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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
El Cristianismo en la Hispania Preconstantiniana.Ensayo de Interpretación SociológicaPORANTONINO GONZÁLEZ BLANCO1. RAZONES
PARA UN REPLANTEAMIENTO DEL TEMA
En la
«Introducción historiográfica» al nuevo Diccionario
de Historia Eclesiástica de España, el P. R. García Villoslada se detiene
prácticamente con su referencia a la Historia
del P. García Villada, por lo menos para la historia de la Iglesia en la
Edad Antigua. Quizá no le falta razón. Esta obra fue un hito,
y cuantos trabajos se han llevado a cabo después de ella,
aparte de ser incompletos, la toman siempre como punto
obligado de referencia. Probablemente aún no ha llegado la hora de tratar de
escribir una obra que la sustituya, pero de lo que no hay duda es de que se van
abriendo horizontes nuevos, que los trabajos futuros no podrán pasar por alto.
¿Qué ha cambiado desde el año 1929?
A) DA
TOS
El
problema crónico para la Historia del mundo antiguo, de la falta de
información, en relación con la historia de la Iglesia es agudo durante largos
períodos y, en particular, respecto a la Iglesia de España es sobrecogedor para
estos primeros siglos.
Hasta la
paz de la Iglesia sólo tenemos las alusiones de Ireneo y de Tertuliano, la
famosa carta de San Cipriano, el concilio de Elvira y algunas actas de mártires
(2). Y, además, la luz que se pueda sacar de documentos muy posteriores, como
son los calendarios y libros litúrgicos u otras obras por el estilo.
Pero si
los documentos materialmente siguen siendo los mismos, su sentido ha sido
notoriamente profundizado y en algún sentido se puede decir que las fuentes se
han enriquecido. He aquí algunos ejemplos:
1. Datos
que se pueden considerar nuevos porque ha sido una nueva valoración de las
fuentes la que ha permitido verlos:
a) F. Cumont revalorizó la historicidad de
la pasión de las santas Justa y Rufina, comprobando que contiene
muchos rasgos típicos de los ritos de las fiestas de Adonis, dato que garantiza
la escritura original del documento por testigos contemporáneos o no muy
distantes de los hechos. Es claro que, tras de tal constatación el documento
adquiere nuevo valor para el estudio del problema de la confrontación
paganismo-cristianismo.
b) El
lenguaje empleado en las actas del martirio de San Fructuoso y su relación con
el lenguaje de la iglesia africana ha sido puesto de relieve por Franchi de Cavalieri y otros.
c) El
P. A. Custodio Vega ha notado que la liturgia hispana primitiva coincidía en
sus fórmulas sacramentales eucarísticas con las cartas de San Pablo, sacando de
ello argumento para el tema de la relación del Apóstol con España.
d) Se ha
dedicado más atención que antaño a los datos de la arqueología, como
consecuencia de los cuales se han replanteado interpretaciones de antiguos
cánones con un sentido completamente nuevo. Así, en el caso de los cánones
XXVII del Concilio de Elvira o el VI del Concilio de Zaragoza, que han sido
interpretados en el sentido de ver en ellos muestras de una tendencia clara
hacia un monacato fervoroso por lo menos en sus comienzos.
2. Datos
señalados hacía tiempo, pero que vuelven a ser puestos de relieve para el
estudio de problemas nuevos:
a) La
existencia de comunidades regidas por diáconos solos o por presbíteros solos y
el paralelismo con África.
b) El
hecho de que la traducción de los Salmos que se usaba en España, probablemente
dependa de la que estaba en uso en África.
c) Igual
dependencia constatada en los cánticos bíblicos empleados en la liturgia
hispana.
3. Datos
conocidos desde siempre, pero que adquieren nuevo interés en planteamientos
nuevos de los problemas:
a) El
número de obispados conocidos y su distribución geográfica, de gran interés en
el estudio de la sociología de la difusión del cristianismo.
b) Relación
entre hechos militares y evangelización, constatada en el elevado número de
militares mártires, pero vuelta a poner de relieve en relación con el posible
papel evangelizador de la gente de tropa.
c) La
apelación de las iglesias españolas a San Cipriano, que se interpreta como un
probable indicio de dependencia en cuanto al origen del cristianismo español.
d) Las
relaciones de determinadas prácticas o costumbres constatadas en la Iglesia
española y estudiadas modernamente en su relación con iguales o similares usos
en otros puntos de la geografía del mundo romano.
e) El
recalcar el posible origen africano de mártires como San Cucufate, que orienta
en problemas como el de la movilidad del elemento cristiano de la época.
B) PRESUPUESTOS
Pero si
los datos puestos de relieve en los últimos cincuenta años tienen interés,
mayor aún lo tienen los presupuestos bajo los que todo este conjunto de
problemas comienza a ser estudiado.
Siendo la
Historia de la Iglesia el campo de lucha más importante entre las distintas
confesiones religiosas, que se auto justifican y legitiman sus posiciones
precisamente con razones históricas, los estudios sobre la misma necesaria e
inevitablemente han padecido de los intentos de acomodar los hechos históricos
a las concepciones personales de las historiadores.
Las
posiciones han ido acercándose, y las ideologías van tratando más de «entender»
que de «defender».
En el
campo católico, por poner sólo algunos ejemplos, teólogos como Rahner han abierto la posibilidad a una consideración mucho
más fluida de la primitiva historia de la Iglesia, hablando de un período
constituyente en el que se habría ido tomando conciencia de los distintos
elementos que formaban parte de sí misma.
De igual
manera, aclarado el problema de la no existencia de la confesión en los
primeros siglos, los teólogos han orientado la teología hacia una
revalorización del papel de la comunidad y de la pertenencia a la misma en la
dimensión sacramental de la obra salvífica.
A partir
de cambios de perspectiva como los citados y muchos otros que podrían traerse a
colación, el planteamiento de los problemas se puede decir que, en la
actualidad, es libre, es flexible y permite un diálogo con otras ramas de la
ciencia positiva o filosófica que en tiempos pasados fue más difícil.
C) ENFOQUES
Al hablar
de nuevas valoraciones de los datos ya conocidos, hemos hablado de
planteamientos nuevos. Y acabamos de indicar la mayor posibilidad de diálogo
con otras ciencias. Es probablemente por la presión de estas otras ciencias,
que sin duda responden a exigencias de la antropología actual, por lo que el
estudio de la historia del Cristianismo ha adquirido una actualidad y un
interés muy grandes, en su dimensión de elemento sociológico de las diversas culturas
en las que ha penetrado.
Se discute
con seriedad y con pasión sobre el número de cristianos, sobre los factores de
su influencia, sobre el papel de la sociología en la configuración de la
ideología, se estudia el papel de la Iglesia en la transformación de las
estructuras sociales, como puede ser el matrimonio, se consideran las
dimensiones antropológicas del culto litúrgico, en general, y del culto a los
santos, en particular. En el campo de las tradiciones legendarias, se ha
superado la época de la defensa o combate a ultranza del contenido de las
mismas para afrontarlas indirectamente a través del estudio de su
significación.
Todos los
estudiosos que se han ocupado del tema de la historia primitiva de la Iglesia
española han dedicado líneas y páginas enteras a ponderar o vituperar elementos
que creían encontrar más o menos peculiares en la vida de las comunidades
hispanas. Los estudios modernos van dejando claro que tales «peculiaridades» no
eran tales, sino comunes con muchas otras zonas de la geografía del Imperio. En
cualquier caso no es el folklore lo que nos interesa aquí, sino la
consideración de las líneas de fuerza por las que discurre la vida de las
comunidades. Es mediante su inserción en los estudios de sociología del
cristianismo, como la historia de la Iglesia puede adquirir una importancia
grande. Y es por aquí por donde queremos afrontar el tema.
2. EL
PROBLEMA DE LOS ORÍGENES
San Ireneo
y Tertuliano nos indican que en España había cristianos. ¿Cómo se formaron
estas cristiandades? ¿Cuáles fueron, históricamente, los caminos de la difusión
y establecimiento de la fe en Hispania?
Los modos
ordinarios como se fue propagando la fe los conocemos por las narraciones del
Nuevo Testamento: viajeros creyentes que recorrían los caminos del Imperio iban
extendiendo la Buena Nueva a su paso. Y a España los caminos venían desde el
Oriente, desde Roma y, por supuesto, desde África y desde las Galias. Que de todas estas tierras, el Oriente fue la parte
más cristianizada es algo que no admite discusión; pero de todas ellas pudo
venir la fe, ya que en este asunto no valen los argumentos estadísticos. La
difusión de movimientos espirituales o sociales, en tiempos de falta de
organización suele ser fruto de personas emprendedoras y celosas, que no
suponen necesariamente su procedencia de la comunidad más poderosa. Y los actos
de esta índole no siempre dejan huella constatable históricamente, porque no
siempre son recogidos en documentos o se reflejan en restos de una u otra especie.
