cristoraul.org |
SALA DE LECTURA B.T.M. |
JUSTO
L. GONZÁLEZ
HISTORIA
DE LA REFORMA
1. ISABEL
LA CATÓLICA 2. MARTÍN LUTERO: CAMINO HACIA LA REFORMA 3. LA TEOLOGÍA DE MARTÍN
LUTERO 4. UNA DÉCADA DE INCERTIDUMBRE 5.
ULRICO ZWINGLIO Y LA REFORMA EN SUIZA 6. EL MOVIMIENTO ANABAPTISTA 7. JUAN
CALVINO 8. LA REFORMA EN LA GRAN BRETAÑA 9. EL CURSO POSTERIOR DEL LUTERANISMO
10. LA REFORMA EN LOS PAISES BAJOS 11 . EL PROTESTANTISMO EN FRANCIA 12. LA
REFORMA CATÓLICA 13. EL PROTESTANTISMO ESPAÑOL 14. UNA EDAD CONVULSA 15. ISABEL
LA CATÓLICA 16. UN NUEVO MUNDO
Capítulo
I .-ISABEL LA CATÓLICA
Primeramente
encomiendo mi espíritu en las manos de mi Señor Jesucristo, el cual de la nada
lo crió, y por su preciosísima sangre lo redimió.
Testamento
de Isabel la Católica
Aunque es
costumbre comenzar los libros acerca de la Reforma tratando acerca de Alemania
y la experiencia y teología de Lutero, el hecho es que el trasfondo político y
eclesiástico de la época puede entenderse mejor tomando otros puntos de
partida. El que aquí hemos escogido, que podrá parecerle extraño al lector,
tiene ciertas ventajas.
La
primera de ellas es que muestra la continuidad entre las ansias reformadoras
que hemos visto anteriormente, y los acontecimientos del siglo XVI. Lutero no
apareció en medio del vacío, sino que fue el resultado de los «sueños
frustrados» de generaciones anteriores. Y su protesta tomó la dirección que es
de todos sabida debido en parte a condiciones políticas que se relacionaban
estrechamente con la hegemonía española.
La
segunda ventaja de nuestro punto de partida es que nos ayuda a trazar el marco
político dentro del cual tuvieron lugar acontecimientos que frecuentemente se
describen en un plano puramente teológico. Catalina de Aragón, la primera
esposa a quien Enrique VIII de Inglaterra repudió, era hija de Isabel.
Carlos V,
el emperador a quien Lutero se enfrentó en Worms, era
nieto de la gran reina española, y por tanto sobrino de Catalina. Felipe II, el
hijo de Carlos V y bisnieto de Isabel, se casó con su prima segunda María
Tudor, reina de Inglaterra y nieta de Isabel.
Todo
esto, que presentado tan rápidamente puede parecer muy complicado, será
explicado más adelante en el curso de esta historia. Lo hacemos constar aquí
sencillamente para mostrar la importancia de Isabel y su descendencia en todo
el proceso político y religioso del siglo XVI.
Por
último, desde nuestra perspectiva hispánica, este punto de partida nos ayuda a
corregir varias falsas impresiones que podamos haber recibido de una historia
escrita principalmente desde una perspectiva alemana o anglosajona. Durante la
época de la Reforma, España era un centro de actividad intelectual y
reformadora. Si bien es cierto que la Inquisición fue frecuentemente una fuerza
opresora, no es menos cierto que en muchos otros países, tanto católicos como
protestantes, había otras fuerzas de la misma índole. Además, mucho antes de la
protesta de Lutero, las ansias reformadoras se habían posesionado de buena
parte de España, precisamente gracias a la obra de Isabel y sus colaboradores.
La Reforma católica, que muchas veces recibe el nombre de «Contrarreforma»,
resulta ser anterior a la protestante, si no nos olvidamos de lo que estaba
teniendo lugar en España en tiempos de Isabel, y a principios del reinado de
Carlos V.
Tampoco
debemos olvidar que esta «era de los reformadores» que ahora estudiamos fue la
misma «era de los conquistadores» a que dedicaremos la próxima sección. Para la
historia escrita desde una perspectiva alemana o anglosajona, la conquista de
América por los pueblos ibéricos tiene poca importancia, y aparece como un
apéndice a los acontecimientos supuestamente más importantes que estaban
teniendo lugar en Alemania, Suiza, Inglaterra y Escocia. Pero el hecho es que
esa conquista fue de tanta importancia para la historia del cristianismo como
lo fue la Reforma protestante. Y ambos acontecimientos tuvieron lugar al mismo
tiempo.
Para
subrayar esa concordancia cronológica entre la «era de los, reformadores» y la
«era de los conquistadores», hemos decidido comenzar ambas secciones con el
mismo personaje, frecuentemente olvidado en la historia eclesiástica, en quien
se encuentran tanto las raíces de la Reforma como las de la Conquista: Isabel
de Castilla, «la Católica». Esto a su vez quiere decir que al tratar de Isabel
en esta sección dirigiremos nuestra atención casi exclusivamente hacia su labor
reformadora, dejando para la próxima todo lo que se refiere a su marcha hacia
el trono, la conquista de Granada, el descubrimiento de América, y las primeras
medidas colonizadoras y evangelizadoras.
La
reforma del clero
Cuando
Isabel y Femando heredaron la corona de Castilla, a la muerte del medio hermano
de Isabel, Enrique IV, la iglesia española se hallaba en urgente necesidad de
reforma. Durante los años de incertidumbre política que precedieron a la muerte
de Enrique IV, el alto clero se había dedicado a las prácticas belicosas que,
según vimos, eran características de muchos de los prelados de fines de la Edad
Media.
En esto
España no difería del resto de Europa, pues sus obispos con frecuencia
resultaban ser más guerreros que pastores, y se involucraron de lleno en las
intrigas políticas de la época, no por el bien de sus rebaños, sino por sus
propios intereses políticos y económicos. Ejemplo de esto fue el arzobispo de
Toledo don Alonso Carrillo de Albornoz, quien, como veremos en la próxima
sección, fue uno de los principales arquitectos del alza política de Isabel y
de su matrimonio con Fernando.
El bajo
clero, aunque privado del poder y los lujos de los prelados, no estaba en
mejores condiciones de servir al pueblo. Los sacerdotes eran en su mayoría
ignorantes, incapaces de responder a las más sencillas preguntas religiosas por
parte de sus feligreses, y muchos de ellos no sabían más que decir de memoria
la misa, sin entender qué era lo que estaban diciendo. Además, puesto que el
alto clero cosechaba la mayor parte de los ingresos de la iglesia, los
sacerdotes se veían sumidos en una pobreza humillante, y frecuentemente
descuidaban sus labores pastorales.
En los
conventos y monasterios la situación no era mucho mejor. Aunque en algunos se
seguía tratando de cumplir la regla monástica, en otros se practicaba la vida
muelle. Había casas religiosas gobernadas, no según la regla, sino según los
deseos de los monjes y monjas de alta alcurnia. En muchos casos se descuidaba
la oración, que supuestamente era la ocupación principal de los religiosos.
A todo
esto se sumaba el poco caso que se le hacía al celibato. Los hijos bastardos de
los obispos se movían en medio de la nobleza, reclamando abiertamente la sangre
de que eran herederos. Hasta el dignísimo don Pedro González de Mendoza, quien
sucedió a don Alonso Carrillo como arzobispo de Toledo, tenía por lo menos dos
hijos bastardos, a quienes más tarde, sobre la base del arrepentimiento del
Arzobispo, Isabel declaró legítimos. Si tal era el caso entre el alto clero, la
situación no era mejor entre los curas párrocos, muchos de los cuales vivían
públicamente con sus concubinas e hijos. Y, puesto que tal concubinato no tenía
la permanencia del matrimonio, eran muchos los sacerdotes que tenían hijos de
varias mujeres.
Isabel y
Fernando habían ascendido juntamente al trono de Castilla, aunque, según las
estipulaciones que habían sido hechas antes de su matrimonio, Fernando no podía
intervenir en los asuntos internos de Castilla contra el deseo de la Reina,
quien era la heredera del trono. La actitud de los dos cónyuges hacia la vida
eclesiástica y religiosa era muy distinta. Fernando había tenido amplios
contactos con Italia, y la actitud renacentista de quienes veían en la iglesia
un instrumento para sus fines políticos se había adueñado de él. Isabel, por su
parte, era mujer devota, y seguía rigurosamente las horas de oración. Para
ella, las costumbres licenciosas y belicosas del clero eran un escándalo. A
Femando le preocupaba el excesivo poder de los obispos, convertidos en grandes
señores feudales. En consecuencia, cuando los intereses políticos de Fernando
coincidían con los propósitos reformadores de Isabel, la reforma marchó
adelante. Y cuando no coincidían, Isabel hizo valer su voluntad en Castilla, y
Fernando en Aragón.
A fin de
reformar el alto clero, los Reyes Católicos obtuvieron de Roma el derecho de
nombrarlo. Para Femando, se trataba de una medida necesaria desde el punto de
vista político, pues la corona no podía ser fuerte en tanto no contase con el
apoyo y la lealtad de los prelados. Isabel veía esta realidad, y concordaba con
Fernando, pues siempre fue mujer sagaz en asuntos de política. Pero además
estaba convencida de la necesidad de reformar la iglesia en sus dominios, y el
único modo de hacerlo era teniendo a su disposición el nombramiento de quienes
debían ocupar altos cargos eclesiásticos. Prueba de esta actitud divergente de
los soberanos es el hecho de que, mientras en Castilla Isabel se esforzaba por
encontrar personajes idóneos para ocupar las sedes vacantes, en Aragón Femando
hacía nombrar arzobispo de Zaragoza a su hijo bastardo don Fernando, quien
contaba seis años de edad.
De todos
los nombramientos que la Reina pudo hacer gracias a sus gestiones en Roma,
ninguno tuvo consecuencias tan notables como el de Francisco Jiménez de
Cisneros, a quien hizo arzobispo de Toledo. Cisneros era un fraile franciscano
en quien se combinaban la pobreza y austeridad franciscanas con el humanismo
erasmista. Antes de ser arzobispo, había dado amplias muestras tanto de su
temple como de su ambición. De joven había chocado con los intereses del
arzobispo Alonso Carrillo de Albornoz, y pasó diez años preso, sin ceder.
Después se dedicó a estudiar hebreo y caldeo, y fue visitador de la diócesis de
Sigüenza, cuyo obispo se ocupaba de su rebaño más de lo que se acostumbraba en
esa época. Decidió entonces retirarse a un monasterio franciscano, donde abandonó
su nombre anterior de Gonzalo y tomó el de Francisco, por el que lo conoce la
posteridad.
Cuando
don Pedro González de Mendoza sucedió al arzobispo Canillo, le recomendó a la
Reina que tomara por confesor al docto y devoto Fray Francisco. Este accedió a
condición de que se le permitiera continuar viviendo en un convento y guardar
estrictamente su voto de pobreza.
Pronto se
convirtió en uno de los consejeros de confianza de la Reina, y cuando quedó
vacante la sede de Toledo, por haber muerto el cardenal Mendoza, la Reina
decidió que Fray Francisco era la persona llamada a ocupar ese cargo. A ello se
oponían el Rey, que quería nombrar a su hijo don Fernando, y la familia del
fenecido arzobispo, que esperaba que se nombrara a uno de entre ellos. Empero
la Reina se mostró firme en su decisión y, sin dejárselo saber a Jiménez de
Cisneros, envió su nombre a Roma, donde obtuvo de Alejandro VI su nombramiento
como arzobispo de Toledo y primer prelado de la iglesia española. Resulta
irónico que fuese el papa Alejandro VI, de tristísima memoria y peor
reputación, quien dio las bulas del nombramiento de Cisneros, el gran
reformador de la iglesia española.
Cuando el
fraile recibió de manos de la Reina el nombramiento pontificio, se negó a
aceptarlo, y fue necesaria otra bula de Alejandro para obligarlo a ceder.
Isabel y
Fray Francisco colaboraron en la reforma de los conventos. La Reina se ocupaba
mayormente de las casas de religiosas, y el Arzobispo de los monjes y frailes.
Sus métodos eran distintos, pues mientras Cisneros hacía uso directo de su
autoridad, ordenando que se tomaran medidas reformadoras, la Reina utilizaba
procedimientos menos directos.
Cuando
decidía visitar un convento, llevaba consigo la rueca o alguna otra labor
manual, a la que se dedicaba en compañía de las monjas. Allí, en amena
conversación, se enteraba de lo que estaba sucediendo en la casa y, si
encontraba algo fuera de lugar, les dirigía a las monjas palabras de
exhortación. Insistía particularmente en que se guardase la más estricta
clausura. Por lo general, con esto bastaba. Pero cuando le llegaban noticias de
que algún convento no había mejorado su disciplina a pesar de sus
exhortaciones, acudía a su autoridad real, y en tales casos sus penas podían
ser severas.
Los
métodos de Cisneros pronto le crearon enemigos, y tanto el cabildo de Toledo
como algunos de entre los franciscanos enviaron protestas a Roma. En respuesta
a tales protestas, Alejandro VI ordenó que se detuvieran las medidas
reformadoras, hasta tanto pudiera investigarse el asunto. Pero una vez más la
Reina intervino, y obtuvo de Roma, no solo el permiso para continuar la labor
reformadora, sino también la autoridad necesaria para llevarla a cabo más
eficazmente.
Las
letras y la Políglota Complutense
La
erudición de Cisneros, y en particular su interés en las letras sagradas,
ocupaban un lugar importante en el proyecto reformador de Isabel. La Reina estaba
convencida de que tanto el país como la iglesia tenían necesidad de dirigentes
mejor adiestrados, y por tanto se dedicó a fomentar los estudios. Ella misma
era una persona erudita, conocedora del latín, y se rodeó de otras mujeres de
dotes semejantes. Aunque Fernando no era el personaje ignorante que se le ha
hecho a veces aparecer, no cabe duda de que su interés en las letras era mucho
menor. A Isabel España le debe el haber echado las bases del Siglo de Oro.
Cisneros
estaba de acuerdo con la Reina en la necesidad de reformar la iglesia, no
solamente mediante medidas administrativas, sino también con el cultivo de las
letras sagradas. En esta empresa, la imprenta era una gran aliada, y por tanto
Isabel, con la anuencia de Fernando, fomentó su desarrollo en España. Pronto
hubo imprentas en Barcelona, Zaragoza, Sevilla, Salamanca, Zamora, Toledo,
Burgos y varias otras ciudades. Pero las contribuciones más importantes de
Cisneros (con el apoyo de la Reina) a la reforma religiosa en España al estilo
humanista fueron la universidad de Alcalá y la Biblia Políglota Complutense.
La
universidad de Alcalá, comenzada a construir en 1498, no se terminó sino hasta
1508, después de la muerte de Isabel. Su nombre original era Colegio Mayor de
San Ildefonso. El propósito de Cisneros era que aquel centro docente se
volviera el núcleo de una gran reforma de la iglesia y de la vida civil
española. Y ese sueño se cumplió, pues entre quienes estudiaron en el famoso
plantel se cuentan Miguel de Cervantes, Ignacio de Loyola y Juan de Valdés.
Empero las obras de la universidad de Alcalá son importantes, no solo en sí
mismas, sino también como símbolo del interés de la Reina y de Cisneros en los
estudios superiores, pues Isabel protegió asimismo las universidades de
Salamanca, Sigüenza, Valladolid y otras.
Tampoco
la Políglota Complutense fue obra directa de Isabel, que murió antes de que se
completara, sino más bien de Cisneros, aunque indudablemente siguiendo la
inspiración reformadora de la gran reina. Recibe el nombre de «Complutense» por
haberse preparado en Alcalá, cuyo nombre latino es Complutum.
Durante más de diez años trabajaron los eruditos en la gran edición de la
Biblia. Tres conversos del judaísmo se ocuparon del texto hebreo. Un cretense y
dos helenistas españoles se responsabilizaron del griego. Y los mejores
latinistas de España se dedicaron a preparar el texto latino de la Vulgata.
Cuando por fin apareció la Biblia, contaba con seis volúmenes (los primeros
cuatro comprendían el Antiguo Testamento, el quinto el Nuevo, y el sexto una
gramática hebrea, caldea y griega). Aunque la obra se terminó de imprimir en
1517, no fue publicada oficialmente sino hasta 1520. Se cuenta que, al recibir
el último tomo, Cisneros se congratuló de haber dirigido «esta edición de la
Biblia que, en estos tiempos críticos, abre las sagradas fuentes de nuestra
religión, de las que surgirá una teología mucho más pura que cualquiera surgida
de fuentes menos directas». Nótese que en estas palabras hay una afirmación
clara de la superioridad de las Escrituras sobre la tradición, afirmación que
pronto se volvería una de las tesis principales de los reformadores
protestantes.
Medidas
represivas
Todo lo
que antecede puede dar la impresión de que el gobierno de los Reyes Católicos
fue tal que en él se permitió la libertad de opiniones y de culto. Pero lo
cierto es todo lo contrario. Las mismas personas que abogaban por el estudio de
la Biblia y de las letras clásicas estaban convencidas de la necesidad de que
no hubiese en España más que una religión, y que esa fe fuese perfectamente
ortodoxa. Tanto Isabel como Cisneros creían que la unidad del país y la
voluntad de Dios exigían que se arrancara todo vestigio de judaísmo,
mahometismo y herejía. Tal fue el propósito de la Inquisición española, que
data del año 1478.
Empero
antes de pasar a tratar acerca de esta forma particular de la Inquisición,
debemos recordarle al lector que esa institución tenía viejas raíces en la
tradición medieval. Ya en el siglo IV se había condenado a muerte al primer
hereje. Después la tarea inquisitorial quedó en manos de las autoridades
locales. En el siglo XIII, como parte de la labor centralizadora de Inocencio
III, se colocó bajo supervisión pontificia. Así se practicó en toda Europa por
varios siglos, aunque no siempre con el mismo rigor.
La
principal innovación de la Inquisición española estuvo en colocarla, no bajo la
supervisión papal, sino bajo la de la corona. En 1478, el papa Sixto IV accedió
a una petición en ese sentido por parte de los Reyes Católicos. Los motivos por
los cuales los soberanos hicieron tal petición no están del todo claros. Por
una parte, el papado pasaba por tiempos difíciles, y no cabe duda de que Isabel
estaba convencida de que la reforma y purificación de la iglesia española
tendrían que proceder de la corona, y no del papado. Por otra parte, la
sujeción de la Inquisición al poder real era un instrumento valioso en manos de
los monarcas, enfrascados en un gran proyecto de fortalecer ese poder.
En todo
caso, cuando llegó la bula papal, Isabel demoró algún tiempo en aplicarla.
Primero desató una vasta campaña de predicación contra la herejía, al parecer
con la esperanza de que muchos abandonaran sus errores voluntariamente. Cuando
por fin se comenzó a aplicar el decreto papal, primeramente solo en Sevilla,
hubo fuertes protestas que llegaron a Roma. En 1482, cuando las relaciones
entre el Papa y España eran tirantes debido a varios conflictos políticos en
Italia, Sixto IV canceló su bula anterior, aduciendo las quejas que le habían
llegado desde España. Pero al año siguiente, tras una serie de gestiones en la
que estuvo envuelto Rodrigo Borgia, el futuro Alejandro VI, la Inquisición
española fue restaurada. Fue entonces cuando se nombró Inquisidor General de la
Corona de Castilla al dominico Tomás de Torquemada, cuya intolerancia y
crueldad se han hecho famosas.
En
Aragón, el reino que le correspondía como herencia a Fernando, el curso de la
Inquisición fue paralelo al que siguió en Castilla. En los últimos años antes
del advenimiento de Fernando al trono, la actividad inquisitorial había sido
mayor en Aragón que en Castilla, y por tanto el país estaba más acostumbrado a
tales procesos. Pero allí también surgió oposición, particularmente por parte
de quienes creían que la inquisición real era una usurpación de la autoridad
eclesiástica. Al igual que en Castilla, hubo un breve período en que, por las
mismas razones políticas, el Papa le retiró a la corona el poder de dirigir la
Inquisición, que antes le había otorgado. Pero a la postre Roma accedió a las
peticiones españolas, y el Santo Oficio quedó bajo la dirección de la corona.
Pocos meses después de ser nombrado Inquisidor General de Castilla, Torquemada
recibió una autoridad semejante para el reino de Aragón.
Mucho se
ha discutido acerca de la Inquisición española. Por lo general, los autores
católicos conservadores tratan de probar que las injusticias cometidas no
fueron tan grandes como se ha dicho, y que el Santo Oficio era una institución
necesaria. Frente a ellos, los protestantes la han descrito como una tiranía
insoportable, y una fuerza oscurantista. La verdad es que ambas
interpretaciones son falsas. Los crímenes de la Inquisición no pueden cubrirse
diciendo sencillamente que no fueron tantos ni tan graves, o argumentando que
era una institución necesaria para la unidad religiosa del país. Pero tampoco
hay pruebas de que la Inquisición española, especialmente en sus primeras
décadas, fuese una institución impopular, ni que se complaciera en perseguir a
los estudiosos. Al contrario, hubo muchos casos en los que los letrados
emplearon los medios del Santo Oficio para hacer callar a los místicos y
visionarios que representaban a las clases más bajas de la sociedad (y en
particular a las mujeres que decían tener visiones). Aunque algunos sabios,
como Fray Luis de León, pasaron años en las cárceles inquisitoriales, la
mayoría de los letrados de la época veía en la Inquisición un instrumento para
la defensa de la verdad.
También
hay fuertes indicios de que, al menos al principio, la Inquisición fue una
institución que gozó del favor del pueblo. Las tensiones ende los «cristianos
viejos» y los conversos del judaísmo eran enormes. Aunque durante buena parte
de la Edad Media España había sido más tolerante hacia los judíos que el resto
de Europa, en la época que estamos estudiando, y ya desde un siglo antes, las
condiciones empezaron a cambiar. El creciente sentimiento nacionalista español,
unido como estaba a la fe católica y a la idea de la Reconquista, fomentaba la
intolerancia para con los judíos y los moros. A esa intolerancia se le daba un
barniz religioso que parecía justificarla. Ahora bien, cuando, ya fuese por
motivos de convicción, ya cediendo a la enorme presión que se les aplicaba, los
moros y los judíos se convertían, se perdía esa excusa religiosa para odiarlos.
Pero aparecía entonces otra nueva razón de la discriminación: se decía que los
conversos no lo eran de veras, que secretamente continuaban practicando ritos
de su vieja religión, y que se burlaban en privado de la fe cristiana.
Luego
muchos de los conversos, que pudieron haber creído que las aguas bautismales
los librarían del estigma que iba unido a su vieja religión, se vieron ahora
acusados de herejes, y sujetos por tanto a los rigores de la Inquisición, en
los que consentían los «cristianos viejos», que así podían sentirse superiores a
los conversos. Puesto que su propósito era extirpar la herejía, y para ser
hereje es necesario ser cristiano, la Inquisición no tenía jurisdicción sobre
judíos o musulmanes, sino solo sobre los conversos. Contra ellos se aplicó
enorme rigor. Mientras la Inquisición medieval había permitido que, en casos
excepcionales, no se divulgaran los nombres de los acusadores de un reo, en la
española esa regla de excepción se volvió práctica usual, pues se decía que el
poder de los conversos era tal que, si se sabía quién había acusado a uno de
entre ellos, los demás tomarían represalias, y por tanto se temía por la vida
de los testigos. El resultado fue privar al acusado de uno de los elementos más
necesarios para una defensa eficaz. Además se aplicaba la tortura con harta
frecuencia, y de ese modo se arrancaban tanto confesiones como nuevas
acusaciones contra otras personas. Frecuentemente los procesos tomaban largos
años, durante los cuales eran cada vez más los implicados. Y si, caso raro, el
acusado resultaba absuelto, había pasado buena parte de su vida encerrado en
las cárceles inquisitoriales, y no tenía modo alguno de establecer recurso
contra sus falsos acusadores, pues ni siquiera sabía quiénes eran. Por muchas
razones históricas que se den, no es posible justificar todo esto a base de la
fe cristiana.
También
se ha discutido muchísimo acerca de los motivos económicos envueltos en la
Inquisición española. En ella se aplicaban los principios medievales, según los
cuales los bienes de todo condenado a muerte eran confiscados. Al principio,
tanto esos bienes como las diversas multas que se imponían se dedicaban a obras
religiosas, por lo general en la parroquia del condenado. Pero esto a su vez se
prestaba a abusos, y los soberanos comenzaron a fiscalizar más de cerca a los
inquisidores, haciendo que los fondos recaudados fuesen a dar al tesoro real.
Hasta qué punto estas medidas se debieron a la codicia de los reyes, y hasta
qué punto fueron un intento sincero de evitar los abusos a que la Inquisición
se prestaba, no hay modo de saberlo. Pero en todo caso el hecho es que la
corona se benefició con los procesos inquisitoriales.
Otra
fuente de ingresos eran las «reconciliaciones» que se hacían mediante el pago
de una suma. La más notable fue la reconciliación general de los años 1495 al
1497, que se utilizó para cubrir las deudas de la guerra de Granada. En este
caso particular, no cabe duda de que la intención de los Reyes era tanto evitar
los sufrimientos que los juicios y castigos acarreaban para los conversos y sus
familias como resarcirse de los gastos de la guerra.
Cualesquiera
hayan sido los motivos de los monarcas, no puede dudarse que la Inquisición se
prestaba a los malos manejos y la codicia desmedida. Poco después de la muerte
de Isabel, el Santo Oficio había caído en descrédito por esas razones, y
Fernando tuvo que intervenir en el asunto, nombrando Inquisidor General a
Francisco Jiménez de Cisneros. Aunque el franciscano no fue tan terrible como
Torquemada, resulta notable que el inspirador de la Políglota Complutense y de
la universidad de Alcalá fuese también el Gran Inquisidor. En ello tenemos un
ejemplo de lo que sería la forma característica de la reforma católica,
particularmente en España, de combinar la erudición con la intolerancia.
Isabel no
era más tolerante que su confesor, como puede verse en la expulsión de los
judíos. Mientras la Inquisición se ocupaba de los conversos, los judíos que
permanecían firmes en la fe de sus antepasados no caían bajo su jurisdicción.
Pero se les acusaba de mantener contactos con los conversos, con lo cual, según
se decía, los incitaban a judaizar. Además, se comentaba que los judíos tenían
enormes riquezas, y que aspiraban a adueñarse del país. Todo esto no era más
que falsos rumores nacidos del prejuicio, la ignorancia y el temor. A mediados
de 1490 se produjo el incidente del «santo niño de la Guardia». Un grupo de
judíos y conversos fue acusado de matar a un niño en forma ritual, con el
propósito de utilizar su corazón, y una hostia consagrada, para maleficios
contra los cristianos. En el convento de Santo Domingo, en Ávila, Torquemada
dirigió la investigación. Los acusados fueron declarados culpables, y quemados
en noviembre de 1491 en las afueras de Ávila. Hasta el día de hoy los
historiadores no concuerdan acerca de si de veras hubo un niño sacrificado o
no. Pero de lo que no cabe duda es de que, si existió una conspiración, se
trataba de un pequeño grupo fanático, que no representaba en modo alguno a la
comunidad judía. En todo caso, el hecho es que la enemistad de los cristianos
contra los judíos se exacerbó. En varios lugares se produjeron motines y
matanzas de judíos. De acuerdo a sus obligaciones legales, los Reyes
defendieron a los judíos, aunque esa defensa no fue decidida, y los cristianos que
cometieron atropellos contra los hijos de Israel no fueron castigados. Lo que
sucedía era, en parte al menos, que la Reina estaba convencida de que era
necesario buscar la unidad política y religiosa de España. Esa unidad era una
exigencia política y religiosa; política, porque las circunstancias la exigían;
religiosa, porque tal era, según Isabel, la voluntad de Dios.
El golpe
decisivo contra los judíos llegó poco después de la conquista de Granada. Una
vez destruido el último baluarte musulmán en la Península, pareció aconsejable
ocuparse del «problema» de los judíos. Casi todos los documentos, tanto
cristianos como judíos, dan a entender que Isabel fue, más que Fernando, quien
concibió el proyecto de expulsión. El decreto, publicado el 3 1 de marzo de
1492, les daba a los judíos cuatro meses para abandonar todas las posesiones de
los Reyes, tanto en España como fuera de ella. Se les permitía vender sus
propiedades, pero les estaba prohibido sacar del país oro, plata, armas y
caballos. Luego, el único medio que los hijos de Israel tenían para salvar algo
de sus bienes eran las letras de cambio, disponibles principalmente a través de
banqueros italianos. Entre tales banqueros y los especuladores que se dedicaron
a aprovechar la coyuntura, los judíos fueron esquilmados, aunque los Reyes
trataron de evitar los abusos económicos.
Al
parecer, los Reyes esperaban que muchos judíos decidieran aceptar el bautismo
antes que abandonar el país que era su patria, y donde habían vivido por largas
generaciones. Con ese fin decretaron que quien aceptara el bautismo podría
permanecer en el país, y además enviaron predicadores que anunciaran, no solo
la verdad de la fe cristiana, sino también las ventajas del bautismo. Unas
pocas familias ricas se bautizaron, y de ese modo lograron conservar sus bienes
y su posición social. Esos pocos bautismos fueron hechos con gran solemnidad,
al parecer con la esperanza de inducir a otros judíos a seguir el mismo camino.
Pero la mayoría de ellos mostró una firmeza digna de los mejores episodios del
Antiguo Testamento. Mejor marchar al exilio que inclinarse ante el Dios de los
cristianos y abandonar la fe de sus antepasados.
Los
sufrimientos de aquel nuevo exilio del pueblo de Israel fueron indecibles.
Entre 50.000 y 200.000 judíos abandonaron su tierra natal y partieron hacia
futuros inciertos. Muchos fueron saqueados o asesinados por bandidos o por
quienes les ofrecieron transporte. De los que partieron hacia la costa norte de
África, la mayoría pereció. Un buen número se refugió en Portugal, en espera de
que las circunstancias cambiaran en España. Pero cuando el Rey de Portugal
quiso casarse con una de las hijas de Isabel, esta exigió que los judíos fueran
expulsados de ese reino, enviándolos así a un nuevo exilio.
La pérdida
que todo esto representó para España ha sido señalada repetidamente por los
historiadores. Entre los judíos se contaban algunos de los elementos más
productivos del país, cuya partida privó a la nación de su industria e ingenio.
Además, muchos de ellos eran banqueros que repetidamente habían servido a la
corona en momentos difíciles.
A partir
de entonces, el tesoro español tendría que recurrir a prestamistas italianos o
alemanes, en perjuicio económico de España.
La
situación de los moros era semejante a la de los judíos. Mientras quedaron
tierras musulmanas en la Península, la mayoría de los gobernantes cristianos
siguió la política de permitirles a sus súbditos musulmanes practicar
libremente su religión, pues de otro modo estarían incitándoles a la rebelión y
a la traición. Pero una vez conquistado el reino de Granada la situación
política cambió. Aunque en las Capitulaciones de Granada se estipulaba que los
musulmanes tendrían libertad para continuar practicando su religión, ley y
costumbres, ese tratado no fue respetado, pues no había un estado musulmán
capaz de obligar a los reyes cristianos a ello. Pronto el arzobispo Cisneros y
el resto del clero se dedicaron a tratar de forzar a los moros a convertirse.
El celo de Cisneros llevó a los musulmanes a la rebelión, que a la postre fue
ahogada en sangre. A fin de evitar otras rebeliones semejantes, los Reyes
ordenaron que también los moros de Castilla, como antes los judíos, tendrían
que escoger entre el bautismo y el exilio. Poco después, cuando se vio que
posiblemente el éxodo sería masivo, se les prohibió emigrar, con lo cual
quedaron abocados a recibir el bautismo. A estos moros bautizados se les dio el
nombre de «moriscos», y desde el punto de vista de la iglesia y del gobierno
españoles fueron siempre un problema, por su falta de asimilación. En 1516
Cisneros, a la sazón regente del reino, trató de obligarlos a abandonar su
traje y sus usos, aunque sin éxito.
Mientras
todo esto estaba teniendo lugar en Castilla, en Aragón eran todavía muchos los
moros que no habían recibido el bautismo. Aunque Carlos V había prometido
respetar sus costumbres, el papa Clemente Vil lo libró de su juramento y lo
instó a forzar a los moros de Aragón a bautizarse. A partir de entonces se
siguió una política cada vez más intolerante, primero hacia los musulmanes, y
después hacia los moriscos, hasta que los últimos moriscos fueron expulsados a
principios del siglo XVII.
Todo lo
que antecede ilustra la política religiosa de Isabel, que fue también la de
España por varios siglos. Al tiempo que se buscaba reformar la iglesia mediante
la regulación de la vida del clero y el fomento de los estudios teológicos, se
era extremadamente intolerante hacia todo lo que no se ajustara a la religión
del estado. Luego, Isabel fue la fundadora de la reforma católica, que se abrió
paso primero en España y después fuera de ella, y esa reforma llevó el sello de
la gran Reina de Castilla.
La
descendencia de Isabel
El nombre
de Isabel la Católica se mezcla con la historia toda de la Reforma del siglo
XVI, no solamente por ser ella la principal promotora de la reforma católica
española, sino también porque sus descendientes se vieron involucrados en muchos
de los acontecimientos que hemos de relatar.
Los hijos
de Fernando e Isabel fueron cinco. La hija mayor, Isabel, se casó primero con
el infante don Alfonso de Portugal y, al morir este, con Manuel I de Portugal.
De este segundo esposo tuvo un hijo, el príncipe don Miguel, cuyo nacimiento le
costó la vida, y quien no vivió largo tiempo.
Juan, el
presunto heredero de los tronos de Castilla y Aragón, murió poco después de
casarse, sin dejar descendencia. Su muerte fue un rudo golpe para Isabel, tanto
por el amor materno que sentía hacia el joven príncipe como por las
complicaciones que ese acontecimiento podría acarrear para la sucesión al
trono. Puesto que dos años después, en 1500, murió el infante don Miguel de
Portugal, quedó como heredera de los tronos de Castilla y Aragón la segunda
hija de los Reyes Católicos, Juana.
