
Constantinopla (Bizancio) por el apóstol Andrés y hasta se creyó que debía
de superar en categoría a la misma iglesia de Roma, ya que según Jn 1,40-42, Andrés, el apóstol de Constantinopla, había
sido llamado al apostolado antes que Pedro. Y además Constantinopla reclamaba
para sí al apóstol Juan. Con tales «argumentos» se obtenían entonces unas
legitimaciones históricas.
La
historia de los patriarcados fue en buena medida una historia de concurrencia y
rivalidad, que a menudo desembocó en disputas dogmáticas resueltas con
la excomunión recíproca o que influyó en la ocupación de las sedes
episcopales y en otras medidas políticas. De su condición de patriarcado y
de su tradición apostólico-petrina Roma derivó su
pretensión de primada sobre la Iglesia universal. Las iglesias de Oriente,
y más en concreto los patriarcados autóctonos, no reconocieron
tal pretensión. Puede decirse que en este punto se oponían de manera
irreconciliable dos concepciones diferentes de la unidad eclesial. Justo
porque en Oriente había varias tradiciones de origen apostólico, que
reclamaban distintas iglesias locales, nunca pudo darse allí la
unidad eclesiástica en un único obispo destacado sobre los demás; tal
unidad tenía que consistir en la unidad de varios patriarcas. Para la
Iglesia de Occidente las cosas presentaban una perspectiva diferente. Para ella
resultaba natural el asegurar la unidad de la Iglesia entera bajo
el obispo de Roma, el único que en todo el Occidente era patriarca y
sucesor de un apóstol (de Pedro). Desde las perspectivas y tradiciones de
las iglesias regionales podían surgir diferentes formas de constitución de la
Iglesia con su específica fundamentación teológica.
La
historia del primado romano
Desde
el siglo III los obispos de Roma esgrimieron de forma explícita la pretensión
de una preeminencia suprarregional y después sobre la Iglesia toda, que con
el paso de la historia condujo al papado romano. Según la concepción
eclesiástica occidental y latina, el primado del obispo de Roma consiste
en un ministerio rector y central sobre toda la Iglesia, que compete al
papa como sucesor de Pedro, que fue «el primer obispo de Roma».
Históricamente
estamos obligados a reconstruir con la mayor fidelidad posible el origen e
historia de esta posición eminente del papa por encima de todos los obispos e
intentar verla en el contexto de la constitución y estructura general de
la Iglesia de los primeros siglos, tal como se ha expuesto hasta ahora. En
el último parágrafo ha quedado claro que la Iglesia occidental con su única
fundación apostólica (la de Roma) propendía a una concepción centralista
de la Iglesia bajo el único patriarca romano, mientras que la Iglesia
oriental con sus múltiples tradiciones apostólicas no tuvo oportunidad alguna
de organizarse en torno a un único lugar y a un solo obispo. El papel
indiscutible y sin concurrencia de Roma para el Occidente parece haber
ejercido una gran influencia sobre el desarrollo de la autoconcepción
teológica del obispo romano; además, naturalmente, de la importancia
cultural y político-ideológica de la ciudad y de su aureola como «cabeza»
del imperio.
La
fundamentación teológica tradicional del papado romano se apoya de manera
primordial sobre la «institución» u ordenamiento de ese ministerio «por
Cristo», además de sobre el hecho de que Pedro fue «el primer obispo
de Roma» y, finalmente, sobre la sucesión ininterrumpida de obispos como los
«sucesores» de Pedro, que está certificada, y que como tales ejercieron
unas funciones y potestades que Pedro había ejercido como primera
cabeza suprema de la Iglesia universal. Es preciso discutir el valor histórico de
estos datos.
La
«institución por Cristo» (entendida como institución por obra del Jesús
histórico) se considera históricamente garantizada en la fundamentación
tradicional del primado ante todo por los textos de Mt 16,18-19 y Jn 21,15-17. Y al respecto hay que considerar como
resultado seguro de la exégesis bíblica que ambos textos bíblicos son axiomas
de la primitiva teología cristiana, pero no palabras históricas de Jesús. Y
como tales demuestran, a una con otros textos neotestamentarios,
únicamente la circunstancia de que la figura de Pedro tuvo una importancia
destacada en el cristianismo primitivo.
Pero en
su origen esa importancia nada tiene que ver con el papado. Consistió en que
Pedro (con su nombre simbólico de «piedra» o roca) se convirtió desde el
comienzo en tipo del discípulo y apóstol, en el representante de un
«ministerio» eclesiástico de la predicación, con ejemplaridad simbólica
para todos los discípulos y misioneros10. En la Iglesia primitiva no se
dio un único y específico ministerio petrino (el papado) como ministerio rector de toda la Iglesia, ni tampoco se puede
reconocer todavía como un propósito (o «fundación»). Cuando más tarde se
hubo constituido (ver más adelante) el primado romano, se estableció a
posteriori la conexión entre los pasajes bíblicos sobre Pedro y el papado
de Roma. Para la Iglesia antigua (incluida la de Occidente) los dos textos
bíblicos aludidos tenían perfecto sentido, aun antes de que existiera el
papado”.
La
afirmación de que Pedro había sido el primer obispo de Roma surgió en el siglo
II con unas motivaciones dogmáticas. Sabemos sí con gran seguridad que Pedro
estuvo en Roma y que allí murió mártir; pero nada sabemos sobre su
actividad en la capital ni sobre su papel en la comunidad romana. Que fuera su
obispo está excluido, ya que por la historia del ministerio
episcopal monárquico consta con toda certeza que
hasta aproximadamente el 140 d.C. en Roma, como en otras iglesias
regionales, no hubo obispos únicos sino siempre un colegio episcopal. No
hay duda de que en Occidente el episcopado monárquico apareció más tarde
aún que en Oriente.
Y,
finalmente, por lo que respecta a la tradicional serie de todos los obispos
romanos desde Pedro, existe sí una lista con sus nombres (en Ireneo, Adv. haer. III 3, 3); pero
lo más pronto que aparece es a finales del siglo n, y se apoya en concepciones
teológicas más que en investigaciones históricas.
La
Iglesia occidental derivó su apostolicidad a finales del siglo II de la
estancia de Pedro (y de Pablo) en Roma. Pero ya para los comienzos se dieron
por existentes las mismas circunstancias eclesiales que se conocían en esa
época posterior (un obispo monárquico) y se aseguró la propia tradición de
fe con la enumeración de los nombres de obispos desde Pedro, pero cuya
lista había surgido en razón precisamente de esa necesidad. El recurso a
Pedro fue la versión regional (eclesiástico-occidental) de la prueba de
apostolicidad. Así, pues, en el siglo n todavía no tiene nada que ver con
un primado petrino-romano sobre la Iglesia
universal. Y en Oriente se hizo lo mismo con los nombres de apóstoles que
allí tenían a mano.
La
existencia de un ministerio rector central para toda la Iglesia difícilmente
podía conciliarse con la inicial estructura eclesiástica de las numerosas
fundaciones apostólicas del mismo rango y con la communio de todas las comunidades. Tuvieron que darse previamente cambios notables
para que fuera posible el primado de una iglesia particular sobre muchas
otras o sobre todas las restantes iglesias. Hubieron de preceder los
«desplazamientos» estructurales antes descritos en la communio, para que hubiera
iglesias particulares más o menos importantes. Por todo lo cual, en los
primeros tiempos de la Iglesia faltaron las condiciones para un
centralismo eclesial.
Así no
sorprende que los comienzos del papado romano no aparezcan antes de mediado el
siglo III. Es verdad que finalizando el siglo II, y a propósito de
la controversia pascual Víctor I de Roma (189-199) quiso decretar en
estilo ampuloso algo para la Iglesia universal; pero ignoramos la
formulación y fundamentación que adujo para su competencia, y su pretensión fue
criticada y rechazada. Y persiste la duda de si dicho episodio pertenece a
la historia del papado. Por el contrario, la primera manifestación segura
de la pretensión de un primado por parte de un obispo de Roma se da hacia
mediados del siglo ni. En la controversia sobre el bautismo de los
herejes, el obispo de Roma Esteban I (254-257) intenta imponer su
opinión en el tema controvertido presentándose como el sucesor de
Pedro en la sede episcopal romana y como el obispo preeminente y con
autoridad sobre todas las iglesias. En su argumentación aduce también por
vez primera el texto de Mt 16,18s en apoyo de la pretensión romana. Diversas
iglesias regionales protestaron enérgicamente y en ningún sitio fue
reconocida su explicación.
Las
cosas sólo cambiaron a lo largo del siglo IV. El obispo de Roma Dámaso I
(366-384) acometió diversas iniciativas con el fin de incrementar la
importancia y rango de su sede episcopal. Incluso lo intentó en parte
a costa del emperador, y obtuvo éxitos notables. Desde su época, la
sede episcopal romana se designó simplemente Sedes Apostólica. Sus
facultades frente a los sínodos, por ejemplo (reconocimiento por parte del
obispo romano), se ampliaron. Y frente a los patriarcas orientales Roma
ocupó desde entonces (asimismo gracias a Dámaso) el puesto cimero, y ello con
ayuda del principio petrino que hacía de Roma
justamente «algo único»: Pedro fue el primero entre los apóstoles, por lo que
sus sucesores tienen la primacía sobre todos los obispos.
Por el
contrario, desde la perspectiva oriental Roma seguía siendo un patriarcado
entre los demás, al que se apelaba ocasionalmente en casos conflictivos,
sin por ello reconocer su pretensión de primado general. Pero tales
casos de apelación, que surgían ante la incapacidad de los obispos o
patriarcas para alcanzar un acuerdo, no hacían sino elevar el valor de
mediador del obispo romano. También Dámaso argumentaba, entre otros, con
el texto de Mt 16,18s y se veía a sí mismo realmente como papa. Fue
él quien encontró nuevas formulaciones para la pretensión romana, y sus
argumentos teológicos adquirieron un estilo jurista. Se adoptaron las formas
del decreto autoritario, que eran habituales en el campo de la
política; la cancillería papal habló entonces en el estilo de las decretales
del emperador; es decir, en el tono autoritario y superior de decretos y
edictos.
Éste es
sobre todo el caso del papa Siricio I (384-399), que
continuó afianzando aún más el papado. Y, aunque las pretensiones de estos
obispos romanos al primado sólo fueron reconocidas en parte (incluso
en Occidente), no hay duda de que a la larga surtieron efecto. Hay
que mencionar como promotores a Inocencio I (402-417) y a Bonifacio I
(418-422), que eligió la categoría política de poder del principatus imperial (poder supremo, suprema posición) como designación del puesto que
ocupaba el obispo de Roma. Lenguaje y conceptos declaran la autoconcepción
y la praxis de los titulares de este ministerio.
A
finales de la Antigüedad tardía, ya en el siglo V, se dieron unas condiciones
histórico-políticas sumamente favorables al desarrollo del papado. El
imperio occidental fue ocupado por las tribus extrañas que llegaron con la
invasión de los pueblos del Norte, y quedó dividido en distintos reinos.
Para la población autóctona romana se abrió un vacío de poder político: el
imperio estaba destruido y en Occidente no había emperador. Y fue
la Iglesia romana, bajo la dirección del papa León I (440-461), la
que asumió la sucesión del emperador y del imperio. Este nuevo rol
político, que le correspondió al papa, comportó una valoración eminente de
su posición y de la idea papal. Al mismo tiempo, León I reforzó esa idea
dándole también un énfasis teológico, apoyándola en el carácter petrino de Roma y en el texto de Mt 16, 18s,
reclamando para el sucesor de Pedro la plenitud de potestad (plenitudo potestatis)
sobre todos los otros obispos y sobre la Iglesia universal. En el concilio
de Calcedonia, IV de los ecuménicos, celebrado en 451, pudo hacer
valer su prestigio y su teología en una decisión dogmática de capital
importancia para toda la Iglesia desde Roma. Al mismo tiempo, sin embargo,
su idea papal se matiza claramente con elementos de la idea de la Roma pagana,
con representaciones y conceptos de la ideología imperial romana. El papa
se convirtió en un soberano, incluso con el correspondiente ceremonial
palaciego.
En el
papa Gregorio Magno (590-604) hallamos de nuevo elementos de otra concepción
del papado: se llama a sí mismo «siervo de los siervos de Dios», con
lo que se remitía a la primitiva idea cristiana de la diakonia o servicio en el
ministerio eclesiástico, a la vez que se denominaba «representante de
Cristo». Mas también Gregorio se presentaba con
insignias imperiales, con atributos y títulos cortesanos. Los papas tenían
un poder político y, en Oriente como en Occidente (reino de
los francos), entraron en conflicto con quienes detentaban el poder
del Estado.
Aunque
el papado romano nunca logró imponerse con su pretensión a toda la Iglesia (en
Oriente fue rechazado en principio por la mayor parte de las
iglesias), para la historia en general y para la historia
eclesiástica en particular de Occidente los papas tuvieron a comienzos de
la edad media la importancia máxima como potencia espiritual-religiosa y
política. Así, pues, en los siglos IV y V el desarrollo avanzó por sí
mismo, tuvo sus circunstancias eclesiásticas, políticas, culturales y
sociológicas, y condujo a un ministerio eclesiástico, cuyo representante se
contraponía soberanamente al pueblo, como antes el emperador. Este
centralismo y monarquismo, que significó el papado en la forma de organización
y constitución de la Iglesia (occidental), evidencia un cambio notable desde
la organización eclesiástica de tipo sinodal y con la estructura de la communio hacia
la Iglesia papal jerárquico-monárquica. La imagen de la Iglesia y la
realidad eclesial han experimentado una transformación sorprendentemente
vasta desde los primeros tiempos del cristianismo hasta los umbrales de
la edad media.
La
liturgia
La
liturgia como celebración y actualización de los acontecimientos salvíficos les
era familiar a los primeros cristianos por su vida en el judaísmo. También
en la joven Iglesia -aunque con contenidos nuevos- celebraron su servicio
divino. Algunos elementos litúrgicos (lectura de textos bíblicos, homilía,
oración, himnos) los toma el cristianismo primitivo del servicio divino de
los judíos. Ya en el Nuevo Testamento se encuentra un cierto número
de textos (por ejemplo, I Cor 11,23-25; Flp 2,6-11), ritos y conceptos litúrgicos. Más abundantes
son los testimonios de comienzos (Didakhe) y finales
(Justino, Apología I) del siglo II y de principios del III (Hipólito,
Tradición apostólica), que nos transmiten, por ejemplo, viejas oraciones
eucarísticas. La liturgia cristiana pertenece a aquellos campos vitales de la
Iglesia primitiva que se desarrollaron con una espontaneidad, una
originalidad y unas variaciones singularísimas. Aun conservando una forma
fundamental idéntica, las expresiones litúrgicas fueron muy diferentes de
acuerdo siempre con la iglesia regional y la época respectivas. Desde el
siglo IV, en las iglesias más importantes (Alejandría, Antioquía, Roma,
Constantinopla, Jerusalén, Milán) se desarrollan diferentes tipos básicos
de liturgia siempre con peculiaridades locales. Esa imagen abigarrada de
una vida litúrgica extraordinariamente rica y creativa de la Iglesia antigua
quedó sujeta, a partir del siglo VI/VII y por razones de política dirigista tanto por parte de Roma como de Constantinopla, a
unas medidas unificadoras.
Los
motivos rectores de la liturgia eran el recuerdo del Crucificado y Resucitado,
la idea de la presencia de su salvación en el mysterium que se celebraba
dramáticamente, el anhelo de participar en el culto celeste mediante su anticipación
en el ámbito terreno, la necesidad de las fiestas, símbolos y ritmo de
vida religiosos en general y la experiencia de la comunión de fe en
particular. En la Iglesia antigua estuvo también a menudo en una relación
de intercambio directo con el dogma: reflejaba, en efecto, e influía en la
teología de las iglesias. Los cristianos de los primeros tiempos eran
conscientes de que su servicio divino, como un servicio espiritual
e interior, se diferenciaba del culto pagano con su abundante ofrecimiento
de sacrificios materiales, etc. Incluso externamente la liturgia cristiana
presentaba ya grandes diferencias: el pagano no veía templos cristianos,
ni altares ni imágenes, por lo que no podía reconocer allí una religión
pía. Objeción que los cristianos aceptaban: tenían espacios comunitarios
(iglesias domésticas), pero no templos sagrados y consagrados; sus mesas
para la eucaristía no tenían ni la forma ni la función de altares;
y las representaciones plásticas dentro del campo litúrgico sólo
empezaron en el siglo III. Quienes presidían las celebraciones litúrgicas,
obispos y presbíteros, también eran conscientes de las diferencias y por
ello no se llamaban sacerdotes como los oficiantes paganos. En los siglos I
y II los coetáneos pudieron reconocer claramente los distintivos del
cristianismo precisamente en el campo de la adoración divina que se daba
en el culto. Pero en el curso del siglo m y ya plenamente en el siglo IV
esas diferencias perdieron importancia para un cristianismo que se
había adaptado de manera notable a su entorno.
La
exposición se concentra aquí en las acciones sacramentales de la liturgia en el
sentido que luego tendrían. Es verdad que la Iglesia antigua no conocía aún el
concepto de sacramento como concepto supremo para determinados actos litúrgicos
ni tenía tampoco una delimitación teológica precisa de los «sacramentos»
(posteriores) frente a otros ritos o acciones simbólicas de la Iglesia.
Pero el bautismo y la eucaristía (con la penitencia) fueron tema permanente y
praxis constante de capital importancia. La Iglesia griega prefirió para los
acontecimientos capitales de la salvación y para su celebración litúrgica la
palabra mysterion en un sentido muy amplio, mientras que los latinos (ya desde
Tertuliano) optaron por la palabra sacramentum. Con ello se señalaba el hecho de que bajo los
signos litúrgicos se realizaba misteriosamente un acontecimiento salvífico
oculto. Todavía, sin embargo, no se explica con mayor precisión teológica
la presencia y la acción de la salvación. Fue Agustín (354-430) el primero
que efectuó las necesarias explicaciones dogmáticas sobre la diversidad de
signos, la realidad y acción salvífica invisibles, así como sobre
la disposición de quien confiere y de quien recibe el sacramento,
preparando con ello la teología sacramentaria de la edad media. Sólo en el
siglo XII acabó por imponerse el número actual de los siete sacramentos
frente al concepto más amplio de mysterion y de sacramentum, propio de la Iglesia antigua.
El
bautismo
Desde
el principio del bautismo, como inmersión en el agua y como lavatorio, fue el
rito de la aceptación, de la acogida e iniciación en el cristianismo. Y ya
en los primeros tiempos la naturaleza del cristiano se derivó de ese
signo del baño bautismal. En la época en que aparece el cristianismo había
dentro del judaísmo un movimiento bautismal, que practicaba un bautismo
por inmersión como signo de la penitencia y de la purificación interior
del individuo. Juan Bautista es un testigo de ese movimiento. La comunidad
primitiva pudo haber tomado de ahí este signo como iniciación de los neoconversos. Pero, sorprendentemente, con los conceptos
griegos de baptisma y baptismos (bautismo) eligió unas formas verbales nada frecuentes en
la lengua griega. Lo cual debe entenderse como un propósito claro de
diferenciar el bautismo cristiano de todo cuanto pudiera parecérsele. Y de
hecho en la historia comparada de las religiones el bautismo cristiano
representa algo nuevo e inderivable, aunque algunos
elementos del mismo (como el «renacimiento») puedan encontrarse en otras
religiones.
Perseguimos
aquí la historia del rito. Para comienzos del siglo ni el rito bautismal ha
experimentado ya un desarrollo que ya contienen todos los elementos
esenciales que va a conservar para el futuro. El documento más importante
al respecto es la Ordenación eclesiástica de Hipólito (ca.
215). Otras fuentes más antiguas son la Didakhe (capítulo VII), Justino (Apología I, 61) y Tertuliano (De baptismo). Hipólito
transmite probablemente la práctica litúrgica de la iglesia de Roma a
finales del siglo n. Puede considerarse como representativa y básica,
aunque no cabe duda de que la liturgia bautismal como cualquier otra presentaba
diferencias regionales.
La
Iglesia antigua no bautizaba cuanto más y más rápido mejor, sino que imponía
unas condiciones a los candidatos, que éstos debían cumplir en un tiempo
de preparación perfectamente determinado. Quienes deseaban seriamente el
bautismo adquirían una condición específica y se llamaban catecúmenos
(«adoctrinados» o alumnos). Esta palabra griega se reservó en un
sentido técnico para la instrucción en el cristianismo antes
de recibir el rito bautismal. Así, pues, los que estaban interesados en el
cristianismo eran instruidos en la doctrina y la vida de la Iglesia, y lo eran
por unos maestros que más tarde fueron clérigos. Desde fines del siglo
II conocemos el catecumenado en Occidente, y algo más tarde en
Oriente. Los catecúmenos contraían ya algunas obligaciones: quedaban sujetos a
la doctrina, la ética y la disciplina de la Iglesia, y gozaban ya de una
cierta pertenencia a la misma, por cuanto que participaban de algún
modo en la vida comunitaria, incluso en ciertas partes de la liturgia de
la palabra. En ese tiempo eran observados para probar sus buenas cualidades.
El
candidato tenía que solicitar el bautismo. Se le preguntaba por los motivos de
la conversión pretendida; además, los cristianos que le «presentaban», es
decir, los que les habían conquistado, tenían que declarar sobre él. Y,
junto con todo eso, el futuro catecúmeno tenía que informar sobre su
situación personal, si era libre o esclavo, casado o soltero, etc. Y
tampoco carecía de importancia su profesión. Había algunos oficios
que la Iglesia primitiva, por motivos morales o cúlticos,
consideraba incompatibles con la fe, y por tanto con el catecumenado; por
ejemplo, los de rufián, gladiador, soldado, actor, incluso los de escultor y
profesor, porque vivían de la creencia pagana en los ídolos o porque
la enseñaban. El candidato estaba obligado a dejar tales profesiones,
o de lo contrario no se le admitía al catecumenado. Se enfrentaba, pues, de
inmediato con las exigencias y obligaciones de la moral comunitaria, y
tenía que vivir como los bautizados. La Iglesia antigua reglamentó
con gran solicitud a la vez que con gran severidad el acceso al cristianismo. A
ello se debió el que cada catecúmeno recibiera un testigo y fiador en su
período preparatorio (que luego se convertiría en el padrino), que debía
acompañarle en el catecumenado y certificar ante la Iglesia la sinceridad de su
voluntad de conversión. No debía bautizarse nadie que fuera indigno,
ni tenía que producirse un cristianismo «a medias».
En el
siglo IV hubo diversos ritos de una verdadera recepción en el catecumenado,
como la imposición de manos, la señal de la cruz en la frente o en el
pecho, la entrega de la sal (datio salis como símbolo en la comunión y/o de la
expulsión del demonio). El período de instrucción (catequesis) duraba dos
o tres años, aunque podía acortarse con la aplicación celosa. Durante ese
período los catecúmenos estaban rigurosamente separados de los bautizados en la
liturgia. Las antiguas ordenaciones eclesiásticas cuidaban, con gran
habilidad psicológica y pedagógica, del acceso gradual a la Iglesia. A la
instrucción seguía un examen del estilo de la vida cristiana de los
catecúmenos y de su reputación en la comunidad; superado con éxito dicho
examen, empezaba la última fase de preparación inmediata al bautismo. Ese
examen de admisión preveía incluso la retirada de algunos catecúmenos. En
la fase final se realizaban a diario exorcismos (expulsiones del
demonio) bajo fórmulas de conjuro, imposiciones de manos, actos de
insuflar y hacer la señal de la cruz a los candidatos, ritos todos que
tuvieron su prolongación en la liturgia bautismal. Ángeles y demonios
fueron para la Iglesia antigua una realidad omnipresente y cotidiana. En
los neófitos había que hacer lugar al buen Espíritu de Cristo. El último
exorcista que actuaba inmediatamente antes del bautismo era el obispo.
A
comienzos del siglo III existía, pues, esa forma básica de catecumenado antes
del bautismo, con unas condiciones severas de admisión, una duración fijada,
con examen y exorcismos. Con la nueva situación creada en el siglo IV,
después de Constantino, a consecuencia del interés masivo por el cristianismo,
ese ritual del catecumenado experimentó cambios. La Iglesia debió
interesarse por un control más severo del acceso al cristianismo. En la
práctica la diferencia más importante consistió en que muchas gentes se
hacían catecúmenos, y como tales podían participar en la liturgia de la
palabra y sentirse candidatos, pero en modo alguno solicitaban el bautismo
dadas las elevadas exigencias del ser cristiano, con lo que pasaban muchos
años, y a veces toda la vida, como catecúmenos que sólo se
bautizaban a la hora de la muerte; lo cual no comportaba ya,
como antes, la obligación de observar toda la ética cristiana. Esa
forma de catecumenado dejó de ser una preparación al bautismo. A esto se sumó
el que ya para entonces el tiempo penitencial o cuaresmal antes de
pascua fuera la fase de preparación inmediata para aquellos catecúmenos
que solicitaban de hecho el bautismo.
Esa
solicitud constituía una verdadera ceremonia en presencia del obispo y de los
«padrinos», y bajo la forma de una inscripción dando el nombre. El
catecumenado se convirtió así en una forma inferior (y duradera) de ser
cristiano. Con su inscripción los catecúmenos que querían recibir el
bautismo abandonaban ese estado, y en las distintas iglesias se les llamó
con nomenclatura griega o latina «iluminados» (photizomenoi),
«elegidos» (electi) o «candidatos» (competentes).