Pero si
los orígenes absolutos de la evangelización hispana es algo que no se sabe y
que probablemente no pueda saberse nunca, parece claro que desde el primer
momento las comunidades de estas provincias mantuvieron relaciones más intensas
con África y Roma que con las otras partes del Imperio. Y a pesar de que, desde
muy pronto, parece haber habido un interés especial por parte de Roma en
vincular la comunidad hispana con aquella sede, los estudiosos ven mucho más
profundas las relaciones de Hispania con África y a partir de tal constatación
hilvanan con verosimilitud el argumento de una dependencia de origen.
3. LA
VIDA DE LAS COMUNIDADES HISPANAS
Entre los
argumentos de las relaciones entre el cristianismo español y el africano, el
más visible es el apoyado en la carta LXVII de San Cipriano.
Las
comunidades de León-Astorga y Mérida habían acudido a la iglesia africana ante
el problema planteado por la conducta de los obispos Basílides y Marcial,
quienes, durante la persecución de Decio, habrían conseguido
los libelos de haber sacrificado, y a pesar de ello seguían al frente de sus
diócesis, tras de haber conseguido para ello el visto bueno de la sede romana.
En respuesta a la demanda de las comunidades, el obispo africano escribe la
citada carta.
A juzgar
por este documento, además del asunto de los libelos, Basílides, estando
enfermo en cama, habría «blasfemado de Dios» y Marcial pertenecería o habría
pertenecido a un colegio funerario y habría participado en sus banquetes e
incluso enterrado algún hijo de acuerdo con las normas de esa agrupación. No
parece que hubiera otros crímenes porque, dado el tono de la carta, sin duda
hubieran sido enumerados.
Comencemos
por notar que no es fácil saber a qué se refiere tal «blasfemia». Desde luego
es poco probable que fuera una palabra pronunciada contra Dios. El hecho de
haber sido realizada «estando enfermo en cama», con precisión de la
circunstancia nos hace pensar que sería algún acto relacionado con intentos de
curación por medios idolátricos.
Respecto
al crimen de Marcial hay que notar que no es calificado de idolátrico.
Y de un
modo general podemos suponer que tales crímenes sólo se ponen de relieve tras
el problema de los libeláticos. Antes podía haber problema pero todavía no
había solución clara. Podían ser acciones más o menos mal vistas, pero no
habían provocado reacción violenta de rechazo por parte de la comunidad ni por
parte de otros grupos u obispos.
El
problema no debió ser meramente local, ya que todos los estudiosos del período
en cuestión señalan el gran número de libeláticos que se dan por todo el
Occidente. De igual modo que se ha puesto de relieve la situación de
degeneración, aparente al menos, en que se encuentra la Iglesia. Pero ¿se puede
entender la situación en categorías meramente morales? ¿No será necesario
profundizar en los pre supuestos del estudio de tales problemas?
3.2.
PRESUPUESTOS PARA EL ESTUDIO DE TALES PROBLEMAS
Quizá la
mejor manera de entender el planteamiento del problema es contraponer las
posiciones de dos estudiosos actuales que se han ocupado de este período a
niveles más generales.
Mientras
que Mr. de Sante Croix nota que ciertamente hubo
abundancia de libeláticos, pero que no parece que las iglesias de Occidente
considerasen la cuestión como apostasía, en otro lugar señala que la tendencia
al martirio voluntario es algo que probablemente proviene del mundo judío y es
algo atestiguado en el mundo cristiano por lo menos desde mitad del siglo II,
dando así la impresión de que su visión de la evolución de los problemas ha de
ser juzgada en categorías de filosofía moral, muy otra es la postura de W. H.
C. Frend.
El ilustre
profesor de Cambridge contrapone la situación de la Iglesia en los años de la
persecución de Decio con la de los años de
Diocleciano y defiende que a comienzos del siglo IV se ha dado una
reviviscencia de la mentalidad intransigente por efecto de la conversión de las
masas rurales.
Son
posiciones contrarias, que dependen no de la evidencia de los datos sino de los
presupuestos en los que los datos son engarzados.
Si
tuviéramos más elementos de juicio probablemente podríamos aplicar métodos de
estudio estadístico y analítico más precisos, pero dada la carencia, apuntada,
de información eremos que el único modo de hacer comprensible toda la evolución
y la problemática de estas décadas es considerarlas a la luz de la sociología
de contraste entre grupos de cultura inferior, que viven en el interior de sociedades
más avanzadas y la cultura de estas mismas sociedades evolucionadas, al modo
como lo estudió O. Lewis. Es precisamente la evolución del Cristianismo de una
situación sociológica de «subcultura» a una situación de «cultura inferior» y,
finalmente, a una de «cultura equivalente» la que nos permite comprender la
problemática expuesta. Más adelante diremos por qué consideramos este tipo de
categorías preferible a las otras posibilidades.
3.3. EL
CRISTIANISMO, SOCIEDAD ESCATOLÓGICA
Para quien
se haya asomado a la problemática del Nuevo Testamento no es ningún misterio la
tensión en que se situaron los primeros cristianos en relación con la esperanza
escatológica, y al margen de los problemas terrenos. La comunidad de bienes que
atestiguan los Hechos de los Apóstoles, la ética de «interim»
que a veces parece predicar San Pablo, la espera en la venida del Señor son
botones de muestra de tal situación que por lo demás está muy estudiada.
3.4. LOS
PRIMEROS CONTACTOS CULTURALES
Pero la
situación de completo aislamiento era más una utopía que una posibilidad, en el
supuesto de que la venida del Señor se retrasase. Y ya a finales del siglo I
comienzan a surgir los primeros intentos de diálogo entre el grupo cristiano y
las categorías filosófico-políticas del mundo ambiental. En el siglo II, los
apologistas constituyen toda una literatura del género.
Pero
probablemente las apologías eran más un examen de conciencia de los cristianos,
frente a la postura de la sociedad pagana, que un intento real de tomar contacto
con la vida de la época. De hecho la disciplina del arcano, las polémicas de
los pensadores paganos y el clima de grupo mal visto y perseguido de tanto en
tanto, hace pensar que el grupo cristiano se mantuvo, en cuanto tal, aislado de
las formas de vida del mundo pagano.
La situación
debió cambiar en el siglo III. De hecho, en Oriente se ha forjado toda una
cultura cristiana, por obra, sobre todo, de Clemente de Alejandría y de
Orígenes. Y en Occidente figuras como Tertuliano dejan entender que el
Cristianismo llevaba en alguna manera el mismo camino.
La primera
mitad del siglo III debió ser tiempo de paz oficial para la Iglesia. Incluso
las fuentes paganas recuerdan que emperadores como Alejandro Severo tuvo
deferencias con los cristianos. Entran en la confesión cristiana muchas
personas que tienen puestos y relaciones en la sociedad pagana. El conflicto
que esto suponía había quedado sin resolver en la teología neotestamentaria,
mediante la solución de que no importa porque el tiempo pasa rápido y el Señor
viene pronto y no tarda. Pero el problema seguía vivo y había de surgir por
necesidades lógicas de dialéctica expansiva.
3.5. EL
CRISTIANISMO ESPAÑOL DE MITAD DEL SIGLO III
Así las
primeras noticias constatables del cristianismo español son una manifestación
de esta situación de incertidumbre doctrinal. Nos encontramos con obispos que
viven insertos en las relaciones normales, y consideradas honorables, dentro
del mundo pagano. Y no por necesidad idolátricas.
El
problema era muy complejo, ya que no era sólo cuestión de tipo cultural, sino
también de inserción en la vida económica y laboral. ¿Era aceptable el
dedicarse a la vida comercial en las condiciones en que se realizaba ésta en el
Imperio? San Cipriano en África se queja de que haya obispos que se dediquen a
tales menesteres , pero con su queja está indicando la falta de legislación al
respecto.
En el
orden político el problema era mayor. San Pablo, en la carta a los Romanos
había dejado escrito que había que obedecer a los poderes de la tierra. Esto
parecía que no obligaba a un cristiano constituido en servicio a abandonar
éste, pero en tal caso, ¿cómo se compaginaba el servir al emperador y no verse
implicado en prácticas idolátricas?
Y en la
cuestión de la compra o no de un «libelo» dado que la persecución era absolutamente
injusta, ¿por qué no se iba a poder burlarla sirviéndose del subterfugio de la
ley? Esta parece ser la interpretación de la situación que da Mr. de Ste.
Croix, y estamos de acuerdo con él, puntualizando que el problema de la
indefinición doctrinal está enraizado en el problema de la inserción
sociológica de las comunidades cristianas en la vida del Imperio.
Es claro
que en lugares apartados de la civilización y al margen de los actos oficiales
de la vida urbana, el Cristianismo puede crear su propia cultura y en este
sentido se puede hablar de una oposición entre comunidades urbanas y rurales,
pero esto es accidental allí donde se dé, como vamos a ver al estudiar el
concilio de Elvira.