Juana se
casó con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I, pero pronto
empezó a dar señales de locura. Felipe había heredado de su madre los Países
Bajos, y a la muerte de Isabel la Católica reclamó para sí la corona de
Castilla, aunque Fernando su suegro se oponía a ello. Pero Felipe murió
inesperadamente en 1506, y a partir de entonces la locura de Juana resultó
innegable. Tras hacer embalsamar el cuerpo de su difunto esposo, y pasearse con
él por Castilla, se retiró a Tordesillas, donde continuó guardando el cadáver
hasta que murió en 1555.
Juana
había tenido de Felipe dos hijos y cuatro hijas. El hijo mayor, Carlos, fue su
sucesor al trono de Castilla, y después al de Aragón. Puesto que también fue
emperador de Alemania, se le conoce como Carlos V, aunque en España fue el
primer rey de ese nombre. El otro hijo, Fernando, sucedió a Carlos como
emperador cuando este abdicó. La hija mayor de Juana y Felipe, Eleonor, se casó
primero con Manuel I de Portugal (el mismo que antes se había casado con
Isabel, la tía de Eleonor), y después con Francisco I de Francia, quien jugará
un papel importante en varios capítulos de esta historia. Las demás se casaron
con los reyes de Dinamarca, Hungría y Portugal.
La
tercera hija de los Reyes Católicos, María, fue la segunda esposa de don Manuel
I de Portugal (después de su hermana Isabel, y antes de su sobrina Eleonor).
Por
último, la hija menor de Fernando e Isabel, Catalina de Aragón, marchó a
Inglaterra, donde contrajo matrimonio con el príncipe Arturo, heredero de la
corona. Al morir Arturo, se casó con el hermano de este, Enrique VIII. La
anulación de ese matrimonio fue la ocasión de la ruptura entre Inglaterra y
Roma, según veremos más adelante.
La hija
de Catalina y Enrique, y por tanto nieta de los Reyes Católicos, fue la reina
María Tudor, a quien se le ha dado el sobrenombre de «la Sanguinaria».
En
resumen, aunque la historia de los hijos de los Reyes Católicos es triste, las
próximas generaciones dejaron su huella, no solo en Europa, sino también en
América, hasta tal punto que es imposible narrar la historia del siglo XVI sin
referirse a ellas.
Capítulo
2 .- MARTÍN LUTERO: CAMINO HACIA LA REFORMA
Muchos
han creído que la fe cristiana es una cosa sencilla y fácil, y hasta han
llegado a contarla entre las virtudes. Esto es porque no la han experimentado
de veras, ni han probado la gran fuerza que hay en la fe.
Pocos
personajes en la historia del cristianismo han sido discutidos tanto o tan
acaloradamente como Martín Lutero. Para unos, Lutero es el ogro que destruyó la
unidad de la iglesia, la bestia salvaje que holló la viña del Señor, un monje
renegado que se dedicó a destruir las bases de la vida monástica. Para otros,
es el gran héroe que hizo que una vez más se predicara el evangelio puro, el
campeón de la fe bíblica, el reformador de una iglesia corrompida. En los
últimos años, debido en parte al nuevo espíritu de comprensión entre los
cristianos, los estudios de Lutero han sido mucho más equilibrados, y tanto
católicos como protestantes se han visto obligados a corregir opiniones
formadas, no por la investigación histórica, sino por el fragor de la polémica.
Hoy son pocos los que dudan de la sinceridad de Lutero, y hay muchos católicos
que afirman que la protesta del monje agustino estaba más que justificada, y
que en muchos puntos tenía razón. Al mismo tiempo, son pocos los historiadores
protestantes que siguen viendo en Lutero al héroe sobrehumano que reformó el
cristianismo por sí solo, y cuyos pecados y errores fueron de menor
importancia.
Al
estudiar su vida, y el ambiente en que esta se desarrolló, Lutero aparece como
un hombre a la vez tosco y erudito, parte de cuyo impacto se debió a que supo
dar a su erudición un giro y una aplicación populares. Era indudablemente
sincero hasta el apasionamiento, y frecuentemente vulgar en sus expresiones. Su
fe era profunda, y nada le importaba tanto como ella. Cuando se convencía de
que Dios quería que tomara cierto camino, lo seguía hasta sus consecuencias
últimas, y no como quien, puesta la mano sobre el arado, mira atrás. Su uso del
lenguaje, tanto latino como alemán, era magistral, aunque cuando un punto le
parecía ser de suma importancia lo hacía recalcar mediante la exageración.
Una vez
convencido de la verdad de su causa, estaba dispuesto a enfrentarse a los más
poderosos señores de su tiempo. Pero esa misma profundidad de convicción, ese
apasionamiento, esa tendencia hacia la exageración, lo llevaron a tomar
posturas que después él o sus seguidores tuvieron que deplorar. Por otra parte,
el impacto de Lutero se debió en buena medida a circunstancias que estaban
fuera del alcance de su mano, y de las cuales él mismo frecuentemente no se percataba.
La invención de la imprenta hizo que sus obras pudieran difundirse de un modo
que hubiera sido imposible unas pocas décadas antes.
El
creciente nacionalismo alemán, del que él mismo era hasta cierto punto
partícipe, le prestó un apoyo inesperado, pero valiosísimo. Los humanistas, que
soñaban con una reforma según la concebía Erasmo, aunque frecuentemente no
podían aceptar lo que les parecían ser las exageraciones y la tosquedad del
monje alemán, tampoco estaban dispuestos a que se le aplastara sin ser
escuchado, como había sucedido el siglo anterior con Juan Huss.
Las circunstancias políticas al comienzo de la Reforma fueron uno de los
factores que impidieron que Lutero fuera condenado inmediatamente, y cuando por
fin las autoridades eclesiásticas y políticas se vieron libres para actuar, era
demasiado tarde para acallar la protesta.
Al
estudiar la vida y obra de Lutero, una cosa resulta clara, y es que la tan
ansiada reforma se produjo, no porque Lutero u otra persona alguna se lo
propusiera, sino porque llegó en el momento oportuno, y porque en ese momento
el Reformador, y muchos otros junto a él, estuvieron dispuestos a cumplir su
responsabilidad histórica.
La
peregrinación espiritual
Lutero
nació en 1483, en Eisleben, Alemania, donde su padre, de origen campesino,
trabajaba en las minas. Siete años antes Isabel había heredado el trono de
Castilla. Aunque esto no se relaciona directamente con la juventud de Lutero,
pues Castilla era entonces solamente un pequeño reino a centenares de
kilómetros de distancia, lo mencionamos para que el lector vea que, antes del
nacimiento de Lutero, se habían empezado a tomar en España las medidas
reformadoras que hemos mencionado en el capítulo anterior.
La niñez
del pequeño Martín no fue feliz. Sus padres eran en extremo severos con él, y
muchos años más tarde él mismo contaba con amargura algunos de los castigos que
le habían sido impuestos. Durante toda su vida fue presa de períodos de
depresión y angustia profundas, y hay quien piensa que esto se debió en buena
medida a la austeridad excesiva de sus años mozos. En la escuela sus primeras
experiencias no fueron mejores, pues después se quejaba de cómo lo habían
golpeado por no saber sus lecciones. Aunque todo esto no ha de exagerarse, no
cabe duda de que dejó una huella permanente en el carácter del joven Martín.
En julio
de 1505, poco antes de cumplirlos veintidós años de edad, Lutero ingresó al
monasterio agustino de Erfurt. Las causas que lo llevaron a dar ese paso fueron
muchas. Dos semanas antes, cuando en medio de una tormenta eléctrica se había
sentido sobrecogido por el temor a la muerte y al infierno, le había prometido
a Santa Ana que se haría monje. Algún tiempo después, él mismo diría que los
rigores de su hogar lo llevaron al monasterio. Por otra parte, su padre había
decidido que su hijo sería abogado, y había hecho grandes esfuerzos por
procurarle una educación apropiada para esa carrera. Lutero no quería ser
abogado, y por tanto es muy posible que, aun sin saberlo, haya interpuesto la
vocación monástica entre sus propios deseos y los proyectos de su padre. Este
último se mostró profundamente airado al recibir noticias del ingreso de Martín
al monasterio, y tardó largo tiempo en perdonarlo. Pero la razón última que
llevó a Lutero a tomar el hábito, como en tantos otros casos, fue el interés en
su propia salvación. El tema de la salvación y la condenación llenaba todo el
ambiente de la época. La vida presente no parecía ser más que una preparación y
prueba para la venidera. Luego, resultaba necio dedicarse a ganar prestigio y
riquezas en el presente, mediante la abogacía, y descuidar el porvenir. Lutero
entró al monasterio como fiel hijo de la iglesia, con el propósito de utilizar
los medios de salvación que esa iglesia le ofrecía, y de los cuales el más
seguro le parecía ser la vida monástica.
El año de
noviciado parece haber transcurrido apaciblemente, pues Lutero hizo sus votos y
sus superiores lo escogieron para que fuera sacerdote. Según él mismo cuenta,
la ocasión de la celebración de su primera misa fue una experiencia
sobrecogedora, pues el terror de Dios se apoderó de él al pensar que estaba
ofreciendo nada menos que a Jesucristo. Repetidamente ese terror aplastante de
Dios hizo presa de él, pues no estaba seguro de que todo lo que estaba haciendo
en pro de su propia salvación fuese suficiente. Dios le parecía ser un juez
severo, como antes lo habían sido sus padres y sus maestros, que en el juicio
le pedirla cuenta de todas sus acciones, y lo hallaría falto. Era necesario
acudir a todos los recursos de la iglesia para estar a salvo.
Empero
esos recursos tampoco eran suficientes para un espíritu profundamente
religioso, sincero y apasionado como el de Lutero. Se suponía que las buenas
obras y la confesión fueran la respuesta a la necesidad que el joven monje
tenía de justificarse ante Dios. Pero ni lo uno ni lo otro bastaba. Lutero
tenía un sentimiento muy hondo de su propia pecaminosidad, y mientras más
trataba de sobreponerse a ella más se percataba de que el pecado era mucho más
poderoso que él.
Esto no
quiere decir que no fuese buen monje, o que llevara una vida licenciosa o
inmoral. Al contrario, Lutero se esforzó en ser un monje cabal. Repetidamente
castigaba su cuerpo, según lo enseñaban los grandes maestros del monaquismo. Y
acudía al confesionario con tanta frecuencia como le era posible. Pero todo
esto no bastaba. Si para que los pecados fueran perdonados era necesario
confesarlos, el gran temor de Lutero era olvidar algunos de sus pecados. Por
tanto, una y otra vez repasaba cada una de sus acciones y pensamientos, y
mientras más los repasaba más pecado encontraba en ellos. Hubo ocasiones en
que, al momento mismo de salir del confesionario, se percató de que había todavía
algún pecado que no había confesado. La situación era entonces desesperante. El
pecado era algo mucho más profundo que las meras acciones o pensamientos
conscientes.
Era todo
un estado de vida, y Lutero no encontraba modo alguno de confesarlo y de ser
perdonado mediante el sacramento de la penitencia.
Su
consejero espiritual le recomendó que leyera las obras de los místicos. Como
dijimos, hacia fines de la Edad Media hubo una fuerte ola de misticismo,
impulsada precisamente por el sentimiento que muchos tenían de que la iglesia,
debido a su corrupción, no era el mejor medio de acercarse a Dios. Lutero
siguió entonces este camino, aunque no porque dudara de la autoridad de la
iglesia, sino porque esa autoridad, a través de su confesor, se lo ordenó.
El
misticismo lo cautivó por algún tiempo, como antes lo había hecho la vida
monástica. Quizá allí encontraría el camino de salvación. Pero pronto este
camino resultó ser otro callejón sin salida. Los místicos decían que bastaba
con amar a Dios, puesto que todo lo demás era consecuencia de ese amor. Esto le
pareció a Lutero una palabra de liberación, pues no era entonces necesario
llevar la cuenta de todos sus pecados, como hasta entonces había tratado de
hacer. Empero no tardó en percatarse de que amar a Dios no era tan fácil. Si
Dios era como sus padres y sus maestros, que lo habían golpeado hasta sacarle
la sangre, ¿cómo podía él amarle? A la postre, Lutero llegó a confesar que no
amaba a Dios, sino que lo odiaba.
No había
salida posible. Para ser salvo era necesario confesar los pecados, y Lutero había
descubierto que, por mucho que se esforzara, su pecado iba mucho más allá que
su confesión. Si, como decían los místicos, bastaba con amar a Dios, esto no
era de gran ayuda, pues Lutero tenía que reconocer que le era imposible amar al
Dios justiciero que le pedía cuentas de todas sus acciones.
En esa
encrucijada, su confesor, que era también su superior, tomó una medida
sorprendente. Lo normal hubiera sido pensar que un sacerdote que estaba pasando
por la crisis por la que atravesaba Lutero no estaba listo para servir de
pastor o de maestro a otros. Pero eso fue precisamente lo que propuso su
confesor. Siglos antes, Jerónimo había encontrado un modo de escapar de sus
tentaciones en el estudio del hebreo. Aunque los problemas de Lutero eran
distintos de los de Jerónimo, quizá el estudio, la enseñanza y la labor
pastoral tendrían para él un resultado semejante. Por tanto, se le ordenó a
Lutero, quien no esperaba tal cosa, que se preparase para ir a dictar cursos
sobre las Escrituras en la universidad de Wittenberg.
Aunque
muchas veces se ha dicho entre protestantes que Lutero no conocía la Biblia, y
que fue en el momento de su conversión, o poco antes, cuando empezó a
estudiarla, esto no es cierto. Como monje, que tema que recitar las horas
canónicas de oración, Lutero se sabía el Salterio de memoria. Además, en 1512
obtuvo su doctorado en teología, y para ello tenía que haber estudiado las
Escrituras. Lo que sí es cierto es que cuando se vio obligado a preparar
conferencias sobre la Biblia, nuestro monje comenzó a ver en ella una posible
respuesta a sus angustias espirituales. A mediados de 1513 empezó a dar clases
sobre los Salmos. Debido a los años que había pasado recitando el Salterio,
siempre dentro del contexto del año litúrgico, que se centra en los principales
acontecimientos de la vida de Cristo, Lutero interpretaba los Salmos
cristológicamente. En ellos es Cristo quien habla. Y allí vio a Cristo pasando
por angustias semejantes a las que él pasaba. Esto fue el principio de su gran
descubrimiento. Pero si todo hubiera quedado en esto, Lutero habría llegado
sencillamente a la piedad popular tan común, que piensa que Dios el Padre exige
justicia, y es el Hijo quien nos perdona. Precisamente por sus propios estudios
teológicos, Lutero sabía que tal idea era falsa, y no estaba dispuesto a
aceptarla. Pero en todo caso, en las angustias de Jesucristo empezó a hallar
consuelo para las suyas.
El gran
descubrimiento vino probablemente en 1515, cuando Lutero empezó a dar
conferencias sobre la Epístola a los Romanos, pues él mismo dijo después que
fue en el primer capítulo de esa epístola donde encontró la respuesta a sus
dificultades. Esa respuesta no vino fácilmente. No fue sencillamente que un
buen día Lutero abriera la Biblia en el primer capítulo de Romanos, y
descubriera allí que «el justo por la fe vivirá». Según él mismo cuenta, el
gran descubrimiento fue precedido por una larga lucha y una amarga angustia,
pues Romanos 1.17 empieza diciendo que «en el evangelio la justicia de Dios se
revela». Según este texto, el evangelio es revelación de la justicia de Dios. Y
era precisamente la justicia de Dios lo que Lutero no podía tolerar. Si el
evangelio fuera el mensaje de que Dios no es justo, Lutero no habría tenido
problemas. Pero este texto relacionaba indisolublemente la justicia de Dios con
el evangelio. Según Lutero cuenta, él odiaba la frase «la justicia de Dios», y
estuvo meditando de día y de noche para comprender la relación entre las dos
partes del versículo que, tras afirmar que «en el evangelio la justicia de Dios
se revela», concluye diciendo que «el justo por la fe vivirá».
La
respuesta fue sorprendente. La «justicia de Dios» no se refiere aquí, como
piensa la teología tradicional, al hecho de que Dios castigue a los pecadores.
Se refiere más bien a que la «justicia» del justo no es obra suya, sino que es
don de Dios. La «justicia de Dios» es la que tiene quien vive por la fe, no
porque sea en sí mismo justo, o porque cumpla las exigencias de la justicia
divina, sino porque Dios le da este don. La «justificación por la fe» no quiere
decir que la fe sea una obra más sutil que las obras buenas, y que Dios nos
pague esa obra. Quiere decir más bien que tanto la fe como la justificación del
pecador son obra de Dios, don gratuito.
En
consecuencia, continúa comentando Lutero acerca de su descubrimiento, «sentí
que había nacido de nuevo y que las puertas del paraíso me habían sido
franqueadas. Las Escrituras todas cobraron un nuevo sentido. Y a partir de
entonces la frase «la justicia de Dios» no me llenó más de odio, sino que se me
tornó indeciblemente dulce en virtud de un gran amor».
Se
desata la tormenta
Aunque
los acontecimientos posteriores revelaron otra faceta de su carácter, durante
todo este tiempo Lutero parece haber sido un hombre relativamente reservado,
dedicado a sus estudios y a su lucha espiritual. Su gran descubrimiento, aunque
le trajo una nueva comprensión del evangelio, no lo llevó de inmediato a
protestar contra el modo en que la iglesia entendía la fe cristiana. Al
contrario, nuestro monje continuó dedicado a sus labores docentes y pastorales
y, si bien hay indicios de que enseñó su nueva teología, no pretendió
contraponerla a la que enseñaba la iglesia. Lo que es más, al parecer él mismo
no se había percatado todavía del grado en que su descubrimiento se oponía a
todo el sistema penitencial, y por tanto a la teología y las doctrinas comunes
en su época. Poco a poco, y todavía sin pretender ocasionar controversia
alguna, Lutero fue convenciendo a sus colegas en la universidad de Wittenberg.
Cuando por fin decidió que había llegado el momento de lanzar su gran reto,
compuso noventa y siete tesis, que debían servir de base para un debate
académico. En ellas, Lutero atacaba varios de los principios fundamentales de
la teología escolástica, y por tanto esperaba que la publicación de esas tesis,
y el debate consiguiente, serían una oportunidad de darle a conocer su
descubrimiento al resto de la iglesia. Pero, para su sorpresa, llegó la fecha
del debate, y solamente se le prestó atención en los círculos académicos de la
universidad. Al parecer, el descubrimiento de que el evangelio debía entenderse
de otro modo al que corrientemente se predicaba, que le parecía tan importante
a Lutero, tenía sin cuidado al resto del mundo.
Pero
entonces sucedió lo inesperado. Cuando Lutero produjo otras tesis, sin creer en
modo alguno que tendrían más impacto que las anteriores, se creó un revuelo tal
que a la larga toda Europa se vio envuelta en sus consecuencias. Lo que había
sucedido era que, al atacar la venta de las indulgencias, creyendo que no se
trataba más que de la consecuencia natural de lo que se había discutido en el
debate anterior, Lutero se había atrevido, aun sin saberlo, a oponerse al lucro
y los designios de varios personajes mucho más poderosos que él.
La venta
de indulgencias que Lutero atacó había sido autorizada por el papa León X, y en
ella estaban envueltos los intereses económicos y políticos de la poderosísima
casa de los Hohenzollern, que aspiraba a la hegemonía de Alemania. Uno de los
miembros de esa casa, Alberto de Brandeburgo, tenía ya dos sedes episcopales, y
deseaba ocupar también el arzobispado de Mainz, que era el más importante de
Alemania.
Para ello
se puso en contacto con León X, uno de los peores papas de aquella época de
papas indolentes, avariciosos y corrompidos. León le hizo saber que estaba
dispuesto a concederle a Alberto lo que pedía, a cambio de diez mil ducados.
Puesto que esta era una suma considerable, el Papa autorizó a Alberto a
proclamar una gran venta de indulgencias en sus territorios, a cambio de que la
mitad del producto fuese enviado al erario papal. Parte de lo que sucedía era
que León soñaba con terminar la Basílica de San Pedro, comenzada por su
predecesor Julio II, y cuyas obras marchaban lentamente por falta de fondos.
Luego, la gran basílica que hoy es orgullo de la iglesia romana fue una de las
causas indirectas de la Reforma protestante.
Quien se
encargó de la venta de indulgencias en Alemania central fue el dominico Juan Tetzel, hombre sin escrúpulos que a fin de promover su
mercancía hacía aseveraciones escandalosas. Así, por ejemplo, Tetzel y sus subalternos pretendían que la indulgencia que
vendían dejaba al pecador «más limpio que al salir del bautismo», o «más limpio
que Adán antes de caer», que «la cruz del vendedor de indulgencias tiene tanto
poder como la cruz de Cristo», y que, en el caso de quien compra una
indulgencia para un pariente difunto, «tan pronto como la moneda suena en el
cofre, el alma sale del purgatorio».
Tales
afirmaciones causaban repugnancia entre los mejor informados, quienes sabían
que la doctrina de la iglesia no era tal como la presentaban Tetzel y los suyos. Entre los humanistas, que se dolían de
la ignorancia y la superstición que parecían reinar por doquier, la predicación
de Tetzel era vista como un ejemplo más del triste
estado a que había llegado la iglesia. Y también se resentía el espíritu
nacionalista alemán, que veía en la venta de indulgencias un modo mediante el
cual Roma esquilmaba una vez más al pueblo alemán, aprovechando su credulidad,
para luego despilfarrar en lujos y festines los escasos recursos que los pobres
alemanes habían logrado producir con el sudor de su frente. Pero aunque muchos
abrigaban tales sentimientos, nadie protestaba, y la venta continuaba. Fue
entonces cuando Lutero clavó sus famosas noventa y cinco tesis en la puerta de
la iglesia del castillo de Wittenberg.
Esas
tesis, escritas en latín, no tenían el propósito de crear una conmoción
religiosa, como había sido el caso con las anteriores. Tras aquella
experiencia, Lutero parece haber pensado que la cuestión que se debatía era
principalmente del interés de los teólogos, y que por tanto sus nuevas tesis no
tendrían más impacto que el que pudieran producir en círculos académicos. Pero
al mismo tiempo estas noventa y cinco tesis, escritas acaloradamente con un
sentimiento de indignación profunda, eran mucho más devastadoras que las
anteriores, no porque se refirieran a tantos puntos importantes de teología,
sino porque ponían el dedo sobre la llaga del resentimiento alemán contra los
explotadores extranjeros. Además, al atacar concretamente la venta de
indulgencias, ponían en peligro los proyectos de los poderosos.
Aunque su
ataque era relativamente moderado, algunas de las tesis iban más allá de la
mera cuestión de la eficacia y límites de las indulgencias, y apuntaban hacia
la explotación de que el pueblo era objeto. Según Lutero, si es verdad que el
papa tiene poder para sacar las almas del purgatorio, ha de utilizar ese poder,
no por razones tan triviales como la necesidad de fondos para construir una
iglesia, sino sencillamente por amor, y ha de hacerlo gratuitamente (tesis 82).
Y lo cierto es que el Papa debería dar de su propio dinero a los pobres de
quienes los vendedores de indulgencias lo exprimen, aunque tuviera que vender
la Basílica de San Pedro (tesis 51).
Lutero
dio a conocer sus tesis la víspera de la fiesta de Todos los Santos, y su
impacto fue tal que frecuentemente se señala esa fecha, el 3 1 de octubre de
1517, como el comienzo de la Reforma protestante.
Los
impresores produjeron gran número de copias de las tesis y las distribuyeron
por toda Alemania, tanto en el original latino como en traducción alemana. El
propio Lutero le había mandado una copia a Alberto de Brandeburgo, acompañada
de una carta sumamente respetuosa. Alberto envió las tesis y la carta a Roma,
pidiéndole a León X que interviniera. El emperador Maximiliano se encolerizó
ante la actitud y las enseñanzas del monje impertinente, y le pidió también a
León que interviniera. En el entretanto, Lutero publicó una explicación de sus
noventa y cinco tesis en la que, además de aclarar lo que había querido decir
en esas brevísimas proposiciones, agudizaba su ataque contra la venta de indulgencias
y la teología que le servía de apoyo. La respuesta del Papa fue poner la
cuestión bajo la jurisdicción de los agustinos, a cuya próxima reunión
capitular, que tendría lugar en Heidelberg, Lutero fue convocado. Allá fue
nuestro monje, temiendo por su vida, pues se decía que sería condenado y
quemado. Pero, para gran sorpresa suya, muchos de los monjes se mostraron
favorables a su doctrina. Algunos de los más jóvenes la acogieron
entusiastamente. Para otros, la disputa entre Lutero y Tetzel era un caso más de la vieja rivalidad entre agustinos y dominicos, y por tanto
no estaban dispuestos a abandonar a su campeón. En consecuencia, Lutero regresó
a Wittenberg fortalecido por el apoyo de su orden, y feliz de haber ganado
varios conversos a su causa.
El Papa
entonces tomó otro camino. En breve debía reunirse en Augsburgo la dieta del
Imperio, es decir, la asamblea de todos los potentados alemanes, bajo la
presidencia del emperador Maximiliano. El legado papal a esa dieta era el
cardenal Cayetano, hombre de vasta erudición, cuya misión principal era
convencer a los príncipes alemanes de la necesidad de emprender una cruzada
contra los turcos, que amenazaban a Europa, y de promulgar un nuevo impuesto
para ese fin. La amenaza de los turcos era tal que Roma estaba tomando medidas
para reconciliarse con los husitas de Bohemia, aun cuando esto implicara
acceder a varias de sus demandas. Por tanto, la cruzada y el impuesto eran la
principal misión de Cayetano, a quien entonces el Papa comisionó además para que
se entrevistara con Lutero y lo obligara a retractarse. Si el monje se negaba a
ello, debía ser llevado prisionero a Roma.
El
elector Federico el Sabio de Sajonia, dentro de cuya jurisdicción vivía Lutero,
obtuvo del emperador Maximiliano un salvoconducto para el fraile, quien se
dispuso a acudir a Augsburgo, aun sabiendo que poco más de cien años antes, y
en circunstancias muy parecidas, Juan Huss había sido
quemado en violación de un salvoconducto imperial.
La
entrevista con Cayetano no produjo el resultado apetecido. El cardenal se
negaba a discutir con el monje, y exigía su abjuración. El fraile, por su
parte, no estaba dispuesto a retractarse si no se le convencía de que estaba
equivocado.
Cuando
por fin se enteró de que Cayetano tenía autoridad para arrestarlo aun en
violación del salvoconducto imperial, abandonó la ciudad a escondidas en medio
de la noche, regresó a Wittenberg, y apeló a un concilio general.
Durante
todo este período, Lutero había contado con la protección de Federico el Sabio,
elector de Sajonia y por tanto señor de Wittenberg. Federico no protegía a
Lutero porque estuviera convencido de sus doctrinas, sino porque le parecía que
la justicia exigía que se le juzgara debidamente. La principal preocupación de
Federico era ser un gobernante justo y sabio. Con ese propósito fundó la
universidad de Wittenberg, muchos de cuyos profesores le decían que Lutero
tenía razón, y que se equivocaban quienes lo acusaban de herejía. Por lo menos mientras
Lutero no fuese condenado oficialmente, Federico estaba dispuesto a evitar que
se cometiera con él una injusticia semejante a la que había tenido lugar en el
caso de Juan Huss. Empero la situación se hacía
difícil, pues cada vez eran más los que decían que Lutero era hereje, y por
tanto la posición de Federico se volvía precaria.
En esto
estaban las cosas cuando la muerte de Maximiliano dejó vacante el trono alemán,
y fue necesario elegir un nuevo emperador. Puesto que se trataba de una
dignidad electiva, y no hereditaria, inmediatamente se empezó a discutir acerca
de quién sería el próximo emperador. Los dos candidatos más poderosos eran
Carlos I de España (el hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y por tanto
nieto de Isabel) y Francisco I de Francia. Ninguno de estos dos candidatos era
del agrado del papa León, pues ambos eran demasiado poderosos, y su elección a
la dignidad imperial quebrantaría el equilibrio de los poderes europeos que era
la base de la política papal. Carlos tenía, además de los recursos de España,
que comenzaba a recibir las riquezas del Nuevo Mundo, sus posesiones
hereditarias en los Países Bajos, Austria y el sur de Italia. Si a todo esto se
le añadía el trono alemán, su poder no tendría rival en Europa. Francisco, como
rey de Francia, tampoco le parecía aceptable al Papa, pues una unión de las
coronas francesa y alemana podía tener consecuencias funestas para el papado.
Por tanto, era necesario buscar otro candidato cuya posibilidad de ser elegido
estribara, no en su poder, sino en su prestigio de hombre sabio y justo. Dentro
de tales criterios, el candidato ideal era Federico el Sabio, respetado por los
demás señores alemanes. Si Federico resultaba electo, las potencias europeas
quedarían suficientemente divididas para permitirle al Papa gozar de cierto
poder. Por tanto, desde antes de la muerte de Maximiliano, León había decidido
acercarse a Federico, y apoyar su candidatura.
Pero
Federico protegía a Lutero, al menos hasta que el fraile revoltoso fuese
debidamente juzgado. Por tanto, León decidió que lo mejor era postergar la
condenación de Lutero, y tratar de acercarse tanto al monje como al elector que
lo defendía. Con esas instrucciones envió a Alemania a Karl von Miltitz, pariente de Federico, con una rosa de oro
para el Elector en señal del favor papal, y, por así decir, con una rama de
olivo para el monje.
Miltitz se entrevistó con
Lutero, y logró que este le prometiera abstenerse de continuar la controversia,
siempre que sus enemigos hicieran lo mismo. Esto trajo una breve tregua, hasta
que el teólogo conservador Juan Eck, profesor de la universidad de Ingolstadt,
intervino en el asunto. En lugar de atacar a Lutero, lo cual le hubiera hecho
aparecer como quien había quebrantado la paz, Eck atacó a Carlstadt,
otro profesor de la universidad de Wittenberg que se había convencido de las
doctrinas de Lutero, pero que era mucho más impetuoso y exagerado que el
Reformador. Eck retó a Carlstadt a un debate que
tendría lugar en la universidad de Leipzig. Dadas las cuestiones planteadas,
resultaba claro que el propósito de Eck era atacar a Lutero a través de Carlstadt, y por tanto el Reformador declaró que, puesto
que lo que se ventilaría en Leipzig eran sus doctrinas, él también participaría
en el debate. La discusión se condujo con todas las formalidades de los
ejercicios académicos, y duró varios días. Cuando llegó el momento en que
Lutero y Eck se enfrentaron, resultó claro que el primero era mejor conocedor
de las Escrituras, mientras el segundo se hallaba más a gusto en el derecho
canónico y la teología medieval. Con toda destreza, Eck llevó el debate hacia
su propio campo, y por fin obligó a Lutero a declarar que el Concilio de
Constanza Constanza se equivocó al condenar a Huss, y que un cristiano con la Biblia de su parte tiene
más autoridad que todos los papas y los concilios contra ella.
Esto
bastó. Lutero se había declarado defensor de un hereje condenado por un concilio
ecuménico. Aunque los argumentos del Reformador resultaron mejores que los de
su contrincante en muchos puntos, fue Eck quien ganó el debate, pues en él
logró demostrar lo que se había propuesto: que Lutero era hereje, por cuanto
defendía las doctrinas de los husitas.
Comenzó
entonces un nuevo período de confrontaciones y peligros. Pero Lutero y los
suyos habían empleado bien el tiempo que las circunstancias políticas les
habían dado, de modo que por toda Alemania, y hasta fuera de ella, eran cada
vez más los que veían en el monje agustino al campeón de la fe bíblica. Además
del número siempre creciente de sus seguidores, particularmente entre los
profesores de Wittenberg y de otras universidades, y entre los sacerdotes más
celosos de sus responsabilidades, Lutero tenía las simpatías de los humanistas,
que veían en él un defensor de la reforma que ellos mismos propugnaban, y de
los nacionalistas, para quienes el monje era el portavoz de la protesta alemana
frente a los abusos de Roma.
Luego,
aunque unas semanas antes del debate de Leipzig Carlos I de España había sido
elegido emperador (con el voto de Federico el Sabio) y por tanto el Papa no
tenía que andar con los miramientos de antes, la posición de Lutero se había
fortalecido. Muchos caballeros alemanes llegaron a enviarle mensajes
prometiéndole su apoyo armado, si el conflicto llegaba a estallar. Cuando por
fin el Papa se decidió a actuar, su acción resultó demasiado tardía e
ineficiente. En la bula Exsurge domine,
León X declaraba que un jabalí salvaje había penetrado en la viña del Señor,
ordenaba que los libros de Martín Lutero fueran quemados, y le daba al monje
rebelde sesenta días para someterse a la autoridad romana, so pena de
excomunión y anatema.
La bula
tardó largo tiempo en llegar a manos de Lutero, pues las circunstancias
políticas eran harto complejas. En varios lugares, al recibir copias de la
bula, las obras del Reformador fueron quemadas. Pero en otros, algunos
estudiantes y otros partidarios de Lutero prefirieron quemar algunas de las
obras que se oponían al movimiento reformador. Cuando por fin la bula le llegó
a Lutero, este la quemó, junto a otros libros que contenían las «doctrinas
papistas». La ruptura era definitiva, y no había modo de volver atrás.
Faltaba
ver todavía qué actitud tomarían los señores alemanes, y particularmente el
Emperador, pues sin ellos era poco lo que el Papa podía hacer contra Lutero.
Las gestiones que cada bando hizo fueron demasiado numerosas para narrar aquí.
Baste decir que, aunque Carlos V era católico convencido, no dejó por ello de
utilizar la cuestión de Lutero como un arma contra el Papa cuando este pareció
inclinarse hacia su rival, Francisco I de Francia. A la postre, tras largas
idas y venidas, se resolvió que Lutero comparecería ante la dieta del Imperio,
reunida en Worms en 1521.