Su preparación prepascual al bautismo consistía
en ejercicios penitenciales, exorcismos e instrucción. En un «curso intensivo»
de cuarenta días eran introducidos en la doctrina, la espiritualidad y la
forma de vida cristiana. En el contenido de la doctrina entraba toda la
Biblia (como «historia de la salvación»), además del comentario a la
confesión de fe (símbolo). El texto del símbolo se les entregaba
solemnemente a los candidatos al bautismo sólo al final del tiempo
cuaresmal como el «santuario» interior de fe y conversión (traditio symboli);
hasta entonces no lo conocían de manera oficial. Cada candidato debía recitarlo
de memoria en presencia del obispo la víspera del bautismo (redditio symboli). Durante todo el tiempo había
introducciones rituales, ampliaciones y momentos dominantes hasta que
llegaba el día del bautismo.
Tres
eran, por tanto, los pasos por los que se entraba entonces en la Iglesia: el
catecumenado, el «fotizomenado» y el bautismo.
Celebrado el bautismo, seguía durante la semana pascual la instrucción sobre
los misterios (mystagogia) del bautismo y de la
eucaristía, tal como la conocemos por las catequesis de Cirilo de Jerusalén,
en el siglo IV. Por lo que hace a la celebración propiamente dicha
del bautismo, en el siglo III, constaba de tres partes: el baño bautismal con
los ritos introductorios, la imposición de manos con la unción de la
frente y la eucaristía bautismal.
Según
Hipólito, concelebraban el obispo, dos presbíteros y tres diáconos. Desde el
siglo III, el bautismo se celebraba en un espacio cúltico especial (iglesia bautismal o baptisterio), mientras que la comunidad estaba en
otro lugar. Durante la noche se reunían los neófitos en oración y catequesis.
El obispo los exorcizaba por última vez y les signaba (ritos prebautismales). Después se rezaba una oración,
se consagraban los óleos que iban a utilizarse en la ceremonia del
bautismo y los candidatos pronunciaban su abjuración del demonio.
Entre tanto habían depuesto sus vestidos, eran ungidos en todo el
cuerpo con el óleo de exorcismos y conducidos desnudos a la pila
bautismal. Mientras se les hacía una triple pregunta («¿crees
en Dios, Padre todopoderoso; en Jesucristo, Hijo de Dios, y en el Espíritu
Santo, la santa Iglesia y la resurrección del cuerpo?») y ellos respondían («Yo creo»), cada uno era sumergido tres veces, y así
quedaba solemnemente bautizado. La fórmula específica del bautismo («Yo te
bautizo...») no se menciona en las fuentes importantes. El signo del baño
bautismal simbolizaba el perdón de los pecados como una purificación,
el enterramiento con Cristo, la resurrección o renacimiento a una
nueva vida. Seguían luego dos unciones posbautismales con óleo, que significaban la pertenencia a Cristo y la comunicación del
Espíritu. La acción bautismal terminaba con la imposición de manos y la
unción en la frente como transmisión del Espíritu por el obispo.
Inmediatamente
después enlazaba la eucaristía bautismal ya en el recinto de la comunidad, con
la que se reunían los recién bautizados. Esta eucaristía era una parte de
la liturgia bautismal. Los neófitos habían llevado consigo los alimentos
que, además del pan y del vino, consistían en leche, miel y agua, cada uno
de los cuales tenía su valor simbólico (pan y vino, la eucaristía; leche y
miel, la plenitud de la salvación en la «tierra prometida»; agua, la
purificación interna que se había realizado). Hipólito concluye su
descripción diciendo que con el término de la eucaristía bautismal
empezaba para cada uno de los neófitos su acreditación delante de Dios y
en la Iglesia.
Estos
elementos fundamentales de la celebración bautismal se enriquecen en el siglo
iv con múltiples ritos y formas, según que se realice en Asia Menor, en
Antioquía, Jerusalén, Egipto, Milán, Africa, España,
Roma, etc. Cada uno de los ritos, por ejemplo, la renuncia al demonio
(abrenuntiatio)
o la deposición de las vestiduras (del «hombre viejo») se representaban de
forma dramática. Se bendecía el agua, para conferirle la fuerza
del bautismo. Todo lo cual evidencia un realismo simbolista y
sacramental; es decir, el piadoso interés por las cosas y ritos
«palpables» y una concepción muy «realista» de la presencia y acción de
unas fuerzas divinas en las cosas.
Había
otros ritos después del bautismo, como las vestiduras blancas que se imponían a
los recién bautizados como símbolo de la pureza, que era el resultado
del bautismo. Los ritos de la comunicación del Espíritu tras el
bautismo (imposición de manos y unción en la frente) se independizaron
cada vez más; lo que condujo históricamente a la total separación de la
celebración bautismal y al desarrollo de la confirmación como un mysterium o
sacramento específico.
Entre
los casos especiales de bautismo estaba el de los niños pequeños. Hasta finales
del siglo II el bautismo de adultos fue la norma (aunque no se excluyan los
bautismos de niños en los siglos I y II). Pero el bautismo de infantes
aumentó por razones teológicas y eclesiásticas, aunque no dejó de
discutirse. Todavía en el siglo IV pasó mucho tiempo sin que los progenitores
cristianos llevaran a bautizar a sus hijos. Sólo en los siglos V y VI se
impuso de modo general el bautismo de lactantes. Un caso especial fue el
bautismo de las personas enfermas de gravedad, en el que por razones de
tiempo no era posible la instrucción bautismal ni se podía esperar hasta la
fecha tradicional. Y en todo caso se deseaba su bautismo, porque éste no
sólo era la iniciación al cristianismo, sino también el perdón de los
pecados y la comunicación de la salvación, por lo que en peligro de muerte
era necesario para todo el mundo. Para casos de necesidad había un rito
bautismal simplificado, y en ciertas circunstancias hasta un laico podía
conferirlo. Cuando el bautizado con urgencia moría inmediatamente después
del bautismo, no había reserva alguna. Las dificultades surgían si
sanaba de su enfermedad: estaba bautizado de modo insuficiente, ya que
no había recibido el baño bautismal sino la simple aspersión en el lecho
y con sus vestidos. Se denominaba bautismo de enfermos y
comportaba ciertas limitaciones, como la de excluir en líneas generales
del estado clerical. Quien había sido bautizado en caso de emergencia
debía solicitar una imposición de manos del obispo.
Y, por
fin, había otro caso especial: el denominado bautismo de sangre. Cuando un
catecúmeno moría mártir del cristianismo sin estar bautizado, en las
gentes ingenuas, convencidas como estaban de la necesidad para la
salvación del rito del bautismo que para ellas era insustituible, surgió
el miedo e inseguridad por la salvación del sacrificado. La respuesta tranquilizadora
de los obispos y de los Padres de la Iglesia fue ésta: el mártir ha sido
bautizado en su sangre. A dicho «bautismo» precedía una confesión que
borraba los pecados, y la promesa de fidelidad hecha en la misma quedaba
sellada por la muerte sin que ya corriese el peligro que acechaba a los
otros cristianos. El bautismo del martirio pesaba más que el bautismo normal y
no se consideraba como el bautismo de emergencia.
Al
revestir el bautismo una importancia tan capital para la Iglesia antigua, su
significación simbólica y teológica fue también lógicamente múltiple e intensa.
Obispos y teólogos desarrollaron en sus sermones y exposiciones de la Biblia
numerosas teologías bautismales, que encontraron su expresión en el
simbolismo litúrgico del bautismo. Está claro, por ejemplo, la idea del
cambio de soberanía que ocurre en el bautizado: los demonios
son expulsados de él, tomando Dios o su Espíritu posesión. Por ello,
el bautismo se entendió también como marca o sello (sphragis),
que se imprimía sobre el bautizado y que explicaba las relaciones de
posesión (como en el soldado): el bautizado podía ser reconocido como
posesión de Dios. El bautismo señalaba además el paso de la muerte a la
vida, lo que significa una transformación interior, un apartarse de Satanás
con las secuelas concretas que ello comporta en el estilo de vida. El bautismo
se entendió como el perdón total e instantáneo de todos los pecados. Al
principio no se pensó en otras remisiones de los pecados, como algo que
pudiera repetirse después del bautismo. De ahí que el bautismo tuviese una
importancia «singular». Pero la cuestión del perdón de los pecados y la
penitencia fue algo que siguió ocupando a la Iglesia antigua en virtud de
unas experiencias negativas. Además, en el bautismo se vio restablecido, y
hasta superado, el estado originario del hombre en la salud, su imagen y
semejanza divina.
Por el
bautismo se comunicaba el Espíritu de Dios; y había que guardarlo como un
tesoro valiosísimo que podía perderse (por el pecado). Y otra cosa importante: estar
bautizado significaba pertenecer a la Iglesia como comunidad de salvación.
El
hombre de finales de la Antigüedad, que se decidía por la fe cristiana, buscaba
en el bautismo una nueva orientación de su vida. El ritual de la incorporación
al cristianismo jugaba el papel de hacer sensible ese cambio de
orientación como una conversión, lo operaba y explicaba. Como ritos
servían los elementos de la vida diaria: el baño, la purificación, la
unción (con aceite de oliva), el cambio de vestidos, unos gestos
corporales, etcétera. «Había una buena comprensión entre fe y vida».
La
eucaristía
La
eucaristía fue el culto central de la antigua liturgia cristiana. Como elemento
de la primitiva vida comunitaria de la Iglesia, tiene una conexión directa con
la cena de Jesús y de sus discípulos antes de morir. En las fuentes
primeras a la eucaristía se la llama «cena del Señor» (I Cor 11,20) y «partir el pan» (Act,
2,42.46; 20,7); y en todo caso, siempre reviste la forma y carácter de
un banquete en sus manifestaciones más antiguas. Los relatos pascuales de
la Biblia muestran a los apóstoles reunidos para comer. Sabían que el Jesús
muerto vivía entre ellos, pues tenían la comunión del banquete con él,
según él mismo lo había instituido antes de su pasión.
Al
principio la eucaristía se celebraba por la noche (Act 20,7); esta «cena del Señor» iba unida a una comida normal, por lo que no
consistía sólo en una manducación simbólica (cf. I Cor 11,20-22; Didakhe 9s). Los elementos eucarísticos
(bendición del pan y del vino) enmarcaban ese banquete (al menos en varias
liturgias): el pan eucarístico se tomaba, partía, bendecía y
distribuía antes de la comida normal, mientras que los ritos similares del
cáliz eucarístico se realizaban «después de la cena» (I Cor 11,25; Le 22,20). Esa secuencia de los ritos tenía modelos en el rito del
banquete judío. Pero también banquete y eucaristía podían tener lugar de
forma sucesiva (Didakhe 9s). La cena normal
recibió el nombre de Agape (comida de amor o
caridad). La celebración se tenía en domingo (día de la resurrección).
El nombre de eucaristía significa acción de gracias.
La
conexión de eucaristía y cena normal no se mantuvo por mucho tiempo. Ya en el
siglo I se separó la eucaristía del ágape, pasó a celebrarse por la
mañana, uniéndose así al servicio de la palabra que se venía celebrando a
esa hora. Y ésa es la estructura fundamental que ha mantenido hasta hoy.
La celebración por la mañana obedecía a motivos simbólicos (Cristo como
sol naciente) y prácticos (el tiempo antes de empezar el trabajo). Tales
cambios conllevaron unas consecuencias para la forma de celebración. En el
lugar de la asamblea ya no hacían falta mesas para comer. Sólo el obispo o
el presbítero disponían de una mesa para el pan simbólico y el cáliz único de
la eucaristía. La oración eucarística o de acción de gracias fue ahora el
elemento esencial. Los asistentes no se sentaban ya a la mesa, sino que
estaban en pie delante de Dios y pronunciaban oraciones sobre los dones
eucarísticos. Se mantuvo ciertamente la forma de banquete, pero ya
no predominaba con la nitidez de los comienzos. En tanto que «mesa
del Señor» o «mesa santa», la mesa del obispo era el centro en torno
al cual se colocaban los asistentes. Finalmente, y debido a la
interpretación de la eucaristía como sacrificio, la mesa se convirtió en un
altar. Lo que había empezado en recintos privados (las iglesias
domésticas) con banquetes nocturnos, con el paso del tiempo y al hacerse
un culto eclesiástico necesitó naturalmente espacios cada vez mayores y «más públicos».
En el
cristianismo primitivo la eucaristía empezó siendo el memorial de la muerte de
Jesús; el carácter de recuerdo se echa de ver en la cita de las llamadas
«palabras de la consagración». En ella el pan y el vino, como dones
sacrificiales ofrecidos a Dios, se consagraban como cuerpo y sangre de Cristo,
pues la muerte de Jesús se entendía a su vez como sacrificio («entregado
por vosotros», «derramada por vosotros»). La eucaristía era además un anticipo
del festivo banquete escatológico y el banquete de comunión (communionkoinoma)
con el Kyrios presente y de los fieles entre sí. A
comienzos del siglo n Ignacio de Antioquía le imprime un nuevo acento: la
eucaristía es un «antídoto contra la muerte», una «medicina de
inmortalidad» (a los Efesios 20,2). Vemos por ello cómo en época temprana
se impuso un realismo sacramental; es decir, una concepción
marcadamente material de los elementos eucarísticos (cf. asimismo Pablo, I Cor 11,29s).
Justino
en su Apología 167 (y 65s: la eucaristía bautismal) nos ha transmitido una
descripción detallada de la eucaristía dominical en torno al año 160. Ahí
la eucaristía va precedida del servicio de la palabra (originariamente
independiente), que consistía en lecturas largas y seguidas del Antiguo y del Nuevo
Testamento y en una alocución de quien presidía. Seguía una oración de
toda la comunidad, el ofrecimiento de los dones (pan, vino y agua) y la acción
de gracias («eucaristía»), que pronuncia y formula sólo el presidente en alta
voz «con todas sus fuerzas». Aún no había libros, formularios ni
prescripciones para la liturgia, pero sí que existen ya las líneas
generales de la celebración. También aquí el centro lo ocupa la acción de
gracias, aunque la comunión es también capital.
En la
ordenación eclesiástica de Hipólito (ca. 215) se nos
transmite por vez primera una oración eucarística de la Iglesia antigua en toda
su amplitud. La oración sencilla pero emotiva era ya a comienzos
del siglo iii introducida como hoy mediante el mismo diálogo con la
comunidad («El Señor esté con vosotros... Levantad vuestros
corazones... Demos gracias a Dios...»). Los elementos capitales y típicos
son la oración de gratitud por la venida, vida, pasión y muerte de Jesús,
y luego las palabras de la institución eucarística, citadas de una forma que
no coinciden con ninguno de los textos bíblicos transmitidos (y distintos
entre sí). Seguía luego la anamnesis (el memorial) de la muerte y resurrección de Jesús, el ofrecimiento del
pan y del cáliz, así como la epiklesis (invocación) del Espíritu Santo sobre los dones
eucarísticos, a fin de que llene a los comulgantes (epíclesis de comunión)
o, según otras liturgias, para que transforme los dones en carne y
sangre de Cristo (epíclesis de transformación). Y por último la doxología (alabanza) final. El perfil
de esta oración eucarística se ha conservado en las oraciones actuales del
canon de la misa.
La
Iglesia antigua desarrolló la interpretación teológica de la eucaristía
recurriendo a numerosos motivos e imágenes. El espacio era amplio, porque no
había ningún dogma de la eucaristía ni una visión unitaria y universal de la
misma. Así que en los distintos Padres de la Iglesia aparecen las
concepciones más diversas; pero que de cara a su interpretación de los
elementos eucarísticos del pan y del vino podemos dividir en dos
grandes grupos.
Por una
parte, aparece una forma de hablar muy directa y realista, según la cual el pan
«es» el cuerpo de Cristo. Se come el cuerpo de Cristo y se bebe la
sangre de Cristo; la carne humana se alimenta del cuerpo y sangre de
Cristo, y así el alma se llena de Dios. El obispo Cirilo de Jerusalén (f.. 386) insiste, por ejemplo, en que el Espíritu Santo
transforma los elementos en cuerpo y sangre de Cristo. Ambrosio de Milán (f.
397) declara que por las palabras de Cristo, pronunciadas en la liturgia,
el pan es consagrado cambiando su naturaleza en el cuerpo de Cristo. En esta
teología «realista» se piensa con toda simplicidad sobre la relación del
signo litúrgico y la realidad: entre signo y cosa significada existe la
conexión misteriosa de que el símbolo «es» lo simbolizado.
Otra
concepción del simbolismo de los ritos y elementos litúrgicos (que se da, por
ejemplo, en Clemente de Alejandría a fines del siglo II, en Orígenes del
siglo III, y en Agustín de los siglos IV/V) explicaba el símbolo -por
influencia platónica- en el sentido de que bajo este mundo sensible existe
el mundo espiritual que se muestra en los elementos materiales (como pan y
vino). Las cosas «muestran», pues, la realidad profunda sin
que «sean» directamente esa realidad. Subyacen aquí imágenes diferentes
del mundo que imponen unas diferencias notables en la concepción de los
sacramentos y de la eucaristía. A la larga se impuso el realismo
sacramental sobre el concepto «espiritualista» o simbólico.
Para ambas tradiciones cuenta el que con el tiempo la eucaristía se
entendiera y celebrase cada vez más en un sentido cúltico-latréutico,
es decir, no tanto en el sentido originario de celebración de la cena
comunitaria cuanto como realización de unos ritos sagrados y como acto
de contemplación y adoración.
En la
Iglesia occidental, que siempre ha estado profundamente interesada por el
problema existencial del pecado y de la gracia, la eucaristía se entendió
como repetición del sacrificio de la cruz, por el que se reproduce de
continuo el perdón de los pecados. En cambio la Iglesia oriental vio
preferentemente en la eucaristía las fuerzas de inmortalidad que esa
manducación confiere. Bajo estas tendencias subyacían precisamente
unos anhelos y formas de esperanza que las distintas iglesias expresaban
de forma diferente.
Las
designaciones de la eucaristía en el cristianismo primitivo fueron «fracción
del pan» y «cena del Señor», más tarde «eucaristía», y en el siglo ii se
utilizaron también por algún tiempo los nombres de oblado, sacrificium y prosphora (ofrenda). El nombre hoy habitual de «misa» sólo se aplica a la
celebración eucarística desde el siglo VI. Missa o dimissio significa disolución y
despido de una asamblea, y este nombre que designaba el acto final del
servicio divino pasó a significar (tras algunos estadios de evolución)
todo el culto eucarístico, perdido ya el sentido original de la palabra.
En
conexión con la eucaristía está también la historia del domingo. Los primeros
cristianos tenían su celebración semanal de la eucaristía, pero no en la festividad judía
del sábado, sino el domingo. En aquella sociedad del siglo I cristiano,
este día era el segundo en la semana de los planetas, llevaba el nombre
del sol y al dios Sol estaba dedicado. No era día festivo ni de descanso. Mas para los cristianos fue
el día semanal de la celebración eucarística. La única razón que contó
para ello fue la datación de la resurrección de Jesús en la mañana
del domingo (pascual).
De
todos modos, la eucaristía empezó celebrándose el domingo por la tarde, y sólo
más tarde se pasó a celebrarla por la mañana y desde el origen formó parte de
la fiesta cristiana del domingo como día de la resurrección. Ciertamente que
para los cristianos el nombre pagano del día del sol no significaba nada,
y pronto encontraron el nuevo nombre, como día del Señor, que se ha conservado
en distintas lenguas (especialmente en las eslavas y románicas). También
fue frecuente la designación de «día octavo» como símbolo de la perfección
y de la «salida» del curso del tiempo (de la semana de siete días) para
entrar en el más allá. También se llamó el «día primero» (Mc 16,2; Jn 20,19), empezando ese día la semana para los
cristianos. Pero incluso el apelativo de «día del sol» podía recibir un
sentido cristiano, porque a Cristo se le llamaba sol, y porque el «día
primero» de la creación había surgido la luz. Y así se mantuvo la
designación de «día del sol» en las lenguas germánicas y anglosajonas.
El año
321 introdujo Constantino el domingo como día de descanso semanal, como día no
laborable para la sociedad que él había cristianizado en el plano
religioso-político. La institución debía tener un sentido religioso-cúltico. Pero no hubo fundamentación alguna cristiana para
ese descanso cúltico del trabajo. Por ello se
recurrió al Antiguo Testamento y se derivó el descanso del domingo cristiano
del mandamiento judío del sábado, con el que en principio nada tenía
que ver el domingo. En el siglo VI ya se había establecido la plena
identidad entre domingo y sábado. De este modo por una legislación
estatal de finales de la Antigüedad el día cristiano del Señor o de la
resurrección acabó convirtiéndose en el actual domingo civil.
El tema
del domingo nos lleva a la cuestión de la frecuencia y obligatoriedad de la
celebración eucarística. La comunidad estaba presente al completo en la
medida de lo posible. Pero ya en el siglo I se censura la falta
de asistencia al servicio divino por merma de celo (Heb 10, 25), e indujo a la formulación de los graves preceptos eclesiásticos
en el siglo IV. Al comienzo la celebración se realizaba sólo el domingo (Act 20,7). La Didakhe y Justino
designan el domingo como el día de la eucaristía. Al domingo se añadieron
después las festividades que caían en la semana, además de los días
también festivos que seguían a las grandes fiestas (como la semana de
pascua) y los días de preparación a las mismas. Además, cada iglesia
particular tenía las festividades de sus propios mártires locales. Por
determinadas tradiciones litúrgicas (días estacionales) la celebración de
la eucaristía se extendió en el siglo IV también al miércoles y al
viernes (y en Oriente también al sábado). Así, pues, hasta el siglo
IV en la Iglesia antigua no fue habitual la eucaristía diaria. A finales
de ese siglo es corriente para muchos Padres de la Iglesia (por ejemplo,
Jerónimo, Ambrosio, Agustín) y para varios sínodos, por lo que debió
extenderse a lo largo de dicho siglo.
Es
preciso distinguir entre frecuencia de la celebración eucarística y frecuencia
de comunión. Esta última fue al principio sorprendentemente grande: desde
el siglo II está atestiguada la comunión diaria. Fue
práctica cristiana llevarse el pan eucarístico a las casas (los diáconos
lo llevaban a quienes no habían asistido a la celebración eucarística) y
tomarlo por la mañana como primer alimento del día. Pero en el siglo IV
cesó la comunión de todos los asistentes como práctica espontánea dentro
de la liturgia eucarística. Pronto el sacerdote fue el único en
comulgar durante largo tiempo. Vemos, pues, que las prácticas litúrgicas
están sujetas a cambios numerosos y profundos.
La
penitencia
El tema
abarca a la vez una cuestión eminentemente teológica y un problema práctico. La
Iglesia antigua hubo de afrontar las consecuencias que se derivaban
del pecado (grave) cometido después del bautismo tanto para las relaciones
de la Iglesia con el pecador como para el destino salvífico del pecador
delante de Dios. La exigencia de santidad fue severa en los primeros
tiempos; realmente el pecado de «los santos» (de los bautizados) no
«debía» darse; pensar en su perdón daba la impresión de una indulgencia
inadmisible. El problema de la salvación del pecador bautizado cobró, sin
embargo, enorme actualidad, cuando en las persecuciones del siglo iii
hubo muchos apóstatas (lapsi) que regresaron
a la Iglesia. Había que decidir si había o no oportunidad de
salvación para los renegados, y en la misma línea para el asesino, el
adúltero, etc., salvación que sólo podía darse en la reincorporación a la
Iglesia de la que se había separado el pecador con faltas graves. Los
responsables de la Iglesia defendieron opiniones muy enfrentadas en un punto
tan importante de la pastoral.
En el
cristianismo primitivo se habían tomado decisiones de las que resultaban
claramente dos cosas: primera, el deber incondicional de santidad, y segunda,
la posibilidad del perdón. De un lado, en efecto, la conversión y el bautismo
(como remisión de los pecados) significaban un cambio de vida absoluto, como
renuncia al pecado y como aceptación de la santidad otorgada
por Dios. El nuevo estado, adquirido con el bautismo, no era
compatible en modo alguno con nuevos pecados. Por ello la primitiva praxis
cristiana de separar al pecador de la comunidad (I Cor 5,1-5; Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23). El motivo
estaba en la preservación de la santidad de la Iglesia y en la seriedad de la
penitencia y de la conservación. De otro lado, sin embargo, y pese a
la grave exigencia de santidad, la predicación de Jesús cargaba el acento
en el hecho de que en definitiva no se podía despachar a los pecadores: el
Dios generoso que perdona los pecados exige de los cristianos la buena
disposición a perdonar a los amigos y a los enemigos (por ej., Mt 6,12;
18,21 s; Le 6,36). Ahora bien, eso tenía que valer también para la Iglesia
universal: también a ella se le pedía la disposición perdonadora. Deber
cristiano de la comunidad eran tanto una severa exigencia de santidad como
una indulgencia generosa (2 Cor 2, 5-11). Y por
lo que se refiere a la praxis, pronto supuso una ayuda la distinción entre
pecados que «llevan a la muerte» y pecados más leves ( 1Jn 5,16s).
Esta
concepción y praxis contaron también para el tiempo posapostólico y para la Iglesia del siglo n. Requisito para el perdón eran el arrepentimiento
creyente y una penitencia activa. Ambas cosas formaban parte de la vida
diaria de la Iglesia primitiva: el pecado y su perdón. Mas de primeras no hubo ninguna
práctica reglamentada de la Iglesia para ello, no había ritos
penitenciales litúrgicos. Éstos sólo surgieron durante el siglo II. Hacia el
año 140 cierto laico redactó en Roma un escrito, el llamado Pastor de
Hermas, que bajo la amenaza del fin del mundo establecía un límite para la
posibilidad del perdón y la oportunidad de penitencia, señalando un término
definitivo y último para la penitencia. También este escrito distingue
varios pecados y grupos de pecados, según la gravedad de la culpa. Tales
distinciones siguieron teniendo una cierta importancia en la praxis
penitencial posterior. Se advierte en el libro los tanteos iniciales en
busca de un ordenamiento para la penitencia y a la vez graves objeciones
contra el continuado perdón de los pecados. Algunos pecados graves quedan
evidentemente excluidos desde el comienzo de la posibilidad de penitencia,
como son la idolatría (o apostasía de la fe), el asesinato y la impureza
(adulterio). Tales casos se dejaban a Dios. Lo importante es que el pecado
excluía por sí de la comunidad, mientras que el perdón significaba el
retorno a la Iglesia. Como formas de la primitiva penitencia conocemos la
oración, el ayuno y las limosnas.