4. EL
CONCILIO DE ELVIRA, TESTIMONIO DE UNA «CULTURA CRISTIANA»
La
interpretación del concilio de Elvira es uno de los capítulos más sugestivos de
la Historia Eclesiástica. Durante siglos constituyó piedra de escándalo para
propios y ajenos, hasta tal punto que su contenido fue la mayor razón para que
se pusiera en cuestión su genuinidad. Hoy las aguas corren mansas en este
sentido y todos los exégetas están de acuerdo en admitir tanto ésta como la
fecha aproximada de su celebración.
La
peculiaridad del Concilio de Elvira consiste en que rompe, con frecuencia, las
categorías mentales históricas de los exegetas. Siendo un sínodo con multitud
de cánones y con leyes e ideologías muy arcaicas pone en cuestión toda una
serie de datos que la evolución ulterior de los hechos ha llevado a considerar
como incontrovertibles. Y eso hace que se fuercen sus expresiones y que se
trate de rellenar su contenido con elementos que allí no están. Muy raro es el
estudio que hasta el último medio siglo ha enfocado el estudio con objetividad
histórica. Añádase que a veces la formulación de los cánones es obscura y su
sentido se busca con mucha dificultad.
4.2. EL
CONCILIO DE ELVIRA EN LA EVOLUCIÓN DE LA IGLESIA
El sínodo
de Elvira no sólo es el primero de la Historia de la Iglesia, del que se
conservan suficientes cánones como para poder asomamos a la realidad
jurídico-teológica de la vida cristiana, y por esto mismo tiene el interés de
presentarnos en forma de ordenamientos, por vez primera, cuantas cosas nos
dice, sino que, además, es el primer documento que nos habla de cuestiones de
las que hasta entonces no consta que se hubiera hablado en la Iglesia.
Es el
primer documento que aplica a herejes y cismáticos la doctrina paulina sobre el
matrimonio.
Es el
primer decreto que prohíbe contraer matrimonio con una hermana de la esposa.
Es el
primer documento que habla del celibato eclesiástico.
Es el
primer documento para el estudio de la segregación antijudía en España.
Es el único
documento que condena la usura en el clérigo y en el laico.
Probablemente
es el primer documento que ordena cuidar la extensión de la fe, mediante la
opresión, al ordenar a los amos que impidan a los siervos adorar a los ídolos.
Así podríamos considerar este canon como el primer documento «inquisitorial».
Y hay
muchos otros puntos que quedan también recogidos por primera vez en una
legislación canónica: relaciones con actividades de la vida ordinaria oficial,
diversiones, moralidad de ciertos actos en concreto (juego, delatores, etc.).
La visión
podría extenderse a problemas dogmáticos, porque si es cierto que la
legislación u orientación conciliar es más bien de tipo moral, hay problemas
dogmáticos involucrados. Así, por ejemplo:
¿Cuál es
la conciencia de la Iglesia en el tema del perdón de los pecados?
¿Quién
puede ser el ministro de la penitencia?
¿Hay
diferencia entre obispo y sacerdote?
Problema
de la disolubilidad del matrimonio.
Todos
estos aspectos indicados, y más que se podrían pormenorizar, sirven para que
captemos el encanto y la dificultad en la interpretación del concilio. Estas
primeras legislaciones canónicas ¿son la primera sanción legal de prácticas ya
existentes antes? ¿Son innovaciones que pretenden regular exigencias nuevas? En
este último caso, ¿son las nuevas exigencias mera explicitación o aplicación de
viejos principios a casos particulares o más bien son la muestra de principios
nuevos en la vida de la Iglesia? Por poner un solo ejemplo de los muchos que se
pueden aducir: la obligación de los amos de coaccionar a sus siervos a
apartarse del culto a los ídolos ¿es una interpretación nueva de las exigencias
de la fe cristiana sobre principios no evangélicos?
Es claro
que todos los problemas que pueden plantearse tienen una historia; pero no lo es
menos que tal historia presenta posiciones contradictorias al principio y al
final: en tiempos apostólicos los Apóstoles son casados. En el Concilio de
Elvira se ordena que los sacerdotes sean célibes. En el siglo I los Apóstoles,
primero, comienzan a evangelizar por las sinagogas de los judíos; en el sínodo
que estamos comentado se prohíbe todo trato con judíos, etc.
Hay otros
asuntos en los que el problema es de índole más bien ritual, pero en los que el
sínodo aún no ha dado el cambio que la Iglesia dará con el paso del tiempo. Por
ejemplo:
— Problema
de las imágenes y su veneración.
— Problema
de las velas a los difuntos.
— Problema
de las diversiones.
— Problema
de la magia.
Por todos
estos datos, nos hemos planteado la cuestión: incluso en los casos en los que
hay elementos suficientes para trazar toda la línea evolutiva de los problemas,
pero mucho más en los que el sínodo marca una nueva inflexión, ¿cuál es el modo
de interpretar rectamente éste?
Desde la
época de la Reforma, las posiciones se dividieron: los reformadores usaron los
datos sinodales de acuerdo con su visión de la pureza del Cristianismo
primitivo, y los católicos de acuerdo con sus exigencias dogmáticas. Así
durante siglos.
En el
siglo XIX los estudios evolucionistas interpretaron el sínodo dentro de una
concepción completamente evolucionista de la estructura eclesial; los
«dogmáticos» clamaron por el absoluto fixismo .
Pero si
los fixistas estaban en el error, no lo estaban menos
los otros, por no haber atendido debidamente a elementos que eran esenciales en
la vida de la Iglesia, y muy en particular, al factor «comunidad». Hoy, al
poner de relieve esta dimensión, las posturas interpretativas se van acercando,
aunque con diferencias, como veremos.
4.3. LA
COMPRENSIÓN SOCIOLÓGICA DEL SÍNODO DE ELVIRA
Si tomamos
como punto de referencia de nuestra interpretación a las comunidades
cristianas, para las que el concilio legisló, y estudiamos las condiciones requeridas
para pertenecer a las mismas, así como las diversas ordenaciones de la vida
cristiana, vamos a situamos en un camino viable para comprender el concilio.
4.3.1. La
admisión en la comunidad
Este
punto, a primera vista, no ofrece problemas. La pertenencia a la comunidad es
una posibilidad ofrecida a toda persona.
El
catecumenado dura dos años y el rito es el mismo que en el Nuevo Testamento.
No hay
delito que pueda impedir el ingreso, al menos al final de la vida.
Pero es
interesante notar algunas disposiciones peculiares que se establecen en
determinados casos, con el fin de garantizar la seriedad de la conversión o la
pureza de la comunidad. Así el catecumenado de los flamines debe durar tres
años , el de los delatores en cuestiones leves, cinco; a los energúmenos y a la
catecúmena adúltera y asesina, sólo se les admitirá al final de la vida.
Se impone,
pues, una primera constatación: no basta la honestidad pagana unida a la fe. En
los últimos casos indicados se puede ver una presión de las exigencias de la
vida de la comunidad. A nivel de principio, parece que no debería haber óbice
en que un pecador, por muy grande que fuese, o un energúmeno, reciba el perdón
y el bautismo tan pronto como lo desee sinceramente, pero el concilio impone
condiciones especiales según los casos.
Antes de
profundizar más en el tema:, estudiemos lo que excluye de la comunidad. Es
materia que nos ayudará a comprender mejor el problema de la pertenencia a la
confesión cristiana.
4.3.2. La
exclusión de la comunidad
Los
comentarios del concilio se han solido enredar en el estudio del significado de
la palabra «comunión» y otras relacionadas con ella. Para nuestro fin, sólo
queremos considerar las expresiones del concilio en las que positivamente se
afirma que ni siquiera «al final» se admitirá al pecador o las otras en las que
se habla de «abstenerse» o formulaciones más generales. Son 19 los cánones que
hablan de que ni siquiera «in fine» se admitirá al pecador, 6 más los que de un
modo más general hablan de «ser apartado de la Iglesia», y otros 4 de
«impedirle la comunión» o abstenerse de la comunión. Para nuestra consideración.
De todos
estos cánones unos hablan de idolatría, otros de faltas contra la castidad en
una u otra forma, otros aluden al asesinato; algunos que suelen interpretarse
como relacionados con la idolatría (merecen revisión, ya que no está del todo claro
y pudiera ser que la razón, por ejemplo, de prohibir la relación con los
espectáculos no fuera de tipo teológico-dogmático sino de otro tipo moral o,
simplemente, de tabú, por considerar malos a los espectáculos. Nos interesa
atender a estos cánones que no son tan claros, pues eremos que nos permiten
captar algunos de los rasgos distintivos de la sensibilidad de las comunidades.
Podemos agruparlos en cinco secciones:
4.3.2.1.
Problemas relacionados con el sexo
Canon
LXVI: A los que se casan con hermanastras, por ser incesto, ni al final se les
dará la comunión.