Cuando
Lutero llegó a Worms, fue llevado ante el Emperador y
varios de los principales personajes del Imperio. Quien estaba a cargo de
interrogarlo le presentó un montón de libros, y le preguntó si él los había
escrito. Tras examinarlos, Lutero contestó que los había escrito todos, y
varios otros que no estaban allí. Entonces su interlocutor le preguntó si
continuaba sosteniendo todo lo que había dicho en ellos, o si estaba dispuesto
a retractarse de algo. Este era un momento difícil para Lutero, no tanto porque
temiera al poder imperial, sino porque temía sobremanera a Dios. Atreverse a
oponerse a toda la iglesia y al Emperador, quien había sido ordenado por Dios,
era un paso temerario. Una vez más el monje tembló ante la majestad divina, y
pidió un día para considerar su respuesta.
Al día
siguiente se había corrido la voz de que Lutero comparecería ante la dieta, y
la concurrencia era grande. La presencia del Emperador en Worms,
rodeado de soldados españoles que abusaban del pueblo, había exacerbado el
sentimiento nacional. Una vez más, en medio del mayor silencio, se le preguntó
a Lutero si se retractaba. El monje contestó diciendo que mucho de lo que había
escrito no era más que la doctrina cristiana que tanto él como sus enemigos
sostenían, y que por tanto nadie debía pedirle que se retractara de ello. Otra
parte trataba acerca de la tiranía y las injusticias a que estaban sometidos
los alemanes, y tampoco de esto se retractaba, pues tal no era el propósito de
la dieta, y tal abjuración solo contribuiría a aumentar la injusticia que se
cometía. La tercera parte, que consistía en ataques contra ciertos individuos y
en puntos de doctrina que sus contrincantes rechazaban, quizá había sido dicha
con demasiada aspereza. Pero tampoco de ella se retractaba, de no ser que se le
convenciera de que estaba equivocado.
Su
interlocutor insistió: «¿Te retractas, o no?» Y a ello respondió Lutero, en
alemán y desdeñando por tanto el latín de los teólogos: «No puedo ni quiero
retractarme de cosa alguna, pues ir contra la conciencia no es justo ni seguro.
Dios me ayude. Amén». Al quemar la bula papal, Lutero había roto
definitivamente con Roma. Ahora, en Worms, rompía con
el Imperio. No le faltaban por tanto razones para clamar: «Dios me ayude».
Capítulo
3 .- LA TEOLOGÍA DE MARTÍN LUTERO
Los
amigos de la cruz afirman que la cruz es buena y que las obras son malas,
porque mediante la cruz las obras son derrocadas y el viejo Adán, cuya fuerza
está en las obras, es crucificado.
Martín
Lutero
Antes de
continuar narrando la vida de Lutero, y su labor reformadora, debemos detenemos
a considerar su teología, que fue la base de esa vida y esa obra. Al llegar el
momento de la dieta de Worms, la teología del
Reformador había alcanzado su madurez. A partir de entonces, lo que Lutero hará
será sencillamente elaborar las consecuencias de esa teología. Por tanto, este
parece ser el momento adecuado para interrumpir nuestra narración, y darle al
lector una idea más adecuada de la visión que Lutero tema del mensaje
cristiano. Al contar su peregrinación espiritual, hemos dicho algo acerca de la
doctrina de la justificación por la fe. Pero esa doctrina, con todo y ser
fundamental, no es la totalidad de la teología de Lutero.
Es de
todos sabido que Lutero trata de hacer de la Palabra de Dios el punto de
partida y la autoridad final de su teología. Como profesor de Sagrada
Escritura, la Biblia tenía para él gran importancia, y en ella descubrió la
respuesta a sus angustias espirituales. Pero esto no quiere decir que Lutero
sea un biblicista rígido, pues para él la Palabra de
Dios es mucho más que la Biblia. La Palabra de Dios es nada menos que Dios
mismo.
Esta
última aseveración se basa en los primeros versículos del Evangelio de Juan,
donde se dice que «al principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la
Palabra era Dios». Las Escrituras nos dicen entonces que, en el sentido
estricto, la Palabra de Dios es Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad,
el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros. Luego, cuando Dios habla,
lo que sucede no es sencillamente que se nos comunica cierta información, sino
también y sobre todo que Dios actúa. Esto puede verse también en el libro de
Génesis, donde la Palabra de Dios es la fuerza creadora, «dijo Dios...». Luego,
cuando Dios habla Dios crea lo que pronuncia. Su Palabra, además de decimos
algo, hace algo en nosotros y en toda la creación.
Esa
Palabra se encarnó en Jesucristo, quien es a la vez la máxima revelación de Dios
y su máxima acción. En Jesús, Dios se nos dio a conocer. Pero también en Él
venció a los poderes del maligno que nos tenían sujetos. La revelación de Dios
es también la victoria de Dios.
La Biblia
es entonces Palabra de Dios, no porque sea infalible, o porque sea un manual de
verdades que los teólogos puedan utilizar en sus debates entre sí. La Biblia es
Palabra de Dios porque en ella Jesucristo se llega a nosotros. Quien lee la
Biblia y no encuentra en ella a Jesucristo, no ha leído la Palabra de Dios. Por
esto Lutero, al mismo tiempo que insistía en la autoridad de las Escrituras,
podía hacer comentarios peyorativos acerca de ciertas partes de ellas. La
epístola de Santiago, por ejemplo, le parecía ser «pura paja», porque en ella
no se trata del evangelio, sino de una serie de reglas de conducta. También el
Apocalipsis le causaba dificultades. Aunque no estaba dispuesto a quitar tales
libros del canon, Lutero confesaba abiertamente que se le hacía difícil ver a
Jesucristo en ellos, y que por tanto tenían escaso valor para él. Esta idea de
la Palabra de Dios como Jesucristo era la base de la respuesta de Lutero a uno
de los principales argumentos de los católicos. Estos argüían que, puesto que
era la iglesia quien había determinado qué libros debían formar parte del canon
bíblico, la iglesia terna autoridad sobre las Escrituras. La respuesta de
Lutero era que, ni la iglesia había creado la Biblia, ni la Biblia había creado
a la iglesia, sino que el evangelio las había creado a ambas. La autoridad final
no radica en la Biblia ni en la iglesia, sino en el evangelio, en el mensaje de
Jesucristo, quien es la Palabra de Dios encamada. Puesto que la Biblia da un
testimonio más fidedigno de ese evangelio que la iglesia corrompida del papa, y
que las tradiciones medievales, la Biblia tiene autoridad por encima de esa
iglesia y esas tradiciones, aun cuando sea cierto que, en los primeros siglos,
fue la iglesia la que reconoció el evangelio en ciertos libros, y no en otros,
y determinó así el contenido del canon bíblico.
El
conocimiento de Dios
Lutero
concuerda con buena parte de la teología tradicional al afirmar que es posible
tener cierto conocimiento de Dios por medios puramente racionales o naturales.
Este conocimiento le permite al ser humano saber que Dios existe, y distinguir
entre el bien y el mal. Los filósofos de la antigüedad lo tuvieron, y las leyes
romanas muestran que por lo general los paganos sabían distinguir entre el bien
y el mal. Además, los filósofos llegaron a la conclusión de que hay un Ser
Supremo, del cual todas las cosas derivan su existencia.
Pero ése
no es el verdadero conocimiento de Dios. A Dios no se le conoce como quien usa
una escalera para subir al tejado. Todos los esfuerzos de la mente humana por
elevarse al cielo, y conocer a Dios, resultan fútiles.
Eso es lo
que Lutero llama «teología de la gloria». Tal teología pretende ver a Dios tal
cual es, en su propia gloria, sin tener en cuenta la distancia enorme que
separa al ser humano de Dios. Lo que la teología de la gloria hace en fin de
cuentas es pretender ver a Dios en aquellas cosas que los humanos consideramos
más valiosas, y por tanto habla del poder de Dios, la gloria de Dios y la
bondad de Dios. Pero todo esto no es más que hacer a Dios a nuestra propia
imagen, y pretender que Dios es como nosotros quisiéramos que fuese.
El hecho
es que Dios en su revelación se nos da a conocer de un modo muy distinto. La
suprema revelación de Dios tiene lugar en la cruz de Cristo, y por tanto Lutero
propone que, en lugar de la «teología de la gloria», se siga el camino de la
«teología de la cruz». Lo que tal teología busca es ver a Dios, no donde
nosotros quisiéramos verle, ni como nosotros quisiéramos que fuera, sino donde
Dios se revela, y tal como se revela, es decir, en la cruz. Allí Dios se
manifiesta en la debilidad, en el sufrimiento, en el escándalo. Esto quiere
decir que Dios actúa de un modo radicalmente distinto a cómo podría esperarse.
Dios, en la cruz, destruye todas nuestras ideas preconcebidas de la gloria
divina.
Cuando
conocemos a Dios en la cruz, el conocimiento anterior, es decir, todo lo que
sabíamos acerca de Dios mediante la razón o por la ley interior de la
conciencia, cae por tierra. Lo que ahora conocemos de Dios es muy distinto de
ese otro supuesto conocimiento de Dios en su gloria.
La
ley y el evangelio
A Dios se
le conoce verdaderamente en su revelación. Pero aun en su misma revelación,
Dios se nos da a conocer de dos modos, a saber, la ley y el evangelio. Esto no
quiere decir sencillamente que primero véngala ley, y después el evangelio. Ni
quiere decir tampoco que el Antiguo Testamento se refiera a la ley, y el Nuevo
al evangelio. Lo que quiere decir es mucho más profundo. El contraste entre la
ley y el evangelio da a entender que, cuando Dios se revela, esa revelación es
a la vez palabra de condenación y de gracia.
La
justificación por la fe, el mensaje del perdón gratuito de Dios, no quiere
decir que Dios sea indiferente al pecado. No se trata sencillamente de que Dios
nos perdone porque en fin de cuentas nuestro pecado le tenga sin cuidado. Al
contrario. Dios es santo, y el pecado le repugna. Cuando Dios habla, el
contraste entre su santidad y nuestro pecado nos aplasta, y ésa es la ley.
Pero al
mismo tiempo, y hasta a veces en la misma Palabra, Dios pronuncia su perdón
sobre nosotros. Ese perdón es el evangelio, y es tanto más grande por cuanto la
ley es tan sobrecogedora. No se trata entonces de un evangelio que nos dé a
entender que nuestro pecado no tiene mayor importancia, sino de un evangelio
que, precisamente debido a la gravedad del pecado, se toma más sorprendente.
Cuando
escuchamos esa palabra de perdón, la ley, que antes nos resultaba onerosa y
hasta odiosa, se nos torna dulce y aceptable. Comentando sobre el Evangelio de
Juan, Lutero dice: Antes no había en la ley delicia alguna para mí. Pero ahora
descubro que la ley es buena y sabrosa, y que me ha sido dada para que viva, y
ahora encuentro en ella mi delicia. Antes me decía lo que debía hacer. Ahora
empiezo a ajustarme a ella. Y por ello ahora adoro, alabo y sirvo a Dios.
Esta
dialéctica constante entre la ley y el evangelio quiere decir que el cristiano
es a la vez justo y pecador. No se trata de que el pecador deje de serlo cuando
es justificado. Al contrario, quien recibe la justificación por la fe descubre
en ella misma cuán pecador es, y no por ser justificado deja de pecar. La
justificación no es la ausencia de pecado, sino el hecho de que Dios nos
declara justos aun en medio de nuestro pecado, de igual modo que el evangelio
se da siempre en medio de la ley.
La
iglesia y los sacramentos
Lutero no
fue ni el individualista ni el racionalista que muchos han hecho de él. Durante
el siglo XIX, cuando el individualismo y el racionalismo se hicieron populares,
muchos historiadores dieron la impresión de que Lutero había sido uno de los
precursores de tales corrientes. Esto iba frecuentemente unido al intento de
hacer aparecer a Alemania como la gran nación, madre de la civilización moderna
y de todo cuanto hay en ella de valioso. Lutero se convertía entonces en el gran
héroe alemán, fundador de la modernidad.
Pero todo
esto no se ajusta a la verdad histórica. El hecho es que Lutero distó mucho de
ser racionalista. Basten para probarlo sus frecuentes referencias a «la cochina
razón», y «esa ramera, la razón». En cuanto a su supuesto individualismo, la
verdad es que este era más poderoso entre los renacentistas italianos que en el
reformador alemán, y que en todo caso Lutero le daba demasiada importancia a la
iglesia para ser un verdadero individualista.
A pesar de
su protesta contra las doctrinas comúnmente aceptadas, y de su rebeldía contra
las autoridades de la iglesia romana, Lutero siempre pensó que la iglesia era
parte esencial del mensaje cristiano.
Su
teología no era la de una comunión directa del individuo con Dios, sino que era
más bien la de una vida cristiana en medio de una comunidad de fieles, a la que
repetidamente llamó «madre iglesia».
Si bien
es cierto que todos los cristianos, por el solo hecho de ser bautizados, son
sacerdotes, esto no quiere decir que cada uno de nosotros deba bastarse por sí
mismo para llegarse a Dios.
Naturalmente,
sí hay tal comunicación directa con el Creador. Pero hay también una
responsabilidad orgánica. El ser sacerdotes no quiere decir que solamente lo
seamos para nosotros mismos, sino que lo somos también para los demás, y los
demás son sacerdotes para nosotros. En lugar de abolir la necesidad de la iglesia,
la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes la aumenta. Claro está
que no necesitamos ya de un sacerdocio jerárquico que sea nuestro único medio
de llegamos a Dios. Pero sí necesitamos de esta comunidad de creyentes, el
cuerpo de Cristo, dentro del cual cada miembro es sacerdote de los demás, y
nutre a los demás. Sin esa relación con el cuerpo, el miembro no puede
continuar viviendo.
Dentro de
esa iglesia, la Palabra de Dios se llega a nosotros en los sacramentos. Para
que un rito sea verdadero sacramento, ha de haber sido instituido por
Jesucristo, y ha de ser una señal física de las promesas evangélicas. Por
tanto, hay solamente dos sacramentos, el bautismo y la comunión. Los demás
ritos que reciben ese nombre, aunque pueden ser beneficiosos, no son
sacramentos del evangelio.
El
bautismo es señal de la muerte y resurrección del cristiano con Jesucristo.
Pero es mucho más que una señal, pues por él y en él somos hechos miembros del
cuerpo de Cristo. El bautismo y la fe van estrechamente unidos, pues el rito
sin la fe no es válido. Pero esto no ha de entenderse en el sentido de que haya
que tener fe antes de ser bautizado, y que por tanto no se pueda bautizar a
niños. Si dijéramos tal cosa, caeríamos en el error de quienes creen que la fe
es una obra humana, y no un don de Dios. En la salvación, la iniciativa es
siempre de Dios, y esto es lo que anunciamos al bautizar a niños tan pequeños
que son incapaces de entender de qué se trata. Además, el bautismo no es
solamente el comienzo de la vida cristiana, sino que es el fundamento o el
contexto dentro del cual toda esa vida tiene lugar. El bautismo es válido, no
solo en el momento de ser administrado, sino para toda la vida.
Por ello
se cuenta que el propio Lutero, cuando se sentía fuertemente tentado,
exclamaba: «soy bautizado». En su bautismo es-taba la fuerza para resistir
todos los embates del maligno.
La
comunión es el otro sacramento de la fe cristiana. Lutero rechazó buena parte
de la teología católica acerca de la comunión. Particularmente se opuso a las
misas privadas, la comunión como repetición del sacrificio de Cristo, la idea
de que la misa confiere méritos, y la doctrina de la transubstanciación. Pero
todo esto no lo llevó a pensar que la comunión era de escasa importancia. Al
contrario, para él la eucaristía siempre siguió siendo, junto a la predicación,
el centro del culto cristiano.
La
cuestión de cómo está presente Cristo en el sacramento fue motivo de
controversias, no solo con los católicos, sino también con los protestantes.
Lutero rechazaba categóricamente la doctrina de la transubstanciación, que le
parecía demasiado atada a categorías aristotélicas, y por tanto paganas, y que
además era la base de la idea de la misa como sacrificio meritorio, que se
oponía radicalmente a la doctrina de la justificación por la fe.
Pero, por
otra parte, Lutero tampoco estaba dispuesto a decir que la comunión era un mero
símbolo de realidades espirituales.
Las
palabras de Jesús al instituir el sacramento: «esto es mi cuerpo», le parecían
completamente claras. Por tanto, según Lutero, en la comunión los fieles
participan verdadera y literalmente del cuerpo de Cristo. Esto no indica, como
en la transubstanciación, que el pan se convierta en cuerpo, y el vino en
sangre. El pan sigue siendo pan, y el vino sigue siendo vino. Pero ahora están
también en ellos el cuerpo y la sangre del Señor, y el creyente se alimenta de
ellos al tomar el pan y el vino. Aunque más tarde se le dio a esta doctrina el
nombre de «consubstanciación», Lutero nunca la llamó así, sino que prefería
hablar de la presencia de Cristo en, con, bajo, alrededor de y tras el pan y el
vino. No todos los que se oponían a las doctrinas tradicionales concordaban con
Lutero en este punto, que pronto se volvió uno de los factores más divisivos
entre ellos. Carlstadt, el colega de Lutero en la
universidad de Wittenberg que participó con él en el debate de Leipzig, decía
que la presencia de Cristo en el sacramento era solo simbólica, y que cuando
Jesús dijo: «esto es mi cuerpo», estaba apuntando hacia sí mismo, y no hacia el
pan. Zwinglio, de quien trataremos más adelante, sostenía opiniones parecidas,
aunque con mejores argumentos bíblicos. A la postre, esta cuestión fue uno de
los principales motivos de división entre luteranos y reformados o calvinistas.
Los
dos reinos
Antes de
terminar esta brevísima exposición de los principales puntos de la teología de
Lutero, debemos referimos al modo en que el Reformador entendió las relaciones
entre la iglesia y el estado. Según él Dios ha establecido dos reinos, uno bajo
la ley y otro bajo el evangelio. El estado opera bajo la ley, y su principal
propósito es ponerle límites al pecado humano. Sin el estado, los malos no
tendrían freno. Los creyentes, por otra parte, pertenecen al segundo reino, y
están bajo el evangelio. Esto quiere decir que los creyentes no han de esperar
que el estado apoye su fe, o persiga a los herejes. Aún más, no hay razón
alguna por la que debamos esperar que los gobernantes sean cristianos. Como
gobernantes, su obediencia se debe a la ley, y no al evangelio. En el reino del
evangelio las autoridades civiles no tienen poder alguno. En lo que se refiere
a ese reino, los cristianos no están sujetos al estado. Pero no olvidemos que
los creyentes, al mismo tiempo que son justificados por la fe, siguen siendo
pecadores. Por tanto, en cuanto somos pecadores, todos estamos sujetos al
estado.
Lo que
esto quiere decir en términos concretos es que la verdadera fe no ha de
imponerse mediante la autoridad civil, sino mediante la proclamación de la
Palabra. Lutero se opuso repetidamente a que los príncipes que lo apoyaban
emplearan su autoridad para defender su causa, y solamente tras larga vacilación
por fin les dijo que podían apelar a las armas en defensa propia contra quienes
pretendían aplastar la Reforma.
Esto no
quiere decir que Lutero fuese pacifista. Cuando, como veremos en el próximo
capitulo, los turcos amenazaron a la cristiandad, Lutero llamó a sus seguidores
a las armas. Y cuando diversos grupos y movimientos, tales como los campesinos
rebeldes y los anabaptistas, le parecieron subversivos, no vaciló en afirmar
que las autoridades civiles tenían el deber de aplastarlos. Lo que sí quiere
decir es que Lutero siempre tuvo dudas acerca de cómo la fe debía relacionarse
con la vida civil y política. Y esas vacilaciones han continuado apareciendo en
buena parte de la tradición luterana hasta el siglo XX.
Capítulo
4 .- UNA DÉCADA DE INCERTIDUMBRE
Lutero ha
de ser tenido por hereje comprobado. [...] Nadie ha de prestarle asilo. Sus
seguidores han de ser condenados. Y sus libros serán extirpados de la memoria
humana.
Edicto
de Worms
Al quemar
la bula papal, Lutero se había declarado en rebeldía contra las autoridades
eclesiásticas. En Worms, al negarse a abjurar, se
mostró igualmente firme ante el poder del Emperador. Este no estaba dispuesto a
permitir que un fraile revoltoso lo desobedeciera, y por tanto se preparó para
añadir la condenación civil sobre la eclesiástica de que Lutero era ya objeto.
Empero esto no resultaba tan fácil, porque varios de los principales miembros
de la dieta se oponían a ello. Cuando por fin, forzada por el Emperador, la
dieta promulgó el edicto que citamos al principio de este capítulo, Lutero se
encontraba a salvo en el castillo de Wartburgo.
Lo que
había sucedido era que Federico el Sabio, enterado de que el Emperador forzaría
a la dieta a condenar a Lutero, lo había puesto a salvo. Un grupo de hombres
armados, bajo instrucciones de Federico, había secuestrado al fraile y lo había
llevado a Wartburgo. Debido a sus propias
instrucciones, ni el mismo Federico sabía dónde estaba escondido Lutero. Muchos
lo daban por muerto, y corrían rumores de que se le había matado por orden del
Papa o del Emperador.
Escondido
en Wartburgo, Lutero se dejó crecer la barba, les
escribió a algunos de sus colaboradores más cercanos diciéndoles que no
temieran por su paradero, y se dedicó a escribir. De todas sus obras de ese
período, ninguna es tan importante como la traducción de la Biblia. El Nuevo
Testamento, comenzado en Wartburgo, fue terminado dos
años más tarde, y el Antiguo le tomó diez. Pero la importancia de aquella obra
bien valía el tiempo empleado en ella, pues la Biblia de Lutero, además de
darle nuevo ímpetu al movimiento reformador, le dio forma al idioma y por tanto
a la nacionalidad alemana.
La Biblia
alemana fue una de las obras más notables de Lutero. Aunque otros habían emprendido
la misma empresa, ninguna traducción logró alcanzar el arraigo de la de Lutero.
Mientras
Lutero estaba en el exilio, varios de sus colaborado-res se ocuparon de
continuar la labor reformadora en Wittenberg. De ellos los dos más destacados
eran Carlstadt y Felipe Melanchthon, un joven
profesor de griego, de temperamento muy diferente al de Lutero pero convencido
de las opiniones de su colega. Hasta entonces, la reforma que Lutero
preconizaba no había tomado forma concreta en la vida religiosa de Wittenberg.
Lutero era un hombre tan temeroso de Dios que había vacilado en dar los pasos concretos
que se seguían de su doctrina. Pero ahora, en ausencia suya, esos pasos se
siguieron rápidamente unos a otros. Muchos monjes y monjas dejaron sus
monasterios y se casaron. Se simplificó el culto, y se empezó a usar en él
alemán en vez de latín. Se abolieron las misas por los muertos. Se cancelaron
los días de ayuno y abstinencia. Melanchthon empezó a ofrecer la comunión en
ambas especies — es decir, a darles el cáliz a los laicos.
Al
principio Lutero vio todo esto con agrado. Pero pronto comenzó a tener dudas
acerca de lo que estaba teniendo lugar en Wittenberg. Cuando Carlstadt y varios de sus seguidores se dedicaron a
derribar imágenes, Lutero les aconsejó moderación. Entonces aparecieron en
Wittenberg tres laicos procedentes de la vecina Zwickau, que decían ser
profetas.
Según
ellos, Dios les hablaba directamente, y no tenían necesidad de las Escrituras.
Melanchthon no sabía qué responder a tales pretensiones, y le pidió consejo al
exiliado de Wartburgo. Por fin Lutero decidió que lo
que estaba en juego era nada menos que el evangelio mismo, y regresó a
Wittenberg. Antes de dar ese paso se lo hizo saber a Federico el Sabio, aunque
le dijo claramente que no esperaba su protección, sino que confiaba únicamente
en Dios, a cuyo servicio estaba.
Las
circunstancias políticas
Aunque
Lutero no era hombre que hiciera cálculos en ese sentido, el hecho es que la
razón por la que Federico pudo tenerlo escondido en el castillo de Wartburgo, y la razón por la que después él mismo pudo
regresar a Wittenberg sin ser encarcelado y muerto, era la condición política
del momento.
Carlos V
estaba decidido a arrancar de raíz la «herejía» luterana. Pero por lo pronto se
veía amenazado por otros enemigos más poderosos. En medio de tales
circunstancias, el Emperador no podía permitirse el lujo de enemistar a sus
súbditos alemanes a causa de quien todavía le parecía ser un fraile testarudo.
El gran
enemigo de Carlos V era Francisco I de Francia. Este rey, que al principio de
su reinado había sido sin lugar a dudas el monarca más poderoso de Europa, veía
con disgusto el creciente poder del Rey de España y Emperador de Alemania. Poco
antes de la dieta de Worms, los dos rivales habían
chocado en Navarra. (Como veremos más adelante, fue en ese encuentro donde Ignacio
de Loyola recibió la herida que a la postre haría de él el gran reformador
católico.) Durante el mismo año de 1521, y hasta el 1525, Carlos V se vio
envuelto en guerras casi constantes con Francisco I. Por fin, en la batalla de
Pavía, el Rey de Francia cayó prisionero de las tropas imperiales, y el
conflicto pareció haber llegado a su fin. En el entretanto, solamente unos
meses después de la dieta de Worms, León X había
muerto, y Carlos V había hecho elegir papa a su tutor Adriano de Utrecht, quien
tomó el nombre de Adriano VI. Este papa, al tiempo que deseaba reformar la
iglesia, no estaba dispuesto a que se discutieran sus doctrinas. Por tanto,
implantó en Roma una vida austera, y comenzó una reforma que, de haber tenido
buen éxito, quizá hubiera eclipsado a la que había comenzado en Alemania. Pero
Adriano murió al año y medio de ser hecho papa, y sus reformas no lograron
echar raíces. Su sucesor, Clemente VII, era un hombre muy parecido a León X,
más interesado en el arte y en la política italiana que en los asuntos de la
iglesia. Pronto hubo fricciones entre el Emperador y el nuevo papa.
Carlos V
firmó en Madrid un tratado de paz con su prisionero Francisco, y a base de ese
tratado le devolvió la libertad. Pero las estipulaciones de la paz de Madrid
eran demasiado onerosas, y hasta vergonzosas, para Francia, y pronto Francisco
hizo con Clemente VII un pacto contra Carlos V. Este último creía poder contar
con la ayuda de Francia y del papado para extirpar la herejía luterana y para
detener el avance de los turcos, e inesperadamente sus dos supuestos aliados le
declararon la guerra.
En el
1527 las tropas imperiales, compuestas mayormente de españoles y alemanes,
invadieron Italia y se dirigieron hacia Roma. La ciudad pontificia estaba
indefensa, y el Papa tuvo que refugiarse en el castillo de San Ángel mientras
los invasores saqueaban la ciudad. Puesto que muchos de estos eran luteranos,
para ellos ese saqueo tomó matices religiosos: era Dios quien finalmente tomaba
venganza del Anticristo. La situación del Papa era desesperada cuando, a
principios de 1528, un ejército francés, con el apoyo económico de Inglaterra,
acudió a socorrerlo. Las tropas imperiales se vieron obligadas a replegarse, y
hubieran sido aniquiladas de no ser porque una epidemia forzó a los franceses a
abandonar la contienda. En 1529, Carlos V logró firmar la paz, primero con el
Papa y después con el Rey de Francia.
Por fin
Carlos V parecía estar libre para enfrentarse al luteranismo, cuando una nueva
amenaza lo obligó a postergar esa acción una vez más. Los turcos, al mando de Soleimán, se lanzaron sobre Viena, la capital de las
posesiones austríacas del Emperador. Ante esta amenaza, todos los alemanes se
unieron, y la cuestión religiosa fue pospuesta. Viena se defendió
valientemente, y Soleimán se vio obligado a levantar
el sitio cuando supo que el ejército alemán se acercaba.
Fue
entonces cuando, tras larga ausencia, Carlos V regresó a Alemania. Uno de sus
principales proyectos era aplastar el luteranismo. Pero durante el tiempo
transcurrido habían tenido lugar en Alemania acontecimientos de gran
importancia.
Las
rebeliones de los nobles y de los campesinos
En 1522 y
1523, la baja nobleza se había sublevado, bajo la dirección de Franz von Sickingen. Durante largo
tiempo esa clase había visto eclipsarse su fortuna, y muchos de sus miembros
culpaban de ello a Roma. Entre estos caballeros sin tierras ni dinero, el
nacionalismo era fortísimo. Muchos se habían sumado a los seguidores de Lutero,
en quien veían al campeón nacional. Algunos, como Ulrico von Hutten, estaban convencidos de la verdad de lo que predicaba Lutero, aunque
querían llevarlo más lejos. Cuando por fin los caballeros se rebelaron, y
atacaron a Tréveris, fueron derrotados decisivamente por los príncipes, quienes
aprovecharon esa coyuntura para apoderarse de las pocas tierras que todavía
tenían los pequeños nobles. Sickingen murió en el
combate, y Hutten se exilió en Suiza, donde murió poco después. Todo esto fue
visto por Lutero y sus colegas más cercanos como una gran tragedia, y una
prueba más de que es necesario someterse a las autoridades civiles. Poco
después, en 1525, estalló la rebelión de los campesinos. Estos habían sufrido
por varias décadas una opresión siempre creciente, y por tanto había habido
rebeliones en 1476, 1491, 1498, 1503 y 1514. Pero ninguna de ellas tuvo la
magnitud de la de 1525.
En esta
nueva rebelión, un factor vino a añadirse a las demandas económicas de los
campesinos. Ese nuevo factor fue la predicación de los reformadores. Aunque el
propio Lutero no creía que su predicación debía ser aplicada en términos
políticos, hubo muchos que no estuvieron de acuerdo con él en este punto. Uno
de ellos fue Tomás Muntzer, natural de Zwickau, cuyas
primeras dotrinas se parecían mucho a la de los profetas de Zwickau, Según él
lo que importaba no era el texto de las Escrituras, sino la revelación presente
del espíritu. Pero esa doctrina espiritualista tenía un aspecto altamente
político. Pues Muntzer creía que quienes eran nacidos
de nuevo por obra del Espíritu debían unirse en una comunidad teocrática, para
traer el reino de Dios. Lutero había obligado a Muntzer a abandonar la región. Pero el fogoso predicador regresó, y se unió entonces a
la rebelión de los campesinos.
Aun
aparte de Muntzer, esta nueva rebelión tenía un tono
religioso. En sus «Doce artículos», los campesinos presentaban varias demandas
económicas, y otras religiosas .
Pero
trataban de basarlo todo en las Escrituras, y su último artículo declaraba que,
si se probaba que alguna de sus demandas era contraria a las Escrituras, sería
retirada. Luego, aunque el propio Lutero no haya visto esa relación, tienen
razón los historiadores que dicen que la rebelión de los campesinos se debió en
buena medida a la predicación de Lutero y sus seguidores.
En todo
caso, Lutero no sabía cómo responder a esa nueva situación. Posiblemente su
doctrina de los dos reinos le hacía más difícil saber qué hacer. Cuando primero
leyó los «Doce artículos», se dirigió a los príncipes, diciéndoles que lo que
se pedía en ellos era justo. Pero cuando la rebelión tomó forma, y los
campesinos se alzaron en armas, Lutero trató de disuadirlos, y a la postre
instó a los príncipes a que tomaran medidas represivas.
Después,
cuando la rebelión fue ahogada en sangre, el Reformador conminó a los príncipes
para que tuvieran misericordia de los vencidos. Pero sus palabras no fueron
escuchadas, y se calcula que más de 100.000 campesinos fueron muertos.
Las
consecuencias de todo esto fueron también funestas para la causa de la Reforma.
Los príncipes católicos culparon al luteranismo de la rebelión, y a partir de
entonces prohibieron todo intento de predicar la reforma en sus territorios. En
cuanto a los campesinos, muchos de ellos abandonaron el luteranismo, y
regresaron a la vieja fe o se hicieron anabaptistas.
La
ruptura con Erasmo
Mientras
Alemania se veía sacudida por todos estos acontecimientos, los católicos
moderados se vieron obligados a tomar partido entre Lutero y sus contrincantes.
El más famoso de los humanistas, Erasmo, había visto con simpatía el comienzo
de la reforma luterana, pero la discordia que había surgido de ella le
repugnaba. Por largo tiempo Erasmo evitó declararse en contra de Lutero, pues
su espíritu pacífico odiaba las controversias. Pero por fin la presión fue tal
que no era posible evitar la ruptura con uno u otro bando. Erasmo había sido
siempre buen católico, aunque se dolía de la ignorancia y corrupción del clero.
Por tanto, cuando se vio obligado a decidirse, no había para él otra
alternativa que optar por la religión tradicional.
En lugar
de atacar a Lutero en lo que se refería a las indulgencias, el sacrificio de la
misa, o la autoridad del papa, Erasmo escogió como campo de batalla la cuestión
del libre albedrío. Su doctrina de la justificación por la fe, que es don de
Dios, y sus estudios de Agustín y San Pablo, habían llevado a Lutero a afirmar
la doctrina de la predestinación. En este punto Erasmo lo atacó en un tratado
acerca del libre albedrío.
Lutero
respondió con su vehemencia característica, aunque le agradecía a Erasmo el
haber centrado la polémica sobre un punto fundamental, y no sobre cuestiones
periféricas tales como la venta de indulgencias, las reliquias de los santos,
etc. Para Lutero, la idea del libre albedrío humano que tenían los filósofos, y
que era común entre los moralistas de su época, no se percataba del poder del
pecado. El pecado humano es tal que no tenemos poder alguno para librarnos de
él.
Solo
mediante la acción de Dios podemos ser justificados y librados del poder del
maligno. Y aun entonces seguimos siendo pecadores. Por tanto, nuestra voluntad
nada puede por sí misma cuando se trata de servir a Dios.