A
partir del siglo III el desarrollo que experimentó la práctica penitencial fue
distinto en Oriente y en Occidente. Sobre la Iglesia occidental informa con
relativa claridad Tertuliano (ca. 220) con su
libro De paenitentia,
que permite reconocer una liturgia penitencial bien perfilada: el pecador
hacía en presencia de la comunidad una confesión pública de sus pecados (exhomologesis)
vestido de luto, con la práctica de ayunos, oraciones y autoacusaciones y
rogando a la comunidad su intercesión y readmisión. Acto seguido era excluido
del servicio divino (excomunión) teniendo que practicar en compañía de otros
penitentes un período penitencial de semanas o de años (con ayunos y
oraciones). Cumplidas esas exigencias seguía la reconciliación, que
primero realizaba la comunidad, pero que pronto, en el siglo III, se
hacía mediante la imposición de manos del obispo. Tertuliano designa ese
procedimiento como «penitencia segunda» (entendiendo por «primera» el
bautismo) o «última esperanza». Personalmente se contaba entre quienes siempre
encontraron dificultades para el perdón de los pecados después del
bautismo, y acabó considerándolo como radicalmente inadmisible, pasándose a la
iglesia cismática y rigorista de los denominados montañistas. Desde entonces
criticó duramente la praxis penitencial eclesiástica como laxitud
prohibida y negó que la comunidad o los obispos tuvieran facultad para
perdonar los pecados. Hubo también otros que se opusieron formulando gravísimas
dudas sobre todo acerca del perdón de «los pecados para la muerte». El año
217 hubo un cisma en Roma a resultas de la controversia entre el obispo
Calixto e Hipólito, siendo este último el rigorista que criticaba como
laxa la praxis penitencial que observaba la comunidad romana. Y en el
año 251 volvió a repetirse la situación en forma más exacerbada, cuando el
presbítero Novaciano y el obispo Cornelio discreparon sobre la posibilidad
y el modo de volver a admitir en la Iglesia a los cristianos que
habían apostatado en las persecuciones. De la discusión surgió la secta
rigorista de los novacianos, que significativamente se autodesignaban como los «puros» (katharoi)
porque en principio abogaban por la exclusión de los pecadores de la Iglesia.
Fue una secta que pervivió durante siglos. Una y otra vez se hicieron intentos
por «corregir» la praxis, aunque en definitiva sin éxito. La disciplina
penitencial se desarrolló definitivamente según la corriente más liberal y
conciliadora. Y el motivo principal estuvo en que a lo largo de todas las
épocas hubo pecadores arrepentidos que suplicaban la readmisión, que los
obispos no quisieron denegarles pensando en su salvación eterna. Esa
presión lejos de endurecer la praxis penitencial contribuyó a suavizarla.
Cipriano
de Cartago (f. 258) contribuyó decisivamente a que se impusiera la dirección
eclesiástica de la praxis penitencial. En su iglesia del Norte de África
se encontró entre dos frentes: el de los rigoristas que excluían cualquier
posibilidad de penitencia y reconciliación para los lapsi;
y el de los llamados confesores que, por los méritos contraídos en tiempo
de persecución, se arrogaban la facultad de compensar el fallo de los
renegados y de readmitirlos en la Iglesia. Cipriano en su condición de
obispo y «papa» de África combatió ambas posiciones. Contra los rigoristas
argumentó que no se podía rechazar de forma inhumana a los lapsi, sino que
más bien había que curarlos como a enfermos. Y a los generosos confesores
que no se les podía readmitir a los renegados sin graves
imposiciones, ya que habían incurrido en un pecado grave; de su estado de
«semimuertos» tenían que ser rescatados mediante el tratamiento adecuado. Por
todo ello Cipriano abogaba en el fondo por la clemencia, aunque
insistiendo enérgicamente en una severa y ordenada práctica penitencial
eclesiástica que, pasando por la confesión de los pecados (exhomologesis) y
los ejercicios penitenciales (paenitentia), llegaba a la reconciliación mediante
la imposición de manos del obispo, único competente para hacerlo. Con
ello Cipriano ensamblaba de modo firme y definitivo dos cosas: el perdón
de los pecados por parte de Dios y la intervención episcopal en la
penitencia de la Iglesia. El perdón iba ligado a esa intervención y
ésta lograba su efecto en el perdón. Así la penitencia eclesiástica se convirtió
en asunto de la potestad episcopal.
En todo
el Occidente pronto los obispos fueron los administradores de la penitencia
actuando en lugar de Cristo. Desde el siglo ni el proceso penitencial se
hizo relativamente uniforme en sus rasgos esenciales, tal como lo conocemos
por Tertuliano. Los distintos pasos (exhomologesis, penitencia,
reconciliación) se configuraron como actos de la liturgia pública de la
Iglesia, porque el pecado afectaba a la santidad de la comunidad toda
y no sólo a los pecadores individuales. La penitencia fue penitencia de
excomunión es decir, empezaba con la separación del pecador de la
comunidad y su traslado al estado de los penitentes (ordo paenitentium). Un largo camino
de duros ejercicios penitenciales le devolvía a la Iglesia. La excomunión tenía
consecuencias y formas visibles: los penitentes no podían participar,
o sólo de modo parcial, en la liturgia. En tanto que bautizados no
quedaban totalmente excluidos de la misma, pero tenían que permanecer en
la parte más alejada, en el atrio, no podían comulgar ni ofrecer dones. En
una palabra, eran meros sujetos pasivos y en ese sentido estaban
«fuera».
Por
otra parte, tenían que aparecer, porque en cada servicio divino recibían una
especial bendición del obispo como ayuda para sus ejercicios durante todo el
período penitencial. Al final de ese período la reconciliación (acompañada
de plegarias y de la imposición de manos) significaba la remisión de los
pecados, la comunicación de la gracia y la readmisión en la comunidad.
Para
los «pecados para la muerte» no había más que un perdón único. La duración del
período penitencial dependía del obispo y de las reglas vigentes en
cada lugar. Con el tiempo se establecieron unos períodos penitenciales
para todos los penitentes. En el siglo v ese período específico fue el
tiempo cuaresmal que precedía a la pascua (como se venía haciendo ya para
el período de preparación al bautismo). Se abría el lunes después del
primer domingo de cuaresma; pero desde el siglo vil se iniciaba el
miércoles de ceniza. De ahí la imposición de la ceniza que formaba parte
del rito junto con el vestido penitente.
A este
proceso penitencial público sólo estaban sujetos los pecados graves. Por ello
advertían los obispos contra una subestimación ingenua de los pecados
«cotidianos»; todo acto pecaminoso separa mortalmente de Dios. Todos somos
pecadores, y la penitencia es tarea que corresponde al cristiano de por
vida. Y se introdujo la praxis penitencial que pretendía resolver esa
«laguna»; junto a la penitencia pública se impuso otra forma privada
-aunque sólo desde el siglo VI. La confesión y el perdón de los pecados
(menos graves) se realizaban sin la intervención pública de la Iglesia y
sin los ritos litúrgicos comunitarios, y sin cumplir asimismo las graves
imposiciones de la disciplina penitencial pública. Con ello surgió la
llamada confesión privada. Al principio se realizaba en la vivienda del
sacerdote, pero aproximadamente desde el año 1000 se practicó dentro de
la iglesia, aunque sólo hacia finales de la edad media empezaron a utilizarse
los confesionarios todavía hoy en uso.
También
en el Oriente griego estuvo la penitencia vinculada al ministerio eclesiástico,
y el perdón de los pecados por parte de Dios al acto de perdón
eclesiástico. Hasta aproximadamente el año 400 hubo allí sacerdotes
penitenciarios a los que confiaban los obispos los asuntos penitenciales.
Pese a lo cual en las iglesias orientales, a diferencia de lo que ocurrió en
Occidente, no acabó imponiéndose el ministerio como la única competencia
penitencial. En la penitencia no se veía tanto un asunto de disciplina
eclesiástica cuanto más bien un proceso del desarrollo espiritual interno en el
anhelo de perfección del cristiano. De ahí que la dirección espiritual,
que saca de los lazos del pecado, jugara un papel importantísimo en la
concepción y práctica de la penitencia. Competentes para imponer los ejercicios
penitenciales, para el perdón y la reconciliación eran los cristianos
perfectos. Esto lo destacan sobre todo los teólogos alejandrinos Clemente (f.
antes de 215) y Orígenes (f. 254): el obispo tiene la potestad de perdonar
los pecados en la medida en que se mantiene espiritual y moralmente digno; pero
no si cae él mismo. Dado que la penitencia como proceso educativo renueva
la vida, purifica el alma, mejora al hombre e impulsa su ascensión hacia
Dios, la competencia sobre la misma compete al maestro y al director
espiritual cristiano.
Los
caminos o medios para la conversión son el bautismo, la penitencia pública en
presencia de la comunidad o las limosnas, la caridad, la disposición a perdonar
y el martirio. Todos los cristianos, hasta los perfectos, necesitan de la
penitencia, porque todos son pecadores. Con esta concepción
espiritual-pedagógica de la penitencia el episcopado tuvo a veces en Oriente
más dificultades para imponerse con su pretensión de la plena potestad
penitencial que en Occidente.
La
concepción oriental típica de la penitencia alcanzó especial importancia en el
monacato de aquellas partes. El rigor y seriedad con que el monje veía en cada
caída un «pecado mortal» crearon un sentimiento profundo de dolor frente a las
propias defecciones. El director experimentado guiaba a los monjes a través de
una vida de penitencia hacia una perfección cada vez mayor. A ello
contribuían nuevas prácticas de progreso espiritual: se practicaba el frecuente
examen de conciencia, la confesión diaria, la intercesión y control sobre
los hermanos y el perdón de los pecados por un sacerdote confesor. Y como la
existencia monacal como camino de sabiduría y de perfección ejercía un
gran atractivo y deseo de imitación entre el pueblo cristiano, esas
prácticas sobre la manera de actuar contra el pecado se extendieron a toda
la Iglesia. La dirección espiritual, las oraciones y bendición de un maestro de
espíritu se hicieron más populares que la absolución
ministerial-disciplinaria. En la iglesia bizantina los monjes ejercieron
una función importante sobre las prácticas penitenciales, incluso en lo
que a las competencias se refería.
Muy
pronto aparecieron ya en Oriente las reflexiones sobre la relación adecuada y
justa que debía existir en culpa y castigo, entre pecado y duración de la
penitencia. Por eso a lo largo de los siglos III y IV se introdujo una
ordenación penitencial perfectamente escalonada, que en forma de los denominados
cuatro grados de penitencia preveía unos períodos de distinta duración y
una aproximación progresiva del penitente a la comunidad. En la Iglesia
occidental nunca se dio en esa forma. Los diferentes grados de penitencia
habían de recorrerse sucesivamente y seguían su orden de acuerdo con estas
características y peculiaridades: 1) los «llorantes»
eran los penitentes que en este estadio sólo podían llegar hasta el atrio del
templo, allí confesaban a los cristianos que acudían a la liturgia los
pecados que los separaban de ellos y solicitaban entre lágrimas su
intercesión; 2) los «oyentes», que tenían ya acceso al templo aunque
permaneciendo en la parte de atrás, en la que también se encontraban los
catecúmenos no bautizados. En la Iglesia oriental, en efecto, se
consideraba a los penitentes casi como a los no bautizados, porque con su
pecado habían retrocedido a su condición antes del bautismo; y se les
llamaba «oyentes» porque en muchos lugares ése era el nombre con que se
designaba a los catecúmenos en su primer estadio; 3) los «arrrodillados»
eran aquellos penitentes que ya podían pasar a la parte delantera del templo
durante ciertas partes de la liturgia, pero que en señal de su penitencia
tenían que permanecer todo el tiempo de rodillas, cosa que entonces no
era uso habitual en el servicio divino de los domingos ni en el tiempo
que media entre pascua y pentecostés, cuando se permanecía en pie
como el Redentor resucitado; y de rodillas recibían al final una
especial bendición; 4) los «asistentes», que en esta última fase de su
penitencia volvían a asistir a toda la liturgia, y ya de pie, aunque
excluidos todavía del ofrecimiento de los dones y de la comunión.
Era,
pues, un verdadero ritual litúrgico que, por una parte, ponía de manifiesto la
distancia del pecador respecto de la comunidad y, por otra, hacía visible su
recuperación progresiva y controlada. Concluidos los cuatro estadios el
penitente era admitido de nuevo a la comunión.
La
duración de cada uno de los grados penitenciales se establecía de acuerdo con
la gravedad de los pecados y estaba regulada en los cánones de la
penitencia, que nosotros conocemos por los textos de algunas cartas de
obispos de los siglos III y IV. Según datos de Basilio de Cesárea (f.
379), el período penitencial en caso de asesinato se prolongaba veinte
años (con una duración de cuatro o siete años para cada uno de los cuatro
estadios penitenciales), quince cuando se trataba de adulterio, uno o dos
cuando era un pecado de robo, etcétera. Cuando había habido «negación de
Cristo» (apostasía), el estadio de «llorante»
duraba toda la vida. Pero las penitencias graves podían acortar los
plazos, pues se decía que la seriedad era más importante que la duración.
Pero hubo unas normas (cánones penitenciales) establecidas por la Iglesia y una
praxis habitual, que endureció por ejemplo el segundo concilio ecuménico de
Constantinopla, del año 381. Además del caso de apostasía, esa praxis se
ocupaba también de los pecados capitales que entonces se habían excluido
de la penitencia, como eran los de asesinato y adulterio.
Con los
cambios operados desde Constantino toda esta práctica penitencial resultó
anacrónica. Los largos plazos de excomunión no encajaban, desde finales
del siglo IV, con el nuevo interés del Estado de que todos los ciudadanos
se integraran en la religión estatal del imperio. La expulsión de la Iglesia
tuvo, pues, consecuencias completamente nuevas y se dejó sentir también en
el ámbito social. La infracción del ideal de santidad y de
la disciplina de la Iglesia era a la vez una contravención a los
modelos públicos de la sociedad, un fracaso frente a las exigencias de una
conformidad social. La excomunión eclesiástica vino a significar a la larga una
proscripción social. La confesión pública de los pecados en presencia de la
comunidad podía comportar una merma del buen nombre, el honor y la
posición socioestatal y, en ciertas
circunstancias (como en los casos de asesinato, etc.), consecuencias
jurídico-penales. La Iglesia y la sociedad ya no estaban separadas. Así se
llegó, también por esta parte, a una privatización de la práctica
penitencial, a la confesión de los pecados privada y secreta. Los ritos de
control y separación entre santidad y pecado en la Iglesia se quedaron en puras
reliquias del pasado. Como consecuencia de ello la «confesión» no designa hoy
la misma actuación litúrgica y pública de la Iglesia que tuvo la
penitencia en la antigüedad.
Así,
pues, la Iglesia antigua hizo valer, en contra de las protestas rigoristas, la
potestad penitencial y la posibilidad de perdón incluso para los pecados
graves; y todo ello tanto bajo la presión de unos objetivos pastorales como por
el deber teológico de que la comunidad, la Iglesia y los cristianos en su
actuación (incluida la oficial eclesiástica) tenían que imitar y expresar
sensiblemente la disposición de Dios para perdonar (y no una severidad
censora).
Formas
de piedad y santidad
La
piedad cristiana buscó en cada época sus propios caminos hacia la realización
de la fe y el logro de la santidad. Ahí siempre fue importante que el
ideal, que servía de orientación, adoptase una forma concreta.
Naturalmente que ese ideal en ninguna parte se hacía más patente que en la
vida de los cristianos modélicos, que por lo demás fueron a su vez
venerados cual héroes inaccesibles porque habían superado con creces la
conducta corriente de los fieles. En los primeros siglos fueron los mártires
(hombres y mujeres) los que llevaron a cabo la realización de postulados
bíblico-cristianos como «seguimiento», «imitación» de Jesús, etc., de una
forma claramente literal. Ellos señalaban el camino y con
su perfección y destino quedaban fuera del alcance de los más. De
este modo la veneración (que no la imitación) del mártir, que había
llegado tan cerca de Cristo y que tanto se le había asemejado, se
convirtió en la forma concreta en que muchos cristianos se familiarizaron
con el ideal cristiano. A ello contribuyeron asimismo
otras necesidades, como la de intercesión, fortalecimiento
y asistencia de un valedor. Desde finales del siglo n se practica en
la Iglesia el culto de los mártires, tanto en el culto público como en las
formas de veneración privada. Los usos cúlticos tenían lugar preferentemente en las sepulturas y el día de la muerte del
mártir, y estaban tomados o acompañados de prácticas religiosas del
culto a los muertos propio del entorno pagano. En la línea de la
religiosidad popular se aseguraba la presencia de un mediador ante Dios y
se empezó a fomentar la idea de un patrón y protector especial para cada
comunidad, que había de conservar sus restos mortales (las reliquias) y
darles culto.
Y lo
que había empezado con la figura del mártir se extendió también a los rectores
prominentes y santos de la Iglesia (obispos) y a los ascetas (monjes)-, es
decir, a otros cristianos ideales y modélicos. La veneración de los
santos llegó a ser un elemento importante de la piedad popular y de la liturgia
en la Iglesia antigua. En sus formas privadas continuó viva la
espiritualidad de la Biblia y del cristianismo primitivo, pero también
pervivieron muchos elementos mágicos y supersticiosos del ambiente pagano.
Dentro
de la vida eclesial la piedad se concentró de manera particularísima en los
sacramentos (es decir, en la eucaristía y en el bautismo) como remedios
salvíficos del cristianismo. Y en torno a ese campo central del culto
cristiano se extendió, de la mano de los obispos, una verdadera aureola de
misterio: en plena época de reconocimiento público y de monopolización del
cristianismo se volvió a la vieja praxis de la disciplina del arcano
manteniendo los misterios del culto cerrados a los infieles e indignos;
sólo los iniciados podían saber de los mismos, verlos y saborearlos. En
esa ocultación entró la liturgia de la eucaristía y del bautismo; la misma
suerte siguieron algunos textos sagrados, como el
símbolo y la oración dominical, así como algunos libros, utensilios
y fórmulas del culto.
El
sentido de esta medida en el siglo IV, anacrónica en sí misma y que
difícilmente podía seguir manteniéndose, fue que los cristianos bautizados
tomasen conciencia viva del privilegio de su participación en los
bienes de la salvación, y quizá más todavía el de despertar en los
todavía no bautizados un interés y curiosidad crecientes por el atractivo y
valor de los misterios. Así, pues, la finalidad de la disciplina del
arcano por esta época fue más bien de índole puramente
psicológico-pedagógica. Por lo que constituye un exponente de la piedad mística
y mistérica de aquel período.
Otro
aspecto totalmente distinto de la piedad práctica que cultivaban amplios
sectores del pueblo cristiano fue su actividad social. Las fuentes antiguas
subrayan a menudo que el camino del simple cristiano era justamente el de
dar testimonio «no verbal» de la fe. La solicitud por los pobres, la
visita a los encarcelados, los servicios sociales dentro y fuera de la
comunidad a viudas, enfermos, huérfanos, necesitados, fueron parte de la vida cotidiana de la Iglesia también en la época posterior a
Constantino. El comportamiento social de renuncia a la venganza, de pacifismo y
oposición a la violencia igualmente se mencionan a menudo. En tono burlón
o de reconocimiento son cosas que los paganos registran una y otra
vez como característica sorprendente y como modelos de conducta típicos de
los cristianos.
Ya
desde comienzos del siglo II eligieron los cristianos la ascesis (la renuncia a
las posesiones, al matrimonio, la cultura, el confort, la comida, bebida y
sueño...) como forma de vida en el seguimiento de Jesús; ascesis que por
motivos filosóficos o religiosos se practicaba en las formas más diversas
también en el mundo pagano. Contaba ya el ascetismo con una venerable
tradición cristiana cuando, a finales del siglo III, el ermitaño Antonio
(f 356) le dio en Egipto la forma de monaquismo como un nuevo estilo de
existencia cristiana. El eco de ese impulso fue grande en Egipto,
Palestina, Siria y otras regiones. Pacomio (f.
346) fundó en lugar de los eremitorios una forma de comunidad monacal.
La
aparición de esta novedad tuvo también que ver con la situación creada por
Constantino, en la que muchos cristianos buscaban unas formas serias y sin
compromisos de cristianismo, que se echaban de menos
en la Iglesia imperial. Las reglas monacales y las descripciones de la
vida de los venerables padres del desierto estimularon la fantasía
piadosa, mucho más allá del monaquismo, abriendo nuevas formas de vida. Los
monjes sustituyeron entonces a los mártires como grandes modelos. Basilio
de Cesárea (f. 379) contribuyó a ello decisivamente al vincular el monaquismo,
que había surgido como movimiento espontáneo, en el plano
teológico, espiritual y canónico a la Iglesia y al organizar sus
estructuras de vida. La Iglesia occidental siguió con gran atención este
fenómeno aparecido en Oriente, lo «estudió» existencial y literariamente
adaptándolo a formas occidentales propias (por obra sobre todo de
Casiano, Martín de Tours, Agustín y Benito).
Estos
tres grupos de mártires, obispos y monjes fueron modelos decisivos para la
piedad y espiritualidad de la Iglesia antigua. Ellos constituían las minorías
selectas por las que el pueblo se orientaba y regía. Su vida mostraba el
cristianismo ideal, la fuerza de la fe y el premio al esfuerzo. Ellos
habían alcanzado la meta a la que todos aspiraban. Habían vivido como
había que hacerlo: con constancia y fidelidad. Su conducta heroica
podía trasladarse a las virtudes cotidianas que también practica el simple
cristiano. Y eran intercesores valiosos y fiadores seguros de una verdad
invisible y consoladora para todos.
5. Conflictos,
herejías y cismas
La
historia de la Iglesia no sólo condujo al éxito y a la unidad, sino que fue
también la historia de numerosos conflictos y pérdidas, que marcaron a la
Iglesia en su praxis y su teología de forma decisiva y a largo
plazo. Los primeros conflictos los tuvo el cristianismo con
la sinagoga judía. De otro tipo fueron las confrontaciones con la
sociedad y el Estado. Las diferencias del cristianismo en sus prácticas,
ideas y aspiraciones provocaron en la sociedad sentimientos de aversión contra
lo nuevo y extraño y contra la pretensión totalitaria de una idea
religiosa. Tales conflictos provocaron enfrentamientos abiertos entre
gentiles y cristianos a nivel del vulgo y también en el plano intelectual.
Se discutieron en tono polémico la imagen de Dios y la concepción del
mundo, la filosofía y la cultura paganas. Los paganos se interesaban
fundamentalmente por afianzar la religión antigua y sus funciones sociales
contra la desviación y la concurrencia cristianas. También hay que recordar
aquí la sospecha de deslealtad de los cristianos y la repetida intervención de
los órganos estatales contra su resistencia a la obligación estatal y
cívica del culto y la lealtad. En el período preconstantiniano las relaciones del cristianismo con su entorno estuvieron condicionadas en
principio y de forma constante por la presión de la autodefensa y
delimitación necesaria.
Para la
Iglesia, en tanto que institución con una pronunciada autonomía y una idea
precisa de su propia competencia, surgieron conflictos de nuevo tipo, cuando en
el período de la Iglesia imperial, los Césares, que ya eran cristianos,
formularon sus exigencias de competencia estatal en los asuntos del cristianismo
como religión del Estado y de la sociedad. Tales exigencias derivaban
fatalmente de la ideología soberana y de la concepción romana de la sociedad, y
siempre habían sido válidas frente a la propia religión romana. El
cristianismo, que desempeñaba las funciones sociales de la antigua religión y
que ahora se veía afectado por las mismas, hubo de rechazar tales
pretensiones en su forma tradicional. Hubo enfrentamientos en los que la
Iglesia intentó defender su libertad y su capacidad de actuación frente al
Estado.
Entre
los conflictos, que la Iglesia hubo de vivir, se cuentan también los
enfrentamientos internos acerca de la disciplina y de la doctrina
verdadera, que es como decir la recta confesión de fe. Esas discordias se
desarrollaron en forma de lucha entre la ortodoxia y la herejía. Desde el
cristianismo primitivo y a través de todos los siglos hubo por lo general
una controversia sin compromisos y sin contemplaciones, en que los cristianos
debatieron entre sí la verdadera fe. La doctrina como enseñanza obligatoria
desempeñó desde el comienzo un papel creciente. A través del fenómeno
histórico de las desviaciones (herejías) se acentuó constantemente la
fijación en «la recta doctrina» en forma de dogma y de fórmulas de fe.
Hasta el antiguo ideal eclesiástico de santidad, es decir, el ethos cristiano,
se doctrinalizó por cuanto que la santidad
cristiana y las virtudes eclesiásticas se vieron esencialmente dentro de la
ortodoxia.
Desde
esa fuerte fijación del cristianismo en la doctrina hay que entender el
apasionamiento con que se desarrollaron las disputas dogmáticas, sobre todo
desde el siglo II. La polémica aniquiladora, las agresiones
increíblemente violentas, el rechazo de la unión y reconciliación, la
desconsideración con que se trataba al «enemigo», muestran la forma
unilateral con que se vio la esencia del cristianismo en el dogma, al
que se sacrificaban todos los otros postulados cristianos.