Canon
LXXII: La viuda que fornica, si se casa con ese mismo hombre podrá ser admitida
a la vida de comunidad tras cinco años de penitencia; si se casa con otro, no
se la admitirá ni al final. Y si fuere fiel el que se casa con ella no recibirá
la comunión sino tras diez años de penitencia, a menos que la enfermedad obligara
a darla antes la comunión.
Y ya hemos
recordado al canon que prohíbe casarse con hermanas de la esposa.
Estas
disposiciones, con la peculiaridad de ser en parte innovaciones respecto a la
ley romana, y probablemente incluso respecto a los usos cristianos primitivos,
están denunciando que el sexo desempeña un papel esencialmente distinto en la
comunidad cristiana que en la sociedad pagana.
Si
añadimos lo que más adelante diremos, sobre el papel del sexo, o mejor dicho,
de su represión en la vida de la jerarquía de la Iglesia, nos encontramos con
que esta dimensión de la vida ha tomado carácter numinoso.
Las modificaciones, que semejante cambio impondrán en la moral cristiana,
podemos imaginarlas. De momento constatamos por parte de las comunidades
cristianas una autodefinición en este aspecto que las contrapone, en algo muy
sensible, a la forma de vida y a los valores de la sociedad pagana e incluso
judía.
4.3.2.2. Problemas
relacionados con la «seriedad» de las comunidades
Agrupamos,
conscientemente, una serie de cánones que no se refieren a lo mismo, pero que
tienen un común denominador: todos parecen vigilar porque en la vida de los
cristianos no haya nada que pueda ser empleado para escarnecerles. O si se
quiere expresar de otra manera: todos eliminan de la sociedad cristiana la
ligereza, el ruido y las apariencias de mal.
Canon
XXXIV: Se prohíbe encender velas en los cementerios, para no inquietar a los
difuntos.
Canon
XXXVII: Se prohíbe que los aquejados de «posesión de mal espíritu» enciendan
velas públicamente, lo que parece significar que se les prohíbe servir en la
liturgia.
Canon LII:
Se prohíbe poner en las iglesias pasquines difamatorios.
Canon
LXII: Se prohíbe la profesión de auriga o comediante.
Canon
LXVII: Se prohíbe tener esclavos lascivos y disolutos.
En los
primeros años y décadas de la expansión cristiana, un cristiano no se
distinguía externamente de un pagano. Para que se le conociera había de ser
denunciado. Ahora las cosas han cambiado. Las «exigencias» de la «fe» se hacen
cada vez más exteriores. Podríamos decir que la comunidad cristiana está
adquiriendo un «porte» diverso del pagano. El Cristianismo es algo «serio». Y
en cierto modo se comprende: tiene iglesias, tiene cementerios, hay amos
cristianos que tienen esclavos, hay una liturgia en la que participan grupos
numerosos. Da la impresión de que estas determinaciones de la vida cristiana no
son derivadas directamente de las exigencias de la fe, sino de la realización
de la fe en unas determinadas circunstancias históricas y en una determinada
cultura y sólo se pueden entender y justificar en la hipótesis de que se parta
de ese presupuesto: la aceptación de esa cultura como campo de vida.
Lo curioso
es que constatamos que esta «seriedad» es algo que debe ser anhelo de los
espíritus mejores de la época. El arte del Bajo Imperio está denunciando las
mismas aspiraciones, la vida pública se ordena según estos moldes de hieratismo
y seriedad. El Cristianismo parece haber canalizado en su estimación de los
valores de la vida las corrientes de sensibilidad que fluían en aquella época.
Y lo ha hecho con rigidez, bajo pena de exclusión de la comunidad.
Creemos
que se pueden buscar las razones particulares para cada prohibición, pero hay
que interpretar cada caso concreto dentro de este espíritu de época, sin el que
difícilmente se comprenderán por lo menos algunas de ellas. Y, por supuesto,
dentro de las exigencias de la vida de comunidad, que se enfrenta a un mundo
que la está mirando.
4.3.2.3. La
configuración de la jerarquía eclesiástica
No nos
interesa tocar aquí el tema de la definición teológica de cada grado de la
jerarquía. Otros lo han estudiado ya y nos llevaría demasiado lejos. Lo que
aquí queremos recoger son aquellas disposiciones que dan al clero una
apariencia externa, lo configuran de cara a la comunidad y al mundo gentil y
como consecuencia crean las líneas madres de una antropología especial.
Los
cánones que queremos traer a colación son:
Canon
XVIII: Los obispos, presbíteros y diáconos, si se descubre que han fornicado,
por razón del escándalo y por razón del crimen, no reciban la comunión ni
siquiera al final.
Canon LXV:
Si la esposa de un clérigo adultera, y al enterarse éste no la arroja de casa,
que ni al final reciba la comunión no sea que aparezcan como maestros de
crímenes los que deben ser ejemplo de una conducta buena.
Canon
LXXV: Si alguien acusa de crímenes falsos al obispo, presbítero o diácono, sin
poder probarlos, ni al final se le debe dar la comunión.
Añadamos
el canon referente al estado de las vírgenes.
Canon
XIII: Las vírgenes consagradas a Dios si se dedican luego a servir a la
lujuria, ni al fin reciban la comunión. Si fue por debilidad y hacen penitencia
toda la vida, déseles la comunión al final .
Y, por
supuesto, tendríamos que recordar el ya citado canon XXXIII en el que se impone
el celibato al clero.
La
jerarquía cristiana, a imitación de la pagana o independientemente de ella,
pero contemporáneamente, se ha visto en la necesidad de ser «ejemplar». Es una
muestra más de la «seriedad» de que hemos hablado, pero que por su
trascendencia merece ser puesta de relieve con especial empeño.
Podemos
constatar de nuevo, también aquí la sublimación del sexo, que de nuevo aparece
con especial carácter numinoso. Aplicada a la
jerarquía de la Iglesia, se nos aparece llena del mismo sentido sacral de que se va llenando el universo. Y la misma
Iglesia se sacraliza, no sólo en su liturgia sino también y, socialmente, de
manera más visible en sus ministros.
Es en tomo
a ellos como se organiza el grupo cristiano, y para que quede claro se les
significa externamente con leyes graves y duras. Parece claro que si la
ejemplaridad del clero, lo mismo o a mayor abundamiento que la de los
cristianos es exigencia connatural de su fe, no lo es el tipo de ejemplaridad
que aquí se les exige. Su unidad con el sexo es una imposición de la mentalidad
de la época en la que tal imposición surge. Y parece claro que las razones de
tal planteamiento hay que verlas en la necesidad de configurarse el grupo
cristiano en contraste y competencia con los demás grupos que constituían la
sociedad contemporánea. En la competencia por el prestigio que hay establecida,
cada grupo aporta su espíritu presentándose con sus mejores galas. Y el
Cristianismo escogió el camino más difícil. Y quizá más eficaz, como veremos.
4.3.2.4. El
prestigio de la comunidad
Aparece un
canon en el que se excluye de la comunidad por faltas que podemos clasificar
aquí:
Canon
XLIX: Los que tienen posesiones no lleven a que les bendigan los judíos los
frutos que reciben de Dios con acción de gracias, no sea que la bendición de la
Iglesia aparezca como inútil o poco eficaz. Los que a partir de ahora obren
contra esta norma, sean arrojados de la Iglesia.
Las
relaciones del grupo cristiano con los demás grupos sociales son sometidas a
una seria legislación en el concilio: los paganos deben dejar toda sombra de
paganismo si quieren entrar a formar parte de la comunidad cristiana. Los
judíos comienzan a significarse como grupo rival peligroso y frente a ellos el
concilio adopta posturas serias.
Se prohíbe
el matrimonio con judíos, se prohíbe el trato con judíos, incluso bajo pena de
excomunión, esta vez medicinal, se prohíbe la fornicación con judíos, pero
sobre todo, y esta vez con excomunión sin paliativos, se prohíbe conceder beligerancia
a los ritos judíos.
Es difícil
ver una razón dogmática suficiente para justificar tales medidas. Y la única
razón que las explica parece ser la rivalidad de grupos a nivel de prestigio de
cara a unos fieles que se dejan arrastrar por esas razones de tipo exterior.
Una razón
que confirma lo dicho es la «benevolencia» conciliar frente a los miembros de
otros grupos que quieren venir a la fe. A los herejes se les recibe sin grave dificultad
y a los paganos se les ponen sólo las restricciones exigidas por la garantía de
su sinceridad. Incluso se guardan miramientos con aquellos cristianos que
tienen que convivir con los paganos por razón de su posición social. Pero no
así con los judíos. Toda la historia posterior del problema durante el siglo IV
demuestra que los judíos nunca estaban frente a los cristianos como catecúmenos
o como inferiores, y es precisamente esta postura rival lo que el grupo
cristiano no puede tolerar.