Esa
controversia entre Lutero y Erasmo con respecto al libre albedrío hizo que
muchos humanistas abandonaran la causa luterana. Otros, como Felipe
Melanchthon, continuaron apoyando a Lutero, aunque sin romper sus relaciones
cordiales con Erasmo. Pero estos eran los menos, y por tanto puede decirse que
la polémica sobre el libre albedrío marcó la ruptura definitiva entre la
reforma luterana y la humanista.
Las
dietas del Imperio
Mientras
todo esto sucedía, y en ausencia del Emperador, era necesario seguir gobernando
el Imperio. Puesto que Carlos V había tenido que ausentarse inmediatamente
después de la dieta de Worms, y puesto que el edicto
de esa dieta había sido obra suya, la Cámara Imperial que gobernaba en su lugar
no trató de aplicarlo. Cuando se reunió de nuevo la dieta en Nuremberg, en
1523, se adoptó una política de tolerancia hacia el luteranismo, a pesar de que
los legados del Papa y del Emperador protestaron.
En 1526,
cuando Carlos V se veía obligado a enfrentarse a la vez al Papa y al Rey de
Francia, la dieta de Spira declaró que, dadas las
nuevas circunstancias, el edicto de Worms no era
válido, y que por tanto cada estado tenía libertad de seguir el curso religioso
que su conciencia le dictara. Varios de los territorios del sur de Alemania,
además de Austria, optaron por la fe católica, mientras muchos otros
prefirieron la luterana. A partir de entonces, Alemania quedó transformada en
un mosaico religioso.
En 1529,
la segunda dieta de Spira siguió un curso muy
distinto. En aquel momento el Emperador era más poderoso, y varios príncipes
que antes habían sido moderados se pasaron al bando católico. Allí se reafirmó
el edicto de Worms.
Fue
entonces cuando los príncipes luteranos protestaron formalmente, y por ello a
partir de ese momento se les empezó a llamar «protestantes».
Carlos V
regresó por fin a Alemania en 1530, para la celebración de la dieta de
Augsburgo. En la dieta de Worms, el Emperador no
había querido oír de qué trataba el debate. Pero ahora, en vista del curso de
los acontecimientos, pidió que se le presentara una exposición ordenada de los
puntos en discusión. Ese documento, preparado principalmente por Melanchthon, es
lo que se conoce como la «Confesión de Augsburgo».
Al
principio representaba solo a los protestantes de Sajonia. Pero poco a poco
otros fueron firmándolo, y pronto llegó a servir para presentar ante el
Emperador un frente casi totalmente unido (había otras dos confesiones
minoritarias, que no concordaban con esta de la mayoría de los protestantes).
Nuevamente,
el Emperador montó en cólera, y les dio a los protestantes hasta abril del año
siguiente para retractarse.
La
Liga de Esmalcalda
Una vez
más, el protestantismo estaba amenazado de muerte. Si el Emperador unía sus
recursos españoles a los de los príncipes alemanes católicos, no le sería
difícil aplastar a cualquiera de los príncipes protestantes e imponer el
catolicismo en sus territorios. Ante esta amenaza, los gobernantes de los
territorios protestantes se reunieron para tomar una acción conjunta. Tras
largas vacilaciones, Lutero llegó a la conclusión de que era lícito tomar las
armas en defensa propia contra el Emperador. Los territorios protestantes
formaron entonces la Liga de Esmalcalda, cuyo propósito era ofrecer resistencia
al edicto imperial, si Carlos V se decidía a imponerlo por las armas.
La lucha
prometía ser larga y costosa, cuando una vez más la política internacional obligó
a Carlos a posponer toda acción contra los protestantes. Francisco I se
preparaba de nuevo para la guerra, y los turcos daban muestras de querer vengar
el fracaso de su campaña anterior. En tales circunstancias, Carlos V tenía que
contar con el apoyo de todos sus súbditos alemanes. Se comenzaron por tanto las
negociaciones entre protestantes y católicos, y se llegó por fin a la paz de
Nuremberg, firmada en 1532. Según ese acuerdo, se les permitiría a los
protestantes continuar en su fe, pero les estaría prohibido extenderla hacia
otros territorios. El edicto imperial de Augsburgo quedaba suspendido, y los
protestantes le ofrecían al Emperador su apoyo contra los turcos, al tiempo que
se comprometían a no ir más allá de la Confesión de Augsburgo.
Como
antes, las condiciones políticas habían obrado en pro del protestantismo, que
continuaba extendiéndose hacia nuevos territorios, aun a pesar de lo acordado
en Nuremberg.
En medio
de las vicisitudes políticas, Latero se ocupó de darle forma litúrgica a su
teología. En este himnario, se ofrece la posibilidad de adorar tanto en latín
como en alemán.
Capítulo
5.- ULRICO ZWINGLIO Y LA REFORMA EN SUIZA
Si el
hombre interno es tal que halla su deleite en la ley de Dios, porque ha sido
creado a imagen divina a fin de tener comunión con Él, se sigue que no habrá
ley ni palabra alguna que le cause más deleite a ese hombre interno que la
Palabra de Dios.
Al
estudiar a Lutero y el movimiento reformador que él dirigió en Alemania, vimos
que el nacionalismo alemán y el humanismo se movieron paralelamente a la obra
del gran Reformador, quien no era en verdad nacionalista ni humanista. El caso
de Ulrico Zwinglio es muy distinto, pues en él los principios reformadores, el
sentimiento patriótico y el humanismo se conjugan en un programa de reforma
religiosa, intelectual y política.
La
peregrinación de Zwinglio
Zwinglio
nació en enero de 1484, menos de dos meses después que Lutero, en una pequeña
aldea suiza. Tras recibir sus primeras letras de su tío, fue a estudiar a
Basilea y Berna, donde el humanismo estaba en boga. Después fue a la
universidad de Viena, y de nuevo a Basilea. Cuando recibió su título de Maestro
en Artes, en 1506, dejó los estudios formales para ser sacerdote en la aldea de
Glarus. Pero aun allí continuó sus estudios humanistas, y llegó a dominar el
griego. En esto era excepcional, pues sabemos por otros testigos que había
muchísimos sacerdotes ignorantes, y hasta se nos dice que eran pocos los que
habían leído todo el Nuevo Testamento.
En 1512 y
1515, Zwinglio acompañó a contingentes de mercenarios procedentes de su
distrito, en campañas en Italia. La primera expedición resultó victoriosa, y el
joven sacerdote vio a sus com- patriotas entregados
al saqueo. El resultado de la segunda fue totalmente opuesto, y le dio a
Zwinglio oportunidad de ver de cerca el impacto de la derrota sobre los vencidos.
Todo aquello lo fue convenciendo de que uno de los grandes males de Suiza era
que su juventud se veía constantemente envuelta en guerras que no eran de su
incumbencia, y que el servicio mercenario destruía la fibra moral de la
sociedad.
Tras pasar
diez años en Glarus, Zwinglio fue nombrado cura de una abadía que era centro de
peregrinaciones, y allí su predicación contra la idea de que tales ejercicios
procuraban la salvación atrajo la atención de muchos.
Cuando
por fin llegó a ser cura en la ciudad de Zurich, Zwinglio había llegado a ideas
reformadoras muy parecidas a las de Lutero. Pero su ruta hacia esas ideas no
había sido el tormento espiritual del reformador alemán, sino más bien el
estudio de las Escrituras utilizando los métodos humanistas, y la indignación
ante las supersticiones del pueblo, la explotación de que era objeto por parte
de algunos eclesiásticos, y el servicio militar mercenario.
Pronto la
autoridad de Zwinglio en Zurich fue grande. Cuando alguien llegó vendiendo
indulgencias, el cura reformador logró que el gobierno lo expulsara. Cuando
Francisco I le pidió a la Confederación Suiza soldados para sus guerras contra
Carlos Y, todos los demás cantones accedieron, pero Zurich se negó, siguiendo
el consejo de su predicador. Poco después los legados del Papa, que era aliado
de Francisco, prevalecieron sobre el gobierno de Zurich, mostrando que existían
tratados que lo obligaban a proporcionarle soldados al papa. Esto hizo que a
partir de entonces buena parte de los ataques de Zwinglio, antes dirigidos de
manera impersonal contra las supersticiones, se volvieran más directamente
contra el papa.
Era la
época en que Lutero estaba causando gran revuelo en Alemania, al enfrentarse al
Emperador en Worms. Ahora los enemigos de Zwinglio
empezaron a decir que sus doctrinas eran las mismas del alemán. Más tarde el
propio Zwinglio diría que, aun antes de haber conocido las doctrinas de Lutero,
había llegado a conclusiones semejantes a base de sus estudios de la Biblia.
Luego, no se trata aquí de un resultado directo de la obra de Lutero, sino de
una reforma paralela a la de Alemania, que pronto comenzó a establecer
contactos con ella, pero cuyo origen era independiente. En todo caso, en 1 522
Zwinglio estaba listo a emprender su obra reformadora, y el Concejo de Gobierno
de Zurich lo respaldaba.
La
ruptura con Roma
Zurich
estaba bajo la jurisdicción eclesiástica del episcopado de Constanza, que
comenzó a dar señales de preocupación por lo que se estaba predicando en
Zurich. Cuando Zwinglio predicó contra las leyes del ayuno y la abstinencia, y
algunos miembros de su parroquia se reunieron para comer salchichas durante la
cuaresma, el obispo sufragáneo de Constanza acusó al predicador ante el Concejo
de Gobierno. Pero Zwinglio se defendió a base de las Escrituras, y se le
permitió seguir predicando. Poco después Zwinglio empezó a criticar el
celibato, diciendo que no era bíblico y que en todo caso quienes lo enseñaban
no lo cumplían. El Papa, a la sazón Adriano VI, trató de calmar su celo
haciéndole promesas tentadoras. Pero Zwinglio persistía en su posición, y logró
que el Concejo convocara a un debate entre él y el vicario del obispo acerca de
las doctrinas que Zwinglio predicaba.
Llegado
el momento del debate, varios cientos de personas se reunieron para
presenciarlo. Zwinglio propuso y defendió sus diversas tesis a base de las
Escrituras. El vicario no respondió a sus tesis, sino que dijo que pronto se
reuniría un concilio universal que decidiría acerca de las cuestiones que se
debatían.
Cuando se
le pidió que tratase de probar que Zwinglio estaba equivocado, se negó a
hacerlo. En consecuencia, el Concejo declaró que, puesto que nadie había
aparecido para refutar las doctrinas de Zwinglio, este podía seguir predicando
libremente. Esa decisión por parte del Concejo marcó la ruptura de Zurich con
el episcopado de Constanza, y por tanto con Roma.
A partir
de entonces, Zwinglio, con el apoyo del Concejo, fue llevando a cabo su
reforma, que consistía en una restauración de la fe y las prácticas bíblicas.
En cuanto a lo que esto quería decir, Zwinglio difería de Lutero, pues mientras
el alemán creía que debían retenerse todos los usos tradicionales, excepto
aquellos que contradijesen a la Biblia, el suizo sostenía que todo lo que no se
encontrase explícitamente en las Escrituras debía ser rechazado. Esto lo llevó,
por ejemplo, a suprimir el uso de órganos en las iglesias, pues se trataba de
un instrumento que no aparecía en la Biblia.
Bajo la
dirección de Zwinglio, hubo rápidos cambios en Zurich. Se empezó a ofrecer la
comunión en ambas especies. Muchos sacerdotes, monjes y monjas se casaron. Se
estableció un sistema de educación pública general, sin distinción de clases.
Al mismo tiempo, predicadores y laicos procedentes de Zurich propagaban sus
doctrinas por otros cantones suizos.
La
Confederación Suiza, como su nombre lo indica, no era un estado centralizado,
sino un complejo mosaico de diversos estados, cada uno con su propio gobierno y
sus propias leyes, que se habían confederado con ciertos propósitos concretos,
particularmente el de garantizar su independencia. Dentro de ese mosaico,
pronto algunas regiones se volvieron protestantes, mientras continuaron en
obediencia a Roma y su jerarquía. Esta divergencia religiosa se sumó a otras
diferencias profundas, y la guerra civil llegó a parecer inevitable.
Los
cantones católicos empezaron a dar pasos hacia una alianza con Carlos V, y
Zwinglio les aconsejó a los protestantes que atacaran a los católicos antes que
fueran demasiado fuertes. Pero las autoridades no estaban dispuestas a ser las
primeras en acudir a las armas. Cuando por fin Zurich se decidió a atacar, los
demás cantones protestantes no estuvieron de acuerdo. Por fin, contra el
consejo de Zwinglio, se tomaron medidas económicas contra los cantones
católicos, a quienes acusaban de haber traicionado a la Confederación al
aliarse con Carlos V, y a través de él con la odiada casa de los Habsburgo.
En
octubre de 1531 los cinco cantones católicos reunieron sus ejércitos y atacaron
a Zurich por sorpresa. Los defensores apenas tuvieron tiempo de prepararse para
el combate, pues no supieron que se les
atacaba hasta que vieron los pendones del enemigo en el horizonte. Zwinglio salió con los primeros
soldados, dispuesto a ofrecer resistencia mientras el grueso del ejército se
preparaba para la defensa. Allí, en Cappel, los
cantones católicos derrotaron a Zurich, y Zwinglio murió en el combate.
Poco más
de un mes más tarde se firmaba la paz de Cappel, por
la que los protestantes se comprometían a pagar los gastos de la reciente
campaña, pero se le permitía a cada cantón decidir cuál sería su propia fe. A
partir de entonces, el protestantismo quedó establecido en varios cantones
suizos, y el catolicismo en otros.
La
teología de Zwinglio
No
podemos detenernos aquí a exponer detalladamente la teología del reformador
suizo, que en todo caso coincidía en muchos puntos con la de Lutero. Por tanto,
nos limitaremos a señalar los principales puntos de contraste entre ambos
reformadores.
La
principal diferencia entre ambos reformadores se relaciona con el camino que
cada uno de ellos siguió para llegar a sus doctrinas. Mientras Lutero fue el
alma atormentada que por fin encontró solaz en el mensaje bíblico de la
justificación por la fe, Zwinglio fue más bien el erudito humanista, que se
dedicó a estudiar las Escrituras porque ellas eran la fuente de la fe
cristiana, y parte del movimiento humanista consistía precisamente en regresar
a las fuentes de la antigüedad. Esto a su vez quiere decir que la teología de
Zwinglio es más racionalista que la de Lutero.
Un buen
ejemplo de esto es el modo en que los dos reformadores discuten la doctrina de
la predestinación. Ambos creían en la predestinación tanto porque era necesaria
para afirmar la justificación absolutamente gratuita, como porque se encuentra
en las epístolas paulinas. Pero mientras para Lutero la predestinación era el
resultado y la expresión de su experiencia de sentirse impotente ante su propio
pecado, y verse por tanto obligado a declarar que su salvación no era obra
suya, sino de Dios, para Zwinglio la predestinación es algo que se deduce
racionalmente del carácter de Dios. Para el reformador de Zurich, la mejor
prueba de la predestinación es que, si Dios es omnipotente y omnisciente, ha de
saberlo todo y determinarlo todo de antemano.
Lutero no
emplearía tales argumentos, sino que se contentaría con decir que la
predestinación es necesaria debido a la impotencia del ser humano para librarse
de su propio pecado. Los argumentos al estilo de los de Zwinglio le hubieran
parecido producto de la «cochina razón», y no de la revelación bíblica ni de la
experiencia del evangelio.
También
en cuanto al alcance de los cambios que debían operarse en la iglesia, los dos
reformadores diferían. Como hemos dicho anteriormente, Lutero creía que bastaba
con deshacerse de todo lo que contradijera las Escrituras, mientras Zwinglio
insistía en la necesidad de retener solamente lo que se encontrara
explícitamente en la Biblia. Una vez más, lo que le preocupaba a Lutero no eran
las formas externas de la religión, sino la proclamación del evangelio
verdadero.
Zwinglio
creía que el retomo a las fuentes debía ser el principio guiador de la Reforma,
y parte de ese retorno consistía en deshacerse de todas las innovaciones que
hubieran sido hechas con el correr de los siglos, por insignificantes que
fueran.
El
racionalismo de Zwinglio se mezclaba con ciertos elementos procedentes del
neoplatonicismo, que se habían introducido en el cristianismo siglos antes, con
Justino Mártir, Orígenes, Agustín y otros. El más notable de estos elementos es
la tendencia a menospreciar la creación material, y a establecer un contraste
entre ella y las realidades espirituales. Esta era una de las razones por las
que Zwinglio insistía en un culto sencillo, que no llevara al creyente hacia lo
material mediante un uso exagerado de los sentidos. Lutero, por su parte,
afirmaba la doctrina bíblica de la creación como buena, y por tanto trataba de
no exagerar el contraste entre lo material y lo espiritual. Para él lo material
no era un obstáculo, sino una ayuda, a la vida espiritual.
Las
consecuencias de esto se vieron claramente en el modo en que los dos
reformadores entendían los sacramentos, particularmente la eucaristía.
Mientras
Lutero creía que al realizarse la acción externa por el ser humano tenía lugar
una acción interna y divina, Zwinglio no estaba dispuesto a concederles tal
eficacia a los sacramentos, pues ello limitaría la libertad del Espíritu. Para
Zwinglio, los elementos materiales, y la acción física que los acompaña, no
pueden ser más que símbolos o señales de la realidad espiritual. Según él,
cuando Jesús dijo: «esto es mi cuerpo», lo que quería decir era «esto significa
mi cuerpo».
Para
ambos reformadores sus doctrinas eucarísticas eran importantes, pues se
relacionaban estrechamente con el resto de su teología. Por ello, cuando las
circunstancias políticas hicieron que el landgrave Felipe de Hesse tratara de
unir a los reformadores alemanes con los suizos, la cuestión de la presencia de
Cristo en la comunión resultó ser el obstáculo insalvable. Esto tuvo lugar en
1529, cuando a instancias de Felipe se reunieron en Marburgo los principales
jefes del movimiento reformador: Lutero y Melanchthon de Wittenberg, Bucero de
Estrasburgo, Ecolampadio de Basilea, y Zwinglio de
Zurich. En todos los puntos principales parecían estar de acuerdo, excepto en
el que se refería al sentido y la eficacia de la comunión. Y aun en este punto
pudo quizá haberse llegado a un entendimiento, de no ser porque Melanchthon le
recordó a Lutero que la doctrina que Zwinglio proponía separaría aún más a los
luteranos de los católicos alemanes, a quienes Lutero y sus compañeros todavía
esperaban ganar para su causa. Algún tiempo después, cuando la ruptura con los
católicos resultó irreversible, el propio Melanchthon llegó a un acuerdo con
los reformadores suizos y de Estrasburgo.
En todo
caso, no cabe duda de que la frase que se le atribuye a Lutero en el coloquio de
Marburgo, «no somos del mismo espíritu», reflejaba adecuadamente la situación.
La diferencia entre los dos reformadores con respecto a la comunión no era
cuestión de un detalle sin importancia, sino que tenía que ver con el modo en
que los dos veían la relación entre la materia y el espíritu, y por tanto
también con el modo en que entendían la revelación divina.
Capítulo
6 .- EL MOVIMIENTO ANABAPTISTA
Ahora
todos quieren salvarse mediante una fe superficial, sin los frutos de la fe,
sin el bautismo de la prueba y la tribulación, sin amor ni esperanza, y sin
prácticas verdaderamente cristianas.
Conrado Grebel
Tanto
Lutero como Zwinglio se quejaban de que a través de los siglos el cristianismo
había dejado de ser lo que había sido en tiempos del Nuevo Testamento. Lutero
deseaba librarlo de todo lo que contradijera las Escrituras. Zwinglio iba más
lejos, y sostenía que solo ha de practicarse o de creerse lo que se encuentre
en la Biblia. Pero pronto aparecieron otros que señalaban que el propio
Zwinglio no llevaba esas ideas a su conclusión lógica.
Los
primeros anabaptistas
Según
esas personas, Zwinglio y Lutero olvidaban que en el Nuevo Testamento hay un
contraste marcado entre la iglesia y la sociedad que la rodea. Ese contraste
pronto resultó en persecución, porque la sociedad romana no podía tolerar al
cristianismo primitivo. Luego, la avenencia entre la iglesia y el estado que
tuvo lugar a partir de la conversión de Constantino constituye en sí misma un
abandono del cristianismo primitivo. Por tanto, la reforma iniciada por Lutero
debía ir más lejos si verdaderamente quería ser obediente al mandato bíblico.
La iglesia no debía confundirse con el resto de la sociedad. Y la diferencia
fundamental entre ambas es que, mientras se pertenece a una sociedad por el
mero hecho de nacer en ella, y sin hacer decisión alguna al respecto, para ser
parte de la iglesia hay que hacer una decisión personal. La iglesia es una
comunidad voluntaria, y no una sociedad dentro de la cual nacemos.
La
consecuencia inmediata de todo esto es que el bautismo de niños ha de ser
rechazado. Ese bautismo da a entender que se es cristiano sencillamente por
haber nacido en una sociedad supuestamente cristiana. Pero tal entendimiento
oculta la verdadera naturaleza de la fe cristiana, que requiere decisión
propia.
Además,
estos reformadores más radicales sostenían que la fe cristiana era en su
esencia misma pacifista. El Sermón del Monte ha de ser obedecido al pie de la
letra, a pesar de las muchas objeciones sobre la imposibilidad de practicarlo,
pues tales objeciones se deben a la falta de fe. Los cristianos no han de tomar
las armas para defenderse a sí mismos, ni para defender su patria, aun cuando
sea amenazada por los turcos. Como era de esperarse, tales doctrinas no fueron
bien recibidas en Alemania, donde la amenaza de los turcos era constante, ni
tampoco en Zurich y los demás cantones protestantes de Suiza, donde la fe
protestante estaba en peligro de ser api astada por los católicos.
Estas
opiniones aparecieron en diversos lugares en el siglo XVI, al parecer sin que
hubiera conexión directa entre sus diversos focos. Pero fue en Zurich donde
primero surgieron a la luz. Había allí un grupo de creyentes, asiduos lectores
de la Biblia, y varios de ellos ilustrados, que instaban a Zwinglio a tomar
medidas más radicales de reforma. En particular, estas personas, que se daban
el nombre de «hermanos», sostenían que se debía fundar una congregación o grupo
de los verdaderos creyentes, en contraste con quienes se decían cristianos por
el hecho de haber nacido en un país cristiano y haber sido bautizados de niños.
Cuando
por fin resultó evidente que Zwinglio no seguiría el camino que ellos
propugnaban, algunos de los «hermanos» decidieron fundar ellos mismos esa
comunidad de verdaderos creyentes. En señal de ello, el exsacerdote Jorge Blaurock le pidió a otro de los hermanos, Conrado Grebel, que lo bautizara. El 21 de enero de 1525, junto a
la fuente que se encontraba en medio de la plaza de Zurich, Grebel bautizó a Blaurock, quien acto seguido hizo lo mismo
con otros hermanos. Aquel primer bautizo no fue todavía por inmersión, pues lo
que preocupaba a Blaurock, Grebel y los demás no era la forma en que se administraba el rito, sino la necesidad
de que la persona tuviera fe y la confesara antes de ser bautizada. Más tarde,
en sus esfuerzos por ser bíblicos en todas sus prácticas, empezaron a bautizar
por inmersión. Pronto se les dio a estas personas el nombre de «anabaptistas»,
que quiere decir «rebautizadores». Naturalmente, ese
nombre no era del todo exacto, porque lo que los supuestos rebautizadores decían no era que fuese necesario bautizarse de nuevo, sino que el primer
bautismo no era válido, y que por tanto el que se recibía después de confesar
la fe era el primero y único. Pero en todo caso la historia los conoce como
«anabaptistas», y ése es el nombre que les daremos aquí a fin de evitar
confusiones.
El
movimiento anabaptista pronto atrajo gran oposición, tanto por parte de los
católicos como de los reformadores. Aunque esa oposición se expresaba
comúnmente en términos teológicos, el hecho es que los anabaptistas fueron
perseguidos porque se les consideraba subversivos. A pesar de todas sus
reformas, Lutero y Zwinglio continuaron aceptando los términos fundamentales de
la relación entre el cristianismo y la sociedad que se habían desarrollado a
partir de Constantino. Ni el uno ni el otro interpretaban el evangelio de tal
modo que fuera un reto radical al orden social. Y eso fue, aun sin quererlo, lo
que hicieron los anabaptistas. Su pacifismo extremo les resultaba intolerable a
los encargados de mantener el orden social y político, particularmente en una
época de gran incertidumbre, como fue el siglo XVI.
Además,
al insistir en el contraste entre la iglesia y la sociedad natural, los
anabaptistas estaban implicando que las estructuras de poder en esa sociedad no
han de transferirse a la iglesia. Aun contra los propósitos iniciales de
Lutero, el luteranismo se veía ahora sostenido por los príncipes que lo habían
abrazado, quienes gozaban de gran autoridad, no solamente en los asuntos
políticos, sino también en los eclesiásticos. En la Zurich de Zwinglio, el
Concejo de Gobierno era quien en fin de cuentas dictaba la política religiosa.
Y lo mismo era cierto en los territorios católicos donde se conservaba la
tradición medieval. Aunque esto no quiere decir que la iglesia y el estado
concordaran en todos los puntos, sí había al menos un cuerpo de presuposiciones
comunes, y era dentro de ese contexto que se producían los conflictos entre las
autoridades civiles y las eclesiásticas. Pero los anabaptistas echaban todo
esto por tierra al insistir en una iglesia de carácter voluntario, distinta de
la sociedad civil. Además, muchos de los anabaptistas eran igualitarios. Muchos
se trataban entre sí de «hermanos». En la mayoría de sus grupos las mujeres
tenían tantos derechos como los hombres. Al menos en teoría, los pobres y los
ignorantes eran tan importantes como los ricos y los sabios.
Todo esto
resultaba ser altamente subversivo en la Europa del siglo XVI, y por tanto
pronto se comenzó a perseguir a los anabaptistas. En 1525 los cantones
católicos de Suiza empezaron a condenar a los anabaptistas a la pena capital.
Al año siguiente el Concejo de Gobierno de Zurich decretó también la pena de
muerte para quien rebautizara o se hiciera rebautizar. A los pocos meses todos
los demás territorios protestantes de Suiza siguieron el ejemplo de Zurich. En
Alemania no existía una política uniforme, pues se aplicaban a los anabaptistas
las viejas leyes contra los herejes, y cada estado seguía el curso que le
parecía. En 1528 Carlos V decretó la pena de muerte para los anabaptistas,
apelando a una vieja ley romana, creada para extirpar el donatismo, según la
cual quien se hiciera culpable de rebautizar o de rebautizarse debía ser
condenado a muerte. La dieta de Spira de 1529, la
misma en que los príncipes luteranos protestaron y recibieron por ello el
nombre de «protestantes», aprobó el decreto imperial contra los anabaptistas.
Menno
Simons abrazó el anabaptismo en 1536, y pronto en 1536 llegó a ser uno de sus
jefes más distinguidos. Y esta vez nadie protestó. El único príncipe alemán
que, sin protestar formalmente, se negó por razones de conciencia a aplicar el
decreto imperial en sus territorios fue el landgrave Felipe de Hesse.
En
algunos lugares, como en la Sajonia electoral en que vivía Lutero, se acusó a
los anabaptistas tanto de herejes como de sediciosos. Puesto que lo primero era
un crimen religioso, y lo segundo civil, tanto las cortes eclesiásticas como
las civiles tenían jurisdicción para castigar a quien se atreviera a repetir el
bautismo, y a quien se negara a presentar a sus hijos pequeños para que lo
recibieran.
El número
de los mártires fue enorme, probablemente mayor que el de todos los que
murieron durante los tres primeros siglos de la historia de la iglesia. El modo
en que se les aplicaba la pena de muerte variaba de lugar a lugar, y hasta de
caso en caso. Con cruel ironía, en algunos lugares se condenaba a los
anabaptistas a morir ahogados. Otras veces eran quemados vivos, siguiendo la
costumbre establecida siglos antes. Pero no faltaron casos en los que fueron
muertos en medio de torturas increíbles, como la de ser descuartizados en vida.
Las historias de heroísmo en tales circunstancias llenarían volúmenes. Y tal
parecía que, mientras más se le perseguía, más crecía el movimiento.
Los
anabaptistas revolucionarios
Aunque
muchos de los primeros jefes del movimiento eran eruditos, y casi todos ellos
eran pacifistas, pronto aquella primera generación pereció víctima de la
persecución. El movimiento se fue haciendo entonces cada vez más radical, y se
mezcló con el resentimiento popular que había dado lugar a la rebelión de los
campesinos. Poco a poco, el pacifismo original se fue olvidando, y el
movimiento tomó un giro violento.
Aun antes
de que surgiera el movimiento anabaptista, Tomás Muntzer había unido algunas de las doctrinas que ese movimiento después promulgaría con
las ansias de justicia por parte de los campesinos. Ahora muchos anabaptistas
hicieron lo mismo. Entre ellos se contaba Melchor Hoffman, un talabartero que
había sido predicador laico luterano en Dinamarca, pero que más tarde había
rechazado las teorías de Lutero acerca de la comunión, para hacerse seguidor de
Zwinglio. En Estrasburgo, donde el anabaptismo era relativamente fuerte, y
donde había cierta medida de tolerancia, Hoffman se hizo anabaptista. Poco
después empezó a anunciar que el día del Señor estaba cercano. Su predicación
inflamó a las multitudes, que acudieron a Estrasburgo, donde según él se
establecería la Nueva Jerusalén. El propio Hoffman predijo que sería
encarcelado por seis meses, y que entonces vendría el fin. Además, abandonó el
pacifismo inicial de los anabaptistas, declarando que al aproximarse el fin
sería necesario que los hijos de Dios tomaran las armas contra los hijos de las
tinieblas. Cuando fue encarcelado, y se cumplió así la primera parte de su
profecía, fueron muchos los que acudieron a Estrasburgo en espera de la señal
de lo alto para tomar las armas. Pero el hecho mismo de que cada día eran más
los anabaptistas que había en la ciudad obligó a las autoridades a tomar medidas
cada vez más represivas. Y Hoffman continuaba encarcelado.
Entonces
alguien dijo que en realidad la Nueva Jerusalén sería establecida, no en
Estrasburgo, sino en Munster. En esa ciudad el
equilibrio entre católicos y protestantes era tal que existía una tregua entre
todos los partidos, y en consecuencia no se perseguía a los anabaptistas. Hacia
allá acudieron los visionarios, y la gente cuya creciente opresión les había
llevado a la desesperación. El reino vendría pronto. Vendría en Munster. Y entonces los pobres recibirían la tierra por
heredad. Pronto el número de los anabaptistas en Munster fue tal que lograron apoderarse de la ciudad. Sus jefes eran un panadero
holandés, Juan Matthys, y su principal discípulo,
Juan de Leiden. Una de sus primeras medidas fue echar a los católicos de la
ciudad. El obispo, expulsado de su sede, reunió un ejército y sitió a la Nueva
Jerusalén. Mientras tanto, dentro de la ciudad, se insistía cada vez más en que
todo se ajustara a la Biblia. Los protestantes moderados fueron también echados
por impíos. Constantemente se destruían las esculturas, pinturas y demás
artefactos del culto tradicional. Fuera de la ciudad, el obispo mataba a cuanto
anabaptista caía en sus manos. Los defensores se exaltaban más cuanto más desesperada
se volvía su situación, pues escaseaban los víveres. A diario había quienes
creían recibir visiones de lo alto. En una salida militar contra las fuerzas
del obispo, Juan Matthys resultó muerto, y Juan de
Leiden lo sucedió.
Debido a
la guerra constante, y al éxodo de muchos varones, la población femenina de la
ciudad era mucho mayor que la masculina, y Juan de Leiden decretó la poligamia,
a la usanza de los patriarcas del Antiguo Testamento. Por ley, toda mujer en la
ciudad tenía que estar casada con algún hombre. El sitio se prolongaba y, al
mismo tiempo que los sitiados carecían de víveres, los fondos del obispo
comenzaban a escasear. En una acción desesperada, Juan de Leiden salió con un
puñado de hombres, y derrotó en una escaramuza a los soldados del obispo.
Entonces, en celebración de aquella victoria, fue proclamado rey de la Nueva
Jerusalén.
Empero
poco después un grupo de habitantes de la Nueva Jerusalén, quizá hastiados de
los excesos que se cometían, o quizá impulsados por el hambre y el miedo, le
abrieron las puertas de la ciudad al obispo, cuyas tropas arrasaron a los
defensores del reducto apocalíptico. El Rey de la Nueva Jerusalén fue hecho
prisionero, y exhibido por toda la región, con sus dos principales
lugartenientes, en sendas jaulas de hierro. Poco después fueron torturados y
ejecutados.
Así
terminó el principal brote del anabaptismo revolucionario. Melchor Hoffman
continuó encarcelado y olvidado, al parecer hasta su muerte. Y hasta el día de
hoy, en la iglesia de San Lamberto, en Munster,
pueden verse las tres jaulas en que fueron exhibidos el Rey y sus dos
lugartenientes.
El
anabaptismo posterior
La caída
de Munster le puso fin al anabaptismo revolucionario.
Pronto se comenzaron a escuchar las voces de quienes decían que la tragedia de Munster se debía a que se había abandonado el pacifismo
original, que era parte de la verdadera fe. Al igual que los primeros
anabaptistas, estos nuevos jefes creían que la razón por la que los cristianos
no están dispuestos a cumplir los preceptos del Sermón del Monte no es que no
sean factibles, sino que es más bien la falta de fe. Quien de veras tiene fe,
practica el amor que Jesús enseñó, y deja las consecuencias de ello en manos de
Dios.
El más
notable portavoz de esta nueva generación fue Menno Simons, un sacerdote
católico holandés que abrazó el anabaptismo en 1536, es decir, el mismo año en
que fueron ejecutados Juan de Leiden y sus compañeros. Simons se unió a un
grupo de anabaptistas holandeses cuyo jefe era Obbe Philips, pero pronto descolló entre ellos de tal manera que el grupo recibió el
nombre de «menonitas».