A consecuencia de esa parcialidad y fanatismo, y debido a los
intereses del poder, tales conflictos se complicaron hasta llegar a
verdaderos callejones sin salida. La sociedad antigua, dada su concepción tan
diferente y adogmática de la religión, no había
conocido hasta entonces semejantes disputas acerca de la fe. Sólo el
cristianismo las provocó con su interés capital por la fórmula de fe.
La
primera herejía peligrosa que la Iglesia antigua hubo de afrontar fue la gnosis
o el gnosticismo, una religión de liberación autónoma, que probablemente
surgió al mismo tiempo que el cristianismo, aunque con independencia del
mismo, y que alcanzó su momento culminante hacia mediados del siglo II. Se
fundamentaba en un enjuiciamiento radicalmente pesimista del mundo y
de la existencia humana, que explicaba mediante un dualismo tajante: este
mundo es el producto de un dios de categoría inferior; debido a una
catástrofe, que tuvo lugar en el mundo superior luminoso, el verdadero
mundo, creó el mundo material como un producto infortunado. Algunas partes de
la luz superior cayeron en la infausta prisión de la materia o fueron
desterradas a la misma. Constituyen el verdadero ser del hombre; o mejor,
sólo de aquellos que tienen una naturaleza pneumática (espiritual). Únicamente ellos, y no todos los hombres, son capaces de
redención. En efecto, sólo a través del conocimiento (de la gnosis) de sí
mismos y de su situación llegan al conocimiento liberador de Dios
y quedan libres, pudiendo así retornar al mundo del Dios superior y
bueno, que es el único verdadero. A menudo eso se describe en el sentido
de que un redentor (bajo la apariencia de un cuerpo) vino a este mundo
para ayudar a su redención.
La
religión gnóstica fue un movimiento increíblemente pluriforme,
fragmentado en numerosos grupos y sistemas doctrinales con las autodefiniciones
más diversas. Adoptó la forma social de comunidades religiosas; pero
también de escuelas (filosóficas), de individuos o de círculos mágicos.
Algunos grupos gnósticos tomaron elementos bíblico-cristianos para montar
su doctrina del mundo y de la redención e imitaron asimismo
ciertas prácticas eclesiásticas. Préstamo parasitario que tomaron también
en abundancia de otras tradiciones religiosas y filosóficas para ilustrar sus
puntos de vista. De ahí que la Iglesia los viera como competidores y por
ello los consideró en su conjunto como herejes cristianos; es decir,
como desviaciones del cristianismo eclesiástico, cosa que no eran.
Contra
ese «herejía» de la gnosis la Iglesia defendió sobre todo la identidad del Dios
de la redención con el Creador, la bondad del mundo como criatura, la
responsabilidad personal de la infelicidad humana a causa del pecado, la
vocación universal y gratuita justamente de los hombres todos, la
cristología de una encarnación real (no aparente), la unidad del Antiguo y
del Nuevo Testamento, una exposición controlada de la Biblia,
la doctrina revelada de la Iglesia contra las «invenciones» de los
gnósticos.
El
gnosticismo pervivió bajo la forma de maniqueísmo —designación sacada del
nombre de su fundador Manes o Mani, en el siglo III—
hasta la época de Agustín, y aun después como concurrencia y tentación efectiva
para muchos cristianos dentro de la Iglesia. En la lucha contra la gnosis
la Iglesia desarrolló muchas formas y métodos de polémica antiherética, que después se utilizarían a lo largo de los
siglos contra todas las herejías. Pero al mismo tiempo la teología
eclesiástica experimentó la influencia persistente de la gnosis al buscar
en sus tradiciones un conocimiento religioso como camino hacia Dios y
la salvación.
Entre
las primeras herejías se cuenta también el montanismo, surgido a mediados del
siglo II en Asia Menor, concretamente en Frigia, y así llamado por el nombre de
su fundador Montano. Este hombre se consideró a sí mismo como el paráclito
de Jn 14,16, tuvo junto a sí a las profetisas
Prisca y Maximila y fundó su propia iglesia en la
expectación inminente de una nueva era del mundo, que sería la del
Espíritu, y que es la que falta después de la venida de Cristo. Los montanistas
vivían en una ascesis y disciplina severa anhelando entusiásticamente la
nueva edad escatológica, impugnaban la posibilidad de penitencia en los casos
de pecado grave, se entendían a sí mismos de un modo elitista como los
cristianos espirituales a diferencia de la gran Iglesia con múltiples
compromisos, establecían también diferencias en la constitución, liturgia
y disciplina, logrando grandes éxitos en su actividad misionera.
A
mediados del siglo III empezaron los enfrentamientos dogmáticos en sentido
estricto. Con su manera de hablar de Dios (Padre), Cristo y el Espíritu, Biblia
y tradición planteaban el problema del concepto cristiano de Dios
(Trinidad) y, en consecuencia, el problema de la cristología. Estos
problemas dominaron la escena hasta bien entrado el siglo VI; algunos nombres
de las herejías al respecto son, entre otros, los de modalismo, monarquianismo, arrianismo, nestorianismo y monofisismo . Marcan sobre todo los problemas de
la Iglesia en Oriente. Es verdad que las iglesias occidentales se vieron
metidas en el debate; pero se ocuparon con mayor intensidad de la imagen
cristiana del hombre, afrontando consecuencias eclesiástico-prácticas derivadas
de tales cuestiones. La Iglesia de Occidente condenó como herejía el
pelagianismo, es decir, la posición teológica de Pelagio,
que a finales del siglo iv con su concepción del hombre y de la
gracia desencadenó la oposición de la Iglesia africana, y más en concreto
la de Agustín. Partiendo de una tradición ascética, Pelagio era optimista respecto de la capacidad moral del hombre, y en virtud de la cual
éste podía llevar a la práctica lo que Dios le exige. El menoscabo de
la capacidad para el bien, provocado por el pecado de Adán, habría
sido suprimido por el bautismo, que refuerza satisfactoriamente la libertad del
hombre para decidirse por Dios.
Ciertamente
que, según las enseñanzas de Pelagio, la elección y
la práctica del bien estaba sostenida por la gracia de Dios. Pero en su
protesta contra él y los otros pelagianos Agustín objetó que el hombre por
el pecado heredado de Adán ya no es capaz de hacer el bien, que por
el bautismo se frena la tendencia al mal y queda el hombre referido por
completo y en todos los aspectos a la gracia de Dios (incluso en forma de
una predestinación a la salvación o la condenación). En sí misma
la teología pelagiana era la tradicional, sobre todo en Roma; pero los
africanos, bajo la dirección de Agustín, establecieron su carácter
herético en la Iglesia, convirtiendo así la teología agustiniana de la gracia
en la base de la tradición occidental.
El
hecho de que hubiera comunidades heréticas condujo en la práctica cotidiana de
la Iglesia a nuevos conflictos. Los obispos de Roma y de África no se mostraron
acordes a mediados del siglo m en la disputa sobre el bautismo de los herejes
acerca de cómo había que tratar a los convertidos de la herejía que
querían volver a la Iglesia católica. En África y en casi todo el Oriente
la tradición era la de bautizarlos, considerando a los bautizados en una
comunidad herética como no bautizados. Esto se fundamentaba teológicamente
con el argumento de que quien no posee (en tanto que herético) el
Espíritu, tampoco puede comunicar al Espíritu (en el bautismo). En Roma, por el
contrario, prevaleció la costumbre de no [volver a] bautizar a los conversos,
porque se partía del hecho de que estaban bautizados con la fórmula
bautismal legítima, y que por lo mismo estaban bautizados válidamente. Se
hacía la distinción entre bautismo válido, pero no eficaz. De ahí que el
bautismo recibido en la herejía obtuviera su eficacia mediante
la imposición de manos del obispo. Así, quien pasaba de la herejía a
la Iglesia era tratado como un penitente (siendo readmitido mediante la
imposición de manos).
Por los
años 255-257 estalló un conflicto porque el obispo de Roma Esteban I (254-257)
quiso imponer a la Iglesia africana la praxis de la Iglesia de Roma. Los
africanos (dirigidos por Cipriano) y otras iglesias regionales se
opusieron, mientras que Alejandría, por ejemplo, se sumaba al parecer de
Roma. A la larga se impuso la praxis romana y la concepción romana del
sacramento, cuya validez no depende de la «santidad» de quien lo
administra (es decir, prescindiendo de si es hereje o pecador).
En
tiempos de la Iglesia antigua junto a las herejías hubo también numerosos
cismas. La distinción entre cisma (separación) y herejía se debía a que en
aquél las diferencias no afectaban a la doctrina sino sólo a la praxis y
al ordenamiento de la Iglesia. En el cisma, aun persistiendo la
coincidencia dogmática, se perdía la unidad eclesiástica. Un ejemplo de ello en
los primeros tiempos fue la controversia pascual. Se trataba de fijar el día
de la festividad. A finales del siglo II casi todas las iglesias
regionales celebraban la pascua del domingo posterior al plenilunio de
primavera, y sólo en algunos territorios del Asia Menor y de Siria se
celebraba la pascua cristiana el día de la fiesta judía de Passah, es decir, el 14 de nisán (de ahí el nombre de
cuartodecimanos que se les daba, «los celebrantes del día decimocuarto»).
Probablemente se trataba de dos tradiciones, oriundas de un entorno
judeo-cristiano y de otro gentil. Poco después del 150 mantuvieron en Roma
una conversación al respecto el obispo romano Aniceto (155-166) y el
obispo de Esmirna Policarpo. No se encontró ninguna solución, porque ninguna de
las partes se veía en condiciones de sacrificar el propio uso litúrgico en
aras del otro y para establecer la unidad. La regla casi normal fue que
tales negociaciones acabasen sin entendimiento. Lo atípico aquí fue que se
preservase explícitamente la unidad de la Iglesia, pese a la diferencia de
liturgias y aunque la celebración judeo-cristiana de la pascua resultase
sospechosa de que no establecía la necesaria distancia respecto del judaísmo.
Pero mientras que al principio no se veía la existencia de ningún
cisma divisorio, el clima se endureció mucho más cuando el obispo de
Roma, Víctor I (189-199), requirió a las iglesias minoritarias, en forma de
ultimátum y bajo la amenaza de excomunión, que adoptasen la praxis
dominical de Roma y de la mayor parte de las iglesias. Los cuarto-decimanos sufrieron la excomunión, pero sólo en el primer
concilio ecuménico de Nicea (325).
Motivo
de otro larguísimo cisma en Occidente fue la disciplina penitencial. A mediados
del siglo ni el presbítero de Roma Novaciano reclamó en contra del
parecer de la Iglesia africana y de la mayor parte de la propia Iglesia
romana la excomunión de por vida para los apóstatas. Fundó con sus
seguidores una iglesia cismática (los novacianos) que se consideraba como
la «comunidad de los santos», se llamaban a sí mismos los «puros», apropiándose
altas prerrogativas y despreciando a la gran Iglesia por su laxitud. Tuvo
una gran expansión. Dogmáticamente (es decir, en la teología trinitaria
que por entonces se discutía) los novacianos estaban de acuerdo por completo
con la Iglesia católica. En los siglos iv y v los emperadores emitieron
leyes (con vistas a restablecer la unidad imperial) contra
los cismáticos novacianos.
Un
suceso especialmente dramático lo constituyó el nacimiento e historia del
donatismo, que asimismo hay que calificar como cisma. Su escenario fue una
vez más el norte de África. En Cartago fue consagrado obispo un tal Ceciliano (probablemente hacia el 311/312), y en su
consagración intervino un obispo foráneo, que según la tradición radical
africana estaba descalificado por haber sido un «traditor codicum», alguien que en la persecución de los
cristianos por obra de Diocleciano había entregado a los paganos libros o
utensilios sagrados. Era, por lo mismo, un pecador y (una vez más según la
concepción africana) no podía realizar acciones sagradas. La consecuencia
era que Ceciliano no había sido consagrado
obispo de modo válido. Por ello se eligió para el cargo a un rival,
Mayorino, cuyo sucesor fue Donato, del que tomaron su designación los secuaces
cismáticos, que se llamaron por ello donatistas. El trasfondo de la
separación iba mucho más lejos de ese motivo: los donatistas reclamaban
para sí la condición de verdadera Iglesia por ser la Iglesia rigorosa
de los mártires y la única que llevaba a la práctica el severo ideal de santidad.
Se trataba de «la lucha de un ala» de la Iglesia africana, que consiguió
hacerse fuerte en la tesis radical de que la santidad de los ministros es
requisito previo para la validez del sacramento. En su dramatismo y
expansión este cisma sólo se puede entender sobre el complejo trasfondo de
las tensiones religiosas y sociales de África, que daban a los contrastes
perfiles muy duros. Constantino, emperador de Occidente desde hacía muy
poco tiempo, procuró la unión mediante dos sínodos (que desde su perspectiva fueron
dos tribunales de arbitraje): el de Roma (313) y el de Arles (314). Pero
la unión no llegó y en ambos casos los donatistas fueron declarados
culpables. Con ello creció su resistencia, especialmente al aumentar
el apoyo (financiero, etc.) del emperador a la Iglesia católica en África
y tener que sufrir los donatistas incluso medidas policiales y
limitaciones por parte de las autoridades. Hubo luchas violentas por la
posesión de edificios sagrados, asaltos por ambas partes y continuas sanciones
estatales en favor de «los católicos», con lo que se intensificó la
conciencia martirial de los donatistas y mucha gente se alzó contra el régimen
romano pasándose a los donatistas a impulsos de una oposición política,
nacionalista y social. Se llegó a enfrentamientos bélicos con los
campesinos rebeldes, simpatizantes con el donatismo (los llamados «circumceliones»),
que unieron su resistencia social contra los terratenientes romanos
al partidismo religioso de los donatistas, víctimas asimismo del
Estado. En el Norte de África la iglesia donatista fue numéricamente mayor
que la católica. Desde finales del siglo iv Agustín, en su condición de
obispo de Hipona, quiso poner fin a las violencias y agresiones con el
diálogo. Mas como las conversaciones fracasasen, se impuso una dura
política estatal. Los donatistas ya no fueron considerados oficialmente
como cismáticos sino como herejes, por lo que incurrieron en las leyes y
sanciones vigentes contra los herejes. Pero tampoco esto aportó la solución.
El cisma (que en buena medida quedó reducido al Norte de África) sólo terminó
cuando los vándalos el año 430 arrasaron todo el cristianismo de
aquella franja costera (desde Marruecos a Tunicia).
En el
plano objetivo-teológico se trataba aquí, una vez más, de la Iglesia y de su
santidad, y, por consiguiente, de la eficacia del sacramento en conexión con
la deficiente cualificación moral de quien lo confiere. El debate
donatista condujo al esclarecimiento de que la eficacia sacramental no
dependía para nada de la calidad moral del ministro. Lo que aquí empezó como
un cisma siempre tuvo que ver con una discrepancia dogmática. Los escritos antidonatistas de Agustín supusieron una contribución
decisiva para la posterior teología sacramentaria de la Iglesia latina de
Occidente.
En
general se puede decir que los enfrentamientos acerca de la ortodoxia y la
unidad de la Iglesia se llevaron a cabo con dureza enconada, sin miramientos y
en tono polémico. En el supuesto de que los criterios de la comunión
cristiana son la paz, la unidad y el consenso, hay que calificar de baladí
el éxito de tales discusiones. Raras veces se dieron fórmulas de unión, de
reconciliación y de recuperación de la unidad. En ese sentido habría que hablar
de una historia de pérdidas, porque con la pérdida de la unidad
desaparecía algo esencial al cristianismo en aras de la autoafirmación de
unos grupos de cristianos. En el terreno del dogma ciertamente
que hubo clarificaciones y logros de gran alcance y duración.
6. Orientaciones
teológicas
La
Iglesia antigua desarrolló una larga serie de proyectos teológicos para exponer
el cristianismo. Esas teologías se diferencian entre sí de forma muy
considerable por el tiempo, el entorno, el planteamiento y el propósito; y
muestran la amplitud de posibilidades para comprender la fe cristiana. Entre
las muchas ideas fundamentales de la teología primitiva hay toda una serie
que bien pueden considerarse en un sentido más específico como auto-orientaciones
del cristianismo. Son las que señalan el sitio del cristianismo en la
historia universal del mundo. Definen las relaciones del cristianismo
con el entorno no cristiano. Y orientan a la vez la vida de cada
cristiano dentro de tales conexiones. Tales orientaciones respondían a las
circunstancias y necesidades básicas de una comunidad religiosa muy joven, que,
apenas recién constituida, tuvo la pretensión de una validez total y
exclusiva para toda la existencia humana, pasada, presente y futura.
Muchas de esas orientaciones fueron provocadas por las objeciones de los
no cristianos al cristianismo. Así surgió la respuesta apologética a
«los de fuera»; pero al mismo tiempo representaban la confirmación y el
refrendo «con vistas hacia dentro».
Tal
ocurrió, por ejemplo, con el planteamiento de la pregunta de por qué el
cristianismo había llegado tan tarde al mundo, si de él depende la
salvación de todos los hombres. ¿Qué había ocurrido entonces con las
generaciones pasadas, y qué Dios era ese que actuaba tan caprichosamente?
Esta y otras preguntas anejas hacían inaplazable el esclarecimiento de las
relaciones del cristianismo con la historia universal de la humanidad, y
el definir su sitio dentro de la misma. La Iglesia antigua desarrolló
unas teologías históricas, que en general aportan la respuesta de que la acción
de Dios para salvar a los hombres no empezó con Jesús de Nazaret, sino
que ya había empezado con la misma creación, siguiendo después con
Abraham, Moisés y los profetas. En Israel (y también en la filosofía
griega y en la sabiduría de los viejos pueblos, según la opinión de
algunos teólogos cristianos antiguos) Dios se comunicó siempre a
través de su Logos. A través de una larga preparación hubo
de conducir a la verdad a los hombres, que son débiles y duros de
comprensión y que han de ser guiados con tacto pedagógico. Así, pues, en
tanto que verdad, el cristianismo ha estado desde siempre en el mundo, y
no es algo que surja ahora de nuevo. Pero sólo ahora es la verdad en
todo su fulgor, y sólo ahora se ha cumplido de hecho la redención
vaticinada. La historia de todos los hombres y religiones se convertía así
en prehistoria del cristianismo; una prehistoria que contenía sí
muchos errores, pero que también encerraba ya la verdad. Así se concilian
la vivencia cristiana de novedad y la prueba de antigüedad.
La
demostración de la venerable antigüedad del cristianismo representaba para el
hombre antiguo un argumento decisivo en favor de la verdad cristiana. A través
de esa idea el cristiano particular, que formaba parte de la comunidad,
reconocía su propio sitio dentro del acontecer universal: vivía un tiempo en
que se había revelado plenamente la verdad que en épocas anteriores
había estado oculta y había sido profetizada. Como testigo de esos
acontecimientos decisivos en la historia universal y en la historia
salvífica experimentaba también la salvación de su propia vida. La verdad de su
fe era para él la clave del acontecer universal. Ya no le irritaban
otros dioses, otras religiones y doctrinas de la salvación y de
la verdad.
Para
esta auto-orientación del cristianismo en la historia universal fue de capital
importancia desde el comienzo la interpretación cristiana de la Biblia judía
(del Antiguo Testamento). Consecuentemente se leyó como un libro de
vaticinios que señalaba «hacia Cristo». Y con ello se convirtió en el
punto capital de orientación de la Iglesia primitiva: el viejo libro
contiene ya la verdad predicada por el cristianismo y es línea por línea
el vaticinio de lo que ahora se ha cumplido. La exposición de la Escritura
fue desde ese planteamiento (además de perseguir otros objetivos) no sólo
una tarea permanente de la Iglesia, sino incluso el medio de su autopresentación. Se hablaba del cristianismo con el
lenguaje de la Biblia (judía y cristiana).
Ahora
bien, como la Biblia antigua era por su origen y contenido un libro judío y no
cristiano, la Iglesia antigua estuvo interesada en leerlo «rectamente», es
decir, con el método adecuado con que se sacaron sus «propias»
afirmaciones. El sentido literal del Antiguo Testamento era transitorio en
grado sumo y por lo general intrascendente según el sentir de la Iglesia
antigua. El teólogo Orígenes (ca. 185-254) convirtió en una teoría lo que Pablo (por
ejemplo en I Cor 9,9s), todo el cristianismo
primitivo y todos los posteriores ya habían practicado como procedimiento
alegórico: la Biblia tiene varios planos de sentido o estratos de
significación; es decir, que junto al sentido literal (o histórico) se dan
también los sentidos espiritual o alegórico, tipológico y moral. En
esta teoría sobre la exposición escriturística, que
determinó toda la exégesis medieval y que mantuvo su vigencia hasta los
tiempos modernos, lo decisivo no es ni la sucesión ni el número de los
diversos sentidos mencionados, sino el hecho como tal de que se acepta
una significación más profunda o «espiritual» del texto al lado o
«detrás» del sentido literal. En una concepción alegórica los libros del
Antiguo Testamento brindaban a la Iglesia primitiva unas posibilidades prácticamente
ilimitadas para demostrar la verdad de sus convicciones con estos viejos
escritos. Con esa interpretación alegórica la teología cristiana adoptaba un
método, que ya se había desarrollado en la filología griega (en
Homero, por ejemplo) y que los judíos ya habían aplicado al Antiguo
Testamento. Desde la importancia de la Biblia como orientación fundamental
de la Iglesia antigua se explica la gran cantidad de comentarios que los
Padres de la Iglesia escribieron con preferencia sobre libros veterotestamentarios.
La
Biblia del Nuevo Testamento desempeñó su papel de orientación en forma
diferente. Contiene lo nuevo de manera directa y sin los rodeos de una
significación especial. De entre los numerosos escritos que circulaban en
la primera época del cristianismo se hizo una selección en un proceso largo y
diferenciado (mediante los criterios de su notable antigüedad o
apostolicidad, la proximidad a los orígenes, el contenido, la utilidad,
el reconocimiento y uso eclesiástico), a fin de tener un canon de escritos
sagrados (cerrado definitivamente en el siglo IV) junto al «Antiguo
Testamento». Dicho canon ya no era promesa y prehistoria, sino que
contenía de un modo fiable, completo y obligatorio el
«acontecimiento mismo», las palabras y hechos de Jesús con la predicación
de los apóstoles. Esta orientación no precedió a la Iglesia antigua como
tal, sino que fue ella más bien la que hubo de empezar por crearla mediante
una selección y delimitación.
En el
curso de su historia, y con la aparición de herejías y cismas, a la Iglesia se
le planteó el problema de la orientación de acuerdo con su propio origen. Los
grupos de una época posterior, con doctrinas contrarias entre sí,
todos reclamaban para sí el origen (de Jesús y de los apóstoles). ¿Quién
llevaba razón? Se trataba, pues, de la orientación retrospectiva fiable en
la historia de la Iglesia. Por sí sola la Biblia no solventaba ninguna
cuestión. A lo largo del siglo n, durante la situación de concurrencia con la
gnosis la «gran Iglesia» había creado una forma de orientación clara y
perfectamente sostenible: la verdad está garantizada siempre que un obispo
enlaza, mediante una serie ininterrumpida de obispos, con algún apóstol o
discípulo de los apóstoles, conectando así con los orígenes y predicando
lo mismo que predicaron todos sus predecesores en la sede que ocupa.
Además, la corriente de la verdad puede remontarse por las tradiciones de
maestros y «presbíteros» cristianos anteriores, hasta llegar la época
apostólica. Esta orientación fundamental por la tradición y la sucesión la
formula con toda claridad Ireneo de Lyon hacia el año 185, y desde
entonces se utilizó siempre que se trataba de asegurar una verdad que con
el paso del tiempo se había perdido o puesto en tela de juicio. En los
siglos IV y V se sumó el argumento de los Padres o patrístico: en los
puntos controvertidos se preguntaba -sobre todo en los concilios por la fe
de «los Padres»; es decir, por la doctrina teológica de teólogos
prominentes de épocas anteriores, utilizándola como argumento y prueba. Desde
entonces los Padres de la Iglesia orientaron la fe eclesiástica. Ese orientarse
por la tradición, la sucesión y los Padres, en una palabra, ese orientarse
por el pasado, sacaba mucha de su fuerza probatoria de la idea
precristiana, muy difundida en el pensamiento antiguo, de que el pasado remoto
fue superior al presente en la posesión de la verdad. Sin embargo la
prueba tradicional no supuso toda la orientación, y sobre todo
no arrinconó la Biblia. Más bien se la leía en su sentido, a menudo controvertido,
con la tradición y con los Padres.
7. La
literatura teológica de la Iglesia antigua
De la
época antigua de la Iglesia nos han llegado numerosos escritos cristianos
(aunque todavía es mayor el número de los que se han perdido). Están
redactados en griego, en latín y en distintas lenguas orientales
(por ejemplo, siríaco, armenio, copto). La producción de tan vasta
literatura cristiana no fue casual: el cristianismo no se transmitió sólo
en el culto, sino también en declaraciones, doctrina, confesión, misión y
teología. Por ello está esencialmente relacionado con el lenguaje y la
comunicación lingüística, y por ende también con la palabra escrita. De ahí que
dispongamos de muchas fuentes escritas para nuestro conocimiento de la
Iglesia antigua. Los contenidos predominantes son la predicación de
la fe, la exposición de la Biblia, la explicación de los misterios
salvíficos, la exhortación moral, la delimitación frente al judaísmo, el
paganismo y la herejía, y la exposición instructiva, edificante, propagandística
o apologética de la confesión cristiana. Las formas literarias habituales en
los orígenes y primeros tiempos del cristianismo fueron sobre todo la carta, la
circular, el evangelio, el apocalipsis, la historia de apóstoles, la
homilía; y ya en los siglos posteriores, la carta, el discurso (como
predicación o apología), el tratado, el comentario, el diálogo. También se nos
han transmitido por escrito algunas confesiones de fe, textos litúrgicos,
actas de mártires, vidas de monjes, actas y decisiones conciliares.