4.3.2.5. La
expansión de la fe
El
Cristianismo se ha hecho combativo. El valor absoluto de la fe se proclama a
propósito de los matrimonios mixtos, pero hay un canon en el que la
combatividad no es mera defensa. Hay impulso de conquista. Y no es sólo como en
el caso de la dignidad de la jerarquía, impulso de conquista por vía de
ejemplo, sino de conquista por fuerza de opresión. Es el canon XLI: En las
casas cristianas no debe haber ídolos. Los amos cristianos los deben prohibir. “Transijan
sólo si temen la rebelión de los siervos, pero en tal caso ellos consérvense
puros. Si no obran así, considérense como extraños a la Iglesia”.
Es cierto
que el sínodo predica la paz sobre la intolerancia, pero también lo es que pone
en marcha un principio cuya aplicación va a ser imposible de controlar: el
empleo de la autoridad en la difusión de la fe.
La falta
de matices, el sentido de la totalidad, la concepción antropológica unitaria
sin atención a eventuales personalismos es una de las características de la
cultura del Bajo Imperio. Y aquí la fe y la antropología cristiana se ve afectada
de semejante situación.
El
conjunto de situaciones o actuaciones que excluyen de la comunidad nos ha
permitido captar la dinámica de un grupo que no es una subcultura sin relación
sensible con el o los grupos culturales en los que se halla inserto. Es una
«sociedad» que se está organizando sobre principios de convivencia y de lucha
con las demás que funcionan en la vida pública. Y esto no por razones de propia connaturalidad, sino por exigencias de realización
concreta.
Es
apasionante estudiar en qué medida esa realización viene condicionada por los
reflejos que recibe de la sociedad pagana, por lo menos de los espíritus
cultivados del mundo grecorromano. La conjunción de escalas de valores
procedentes de la mística evangélica y de la sensibilidad ambiental no siempre
es fácil de llevar a cabo, pero es la misión del momento y está en la base de
todo el proceso que estamos considerando.
Probablemente
el contraste con el poder pagano padecido durante medio siglo de persecuciones
ha sido factor decisivo en la aceleración de la estructuración del grupo
cristiano, pero antes de hablar de esto vamos a intentar precisar más algunos
aspectos de la vida interna de los cristianos. Sólo así podremos comprender la
razón de su éxito en el conflicto y crisis a que se ve sometida.
4.4.
Esplendor de la vida de la comunidad
Si hasta
ahora hemos intentado descubrir algunas de las razones que llevan a establecer
un catálogo de delitos sancionados con pérdida de la ciudadanía cristiana en
caso de no cumplimiento de las exigencias conciliares, la atención a
determinaciones positivas no penalizadas en absoluto o sancionadas con penas
menores nos va a permitir captar mejor las razones del éxito del Cristianismo
en la sociedad de su tiempo.
4.4.1. La
liturgia
La
liturgia es el punto de referencia y de justificación de la vida del grupo. Se
podría decir que, en alguna manera, es una de las fuentes de la nueva
moralidad. Es ella, con su sacralidad, la que explica tomas de posición que por
la sola tradición o sola la Biblia no se comprenderían.
Frente a
la sensibilidad pagana y a sus fiestas, el mundo cristiano reacciona
sacralizando el tiempo. La semana es el eje del vivir cotidiano; la
estructuración del año litúrgico permite a los creyentes puntos de referencia y
de estimación diversos de los del mundo gentil; la reglamentación de las
prácticas disciplinares, como el ayuno crea en los fieles la conciencia de
lucha ininterrumpida.
Ni que
decir tiene que es en las celebraciones litúrgicas donde el cristiano se hace
consciente de su dignidad. Allí desaparecen las desigualdades sociales. Allí
mandan otras leyes que en el mundo exterior. Allí hay otro sistema de valores y
otra jerarquía.
Es en
función de esa mística de contraste y de sublimación donde hay que situar
determinadas tomas de posición que fuera de tal contexto no tendrían
explicación, por ejemplo, las medidas que se establecen respecto a los
energúmenos.
Y es la
peculiaridad de esta liturgia, que busca sus fuentes de inspiración en la
Biblia, y que hasta esta época ve como nefanda la liturgia y prácticas
religiosas paganas donde hay que situar las prohibiciones de hacer
representaciones en las paredes de las iglesias.
La
liturgia es, sobre todo, el campo de acción de la jerarquía y su justificación
más eximia.
4.4.2. La
jerarquía
En el N. T.
se puede constatar en la comunidad cristiana una posición jerárquica que
pudiera calificarse de «antisacral». Se evita el
término de «sacerdote» para calificar a los ministros del Cristianismo. Se
utilizan los de «obispo», «presbítero» y «diácono» que originalmente designan
funciones relacionadas con la vida de las comunidades, no principalmente la
vida litúrgica.
En el
siglo IV las cosas están cambiando. Más arriba hemos visto que el vocablo de
«sacerdote» no se usa con toda nitidez de concepto, pero es claro que sí se
aplica con plenitud de significación a los ministros cristianos. Y en su
conjunto la jerarquía se define por relación al culto. La expresión «in
ministerio positi» del canon XXXIII es definitiva.
Es cierto
que ya en el N. T. se requerían cualidades de honorabilidad para los jerarcas
de las comunidades cristianas, pero las nuevas precisiones que ahora se añaden
piden más. No basta con la honradez u honorabilidad. Ahora se requiere la
«sacralidad», que naturalmente se justifica en relación al culto como hemos
visto.
La
«seriedad» de que antes hemos hablado en la configuración de las comunidades es
particularmente notable en la determinación de la jerarquía eclesiástica. Los
ministros han de ser conocidos, de procedencia absolutamente intachable por
ningún concepto, ni pecadores fornicarios , ni procedentes de la herejía, ni
libertos que dependan de personas que les puedan pedir cuentas .
Su vida
personal ha de ser eximia a nivel de moralidad sin que actuación alguna la
empañe: no deben practicar la usura, no deben recibir regalos de los no
bautizados, no deben recibir dinero por sus servicios litúrgicos, si trabajan
que sea de manera no reprochable por nadie. Igualmente su «ejemplaridad» ha de
ser total a nivel de «sacralidad»: no sólo han de ser célibes, sino que han de
parecerlo no admitiendo mujeres extrañas a vivir en su casa.
Y, por
supuesto, no deben ser señores de horca y cuchillo en la vida de la Iglesia.
Son fundamentalmente servidores y por ello se determinan las leyes a que han de
someterse y con las que han de conformar su actuación en el ejercicio de su
autoridad comunitaria respecto a los pecadores, en la readmisión de los mismos
a la comunidad, en eventuales casos de canonización, se determina su obligación
de tomar parte en el bautismo y su deber de reglamentar la vida de relación entre
las diversas comunidades.
Es claro
que esta serie de disposiciones no podían ser aceptadas por la jerarquía sino
por razones que eran, o se consideraban, superiores. Y parece claro que tales
razones son un elemento ideológico o espiritual que condiciona absolutamente el
devenir sociológico desde fuera, pero no es éste el punto en el que hoy
queremos insistir . Quede por el momento constancia de que el grupo o grupos
cristianos se constituyen en torno a una jerarquía que se autoexige sin límites.
4.4.3. Las
personas consagradas a Dios
Plantear
el tema del monacato, hablando de la Historia de la Iglesia española antes de
Constantino puede parecer por lo menos extraño, si no demencial. Nos faltan
documentos y de los que tenemos la interpretación ordinaria había sido
justamente contraria a cualquier planteamiento, como indicamos más arriba.
Sin
embargo, el Concilio de Elvira habla de que obispos o clérigos no tengan
consigo más que hermana o hija virgen consagrada a Dios. ¿Qué tipo de
consagración era ésa? ¿Presupone un cierto tipo de monacato elemental? Así lo
ha entendido F. Iñiguez Almech, y aunque el problema
no ha sido discutido a fondo todavía, creemos que es sumamente digno de
consideración. Este autor, estudiando las iglesias rupestres españolas se ha
encontrado con un florecimiento del monacato y una tipología arqueológica muy
semejante a la que se encuentra en el oriente, y en concreto en Capadocia. Es
difícil ver en la raíz de tal florecimiento una radical oposición por parte de
la jerarquía, sobre todo teniendo en cuenta que el canon XXVII del Concilio de
Elvira que acabamos de citar nos deja ver una realidad de visión sacral que parece pedir una visión «monacal» de la vida y
teniendo en cuenta que las primitivas Iglesias españolas son en buena parte
monasterios de hombres y mujeres que viven geográficamente juntos, si bien sus
moradas son diversas y las Iglesias están divididas en dos, sin duda para ser
utilizadas, una, por la comunidad de hombres, y otra, por la de mujeres .
La
formulación del canon VI del Concilio de Zaragoza del año 380, dice así: «ítem legit: Si quis de clericis propter luxum vanitatemque praesumptan de officio sponte disceserit, ac se velut observationem legis in monaco videre voluerit esse quam clericum, ita de ecclesia repellendum erit nisi rogando atque observando plurimis temporibus satisfécerit, non recipiatur. Ab universis episcopis dictum est: Ita fiat».