Aunque
los menonitas sufrieron las mismas persecuciones de que eran objeto los demás
anabaptistas, Menno Simons logró sobrevivir, y pasó el resto de su vida
viajando por Holanda y el norte de Alemania, y predicando su fe. Para él, el
pacifismo era parte fundamental de la fe cristiana, y por tanto repudiaba toda
relación con el ala revolucionaria del anabaptismo. Los cristianos, según creía
Menno Simons, no han de prestar juramento alguno, y por tanto no han de ocupar
cargos públicos que requieran tales juramentos. Pero sí han de obedecer a las autoridades
civiles en todo, excepto en lo que las Escrituras prohíban. El bautismo, que
Menno practicaba echando agua sobre la cabeza, solo ha de serles administrado a
los adultos que confiesen su fe. Ni ese rito ni la comunión confieren gracia
alguna, sino que son señales externas de lo que sucede internamente entre el
cristiano y Dios. Además, siguiendo el ejemplo de Jesús, Menno y los suyos
practicaban el lavado mutuo de los pies.
Aunque se
abstenían de participar activamente en cualquier acto de subversión, los
menonitas pronto fueron considerados subversivos por muchos gobiernos, pues se
negaban a participar de la vida común de la sociedad, particularmente en lo que
a portar armas se refería. Esto a su vez los hizo esparcirse por toda Europa.
Muchos emigraron hacia Europa oriental, particularmente hacia Rusia. Otros
marcharon hacia Norteamérica, donde la tolerancia religiosa les prometía poder
vivir en paz. Pero también en Rusia y en Norteamérica tuvieron dificultades,
pues en ambos casos el estado quería que se ajustaran a sus leyes sujetándose
al servicio militar obligatorio. Por esa causa, en los siglos XIX y XX fuertes
contingentes emigraron hacia Sudamérica, donde todavía había territorios donde
podían vivir en aislamiento relativo del resto de la sociedad.
Hasta el
día de hoy, los menonitas son la principal rama del viejo movimiento
anabaptista del siglo XVI, y continúan insistiendo en su pacifismo, y
dedicándose frecuentemente al servicio social.
Capítulo
7 .- JUAN CALVINO
Cuidemos
de que nuestras palabras y pensamientos no vayan más allá de lo que la Palabra
de Dios nos dice. [...] Dejémosle a Dios su propio conocimiento, [...] y
concibámoslo tal como Él se nos da a conocer, sin tratar de descubrir algo acerca
de su naturaleza aparte de su Palabra.
Juan
Calvino
Sin lugar
a dudas, el más importante sistematizador de la teología protestante en el
siglo XVI fue Juan Calvino. Mientras Lutero fue el espíritu fogoso y propulsor
del nuevo movimiento, Calvino fue el pensador cuidadoso que forjó de las
diversas doctrinas protestantes un todo coherente. Además, para Lutero su
búsqueda tormentosa de la salvación y su descubrimiento de la justificación por
la fe fueron tales que siempre dominaron toda su teología. Calvino, como hombre
de la segunda generación, no permitió que la doctrina de la justificación
eclipsara el resto de la teología cristiana, y por ello les prestó mayor
atención a varios aspectos del cristianismo que habían quedado postergados en
Lutero: en particular, a la doctrina de la santificación.
La
formación de Calvino
Calvino
nació en la pequeña ciudad de Noyon, en Francia, el 10 de julio de 1509, cuando
Lutero había ya dictado sus primeras conferencias en la universidad de
Wittenberg. Su padre pertenecía a la clase media de la ciudad, y trabajaba
principalmente como secretario del obispo y procurador del capítulo de la
catedral. Haciendo uso de tales conexiones, le procuró a su hijo Juan dos
beneficios eclesiásticos con los cuales costearse los estudios.
Con esos
recursos, el joven Calvino fue a estudiar a París, donde conoció tanto el
humanismo como la reacción conservadora que se le oponía. La discusión
teológica que tenía lugar en esos días lo llevó a conocer las doctrinas de Wyclif, Huss y Lutero. Pero,
según él mismo dice: «estaba obstinadamente atado a las supersticiones del
papado».
En 1528
completó sus estudios en París, al obtener el grado de Maestro en Artes, y
decidió dedicarse a la jurisprudencia. Con ese propósito, continuó sus estudios
en Orleans y en Bourges, bajo dos de los más célebres
juristas de la época, Pierre de l’Estoile y Andrea Alciati.
El
primero seguía los métodos tradicionales en el estudio e interpretación de las
leyes, mientras que el segundo era un humanista elegante y quizá algo fatuo.
Cuando hubo un debate entre ambos, Calvino intervino a favor del primero. Esto
es importante porque indica que, aun en esos tiempos en que comenzaba a dejarse
cautivar por el espíritu humanista, Calvino no sentía simpatías hacia la
elegancia vacua que frecuentemente se posesionaba de algunos de los más famosos
humanistas.
Pero a
pesar de su conflicto con Alciati, Calvino estaba
decidido a seguir el camino de los humanistas. Pronto se unió a un pequeño
círculo de estudiosos y admiradores de Erasmo, y se dedicó a los estudios
humanistas. Luego, aunque recibió su licencia para practicar la abogacía en
1530, su principal ocupación durante los próximos dos años parece haber sido la
preparación de un comentario acerca de la obra de Séneca, De clemencia. Este
comentario, publicado en 1532, fue relativamente bien recibido, aunque no
colocó a su autor en el número de los más ilustres humanistas.
La
conversión
No se
sabe a ciencia cierta qué llevó a Calvino a abandonar la fe romana, ni la fecha
exacta en que lo hizo. A diferencia de Lutero, Calvino nos dice poco acerca del
estado interior de su alma. Pero lo más probable parece ser que en medio del
círculo de humanistas en que se movía, y a través de sus estudios de las
Escrituras y de la antigüedad cristiana, Calvino llegó a la convicción de que
tenía que abandonar la comunión romana, y seguir el camino de los protestantes.
En 1534
se presentó en su ciudad natal de Noyon, y renunció a los beneficios
eclesiásticos que su padre le había procurado, y que eran su principal fuente
de sostén económico. Si ya en ese momento estaba decidido a abandonar la
iglesia romana, o si ese gesto fue sencillamente un paso más en su
peregrinación espiritual, nos es imposible saberlo. El hecho es que en octubre
de 1534 Francisco I, hasta entonces relativamente tolerante para con los
protestantes, cambió su política, y en enero del año siguiente Calvino se
exiliaba en la ciudad protestante de Basilea.
La
Institución de la religión cristiana
Calvino
se sentía llamado a dedicarse al estudio y las labores literarias. Su propósito
no era en modo alguno llegar a ser uno de los jefes de la Reforma, sino más
bien encontrar un lugar tranquilo donde estudiar las Escrituras y escribir
acerca de la nueva fe. Poco antes de llegar a Basilea, había escrito un breve
tratado acerca del estado de las almas de los muertos antes de la resurrección.
Según él concebía su propia vocación, su tarea consistiría en escribir otros
tratados como ése, que sirvieran para aclarar la fe de la iglesia en una época
de tanta confusión.
Por lo
pronto su principal proyecto era un breve resumen de la fe cristiana desde el
punto de vista protestante. Hasta entonces, casi toda la literatura
protestante, llevada por la urgencia de la polémica, había tratado
exclusivamente acerca de los puntos en discusión, y había dicho poco acerca de
las otras doctrinas fundamentales del cristianismo, tales como la Trinidad, la
encarnación, etc. Lo que Calvino se proponía entonces era llenar ese vacío con
un breve manual al que le dio el título de Institución de la religión
cristiana. La primera edición de la Institución cristiana apareció en Basilea
en 1536. Era un libro de 516 páginas, pero de formato pequeño, de modo que
cupiera fácilmente en los amplios bolsillos que se usaban entonces, y pudiera
por tanto circular disimuladamente en Francia. Constaba de solo seis capítulos.
Los primeros cuatro trataban acerca de la ley, el Credo, el Padrenuestro y los
sacramentos. Los dos últimos, de tono más polémico, resumían la posición
protestante con respecto a los «falsos sacramentos» romanos, y a la libertad
cristiana.
El éxito
de esta obra fue inmediato y sorprendente. En nueve meses se agotó la edición
que, por estar en latín, resultaba accesible a lectores de diversas
nacionalidades.
A partir
de entonces Calvino continuó preparando ediciones sucesivas de la Institución,
que fue creciendo según iban pasando los años. Las diversas polémicas de la
época, las opiniones de varios grupos que Calvino consideraba errados, y las
necesidades prácticas de la iglesia, fueron contribuyendo al crecimiento de la
obra, de tal modo que para seguir el curso del desarrollo teológico de Calvino,
y de las polémicas en que se vio envuelto, bastaría comparar las ediciones
sucesivas de la Institución. Puesto que no podemos hacer tal cosa aquí, nos
limitaremos a hacer constar las fechas e idiomas de las diversas ediciones
aparecidas en vida de Calvino, para terminar con un breve resumen de la última.
Tras la edición de 1536, en latín, apareció en Estrasburgo la de 1539, en el
mismo idioma. En 1541 Calvino publicó en Ginebra la primera edición francesa,
que es una obra maestra de la literatura en ese idioma. A partir de entonces,
las ediciones aparecieron en pares, una latina seguida de su versión francesa,
como sigue: 1543 y 1545, 1550 y 1551, 1559 y 1560. Puesto que las ediciones
latina y francesa de 1559 y 1560 fueron las últimas producidas en vida de
Calvino, son ellas las que nos dan el texto definitivo de la Institución.
Ese texto
definitivo dista mucho de ser el pequeño manual de doctrina que Calvino había
tenido en mente al publicar su primera edición, pues los seis capítulos de 1536
se han vuelto cuatro libros con un total de ochenta capítulos. El primer libro
trata acerca de Dios y su revelación, así como de la creación y de la
naturaleza del ser humano, pero sin incluir la caída y la salvación. El segundo
libro trata acerca de Dios como redentor, y del modo en que se nos da a
conocer, primero en el Antiguo Testamento, y después en Jesucristo.
El
tercero trata acerca de cómo, por el Espíritu, podemos participar de la gracia
de Jesucristo, y de los frutos que ello produce. Por último, el cuarto trata de
«los medios externos» para esa participación, es decir, de la iglesia y los
sacramentos. En toda la obra se manifiesta un conocimiento profundo, no solo de
las Escrituras, sino también de los antiguos escritores cristianos,
particularmente San Agustín, y de las controversias teológicas del siglo XVI.
Sin lugar a dudas, esta fue la obra cumbre de la teología sistemática
protestante en todo ese siglo.
El
reformador de Ginebra Calvino no tenía la menor intención de dedicarse a la
vida activa de sus muchos correligionarios que en diversas partes llevaban a
cabo la obra reformadora. Aunque sentía hacia ellos profundo respeto y
admiración, estaba convencido de que sus dones no eran los del pastor ni los
del adalid, sino más bien los del estudioso y el escritor. Tras una breve
visita a Ferrara, y otra a Francia, decidió establecer su domicilio en
Estrasburgo, donde la causa reformadora había triunfado, y donde había una gran
actividad teológica y literaria que le parecía ofrecer un ambiente propicio
para sus labores.
Empero el
camino más directo hacia Estrasburgo estaba cerrado por razones de una guerra,
y Calvino tuvo que desviarse y pasar por Ginebra. La situación en esa ciudad
era confusa. Algún tiempo antes, la ciudad protestante de Berna había enviado
misioneros a Ginebra, y estos habían logrado obtener el apoyo de un pequeño
núcleo de laicos instruidos que ansiaban la reforma de la iglesia, y de un
fuerte contingente de burgueses cuyo principal deseo parece haber sido lograr
ciertas ventajas y libertades que no tenían bajo el régimen católico. El clero,
por lo general de escasa instrucción y menos convicción, sencillamente había
seguido las órdenes del gobierno de Ginebra cuando este decidió abolir la misa
y optar por el protestantismo. Esto había sucedido unos pocos meses antes de la
llegada de Calvino a Ginebra, y por tanto los misioneros procedentes de Berna,
cuyo jefe era Guillermo Farel, se encontraban al
frente de la vida religiosa de toda la ciudad, y carentes del personal
necesario.
Calvino
llegó a Ginebra con la intención de pasar allí no más de un día, y proseguir su
camino hacia Estrasburgo. Pero alguien le avisó a Farel que el autor de la Institución se encontraba en la ciudad, y se produjo así una
entrevista inolvidable que el propio Calvino nos cuenta.
Farel, que «ardía con un
maravilloso celo por el avance del evangelio», le presentó a Calvino varias
razones por las que se precisaba su presencia en Ginebra. Calvino escuchó
atentamente a su interlocutor, unos quince años mayor que él, pero se negó a
acceder a su ruego, diciéndole que tenía proyectados ciertos estudios, y que no
le sería posible llevarlos a cabo en la situación que Farel describía. Cuando este último hubo agotado todos sus argumentos, sin lograr
convencer al joven teólogo, apeló al Señor de ambos, e increpó al teólogo con
voz estentórea: «Dios maldiga tu descanso, y la tranquilidad que buscas para
estudiar, si ante una necesidad tan grande te retiras, y te niegas a prestar
socorro y ayuda».
Ante tal
imprecación, nos cuenta Calvino: «esas palabras me espantaron y quebrantaron, y
desistí del viaje que había emprendido». Y así comenzó la carrera de Juan
Calvino como reformador de Ginebra.
Aunque al
principio Calvino accedió sencillamente a permanecer en la ciudad, y a
colaborar con Farel, pronto su habilidad teológica,
su conocimiento de la jurisprudencia y su celo reformador hicieron de él el
personaje central en la vida religiosa de la ciudad, mientras Farel gustosamente se convertía en su colaborador. Empero
no todos estaban dispuestos a seguir el camino de reforma que Calvino y Farel habían trazado. En cuanto comenzaron a exigir que se
siguieran verdaderamente los principios protestantes, muchos de los burgueses
que habían apoyado la ruptura con Roma comenzaron a ofrecerles resistencia, al
tiempo que hacían llegar a otras ciudades protestantes en Suiza rumores acerca
de los supuestos errores de los reformadores ginebrinos. El conflicto se
produjo por fin en tomo al asunto del derecho de excomunión. Calvino insistía
en que, para que la vida religiosa se conformara verdaderamente a los
principios reformadores, era necesario excomulgar a los pecadores impenitentes.
Ante lo que parecía ser un rigorismo excesivo, el gobierno de la ciudad se negó
a seguir los consejos de Calvino. A la postre, el conflicto fue tal que Calvino
fue desterrado. El fiel Farel, que pudo haber
permanecido en la ciudad, escogió el exilio antes que servir de instrumento a
los burgueses que querían una religión con toda clase de libertades y pocas
obligaciones.
Calvino
vio en todo esto una puerta que el cielo le abría para continuar la vida de
estudio y retiro que había proyectado, y se dirigió a Estrasburgo. Pero en esa
ciudad el jefe del movimiento reformador, Martín Bucero, tampoco lo dejó en
paz. Había allí un fuerte contingente de franceses, exiliados por motivos
religiosos, carentes de dirección pastoral, y Bucero hizo que Calvino quedara a
cargo de ellos. Fue entonces cuando nuestro teólogo produjo una liturgia
francesa, y tradujo varios salmos y otros himnos, para que los cantaran los
franceses exiliados. Además produjo la segunda edición de la Institución, y
contrajo matrimonio con la viuda Idelette de Bure, con quien fue muy feliz hasta que la muerte la llevó
en 1549.
Los tres años
que Calvino pasó en Estrasburgo fueron probablemente los más felices y
tranquilos de su vida. Pero a pesar de ello siempre se dolía de no haber podido
continuar la obra reformadora de Ginebra, por cuya iglesia sentía un gran amor
y responsabilidad, por tanto, cuando las circunstancias cambiaron en la ciudad
suiza, y el gobierno lo invitó a regresar, Calvino no vaciló, y una vez más
quedó a cargo de la obra reformadora en Ginebra.
Fue a
mediados de 1541 cuando Calvino regresó a Ginebra. Una de sus primeras acciones
fue redactar las Ordenanzas eclesiásticas, que fueron aprobadas pocos meses
después por el gobierno de la ciudad, aunque con algunas enmiendas. Según se
estipulaba en ellas, el gobierno de la iglesia quedaba principalmente en manos
del Consistorio, que estaba formado por los pastores y por doce laicos que
recibían el nombre de «ancianos». Puesto que los pastores eran cinco, los
laicos eran la mayoría del Consistorio. Pero a pesar de ello el impacto
personal de Calvino era tal que casi siempre ese cuerpo siguió sus deseos.
Durante
los próximos doce años, hubo conflictos repetidos entre el Consistorio y el
gobierno de la ciudad, pues el cuerpo eclesiástico, siguiendo la inspiración de
Calvino, trataba de regular las costumbres con una severidad que no siempre era
del agrado del gobierno. En 1553 la oposición había vuelto a ganar las
elecciones, y la situación política de Calvino era precaria.
Fue
entonces cuando comenzó el famoso proceso de Miguel Serveto.
Este era un médico español, autor de varios libros de teología, que estaba
convencido de que la unión de la iglesia con el estado a partir de Constantino
había constituido una gran apostasía, y que el Concilio de Nicea, al promulgar
la doctrina trinitaria, había ofendido a Dios. Serveto acababa de escapar de las cárceles de la inquisición católica en Francia, donde
se le seguía proceso de herejía, y se vio obligado a pasar por Ginebra, donde
fue reconocido cuando fue a escuchar a Calvino predicar. Fue arrestado, y
Calvino preparó una lista de treinta y ocho acusaciones contra él. Puesto que Serveto era un erudito, y además había sido acusado de
herejía por los católicos, el partido que se oponía a Calvino en Ginebra adoptó
su causa. Pero el gobierno de la ciudad les pidió consejo a los cantones
protestantes de Suiza, y todos concordaron en que Serveto era hereje. Esto acalló a la oposición, y se resolvió condenar a Serveto a ser quemado vivo, aunque Calvino trató de que en
lugar de ello se le decapitara, por ser una pena menos cruel.
La muerte
de Serveto fue duramente criticada, principalmente
por Sebastián Castellón, a quien Calvino había hecho expulsar de la ciudad por
interpretar el Cantar de los Cantares como un poema de amor. A partir de
entonces ese incidente se ha vuelto símbolo del dogmatismo rígido que reinaba en
la Ginebra de Calvino. Y no cabe duda de que hay mucho de verdad en esto. Pero
no se olvide que en la misma época, y en diversas partes de Europa, tanto
católicos como protestantes estaban procediendo de manera semejante contra
quienes consideraban herejes. El propio Serveto fue
condenado a la hoguera por la inquisición francesa, que no pudo llevar a cabo
su sentencia por la fuga del reo.
En todo
caso, después de la ejecución de Serveto la autoridad
de Calvino en Ginebra no tuvo rival, sobre todo por cuanto los teólogos de
todos los demás cantones suizos protestantes le habían prestado su apoyo, al
tiempo que sus opositores se habían visto en la difícil situación de defender a
un hereje condenado tanto por los católicos como por los demás protestantes de
Suiza. En 1559 Calvino vio cumplirse uno de sus sueños, al ser fundada la
Academia de Ginebra, bajo la dirección de Teodoro de Beza, quien después
sucedería a Calvino como jefe religioso de la ciudad. En aquella academia se
formó la juventud ginebrina según los principios calvinistas. Pero su principal
impacto se debió a que en ella cursaron estudios superiores personas
procedentes de varios otros países, que después llevaron el calvinismo a ellos.
Hacia el
fin de sus días, Calvino preparó su testamento y se despidió de sus
colaboradores. Farel, que se había dedicado a
proseguir la obra reformadora en Neuchatel, fue a ver
a su amigo por última vez. Murió el 27 de mayo de 1564.
Calvino
y el calvinismo
En vida
de Calvino, la principal cuestión teológica que dividía a los protestantes
(aparte, claro está, de los anabaptistas) era la de la presencia de Cristo en
la comunión, que según hemos visto fue la principal causa de desavenencia entre
Lutero y Zwinglio. En este punto, Calvino siguió el ejemplo de su amigo Bucero,
el reformador de Estrasburgo, quien tomaba una posición intermedia entre Lutero
y Zwinglio. Para Calvino, la presencia de Cristo en la comunión es real, pero
espiritual. Esto quiere decir que no se trata de un mero símbolo, o de un ejercicio
de devoción, sino que en la comunión hay una verdadera acción por parte de Dios
en pro de la iglesia que participa de ella. Pero al mismo tiempo esto no quiere
decir que el cuerpo de Cristo descienda del cielo ni que esté presente en
varios altares al mismo tiempo, como pretendía Lutero. Lo que sucede es más
bien que en el acto de la comunión, por el poder del Espíritu Santo, los
creyentes son llevados al cielo, y participan con Cristo de un anticipo del
banquete celestial.
En 1536,
Bucero, Lutero y otros llegaron a la Concordato de Wittenberg, un documento que
lograba salvar las diferencias entre ambas posiciones. En 1549, Bucero,
Calvino, los principales teólogos protestantes suizos, y varios otros del sur
de Alemania, firmaron el Consenso de Zurich, otro documento semejante. Además,
Lutero le había prestado buena acogida a la Institución de Calvino. Por tanto,
las diferencias entre los diversos reformadores en lo que a la comunión se
refería no parecían ser insalvables.
Empero
los seguidores de los grandes maestros estaban dispuestos a mostrarse más
estrictos que ellos. En 1552 el luterano Joaquín Westphal publicó un ataque
contra Calvino, donde decía que el calvinismo se estaba introduciendo
subrepticiamente en los territorios luteranos, y se declaraba campeón de la
posición de Lutero con respecto a la comunión. Lutero había muerto, y
Melanchthon se negó a atacar a Calvino, como lo deseaba Westphal. Pero el
resultado de todo esto fue el distanciamiento cada vez mayor entre quienes
seguían a Lutero y quienes aceptaban el Consenso de Zurich, que a partir de 1
580 recibieron el nombre de «reformados». Por tanto, durante este primer
período la marca característica de los «calvinistas» o «reformados» no era su
doctrina de la predestinación, sino su opinión con respecto a la comunión. Solo
más tarde, según veremos en otra parte de esta historia, la doctrina de la
predestinación vino a ser la característica distintiva del calvinismo. En vida
de Lutero y de Calvino no podía ser así, pues ambos reformadores afirmaban la
predestinación.
En todo
caso, debido en parte a la Academia de Ginebra, y en parte a la Institución de
la religión cristiana, la influencia de Calvino pronto se hizo sentir en
diversas partes de Europa, y a la postre surgieron varias iglesias —en Holanda,
Escocia, Hungría, Francia, etc. — que seguían las doctrinas del reformador de
Ginebra, y que se conocen como «reformadas» o «calvinistas».
Por
último, antes de terminar este capítulo debemos mencionar que algunos
historiadores y economistas han señalado la existencia de una relación entre el
calvinismo y los orígenes del capitalismo. Algunos han tratado de probar que el
calvinismo fue el espíritu propulsor del capitalismo. Pero lo más correcto
parece ser que ambos movimientos comenzaban a cobrar impulso en la misma época,
y que pronto se aliaron. Al seguir el curso del calvinismo en diversos países,
veremos algo de esa alianza y de sus resultados.
Capítulo
8 .- LA REFORMA EN LA GRAN BRETAÑA
San Pablo
llama a la congregación «el cuerpo de Cristo» con lo cual indica que ningún
miembro puede sostenerse ni alimentarse sin la ayuda y el apoyo de los demás.
Por ello creo que es necesario para la inteligencia de las Escrituras que haya
reuniones de los hermanos.
Juan
Knox
Durante
todo el siglo XVI, la Gran Bretaña estuvo dividida en dos reinos: el de
Inglaterra, bajo el régimen de los Tudor, y el de Escocia, cuyos soberanos
pertenecían a la dinastía de los Estuardo. Aunque ambas casas estaban
emparentadas, y a la postre una de ellas regiría ambos reinos, las relaciones
entre los dos países habían sido tensas por largo tiempo, y en consecuencia la
Reforma siguió en Escocia un curso distinto del que tomó en Inglaterra. Por
ello, y para simplificar nuestra narración, trataremos primero acerca de la
Reforma en Inglaterra, y después tornaremos nuestra atención hacia la Reforma
en Escocia.
Enrique
VIII
Al
comenzar el siglo XVI, Escocia era aliada de Francia, e Inglaterra de España,
hasta tal punto que las tensiones políticas entre los dos grandes reinos del
Continente se reflejaban en sus dos congéneres insulares. A fin de fortalecer
su alianza con España, Enrique VII, quien reinaba en Inglaterra, concertó un
matrimonio entre su hijo y presunto heredero, Arturo, y una de las hijas de los
Reyes Católicos, Catalina de Aragón. El matrimonio se llevó a cabo con gran
pompa cuando Catalina tenía quince años, sellando así la amistad entre España e
Inglaterra. Pero a los cuatro meses Arturo murió, y los Reyes Católicos
propusieron una afianza entre la joven viuda y el hermano menor de Arturo,
Enrique, quien era ahora el heredero del trono.
El Rey de
Inglaterra, ansioso de conservar tanto la amistad de España como la dote de la
princesa, venció sus reparos. Puesto que la ley canónica prohibía que alguien
se casara con la viuda de su hermano, se obtuvo una dispensa papal, y tan
pronto como el joven Enrique tuvo la edad necesaria se le casó con Catalina.
Aquel
matrimonio no fue afortunado. Aunque el Papa había dado una dispensa, quedaban
dudas acerca de si la prohibición de casarse con la viuda de su hermano caía
dentro de la jurisdicción pontificia, y por tanto de la validez del matrimonio.
Cuando sólo uno de los vástagos de esa unión, la princesa María, logró
sobrevivir, esto pareció ser una señal de la ira divina. Era necesario que el
Rey tuviera un heredero varón, y tras largos años de matrimonio con Catalina
resultaba claro que tal heredero no procedería de esa unión.
Ante tal
situación, se propusieron varias soluciones. Una de ellas, sugerida por el Rey,
era declarar legítimo a su hijo bastardo, a quien le había dado el título de
duque de Richmond. Roma no accedió a ese arreglo, y el cardenal que trataba con
tales asuntos le sugirió a Enrique que casara a María con el bastardo. Pero ese
matrimonio entre medio hermanos le repugnaba a Enrique, quien decidió solicitar
de Roma la anulación de su matrimonio con Catalina, para poder casarse con
otra. Según parece, al hacer su primera petición de anulación, el Rey no estaba
todavía enamorado de Ana Bolena, y por tanto lo que le movía eran razones de
estado más bien que del corazón.
La
Reforma en Gran Bretaña
Tales
anulaciones eran relativamente frecuentes, y el Papa podía concederlas por
diversas razones. En este caso, lo que se argumentaba era que, a pesar de la
dispensa papal, el matrimonio de Enrique con la viuda de su hermano no era
lícito, y por tanto había sido siempre nulo. Pero había otros factores que nada
tenían que ver con el derecho canónico, y que pesaban mucho más en Roma. La
principal de ellas era que Catalina era tía de Carlos V, quien a la sazón tenía
al Papa prácticamente en su poder, y a quien su tía había recurrido para que la
salvase de la deshonra. Clemente VII no podía declarar nulo el matrimonio de
Enrique con Catalina sin airar al poderoso Carlos V. Por tal motivo, le dio
largas al asunto, y hasta llegó a sugerirle a Enrique que, en lugar de repudiar
a su esposa, tomara otra secretamente. Pero esto tampoco era aceptable para el
Rey, quien necesitaba tener un heredero públicamente reconocido. Tomás Cranmer,
el principal consejero del Rey en materia religiosa, sugirió que se consultara
a las principales universidades católicas, y las más prestigiosas — París,
Orleans, Tolosa, Oxford, Cambridge, y hasta las italianas — declararon que el
matrimonio no era válido.
A partir
de entonces Enrique VIII siguió un curso que no podía sino llevar a la ruptura
definitiva con Roma. Cada vez se insistió más en las viejas leyes que prohibían
que se apelara a tribunales extranjeros. Amenazando al Papa con retener los
fondos que debían ir a Roma, logró que éste accediera al nombramiento de Tomás
Cranmer, hombre de espíritu reformador, como arzobispo de Canterbury.
El Rey no
sentía la más mínima simpatía hacia los protestantes. De hecho, unos pocos años
antes había compuesto un tratado contra Lutero, y había recibido de León X el
título de «defensor de la fe». Pero las ideas luteranas, unidas al remanente
que todavía quedaba de las de Wyclif, circulaban por
todo el país, y quienes las sostenían se alegraban al ver el distanciamiento
progresivo entre el Rey y el Papa. Recuérdese además que el programa de Wyclif incluía una iglesia nacional, bajo la dirección de
las autoridades civiles, y se verá hasta qué punto lo que estaba sucediendo en
Inglaterra concordaba con esas ideas. Además, era de todos sabido que Cranmer
participaba del mismo sueño de una iglesia reformada bajo la autoridad real.
La
ruptura definitiva se produjo en 1534, cuando el Parlamento, siguiendo en ello
los deseos del Rey, promulgó una serie de leyes prohibiendo el pago de las
anatas y de otras contribuciones a Roma, declarando que el matrimonio de
Enrique con Catalina no era válido, y que por tanto Mana no era heredera del
trono, haciendo del Rey «cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra», y
declarando traidor a todo el que se atreviera a decir que el Rey era cismático
o hereje.
El
personaje más célebre que se opuso a todo esto fue sir Tomás Moro, quien había
sido canciller del reino y amigo íntimo de Enrique VIII. Moro se negó a jurarle
fidelidad al Rey como cabeza de la iglesia, y por ello fue encarcelado. En su
prisión lo visitó una de sus hijas, a quien él había hecho educar con los
mejores conocimientos del humanismo de su época. Se cuenta que, cuando su hija
lo instó a retractarse y aceptar al Rey como cabeza de la iglesia, nombrando
los muchos personajes ilustres que lo habían hecho, Moro le contestó: «No me es
dado cargar mi conciencia a espaldas de otro». Llevado a juicio, el excanciller
se defendió diciendo que él nunca había negado que el Rey fuese cabeza de la
iglesia, sino que sencillamente se había negado a afirmarlo, y que a nadie se
le pue- de condenar por dejar de decir algo. Pero cuando se le condenó a muerte
declaró abiertamente que, para desahogar su conciencia, deseaba dejar
constancia de que no creía que un laico pudiese ser cabeza de la iglesia, o que
hubiera reino humano alguno con autoridad para establecer leyes en materias
eclesiásticas. Cinco días después fue ejecutado en la Torre de Londres, tras
anunciar: «Muero siendo todavía fiel siervo del Rey, pero ante todo lo soy de
Dios».
En 1935,
cuatrocientos años después de su muerte, Tomás Moro fue declarado santo por la
iglesia católica. Lo que hasta entonces había sucedido no era más que un cisma,
sin contenido reformador alguno, y sin más doctrinas que las necesarias para
justificar el cisma mismo. Pero había muchos en Inglaterra que creían que era
necesario reformar la iglesia, y que veían en todos estos acontecimientos una
gran oportunidad para hacerlo. El principal de ellos, pero ciertamente no el
único, era Tomás Cranmer.
La
actitud de Enrique VIII hacia las cuestiones religiosas era esencialmente
conservadora. El mismo parece haber estado convencido de buena parte de las
doctrinas tradicionales. Pero no cabe duda de que sus motivos últimos eran
principalmente políticos. Luego, durante todo su reinado las leyes sobre
materia religiosa vacilaron según las necesidades del momento.
Naturalmente,
tan pronto como fue hecho cabeza de la iglesia Enrique declaró nulo su
matrimonio con Catalina, y legalizó el que había tenido lugar secretamente con
Ana Bolena poco antes. Pero Ana no le dio sino una hija, y a la postre fue
acusada de adulterio y ejecutada. El Rey se casó entonces con Jane Seymour,
quien por fin le dio un heredero varón. Cuando Jane murió, el Rey utilizó su
nuevo matrimonio para tratar de establecer una alianza con los luteranos
alemanes, pues en ese momento se sentía amenazado tanto por Francia como por
Carlos V. Se casó entonces con Ana de Cleves, cuñada del príncipe protestante
Juan Federico de Sajorna. Pero cuando resultó claro que los luteranos insistían
en sus posiciones doctrinales, y que Carlos V y Francisco I no podían ponerse
de acuerdo, Enrique se divorció de Ana, e hizo decapitar al ministro que había
hecho los arreglos para ese matrimonio.
La nueva
reina, Catherine Howard, pertenecía al partido conservador, y por tanto este
matrimonio señaló un nuevo período de dificultades para el partido reformista.
Además, Enrique hizo un pacto con Carlos V para una invasión conjunta de
Francia. Puesto que no tenía que temerle entonces al Emperador, rompió todas
sus negociaciones con los protestantes alemanes, y trató una vez más de hacer
que la Iglesia de Inglaterra fuese semejante a la romana, excepto en lo que se
refería a la obediencia al Papa y a los monasterios, cuyas propiedades el Rey había
confiscado poco antes, y no tenía intención alguna de devolver. Pero Catherine
Howard cayó en desgracia y fue decapitada, y Carlos V, por razones de su propia
conveniencia, rompió su alianza con Inglaterra. La próxima y última esposa de
Enrique VIII, Catherine Parr, era partidaria de la
reforma. Los conservadores se veían en una situación cada vez más difícil
cuando el Rey murió a principios de 1547.
Durante
todo este tiempo, unas veces con el apoyo real y otras sin él, las ideas
reformadoras se habían ido posesionando del país. Cranmer había hecho traducir
la Biblia al inglés, y por mandato real una gran Biblia había sido colocada en
cada iglesia, donde todos pudieran leerla. Esta era un arma poderosa en manos
de los propagandistas de la reforma, que iban de lugar en lugar señalando los
puntos en que las Escrituras parecían darles la razón. La disolución de los
monasterios privó ai partido conservador de uno de
sus más fuertes baluartes. Y los humanistas, que eran numerosos e influyentes
en el país, veían en la política real una oportunidad de llegar a una reforma
sin los que les parecían excesos de los protestantes alemanes. El resultado fue
que a la muerte de Enrique VIII el partido reformador contaba con fuerte apoyo
en todo el país.