Presentamos aquí una selección de los títulos y datos más importantes de
la historia literaria del cristianismo antiguo.
El
Nuevo Testamento contiene los escritos cristianos más antiguos, constituyendo
la carta primera de Pablo a los Tesalonicenses (del año 51/52) el
documento cristiano de mayor antigüedad. Las partes más recientes
del Nuevo Testamento son ya considerablemente posteriores y proceden de la
época en torno a los años 120-130. De por los años 96/98 es ya el escrito cristiano
más antiguo que no entró en el canon bíblico, a saber, la denominada I carta de
Clemente, enviada desde Roma a Corinto. Junto con otros escritos de
principios del siglo ii, entre los que se cuentan sobre todo las
siete cartas del obispo Ignacio de Antioquía, la carta del también obispo
Policarpo de Esmirna, la carta del Pseudo-Bernabé,
una II carta de Clemente, la Didakhe (un ordenamiento
eclesiástico) y el Pastor de Hermas, se denominan padres apostólicos, porque
todos son escritos que están relativamente próximos en el tiempo de la
era apostólica. Estaban destinados al uso interno de las comunidades y
(excepción hecha de las cartas de Ignacio con sus originales afirmaciones
sobre la Iglesia, el obispo monárquico, la eucaristía y la teología martirial)
presentan una temática simple referida a la praxis: doctrina, moral y orden.
Explicándolo y exponiéndolo todo a un nivel muy sencillo. Un tema
específico es la advertencia contra la recaída en el paganismo o en el judaísmo
y contra el peligro de caer en la herejía. Aquí se reflejan (como en los
escritos tardíos del Nuevo Testamento) el ambiente y la esfera de intereses de
las comunidades en una época ya avanzada, cuando se hizo importante la
estabilidad en la doctrina, la moral y el ordenamiento eclesiásticos.
En los
siglos II y III aparecen los denominados escritos apócrifos («ocultos»), que
sólo en parte fueron leídos en la gran Iglesia, habiendo nacido por lo demás
dentro de unos grupos marginales. Primordialmente intentaban satisfacer la
curiosidad y la fantasía piadosas refiriendo historias fantásticas de
milagros sobre la infancia y resurrección de Jesús; ofrecían historias
completamente noveladas de apóstoles o revelaciones sobre el fin del
mundo, el cielo y el infierno. Y todo ello en un ambiente de marcado gusto
vulgar. Esa literatura se escribió en las primitivas formas literarias del
cristianismo: evangelio, historia de apóstoles, apocalipsis y cartas.
A las
necesidades populares de toda la Iglesia se destinaba también la literatura
martirial de los siglos II y III. Su tema era la actitud de los mártires,
semejante a la de Cristo, ante los tribunales, en los padecimientos y en
la muerte, su superioridad religiosa sobre los perseguidores, su
inquebrantable fidelidad, su constancia y la certeza de la salvación. Tendían a
la instrucción edificante de los cristianos y fomentaban la veneración
piadosa de los testigos de la fe. De ahí que se refiriesen los procesos,
torturas y ejecuciones. Estos escritos, en parte históricos y en parte
legendarios, se han redactado en forma de relato (parcialmente como cartas) o
como protocolo procesal (actas). El ejemplo más antiguo es el Martirio de
Policarpo, escrito poco después de la mitad del siglo II y que de
ordinario se cuenta entre los «Padres Apostólicos». Las Actas de los
mártires escilitanos, un relato del año 180
sobre el martirio de seis cristianos de Cartago, son probablemente el
escrito cristiano más antiguo en lengua latina.
Hacia
mediados del siglo II escribían los apologistas («defensores») por vez primera
obras que van destinadas a los no cristianos (paganos o judíos), que eran
quienes debían leerlas. En estos escritos se refutan los errores y calumnias
contra el cristianismo; es decir, se rebaten las objeciones anticristianas, y
se informa sobre el cristianismo de un modo que los coetáneos podían
reconocer como «razonable», aceptable y en definitiva como algo superior.
Para ello se ilumina de tal manera la tradición gentil (religión y filosofía),
que el lector anheloso de la salvación (y en cualquier caso ése es el
propósito) se siente abandonado en la estacada, mientras que
el cristianismo representa la respuesta a todas las cuestiones que en tal
tradición habían quedado pendientes. Con esta crítica al paganismo y la
correspondiente recomendación del cristianismo tenían que sentirse
aludidas ante todo las personas cultas con sus típicas
reservas frente al cristianismo, en el que veían una religión absurda
sólo apta para los estratos populares, supersticiosos e incultos. De ahí que,
por una parte, se hiciera un esfuerzo por alcanzar el nivel literario. Y,
por otra, los apologetas se adentraron tanto en el
pensamiento filosófico y religioso de sus destinatarios que en la
perspectiva de tales escritos lo cristiano produce a veces la impresión de
algo difuso y extraño. La argumentación básica consiste en demostrar que
las críticas del vulgo y de los intelectuales al cristianismo no están
justificadas; que el cristianismo no es algo nuevo (y por tanto
descalificado), sino una realidad antigua y venerable, y con mayor edad
ciertamente que la religión o la filosofía paganas; que el cristianismo en
todas y cada una de sus ideas sobre Dios, el mundo, el hombre y la
felicidad humana (la salvación) supera al paganismo; pero que
los filósofos gentiles, y especialmente Platón, habían dicho ya
muchas cosas atinadas porque se les había comunicado el Logos divino; y,
finalmente, que antes de la filosofía (platónica) no se había dado ningún paso
importante hacia la fe cristiana y que cada uno debe dar ese paso de una
manera racional. Los autores de esos escritos eran maestros cristianos. El
más importante en el siglo II es Justino (de Palestina, que trabajaba en
Roma), aunque destacan también las apologías de Atenágoras,
Arístides, Taciano y Teófilo de Antioquía. Este
tipo de apologética se dio durante los siglos III y IV. Si tales escritos
fueron leídos por los no cristianos y cuál fuera su efecto, es
algo que no podemos demostrar.
Entre tanto
hacia mediados del siglo II la religión gnóstica había alcanzado su punto más
alto, produciendo asimismo una amplia literatura. También contra ella
escribieron los apologetas. Hacia el 185 escribió Ireneo, obispo de Lyon, su
obra contra los gnósticos (Adversus haereses), en la que demuestra la unidad de Dios y
de la Biblia, la posibilidad de salvación para todos los hombres y la garantía
de salvación y de verdad de la Iglesia, al tiempo que desarrolla unos
principios sobre la explicación fiable de la Escritura así como
la prueba de la tradición y de la sucesión.
Hasta
bien entrado el siglo III la Iglesia había hablado y escrito en griego, incluso
en Occidente. Pero en el curso de ese siglo la lengua latina se impuso en la
liturgia, la predicación y la literatura. Uno de los teólogos más
destacados que formulan ahora la teología cristiana en el idioma latino es
el africano Tertuliano (f. después del 220), que dominaba ambas lenguas,
aunque escribió en latín. De él se conserva una serie de escritos de
varia temática: contra los gnósticos, contra los gentiles y
los judíos; hay también temas de moral y práctica eclesiástica
(penitencia, bautismo, oración, paciencia, asistencia al teatro,
matrimonio) y sobre la Trinidad de Dios (Contra Praxeas).
Tras su paso al montañismo escribió unos tratados rigoristas sobre las
exigencias de una vida cristiana y criticó a la gran Iglesia.
En Tertuliano pueden reconocerse dos peculiaridades típicas del
cristianismo latino: la temática de la praxis cristiana de la fe y el modo
jurista-disciplinario de presentar a la Iglesia y el cristianismo.
Uno de
los últimos cristianos que todavía escribió en griego dentro del mundo
occidental fue Hipólito de Roma (f. 235), que se cuenta entre los escritores
más fecundos de la Iglesia antigua. Por las cuestiones trinitarias
y penitenciales el rigorista Hipólito, obispo romano rival de Calixto
(217-22) cayó en el cisma. Escribió una obra, titulada Refutación de todas
las herejías (Refutado omnium haeresium), que
describe a los herejes que hasta entonces había habido en la historia de la
Iglesia. Redactó, además, otros escritos Sobre el Anticristo y una
crónica universal para calmar ciertas expectativas nerviosas del fin del
mundo entre el pueblo eclesial mediante informaciones sobre los signos reales y
la fecha efectiva del final (que todavía no se daba). De los trabajos de
Hipólito sobre la Biblia se ha perdido buena parte. Su exposición de Daniel es
el comentario cristiano más antiguo de cuantos se conservan. La Tradición
apostólica de Hipólito, un ordenamiento eclesiástico, es una obra importante
para nuestro conocimiento de la antigua praxis eclesial romana.
Entre
los escritores latinos de Occidente hay que mencionar también a Novaciano, que
hacia el 250 era un presbítero prominente de Roma. La obra más importante
de cuantas de él se conservan, Sobre la Trinidad (como
el libro de Tertuliano Contra Praxeas) es un
testimonio sorprendentemente temprano de los conceptos trinitarios
desarrollados en Occidente. La discrepancia de Novaciano en la cuestión
penitencial y la fundación de su iglesia cismática no impidieron su
acuerdo con la gran Iglesia a propósito de la imagen dogmática de Dios (la
Trinidad). La figura de Cipriano de Cartago (f. 258) ya nos la hemos
encontrado a propósito de la historia del ministerio episcopal, de
la penitencia y de la disputa sobre el bautismo de los herejes. Sus
escritos Sobre la unidad de la Iglesia y Sobre los apóstatas así como una
serie de cartas reflejan los esfuerzos ímprobos de Cipriano por hacer
prevalecer sus posiciones.
Cristianos
realmente singulares fueron Arnobio y Lactancio, que en la época del cambio político de
Diocleciano (Galerio) a Constantino anticiparon en
sus escritos una especie de ajuste de cuentas con el paganismo. Desarrollan su
polémica en un estilo literario cuidado, pero con un desconocimiento lamentable
de la dogmática eclesiástica. Arnobio escribió siete
libros Contra los paganos (Adversus nationes) con los argumentos ya convencionales,
pero sobre todo con la prueba -actual desde el siglo II al V- de que los
cristianos no eran culpables de las catástrofes históricas de guerras,
epidemias y crisis económicas que asolaron aquella época. De contenido
similar son los siete libros Divinae Institutiones de Lactancio,
aunque hace mayor hincapié en una exposición del contenido cristiano. Su
escrito Sobre las muertes de los perseguidores (De mortibus persecutorum)
describe con verdadera satisfacción el final atormentado, pero por eso
mismo justo, de todos los Césares perseguidores de los cristianos: todo un
documento de los sentimientos de desquite y de los resentimientos de los
cristianos («semiconvertidos») durante la época
de las persecuciones y en el período sucesivo.
En un
entorno eclesiástico muy diferente se desarrolla la literatura cristiana que florece
desde finales del siglo II en la ciudad de Alejandría, en el delta del
Nilo, uno de los centros científicos del mundo antiguo. Aquí la
teología cristiana se articula en unas formas de pensamiento
científico-filosófico, a fin de dar respuesta a los criterios de la
ciencia coetánea y resultar razonable y admisible para las gentes con
formación intelectual. Ese fue el mérito de los maestros cristianos de
Alejandría, que en un esfuerzo de orientación misionero-apologética
presentaron el cristianismo en su ciudad según las reglas de la disciplina
científica. Por iniciativa privada, y ante oyentes interesados, enseñaban
el cristianismo como la «verdadera filosofía», al igual que otros
maestros enseñaban la suya. Es lo que se entiende por
Escuela alejandrina, que comprende la doctrina y teología de tales
maestros cristianos (laicos), que transmitían el cristianismo, sin un encargo
oficial, bajo la forma de una enseñanza libre. La teología de esa
«escuela» se reflejó también en algunos libros. El primero de los
maestros alejandrinos que conocemos es Panteno (ca. 180), aunque es Clemente de Alejandría (f. antes de
215) el primero cuyas obras literarias han llegado hasta nosotros. Tres
son los escritos principales que de él se han conservado: la Exhortación a los
gentiles (Protreptikos), el Pedagogo (Paidagogos) y las Alfombras (Stromateis o Stromata). En ellos se critica la filosofía y la
mitología paganas, aunque se intenta a la vez enlazar con la
filosofía gentil. El maestro cristiano, personalmente una
persona culta, hablaba y escribía de Cristo y del cristianismo
de forma que eventualmente también pudiera leerlo el no cristiano
culto e interesado en el tema. Los conceptos y razonamientos eran
parecidos y aun iguales a los empleados en la filosofía. Y todo discurso sobre
el cristianismo adquiere en Clemente la dinámica del pensamiento «gnóstico», es
decir, de una mentalidad apasionadamente empeñada en el conocimiento. Clemente
gusta de llamar al cristianismo «gnosis» (conocimiento), superior a todo
otro conocimiento; y el cristiano ideal es el verdadero gnóstico. La
«gnosis» es ahí el conocimiento obligatorio de Dios, que ha de
profundizarse de por vida sobre la base de la revelación, y es a la vez
una vida cristiana en consonancia con tal conocimiento. El conjunto
presenta ciertos rasgos esotéricos: no todos los cristianos alcanzan el
mismo nivel (gnóstico).
Todo
esto vale en principio también para los escritos de Orígenes (f. 254). También
él fue un maestro cristiano de Alejandría. De su gigantesca obra literaria se
han conservado algunas partes importantes. Un tratado, relativamente
sistemático, los cuatro libros De principiis, muestra con notable claridad cómo el
cristianismo ha sido expuesto con ayuda de concepciones
neoplatónicas y también gnósticas, es decir, no cristianas, y por
ese camino ha experimentado naturalmente ciertos cambios. La misma obra
contiene la teoría de la pluralidad de sentidos de los textos bíblicos. En
comentarios científicos y en laboriosísimos trabajos de crítica textual,
no menos que en homilías (sermones) destinadas al gran público, Orígenes se empeñó
durante décadas en la comprensión de la Biblia para sí y para los demás,
para los cristianos cultos y los sencillos. Y al estar comprometido
directamente con la Iglesia (más que Clemente), junto a sus obras
científicas produjo también escritos accesibles al común de los fieles;
por ejemplo, el escrito apologético Contra Celso (Contra Celsum) que fue un crítico
pagano; diálogos de exposición de la verdadera doctrina, polémicas contra los
herejes, una Exhortación al martirio, un escrito Sobre la oración, etc.
Fueron precisamente sus escritos sobre la exposición de la Biblia los que
inspiraron profundamente al monaquismo de los siglos IV-VI en su mística de
la ascensión a Dios. Orígenes distinguía: son pocos los cristianos
que ponen la fuerza y empeño para alcanzar la «gnosis» y la perfección,
mientras que la mayoría se contenta con la «mera fe» y una moral mínima. Debido
a ciertos detalles de su doctrina Orígenes cayó en descrédito después de
su muerte y repetidas veces fue condenado por la Iglesia como herético.
Al lado
de muchas ideas y sugerencias originales y fecundas de la teología alejandrina,
lo verdaderamente importante y decisivo de esta literatura es que acoge
la filosofía helenística para su interpretación del cristianismo. Es un
acontecimiento de gran alcance no sólo para la historia de la Iglesia sino
también en el plano de la historia del espíritu y de la cultura. Es el
encuentro entre cristianismo y antigüedad, y ello bajo la forma de
la helenización del cristianismo; es decir, mediante la formulación del
dogma cristiano recurriendo a los conceptos y formas de pensar griegos. Cierto
que eso no sólo se da aquí, ya que también se encuentran huellas de
tal proceso en los apologetas; pero fueron los alejandrinos quienes
influyeron de manera particular para que ese encuentro siguiera contando
en la historia posterior de la teología. Y en ese cristianismo «platónico»
subyace la primera tentativa metódica por exponer y demostrar
racionalmente la posibilidad de la fe cristiana. En el método de la teología
alejandrina contaba, además de su conocimiento filosófico, la exposición
alegórica de la Biblia.
Eusebio
de Cesárea (f. ca. 339), admirador de Orígenes,
introdujo en la antigua literatura cristiana un nuevo género cuando a
principios del siglo IV redactó su Historia eclesiástica. En ella reunió
abundantes y valiosísimas informaciones, documentos y fuentes, para
demostrar que con el cristianismo había llegado la verdad sin fronteras y
que se había alcanzado el cénit de la historia universal. Desde esa euforia
hay que entender también sus relaciones entusiastas con el emperador
Constantino el Grande, al que dedicó una biografía (Vita Constantini) y un panegírico (Laus Constantini).
Y todo ello porque Constantino, como instrumento de Dios, había ayudado a la
Iglesia en su irrupción histórica. La Historia eclesiástica de Eusebio la
continuaron después otros historiadores, como Gelasio de Cesárea (f. 395),
Sócrates (ca. 380-ha. 440), y algo más parte Sozomeno y Teodoreto de Ciro (f. ca. 466).
A
partir de los siglos IV y V, la época de los grandes enfrentamientos en Oriente
por la teología trinitaria y por la cristología, hay una multitud
incalculable de escritos teológicos. La literatura cristiana y los debates
teológicos coetáneos aparecen ahí en una conexión singularísima. Atanasio
(295-373), obispo de Alejandría desde el año 328, se cuenta entre los que en
la disputa dogmática no sólo adquirieron un nombre dentro de la política
eclesiástica sino que también influyeron en el campo literario. Redactó sus
Discursos contra los arrianos (Orationes contra Arianos) y escribió sobre la historia y los resultados
del concilio de Nicea (325), a fin de imponer el concilio y su teología.
También en el siglo IV siguió teniendo actualidad la apologética contra
las doctrinas paganas y judías, en la que Atanasio tomó asimismo parte con
sus escritos. En el plano espiritual influyó grandemente su Vita Antonii (ca. 357), que
relata de forma legendaria la vida del gran padre del desierto, Antonio (y
que con la descripción del ideal de vida monástica tuvo un amplísimo eco
sobre ese ideal en Oriente y en Occidente. Pertenece al género de las vidas de
monjes.
La
historia literaria de la Iglesia antigua conoce, al igual que la literatura
general de la Antigüedad y de este período crepuscular, los fenómenos del
anonimato (cuando se publica un libro sin indicación de autor,
que por lo mismo no es conocido) y de la pseudoepigrafía (cuando
el nombre bajo el que se publica el libro es falso, y se hace por error,
confusión o con propósito intencionado), de manera que muchos de los
escritos no se pueden atribuir, o al menos no con seguridad, a
un determinado autor. Y hubo también destrucción de libros. Al igual que
se destruían los escritos paganos hostiles al cristianismo por su contenido, también
se destruyeron los libros heréticos. De ahí que, por ejemplo, del tan
discutido Arrio no se haya conservado ni un solo
escrito completo, y sólo existen fragmentos en forma de citas dentro de las
obras escritas contra él. Y también tuvieron la misma fortuna los
escritos de los antiarrianos más extremistas, es
decir, el ala contraria (por ejemplo, los de Marcelo de Ancira y Eustaquio de Antioquía), que fueron
destruidos por completo o de los que sólo restan pequeños
fragmentos. Así, los libros no sólo se perdieron por azar, sino
que hubo pérdidas «organizadas» en la antigua literatura cristiana.
La
segunda mitad del siglo IV y los comienzos del siglo V se designan como el
período de esplendor de la antigua literatura eclesiástica, porque en ese
tiempo se escribió una literatura singular, tanto desde el punto
de vista literario como teológico. Entre los «clásicos» de esa época
se cuentan ante todo los tres capadocios, es decir, los tres oriundos de
Capadocia, en el Asia Menor, que fueron los dos hermanos Basilio de
Cesárea (ca. 330-379) y Gregorio de Nisa (ca. 335-394), así
como Gregorio de Nacianzo (ca.
330-ca. 390); los tres fueron obispos durante algún tiempo. Por el
contenido sus escritos forman parte del enfrentamiento dogmático de
la fase que media entre los concilios ecuménicos I y II. Los capadocios
respaldaban con argumentos la doctrina trinitaria de Nicea y contribuyeron
decisivamente a la preparación teológica de la confesión de Constantinopla
(381). Tuvo además gran influencia lo que acerca de la ascesis, del
monacato y de la espiritualidad cristiana elaboraron en el plano teológico y en
el práctico y que consignaron en sus escritos.
De
Basilio se nos han conservado obras dogmáticas antiarrianas (por ejemplo, Sobre el Espíritu Santo), escritos ascéticos (dos reglas
monacales, entre otros), sermones y homilías sobre textos bíblicos y otros
temas y centenares de cartas. De Gregorio de Nacianzo hay que recordar sus discursos dogmáticos, sus tratados y sermones sobre
diversos temas, numerosas cartas y también sus poesías. También Gregorio
de Nisa, el teólogo más eminente de los tres, ha
dejado obras dogmáticas, concebidas por completo contra la herejía, escritos
exegéticos y ascéticos, discursos y sermones. Apenas cabe
señalar aquí la pluralidad y calidad de las obras de los tres capadocios.
Lo cierto es que resultan tan importantes por su contenido y su influencia
en la historia de los dogmas como por sus valores literarios y retóricos.
Los capadocios se muestran escritores de categoría en nada inferiores a los
escritores paganos, al saber compaginar los valores estéticos de una literatura
artística con la cultura griega del pensamiento filosófico, trasvasándolo
todo a la temática cristiana. Por eso se habla del «platonismo cristiano»
de estos autores de la Iglesia antigua. Para el ensamblaje del
cristianismo con la cultura del final de la edad antigua, esa literatura
tiene una gran importancia. En un sentido amplio los capadocios están en
la tradición alejandrina de Orígenes, Atanasio, etc. Y en ese punto hay
que nombrar asimismo a Cirilo de Alejandría (f. 444) con sus escritos
exegéticos y polémicos contra los nestorianos.
No
menos importante que Alejandría fue otro centro teológico y literario de la
Iglesia antigua: la Antioquía cristiana. Se habla de la Escuela antioquena. El
concepto de «escuela» significa en este caso una determinada tradición
teológica de carácter homogéneo. Su peculiaridad se manifiesta con toda
claridad en la exposición de la Biblia. Los teólogos antioquenos tenían (incluso
cuando alegorizaban) un fuerte sentido histórico y se orientaban por el
tenor literal de la Biblia, mientras que los alejandrinos practicaban
ampliamente la exposición alegórica. Con ello ambas tradiciones llegaron
a proyectos y opciones diferentes en los temas neurálgicos de la
dogmática coetánea, sobre todo en la cristología. También cabe decirlo a
la inversa: a partir de las diferencias fundamentales en la concepción
teológica, alejandrinos y antioquenos cargaron el acento de forma diferente
en la exégesis y en la dogmática. Surgieron así innumerables
controversias, cuya vehemencia tuvo por lo demás motivaciones de política
eclesiástica claramente extrateológicas.
Un
escritor polifacético de Antioquía fue Diodoro de
Tarso (t antes del 394), aunque sólo se han conservado fragmentos de sus obras
contra gentiles, judíos y herejes así como sobre la Biblia. Ello se debió, una
vez más, a que sus escritos cayeron más tarde en descrédito, al
«descubrirse» en la posterior disputa acerca de Nestorio que Diodoro era herético. El mismo destino golpeó con
mayor fuerza aún al maestro de Nestorio, el eminente
exegeta antioqueno Teodoro de Mopsuestia (f.
428), de cuya abundante bibliografía, especialmente sobre la Biblia, se ha
conservado muy poco en una tradición directa. Mejor es la situación del también
antioqueno Juan Crisóstomo (f. 407), del que nos han llegado muchos
sermones, además de tratados (Sobre el sacerdocio, sobre educación, cuestiones
ascéticas y monaquisino) y cartas. Mientras tanto
sólo quedan algunos fragmentos de los escritos de Nestorio (f. después del 451), al que la Iglesia condenó por su cristología y que
pasa por ser el hereje por antonomasia, aunque hoy la investigación sabe que
ello se debió a errores (en partes negligentes) e injusticias. Escribió
apologías, cartas, tratados y sermones.
Uno de
los campos específicos de la antigua literatura cristiana fue la literatura
monástica, que se escribió predominantemente en Egipto. El monaquisino de aquel país no sólo se ocupó de la ascesis práctica, sino que
cultivó intensamente la teología y la espiritualidad, produciendo una
literatura abundante. El primer escritor destacado entre los monjes fue Evagrio Póntico (346-399), fuertemente inspirado por
Orígenes, cuya teología «radicalizó» en ciertos puntos. Y con
Orígenes fue condenado en el quinto concilio ecuménico de Constantinopla
el año 553. Su importancia está sobre todo en el campo de la ascesis, la
mística y la piedad, especialmente del monaquismo. Compiló diversas
colecciones de dichos bíblicos y de sentencias (adagios
doctrinales) para uso de los monjes y también redactó
comentarios bíblicos. De él dependen asimismo otros autores posteriores,
como su discípulo Paladio (f. antes del 431), que informó en sus libros sobre
el monacato y sus ideales, y Juan Casiano (f. ca.
430) que trajo noticias a Occidente de la vida monástica oriental y que
consignó conversaciones (Collationes) con los padres
del monaquismo. A fines del siglo V aparece una gran compilación de
sentencias, ejemplos y modelos de vida, sacados de monjes famosos, como
son los Dichos de los Padres. La literatura sobre los padres del
monaquismo oriental llegó parcialmente a Occidente reforzando aquí el ideal
monástico en proporciones impensables de no haber existido tal literatura.