Es difícil
saber qué significa la palabra «luxum», pero el
título del canon debió entenderla en el sentido de vivir con mayores medios de
vida, ya que tal título reza así: Ut clericus qui propter licentiam monachus vult esse excomunicetur.
Ese propter licentiam parece querer indicar una vida más decorosa.
Iñiguez Almech ha entendido el canon como un intento de la
jerarquía para retener la corriente que arrastraba a muchos sacerdotes a
hacerse monjes dejando abandonada su tarea pastoral y es probable que tenga
razón, y que al final del siglo IV el monacato fuera una realidad con
suficiente fuerza como para plantear un problema a la estructuración y
equilibrio de las fuerzas vivas en la Iglesia.
Pero a
fines del siglo IV la sociología de las fuerzas en la Iglesia es absolutamente
distinta. Han cambiado muchas cosas y muy en particular han ocurrido el edicto
de Milán, y luego toda la controversia arriana con sus implicaciones políticas
y sociales en la vida de la Iglesia. Ha sido probablemente debido a ambas
razones como el movimiento monacal ha tomado gran vigor en la Iglesia. Antes de
tales acontecimientos no nos consta que tal movimiento se hubiera producido y
las fuerzas sociológicas que estamos considerando más bien parecen excluirlo.
Las personas consagradas a Dios de las que se habla en el sínodo de Elvira
responden a otro contexto sociológico: viven en la vida urbana y responden a
exigencias evangélicas perfectamente compaginables con una vida en la comunidad
cristiana global. Más aún son precisamente una parte muy importante de tal
comunidad.
Quizá no
fuera impropio decir que durante los primeros siglos toda la Iglesia intentó
vivir en un estado de cerrazón comunitaria que la hacía semejante a un cenobio.
Las fuerzas que impulsan ahora a abrirse a la convivencia del mundo, quizá
lleguen a crear la segregación de los consagrados en un tipo de vida distinto y
monacal, pero esto será posterior. Antes es precisa la victoria del grupo
cristiano. Sólo en este sentido germinal creemos que se pueda hablar de un
monacato preconstantiniano. En España, como en todo
el resto de la geografía del Imperio no hay monjes antes de la paz de la
Iglesia, pero sí existen los presupuestos para que, sin mucho influjo externo,
surjan reglas que configuren la nueva sociología.
4.4.4. El
pueblo
Frente a
una sociedad como es la del Imperio Romano, sobre todo en sus últimas fases
históricas, en la que la riqueza se concentra cada vez más en manos de cada vez
menos, quedando relegada la inmensa mayoría de la población a la miseria más
negra, y constituyéndose así la minoría privilegiada en punto menos que
omnipotente dueña y señora de vidas y haciendas, la Iglesia presenta su propio
orden basado en una jerarquía que se autoexige sin
medida. Unos dirigentes que fomentan la conciencia de la dignidad del pueblo,
que le sirven sin pedir nada a cambio y que realizan en algún modo un ideal de
unidad que está en las mentes de todos es algo que no podía menos de ser bien
recibido.
Pero
además toda la dinámica del grupo estaba orientada en función del servicio al
grupo, que a su vez vivía en comunión de exigencia con su jerarquía. Y las
necesidades más urgentes y graves son atendidas sin dilación y con eficiencia.
El grupo
cristiano no se presenta como revolucionario. Para dialogar con el mundo
circundante no podía serlo y por la misma razón no repara en admitir sus
estructuras. Así ocurre con la esclavitud. El Cristianismo primitivo no la
había abolido. Cierto que entre sus filas no se diferenciaban en nada el trato
dispensado a esclavos y señores, y que San Pablo había dicho que no importaba
ser esclavo o libre, pero la institución no fue condenada en mayor medida que
lo fue toda la estructura mundana.
Al pasar
el tiempo y comenzar el enfrentamiento con los problemas reales, el
Cristianismo se mantiene en la misma tónica. En el Concilio de Elvira hay pocos
cánones, pero bastan para captar la postura. El canon V condena a los amos que
maltratan a los esclavos. Es cierto que se trata en concreto de un caso extremo
y especial, pero no es menos cierto que la legislación para un caso así deja
ver toda una postura y, sin duda, abarca en su óptica a una serie de casos
menos graves pero enfocados y resueltos con los mismos principios.
Más
importante es el canon que habla de la usura. El mal del dinero que producía sin
trabajarlo era un cáncer en el mundo antiguo. Los pobres, aun trabajando al
máximo, difícilmente podrían devolver nunca el dinero y pagar sus intereses. La
postura de la Iglesia en este punto tuvo qué contribuir absolutamente en favor
de su popularidad. El Concilio de Elvira no regula la vida positiva de la
comunidad en el orden económico, pero todas las indicaciones que da respecto a
la vida del clero y este canon contra la usura, que es condenada tanto en el
clérigo como en el seglar, son una buena prueba de la absoluta diferencia
frente a la sociedad pagana, en la que el capitalismo y la opresión más feroz
eran la ley de la competitividad, con el agravante de que el poder político
estaba sin excepción en manos de los ricos.
Es claro
que el Concilio de Elvira ni el Cristianismo en general era, en esos años,
capaz de resolver situaciones a nivel legal. Ni podía eliminar la esclavitud,
aunque se lo hubiese propuesto ni implantar otro sistema económico que el
vigente, por lo que los dos campos aludidos más que como triunfos de la
sociología cristiana hay que verlos como banderas de esperanza y como
soluciones parciales a nivel de vida interna del grupo. Y por igual razón todo
lo que hasta este momento el Cristianismo puede ofrecer a sus adeptos es más
constitutivo de una antropología que realidades palpables rentables en una
economía contabilizable.
Pero
siendo eso así, ya se ve la importancia de las aportaciones del Cristianismo a
la conciencia y a la moral del grupo. Y la necesaria atención que hemos de prestar
a tales dimensiones.
Así, en
primer lugar, hay que notar que la moral cristiana es una moral de matices.
Quien pretenda juzgar el Concilio de Elvira por los llamados «cánones
novacianos» ni ha entendido estos cánones ni ha leído los cánones conciliares.
Es éste otro de los caballos de batalla en la interpretación del sínodo, pero
no podemos prescindir de revisar el problema precisamente en razón de la luz
que arroja a nuestro planteamiento.
Como
connotaciones de tipo general, advirtamos que hay una amplísima serie de
cánones que no llevan aneja penalización alguna, y toda otra serie igualmente
muy amplia cuyas penalizaciones varían en un año, dos, tres, cinco, siete, diez
años y una penitencia no definida. E igualmente digno de mención es el motivo
de la penitencia que se da expreso por lo menos en dos cánones; tanto tempore abstineat ut correptus esse videatur y placuit eum a communione abstineri, ut debeat emendari, textos éstos
de los que muy verosímilmente podemos deducir que la penitencia prescrita por
el concilio es un mero instrumento de la comunidad para garantizarse a sí misma
la sinceridad de las posturas ante Dios. De igual modo que la exclusión
absoluta de la comunidad no es más que el modo de garantizar una Iglesia que
sea realmente un «espacio» de gracia, sin prejuzgar en nada el mundo interior
del penitente ni sus relaciones personales con Dios.
Pero
concretando las tomas de posición del concilio, el cristiano se ve atendido en
sus problemas personales, sea cual sea la situación en que se encuentre. Si
está encaramado en la vida civil, la moral cristiana le prohíbe la idolatría,
pero no le obliga a posturas heroicas de ruptura; hay una exigencia de
apartamiento y de eliminación de prácticas paganas y de creación de ritos
nuevos, pero tal exigencia no ahoga. Y lo mismo ocurre si el que quiere aceptar
la fe está en las filas de la herejía y hemos de pensar que de otros grupos o
confesiones religiosas.
Si los
avatares de la vida ponen el creyente en la ocasión de trastornar su recto
vivir en las filas cristianas el sínodo ofrece una legislación muy matizada en
la que pretende, por un lado, salvaguardar las normas de la convivencia y las
instituciones pertinentes y, por otro, garantizar y garantizarse la sinceridad
del «pecador» en su oportuna conversión.
Así ocurre
en el tema sexual: es distinta la situación del joven soltero, la del esposo
adúltero que cae una vez y la del que convierte el adulterio en algo habitual;
es distinta la situación del catecúmeno y la del bautizado en relación con los
diversos casos que pueden presentarse respecto a las obligaciones
matrimoniales; tiene distinta gravedad la postura de los padres si dan sus
hijas en matrimonio a herejes o judíos o si las dan a sacerdotes de ídolos o
simplemente quebrantan los esponsales; es distinta la gravedad de la
fornicación en una virgen consagrada o en una doncella sin especiales compromisos
comunitarios o sacros; hay actos más o menos graves dentro de la misma materia,
como se especifica para los casos de delaciones y falsos testimonios y aun
dentro del mismo acto se distingue la intencionalidad que modifica al valor del
hecho independientemente de las consecuencias y hay actos que si no se compaginan
con la vida cristiana, su gravedad es mínima, y tras dejarlos, la admisión en
la comunidad se verifica sin dificultad mayor, como en el caso del juego.