Eduardo
VI
El
sucesor de Enrique VIII fue su único heredero varón, Eduardo, quien era un niño
enfermizo. Bajo la regencia de su tío el duque de Somerset, que duró tres años,
la Reforma marchó rápidamente. Se comenzó a administrar la comunión en ambas
especies, se permitió el matrimonio del clero, y se quitaron las imágenes de
las iglesias.
Pero la
medida más notable de este período fue la publicación del Libro de oración
común, cuyo principal autor fue Cranmer, y que le dio por primera vez al pueblo
inglés una liturgia en su propio idioma. Al mismo tiempo, regresaron al país
muchas personas que se habían exiliado por cuestiones religiosas, y que ahora
traían ideas teológicas procedentes del Continente, en su mayoría calvinistas o
zwinglianas. El duque de Somerset fue sustituido por el de Northumberland,
hombre menos escrupuloso que su antecesor, pero a quien le pareció conveniente
continuar- el proceso reformador. Bajo su regencia se publicó una edición
revisada del Libro de oración común. La tendencia zwingliana de esta nueva
versión puede verse si se comparan las palabras que el ministro debe decir al
repartir el pan. En el primer libro, esas palabras eran: «El cuerpo de nuestro
Señor Jesucristo, que fue dado por ti, preserve tu cuerpo y alma para la vida
eterna». En el segundo, lo que se debía decir era: «Toma y come esto en memoria
de que Cristo murió por ti, y aliméntate de él en tu corazón por fe y con
acción de gracias».
Mientras
la primera frase refleja un modo de entender la comunión que puede ser tanto católico
como luterano, la segunda se inspira en la posición de Zwinglio. Esa diferencia
entre los dos libros de oración era índice del rumbo que llevaban las cosas en
Inglaterra. Los jefes del partido reformador, que se inclinaban cada vez más
hacia la teología reformada, teman amplias razones para esperar que su causa
triunfaría sin mayor oposición.
María
Tudor
Pero
entonces murió Eduardo VI, quien siempre gozó de poca salud, y el trono pasó a
María, la hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón. María había sido
siempre católica, y para ella el movimiento reformador había comenzado con la
deshonra de que había sido objeto en su juventud, cuando fue declarada hija
ilegítima. Luego, en su mente siempre estuvo el propósito de restaurar la vieja
fe. Para ello contaba con el apoyo de varios de los obispos conservadores, que
habían sido destituidos en los dos reinados anteriores, y de su primo hermano
Carlos V. Pero pronto se persuadió de que era necesario proceder con cautela, y
por lo tanto durante los primeros meses de su reinado se contentó con una serie
de medidas relativamente leves, al tiempo que consolidaba su posición casándose
con Felipe de España. Tan pronto como se sintió seguía sobre el trono, sin
embargo, la Reina comenzó a tomar medidas cada vez más represivas contra los
protestantes. A fines de 1554, Inglaterra regresó oficialmente a la obediencia
del Papa. Empero había que deshacer lo hecho por su padre y su medio hermano, y
por tanto se dictaron varias leyes abrogando las acciones del Parlamento bajo
Enrique VIII y Eduardo VI, obligando a los sacerdotes casados a separarse de
sus esposas, ordenando que se guardaran todos los días de los santos y demás
fechas tradicionales, etc.
De tales
medidas se pasó a la represión abierta. Se dice que durante el breve reinado de
María fueron 288 los quemados por sostener posiciones protestantes, además de
muchos otros que murieron en las cárceles o en el exilio. Todo esto le valió a
la Reina el epíteto por el que todavía se le conoce: Bloody Mary, María la Sanguinaria. De todos los mártires del reinado de María, el más
ilustre fue sin lugar a dudas el arzobispo Cranmer. Por ser arzobispo de
Canterbury, su caso fue enviado a Roma, donde se le condenó y quemó en efigie.
Pero el propósito de la Reina era obligar al célebre jefe del partido
reformador a retractarse. Con cruel intención, se le permitió presenciar desde
su prisión el martirio de sus dos más importantes compañeros en la causa
reformadora, los obispos Latimer y Ridley. A la
postre, Cranmer firmó una serie de retractaciones. Hasta el día de hoy los
historiadores no concuerdan bien si lo hizo por temor a la hoguera, o porque se
lo ordenaba la Reina, y él siempre había dicho que era necesario obedecer a los
soberanos. Lo más probable es que ni el propio Cranmer supiera a ciencia cierta
cuáles eran sus motivos. El hecho es que se retractó por escrito, y que a pesar
de ello se le condenó a ser quemado, «para que sirva de ejemplo», y se hicieron
arreglos para que se retractara públicamente antes del suplicio. En la iglesia
de Santa María habían construido una plataforma de madera frente al pulpito, y
después del sermón se le dio oportunidad a Cranmer para retractarse. Empezó
hablando de sus pecados y debilidades, y todos esperaban que terminaría diciendo
que había pecado al apartarse de la iglesia romana. Pero para sorpresa de sus
verdugos, lo que hizo fue retirar su retractación:
¡Hay un
escrito contrario a la verdad que ha sido publicado, y que ahora repudio porque
fue escrito por mi mano contra la verdad que mi corazón conocía ![...] Y puesto
que fue mi mano la que ofendió, al escribir contra mi corazón, mi mano será
castigada primero. Cuando esté yo en la pira, será ella la que primero arderá.
Ante
aquel acto de valor del anciano obispo, quien de hecho sostuvo la mano en el
fuego hasta que se carbonizó, se olvidaron las flaquezas de sus últimos días, y
Cranmer fue considerado un héroe nacional. Aunque por lo pronto el poder estaba
en manos de los católicos, que se esforzaban por ahogar el movimiento
protestante, ya no cabía duda de que éste había echado raíces en el país, y
sería difícil extirparlo.
Isabel
I
María
murió a fines de 1558, y le sucedió su medio hermana Isabel, hija de Ana Bolena.
Carlos Y le había sugerido repetidamente a María que hiciera ejecutar a Isabel.
Pero la sanguinaria reina no se atrevió a tanto.
De igual
modo que María había sido católica por convicción y por necesidad política,
Isabel era protestante por las mismas razones. Si el Papa, y no el rey, era la
cabeza de la iglesia en Inglaterra, se seguía que el matrimonio de Enrique VIII
con Catalina de Aragón era válido, y por tanto Isabel, nacida de Ana Bolena en
vida de Catalina, era ilegítima. El Papa, a la sazón Pablo IV, dio muestras de
estar dispuesto a declarar a Isabel hija legítima de Enrique, siempre que
continuara en la comunión romana. Pero bien pronto tuvo que abandonar tales
esperanzas, pues la nueva reina ni siquiera se dignó notificarle de su elevación
al trono, y le dio instrucciones al embajador inglés en Roma para que
regresara.
Empero
Isabel no era tampoco una protestante extremista. Su ideal era una iglesia
cuyas prácticas religiosas fuesen uniformes, de modo que el reino quedara
unido, pero en la que al mismo tiempo se permitiera bastante libertad de
opiniones. Dentro de esa iglesia, no tendrían lugar ni el catolicismo romano ni
el protestantismo extremo. Pero cualquiera otra forma de protestantismo sería
aceptable, siempre que se ajustara al culto común de la iglesia anglicana.
Además de
la Ley de uniformidad, el principal instrumento de esa política era el Libro de
oración común, que Isabel hizo revisar y reeditar. Como señal de su política de inclusivismo teológico, es notable el modo en que
esta nueva edición combina las dos fórmulas que el ministro debía usar al
repartir el pan en los dos libros publicados bajo Eduardo VI. Más arriba hemos
citado esas fórmulas, que ahora el libro isabelino combinó diciendo: El cuerpo
de nuestro Señor Jesucristo, que fue dado por ti, preserve tu cuerpo y alma
para la vida eterna. Toma y come esto en memoria de que Cristo murió por ti, y
aliméntate de él en tu corazón por fe y con acción de gracias.
Naturalmente,
el propósito de esa doble fórmula era acomodar las diversas opiniones de
quienes creían que la comunión era sencillamente un acto de conmemoración, y
quienes creían que en ella se participaba realmente del cuerpo de Cristo.
La misma
política puede verse en los Treinta y nueve artículos, promulgados en 1562 para
servir de base doctrinal a la iglesia anglicana. Aunque en ellos se rechazan
varias de las prácticas y doctrinas católicas, no se hace esfuerzo alguno por
tomar posición entre las diversas alternativas protestantes. Al contrario, esos
artículos son más bien un intento de producir una «vía media» de la que
pudieran participar todos menos los católicos más recalcitrantes y los
protestantes más radicales.
Durante
el reinado de Isabel el catolicismo siguió llevando una existencia precaria en
Inglaterra. Algunos católicos tomaron por estandarte la causa de María
Estuardo, reina exiliada de Escocia de quien trataremos en la próxima sección
de este capítulo, y quien era la heredera del trono inglés si Isabel resultaba
ser hija ilegítima de Enrique VIII.
Alrededor
de ella se urgieron numerosas conspiraciones por parte de los católicos, a
quienes el Papa había declarado libres de toda obligación de obedecer a la
Reina. Desde fuera de Inglaterra, los jefes católicos exiliados llamaban a
Isabel hereje y usurpadora, y soñaban con su derrocamiento y la coronación de
María Estuardo. Al mismo tiempo, se fundaban seminarios en el exilio, cuyos
graduados regresaban clandestinamente a Inglaterra para administrarles los
sacramentos a los fieles católicos.
Muchos de
los implicados en las diversas conspiraciones contra la Reina fueron capturados
y ejecutados. A la postre Isabel aceptó el consejo de sus allegados, y ordenó
que su prima fuese ejecutada. En total, el número de católicos ajusticiados
durante el reinado de Isabel fue tan alto como el de los protestantes que
murieron bajo María la Sanguinaria. Pero hay que tener en cuenta que Isabel
reinó casi medio siglo, y su medio hermana sólo unos pocos años. En todo caso,
hacia el final de la vida de Isabel los católicos daban señales de estar
dispuestos a distinguir entre su obediencia religiosa al Papa y su lealtad
política a la Reina. Tal sería la postura que finalmente les permitiría convivir
en Inglaterra con sus conciudadanos anglicanos.
También
hacia fines del reinado de Isabel comenzaron a cobrar fuerza los «puritanos»,
personas de convicciones reformadas o calvinistas, que recibieron ese nombre
porque insistían en la necesidad de restaurar las prácticas y doctrinas del
Nuevo Testamento en toda su pureza. Pero, puesto que fue en una época posterior
cuando adquirieron verdadera fuerza dejaremos su discusión para otra sección de
esta historia.
La
Reforma en Escocia
El reino
de Escocia, al norte de Inglaterra, había seguido tradicionalmente la política
de aliarse con Francia para resistir a los ingleses, que deseaban apoderarse de
sus territorios. En el siglo XVI, sin embargo, el país se dividió entre quienes
seguían esa política tradicional y quienes sostenían que las circunstancias
habían cambiado, y que era aconsejable establecer lazos más estrechos con
Inglaterra.
Esa nueva
política logró uno de sus mayores triunfos en 1502, cuando Jaime IV de Escocia se
casó con Margarita Tudor, hija de Enrique VII de Inglaterra. Por tanto, cuando
Enrique VIII llegó a ocupar el trono inglés, existía la esperanza de que ambos
reinos pudieran por fin vivir en paz. El propio Enrique le ofreció a Jaime V,
hijo de Jaime IV y de Margarita, y por tanto sobrino del Rey de Inglaterra, la
mano de María Tudor (la que más tarde recibiría el mote de «la Sanguinaria»).
Pero el Rey de Escocia decidió regresar a la política tradicional de aliarse a
Francia frente a las pretensiones inglesas, y por ello se casó con la francesa
María de Guisa. A partir de entonces, su política se opuso constantemente a la
de Enrique, sobre todo en lo que se refería a sus relaciones con el Papa y a la
reforma eclesiástica.
Mientras
todo esto sucedía, el protestantismo iba penetrando en el país. Desde mucho
antes, las ideas de los lolardos y de los husitas se
habían difundido en Escocia, de donde había sido imposible desarraigarlas.
Entre quienes sostenían esas ideas, el protestantismo encontró campo fértil.
Pronto hubo escoceses que, tras estudiar por algún tiempo en Alemania,
regresaron a su país y se dedicaron a divulgar las doctrinas y los escritos de
los reformadores alemanes. El parlamento escocés promulgó leyes contra esas
obras y contra los propagandistas protestantes. En 1528 se produjo el primer
martirio de uno de esos predicadores itinerantes, y a partir de entonces los
ajusticiados fueron cada vez más. Pero todo fue en vano. A pesar de la
persecución, la nueva doctrina se expandía cada vez más. Esa predicación
protestante contaba con poderosos aliados en muchos de los nobles, celosos de
sus viejas prerrogativas que la corona trataba de usurpar, y en los estudiantes
de las universidades escocesas, donde circulaban constantemente los libros y
las ideas de los reformadores protestantes.
A la
muerte de Jaime V en 1542, se produjo una pugna por la regencia, pues la
heredera del trono era la pequeña María Estuardo, hija del difunto rey, quien
contaba apenas una semana de edad a la muerte de su padre. Enrique VIII
pretendía casarla con su hijo Eduardo, heredero de la corona inglesa.
Esos
planes contaban con cierto apoyo entre los nobles protestantes, que eran
también anglófilos. Frente a ellos los católicos, francófilos, deseaban que la
pequeña reina fuese enviada a Francia para su educación, y que contrajera
matrimonio con un príncipe francés.
El jefe
del partido católico era el cardenal David Beatón, arzobispo de San Andrés,
quien perseguía a los protestantes y envió a la pira al famoso predicador Jorge Wishart. Frente a él, un grupo de protestantes tramó
una conspiración, y en mayo de 1546 se apoderó del castillo de San Andrés y le
dio muerte a Beatón. Dividido como estaba, el gobierno poco pudo hacer. Tras
sitiar el castillo por un breve tiempo, y ver que era imposible tomarlo, las
tropas se retiraron, y los protestantes de todo el reino empezaron a ver en San
Andrés el baluarte de su fe.
Entonces
entró en escena Juan Knox. Es poco lo que se sabe de la infancia y juventud de
este fogoso reformador, quien pronto se convirtió en el símbolo del
protestantismo escocés. Nacido alrededor de 1515, hizo estudios de teología, y
fue ordenado sacerdote antes de 1540. Poco después era tutor de los hijos de
dos de los nobles que conspiraban a favor del protestantismo, y estaba en
contacto con Jorge Wishart (el mismo que fue muerto
por el cardenal Beatón). Cuando los protestantes se apoderaron de San Andrés,
recibió órdenes de acudir al castillo con los jóvenes que estaban a su cuidado.
Aunque su propósito era marchar a Alemania y allí dedicarse al estudio de la
teología, al llegar a San Andrés se vio cada vez más envuelto en los
acontecimientos que sacudían a Escocia.
Contra su
voluntad, fue hecho predicador de la comunidad protestante, y a partir de
entonces fue el principal portavoz de la causa reformadora en Escocia.
Los
protestantes de San Andrés pudieron sostenerse porque tanto Inglaterra como
Francia pasaban por momentos difíciles. Pero tan pronto como Francia le mandó
refuerzos al gobierno escocés, y éste envió contra San Andrés tropas bien
armadas, el castillo tuvo que rendirse. Contra lo que se estipulaba en los
términos de esa rendición, Knox y varios otros fueron condenados a remar en las
galeras, donde durante diecinueve meses el futuro reformador sufrió los más
crueles rigores. Por fin fue dejado libre gracias a la intervención de
Inglaterra, donde a la sazón reinaba Eduardo VI, y donde Knox fue entonces
ministro. Ese interludio inglés terminó cuando la muerte de Eduardo VI colocó
en el trono inglés a María Tudor, y empezó la represión del protestantismo en
ese país. Knox partió entonces hacia Suiza, donde pudo pasar algún tiempo con
Calvino en Ginebra, y en Zurich con Bullinger, el
sucesor de Zwinglio. Además hizo dos visitas a Escocia, para fortalecer a los creyentes
que habían quedado en el país.
En el
entretanto, la vida política de Escocia había seguido su curso. La pequeña
María Estuardo había sido enviada a Francia, donde gozaba de la protección de
sus parientes los Guisa. Su madre, dé esa misma familia, permaneció en Escocia
como regente. En abril de 1558, María Estuardo se casó con el delfín, que poco
más de un año después fue coronado como Francisco II de Francia. Luego, la
joven María, que contaba dieciséis años, era a la vez reina consorte de Francia
y reina titular de Escocia. Pero tales títulos y honores no le bastaban, pues
pretendía ser también la reina legítima de Inglaterra. María Tudor, «la
Sanguinaria», había muerto en 1558, y le había sucedido su medio hermana
Isabel. Pero si, como pretendían los católicos, Isabel era ilegítima, el trono
le correspondía a María Estuardo, bisnieta de Enrique VII. Por tanto, tan
pronto como murió Mana Tudor, María Estuardo tomó el título de «reina de
Inglaterra» . En Escocia, gobernada por la reina madre como regente, el partido
católico y francófilo ocupaba el poder, pero esto a su vez había obligado a los
jefes protestantes a unirse más estrechamente entre sí, y a fines de 1557 los
principales de ellos establecieron un pacto solemne. Puesto que se comprometían
a «promover y establecer la muy bendita Palabra de Dios, y su congregación», se
les dio el nombre de «lores de la congregación». Estos lores al mismo tiempo se
percataban de que su causa era paralela a la de los protestantes ingleses, y
por tanto se acercaron a ellos. La regente dio instrucciones para que arreciara
la persecución contra los «herejes», pero éstos no se dejaron amedrentar, y en
1558 se organizaron como iglesia. Poco antes habían escrito a Suiza, pidiendo
el regreso de Knox.
En el
exilio, Knox había escrito un ataque virulento contra las mujeres que a la
sazón gobernaban en Europa: la regente María de Lorena en Escocia, la
sanguinaria María Tudor en Inglaterra, y la taimada Catalina de Médicis en
Francia. Su obra. El primer toque de clarín contra el régimen monstruoso de las
mujeres, apareció en mal momento, pues apenas empezaba a circular en Inglaterra
cuando murió María Tudor y le sucedió Isabel. Aunque el libro iba dirigido
contra su medio hermana, mucho de lo que se decía en él, de un tono
marcadamente antifemenino, podría aplicársele igualmente a la nueva reina. Esto
dificultó la alianza natural que debió haber existido desde el principio entre
Isabel y Knox, quien repetidamente se dolió y retractó de lo que había dicho en
su libro.
Mientras
tanto, la situación se hacía cada vez más difícil para los protestantes
escoceses. La regente pidió y obtuvo tropas de Francia para aplastar a los
lores de la congregación. Estos lograron algunas victorias sobre los invasores.
Pero su ejército, carente de recursos económicos, no podría sostenerse por
mucho tiempo. Los protestantes apelaron repetidamente a Inglaterra, haciéndole
ver que, si los católicos lograban aplastar la rebelión religiosa en Escocia, y
ese país quedaba en manos de los católicos y estrechamente unido a Francia, la
corona de Isabel peligraría. Knox, quien había regresado poco antes, sostenía a
los protestantes con sus sermones y la fuerza de su convicción. Por fin, a
principios de 1560, Isabel decidió enviar tropas a Escocia. El ejército inglés
se unió a los protestantes escoceses, y la lucha prometía ser ardua cuando
murió la regente, y los franceses decidieron que les convenía retirarse del
país. Mediante un tratado, se decidió que tanto los ingleses como los franceses
abandonarían el suelo escocés, y que los naturales de ese país serían dueños de
su propio destino.
Pronto
comenzaron a aparecer diferencias entre Knox y los lores que hasta entonces
habían apoyado la causa reformadora. Aunque frecuentemente se aducían otras
razones, el principal motivo de fricción era económico. Los lores aspiraban a
enriquecerse con las posesiones eclesiásticas y Knox y los ministros que lo
apoyaban querían que esos recursos se emplearan para establecer un sistema de
educación universal, para aliviar las penurias de los pobres, y para sostener
la iglesia.
En medio
de tales luchas, los nobles decidieron invitar a María Estuardo a regresar al
país y reclamar el trono que le pertenecía como herencia de su padre. Puesto
que su esposo el Rey de Francia había muerto poco antes, María se mostró
dispuesta a acceder a esa petición. Llegó a Escocia en 1561 y, aunque nunca fue
popular, al principio se contentó con seguir el consejo de su medio hermano
bastardo, Jaime Estuardo, lord de Moray, quien era uno de los principales jefes
del protestantismo, y quien evitó que su política enemistara a los lores
protestantes. En cuanto a Knox, siempre parece haber estado convencido de que
el conflicto con la Reina era inevitable. Y en este punto María parece haber
sido de igual opinión. Desde el principio la Reina insistió en celebrar la misa
en su capilla privada, y el reformador comenzó a tronar contra la idolatría de
esta «nueva Jezabel». Hubo varias entrevistas entre ambas cada vez más
tormentosas. Pero los lores, satisfechos con la situación existente, no estaban
dispuestos a dejarse llevar por el extremismo del predicador, y se contentaban
con asegurarse de que se garantizara su libertad de adorar a Dios según sus
propias convicciones.
Mientras
tanto, Knox y sus colaboradores se ocupaban de organizar la Iglesia Reformada
de Escocia, que tomó una forma de gobierno semejante al presbiterianismo
posterior. En cada iglesia se elegían ancianos, y también el ministro, aunque
éste no podía ser instalado sin antes ser examinado por los demás ministros. El
Libro de disciplina, el Libro de orden común y la Confesión escocesa fueron los
pilares sobre los que Knox construyó esta nueva iglesia.
A la
postre, María Estuardo fue la causa de su propia caída. Su sueño siempre fue
ocupar el trono de Inglaterra, y en pos de él perdió
tanto el de Escocia como la propia vida. A fin de afianzar su derecho a la
corona inglesa, se casó con su primo Enrique Estuardo, lord Darnley,
quien también tenía cierto derecho de sucesión. Moray se opuso a esa unión, que
era parte de un pacto con España para deshacerse del protestantismo, y acudió a
las armas. María apeló a lord Bothwell, un hábil
soldado, quien derrotó a Moray y lo obligó a refugiarse en Inglaterra, al
tiempo que María declaraba que pronto tomaría posesión del trono en Londres.
La
pérdida de los consejos de Moray llevó a María al desastre. Pronto decidió que Darnley no era el esposo que deseaba, y así se lo hizo
saber a Bothwell y a otros. Al poco tiempo, Darnley fue asesinado, y las sospechas recayeron sobre Bothwell, quien fue absuelto en un juicio al que no se
admitieron testigos de cargo. Poco más de tres meses después de la muerte de Darnley María se casó con Bothwell.
Empero Bothwell era odiado por los lores escoceses, que pronto se
rebelaron contra él. Cuando la Reina trató de aplastar la rebelión, descubrió
que sus tropas no estaban dispuestas a defender su causa, y quedó en manos de
los lores, quienes le presentaron pruebas de su participación en la muerte de Darnley y le indicaron que si no abdicaba sería acusada de
asesinato. María abdicó entonces a favor de su hijo de un año Jaime VI, a quien
había tenido de Darnley, y Moray regresó de
Inglaterra para ser regente del reino. Poco después María escapó y organizó un
ejército. Pero fue derrotada por las tropas de Moray, y no le quedó más recurso
que huir a Inglaterra, y solicitar la protección de su odiada prima Isabel.
Acerca
del cautiverio y muerte de María Estuardo la imaginación romántica ha urgido
una leyenda que hace de ella una mártir en manos de la ambiciosa y celosa
Isabel. El hecho es que Isabel recibió a su prima con mayor cortesía de la que
era de esperar para quien por tantos años la había llamado bastarda y tratado
de apropiarse de su corona. Aunque fue hecha prisionera, en el sentido de que
no se le permitía abandonar el castillo donde se le obligaba a vivir, se le
permitió conservar su dote y un cuerpo de treinta sirvientes escogidos por
ella, y siempre se le trató como reina. Pero en medio de todo esto María
continuaba conspirando, no solo para obtener su libertad, sino también para
apoderarse del trono inglés. Puesto que Isabel era el principal obstáculo en su
camino, y puesto que España era la gran potencia que defendía la causa
católica, el elemento común de todas las conspiraciones que se descubrieron era
un plan que incluía el asesinato de Isabel y la invasión de Inglaterra por
parte de tropas españolas. Cuando la tercera conspiración de esta índole fue
descubierta, con pruebas irrefutables, María fue llevada a juicio y condenada a
muerte. Pero aún después de ello Isabel demoró tres meses en firmar la
sentencia. Cuando por fin fue llevada ante el verdugo, María se enfrentó a la
muerte con regia compostura.
En
Escocia, el exilio de María no les puso fin a las contiendas entre los diversos partidos. Knox apoyó al
regente Moray. Pero la lucha era todavía ardua cuando Knox sufrió un ataque de
parálisis y tuvo que retirarse de la vida activa. Cuando se enteró de la
matanza de San Bartolomé en Francia (de que trataremos más adelante) hizo un
esfuerzo sobrehumano por regresar al pulpito, donde les señaló a sus
compatriotas que igual suerte les aguardaba si flaqueaban en la lucha. A los
pocos días murió.
Poco
después, no cabía duda de que Escocia sería un país reformado.
Capitulo 9 .- EL CURSO
POSTERIOR DEL LUTERANISMO
El
gobernante cristiano puede y debe defender a sus súbditos contra toda autoridad
superior que pretenda obligarlos a negar la Palabra de Dios y a practicar la
idolatría.
Confesión
de Magdeburgo
La paz de
Nuremberg, firmada en 1532, les permitía a los protestantes continuar en su fe,
al tiempo que les prohibía extenderla hacia otros territorios. Al parecer,
Carlos V esperaba poder detener de ese modo el avance del protestantismo, hasta
tanto él pudiera reunir los recursos necesarios para aplastarlo. Empero esa
política se frustró, porque a pesar de lo acordado en Nuremberg el
protestantismo continuaba expandiéndose.
La
situación política de Alemania era en extremo complicada y fluida. Aunque
supuestamente el emperador gozaba del poder supremo, había muchos otros
intereses que se oponían al uso de ese poder. Aparte las razones religiosas de
los protestantes, muchos temían el creciente poder de la casa de Austria, a la
que pertenecía Carlos V. Entre ellos se contaban varios príncipes católicos que
no querían darle al Emperador ocasión de emplear su lucha contra los
protestantes como medio de engrandecer el poderío de su casa, y que por tanto
no estaban dispuestos a lanzarse de lleno a la cruzada antiprotestante que
Carlos trataba de organizar. Además, uno de los principales baluartes contra
las pretensiones de la casa de Austria era Felipe de Hesse, quien era el jefe
de la liga protestante de Esmalcalda. Por ello, el Emperador no pudo oponerse
efectivamente a la expansión del protestantismo hacia nuevos territorios.
En 1534
Felipe les arrebató a los de Austria el ducado de Wurtemberg, de que se habían
posesionado y cuyo duque estaba exiliado. Tras asegurarse de la neutralidad de
los príncipes católicos, Felipe invadió el ducado y se lo devolvió al duque,
quien se declaró protestante. Puesto que al parecer buena parte de la población
se inclinaba de antemano hacia esa fe, pronto todo el ducado la siguió.
Otro rudo
golpe para el catolicismo alemán fue la muerte del duque Jorge de Sajonia, en
1539. Sajonia estaba dividida en dos, la Sajonia electoral y la ducal. En la
primera el protestantismo había tenido su cuna. Pero la segunda se le había
opuesto tenazmente, y el duque Jorge había sido uno de los peores enemigos de
Lutero y de sus seguidores. Su hermano y sucesor, Enrique, se declaró
protestante, y Lutero fue invitado a predicar en Leipzig, la capital del
ducado, donde años antes había tenido lugar su debate con Eck.
El mismo
año el electorado de Brandeburgo pasó a manos protestantes, y hasta se empezó a
hablar de la posibilidad de que los tres electores eclesiásticos, los
arzobispos de Tréveris, Maguncia y Colonia, abandonaran el catolicismo y se declararan
protestantes.
Carlos V
tenía las manos atadas, pues se encontraba envuelto en demasiados conflictos en
otros lugares, y por tanto todo lo que pudo hacer fue formar una alianza de
príncipes católicos para oponerse a la Liga de Esmalcalda. Esta fue la Liga de
Nuremberg, fundada en 1539. Además trató, aunque sin gran éxito, de lograr un
acercamiento entre católicos y protestantes, y con ese propósito tuvieron lugar
varios coloquios entre teólogos de ambos bandos. A pesar de todas las medidas
imperiales, en 1542 la Liga de Esmalcalda conquistó los territorios del
principal aliado del Emperador en el norte de Alemania, el duque Enrique de
Brunswick, y el protestantismo se apoderó de la región. Varios obispos,
conscientes de que la mayoría del pueblo se inclinaba hacia el protestantismo,
declararon que sus posesiones eran estados seculares, se hicieron señores
hereditarios, y tomaron el partido protestante. Naturalmente, en todo esto
había una mezcla de motivos religiosos y ambiciones personales. Pero en todo
caso el hecho era que el protestantismo parecía estar a punto de adueñarse de
toda Alemania, y que durante más de diez años el Emperador vio disminuir su
poder. Empero pronto los protestantes recibirían varios golpes rudos.
La
guerra de Esmalcalda
El primer
golpe fue la bigamia de Felipe de Hesse. Este jefe de la Liga de Esmalcalda era
un hombre digno y dedicado a la causa protestante, quien tenía sin embargo
fuertes cargas de conciencia porque le era imposible llevar vida marital con su
esposa de varios años, y tampoco podía ser continente. No se trataba de un
libertino, sino de un hombre atormentado por sus apetitos sexuales, y por el
remordimiento que su satisfacción ilícita le causaba. Felipe les pidió consejo
a los principales jefes de la Reforma, y Lutero, Melanchthon y Bucero
concordaron en que las Escrituras no prohibían la poligamia, y que Felipe podía
tomar una segunda esposa sin abandonar la primera, siempre que no lo publicara,
pues la ley civil sí prohibía la poligamia. Felipe siguió su consejo, y cuando
el escándalo estalló tanto él como los teólogos a quienes había consultado se
vieron en una situación harto difícil. En el campo de la política, el anuncio
de la bigamia del landgrave hizo que varios miembros de la Liga de Esmalcalda
pusieran en duda el derecho que tenía a ser su dirigente, y por tanto la
alianza protestante quedó carente de una cabeza efectiva.
El
segundo golpe fue la negativa del duque Mauricio de Sajonia a unir se a la Liga
de Esmalcalda. Al mismo tiempo que se declaraba protestante, insistía en llevar
su propia política. Y, cuando el Emperador declaró que su guerra no era contra
el protestantismo, sino contra la rebelión de los príncipes luteranos, Mauricio
estuvo dispuesto a tomar el partido del Emperador, a cambio de ciertas concesiones
que este le prometió.
El tercer
golpe fue la muerte de Lutero, que tuvo lugar en 1546. A pesar del prestigio
que había perdido a causa de la guerra de los campesinos y de la bigamia de
Felipe de Hesse, Lutero era el único personaje capaz de unir a los protestantes
bajo una sola bandera. Su muerte, poco después de la bigamia del landgrave,
dejó al partido protestante acéfalo tanto política como eclesiásticamente.
En este
grabado de la época, Satanás da a luz al papa y los cardenales, y después mece
al papa en su cuna, lo amamanta y le enseña los primeros pasos.
Empero el
más rudo golpe lo asestó el Emperador, quien por fin se encontraba libre para
ocuparse de los asuntos de Alemania, y deseaba vengar todas las humillaciones
de que había sido objeto por parte de los príncipes protestantes. Aprovechando
las divisiones entre los protestantes, y con ayuda del duque Mauricio, Carlos V
invadió el país y derrotó e hizo prisioneros tanto a Felipe de Hesse como al
elector Juan Federico de Sajonia (sucesor de Federico el Sabio).
El Interim de Augsburgo
A pesar
de su victoria militar, el Emperador sabía que no podía imponer su voluntad en
cuestiones de religión, y por tanto se contentó con promulgar el Interim de Augsburgo, compuesto por una comisión de
teólogos católicos y protestantes. Por Orden de Carlos V, lo estipulado en ese Interim debía seguirse hasta tanto se convocara a un
concibo general que dirimiera las diferencias entre ambos bandos (el Concilio
de Trento había comenzado tres años antes, en 1545, pero el Emperador había
chocado con el Papa, y no estaba dispuesto a aceptar las deliberaciones de ese
concilio). Lo que Carlos V esperaba era imponer en Alemania una reforma
semejante a la que estaba teniendo lugar en España desde tiempos de su abuela
Isabel, de tal modo que se eliminaran el abuso y la corrupción, pero se
mantuvieran las doctrinas y prácticas tradicionales. El Interim le parecía un medio de ganar tiempo para lograr implantar esa política.
Pero ni
los católicos ni los protestantes acogieron con agrado este intento de legislar
acerca de cuestiones de conciencia. En todas partes surgió oposición al Interim. Varios de los principales jefes protestantes se
negaron a aceptarlo. Los teólogos de Wittenberg, con Melanchthon a la cabeza,
aceptaron por fin una versión modificada, el Interim de Leipzig. Pero aun esto no era aceptable para la mayoría de los luteranos,
que acusaban a Melanchthon y los suyos de cobardía, al tiempo que estos se
defendían diciendo que había que distinguir entre lo esencial y lo periférico,
y que habían cedido únicamente en lo periférico a fin de retener su derecho a
continuar predicando y practicando lo esencial.