En esta
época de la literatura eclesiástica antigua (siglos IV/V) la Iglesia occidental
tomó muchas cosas, en contenido y forma, de los escritos surgidos en la
Iglesia oriental. También se tradujeron muchos trabajos históricos,
exegéticos y dogmáticos de los teólogos orientales. Hilario de Poitiers (ca. 315-367), por ejemplo, alcanzó la competencia
teológica que revelan sus escritos exegéticos y antiarrianos debido en buena parte al hecho de que fue desterrado durante algunos años
al Asia Menor por decisión imperial y allí pudo tomar conocimiento directo
de los problemas dogmáticos y los proyectos teológicos de las iglesias
orientales. Entre las cabezas más destacadas, que aceptaron la teología
científica y espiritual de la Iglesia oriental, se cuenta Ambrosio de Milán (f.
397). En sus numerosos trabajos sobre la Biblia depende del judío
alejandrino Filón (ca 25 a.C.-ca.
50 d.C.) y de los Padres griegos, a los que debe también su acceso a la
filosofía neoplatónica como marco interpretativo para la exposición de la
Biblia y la teología cristianas. Entre otras cosas, escribió también
sobre temas ascéticos, dogmáticos y litúrgico-mistagógicos.
Un
ejemplo clásico del comportamiento de la Iglesia occidental fue Rufino de Aquileya (f. 410), que tradujo toda una serie de
textos de la Iglesia oriental, del griego al latín, para hacerlos
accesibles a los occidentales; y que eran sobre todo escritos de Orígenes,
aunque también de Basilio, Gregorio de Nacianzo, Evagrio Póntico, historias eclesiásticas y textos
monásticos. También Jerónimo (ca. 347-419/20) trabajó
como traductor; a él se debe la mayor parte de la llamada Vulgata, que es
la versión latina de la Biblia utilizada hasta hoy (en una nueva
revisión) por la Iglesia. Para ello tradujo el Antiguo Testamento del hebreo;
el año 383 revisó para los Evangelios las antiguas versiones latinas que
divergían entre sí y que con el paso de los siglos fueron desplazadas por
la Vulgata (la correspondiente a las cartas paulinas y a las católicas parece
que ya antes del 410 la había terminado un continuador de Jerónimo, y no
él personalmente). También tradujo Jerónimo textos de los Padres griegos
(Orígenes, Eusebio, Dídimo) y reglas monacales. Escribió obras exegéticas,
algunos libros extremadamente polémicos contra sus enemigos dogmáticos y
personales, un catálogo de escritores eclesiásticos, biografías de monjes y
cartas. Los escritos de Jerónimo evidencian una formación científica y
literaria realmente extraordinaria.
En la
literatura latina cristiana de los siglos IV y V entra también la poesía. Es
curioso que, mientras Oriente en este campo sólo presenta a Gregorio de Nacianzo, en el Occidente latino aparecieran, entre
otros, Ausonio (f. después del 393), Prudencio (f. después del 405)
y Paulino de Noya (353-431), todos tres del
ámbito galo-hispánico, que dieron forma poética a temas convencionales, como la
lucha del cristianismo con el paganismo, historias de mártires, la disputa
entre las fuerzas buenas y malas por conquistar el alma.
Este
esbozo apretado sólo permite ofrecer una panorámica aproximativa de los
escritos de Agustín (354-430), el teólogo y escritor más importante de
la Iglesia latina en la edad antigua. También Agustín es deudor en
algunos aspectos de la teología y literatura de la Iglesia oriental
(aunque, en razón de su deficiente conocimiento del griego, hubiera de
recurrir a versiones latinas). Pero su creatividad teológica y hasta
literaria es en él mucho más característica que su dependencia
de otros autores. Desde su profesión culta de retor Agustín dominó la retórica con todos sus recursos lingüísticos, de
los que sacó notable provecho la calidad de sus escritos. La inmensa
productividad de autores como Agustín (y Orígenes) sólo fue posible por el
número de estenógrafos y caligrafistas de que
dispusieron. Los escritos de Agustín fueron ya en vida suya, y en casi
todas las épocas posteriores de la teología occidental, objeto de discusiones
vivas y acaloradas. Su actividad la desarrolló precisamente a través de la
palabra escrita.
La
enumeración de sus escritos podría empezar con los trece libros de las
Confesiones (escritas ca. 397-401), en las que
Agustín sirviéndose de los géneros del relato y la explicación, la
meditación y la plegaria, describe en forma de recuerdo su camino
titubeante hasta llegar al bautismo y la fe eclesiástica. También
representan una mirada retrospectiva las Retractaciones (426/27), que
el anciano Agustín redacta en un estilo de inventario y autocrítica,
pasando revista, y haciéndola pasar al lector, de todos sus escritos,
informando sobre el contenido, motivo y propósito de cada una de sus obras y
añadiendo ciertos complementos o correcciones. Después de su conversión (386)
hasta el año 400 escribió Agustín obras filosóficas sobre el conocimiento
de la verdad y de Dios (contra el agnosticismo y el escepticismo), sobre
el problema del mal y sobre el alma humana. Y es hacia el fin de su
vida cuando aparecen algunos escritos apologéticos, a saber: uno Sobre las herejías, otro Contra los judíos y, sobre todo, su
vasta e influyente obra De civitate Dei, que fue elaborando en veintidós libros a
lo largo de los años 414-427 y que fue publicando de forma parcial. El
motivo concreto de la misma fue la conquista de Roma por Alarico el año
410: Agustín argumenta contra el viejo reproche, ahora renovado, de que la
cristianización del imperio había sido la causa de la ruina de Roma. A este
respecto ha desarrollado su amplia teología de la historia, según la cual
el mundo está metafísica-mente dividido en la ciudad de Dios (civitas Dei) y la ciudad de este mundo (terrena civitas o civitas diaboli);
a lo largo de toda la historia el verdadero acontecimiento ha sido la
lucha entre ambas fuerzas. En el plano individual-existencial y ético es la
oposición entre la fe humilde y el orgullo híbrido del hombre ante Dios. La
historia es, pues, el drama de la aceptación o el rechazo de Dios por
parte de los hombres, y en ese sentido es la historia de la salvación o de
la condenación del hombre. La historia profana se desprecia en el marco de esa
perspectiva cristiana, que es la de Agustín: este mundo (incluida la misma
Roma) pertenece a las cosas transitorias; la historia demuestra el
incremento de su propia decadencia y se encuentra bajo el signo de su fin. La
crisis histórica del año 410 no fue más que el detalle de esa
marcha general, y en tal sentido no era la catástrofe singular
y única, como la que supusieron sus coetáneos con su ideología romana.
Dentro de la historia, el hombre no puede conocer la frontera entre las
dos ciudades; pero mediante su comportamiento con Dios es él quien decide
a cuál de las dos ciudadanías pertenece. Estas ideas de Agustín influyeron
de una forma simplificada (con identificaciones excesivamente simplistas
de la civitas) en
los ordenamientos fundamentales de la edad media (trasladándolas, por ejemplo,
a la Iglesia y al Estado).
Una
serie de obras dogmáticas contienen explicaciones sobre la confesión de fe,
exposiciones sobre el matrimonio, sobre las relaciones entre la fe y la acción
y sobre otros temas. Los quince libros de la obra vasta y ambiciosa Sobre la Trinidad (399-419) contienen la
contribución independiente y originalísima de Agustín al problema capital de la
teología dogmática del siglo IV (la denominada «doctrina psicologista de la Trinidad», que explica la colaboración de las tres divinas personas
por analogía con las facultades anímicas del hombre). Hasta en la
obra literaria de Agustín se reflejan los grandes enfrentamientos y
confrontaciones dogmáticas de la época. Ahí están sus escritos antimaniqueos en los que se aparta de las posiciones
fundamentales del maniqueísmo, que durante algunos años había sido su religión
o su concepción del mundo. Se trata del problema del mal, de la calidad
moral del Antiguo Testamento, de la recta exposición de la Biblia y de la
cristología que comporta una verdadera encarnación (por ejemplo,
los libros Contra el maniqueo Fausto, 397/398).
Los
escritos antidonatistas explican las relaciones entre
ideal de santidad y pecado, el concepto de Iglesia y de sacramento (por
ejemplo, los siete libros Sobre el
bautismo contra los donatistas, 400/401; Contra el obispo donatista
Gaudencio, 421/422). Especialmente comprometido se muestra Agustín en sus
escritos contra el pelagianismo, a partir del año 412, pues en ellos
son objeto de discusión la tradición de la Iglesia africana y sus propios
y radicales puntos de vista sobre el pecado original, la gracia y la libertad
humana, la predestinación y el bautismo (de los niños). Agustín escribió en
411/12 sus tres libros Sobre los méritos de los pecadores, Sobre el perdón
de los pecados y Sobre el bautismo de los niños-, más tarde aparecieron
sus dos libros Sobre la gracia de Cristo y Sobre el pecado original (418),
mientras que uno de sus tratados más importantes contra el inteligente
pelagiano Juliano de Eclano (f. 454) quedó
incompleto, porque Agustín murió el 430.
En
todos estos escritos Agustín defiende la gracia como causa exclusiva de la
salvación, que Dios otorga sin obligación alguna al hombre, y que éste no
merece, sino que Dios se la concede por pura elección y predestinación.
El
hombre está tan dañado en su naturaleza por el pecado de herencia y por sus
pecados personales que no es capaz de hacer el bien y se halla de continuo
bajo la tendencia heredada hacia el mal (la concupiscencia).
La influencia que Agustín ejerció con estas ideas en la historia posterior
de la teología sólo puede explicarse en su intensidad e inmediatez por hallarse
consignadas por escrito en sus obras.
Agustín
escribió también tratados antiarrianos. Y son
asimismo muy vastos sus escritos sobre la interpretación de la Biblia. En los
cuatro libros Acerca de la doctrina cristiana (De doctrina christiana), aparecidos por
los años 396-426), se exponen los supuestos y métodos de
la interpretación bíblica; y ello de tal modo que surge de los mismos
una especie de doctrina cristiana de la cultura, ya que Agustín persigue el
programa de aprovechar la formación intelectual antigua para el estudio
cristiano de la Biblia. Entre las exposiciones del Antiguo Testamento
están los doce libros Sobre el sentido literal del libro del Génesis
(401-414) y la amplia Exposición de los Salmos (392-420); entre los trabajos
acerca del Nuevo Testamento hay que recordar los dos libros Sobre el
Sermón del Monte (394) y los ciento veinticuatro Tratados sobre el
Evangelio de Juan (407-408) de singular importancia.
Tiene,
además, toda una serie de escritos sobre temas de moral o ascesis como la
mentira, el matrimonio y el celibato, la viudedad y la vida monástica. Se han
conservado centenares de sermones, entre los que las predicaciones propiamente
dichas constituyen la mayor parte. Y, finalmente, son numerosas las cartas, muy
diversas por su contenido, extensión e importancia. Hay algunas reglas
monacales que se reclaman al obispo de Hipona, pero que proceden de época
posterior; Agustín no redactó ninguna regla formal que regulase la
vida monástica, aunque dejó algunas instrucciones importantes. Las obras
de Agustín están preparadas con gran cuidado, y las más difíciles e
importantes ocuparon por lo general muchos años al autor.
Entre
los escritores latinos cristianos hay que mencionar además a dos papas: León I
(440-461), que dejó numerosas cartas y sermones, que certifican su intervención
en problemas dogmáticos, políticos y político-eclesiásticos; y Gregorio I
(590-604), del que también se han conservado homilías y más de ochocientas
cartas de temática pastoral-práctica. Bajo la forma de un comentario al libro
de Job (Moralia)
redactó Gregorio Magno una amplísima instrucción sobre cuestiones
de moral y de ascética. Otra obra en forma de diálogo informa de algunos
grandes santos de Italia y de su admirable vida.
Así,
pues, la historia de la antigua literatura eclesiástica conoció su período
floreciente en los siglos IV-V. Cierto que también durante los siglos VI-VIII
hubo una literatura abundante, pero ya no tuvo la misma originalidad y
creatividad, sino que más bien reunió y reprodujo ideas de los autores
precedentes. Leoncio de Bizancio (f. antes del 543), por ejemplo, y el
desconocido Pseudo-Dionisio Areopagita (ca. 500), son algunos de tales «tardíos» que
recogieron la tradición antigua y trazaron una suma (aunque con
aportaciones propias, por supuesto). Máximo el Confesor (ca.
580-662) siguió asimismo de manera consciente las tradiciones de los Padres de
los siglos III-V. Y especialmente significativo resulta Juan Damasceno (ca. 650 ca. 754) con su
programa de no querer decir nada de su propia cosecha sino
de apoyarse en la tradición patrística; lo que hizo ciertamente en su
propio estilo teológico y literario. Con su obra literaria aparece como
uno de los autores más polifacéticos de las Iglesias orientales. En general con
Juan Damasceno se considera cerrada la literatura griega de la
Iglesia antigua, mientras que la latina la cierra Isidoro de Sevilla (ca. 560-636), también importante
8. Los
cuatro primeros concilios ecuménicos
Entre
los innumerables concilios, que desde el siglo II se celebraron en todas las
iglesias regionales y por los motivos más diversos, ha habido en el
curso de la historia algunos que se destacan como
concilios ecuménicos. Tal designación significa que dichos sínodos no sólo
representaban a una parte de la Iglesia, ni tenían simplemente una
temática local, sino que eran la representación de la Iglesia
extendida «por todo el mundo» y regulaban cuestiones referidas a la
Iglesia universal. Según la enumeración que pudo imponerse a partir del
siglo XVI, y que desde entonces se ha continuado, los concilios ecuménicos
en la historia de la Iglesia han sido veintiuno hasta ahora, ocho de
los cuales se celebraron en tiempos de la Iglesia antigua. No se
pueden señalar unas notas específicas en los concilios ecuménicos, cual si
todos representasen un mismo tipo específico. Los criterios válidos hasta
ahora, y que conservan su vigencia en el Código de Derecho
Canónico, reclaman para el concilio general que haya sido convocado y
presidido por el papa de Roma, y que sea asimismo el papa quien señala la
temática y el orden del día así como la terminación del concilio y el
refrendo de sus conclusiones.
Estas
notas no contaron para los tiempos de la Iglesia antigua, y no se dieron de
hecho. Los ocho sínodos ecuménicos de la antigua época eclesiástica no
fueron convocados por el papa de Roma, sino por el emperador (en cada
caso de forma más o menos directa); el emperador los abría, moderaba y cerraba.
Los emperadores bizantinos estuvieron vivamente interesados en la unidad
disciplinaria, cúltica y dogmática de la Iglesia -de
la que en general trataban los concilios- por motivos de unidad y
estabilidad, considerándose directamente competentes en tales asuntos. Pero no
todos y cada uno de los concilios convocados por algún emperador fueron
concilios ecuménicos en la acepción posterior. La incorporación de los
distintos sínodos a la serie de concilios ecuménicos, es decir, su
valoración como sínodos generales con carácter universal para toda
la Iglesia, no puede deducirse de la idea que se formaron de sí
mismos ni del espectro de participantes en la respectiva asamblea eclesial,
sino que se determina por la recepción. Con otras palabras, por la
valoración posterior que de ellos ha hecho la Iglesia. Los cuatro primeros
concilios ecuménicos, a los que aquí nos referimos, alcanzaron esa
categoría debido a su temática capital y a sus importantes efectos en la
historia posterior de la Iglesia. Habida cuenta del contenido de sus
conclusiones, en los siglos siguientes llegaron a ser incluso el grupo normativo
de todos los otros concilios.
Las
conclusiones de fe, formuladas por los mismos, se refirieron a la imagen de
Dios propia del cristianismo (la Trinidad), a la cristología con el
consiguiente concepto de la salvación (soteriología) y la misma imagen
del hombre (la antropología teológica). El papa Gregorio Magno
(590-604) comparó aquellos cuatro concilios con los cuatro evangelios, e
Isidoro de Sevilla (ca. 560-636) con los cuatro
ríos del paraíso. Por esos cuatro concilios debían regirse, según la
opinión coetánea, todos los concilios posteriores en sus decisiones. Valoración
que se ha mantenido sin discusión hasta nuestros días. Sobre todo por
lo que respecta a la confesión de fe del concilio de Constantinopla (381)
hay que decir que es la última y única confesión que comparten todos los
cristianos y, por tanto, la única base dogmática de todas las
Iglesias. Y ello porque las distintas Iglesias orientales comparten la
misma fe hasta dicho concilio, mientras que rechazan el de Calcedonia
(451) con su confesión.
Tan
alta estima requiere ciertamente la exposición o traducción de las viejas
fórmulas y de la teología conciliares al lenguaje y comprensión actuales. Y es
que formularon sus doctrinas con la mentalidad griega de los hombres de
finales de la Antigüedad, cuyo «mundo» de interrogantes, pensamiento y
lenguaje no eran sin más los del cristiano de hoy. Las viejas fórmulas
conciliares sólo pueden comprenderse ayudándonos de explicaciones históricas
y teológicas, tras penosos esfuerzos y reconstrucciones.
Acerca
del procedimiento para hallar la verdad en los antiguos concilios
eclesiásticos, hay que decir que no había votaciones directas con recuento
de votos. Primero se escuchaban los votos de los distintos partidos,
se discutía después libremente con manifestaciones espontáneas de
asentimiento o desacuerdo, y finalmente se señalaba la mayoría en forma de
aclamaciones predominantes. La posición de la mayoría de los padres conciliares,
impuesta de ese modo, la consideraba su partido como manifestación de la
voluntad del Espíritu Santo y como la verdad indiscutible de Dios, que a
partir de entonces era obligatoria para todas las comunidades de la
Iglesia.
Las primeras discusiones acerca del
problema trinitario
En la
segunda mitad del siglo III se manifestaron en Oriente y Occidente puntos de
vista contrapuestos acerca de la imagen cristiana de Dios, y en concreto por
lo que se refería a las relaciones de Cristo, o del Logos, con Dios
(Padre). En la tradición neotestamentaria y posterior se hablaba de Dios (Padre), del Hijo (Logos) y del
Espíritu; pero sus mutuas relaciones quedaban imprecisas y nunca se habían
explicado. Para decirlo brevemente, hasta entonces esas relaciones se habían entendido
de modo que también el Hijo era «Dios» (o «divino»), pero sujeto al Padre
(subordinacionismo). Es verdad que las
relaciones de subordinación se explicaban de manera diferente, pero no había
una explicación de principio, que evidentemente tampoco era
necesaria. La interpretación subordinacionista había sido al comienzo la común a toda la Iglesia en su forma de creer en
el Padre y en el Hijo (sobre el Espíritu aún no se hacían afirmaciones
similares). Era la forma consecuente al monoteísmo bíblico-judío de los
cristianos. La fe en un solo Dios era algo espontáneo. Y al referirse al
Logos divino y al Espíritu era algo conciliable a todas luces con el
monoteísmo dentro del modelo de subordinación al único Dios.
En el
siglo III llegaron, sin embargo, nuevos interrogantes al respecto. Y hubo
diversas tentativas por explicar de forma más precisa las afirmaciones bíblicas
y la fe tradicional en este punto. El que en un escenario
de enfrentamientos caóticos se defendieran posiciones dogmáticas tan diversas
tenía su fundamento en la diversidad de tradiciones locales, discrepantes en
conceptos, modelos mentales y puntos teológicos de mayor interés. No
existía aún la unificación lograda por decisión doctrinal de toda la Iglesia.
Desde fines del siglo II se defendió marcadamente una teología, que se
denomina monarquianismo, empeñada en mantener la
unidad, unicidad y «soberanía única» (monarkhia) de Dios según el
concepto que de Dios tiene la Biblia. Ello fue, en parte, una reacción a
la teología del Logos, defendida por los apologetas del siglo II, que hablaba
del Logos como «un segundo Dios» al lado de Dios (Padre). Para la
sensibilidad de muchos el empleo de la palabra «Dios» para designar
también al Logos resultaba claramente peligroso para la monarquía y unicidad de
Dios.
Por
ello se intentó de diversos modos asegurar la unicidad divina. Y o bien se
defendía que Cristo es personalmente Dios, explicándolo en el sentido de que
en Jesús operaban fuerzas divinas (dinamismo) o de que en un segundo
momento se había unido a Dios por adopción (adopcionismo). Y en tal caso
quedaba tan lejos de Dios, que la «monarquía» divina no sufría merma
alguna. O bien se entendía a Cristo como una de las manifestaciones (modus) de
Dios, que se habría revelado primero como Padre, después como Hijo y finalmente
como Espíritu (modalismo), aunque siendo siempre uno
y el mismo.
En una
u otra versión, el monarquianismo fue a comienzos del
siglo III la teología más difundida y, de hecho, la fe común de las comunidades
eclesiásticas. Los teólogos que empezaron a diferenciar claramente al Logos
como Dios del Padre o que hablaban incluso de una trinidad (trínitas) en dios, como lo hacían, entre
otros, Tertuliano, Novaciano e Hipólito, encontraron una fuerte
resistencia por parte de muchos fieles sencillos, que les reprochaban la
doctrina de dos o de tres dioses (cf. Tertuliano, Adv. Praxean, 3,1; Hipólito, Refutado IX 11,3;
12,16). Los comienzos de la doctrina trinitaria en la Iglesia se
entendieron como un politeísmo y fueron rechazados cual herejía en nombre
del Dios bíblico.
El modalismo lo defendió también un libio de nombre Sabelio, por lo que dicha teología también se denominó
sabelianismo. Llegó Sabelio a Roma hacia el año 217 y
fue la causa patente de los primeros enfrentamientos en aquella comunidad,
porque su monarquianismo extremado se sintió
como una desviación, es decir, como una herejía, respecto de la común fe
romana. Y en Roma lo excomulgó el papa Calixto. Algunas décadas más
tarde (257) se reavivó la controversia acerca de la teología de Sabelio en su patria, Libia. La cuestión trinitaria (es
decir, las relaciones de Dios-Hijo-Espíritu) se agudizó cada vez más.
Algunos obispos sabelianos de Libia ya no se atrevían, por ejemplo, a
hablar del «Hijo de Dios» (como persona independiente). Y así, ellos
y sus adversarios solicitaron por carta una explicación al obispo
Dionisio de Alejandría (f. ca. 264), que en
sus respuestas hizo hincapié en la distinción real entre Padre e Hijo
(en contra del modalismo). Los sabelianos replicaron
reprochando a Dionisio el que separase al Padre del Hijo, que a éste no le
llamaba eterno, le hacía extraño al Padre en la esencia y que aseguraba (cosa
que Dionisio discute) que el Hijo no es «de la misma esencia» (griego: homousios) que el
Padre. Aparece aquí por vez primera el importante concepto griego de homousios («de la
misma esencia»), que iba a jugar un papel determinante en Nicea. Los
sabelianos libios buscaron el apoyo del obispo Dionisio de Roma
(259-268) sin duda porque sabían de las tendencias monarquianas de
la Ciudad eterna. Pero el obispo romano rechazó el sabelianismo así como
las fórmulas que le presentaron de Dionisio de Alejandría. Personalmente
defendía un monarquianismo, según el cual el
Logos siempre pertenecía al Padre y no se le podía separar de él. Dionisio
de Alejandría, por el contrario, veía las relaciones en el sentido de
que el Logos había sido producido por el Padre, le estaba sujeto (subordinacionismo) y permanecía distinto de él. Tras un
intercambio epistolar ambos Dionisios se pusieron
de acuerdo, condenaron el monarquianismo y el subordinacionismo en sus formas extremas que para ellos
resultaban insostenibles, aunque manteniendo sus teologías diferentes.
Se ve
aquí cómo, con una terminología dogmática sin aclarar, la unión y la excomunión
eran algo que casi se imponían en estas posiciones difíciles. Dionisio
de Alejandría tenía el recelo de que el concepto «de una misma
esencia» se utilizase en un sentido sabeliano (modalista),
pero lo aceptó. Quería ver asegurada la trinidad real en Dios, y así decía: la
unidad de Dios se amplía, sin romperse, en la trinidad; pero se mantiene
la unidad sin que se confunda la trinidad. También Dionisio de Roma
defendió la trinidad y la unidad en Dios, por lo que uno y otro pudieron
acercarse en su disputa, aunque desde luego sin encontrar unos conceptos
precisos. Mas para los
obispos sabelianos el mero hecho de hablar de trinidad suponía ya una
división y pluralidad insostenibles en Dios, y tenían justamente la
impresión de que se defendía una doctrina de tres dioses.
Casi
por las mismas fechas surgía un conflicto en Antioquía de Siria acerca de este
punto discutido. Allí el obispo Pablo de Samosata,
junto al Éufrates (f. después del 272), defendía un monarquianismo dinamicista, mientras que el teólogo Luciano,
considerado como el fundador de «la Escuela antioquena», propugnaba un subordinacionismo. La postura y controversia entre ambos
resultan típicas de la época. Por todas partes se planteó la cuestión
trinitaria, un problema en el que diferían las soluciones con un
vocabulario teológico carente de unidad y de precisión. Pablo de Samosata, que había sido condenado por la Iglesia de
Antioquía el año 268, utilizaba el concepto de homousios para defender su dinamismo; por lo que el término resultó sospechoso incluso
más tarde, en el contexto del concilio de Nicea. Así, pues, el problema
dogmático capital del siglo IV, la cuestión de la unidad y trinidad de
Dios, tuvo su prehistoria en los siglos II-III.
El
arrianismo y el concilio de Nicea (325)
En el
siglo IV esta discusión acerca del problema de Dios continuó bajo nuevas
condiciones, en la forma de la denominada disputa arriana. La designación
se debió al hecho de que los nuevos enfrentamientos y conflictos los
desencadenó un presbítero de Alejandría de nombre Arrio.
Desde el año 318, aproximadamente, predicaba en su distrito eclesial de la
ciudad alejandrina una teología claramente subordinaciana,
que aún es preciso describir. Pronto fue desautorizado por su obispo Alejandro,
pero no se sometió a sus correcciones dogmáticas.