Pero sobre
todo hemos de recalcar que el concilio con todas sus determinaciones tiende a
promover el fervor en la fe, demostrado en una vida de comunidad seria, que acredite
ante el mundo la fidelidad a Dios y sirva de estímulo y aliciente a los no
creyentes para que vengan al único redil y bajo el cayado de Cristo, único
pastor.
El grupo
cristiano, pues, se nos ofrece a la luz del sínodo, como viviendo su vida
aparte y con distintas categorías y escalas de valores que los que regían en la
sociedad civil. Más aún, con espíritu de conquista y de exclusión respecto a
los valores de esa sociedad civil que no podía menos de encender el conflicto,
ya que si el Cristianismo no era tolerante, en igual medida o mayor era intolerante
la religión y mentalidad pagana. Los tiempos de la convivencia y de la
reducción de la religión a dimensiones únicamente personales, o habían pasado,
o no habían llegado. El siglo iii era tiempo de crisis, y la crisis se manifestó
en violenta persecución.
5. El
conflicto
Parece
claro que en España se dieron algunos conflictos entre ciudadanos cristianos y
paganos, al margen de las persecuciones. Los casos de las pasiones de las
santas Justa y Rufina y el canon LX del Concilio de Elvira son buena prueba de
ello. Pero es claro que estas contraposiciones indígenas no hubieran sido
objeto de mucha literatura si no hubiera sido por las persecuciones de
cristianos decretadas por los emperadores, muy concretamente por Decio, Valeriano y Diocleciano.
El
problema, pues, de las persecuciones ha de ser planteado a nivel global de la
situación del Cristianismo en el Imperio Romano y de las estructuras mismas del
Imperio.
Y no es
fácil ni de plantear ni mucho menos de solucionar. ¿Por qué fueron perseguidos
los cristianos?
P. B. Gams dedicó un capítulo de su Historia de la Iglesia de
España a recensionar una serie de trabajos de mitad del siglo pasado que de
algún modo se había ocupado del tema. Los autores que estudia son estudiosos de
primera magnitud y de sus obras la impresión que se saca es que el problema no
tiene solución a nivel documentarlo.
En los
últimos años se ha vuelto a replantear el problema por enésima vez y la solución
sigue estando poco clara.
En las
fuentes, como nota M. de Ste. Croix, la razón que aparece es la negativa de los
cristianos a adorar a los dioses paganos. Pero el problema estriba en juzgar
por qué se puso a los cristianos en tal disyuntiva bajo pena de la vida, y esto
con carácter general en todo el Imperio y por decreto positivo gubernamental.
Y, sobre todo, hay que dar razón de por qué en la segunda mitad del siglo III y
primeros años del siglo IV la persecución revistió caracteres distintos en
cuanto a violencia y ensañamiento que lo que había ocurrido en los dos siglos
anteriores. Esto no lo explica M. de Ste. Croix, o por lo menos no lo
explícita.
Las
fuentes de la Historia de la Iglesia en España no ofrecen documento alguno para
plantear el problema de que hablamos hasta la época de Decio.
Y aun en esta época, como hemos visto, no aportan nada propio. La situación en
España es parecida a la del Occidente y nuestra interpretación de toda ella ha
quedado expuesta arriba.
Pero quizá
no hay, en la Historia de la Iglesia un documento más interesante para
replantear el problema de las persecuciones que el Concilio de Elvira, en razón
de la abundancia y pormenores de sus cánones.
Las actas
de los mártires siempre apoyan la condena en la negativa cristiana a adorar las
divinidades paganas. ¿Qué crimen era éste? No basta con acudir a la mentalidad
pagana y antigua para creer explicadas todas las cosas. Ningún pueblo ha sido
cruel por naturaleza ni por educación, y en el siglo IV los cristianos eran
suficientemente conocidos en la opinión pública para que se viera la crueldad
que suponía una persecución generalizada. Tiene que haber razones que hagan más
clara la persecución.
Según nos
permiten ver los cánones del sínodo iliberitano, la negativa de los cristianos
a adorar a los dioses del Imperio iba acompañada de una serie de realizaciones
en la vida práctica que efectivamente ponían al Cristianismo en conflicto total
y absoluto con la vida cívica. De implantarse el Cristianismo como religión
oficial del Imperio o como religión mayoritaria se habría acabado la vida
cívica tal como la entendía el ciudadano romano: los cristianos no podían ser
aurigas ni cómicos, como hemos visto, y mucho menos aún permitir juegos
sangrientos. Era evidente que la faz de las ciudades habría de cambiar en la
hipótesis de una «cristianización» del Imperio.
A mayor
abundamiento habrían de cambiar los ritos de la vida oficial. El Cristianismo
no pretende destruir tales ritos, según hemos visto, pero los excluye y, en el
supuesto de un incremento de las filas cristianas, inevitablemente habrían de
ser liquidados. Y ya se sabe del miedo instintivo de todas las sociedades al
vacío institucional.
El
Cristianismo, según el Concilio de Elvira, no aceptaba el orden económico
vigente. Prohibiendo el préstamo a interés, aun con las medidas restrictivas
que tal prohibición se pueda entender, sembraba el desconcierto entre los que
no participaban de su mística fraternal. Y ya se sabe del interés puesto por
los «possessores» en defensa de sus pretendidos
derechos.
Añadamos
el problema de la libertad en sus múltiples aspectos. El mundo antiguo era
amigo de vistosidad y el Cristianismo proclamaba y exigía la austeridad, que
sin duda restringiría mucho, al menos potencialmente, las fiestas y desfiles
populares (cf, canon LVII); el sexo en la religión
cristiana se sublimaba, pero por lo mismo se eliminaba de la pública
circulación, cosa que no creemos que fuera del agrado de las masas que amaban
del teatro obsceno y de frecuentar las cortesanas; de igual modo el mundo
antiguo era amigo de novedades incluso en cuestión religiosa: todos los dioses
podían echar una mano en caso de necesidad, y frente a tal postura el
Cristianismo exigía de los señores que recortasen la afición de los siervos
hacia los ídolos (canon XLI) y lo mismo hemos constatado respecto a la exclusión
de los grupos rivales en la vida religiosa, como es el caso del grupo judío.
En una
palabra, el grupo cristiano, en la dialéctica de fuerzas, en que había llegado
a situarse y tras de la modificación experimentada para constituirse en grupo
social expansivo, era incompatible con la vida del Imperio, tal como
históricamente se realizaba. Era incompatible con un Imperio compuesto
fundamentalmente de «ciudades» y con ciudadanos dotados de mentalidad «urbana».
Estamos tratando de un Imperio Romano tal como históricamente se realizó y de
un Cristianismo tal como históricamente se fue configurando al expansionarse.
Los
filósofos paganos posiblemente influyeron en el desatarse de la furia persecutoria,
pero si adujeron razones «filosóficas» y sus razones fueron oídas, hay que leer
u oír tales razones atendiendo a todo el trasfondo sobre el que se formulan y
sólo en tal contexto adquieren el sentido y el relieve que las hizo eficaces. Y
del mismo modo la negativa del fiel cristiano a adorar los dioses de Roma era
algo más que cuestión «religiosa»: era combate a vida o muerte con la
realización concreta de la vida romana y tales posturas en la época en que se
dan, los contemporáneos las captan antes de confesarlas explícitamente los que
las profieren e incluso aun sin que sean del todo conscientes o proferidas por
los que las viven.
6. LA
SOCIOLOGÍA DEL PRIMITIVO CRISTIANISMO ESPAÑOL
Hubo tula
época en la que estuvo de moda la historia biológica y los historiadores que
dedicaron su atención a los documentos que acabamos de considerar recalcaron
las «peculiaridades» de la Iglesia española. Desde Gams hasta García Villada y aun más tarde no hay obra que omita una alusión al modo
de ser español. Era la época del folklore.
El mejor
conocimiento de la problemática socio-religiosa del Imperio Romano y el avance
de las exigencias epistemológicas de la sociología ha hecho ir las
investigaciones por otros caminos durante los últimos cincuenta años. Así los
dos trabajos citados de Dólger han insertado otros
tantos cánones del sínodo de Elvira dentro de una discusión fecunda que los
hace mucho más importantes, aunque mucho menos «peculiares».
Es
precisamente en esta problemática en la que creemos que hay que estudiar el
contenido del concilio y es a esta forma de ver las cosas a la que creemos que
aporta luz muy valiosa. Para ella queremos destacar algunos rasgos del
Cristianismo que se refleja en el concilio.
En primer
lugar es un Cristianismo urbano, en el sentido de que las comunidades se hallan
realizadas en ciudades, siguiendo las calzadas romanas y, por decirlo de una
vez surgido y crecido al calor de las instituciones romanizadoras..