En todo
caso, la política de Carlos V, que pareció tener tan buenas posibilidades de
éxito a raíz de la guerra de Esmalcalda, fracasó. Los demás príncipes,
inclusive los católicos, se quejaban del mal trato que se les daba a los
prisioneros Felipe de Hesse y Juan Federico de Sajonia, y hasta se decía que el
Emperador había comprometido su honor posesionándose de la persona del
landgrave mediante una artimaña indigna. Al mismo tiempo los protestantes,
divididos antes de la guerra, comenzaban a unirse en su oposición al Interim. Y tanto el Papa como el Rey de Francia se
mostraban poco dispuestos a auxiliar al Emperador, cuyos triunfos veían con
recelos.
Felipe
Melanchthon, quien había sido el principal colaborador de Lutero en el campo
teológico, lo sucedió como jefe de los teólogos luteranos, aunque pronto
surgieron contiendas acerca de quien interpretaba más acertadamente el
pensamiento del reformador.
La
derrota del Emperador
Pronto
los príncipes protestantes comenzaron a conspirar contra Carlos V. Mauricio de
Sajonia, quien no había recibido del Emperador lo que esperaba, y quien en todo
caso temía el creciente poder de la casa de Austria, se unió a la conspiración,
que le envió embajadores al Rey de Francia para asegurarse de su apoyo. Cuando
por fin estalló la revuelta, el Emperador se vio desamparado, al tiempo que las
tropas francesas de Enrique II atacaban sus posesiones del otro lado del Rin.
Las pocas tropas con cuya lealtad podía contar eran insuficientes para el
combate, y se vio obligado a huir. Y aun esto le resultó difícil, pues Mauricio
de Sajonia se había apoderado de varios lugares estratégicos, y poco faltó para
que Carlos cayera en sus manos.
Cuando
por fin se vio a salvo, el Emperador trató en vano de reconquistar la plaza de
Metz, que los franceses habían tomado aprovechando las luchas internas del
Imperio, y con la anuencia de los príncipes protestantes. Pero también ese intento
se vio frustrado, y por tanto la política imperial que Carlos había fijado
durante varias décadas se vino al suelo.
En el
entretanto, el Emperador había dejado a su hermano Fernando a cargo de los
asuntos alemanes, y este llegó con los príncipes rebeldes al tratado de Pasau, que les devolvía la libertad a Felipe de Hesse y
Juan Federico de Sajonia, y garantizaba la libertad de cultos en todo el
Imperio; aunque tal libertad no se concebía en términos tales que cada cual
pudiera escoger su propia religión, sino más bien en el sentido de que cada
gobernante podía escoger la suya y la de sus súbditos sin que las autoridades
imperiales intervinieran. Además, tal libertad se extendía solamente a quienes
sostuvieran la fe católica o la de la Confesión de Augsburgo, y por tanto no
incluía a los anabaptistas ni a los reformados. Fracasado y amargado, Carlos V
comenzó a dar pasos para asegurarse del futuro de la casa de Austria. En 1555
empezó a deshacerse de sus posesiones, abdicando a favor de su hijo Felipe,
primero los Países Bajos, y después sus posesiones italianas y el trono
español. Al año siguiente renunció oficialmente como emperador y se retiró al
monasterio de San Yuste, en España, donde siguió viviendo rodeado de todos los
honores imperiales, y sirviendo de consejero a su hijo Felipe II, hasta que
murió dos años más tarde, en septiembre de 1558.
El nuevo
emperador, Fernando I, abandonó la política religiosa de su hermano, y fue tan
tolerante que muchos católicos pensaban que era protestante en secreto. Bajo su
gobierno, y el de su sucesor Maximiliano II, el protestantismo continuó
extendiéndose por los territorios hasta entonces católicos. Esto sucedió
inclusive en la propia Austria, posesión hereditaria de Carlos Y y sus sucesores, donde el protestantismo logró fuerte
arraigo.
A pesar
de la paz de Augsburgo, la cuestión religiosa continuó debatiéndose en
Alemania, frecuentemente mediante el uso de la fuerza, aunque no hubo grandes
conflictos armados hasta la Guerra de los Treinta Años, de que trataremos en
otra sección de esta historia.
El
luteranismo en Escandinavia
Mientras
los acontecimientos que hemos venido narrando estaban teniendo lugar en
Alemania, en la vecina Escandinavia se hacía sentir también el impacto de las
enseñanzas de Lutero. Empero, mientras en Alemania la Reforma y las luchas que
le siguieron contribuyeron a mantener dividido el país, y a limitar el poder de
la monarquía sobre los nobles, en Escandinavia sucedió lo contrario, pues los
reyes abrazaron la doctrina protestante, y el triunfo de ella fue también la
victoria de ellos.
En
teoría, Dinamarca, Noruega y Suecia eran un reino unido. Pero en realidad el
rey lo era solo de Dinamarca, donde residía. En Noruega su poder era limitado,
y nulo en Suecia, donde la poderosa casa de los Sture,
con el título de regentes, era dueña del poder. En la propia Dinamarca, la
autoridad real se hallaba limitada por el poder de la aristocracia y de la
jerarquía eclesiástica, que defendían sus viejos privilegios contra todo
intento de extender el poderío del rey. Además, puesto que la corona era
electiva, en cada elección los magnates, tanto seculares como religiosos,
forzaban al nuevo soberano a hacerles concesiones mayores. Oprimido por los
grandes señores eclesiásticos y seculares, el pueblo no tenía otro recurso que
someterse a cargas onerosas e impuestos arbitrarios.
Al
estallar la Reforma en Alemania, quien ocupaba el trono escandinavo era
Cristián II, cuñado de Carlos V por haberse casado con su hermana Isabel (nieta
de la gran reina de España). Puesto que los suecos no le permitían ser rey
efectivo de ese país, apeló a su cuñado y a otros príncipes, y con recursos
mayormente extranjeros invadió a Suecia y se hizo coronar en Estocolmo. Aunque
había prometido respetar la vida de sus enemigos suecos, pocos días después de
su coronación ordenó la terrible «matanza de Estocolmo», en la que hizo
ejecutar a los principales aristócratas y eclesiásticos del país.
La
matanza de Estocolmo causó fuertes resentimientos, no solo en Suecia, sino
también en Dinamarca y Noruega, donde los nobles y los prelados comenzaron a
temer que, tras destruir la aristocracia sueca, el Rey haría lo mismo con
ellos. Aunque uno de los propósitos de Cristián parece haber sido librar al
pueblo de la opresión a que estaba sometido, su crueldad en Estocolmo, y la
propaganda eclesiástica, pronto le hicieron perder toda popularidad en el país.
Cristián
trató entonces de utilizar el movimiento reformador como instrumento para su
política. Poco antes habían aparecido los primeros predicadores luteranos en
Dinamarca, y el pueblo parecía inclinarse hacia las nuevas doctrinas. Pero a
pesar de ello la nueva política de Cristián tampoco tuvo los resultados
apetecidos, pues solo sirvió para aumentar la enemistad de los prelados hacia
él, mientras los protestantes no confiaban en las promesas del autor de la
matanza de Estocolmo. A la postre estalló la rebelión, y Cristian tuvo que
huir. Ocho años más tarde, con el apoyo de varios señores católicos del
extranjero, desembarcó en Noruega y se declaró campeón de la causa católica.
Pero su tío y sucesor, Federico I, lo derrotó e hizo prisionero: condición en
la que quedó hasta su muerte, veintisiete años más tarde.
Al
ascender al trono, Federico I había prometido no atacar el catolicismo, ni
introducir el protestantismo en el país. Pero él mismo era de convicciones
luteranas, y además las doctrinas reformadoras se habían ido abriendo paso
entre el pueblo y los nobles. La política del nuevo rey fue abstenerse de toda
intervención en cuestiones religiosas, y dedicarse a afianzar su poder en
Dinamarca renunciando a toda pretensión sobre Suecia y permitiéndole a Noruega
elegir su propio rey.
Puesto
que el reino del norte lo eligió a él, Federico logró retener algo de la vieja
unión de los países escandinavos, sin tener que apelar a los métodos tiránicos
de su predecesor. Mientras todo esto sucedía, y con la anuencia del Rey, el
protestantismo se iba haciendo fuerte en el país, tanto entre el pueblo como
entre los nobles. Por fin, en la dieta de Odensee en
1527, el protestantismo fue oficialmente reconocido y tolerado. A partir de
entonces la doctrina luterana avanzó rápidamente, y cuando Federico murió en
1533 la mayoría del país la seguía.
Los
partidarios del catolicismo, con ayuda extranjera, trataron de imponer entonces
un rey católico. Pero el pretendiente fue derrotado, y el nuevo rey, Cristian
III, luterano convencido que había estado presente en la dieta de Worms, tomó medidas para que todo el país se hiciera
protestante. Tras limitar el poder de los obispos, le pidió a Lutero que le
enviara quien le pudiera ayuda en la obra de reforma, y a la postre la iglesia
danesa se suscribió a la Confesión de Augsburgo.
Mientras
tanto, en Suecia los acontecimientos tomaban un curso semejante. Cuando
Cristián II trató de apoderarse del país, tenía entre sus prisioneros a un
joven sueco, de nombre Gustavo Ericsson, mejor conocido como Gustavo Vasa. Este
escapó, y desde el extranjero hizo todo lo posible por oponerse a Cristian.
Cuando supo de la matanza de Estocolmo, en que murieron varios de sus parientes
cercanos, regresó en secreto al país. Vestido pobremente, y trabajando como
jornalero, se cercioró del sentimiento popular contra la ocupación danesa, y
por fin se alzó en armas al mando de una banda desorganizada de gente del
pueblo. Poco a poco su nombre se fue volviendo una leyenda, y en 1521 los
rebeldes lo proclamaron regente, y rey dos años después. A los pocos meses,
quien había empezado su campaña en las inhóspitas regiones del norte, entró
triunfante en Estocolmo, en medio del regocijo popular.
Empero el
título real conllevaba poca autoridad, pues los nobles y prelados aspiraban a
retener su poder, en algunos casos eclipsado por la invasión danesa. La
política del nuevo rey, basada tanto en el cálculo como en la convicción, fue
sagaz. Sus más fuertes medidas fueron dirigidas contra los prelados, tratando
siempre de no enemistar a los nobles, pero sobre todo de ganarse la simpatía de
los campesinos y de los ciudadanos. Cuando dos obispos incitaron una rebelión y
fueron derrotados, los dos jefes fueron juzgados y condenados a muerte, pero
quienes los siguieron fueron perdonados. Ese mismo año, el Rey convocó por primera
vez a una asamblea nacional en la que había representantes, no solo de la
nobleza y del clero, sino también de los burgueses comunes y de los campesinos.
Cuando el
clero, con la ayuda de los nobles, que comenzaban a temer por sus privilegios,
logró que la asamblea rechazara las medidas reformadoras propuestas por el Rey,
este sencillamente renunció, declarando que Suecia no estaba todavía lista para
tener un verdadero rey. Tres días después, presionada por el caos que amenazaba
al país, la asamblea le pidió a Gustavo Vasa que aceptara de nuevo la corona, y
los prelados se vieron desamparados en sus pretensiones.
El
resultado de esa asamblea, y del triunfo de Gustavo Vasa, fue que el clero,
desposeído de sus riquezas y excluido a partir de entonces de las
deliberaciones nacionales, perdió todo poder político. Cuando Gustavo Vasa
murió en 1560, el país era protestante, con una jerarquía eclesiástica
luterana, y la monarquía había dejado de ser electiva para volverse
hereditaria.
Capítulo
10 .- LA REFORMA EN LOS PAÍSES BAJOS
Sabed que
tenemos dos brazos, y que si el hambre llega a tal punto, nos comeremos uno
para poder seguir luchando con el otro.
Combatiente
protestante en el sitio de Leyden
Como en
el resto de Europa, el protestantismo logró adherentes en los Países Bajos
desde fecha muy temprana. En 1523, en la ciudad de Amberes, fueron quemados los
dos primeros mártires de la causa. Pero, a pesar de haber penetrado en la
región desde entonces, y de tener numerosos seguidores, el protestantismo no
logró imponerse sino a costa de grandes sacrificios y largas guerras. Esto se
debió particularmente a las condiciones políticas que reinaban en los Países
Bajos.
Cerca de
la desembocadura del Rin, existía un complejo grupo de territorios que se
conocía como las «Diecisiete Provincias», y que comprendía aproximadamente lo
que hoy son Holanda, Bélgica, y Luxemburgo. Estos diversos territorios habían
quedado unidos bajo el señorío de la casa de Austria, y por tanto Carlos V los
heredó de su padre Felipe el Hermoso. Puesto que Carlos había nacido y se había
educado en la región, gozaba de gran simpatía entre los naturales, y bajo su
gobierno las Diecisiete Provincias llegaron a tener más unidad que nunca antes.
Pero esa
unidad política era en cierto modo ficticia. Aunque Carlos se esforzó por
producir instituciones comunes, durante todo su reinado cada territorio
conservó buena parte de sus viejos privilegios y forma particular de gobierno.
Además, no existía entre ellos unidad cultural, pues mientras en el sur se
hablaba el francés, el holandés era el idioma del norte, y entre ambos existía
una amplia zona de lengua flamenca. En lo eclesiástico, la situación era
todavía más compleja, pues la jurisdicción de las diversas diócesis no
concordaba con las divisiones políticas, y buena parte de los Países Bajos
estaba supeditada a sedes de fuera de la región.
Cuando en
1555 Carlos V abdicó en Bruselas a favor de su hijo Felipe esperaba que este
continuara su política de unificación de la zona. Y esto fue precisamente lo
que intentó Felipe. Pero lo que su padre había comenzado no era fácil de
continuar. Carlos era visto en los Países Bajos como flamenco, y de hecho ese
idioma fue siempre el que habló con más naturalidad. Felipe, por su parte, se
había educado en España, y tanto su habla como su perspectiva eran
esencialmente españolas. Cuando, en 1556, recibió de su padre la corona de sus
bisabuelos los Reyes Católicos, a ella comenzó a prestarle mayor atención. Los
Países Bajos y sus intereses quedaron entonces supeditados a España y los
suyos. Esto a su vez creó un profundo resentimiento entre los habitantes de la
región, que se opusieron tenazmente a los intentos de Felipe de terminar la
unificación de las Diecisiete Provincias, y hacerlas parte hereditaria de la
corona española.
Desde
mucho antes de estallar la Reforma protestante, había habido en los Países
Bajos un fuerte movimiento reformador. No se olvide que allí tuvieron su origen
los Hermanos de la Vida Común. y que Erasmo era natural de Rotterdam. Uno de
los temas característicos de los Hermanos de la Vida Común era la lectura de
las Escrituras, no sólo en latín, sino también en los idiomas vernáculos. Por
tanto, al aparecer la Reforma protestante encontró abonado el suelo de los
Países Bajos.
Pronto
los predicadores luteranos llegaron a la región, y lograron numerosos
conversos. Poco después los anabaptistas, particularmente los que seguían las
enseñanzas de Melchor Hoffman, se abrieron paso en el país. Téngase en cuenta
que los jefes de la Nueva Jerusalén, en Munster, eran
originarios de los Países Bajos. Otros trataron de unírseles, pero fueron interceptados
por las fuerzas de Carlos V, y muchos de ellos fueron muertos. Después hubo
varias intentonas por parte de los anabaptistas más radicales de apoderarse de
diversas ciudades, aunque ninguna de ellas tuvo buen éxito. Por último llegaron
los predicadores calvinistas, procedentes tanto de Francia como de Ginebra y el
sur de Alemania. A la postre, el calvinismo sería la forma característica del
protestantismo de la región.
Carlos V
tomó fuertes medidas contra el protestantismo. Repetidamente hizo promulgar
edictos contra ese movimiento, y en particular contra los anabaptistas, que
fueron los que más persecución sufrieron. La frecuencia de tales edictos es
prueba fehaciente de ello. Los muertos se contaron por decenas de millares. Los
jefes eran quemados; los seguidores, decapitados; y para las mujeres
anabaptistas se reservaba la terrible suerte de ser enterradas vivas. Pero a
pesar de todo ello el protestantismo seguía avanzando.
Hay
indicios de que, hacia fines del reinado de Carlos V, comenzó una fuerte
comente de oposición a tales crueldades. Pero Carlos era un soberano popular, y
en todo caso la mayoría de la población estaba todavía convencida de que los
protestantes eran herejes, merecían los castigos que se les aplicaban.
Felipe, que
desde el principio fue impopular, aumentó esa impopularidad mediante una
política que combinaba la necedad con la obstinación y la hipocresía. Con el
propósito de hacer valer su autoridad en el país, especialmente después que
marchó hacia España y dejó como regente a su medio hermana Margarita de Parma,
acuarteló en él tropas españolas. Tales tropas tenían que sostenerse con los
recursos del país, y además causaban fricciones constantes con los habitantes,
que se preguntaban por qué era necesario tener allí ejércitos extranjeros.
Puesto que el país no estaba en guerra, la única explicación que cabía era que
Felipe dudaba de la lealtad de sus súbditos.
A esto se
sumó el nombramiento de nuevos obispos, con poderes inquisitoriales. No cabe
duda de que era necesario reorganizar la iglesia en las Diecisiete Provincias;
pero el procedimiento y el momento que Felipe escogió no fueron apropiados.
Parte de la explicación oficial que se dio para la formación de los nuevos
obispados fue que precisaba extirpar la herejía. Los habitantes de los Países
Bajos sabían que en España la Inquisición se había vuelto un instrumento en
manos del estado, y temían, no sin razón, que el Rey proyectara hacer lo mismo
en las Diecisiete Provincias.
Para
colmo de males, Felipe y la Regente no parecían prestarles atención a los más
fieles de sus súbditos en el país. El príncipe de Orange, quien había sido
amigo íntimo de Carlos Y, y el conde de Egmont, quien le había prestado
distinguidos servicios en el campo militar, fueron hechos miembros del Consejo
de Estado; pero no se les consultaba sobre las cuestiones más importantes, que
eran decididas por la Regente y sus consejeros foráneos. De ellos el más
detestado era el obispo Granvella, a quien los
naturales del país culpaban de todas las injusticias y vejaciones de que eran
objeto.
Como las
protestas iban en aumento, Felipe II retiró a Granvella.
Pero pronto los que protestaban se dieron cuenta de que el depuesto ministro no
hacia sino obedecer las órdenes de su amo, y que era el Rey mismo quien
establecía las prácticas y políticas ofensivas. Enviaron entonces a Madrid al
conde de Egmont, a quien Felipe recibió amablemente e hizo toda clase de
promesas. El embajador regresó complacido, hasta que leyó en el Consejo la
carta sellada que el Rey le había dado, en la que contradecía todas las
promesas hechas. Al mismo tiempo, el Rey le enviaba a la Regente instrucciones
en el sentido de que fueran promulgados los decretos del Concilio de Trento
contra el protestantismo, y que fueran ejecutados todos los que se opusieran.
Las
órdenes reales causaron gran revuelo. Los jefes y magistrados de las Diecisiete
Provincias no estaban dispuestos a condenar al crecido número de sus
conciudadanos para quienes el Rey decretaba la pena de muerte. Varios
centenares de nobles y burgueses se unieron entonces en un «Compromiso» contra
la Inquisición, y marcharon a presentarle sus demandas a la Regente. Cuando
esta se mostró perturbada, uno de sus consejeros le dijo que no tenía por qué
temerles a «esos mendigos».
Los
mendigos
Aquellas
palabras cautivaron la imaginación de los habitantes del país. Puesto que sus
opresores los llamaban mendigos, tal sería el nombre que se darían. La bolsa de
cuero que llevaban los mendigos se volvió bandera de la rebelión. Bajo aquel
símbolo el movimiento, que al principio había contado adherentes principalmente
entre los nobles y los grandes burgueses, se extendió entre la población. Por
todas partes se veía el estandarte de rebeldía, y las autoridades no sabían qué
hacer.
Antes de
llegar al campo de batalla, el movimiento fue una protesta religiosa. Por todas
partes se producían reuniones al aire libre en las que se predicaba la doctrina
protestante al amparo de mendigos armados, a quienes las autoridades no se
atrevían a atacar por temor a causar convulsiones aún mayores. Después
aparecieron pequeños grupos de iconoclastas que visitaban las iglesias y
destruían sus altares, imágenes y demás símbolos de la vieja religión, al
tiempo que la gente dejaba que lo hicieran. Al parecer, quienes sentían
simpatías hacia ellos se gozaban de sus andanzas, mientras los católicos se
maravillaban de que el cielo no fulminara a los sacrílegos.
Ante
tales hechos, el Consejo de Estado no tuvo más remedio que apelar a quienes
antes había despreciado, en particular a Guillermo de Orange, y pedirles que
trataran de detener los excesos que se cometían. Con su lealtad de siempre, y a
riesgo de su vida, Guillermo logró calmar los ánimos. Cesó la ola iconoclasta,
y el Consejo suspendió la Inquisición y permitió cierta libertad de culto. Por
su parte, los mendigos declararon que mientras se cumplieran las nuevas
disposiciones su liga no tendría vigencia.
Pero
Felipe II no era hombre que se dejara convencer por la oposición de sus
súbditos. Además había declarado, con vehemente sinceridad, que no tenía
intención alguna de ser «señor de herejes». Al mismo tiempo que se declaraba
dispuesto a perdonar a los sediciosos y a acceder a sus demandas, estaba
reuniendo tropas para invadir el país. Guillermo de Orange, que se percató de
la duplicidad del soberano, trató de persuadir a sus amigos los condes de
Egmont y de Horn a que todos se unieran en
resistencia armada. Pero cuando sus compañeros se mostraron confiados en la
sinceridad del Rey, Guillermo decidió retirarse a sus posesiones en Alemania.
La tormenta no se hizo esperar.
Repentinamente
se presentó en el país el duque de Alba, con una fuerza de soldados españoles e
italianos. Sus órdenes eran tales, que a
partir de entonces la Regente lo fue solo de nombre, mientras era él quien de
veras gobernaba. Alba venía dispuesto a ahogar la rebeldía en sangre. Una de
sus primeras medidas fue organizar un «Consejo de los desórdenes», al que el
pueblo pronto dio el nombre de «Consejo de sangre». Este tribunal estaba por
encima de todos los límites legales, pues, según el propio Alba le escribió al
Rey, los procesos legales no permitirían condenar sino a aquellos cuyos
crímenes fueran probados, y las «cuestiones de estado» requerían que se
procediera de manera drástica. Los protestantes fueron condenados por herejes,
y los católicos por no haber resistido la herejía. El expresar dudas acerca de
la autoridad del Consejo de los desórdenes era alta traición. También lo era el
haberse opuesto a la creación de los nuevos obispados, o el haber sostenido que
las provincias tenían derechos y privilegios que el Rey no podía violar. Los
muertos fueron tantos que los cronistas de la época hablan de la fetidez del
aire, y de centenares de cadáveres que colgaban de árboles a la vera del
camino.
Los
condes de Egmont y de Hom, que con cándida lealtad
habían permanecido en sus territorios, fueron apresados y se comenzó juicio
contra ellos. Puesto que Orange no estaba a su alcance, Alba se contentó con
apresar a su hijo mayor, de quince años, quien fue llevado a España. Guillermo
de Orange reunió todos sus recursos económicos y, con un ejército mayormente
alemán, invadió el país.
Pero
tanto esta tentativa como otra semejante poco después resultaron fallidas, pues
Alba lo derrotó. Y, en represalia, hizo ejecutar a Egmont y a Hom.
Todo
parecía perdido cuando las cosas comenzaron a cambiar. Orange les había dado
patentes de corso a unos pocos navíos que se proponían resistir desde el mar.
Estos «mendigos del mar», que al principio eran poco menos que piratas, se
fueron organizando paulatinamente, y las fuerzas navales de Felipe II no
bastaban para contenerlos. Durante algún tiempo, hasta que la presión española
la obligó a cambiar de política, Isabel de Inglaterra les prestó asilo, y les
permitió vender sus presas en puertos ingleses. Cuando esa política cambió, los
«mendigos del mar» eran ya demasiado poderosos para ser fácilmente eliminados.
Poco después, mediante un golpe de mano, se apoderaron de la ciudad de Brill, y a partir de entonces sus éxitos fueron notables.
Varias ciudades se declararon partidarias de Guillermo de Orange, quien volvió
a invadir el país contando con ayuda francesa. Pero cuando se acercaba a
Bruselas supo de la matanza de San Bartolomé, cruento acontecimiento de que
trataremos en el próximo capitulo, y que marcó el fin de toda posibilidad de
entendimiento entre los protestantes y la corona francesa. Falto de fondos y de
todo apoyo militar, Guillermo se vio obligado a despedir sus soldados, muchos
de los cuales eran mercenarios.
La
venganza de Alba fue terrible. Sus ejércitos tomaron ciudad tras ciudad, y en
todas ellas violaron los términos de la rendición. Los prisioneros fueron
muertos contra todo derecho de ley, y sin juicio alguno, y varias ciudades
fueron incendiadas. En algunos casos, no sólo los combatientes, sino también
las mujeres, los niños y los ancianos hallaron la muerte.
Solamente
en el mar les quedaban esperanzas a los rebeldes. Los «mendigos» continuaban
derrotando repetidamente a los españoles, y hasta hicieron prisionero a su
almirante. Esto a su vez le hacía muy difícil a Alba recibir provisiones y paga
para sus soldados, que pronto comenzaron a amotinarse. Fue entonces cuando
Alba, cansado de su larga lucha, y quizá amargado porque España no parecía
prestarle todo el apoyo necesario, pidió que se nombrara a otro en su lugar.
El nuevo
general español, don Luis de Zúñiga y Requesens, trató de ganarse a los
habitantes católicos del país, cuyo número era mayor en las provincias del sur,
y separarlos así de los protestantes del norte, contra quienes continuó la
guerra. Hasta entonces, la cuestión religiosa había sido sólo un elemento más
en lo que en realidad era una rebelión nacional contra el yugo extranjero.
Guillermo de Orange, el jefe de la rebeldía, había sido católico liberal por lo
menos hasta su exilio en Alemania, y sólo en 1573 se declaró calvinista. La
política de Requesens contribuyó a subrayar el motivo religioso del conflicto,
y por tanto las provincias del sur, en su mayoría católicas, empezaron a
separarse de los protestantes. Esto a su vez hacia más desesperada la causa
protestante, que parecía ser vencedora solamente en el mar, mientras en tierra
era derrotada repetidamente. La crisis vino por fin en el sitio de Leyden,
importante ciudad comercial que se había declarado protestante, y que estaba
ahora sitiada por las tropas españolas. Un ejército enviado por Guillermo de
Orange para romper el cerco fue vencido por los españoles, y en la batalla
murieron dos hermanos de Guillermo. Todo estaba perdido cuando este jefe, a
quien sus enemigos llama- ban «el Taciturno» por lo que era en realidad su
ecuanimidad, sugirió que se abrieran los famosos diques holandeses, y que se
anegara la llanura que rodeaba a Leyden. Esto significaba la destrucción de
largos años de paciente labor, pero los ciudadanos concordaron, mientras los sitiados
continuaban ofreciendo heroica resistencia, en medio de un hambre espantosa.
Aún después de tomada tan drástica decisión, el agua tardó cuatro meses en
llegar a Leyden. Pero los defensores resistieron. Con las olas llegaron los
mendigos del mar, gritando: «Antes turcos que papistas!» y obligaron a los
españoles a retirarse.
En eso
murió Requesens. La soldadesca española, falta de jefe y de paga, se amotinó y
se dedicó a saquear las ciudades del sur, que eran su presa más fácil. Esto a
su vez unió a todos los habitantes de las diversas provincias, que se reunieron
en Gante en 1576 y firmaron un tratado, la Pacificación de Gante, que
establecía una afianza entre las provincias, a pesar de todas las diferencias
religiosas. En ello vio Guillermo de Orange un gran triunfo, pues su opinión
había sido siempre que la intolerancia y el partidismo religiosos eran un
obstáculo al bienestar de las provincias.
El
próximo regente, don Juan de Austria, medio hermano bastardo de Felipe, sólo
pudo entrar en Bruselas después de acceder a la Pacificación de Gante. Pero
Felipe II no se daba por vencido. Un nuevo ejército invadió el país, y una vez
más las provincias del sur se mostraron dispuestas a capitular. Entonces las
del norte, contra la voluntad de Orange, formaron una liga aparte, para la
defensa de sus libertades y de su fe.
La lucha
continuó largos años. Dueños de las provincias del sur, los españoles no podían
tomar las del norte. En 1581 Felipe II publicó una proclama prometiéndole
enorme recompensa a quien asesinara a Guillermo el Taciturno. Este y los suyos
respondieron con un Acta de abjuración, en la que por fin se declaraban
completamente independientes de toda autoridad real. Pero tres años más tarde,
tras varias intentonas fallidas, Guillermo cayó, muerto por un asesino en busca
de la recompensa. Como era de esperarse, dado el carácter de Felipe II, el Rey
de España se negó primero a cumplir lo prometido, y a la postre pagó solo una
porción.
La muerte
de Guillermo el Taciturno pareció por un momento poner la rebelión en peligro.
Pero su hijo Mauricio, de diecisiete años al morir su padre, resultó ser
todavía mejor general, y dirigió sus fuerzas en una serie de campañas sumamente
exitosas.
Por fin,
en 1607, España dio señales de considerarse vencida, y se firmó una tregua que
a la postre llevó al reconocimiento de la independencia de la nueva nación
protestante, que para ese entonces era mayormente calvinista.
Capitulo 11 .- EL
PROTESTANTISMO EN FRANCIA
Nuestras
cámaras, nuestros lechos vacíos,
Nuestros
bosques, nuestros campos, nuestros ríos
Sonrojados
de tanta sangre inocente,
Guardan
silencio, y en silencio elocuente
Piden
venganza, venganza, venganza...
Cancionero hugonote del
siglo XVI
Al
comenzar el siglo XVI, pocas naciones europeas habían alcanzado el grado de
unidad de que Francia gozaba. Y sin embargo, durante ese siglo, fueron pocos
los países que se vieron tan divididos como ella. La causa de ello fue el
conflicto entre protestantes y católicos, que en Francia llevó a largas guerras
fratricidas.
Quien
reinaba en Francia cuando estalló la Reforma era Francisco I, el último gran
rey de la casa de los Valois. Su política religiosa fue siempre ambigua y
vacilante, pues no deseaba que el protestantismo se introdujera en sus
territorios y los dividiera, pero al mismo tiempo se gozaba de los avances de
esa fe en Alemania, que entorpecían la política de su rival Carlos V. Luego,
aunque nunca apoyó a los protestantes franceses, su actitud hacia ellos varió
con las necesidades de los tiempos. Cuando buscaba un acercamiento con los
protestantes alemanes, se le hacía difícil perseguir a quienes en Francia eran
de la misma persuasión, y entonces estos gozaban de un respiro. Pero cuando las
circunstancias cambiaban la persecución volvía. En medio de tales vaivenes, el
protestantismo francés seguía creciendo, no solo entre el pueblo, sino también
entre los nobles. Además, la misma política oscilante del Rey obligó a muchos
franceses a exiliarse — Calvino entre ellos — y desde el extranjero tales
personas seguían con interés los acontecimientos de su patria, e intervenían en
ellos cuando les era posible.
Mientras
tanto, en el vecino reino de Navarra, la hermana de Francisco, Margarita de
Angulema, esposa del rey Enrique, alentaba el movimiento reformador. Margarita
era una mujer erudita que antes de ser reina de Navarra, cuando todavía vivía
en Francia, había apoyado a los humanistas franceses, y que después hizo de su
corte un refugio para los protestantes que venían huyendo del país de su
hermano. Uno de los miembros del círculo de sus protegidos en Francia fue
Guillermo Farel, quien después jugó un papel
importante en la reforma suiza, según hemos visto.
Desde
Navarra, y desde ciudades fronterizas tales como Estrasburgo y Ginebra, los
libros y predicadores protestantes se infiltraban constantemente en Francia,
difundiendo su fe. Pero a pesar de todo ello no tenemos noticias de grupos
organizados como iglesias sino años después, en 1555.
Francisco
I murió en 1547, y lo sucedió su hijo Enrique II, quien continuó la política de
su padre, aunque su oposición al protestantismo fue más constante y cruel. A
pesar de ello, y de los muchos muertos que la persecución produjo, la nueva fe
continuó abriéndose paso en el país. En 1555, como hemos dicho, se organizó la
primera iglesia, siguiendo los patrones trazados por Calvino. Y cuatro años más
tarde, cuando se reunió el primer sínodo nacional, había iglesias organizadas
en todo el país. Aquel sínodo, que se reunió en secreto en las afueras de
París, redactó una Confesión de fe y una Disciplina para la naciente iglesia.
Francisco
II y la conspiración de Amboise
Poco
después de ese primer sínodo, Enrique II fue herido en un torneo, y murió a
consecuencia de ello. Dejó cuatro hijos varones, tres de los cuales serían
sucesivamente reyes de Francia (Francisco II, Carlos IX y Enrique III), y tres
hijas, entre ellas Margarita, que sería reina de Francia después de la muerte
de sus hermanos. La madre de todos estos hijos era Catalina de Médicis, mujer
ambiciosa que se había visto postergada en vida de su esposo, y que ahora
aspiraba a adueñarse del poder.
Empero
los proyectos de Catalina se vieron impedidos por la familia de los Guisa.
Procedente de Lorena, esta casa, hasta entonces casi desconocida en los anales
del país, había comenzado a ganar prominencia en tiempos de Francisco I.
Después el general Francisco de Guisa y su hermano Carlos, cardenal de Lorena,
habían sido los principales consejeros de Enrique II. Y ahora, puesto que el
joven rey Francisco II no se interesaba en los asuntos de estado, estos dos
hermanos eran quienes en realidad gobernaban en su nombre. Esto no era del
agrado de la vieja nobleza, y particularmente de los «príncipes de la sangre»,
es decir, los parientes más cercanos del Rey, que se veían relegados por los
advenedizos de Guisa.