La
rápida y fuerte reacción de toda la Iglesia en este conflicto demuestra que Arrio no estaba solo y que muchas personas pensaban como
él. El nombre de «arrianismo» para el movimiento que entonces se iniciaba es
relativamente casual, ya que Arrio no fue más que
uno de los varios representantes destacados de dicha teología. No había
aún una ortodoxia oficial, expresión de una doctrina eclesiástica común,
en la cuestión trinitaria, sino sólo tradiciones y proyectos concurrentes.
Las decisiones obligatorias para todos sólo se toman en el curso del
conflicto que Arrio desencadena dentro de
la política eclesial. De ahí que en su posición dogmática claramente
definida no se pueda considerar a Arrio ya desde
el comienzo como un desviacionista respecto de una fe ortodoxa claramente
establecida y a la que hubieran de atenerse todos. Era discípulo del antioqueno
Luciano, y estaba persuadido de que con su subordinacionismo estaba defendiendo una teología antigua y venerable. Pero al mismo tiempo
estaba seguro de recoger una tradición alejandrina, ya que sabía que un
predecesor de su obispo, Dionisio de Alejandría, había defendido (y habría que
decir que al comienzo) un subordinacionismo. Así pudo Arrio considerar atinada y legítima su posición.
Pero su obispo Alejandro pudo reclamarse para su teología contraria al
mismo Dionisio de Alejandría, que había asentido al «homousios»
y, por tanto, a una fórmula que excluía el subordinacionismo.
Sólo en la tradición alejandrina se ve lo difícil que podía ser
en concreto la distinción entre ortodoxia y herejía.
Por
tanto Arrio se adhirió a una determinada tradición
del pensamiento dogmático entre otras varias. Y por la provocación, que su
teología representó entre tanto para los defensores de una tradición
trinitaria diferente, se llegó a unas controversias dogmáticas y
eclesiástico-políticas de proporciones hasta entonces desconocidas y de
consecuencias devastadoras para la unidad y la paz de los cristianos. A
ello se sumaron las implicaciones políticas de que el emperador Constantino,
por motivos de ideología imperial y de oportunismo político, se interesó
en la solución del conflicto; al principio lo consideró baladí y más tarde
tomó en sus manos la solución, convocando el concilio de Nicea y dirigiendo
su celebración.
La
teología de Arrio se interesaba por la subordinación
ontológica del Hijo a Dios (Padre). Para ello formulaba una serie de
propiedades o notas exclusivas de Dios; así, el Padre era el único no
engendrado, el único no creado, el único eterno, el solo sin principio. En
una palabra, «el único verdadero Dios» porque «Él es absolutamente el
único que es el Origen (arkhe)» pues que es el
principio de todas las cosas. El Hijo, en cambio, no es nada de todo eso,
sino que ha sido creado y hecho. Una de las fórmulas provocativas sonaba
así: «Él (el Hijo) no era antes de ser engendrado»; y otra aseguraba:
«Hubo un tiempo en que Él no existía.» Junto con muchos otros Arrio veía demostrada esta afirmación en el texto bíblico
de Prov 8,22: «El Señor me creó como principio
de sus caminos.» Con esta prueba escriturística y con otras afirmaciones Arrio enseñaba que el
Hijo había sido creado antes de todos los seres y por encima de los mismos
tenía que seguir; pero no era menos importante y cierta su subordinación a
Dios. El Hijo es ciertamente la criatura más perfecta, cualitativamente
distinta de todas las otras criaturas; pero había sido creado y hecho.
Así, pues, el arrianismo es un tipo de subordinacionismo.
Bien
puede afirmarse que el pensamiento de Arrio presenta
una estructura filosófica y perfectamente académica, ya que sus afirmaciones
derivan de una concepción que, siguiendo la filosofía de su tiempo, «construía»
el mundo a partir del Ser supremo, a partir de la trascendencia. El Ser
supremo (Dios) era singular y único, sin que ningún otro ser pudiera
alcanzarlo. Los cristianos habían llamado -sobre todo desde el siglo II al Hijo
Logos, según Jn 1,1.14, y a través de ese
concepto habían buscado una conexión del cristianismo con la filosofía. La
filosofía hablaba, en efecto, y con distintas concepciones, de seres
intermedios entre trascendencia y mundo, que podían caracterizarse como
logos y que ontológicamente ocupaban una posición media entre «Dios»
y el mundo. Ahora bien esa posición ontológica media no se da en la fe
creacionista bíblico-cristiana; esa fe sólo conoce la alternativa de Dios
y creación, excluyendo una tercera realidad. Sobre ese trasfondo la teología
cristiana tenía que decidir si el Logos de la Biblia estaba en el lado de
Dios o en el de las criaturas. Arrio creyó que
debía situarlo del lado de la creación, mientras que sus adversarios y el
concilio de Nicea lo pusieron en el lado de Dios. El obispo Alejandro y los
otros antiarrianos pensaban, en un sentido más
pastoral que filosófico, que de la importancia salvífica del Hijo
se concluía su divinidad: Si el Hijo no es verdadero Dios, la
redención humana sería una ilusión, porque sólo Dios puede salvar de la
situación nefasta.
Un
sínodo, formado por aproximadamente un centenar de obispos egipcios y libios
presididos por Alejandro de Alejandría, condenó a Arrio como hereje. Todo el grupo de sus seguidores locales, que al principio
era muy pequeño, fue excomulgado; en el mismo se contaban dos obispos,
cinco presbíteros y seis diáconos. Arrio no
aceptó la condena y se esforzó por ganar para su causa a otros teólogos
del mismo sentir pertenecientes a otras iglesias. Y se ganó, por ejemplo,
al origenista Eusebio de Cesárea en Palestina y, sobre todo, a Eusebio de
Nicomedia, hombre decidido y de gran autoridad política. Se celebraron sínodos
en distintos lugares que rehabilitaron a Arrio protestando contra la condena alejandrina. Con ello y las reacciones en
contrario a estas medidas arrianas la confusión fue grande. La propaganda y el
partidismo adquirieron un tono apasionado.
Para
poner fin a tantas discusiones Constantino convocó por vez primera un sínodo de
toda la Iglesia del imperio, que él configuró mediante su ceremonial específico
con una visión del futuro, presentando a los ojos del imperio la unidad
pacífica y venturosa de emperador y obispos como las columnas del imperio
y de su permanencia. Pero el concilio no resultó tan universal ni
representativo. Se abrió el 20 de mayo de 325 con aproximadamente trescientos
obispos, de los que casi un tercio procedía del entorno inmediato del Asia
Menor. Los restantes llegaron de otras iglesias orientales y, a lo sumo,
sólo cinco obispos pertenecían al Occidente latino (y que con toda
probabilidad pertenecían casualmente a la corte imperial). Por motivos
desconocidos el papa Silvestre I (314-335) se hizo representar, cosa que
siguieron practicando los papas en los concilios posteriores de la Iglesia.
En
Nicea estuvieron representadas todas las tendencias teológicas que por entonces
defendían una doctrina trinitaria. De todos modos ni los partidarios de Arrio ni sus enemigos formaban grupos perfectamente
homogéneos. Entre los adversarios se contaban el obispo Alejandro de Alejandría
(con su diácono Atanasio, que había llevado consigo) y Osio de Córdoba, que inmediatamente presentaron el arrianismo como un peligro
dramático para la Iglesia y que ya habían tomado las medidas adecuadas contra
el mismo. Recibieron el apoyo de los defensores de un monarquianismo decidido y, en parte, hasta fanático (sabelianismo, modalismo),
que aún estaban teológicamente más alejados de la distinción arriana entre
Hijo (como criatura) y Padre, ya que (de forma modalista)
no establecían una distinción real entre uno y otro. En cierto sentido
dentro de ese grupo se encontraban Eustacio de
Antioquía y, sobre todo, Marcelo de Ancira (condenado el 336 por su sabelianismo). En conjunto los no arrianos o antiarrianos eran mayoría.
En el
desarrollo y resultado del concilio de Nicea fue esencial que los padres
conciliares tras duros debates acerca de la disputa dogmática tomaran como
base una confesión de fe ya existente (un símbolo), que fue probablemente
la confesión de fe que tenía la iglesia de Eusebio de Cesárea en
Palestina. Dicha confesión la completaron con algunas frases o fórmulas,
que la hacían antiarriana de un modo más claro y
tajante. En el texto ya se decía del Hijo que era «Dios de Dios»
y (metafóricamente) «luz de luz». Pero esta formulación clara no les
pareció lo bastante explícita a los Padres conciliares en aquella
situación conflictiva. Por ello la completaron, aunque no se puede
precisar el alcance real de tales complementos. Como quiera que
sea agregaron:
«Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubstancial (homousios) al
Padre.»
En
estas líneas de la confesión nicena se contiene la teología del concilio. Y
está formulada contra los arrianos y los eusebianos.
Decisivo resulta ahí, y por el contexto ajeno a cualquier error, el concepto de homousios: el Hijo es de la misma sustancia que
el Padre, es Dios como Dios Padre, se distingue de él realmente
como verdadera «persona», aunque esto sólo se dirá más tarde. Tal teología
respondía exactamente a las concepciones de la Iglesia occidental, en las que
(desde Tertuliano) se conocía para el Hijo el atributo de consubstantialis, «de la misma
esencia». El emperador Constantino participó en el desarrollo
y resultado del concilio. Buena prueba de ello es que contribuyó a imponer
el concepto de homousios.
Y al final apoyó el resultado con su autoridad imperial. Como clara
demostración de ello desterró a Arrio y a los
dos obispos de su círculo más adicto, que fueron los únicos que no
suscribieron la confesión de Nicea. El problema eclesiástico-político y
dogmático pareció resuelto con la clausura pacífica del concilio. El
emperador, antes de regresar, celebró con los obispos su vigésimo
aniversario de gobierno. Pero la armonía era engañosa.
El
consenso aparentemente logrado, gracias sobre todo a la presencia de
Constantino, fue quebradizo. A los tres meses del concilio Eusebio de
Nicomedia y otros dos obispos retiraron su firma, que nunca habían
podido estampar con plena convicción, y en el mismo año de 325 fueron
desterrados. Creció la oposición contra Nicea, y para la Iglesia empezaron
largos períodos de crisis.
Por una
parte, los arrianos y los grupos en una posición similar no podían asentir al
concilio por motivos dogmáticos, y rechazaron la afirmación de homousios. Por
otra, sin embargo, también los «conservadores» tenían gravísimas dificultades
de principio, por el hecho de que con dicha palabra se empleaba en una
confesión de fe un concepto filosófico que no estaba sacado de
la Biblia. Esta dificultad estorbó y hasta hizo imposible la aceptación
del concilio de Nicea por parte de muchos que estaban de acuerdo con su
contenido. El concepto estaba además desacreditado por cuanto que Luciano
de Samosata lo había empleado en un sentido
herético y su aparición en los sistemas doctrinales gnósticos hacía aún más
sospechoso su empleo en la confesión eclesial. Y con el concepto se acabó
rechazando todo el concilio.
A ello
se sumó que el partido niceno no trabajase demasiado en la defensa y
esclarecimiento del susodicho concepto, contribuyendo así a su crédito y
recomendación. Mientras que el Occidente latino en su conjunto, a una con
Egipto, se mantenía fiel a Nicea con una seguridad y naturalidad sorprendentes,
y había ya respondido a las cuestiones básicas de una forma relativamente
simple y atinada en el sentido en que después lo haría el concilio, en las
Iglesias de Oriente estallaron duros debates acerca de la Trinidad (y más tarde
acerca de la cristología) con toda su enorme complejidad especulativa. Los
debates surgieron de problemas griegos y discurrieron por los cauces del
pensamiento griego interesado por la filosofía.
La
oposición al concilio pudo anotarse algunos éxitos. Apenas tres años después
del concilio de Nicea el emperador Constantino se decidió por una política
pro-arriana, aunque no sólo había asentido a la teología conciliar, sino que
había influido decisivamente en la misma, si bien sin disponer de una verdadera
información dogmática. Los motivos de este su giro
religioso-político a costa de los seguidores de Nicea pueden reducirse
a éstos: en ese tiempo puede que Constantino haya sentido más la
influencia de algunos arrianos (Eusebio de Nicomedia) que de los no
arrianos; quizá descubrió también que la teología de Arrio,
montada sobre la jerarquía y la subordinación, respondía mejor a su
propia ideología política, según la cual el emperador monárquico representaba
sobre la tierra la monarquía de Dios (un Dios, un emperador, un imperio);
y también puede haber inclinado la balanza la reflexión pragmática de
que en las regiones orientales los arrianos eran claramente mayoría,
llegando el emperador al convencimiento de que la unidad del imperio sólo
podía establecerse con ellos, no contra ellos. Arrio,
Eusebio de Nicomedia y sus partidarios desterrados fueron rehabilitados
por el emperador, después de que suscribieran unas fórmulas de fe muy
vagas. Todos los obispos de la región que seguían la fe del concilio
fueron depuestos sucesivamente uno tras otro.
Uno de
los hombres más prominentes que se opuso a esta política antinicena fue, entre otros, Atanasio (295-373), que era obispo de Alejandría desde
el 328. Bajo el gobierno de Constantino y de sus sucesores
fue desterrado no menos de cinco veces por un total de diecisiete años. En
una serie de concilios sucesivos los obispos buscaron fórmulas y definiciones,
pero sobre todo se procesaban de continuo unos a otros, con lo que
muy a menudo no tanto se discutían unas diferencias dogmáticas efectivas
cuanto que se lanzaban incriminaciones y calumnias personales de tipo
moral y político, cosa que ya entraba en el estilo generalizado de la
polémica eclesiástica (con los herejes) y de la política imperial.
A partir de Constantino los emperadores intervienen favoreciendo o
perjudicando a los partidos mediante el establecimiento o deposición de los
obispos.
Constantino
murió el año 337. Le sucedieron dos de sus hijos. En Occidente fue emperador
Constante (337-350), un partidario decidido de Nicea y, por tanto, al
unísono con la Iglesia de allí. Pero en Oriente Constancio II (337-361) apoyó
abiertamente el arrianismo. Bajo su gobierno la Iglesia (nicena) hubo de experimentar
por vez primera y de forma masiva la presión violenta de un emperador cristiano
contra todo lo que no respondía a su política y que él consideraba herejía.
Después de convertirse en único soberano el año 350, Constancio ejerció
esa presión también sobre la Iglesia nicena de Occidente, obligando en los
sínodos a que los obispos firmasen fórmulas arrianas y condenasen a
Atanasio. La negativa la castigaba con el destierro o con la cárcel. Uno
de los obispos que más sufrió fue Liberio de Roma (352-366). En Occidente
hubo además otros opositores valientes y decididos, como Lucífero
de Cagliari, Hilario de Poitiers y Osio de
Córdoba. Todos hubieron de padecer muchas penalidades como «mártires» de
su ortodoxia. Así las cosas, el emperador intentó con medios brutales convertir
el arrianismo en la única confesión del imperio.
Arrio ya
había muerto el año 335, Eusebio de Cesárea hacia el 339 y Eusebio de Nicomedia
a finales del 341. Pero la discusión proseguía en los concilios con
la introducción de nuevas fórmulas y el intercambio de hostilidades.
La Iglesia occidental se mantuvo consecuente y fiel a Nicea, pero en Oriente se
multiplicaron las tentativas por crear una nueva fórmula contra el
concilio. Las propuestas en tal sentido no eran cerradamente arrianas ni
tampoco abiertamente antinicenas; más bien se
mantenían fieles a una línea «conservadora»; es decir, que renunciaban, en
la definición de las relaciones entre Padre e Hijo, a ser más exactas de lo
que resultaban las fórmulas tradicionales. Pero eso ya no era posible,
porque el planteamiento de la cuestión había evolucionado.
Este
pequeño esbozo de los acontecimientos y partidismos puede dar una idea de lo
profunda que era la crisis del arrianismo incluso después del concilio de
Nicea. El que la situación siguiera siendo tan inestable y confusa se
debió también en buena parte a la indecisión religioso-política del
emperador, sin cuyo apoyo no podía imponerse definitivamente ninguna de las
corrientes. Con la discusión sobre las relaciones entre Padre e Hijo
enlazó la cuestión, objetiva y teológicamente conexa, del Espíritu Santo:
¿Cuáles eran las relaciones del Espíritu con el Padre y con el Hijo?
Parece que el tema se convirtió en objeto de debate hacia el año 360
en Egipto y algo más tarde en Asia Menor, complicando la situación
aún más. Hubo defensores y detractores de la igualdad de esencia (homousia) del
Espíritu Santo con el Padre (y el Hijo). Los primeros calificaron a los
últimos de «Pneumatómacos» = detractores del
Espíritu (de su igualdad de naturaleza).
Basilio
de Cesárea (ca. 330-379) fue el principal defensor de
la igualdad de naturaleza del Espíritu, es decir, de su divinidad, sirviéndose
para su exposición de argumentos bíblicos y racionales, y además participó
decisivamente en la preparación del segundo concilio ecuménico. Junto con otros
obispos mantuvo en Oriente sin ningún tipo de vacilaciones la tendencia
nicena. Tendencia que, de manera inesperada y decisiva, se vio apoyada por el
cambio de emperador. Con Teodosio el Grande (379-395) llegaba a emperador
de Oriente un hispano, y por lo mismo un miembro de la Iglesia occidental
y un niceno convencido, que mediante un edicto de 28 de febrero de 380 impuso a
todos los habitantes del imperio la confesión de Nicea, creando con ello
una Iglesia estatal. La fe nicena la describía ya este emperador como fe
en «la única divinidad (unam deitatem)
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con igual majestad y en trinidad
santa». Se operaba así un cambio violento a costa de los arrianos, que fue
acompañado por la expulsión de sus obispos y por otras humillaciones, como
las que antes habían padecido los defensores de Nicea. Un
indicio claro de la nueva política fue también la convocatoria del
concilio de Constantinopla.
El
concilio de Constantinopla (381)
Para
poner fin a la controversia arriana y normalizar la situación de la Iglesia, el
emperador Teodosio convocó un concilio en Constantinopla el año 381. Entre
los objetivos que propuso a este concilio aquí sólo prestaremos atención
al restablecimiento de la unidad de la fe. Y la unidad hubo de lograrse
condenando y excluyendo todas las corrientes de tendencia subordinaciano-arriana.
De
dicho concilio no se han conservado actas ni fragmentos de ningún tipo, y ni siquiera
el texto allí aceptado de la homousia o igualdad de naturaleza del Padre, del Hijo y del
Espíritu. El concilio se atuvo por unanimidad al tenor literal de una confesión
de fe aparecida ya el año 362. Esa confesión fue citada setenta años
más tarde en el cuarto concilio ecuménico de Calcedonia, quedando
recogida en sus actas como fe «de los santos Padres de Constantinopla»;
con ello quedó en el recuerdo como el símbolo del segundo concilio
ecuménico. Pero en realidad no fue el concilio el que redactó dicha fórmula,
sino que se apropió un texto ya existente. Y sólo por su recepción en
Calcedonia obtuvo el concilio de Constantinopla la consideración eminente
y el prestigio de concilio ecuménico. Considerado en sí mismo, dicho
concilio sólo fue un sínodo partidista, aparte de que sólo asistieron al mismo obispos orientales. En la valoración de un sínodo
como sínodo ecuménico ejerció un papel determinante la recepción o acogida
eclesiástica.
El
mencionado símbolo es la confesión de fe «grande» o amplia niceno-constantinopolitana,
que todavía hoy se emplea en la liturgia y que es la única
realmente ecuménica; es decir, la única aceptada por todas las Iglesias
cristianas. Contiene casi literalmente la fórmula de Nicea, aunque
ampliada en un sentido marcadamente antiarriano.
Lo nuevo en el plano dogmático (tras la disputa de los pneumatómacos)
son las afirmaciones sobre la homousia del Espíritu
Santo. Mientras que en Nicea no se había dicho nada al respecto,
afirmando simplemente «Creemos... en el Espíritu Santo», ahora hay una
formulación amplia y precisa:
«Creemos...
en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que
juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por
los profetas.»
Tales
afirmaciones contienen por separado y en su conjunto la aseveración de la
divinidad del Espíritu. Con este concilio queda configurado el dogma
trinitario.
La
cuestión cristológica
Con el
debate trinitario, resuelto en Nicea y Constantinopla, se entrecruza objetiva y
temporalmente la discusión cristológica acerca del lenguaje
dogmático adecuado para referirse a la singularidad e importancia de
Jesucristo. Y también esta cuestión se planteó en el horizonte del
pensamiento griego de finales de la Antigüedad; es decir, como la cuestión
acerca de su ser o esencia.
Las
afirmaciones bíblicas sobre Jesús de Nazaret, sobre su vida y actividad, su fe
y misión, su origen de Dios y su resurrección, se interpretan ahora como
afirmaciones sobre su ser peculiar. Su importancia salvífica viene vista
en la peculiaridad singular de su esencia. Las preguntas giraban de manera
especial sobre la posibilidad de afirmar la unidad de Cristo cuando en él
se daban dos realidades -lo divino y lo humano-, sobre cómo ambas realidades
podían coexistir sin mezclarse en el único y mismo Cristo. En un aspecto
decisivo, las afirmaciones trinitarias ya se habían pronunciado sobre la
«esencia» y la «naturaleza» de Cristo: Cristo es Dios como el
Padre. Poco a poco se fue planteando la cuestión cristológica
en sentido estricto, pues tras la resolución del dogma trinitario se tuvo
conciencia de que quedaban pendientes algunos problemas.
La
cuestión cristológica ya se había planteado en los intentos de sistematización
de los siglos II y III y más tarde a propósito del arrianismo, que en su
concepción trinitaria entendía a Cristo como criatura y no como Dios.
Se habían dado numerosas doctrinas cristológicas y herejías, con la
consiguiente reacción en cadena de asentimientos y rechazos. Mas cuando se agudizó realmente la
cuestión cristológica fue en el siglo IV. Y, extrañamente, por obra de un
niceno: por obra de Apolinar de Laodicea (f. ca. 390). Con Nicea sostenía Apolinar la homousia de Cristo con el Padre, es decir, su
divinidad. Y en aras de esa divinidad defendió la opinión de que
el Logos al «encarnarse» no había asumido a un hombre («entero» y
completo), sino sólo una naturaleza humana incompleta. En efecto, a la
naturaleza humana asumida le faltaba el alma, cuyas funciones respecto del
cuerpo las desempeñó en Jesucristo el Logos. Sólo así creía Apolinar
poder mantener alejada de la naturaleza humana, asumida por el Logos, la
tensión entre el bien y el mal, que cada hombre padece y sufre. Si el
Logos en persona domina y conduce y rige directamente la naturaleza
humana, Jesucristo queda libre de la debilidad pecaminosa de la naturaleza
humana.
Estas
ideas encontraron simpatías y se defendieron de forma moderada y también en un
tono radical. Pero los nicenos, entre los que se encontraba Apolinar por
la cuestión trinitaria, las rechazaron enérgicamente desde el 362 con
el argumento que siempre se aduce contra el apolinarismo y las
cristologías emparentadas con él: sólo lo que había sido asumido por el
Logos (Cristo) podía ser redimido por él. Luego si sólo había asumido
un torso de naturaleza humana (sin alma), estaba claro que no había
sido redimido el hombre completo. El criterio de asegurar la salvación
jugó un papel determinante en la cristología de la Iglesia antigua. El
apolinarismo fue condenado en varios sínodos (el 377 en Roma, al
año siguiente en Alejandría, el 379 en Antioquía y el 381 en el
segundo concilio ecuménico de Constantinopla) y también por el emperador
Teodosio I con leyes opresivas. Los apolinaristas existieron como secta hasta
el año 420.
Diodoro de
Tarso (f. antes del 394) acentuó contra el arrianismo la divinidad de Cristo, y
contra Apolinar la integridad de una naturaleza humana completa, que
el Logos había asumido. La divinidad y humanidad tan netamente
separadas en Cristo, destacando cada una con gran relieve iba a ser desde
entonces una nota característica de la «Escuela» o tradición antioquena, a la
que Diodoro pertenecía. Los antioquenos mantenían la
clara distinción de que Jesucristo era Hijo de Dios y también hijo de una
madre humana. Con ello no querían establecer una división en Cristo, sino
que confesaban a la vez la divinidad y la humanidad. Sus contemporáneos, sin
embargo, y especialmente los alejandrinos, los consideraron sospechosos y hasta
les acusaron abiertamente de que «dividían» y «rompían» a Cristo. Es verdad que Diodoro hacía hincapié en que «no son dos
hijos»; pero la cristología antioquena seguía teniendo un flanco débil, al no
lograr una formulación clara de la unidad de Cristo cuando establecía la
distinción de filiaciones. Y ése fue desde entonces el problema cristológico
que aguardaba una explicación: la dualidad y la unidad en Cristo. Y en el mismo
lo típico de los antioquenos fue el énfasis en la distinción entre lo
divino y lo humano, mientras que los alejandrinos acentuaban la
unidad a costa de la dualidad (o así al menos lo entendían los antioquenos).
La
línea antioquena de la cristología la prolongó Teodoro de Mopsuestia (f. 428). En el Logos encarnado distinguía claramente la naturaleza divina
de la humana, remarcando contra arrianos y apolinaristas que el Logos
había asumido una naturaleza humana completa; pensaba a la vez en la unidad de
ambas naturalezas, aunque subrayándola con el concepto de «unión» (griego: synapheia) por lo
que a los ojos de sus adversarios resultaba extremadamente débil e
imprecisa. Y quienes pensaban de manera distinta no cesaron de reprochar a
la cristología antioquena que pensaba y presentaba una división de Cristo.
Con ello se impuso un clima de polarización nerviosa y polémica, en el que se
esperaban los «fallos» dogmáticos o políticos del adversario. A
título póstumo Teodoro fue condenado en el quinto concilio ecuménico
el año 553.