Es un
Cristianismo jerárquico y legalista. No hace falta que nos detengamos en
ponderarlo después de todo cuanto hemos dicho más arriba.
Pero a la
vez es fervoroso como lo acredita la exigencia de los cánones y el rigor de su
penitencia. Y es eficaz socialmente como también hemos visto.
Y,
finalmente, nos permite incluso entender el problema de las persecuciones por
su forma de definir el Cristianismo.
Creemos que
este conjunto de matizaciones son elementos a integrar en análisis tan precisos
como los de Frend y que una vez integrados
modificarían esencialmente sus conclusiones. El problema del Cristianismo en
esta época no es la contraposición de mentalidad rural-mentalidad cultivada
urbana. Ni es tampoco problema de grupos carismáticos-Iglesia jerárquica. Es
problema de autodefinición en una dinámica evolutiva concreta, en la que, a
falta de una fuerza central unificadora, los diversos grupos presentan asincronías en su evolución, muy frecuentemente en relación
con las personalidades que formulan la teología al adaptarla al caso concreto y
a las exigencias de las circunstancias, pero unos y otros grupos van cediendo a
la misma presión para organizarse, en el caso de sobrevivir, de una manera no
muy diferente.
La misma
constatación hemos podido hacer en otro lugar al estudiar la figura y posición
ideológica y social de San Juan Crisóstomo (165) y allí además, estudiamos un
tema que el Concilio de Elvira, precisamente por su carácter conciso y legal no
nos permite estudiar: el tema de la reducción de la teología a la intrasigencia de la letra (166). Afirmábamos allí, y
creemos que de manera irrebatible, que todo ese proceso, que caracterizábamos
con el nombre de «judaización» tiene que ver con el problema de la cultura del
Bajo Imperio y con la mística del momento. Si a esto se le quiere llamar
ruralización es cuestión de nombres, pero hay que hacer mucha violencia al
vocabulario para incluir a un Juan Crisóstomo dentro de la cultura rural, como
habría que hacerla para incluir a Osio, alma del
Concilio del Elvira (167).
Así el
primitivo Cristianismo español entra de lleno en la profundización de los
problemas del mundo antiguo y España no se nos presenta más que como un
episodio más, brillante e importante, dentro de una vida que trasciende toda la
sociedad y toda la historia de la época. Esta es su pobreza y esta es su
grandeza.
PARTE
SEGUNDA
LEYENDAS
DEL CRISTIANISMO ESPAÑOL PRIMITIVO
Con la
metamorfosis de la cultura antigua que da lugar a la Edad Media acaece también
en el orden religioso una transformación cuyas características sería prolijo
enumerar, pero que podríamos calificar de «cosmicización»
de la religión. El culto a las reliquias, el acercamiento a la magia, la
vinculación a los lugares de culto cómo sagrados serían algunos de los rasgos
más llamativos de la nueva situación. Se une la rudeza de los tiempos que por
su falta de cultura no son exigentes en cuestiones críticas y aceptan con suma
facilidad como verdaderas aquellas cosas o verdades que les son útiles.
El proceso
de transformación y de aceptación es lento e inconsciente. La selección y
elaboración de noticias funciona por mecanismos mentales y sociales que son conocidos.
Al final, y como resultados tenemos las leyendas, la «mitología». La valoración
de las mismas depende de la proporción entre elemento tradicional elaborado y
añadiduras de la imaginación popular.
Tres de
estas leyendas vamos a recordar aquí: la de los varones apostólicos, el «ciclo»
de Santiago y la leyenda de la Virgen del Pilar.
1. LOS
VARONES APOSTÓLICOS
Las
pasiones de San Torcuato y compañeros, contenidas en manuscritos del siglo X,
pero cuyo original probablemente se remonta al siglo VIII, el himno «Urbis romulae iam toga candida», probablemente del mismo autor de la
pasión, el Martirologio Lionas, el Oracional de Silos y la misa del
Sacramentarlo de Toledo son los documentos más antiguos que nos refieren la
leyenda: siete varones, son consagrados en Roma por los Apóstoles y enviados a
España a la que llegan por el Sur probablemente, ya que desde Guadix
evangelizan una limitada zona de las provincias actuales de Granada y Almería.
Su actividad evangelizadora es sumamente extraña a la luz de los criterios que
regían al Cristianismo en el siglo IU: dejan sumergir en el río a una turba de
gentiles, exigen aun antes de la conversión a la «senatrix Luparia» que construya una basílica y baptisterio dedicado
a San Juan Bautista, etc.
El
elemento de comprobación del contenido de esta tradición nos lo ofrecen por una
parte el episcopologio de Ilíberis, transmitido por
el Códice Emilianense en el que aparece Cecilio como
primer obispo de la ciudad y el culto tributado a Eufrasio en Iliturgi a comienzos del siglo VII.
La leyenda
parece excluir el probable viaje de San Pablo a España y tiene todo el aspecto
de haber surgido por la pretensión de vincular alguna sede concreta con Roma en
época posterior a Inocencio I, pero la posibilidad y aun probabilidad de un elemento
inicial histórico ninguno de los comentaristas se atreve a negarla. Más aún,
todos respetan la tradición que entre sus múltiples inverosimilitudes, tal como
hoy se nos presenta redactada, encierra llamativos detalles de probable autenticidad,
como es el hecho de que no se presente a ninguno de estos siete varones como
mártires, se haya mantenido su memoria como confesores, a pesar de que no se
tributaba culto a los mismos en los primeros siglos.
Por todo
ello el problema sigue abierto a la investigación, si bien su importancia
parece ser mayor para el estudio de los problemas de hagiografía del alto
Medioevo que para la elucidación de los orígenes del Cristianismo en España
(168).
II. EL
«CICLO» DEL APÓSTOL SANTIAGO EL MAYOR (169)
Comprende
dos partes fundamentales: la sepultura del apóstol Santiago en Galicia y la
predicación del mismo en España durante su vida mortal. Son tradiciones
distintas que no se funden hasta la mitad del siglo XI.
2. EL
CULTO SEPULCRAL AL APÓSTOL EN COMPOSTELA
Los
primeros documentos que lo acreditan son del siglo VII. La obra De ortu et obitu patrum atribuida a San
Isidoro, que sin duda se inspiró en los Catálogos apostólicos y la noticia que
recoge San Aldhelmo, abad de Malmesbury en su poema De aris beatae Mariae et duodecim Apostolorum dedicatis. Con anterioridad a estos documentos reina un
silencio absoluto, que fue puesto muy de relieve por Duchesne.
Esta parte
de la leyenda parece haber perdido beligerancia entre los investigadores que no
ven la forma de salvar el más pequeño elemento de objetividad histórica en el
origen de la tradición y, o bien dan razones que justifiquen ésta, a parte del
hecho histórico a que se refiere, o, más modestamente, se limitan a poner el
acento en otros aspectos o dimensiones de los orígenes del Cristianismo español.
2. EL
CULTO SEPULCRAL AL APÓSTOL EN COMPOSTELA (171)
Surgió en
el siglo IX como consecuencia del descubrimiento en tiempos del obispo
Teodomiro y del rey Mauregato de un sepulcro que fue
identificado como de Santiago el Mayor y dos de sus discípulos.
En la
historia de la investigación, a la vez que ha decaído el interés por defender
la predicación del Apóstol vivo en España, ha surgido el problema
de explicar positivamente el hecho de su culto sepulcral en
Compostela. Y las explicaciones surgidas han tomado dos caminos
fundamentalmente; o bien suponen la no existencia del hecho de una traslación
del cuerpo del Apóstol y buscan una razón que explique el origen de la creencia,
o bien tratan de profundizar en aspectos no suficientemente estudiados del
problema que permitan replantearlo en su día, sin excluir la posibilidad de la
traslación del cuerpo ni si^ quiera su probabilidad.
3. EL
SENTIDO DEL CULTO AL APÓSTOL
Por el
interés y pasión que han suscitado, creemos que vale la pena de destacar aquí
una famosa polémica más relacionada con la historia de la España Medieval que
con el Cristianismo primitivo, pero centrada en el culto del apóstol Santiago:
es la sostenida por Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz entre los años
1940-1960, principalmente. Ambos recogen un dato admitido por todos los
estudiosos: el poderoso influjo ejercido por la figura del apóstol en la
configuración de la historia de la España moderna, pero ponen el acento en
dimensiones diversas del mismo, si bien, al parecer, no muy diferentes a juzgar
por los dimes y diretes de la polémica.
III. EL
TEMA DE LA VIRGEN DEL PILAR
Parece
claro que en Zaragoza hay un culto a la Virgen en un templo extramuros de la
ciudad, ya desde la alta Edad Media. Pero la relación de tal culto con los
primitivos tiempos del cristianismo hispano no aparece documentada hasta la Edad Moderna. Ante tal hecho, parece
que no vale la pena tratar del problema en este trabajo. Quede aludido.
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