Por
parte de Alejandría se consideró una debilidad de los antioquenos, en el sentido
de una herejía defendida a cara descubierta, en el que un discípulo de Teodoro, Nestorio (f. después del 451) ocupase la sede
episcopal de Constantinopla (428), cuya ocupación siempre había sido un
elemento político de primer orden, porque Alejandría siempre anduvo en liza con
Constantinopla por cuestiones de preeminencia. Ya desde los mismos comienzos de
su episcopado Nestorio suscitó una controversia
acerca de la conveniencia del título de madre de Dios (griego: theotokos),
aplicado a María. Como antioqueno tenía sus dificultades no respecto de la
legitimidad dogmática de tal título, sino sobre los malentendidos a que podía
dar lugar. Lo consideraba equívoco, por cuanto que sólo del hombre que hay
en Cristo, pero no de Dios, podía decirse que había nacido de
María. Temía, además, que el título pudiera inducir a representaciones
míticas de una madre de Dios. Por ello intentó Nestorio una vía media con el título de «madre de Cristo» (christotokos), ya que el nombre
de Cristo indica ambas naturalezas unidas. Pero los alejandrinos
alzaron una protesta dramática, por parecerles que con ello se negaba
tajantemente la unidad de Cristo, se «dividía» a Cristo. Y protestas surgieron
asimismo de la piedad popular que amaba el viejo título de «madre de Dios» aplicado
a María. La disputa, cuyos detalles no podemos seguir aquí detenidamente,
desencadenó los enfrentamientos cristológicos que condujeron a las
decisiones conciliares.
Por lo
que al fondo teológico del debate se refiere, es importante tener en cuenta los
datos siguientes. Al distinguir los antioquenos tan netamente las dos
naturalezas en Cristo, tenían sus reservas frente a cualquier empleo espontáneo
del lenguaje cristológico (sobre todo en Alejandría), que se denomina
comunicación de idiomas. Con ello se quiere indicar que, dada la estrecha
unidad en Jesucristo, las propiedades de sus dos naturalezas pueden
predicarse de él recíprocamente, de forma que bajo el único nombre de
Cristo, que sólo se refiere a una de las dos naturalezas, se predican
también las propiedades de la otra. Ejemplo de ello serían frases
como éstas: «el Logos de Dios fue crucificado», «el Logos
ha padecido». En estos dos casos, y bajo un único nombre de Cristo
(«Logos de Dios») que se refiere a la naturaleza divina, se hacen afirmaciones
sobre su naturaleza humana.
Los
concilios sucesivos refrendarán esa posibilidad, que todavía hoy forma parte
del lenguaje dogmático de la Iglesia. Con tal supuesto el título de «madre
de Dios» (Dios nació de María) no sólo era legítimo sino que (desde
la perspectiva alejandrina) venía a ser un test de la seriedad con que los
antioquenos tomaban la unidad de Cristo. Y los alejandrinos vieron en las
reservas de Nestorio frente al título susodicho
la negación de esa unión de las naturalezas. «Dividía» a Cristo, por lo
que fue tachado de archihereje. Los
investigadores de Nestorio han podido demostrar que
la herejía que se le atribuyó en el sentido de «separar» o «dividir» a Cristo
en dos seres no la defendió él realmente. Fue un pensador ortodoxo,
incluso según los criterios de su época. Es verdad que otros defendieron
una cristología «nestoriana», pero Nestorio no fue
personalmente un hereje «nestoriano».
La
protesta e irritación contra Nestorio llegaron sobre
todo de la iglesia de Alejandría y de su patriarca Cirilo. También Roma tomó
posiciones en favor de Cirilo de Alejandría, ya que Nestorio dejó de informar en la capital con la precisión con que lo hizo Cirilo
sobre su punto de vista. La cristología (alejandrina) de Cirilo, que
fue defendida también en otros puntos, como por ejemplo en Constantinopla,
se puede calificar de teocéntrica. El arranque de todas las afirmaciones es la
divinidad del Logos. Lo cual respondía a una tradición más antigua, pues
incluso las cristologías subordinacionistas (como eran
las de los apologistas del siglo II o la de Orígenes en el siglo III)
calificaban al Logos de divino o simplemente lo llamaban Dios. Esto
permite comprender lo fuerte que era la posición de Cirilo. Por lo demás,
los antioquenos descubrieron ahí una deficiencia de enorme peligrosidad:
si en la cristología dominaba hasta ese punto la divinidad y si apenas
cabía hablar, o sólo de forma inconsecuente, del ser humano de
Cristo, la imagen del Cristo hecho hombre resultaba incompleta y
«mutilada». Por ello los mismos antioquenos advertían que, para mantener
la ortodoxia, era preciso evitar que la humanidad de Cristo se disolviese
en la divinidad.
Ambas
opciones, la antioquena y la alejandría, no eran
contradictorias entre sí; el que supusieran que se excluían mutuamente no
respondía de forma primordial a unos fundamentos teológicos. Tal vez
cabría decir que la cristología antioquena se interesaba por una
proximidad bíblica (por el «Jesús histórico» de los evangelios) y por
tomar en serio la entrada de Dios en la historia humana. Por su parte, la
cristología alejandrina arrancaba de una espiritualidad de la ascensión del
hombre hasta la asimilación a Dios (la «divinización») por Cristo, con lo
que razonablemente el ser divino de Jesucristo ocupaba una parte esencialmente
mayor de la teología que no su ser humano.
Cirilo
reaccionó pronto y de forma enérgica contra Nestorio.
Mediante cartas y tomas de posición dogmáticas, que remitió a
adversarios y a partidarios potenciales alcanzó resonancia y secuaces
(sobre todo entre los monjes egipcios, en Roma y en la corte imperial).
Un primer éxito lo obtuvo cuando un sínodo romano, celebrado el 11 de
agosto de 430, condenó a Nestorio y le instó a
retractarse de su doctrina bajo la amenaza de privarle de su sede
episcopal. Cirilo reforzó su argumentación dogmática conocida de todos
remitiéndose entre otras cosas a la fórmula tradicional de «una es
la naturaleza del Logos divino encarnado». Los antioquenos le reprocharon
el no hacer hincapié en la dualidad de Dios y de hombre; para ellos las
tesis cirilianas contenían muchos aspectos confusos y
sospechosos. Por todo lo cual Nestorio no se
retractó. Los antioquenos (y entre ellos Teodoreto de Ciro, f. ca. 446) en modo alguno se sintieron
refutados por Cirilo, siendo del parecer de que debían combatir la herejía
que habían descubierto en la cristología alejandrina, mientras que Cirilo
los atacaba a ellos. Mediante cartas, intervenciones diplomáticas e
intrigas se fomentó la agitación, estallando por todas partes las discordias y
hostilidades. Los ejemplos de épocas anteriores aconsejaron al emperador
convocar un sínodo general para restablecer la unidad, en la que
estaba personalmente interesado.
Los
concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451)
El 19
de noviembre de 430 convocó el emperador Teodosio II un concilio, que debería
reunirse al año siguiente en Éfeso. La prehistoria y preparación
fueron turbulentas. Dentro de la rivalidad de los partidos eclesiásticos
Cirilo demostró tener mejor táctica y ser un tanto menos escrupuloso que
la parte contraria en el empleo de la fuerza y hasta de la violencia. Con
todo ello se procuró ya desde el principio una ventaja decisiva en Éfeso.
Los obispos de Siria y territorios adyacentes, que bajo la capitanía del obispo
Juan de Antioquía formaron un partido favorable a Nestorio,
no mostraron prisa alguna por ponerse en marcha hacia un concilio
del que nada bueno esperaban. Tampoco los delegados de Roma habían
llegado todavía. Y Cirilo aprovechó la circunstancia para abrir por su cuenta y
riesgo el concilio, el 22 de junio de 431, antes de que estuvieran
presentes los obispos orientales (es decir, los de Siria y
Palestina) y los representantes romanos. El sentido del concilio
no podía ser otro que el de examinar las acusaciones de Cirilo contra Nestorio con vistas a justificarlas. Y
aquel golpe de efecto cambió los papeles porque era Nestorio al
que había que examinar y quien tenía que justificarse.
Los
orientales llegaron cinco días después y los delegados de Roma dos semanas más
tarde. El sínodo de Cirilo condenó a Nestorio, que se
negó a comparecer ante el mismo y fue depuesto. Los representantes romanos
confirmaron la sentencia, por cuanto que coincidía con la del sínodo
romano del 430. Los obispos orientales por su parte abrieron, también
en Efe so, otro sínodo y depusieron a Cirilo así como al obispo del
lugar. Memnón de Éfeso. El sínodo de
Cirilo reaccionó deponiendo a su vez a Juan de Antioquía y a sus
partidarios. La confusión fue grande, pero mayor todavía lo grotesco de la
situación. Como ambos bandos apelasen al emperador, éste hizo encarcelar a Nestorio, a Cirilo y a Memnón.
Las negociaciones al respecto resultaron inútiles. El pueblo y los monjes
participaron en los acontecimientos, porque su fe se sintió afectada
por las cuestiones teológicas. El emperador acabó entonces por
inclinarse hacia el partido mayoritario de los alejandrinos, aunque sin
condenar a los orientales. Como la unión y la reconciliación no eran
posibles, profundamente desilusionado y con graves
recriminaciones, dejó libres a los obispos y clausuró el concilio en
octubre del 431.
En
definitiva había ganado el partido de Cirilo, pues el emperador sólo mantuvo
encarcelado a Nestorio y lo sustituyó en
Constantinopla con un obispo del agrado de los alejandrinos. Nestorio murió desterrado en Egipto lo más pronto el
año 451.
Hay
algo extraño en la valoración de los acontecimientos de este tercer concilio
ecuménico. En realidad hubo dos concilios paralelos, uno y otro
profundamente partidistas y nada ecuménicos, aunque se ha metido
en la serie de los mismos al de Cirilo (partiendo sin duda alguna de
la recepción y refrendo posteriores de su doctrina). ¿Dónde radica su
importancia? El único resultado fue la condena de Nestorio y la confirmación del título «madre de Dios» aplicado a María; pero no
se formuló ningún texto, ningún símbolo. En esta época antigua hubo
concilios teológicamente más importantes; fue su prestigio posterior en la
Iglesia antigua lo que lo alzó a tan alta categoría.
Tuvo
además una historia posterior, que forma parte del concilio y que puede
iluminar su valoración. El nuevo papa Sixto III (432-440) y el emperador
hicieron esfuerzos por restablecer la paz y la unión. Hubo nuevas y largas
negociaciones entre Cirilo y Juan de Antioquía; cosa que constituye uno de
los pocos ejemplos de esfuerzo por la unidad en vez de confrontar
posiciones, como era lo habitual en aquel tiempo. Ambas partes
se hicieron concesiones: los antioquenos nada opusieron a la condena
de Nestorio, mientras que Cirilo renunció
a imponer determinadas frases. Y merece recordarse el que Cirilo
diera su asentimiento a una confesión de Antioquía. El año 433 se llegó a
una importante fórmula de unión, que bien puede considerarse como un fruto tardío
de los sucesos de Éfeso en 431. Teológicamente evidencia un avance
decisivo acentuando por igual tanto la distinción entre divinidad y
humanidad en Cristo como la unidad que en él se da. No se trataba de un
compromiso sino de un intento por llegar a la síntesis de las perspectivas
contrapuestas. Las líneas centrales de esa fórmula de unión dicen así:
«Confesamos...
a nuestro Señor Jesucristo
Hijo de
Dios unigénito,
Dios
perfecto y hombre perfecto...
el mismo
consubstancial (homousios) con el Padre en cuanto a
la divinidad y consubstancial con nosotros según la humanidad.
Porque
se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual confesamos a un solo Señor, a
un solo Hijo y a un solo Cristo.
Según
la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la santa Virgen por
madre de Dios.»
Estas
frases conjuntaban ambas posiciones y daban satisfacción a los temores
recíprocos. Pero hubo por ambos bandos extremistas que protestaron contra
la fórmula. La unión no podía imponerse mediante una política eclesial, por lo
que fue relativamente ineficaz. En su misma formulación tampoco resultó
efectivamente clara en el aspecto dogmático por el trasfondo de las
controversias en curso. En cualquiera de los casos el debate continuó.
La fase
siguiente se desarrolló ya bajo nombres nuevos: ahora era ya papa en Roma León
Magno (440-461); Juan de Antioquía murió por los años 441/442, y a
Cirilo (f. 444) le sucedió como obispo de Alejandría Dióscoro, que
desarrolló una política aún más dura que la de Cirilo; en Constantinopla ocupó
la sede episcopal Flaviano el año 447/448. La
disputa estalló de nuevo, cuando por ese mismo año de 447/448 un anciano
monje, llamado Eutiques propuso en Constantinopla una cristología
provocativa. Se trataba de un furibundo antinestoriano,
seguidor de Cirilo y enemigo encarnizado de la fórmula unionista del 433.
Defendía su posición tan tajante que hay que hablar de un verdadero
monofisismo; la humanidad y la divinidad sólo forman en Cristo una naturaleza
(lo que llevaba de hecho a la conclusión de que lo único que cuenta es la
naturaleza divina: en Cristo no hay más que una sola naturaleza, que es la
divina). Hasta qué punto desaparecía en la cristología eutiquiana
la naturaleza humana de Cristo lo pone de manifiesto una imagen,
habitual entre los monofisitas: en Cristo la humanidad se disuelve en la
divinidad como una gota de agua dulce se disuelve en el océano salado.
Eutiques lo defendía en esta versión: Cristo consta «de dos naturalezas»,
lo cual equivalía a decir que antes de la unión, antes de la encarnación
ya existían las dos naturalezas, que en Cristo se unieron para formar una
sola; y en esa unión sólo se mantiene la naturaleza divina. Con Eutiques
la teología alejandrina incurre en lo que siempre había sido su tentación:
el monofisismo explícito.
Un
sínodo reunido en Constantinopla, el 22 de noviembre de 448, condenó a
Eutiques, que, sin embargo, obtuvo el apoyo incondicional de Dióscoro, que de hecho defendía la misma teología. Eutiques
consiguió que el emperador Tesodosio II
convocase el año 449 un concilio ecuménico en Efeso.
El papa León Magno no sólo intervino, como lo habían hecho sus
predecesores, mediante una legación al concilio, sino que además
redactó un tratado dogmático sobre el problema cristológico y sobre
su propia posición, que envió al obispo Flaviano de
Constantinopla. Es el que luego sería famoso Tomus Leonis o Epístola dogmática ad Flavianum.
El escrito demuestra el extraordinario conocimiento que León tenía del
problema, la claridad de sus conceptos y la influencia que iba a ejercer, como
demostraría posteriormente la historia.
El
concilio convocado lo prepararon y urdieron de tal modo las gentes de Eutiques
que aseguraron la presidencia del mismo para el extremadamente partidista Dióscoro, mientras que los representantes de otras
tendencias quedaban excluidos. El viejo antioqueno Teodoreto de Ciro, por ejemplo, recibió una prohibición de participar. Y en el mismo
tono dirigió las negociaciones Dióscoro. Los
obispos del concilio no eran monofisitas, pero Dióscoro los intimidó por completo, no permitió que se dejara sentir oposición
alguna e impidió contra las repetidas propuestas de los legados de Roma
que se leyese el Tomus Leonis con el
que no comulgaba dogmáticamente.
Bajo
semejante montaje el concilio rehabilitó a Eutiques, depuso a todos los
antioquenos importantes (como Flaviano y Teodoreto) calificándolos de herejes como los nestorianos.
Hubo una oleada de protestas, pues fueron muchos los afectados: los
antioquenos, el papa de Roma, el episcopado galo e itálico, el emperador
de Occidente Valentiniano III. Pero el emperador de Oriente, Teodosio
n, refrendó el concilio en 449. En la historiografía ha entrado como el
sínodo del latrocinio. A los no monofisitas la situación se les apareció desesperada.
Pero el
año 450 moría Teodosio II, y el cambio político pronto abrió perspectivas muy
diferentes: bajo la emperatriz Pulquería y con el emperador Marciano
se invirtieron los papeles, perdiendo unos la influencia que los
otros alcanzaron. La corte imperial estableció contacto con el papa de Roma. Se
perfiló una nueva línea en la política eclesial, que apuntaba a un nuevo
concilio y que contó con la mayoría de los obispos. Y, en efecto, la
pareja imperial convocó el concilio, que se celebró en Calcedonia, junto a
Constantinopla, desde el 8 de octubre al 1 de noviembre de 451, y que se
considera el cuarto concilio ecuménico. Con la asistencia de más
de quinientos obispos, predominantemente de las iglesias orientales,
y bajo la dirección de los comisarios imperiales, la primera parte del mismo se
centró en hacer olvidar el «sínodo del latrocinio» del 449 (que, por ende,
no fue reconocido como un sínodo ecuménico, cual era su pretensión). Flaviano fue rehabilitado y Dióscoro depuesto.
Más
importante fue la búsqueda de una confesión, que pudiera unir a todos. En las
negociaciones jugó evidentemente un papel constructivo de gran alcance el Tomus Leonis, o sea, el escrito
dogmático del papa León I. Y es digno de notar que ello ocurrió de
forma que se puso de relieve su coincidencia con Cirilo. Efectivamente, en
Calcedonia se evocó la figura de Cirilo como testigo de la ortodoxia y, con él,
el concilio de Efeso de 431.
Tras
grandes dificultades una comisión propuso un texto dogmático, que, con
dificultad, acabó siendo aceptado. Es la confesión de fe de Calcedonia, del año
451. Empieza con un preámbulo, interesante sobre todo porque cita en favor
de la tradición ortodoxa a los dos sínodos de Nicea (325) y de Constantinopla
(381). Expone después los dos errores del nestorianismo y del monofisismo
para rechazarlos, siguiendo finalmente la fórmula de fe propiamente dicha.
Esa fórmula describe primero la unidad y distinción en Cristo a la vez que
confirma el título de «madre de Dios», en el mismo estilo de la fórmula
unionista del 433 y, en parte, coincidiendo literalmente con ella:
«Siguiendo,
pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse
a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la
divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y
el mismo verdaderamente hombre... consubstancial (homousios)
con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consubstancial (homousios) con nosotros en cuanto a la
humanidad; ...engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la
divinidad, y el mismo en los últimos días... engendrado de María
Virgen, madre de Dios en cuanto a la humanidad...»
Y
después continúa la definición con unas fórmulas originales como no habían
aparecido hasta entonces en ninguna confesión eclesiástica:
«...en
dos naturalezas,
sin confusión, sin cambio,
sin división,
sin separación,
en modo
alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión (o: mediante
la unión), sino conservando, más bien, cada naturaleza
su propiedad, y concurriendo en una sola persona (prosopon)
y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos
personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo
(Logos), Señor, Jesucristo...»
En este
texto fácilmente se reconocen las delimitaciones frente al nestorianismo y al
monofisismo, pues que se acentúan la unidad y la dualidad en Cristo:
se trata de «una persona» «en dos naturalezas». Los dos conceptos
definitorios decisivos, persona (prosopon) y naturaleza (physys), son de índole
filosófica. En sus concilios, la Iglesia antigua se preguntaba al modo
griego por la importancia salvífica de Jesús, interrogándose por el
peculiar ser y esencia del Señor. Y a la pregunta correspondía la respuesta:
Cristo es un ser único de singular estructura ontológica.
El 25
de octubre del 451 esta confesión fue proclamada solemnemente como la confesión
del concilio imperial, ligada a un ceremonial asimismo imperial y evocando
la hora grande de la ortodoxia. Pero Calcedonia no significó en modo alguno el
final de las controversias cristológicas. El concilio no había logrado la paz universal
ni dentro de la Iglesia ni en el plano político. La historia subsiguiente
a Calcedonia es la historia de un amplio no reconocimiento del concilio.
Ése va a ser en buena medida el tema de la segunda mitad del siglo V
y todo el siglo VI: la crisis provocada por el concilio. El Estado
hizo todos los posibles por imponer las fórmulas conciliares, pero en
vano.
La
oposición más fuerte surgió en Egipto, cuya iglesia cerró filas contra la
condena de su patriarca Dióscoro y persistió en su
peculiar teología (inclinada hacia el monofisismo). De esa oposición
histórica surgió la iglesia copta de Egipto, que subsiste todavía hoy, y que
por su confesión es una iglesia precalcedónica,
en el sentido de la cristología ciriliana de una
«unidad» de las naturalezas. Calcedonia suscitó también por entonces la
resistencia de Palestina y Siria. Resistencia que pudo apoyarse en algunos
teólogos, aunque también en las simpatías que halló entre los monjes y en
el pueblo eclesial. Ciertas tradiciones populares de índole ascético-espiritual tenían
profundamente arraigada la idea de la divinización o asimilación a Dios del
hombre e hicieron ver la doctrina conciliar de las dos naturalezas como un
menoscabo de Cristo y de la salvación humana. La divinización total fue concepción
rectora de toda la teología.
También
la política imperial osciló a veces entre Calcedonia y el monofisismo. De los
esfuerzos en favor de la unión y de las simpatías hacia las tendencias
alejandrino-monofisitas surgió un movimiento que intentó tender un puente
mediante una interpretación de Calcedonia, de la que se prometía un consenso
universal en pro del concilio. Debido a la reinterpretación esa teología
se denomina neo-calcedonismo. Sus perspectivas
y centros de interés fueron los de la teología dominante en la
ortodoxia oriental del siglo VI. El lenguaje de las fórmulas calcedonianas acerca de las dos naturalezas se
le antojaba en exceso «tosco» y «grosero». Por ello se remitía a la
expresión cirílica de «una naturaleza», con la que a su entender había que
interpretar Calcedonia.
Y
mientras los monofisitas tenían por nestoriana la confesión de fe de Calcedonia
y echaban de menos en el citado concilio los aspectos decisivos de la
teología de su gran Cirilo, los neocalcedonios consideraban compatibles la doctrina cirílica y la conciliar. Y sobre todo
estimaban atinado el añadir al concilio de Calcedonia algunas fórmulas o frases
de Cirilo, y a las que Cirilo había renunciado en su tiempo por mor de la
paz y de la fórmula unionista del 433. Y así vino a cobrar Cirilo una renovada
actualidad por sus netas precisiones contra el nestorianismo.
La nota
distintiva del movimiento neocalcedónico, sostenido
principalmente por monjes egipcios, fue una teología que no otorgaba valor
alguno a la precisión de las diferencias en Cristo. Sacaba todas las
consecuencias de la comunicación de idiomas y prefería frases
como «Uno de la Trinidad (el Logos, es decir, Dios) ha padecido». Se les
llamó justamente teopasquitas, que es tanto como
defensores de la doctrina de que «Dios ha padecido». La unidad de ser en Cristo
se entendía, pues, de forma que no tenía importancia dogmática alguna la
distinción de las dos naturalezas.
La
pretendida unión con los monofisitas no la logró el neocalcedonismo,
aunque de todos modos contribuyó a la opresión del nestorianismo. El
político eclesial más importante y a la vez uno de los teólogos más
prominentes del neocalcedonismo fue en el siglo vi el
emperador Justiniano I (527-565), que inútilmente procuró la
unión con los monofisitas en el quinto concilio ecuménico de Constantinopla,
celebrado el 553. A lo largo de la historia eclesiástica se mantuvo una
división de iglesias calcedónicas, nestorianas y
monofisitas, aunque conviene recordar, como conclusión, que las razones
capitales de esa división eclesiástica no sólo fueron las
diferencias dogmáticas aquí señaladas, sino ante todo y sobre
todo las circunstancias políticas, nacionales y emotivas.
Conclusión
Hasta
el siglo VI, el cristianismo llegó a ser la religión del mundo antiguo,
habiéndose extendido hasta más allá de sus fronteras. Para esa época ya
había configurado los elementos decisivos de su identidad como
Iglesia: una constitución, una liturgia, una confesión (o dogma), un
canon bíblico, un método de teología, al tiempo que había establecido sus
relaciones con la sociedad y la cultura. Ese proceso permitió la aparición de
tradiciones y continuidades muy firmes, aunque en la discusión
de interpretaciones controvertidas hizo también que ya en esa fase
temprana el cristianismo perdiera su unidad que ya no iba a recuperar
jamás.
Desde
finales del siglo IV se perfila un cambio en las condiciones políticas. Como
consecuencia de la emigración de los pueblos del Norte surgen en los
territorios occidentales, es decir, en Galia, España, África e
Italia, unos reinos germánicos contra los que ya no puede mantenerse el
imperio romano. Tras la pérdida de la antigua conexión política que la
administración romana confería a esas tierras, fue la Iglesia el único
baluarte para que la población autóctona mantuviera su unidad e identidad. Es
verdad que los pueblos recién llegados habían sido ya cristianizados en
parte, pero en razón de su confesión arriana no estaban más próximos a los
ciudadanos del imperio, de lo que pudieran estarlo los «bárbaros».
En ese doble dominio extranjero, de índole tanto política como
religiosa, la función unificadora de la Iglesia fue de una importancia
social extraordinaria.
Para
esa misma época, la parte oriental del imperio se había mantenido relativamente
intacta. Las iglesias orientales proseguían su existencia bajo un
emperador romano dentro del imperio con sus viejas fronteras. Junto con la
tradición grecorromana fueron la base de la temprana historia y cultura
bizantina. Así, pues, las condiciones políticas fueron muy distintas para el
cristianismo. Con el correr del tiempo, la Iglesia occidental ya no se
orientó por los intereses del emperador y del imperio romano, sino que
habida cuenta de las nuevas realidades y de los nuevos gobernantes y por
motivos misioneros se orientó hacia Occidente.
En Oriente
y en Occidente las Iglesias iniciaban sus caminos separados: el de la primera
época bizantina y el de la primera época medieval-occidental. La edad
media europea iba a estar informada por un cristianismo que, como Iglesia,
había configurado sus perfiles bajo las influencias de la tardía
antigüedad romana y del helenismo.
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