Entre
estos príncipes de la sangre se contaban Antonio de Borbón y su hermano Luis de Condé. El primero se había casado con Juana d’Albret, hija de Margarita de Navarra, quien había seguido
las inclinaciones religiosas de su madre y se había hecho calvinista. Su esposo
Antonio de Borbón y su cufiado Luis de Condé aceptaron su religión, y resultó así que el calvinismo había logrado adeptos
entre los más grandes señores del reino. Al mismo tiempo, estos príncipes eran
los mismos que resentían el poder de los de Guisa, quienes eran además
católicos convencidos de que era necesario extirpar el pro-testantismo.
Se fraguó así la fallida conspiración de Amboise, cuyo objeto era apoderarse
del Rey, separarlo de los de Guisa, y establecer una nueva política en el país.
Los principales implicados eran «hugonotes»: nombre de origen oscuro que se les
daba a los protestantes en Francia. Cuando la conspiración se descubrió, los
que formaban parte de ella fueron encarcelados por los de Guisa, entre ellos,
Luis de Condé. Esto causó gran revuelo entre los
nobles, tanto católicos como protestantes, quienes temían que silos de Guisa se
atrevían a encarcelar, juzgar y condenar a un príncipe de la sangre, todos los
privilegios de la vieja nobleza serían pisoteados.
Catalina
de Médicis
En esto
estaban las cosas cuando Francisco II murió inesperadamente. Catalina de
Médicis intervino y tomó el título de regente en nombre de su hijo de diez
años, Carlos IX. Puesto que los de Guisa la habían postergado y humillado
repetidamente, una de sus primeras acciones fue liberar a Condé y aliarse a los principales hugonotes para limitar el poder de los de Lorena.
En esa época los protestantes del país eran ya numerosos, pues se dice que
había unas dos mil congregaciones. Luego, por motivos de política y no de
convicción, Catalina trató de ganarse la simpatía de los hugonotes. Los que
estaban encarcelados fueron libertados, con una inocua admonición instándoles a
abandonar la herejía. En Poissy la Regente reunió un coloquio al que asistieron
teólogos católicos y calvinistas, con la esperanza de que pudieran ponerse de
acuerdo. Cuando esos proyectos fracasaron, la Regente hizo promulgar, en 1562,
el edicto de San Germán, que les concedía a los hugonotes la libertad de
continuar en el ejercicio de su religión, pero les prohibía tener templos,
reunirse en sínodos sin permiso del estado, recoger fondos, mantener ejércitos,
etc. Luego, lo único que se les permitía a los hugonotes era reunirse para sus
cultos, siempre que esto tuviese lugar fuera de las ciudades, de día y sin
armas. Naturalmente, el propósito de este edicto era ganarse el favor de los
protestantes, pero asegurarse de que no tuvieran poder político o militar
alguno.
Los de
Guisa no respetaron este edicto, sino que trataron de destruir la paz religiosa
a fin de reconquistar el poder. Mes y medio después del edicto, los dos
hermanos de Guisa, al mando de doscientos nobles armados, rodearon el establo
en que estaban reunidos los protestantes en la aldea de Vassy,
y les dieron muerte a cuantos pudieron.
La
matanza de Vassy fue la causa inmediata de la primera
de una larga serie de guerras religiosas que sacudieron a Francia. Tras varias
escaramuzas, ambos bandos organizaron sus ejércitos y salieron al campo, los
católicos al mando del duque de Guisa, y los protestantes bajo el almirante
Gaspar de Coligny, uno de los hombres más respetables
de la época. Los católicos ganaron las principales batallas, pero su general
fue asesinado por un noble protestante, y exactamente un año después de la
matanza de Vassy se llegó a un nuevo acuerdo, otra
vez a base de una tolerancia limitada para los protestantes. Empero tampoco esa
paz fue duradera, pues hubo otras guerras religiosas en 1567 al 1568, y en 1569
al 1570.
La
matanza de San Bartolomé
La paz de
1570 prometía ser duradera. Catalina de Médicis se mostraba dispuesta a volver
a hacer las paces con los protestantes, quizá siempre con la esperanza de que
la ayudaran a limitar el poder de los de Guisa. En 1571 Coligny se presentó en la corte, y pronto hizo fuerte impresión en el joven rey, quien
llegó a llamarlo «padre mío». Además, se hicieron planes para casar a
Margarita, hermana del Rey y por tanto hija de Catalina, con Enrique de Borbón,
hijo de Antonio de Borbón, quien era uno de los principales jefes del partido
protestante.
Todo
parecía marchar bien para los hugonotes, que tras largos sufrimientos podían
por fin presentarse libremente en la corte y demás lugares públicos. Pero bajo
las dulces apariencias se escondían otras intenciones. El nuevo duque de Guisa,
Enrique, estaba convencido de que su padre había sido asesinado por orden de Coligny, y quería vengar su muerte. Catalina comenzaba a
sentir celos del noble protestante cuya recia hidalguía había conquistado la
admiración del Rey. Se tramó así una conspiración para deshacerse de quien era
sin lugar a dudas la figura más limpia y respetable de esos tiempos turbulentos
.
Los
principales jefes hugonotes se encontraban en París para las bodas de Enrique
de Borbón, rey de Navarra, con Margarita Valois, hermana del Rey de Francia.
Las nupcias se celebraron con toda pompa el 1 8 de agosto, y los protestantes
se gozaban de verse, no solo tolerados, sino hasta respetados, cuando ocurrió
el atentado alevoso. El almirante de Coligny iba
hacia su casa, de regreso del Louvre, cuando desde un edificio que era
propiedad de los de Guisa le dispararon, llevándole el índice de la mano derecha
e hiriéndolo en el brazo izquierdo.
Coligny no murió, pero los
airados hugonotes clamaron pidiendo justicia. El Rey tomó la investigación en
serio. Se decía que el arcabuz que se había utilizado para el atentado
pertenecía al duque de Guisa, y que el asesino había huido en un caballo
proporcionado por la Reina Madre. Algunos añadían que el hermano del Rey,
Enrique de Anjou, era parte de la conspiración. El Rey, indignado, despidió a
los de Guisa de la corte.
En tales
circunstancias era necesario para los conspiradores tomar medidas drásticas. De
acuerdo con los de Guisa, Catalina de Médicis convenció a Carlos IX de que
existía una vasta conspiración hugonote, encabezada por Coligny,
para apoderarse del trono. El Rey, que nunca había mostrado independencia de
criterio, lo creyó, y así quedó listo el escenario para la horrible matanza.
La noche
del día de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, con la anuencia del Rey, y
siguiendo instrucciones de Catalina de Médicis, el duque de Guisa reunió a los
encargados de guardar el orden en la ciudad, y les dio sus instrucciones,
indicándole a cada uno qué casas debía asaltar y quiénes serían sus víctimas.
El mismo se encargó personalmente del almirante de Coligny,
que convalecía todavía.
Coligny fue sorprendido en su
cámara, donde fue herido repetidamente. Todavía vivo, lo arrojaron por la
ventana a la calle, donde esperaba el duque, quien lo pateó y le dio muerte.
Después mutilaron horriblemente su cuerpo, y colgaron lo que quedaba en el
patíbulo de Montfaucon.
Mientras
tanto, unos dos mil hugonotes eran muertos de igual manera. En el propio
palacio real del Louvre, la sangre corría por las escaleras. Los dos príncipes
de la sangre protestantes, Luis de Condé y Enrique de
Borbón, rey de Navarra y cuñado del Rey, fueron llevados ante este, donde se
salvaron abjurando de su fe.
La
matanza de París fue la señal para que se produjeran hechos semejantes en las
provincias. Los de Guisa habían enviado órdenes en ese sentido y, aunque varios
magistrados se negaron a cumplirlas, diciendo que no eran verdugos ni asesinos,
los muertos se contaron en decenas de millares.
La
noticia conmovió al resto de Europa, Como hemos dicho, Guillermo el Taciturno,
que a la sazón marchaba sobre Bruselas (y que después se casó con una de las
hijas de Coligny) se vio obligado a suspender su
campaña. Isabel de Inglaterra se vistió de luto. El emperador Maximiliano II,
con todo y ser buen católico, expresó su horror. Pero en Roma y en Madrid los
sentimientos fueron muy distintos. El papa Gregorio XIII, al principio
conmovido, cuando creyó que el protestantismo había sido aplastado en Francia
ordenó que se cantara un Te Deum en celebración de la
noche de San Bartolomé, y que se hiciera lo mismo todos los años para
conmemorar el supuestamente glorioso acontecimiento. En cuanto a Felipe II, se
dice que al enterarse de lo sucedido rió en público por
primera vez, y que ordenó también un Te Deum y otras
celebraciones.
La
guerra de los Tres Enriques
Empero el
protestantismo no había muerto en Francia. Carentes de jefes militares debido a
la matanza de San Bartolomé, los hugonotes se hicieron fuertes en las plazas de
La Rochelle y Montauban, que un tratado anterior les
había concedido, y se prepararon a luchar, no ya contra los de Guisa, sino
contra el propio Rey, a quien tacharon de tirano y asesino. Pronto recibieron
el apoyo de muchos católicos que, cansados de las guerras de religión, creían
que el bien del país requería una política de tolerancia, y a quienes se les
dio el mote de «los políticos». Mientras tanto, Carlos IX, incapaz de llevar la
carga de conciencia de la noche de San Bartolomé, se mostraba cada vez menos
apto para gobernar, hasta que murió en 1574.
La corona
pasó entonces a su hermano Enrique de Anjou, uno de los autores de la matanza.
Poco antes su madre, Catalina de Médicis, lo había hecho elegir rey de Polonia.
Pero al saber de la muerte de su hermano, sin ocuparse siquiera de abdicar,
corrió a París para tomar posesión del trono. Como su madre, Enrique III no
tenía más convicciones que las necesarias para tomar y retener el poder. Por
tanto, cuando se persuadió de que así le convenía, hizo las paces con los
protestantes, a quienes concedió libertad de culto, excepto en París.
Los de
Guisa y los católicos más extremistas no tardaron en reaccionar. Con la ayuda
de España, organizaron una «Santa Alianza», que les declaró la guerra a los
protestantes y que llegó a contar con el apoyo indeciso del Rey, quien se
encontraba en dificultades tanto políticas como económicas. Una vez más el país
se vio sumido en guerras fratricidas que nada resolvían, pues los hugonotes
eran incapaces de vencer a los católicos, y estos no podían acabar con
aquellos.
Entonces
la posible sucesión al trono tomó un giro inesperado. El último de los hijos de
Enrique II y Catalina de Médicis, Francisco de Alençon, murió. Puesto que el
Rey no tenía hijos, su heredero resultaba ser Enrique de Borbón. Este príncipe,
que había quedado como prisionero en París a consecuencia de la noche de San
Bartolomé, había logrado escapar en 1 576 y, cambiando de religión por cuarta
vez, se había vuelto a declarar calvinista. Aunque sus costumbres licenciosas
(y las de su esposa Margarita de Valois) no eran del agrado de los hugonotes,
alrededor de él se había vuelto a formar el núcleo de la resistencia
protestante.
Los
católicos no podían tolerar la posibilidad de que Francia tuviera un rey
protestante. Era necesario tomar medidas antes que el trono quedara vacante. Lo
que se ideó entonces fue hacer de Enrique de Guisa el presunto heredero del
trono. En Lorena apareció un documento según el cual los de Guisa descendían de
Carlomagno, y por tanto su derecho a la corona era superior al que tenían, no
solo los Borbones, sino también los Valois, que reinaban a la sazón.
Había
entonces tres partidos, cada uno encabezado por un Enrique. El rey legítimo,
Enrique III de Valois, era de los tres el menos digno y hábil. El pretendiente
católico, Enrique de Guisa, no tenía más derecho al trono que el que le daba un
documento a todas luces espurio. El jefe protestante, Enrique de Borbón, rey de
Navarra, no pretendía que el trono francés le perteneciera todavía, pero sí que
él era el legítimo heredero.
La guerra
tuvo sus suertes contrarias, hasta que Enrique de Guisa se apoderó de París, y
Enrique III acudió al método que antes él y su rival habían empleado contra los
protestantes. El día antes de la Nochebuena de 1588, por órdenes del Rey,
Enrique de Guisa fue asesinado en el mismo lugar donde quince años antes había
dado órdenes para la matanza de San Bartolomé. Empero esto no le puso fin a la
oposición. Nadie confiaba en un rey que repetidamente se había manchado con el
asesinato político. Los católicos buscaron nuevos jefes y continuaron la lucha.
Pronto la situación del Rey fue desesperada, y no le quedó más remedio que huir
de París y refugiarse en el campamento de su antiguo rival, Enrique de Borbón,
quien al menos lo reconocía como soberano legítimo.
Enrique
de Borbón recibió al Rey con todo respeto, aunque naturalmente no le permitió
determinar el curso de sus acciones políticas. Pero esta situación no duró
mucho, pues un dominico, Jacobo Clemente, convencido de que tenían razón los
católicos más extremistas que decían que el Rey era un tirano, y que en tales
circunstancias el regicidio era permitido, se infiltró en el campamento y le
dio muerte.
La muerte
de Enrique III no le puso fin a la guerra. Enrique de Borbón, a todas luces el
heredero legítimo, tomó el título de Enrique IV. Pero los católicos no estaban
dispuestos a tener un rey protestante. Desde España, Felipe II buscaba el modo
de adueñarse de Francia. El Papa declaraba que la herencia del de Borbón no era
válida. En esas circunstancias, la campaña se prolongó cuatro años más, hasta
que, convencido de que solo lograría el trono si se hacía católico, Enrique
cambió de religión una vez más. Aunque la frase «París bien vale una misa», que
le ha sido atribuida, es probablemente falsa, no cabe duda de que expresa algo
de sus sentimientos. Al año siguiente, el nuevo rey entró en París, y con ello
puso fin a varias décadas de guerras religiosas.
Aunque se
hizo católico, Enrique IV no olvidó a sus viejos compañeros de armas. Su
actitud hacia ellos fue siempre leal y cortés, hasta tal punto que los
católicos más recalcitrantes decían que todavía era hereje. Por fin, el 13 de
abril de 1598, hizo promulgar el edicto de Nantes, que les concedía a los
protestantes libertad de culto en todos los lugares donde habían tenido
iglesias hasta el año anterior, excepto París. Además, para garantizar su
seguridad, se les concedían por un período de ocho años todas las plazas
fuertes que habían ocupado en 1597. A pesar de sus veleidades amorosas y
religiosas, Enrique IV fue uno de los mejores reyes de Francia, a la que
devolvió su antigua paz y prosperidad. Murió en 1610, tras un largo y memorable
reinado, víctima del fanático asesino François de Ravaillac,
quien estaba convencido de que todavía era un hereje protestante.
Capítulo
12 .- LA REFORMA CATÓLICA
Nada te
turbe, nada te espante;
todo se
pasa, Dios no se muda.
La
paciencia todo lo alcanza.
Quien a
Dios tiene nada le falta.
Solo Dios
basta.
Santa Teresa de Jesús
Según
vimos, los impulsos reformadores que corrían por Europa eran demasiado fuertes
y amplios para que el protestantismo pudiera contenerlos todos. Desde antes de
la protesta de Lutero, había muchos que soñaban con una reforma eclesiástica, y
que tomaban medidas en ese sentido. Particularmente en España, y gracias a la
obra de Isabel la Católica y de Jiménez de Cisneros, la corriente reformadora
cobró gran impulso, aunque sin abandonar los cauces del catolicismo romano.
En
términos generales, la reforma católica, aun después de aparecer el protestantismo,
siguió las líneas trazadas por Isabel. Se trataba de un intento de reformar la
vida y las costumbres eclesiásticas, de emplear la mejor erudición disponible
para purificar la fe, y de fomentar la piedad personal. Pero todo esto sin
apartarse un ápice de la ortodoxia, sino todo lo contrario. Los santos y los
sabios de la reforma católica, como Isabel, fueron puros, devotos e
intolerantes.
Aunque,
como hemos señalado, la reforma católica se remonta por lo menos a tiempos de
Isabel, el advenimiento del protestantismo le dio un nuevo tono. No se trataba
ya sencillamente de reformar la iglesia por razón de una necesidad interna,
nacida de la vida misma de la iglesia, sino, además, de la obligación de
responder a quienes proponían una reforma que rechazaba buena parte de la
religión medieval. En otras palabras, tras la protesta de Lutero, la reforma
católica, al mismo tiempo que continuó el curso trazado anteriormente por
Isabel, Cisneros y otros, se dedicó también a refutar las doctrinas
protestantes.
Ya nos
hemos referido a Juan Eck, el teólogo que en el debate de Leipzig llevó a
Lutero a declararse husita. Aunque muchos historiadores protestantes han
pretendido que Eck era un oscurantista que no tenía más interés que perseguir a
los protestantes, esto no es cierto. Al contrario, Eck fue un pastor
concienzudo, y un erudito que en 1537 publicó una traducción alemana de la
Biblia.
Empero no
todos los jefes de la reforma católica eran del mismo espíritu. Jacobo Latomo, por ejemplo, quien era rector de la universidad de
Lovaina, se dedicó a atacar tanto a los protestantes como a los humanistas,
arguyendo que para entender la Biblia bastaba con leerla en latín, a la luz de
la tradición de la iglesia, y que el estudio de los idiomas originales de nada
servía.
Luego,
entre los católicos que se dedicaron a refutar a los protestantes había tanto
personajes eruditos como otros de espíritu oscurantista. A la postre, fueron
los primeros quienes se mostraron más capaces de responder a los retos del
momento. De ellos, quizá los dos de mayor importancia fueron Roberto Belarmino
y César Baronio. Belarmino fue el principal
sistematizador de los argumentos católicos contra el protestantismo. A partir
de 1576, y por doce años, ocupó en Roma la recién fundada cátedra de Polémica,
y hacia fines de ese período empezó a publicar su magna obra, De las
controversias de la fe cristiana, que terminó en 1593, y que a partir de
entonces se ha vuelto la principal fuente católica de argumentos contra el
protestantismo. De hecho, casi todos los argumentos que escuchamos hasta el día
de hoy se encuentran ya en la obra de Belarmino.
Uno de
los episodios más famosos en la vida de este polemista fue el juicio de
Galileo, en el cual tomó parte, y que concluyó declarando herética la idea de
que la Tierna se mueve alrededor del Sol. Pero, aunque la polémica anticatólica
siempre ha subrayado este incidente, el hecho es que Belarmino siempre sintió y
demostró gran respeto hacia Galileo.
César Baronio fue el gran historiador del catolicismo. Los
protestantes de la universidad de Magdeburgo habían empezado a publicar una
gran historia de la iglesia, en la que trataban de mostrar que el cristianismo
original era muy distinto del catolicismo romano, y de explicar cómo se habían
introducido las diversas innovaciones que los protestantes ahora trataban de
eliminar.
Puesto
que esa historia se publicaba a razón de un volumen para cada siglo (nunca pasó
del XIII) se llamaba Las centurias de Magdeburgo. En respuesta a ellas, Baronio escribió sus Anales eclesiásticos, que marcaron el
comienzo de la historia de la iglesia como disciplina moderna.
Las
nuevas órdenes
Al
iniciarse la «era de los reformadores», eran muchos los que se dolían del
triste estado a que habían llegado las órdenes monásticas.
Erasmo y
los humanistas criticaban su ignorancia. Isabel y Cisneros trataban de reformar
las casas existentes, instándolas a volver a la estricta observancia de sus
reglas. Cuando los reformadores alemanes comenzaron a cerrar los conventos y
monasterios, hubo buenos católicos que no se preocuparon grandemente por ello.
Lo mismo sucedió en Inglaterra cuando Enrique VIII se apoderó de las casas
monásticas.
Pero esto
no quiere decir que todo el monaquismo estuviera corrompido. Había innumerables
monjes y monjas que estaban convencidos de que era necesario reformar la vida
monástica, y que se dedicaron a ello. Así comenzaron a aparecer en diversas
partes de Europa nuevas órdenes. Algunas de ellas eran un intento de volver a
la antigua observancia, mientras otras iban más lejos, y trataban de crear
nuevas organizaciones que pudieran responder mejor a las necesidades de la
época.
Quizá el
mejor ejemplo de las primeras sea la orden de carmelitas descalzas, fundada por
Santa Teresa; y de las segundas, la de los jesuitas, que le debe su existencia
a San Ignacio de Loyola.
Teresa
pasó la mayor parte de su juventud en Ávila, donde su padre y su abuelo se
habían establecido después de haber sido condenados por la Inquisición de
Toledo a llevar sambenitos. Desde niña se sintió atraída hacia la vida
monástica, aunque al mismo tiempo la temía. Cuando por fin se unió a las monjas
del convento carmelita de La Encarnación, en las afueras de Ávila, lo hizo
contra la voluntad de su padre. Allí se volvió una monja popular, pues su
ingenio y su encanto eran tales que lo mejor de la inteligencia abulense acudía
a charlar con ella. Hastiada de esa vida, que no le parecía ser un verdadero
cumplimiento de sus votos monásticos, se dedicó a leer obras de devoción.
Cuando la Inquisición prohibió la lectura de los libros que le habían sido de
más ayuda, tuvo una visión en la que Jesús le dijo: «No temas, yo te seré como
un libro abierto». A partir de entonces sus visiones fueron cada vez más
frecuentes.
Llevada
por tales visiones, decidió abandonar La Encarnación, y fundar, también en las afueras
de Ávila, el convento de San José. Tras mucha oposición, logró que su misión
fuera reconocida, y a partir de entonces se dedicó a fundar conventos por toda
Castilla y Andalucía, lo que le valió el mote de «fémina andariega». Símbolo de
su reforma de la antigua orden de los carmelitas eran las sandalias que
llevaban ella y sus monjas, y por las que se les conoce como «carmelitas
descalzas».
San Juan
de la Cruz colaboró estrechamente con Santa Teresa, quien a través de él pudo
extender su reforma a las casas de varones. Por tanto, Santa Teresa fue la
primera mujer en toda la historia de la iglesia en fundar, no solo una orden
femenina, sino también otra para hombres, la de los carmelitas descalzos.
Al mismo
tiempo que se ocupaba de estas labores, que requerían gran genio administrativo
y sensibilidad pastoral, Teresa fue una mística dedicada a la contemplación de
Jesús, quien en una visión contrajo con ella nupcias espirituales. Sus obras
místicas, entre las que se cuentan Camino de perfección y Moradas del castillo
interior, han llegado a gozar de tal autoridad que en 1970 Pablo VI la declaró
«doctora de la iglesia universal». Fue la primera mujer en gozar de tal título,
que le ha sido conferido también a Santa Catalina de Siena.
Mientras
la reforma de Santa Teresa iba dirigida a la vida monástica, y a la observancia
más estricta de la vieja regla de los carmelitas, la de San Ignacio de Loyola,
algo anterior, iba dirigida hacia afuera, en un intento de responder a los
retos que su época le planteaba a la iglesia.
Ignacio
de Loyola
Ignacio
era el hijo menor de una vieja familia aristocrática, y había soñado con
alcanzar gloria mediante la carrera militar cuando, en el sitio de Pamplona,
fue herido en una pierna, que nunca sanó debidamente. En su lecho de dolor y
amargura, se dedicó a leer obras de devoción, hasta que tuvo una visión que él
mismo cuenta en su Autobiografía, escrita en tercera persona:
Estando
una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo
Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy
excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de
cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del alma todas las especies
que antes tenía en ella pintadas.
Entonces
marchó en peregrinación a la ermita de Monserrate, donde, en un rito parecido a
las antiguas prácticas de caballería, se dedicó a la Virgen y confesó todos sus
pecados. De allí se retiró a Manresa, para dedicarse a la vida eremítica. Pero
todo esto no bastaba para calmar su espíritu, atormentado, como antes el de
Lutero, por un profundo sentido de su propio pecado. Dejemos que él mismo nos
cuente su experiencia:
Mas en
esto vino a tener muchos trabajos de escrúpulos. Porque, aunque la confesión
general que había hecho en Monserrate había sido con asaz diligencia y toda por
escrito, [...] todavía le parecía a las veces que algunas cosas no había
confesado, y esto le daba mucha aflicción; porque, aunque confesaba aquello, no
quedaba satisfecho. Mas [...] el confesor vino a mandarle que no confesase
ninguna cosa de las pasadas, si no fuese alguna cosa tan clara. Mas, como él
tenía todas aquellas cosas por muy claras, no aprovechaba nada este
mandamiento, y así siempre quedaba con trabajo. [ ...] Estando en estos
pensamientos, le venían muchas veces tentaciones, con grande ímpetu, para
echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía y estaba junto del lugar
donde hacía oración. Mas, conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar:
«Señor, no haré cosa que te ofenda». [ ...]
Tales
eran los tormentos por los que pasó el futuro fundador de la orden de los jesuítas antes que, sin que él mismo nos explique cómo ni
por qué, conoció la gracia de Dios, «y así de aquel día adelante quedó libre de
aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido
librar por su misericordia».
Todo esto
muestra que hay un paralelismo estrecho entre la experiencia de Lutero y la de
Ignacio de Loyola. Pero, mientras el monje alemán se lanzó entonces por un
camino que a la postre lo llevó a romper con la iglesia católica, el español
hizo todo lo contrario. A partir de entonces se dedicó, no ya a la vida
monástica de quien busca su propia salvación, sino al servicio de la iglesia y
su misión.
Primero
fue a Palestina, el lugar que durante siglos había sido el centro de atracción
del alma europea, con la esperanza de ser misionero entre los turcos. Pero los
franciscanos que a la sazón trabajaban allí temieron los problemas que podría
crear aquel español de espíritu fogoso, y lo obligaron a abandonar la región.
Entonces decidió que le era necesario estudiar teología para poder servir mejor
a la iglesia. Aunque era ya mayor, regresó a las aulas, y estudió en Barcelona,
Alcalá, Salamanca y París. Pronto se congregó alrededor de él un pequeño grupo
de compañeros, atraídos por su fe ferviente y su entusiasmo. Por fin, en 1534,
regresó a Monserrate con sus compañeros, y allí todos hicieron votos de
pobreza, castidad y obediencia al Papa.
El
propósito inicial de la nueva orden era trabajar entre los turcos de Palestina.
Pero cuando el papa Pablo III la aprobó en 1540, la amenaza del protestantismo
era tal que la Sociedad de Jesús (que así se llamó la nueva orden) vino a ser
también uno de los principales instrumentos de la iglesia católica para hacerle
frente al protestantismo. Al mismo tiempo, los jesuítas no abandonaron su interés misionero, y en la próxima sección de esta historia
nos encontraremos repetidamente con ellos, trabajando en los más remotos
rincones del globo.
Como
respuesta al protestantismo, la Sociedad de Jesús fue un arma poderosa. Su
organización cuasimilitar, y su obediencia absoluta
al Papa, le permitían responder rápida y eficientemente a cualquier reto.
Además, pronto los jesuítas se distinguieron por sus
conocimientos, y muchos de ellos se mostraron dignos contrincantes de los
mejores polemistas protestantes.
El
papado reformador
Cuando
Lutero clavó sus tesis en Wittenberg, el papado estaba en manos de León X,
quien tenía más interés en embellecer la ciudad de Roma, y en aumentar el
prestigio y poderío de su familia (los Médicis), que en los asuntos
eclesiásticos. Para él Lutero y su protesta no fueron más que una molestia y
una interrupción en medio de sus planes. Por tanto, no solo los protestantes,
sino también los católicos de espíritu reformador, estaban convencidos de que
la reforma religiosa que tanto se necesitaba no vendría de Roma. Mientras
algunos esperaban que fueran los señores laicos quienes por fin intervinieran
para poner en orden los asuntos eclesiásticos, otros revivían las viejas ideas
conciliaristas, y pedían que se convocara a un concilio universal que tratara
tanto de las cuestiones doctrinales planteadas por Lutero y los suyos como de
la corrupción y el abuso que reinaban en la iglesia, y el modo de ponerles fin.
El breve
pontificado de Adriano VI (el último papa no italiano hasta Juan Pablo II, en
el siglo XX) ofreció algunas esperanzas de reforma, pues el pontífice, que
antes había sido mentor de Carlos V, era un hombre de vida pura y altos
ideales. Pero el nuevo papa se mostró incapaz de sobreponerse a las intrigas y
los intereses de la curia, y en todo caso murió antes de poder poner en marcha
sus principales proyectos de reforma.
El
próximo papa, Clemente VII, era primo de León X, y su política fue muy
semejante a la de su pariente. Una vez más el sumo pontífice se dedicó
principalmente a embellecer a Roma, y fue solo en ese empeño que tuvo éxito, ya
que durante su reinado Inglaterra se separó de la obediencia romana, y las
tropas de Carlos V tomaron y saquearon a Roma.
Pablo
III, que sucedió a Clemente, es un personaje ambiguo. En ocasiones dio muestras
de confiar más en la astrología que en la teología. Como el de los papas
anteriores, su reinado se vio manchado por el nepotismo, pues hizo cardenales a
sus nietos, todavía adolescentes, y se las arregló para hacer a su hijo duque
de Parma y Piacenza. También, al igual que todos los papas renacentistas,
dedicó buena parte de sus esfuerzos al embellecimiento de Roma, para lo cual le
era necesario continuar los viejos sistemas mediante los cuales la riqueza de
Europa fluía hacia Roma, y que eran uno de los motivos de queja de los
reformadores. Pero, a pesar de todo esto, fue también un papa reformador. Fue
él quien reconoció a los jesuítas, y empezó a
utilizarlos tanto en el campo misionero como en la polémica con los
protestantes. En 1536, nombró una comisión de distinguidos cardenales y obispos
para que le presentaran un informe acerca de la reforma eclesiástica. Ese
informe, que mostraba hasta qué punto había llegado la corrupción, llegó de
algún modo a manos de los enemigos del papado, y pronto se convirtió en una de
las principales fuentes de materiales para los protestantes en sus ataques
contra esa institución. Es necesario recalcar, para honra de Pablo III, que el
informe en cuestión fue escrito a solicitud suya, con el propósito de descubrir
los abusos y eliminarlos. Pero, por otra parte, el informe mismo sirvió para
hacerle ver al Papa hasta qué punto sus recursos económicos dependían de
prácticas injustificadas, y cuál sería entonces el costo de una verdadera
reforma. El resultado neto fue que Pablo III postergó sus proyectos
reformadores, o al menos los mitigó. En todo caso, a Pablo III le corresponde
la honrosa distinción de haber finalmente convocado al tan ansiado concilio
reformador, que comenzó sus reuniones en Trento en 1545, y del que trataremos
en el próximo epígrafe de este capítulo.
El
siguiente papa, Julio III, tuvo todos los vicios del anterior, y pocas de sus
virtudes. Una vez más el nepotismo imperó en Roma, y la corte pontificia se
volvió un centro de festejos y juegos, como cualquier otra corte europea. A la
muerte de Julio, se ciñó la tiara papal Marcelo II, quien canceló todos los
festejos que se acostumbraba celebrar en ocasión de la coronación de un nuevo
papa, y llevó su repudio del nepotismo hasta la exageración. Pero su
pontificado terminó con su muerte prematura.
Por fin,
en 1555, el cardenal Juan Pedro Carafa fue elegido
papa, y a partir de entonces el movimiento reformador echó profundas raíces en
Roma. Carafa era uno de los miembros de la comisión
que le había rendido informe a Pablo III acerca del estado deplorable de la
iglesia, y tan pronto como fue electo se dedicó a corregir los males que antes
había señalado. Fue un hombre en extremo austero y hasta rígido, que confundió
la necesidad de reforma con sus deseos de imponer una exagerada uniformidad de
criterios. Por ello bajo su gobierno los poderes y la actividad de la
Inquisición aumentaron hasta rayar en el terror, y el índice de libros
prohibidos proscribió alguna de la mejor literatura católica. Pero a pesar de
tales excesos, Pablo IV merece crédito por haber limpiado la curia romana, y
haber puesto el papado al frente del movimiento reformador católico. En
diversos grados y de distintas maneras, esa política fue seguida por sus
sucesores, al menos hasta fines del período que nos ocupa.
El
Concilio de Trento
El lector
recordará que Lutero y varios otros reformadores apelaron repetidamente a un
concilio universal. Sin embargo, durante los primeros años de la «era de los
reformadores», los papas se opusieron a la convocación de tal asamblea, pues
temían que renaciera el viejo espíritu del conciliarismo del siglo XV, que sostenía que la autoridad de un concilio universal era
superior a la del papa. En consecuencia, no fue sino en tiempos de Pablo III,
tras la ruptura definitiva entre protestantes y católicos, cuando se empezó a
pensar seriamente en la posibilidad de un concilio universal convocado por el
Papa.
Tras
largas idas y venidas que no es necesario relatar aquí, el Concilio se reunió
por fin en Trento en diciembre de 1545. Carlos V había insistido en que la
asamblea tuviera lugar en territorio que le perteneciera, y fue por ello que se
escogió esa ciudad del norte de Italia, que era parte del Imperio. Al principio
la asistencia fue escasísima, pues, aparte los tres legados papales, se reunieron
en Trento 31 prelados.
Y aun al
final del Concilio, en 1563, los prelados presentes eran solamente 213.
Hasta
entonces, los grandes concilios de la iglesia se habían dedicado a resolver
unos pocos problemas, o a discutir y condenar una doctrina determinada. Pero
las cuestiones que planteaban los protestantes eran tan fundamentales, y la
iglesia estaba en tal necesidad de reforma, que el Concilio no se limitó a
condenar el protestantismo, sino que discutió toda clase de doctrinas, al
tiempo que se dedicó a reformar las costumbres del clero.
La
historia de este sínodo, considerado por los católicos romanos el decimonono
concilio ecuménico, fue harto accidentada. Cuando Pablo III se sintió fuerte, y
sus relaciones con Carlos V se volvieron más tensas que de costumbre, le ordenó
a la asamblea que se trasladara a los estados papales. Pero el Emperador les
prohibió y terminaron sus sesiones en 1563. Luego, el Concilio duró desde 1545
hasta 1563, aunque estuvo en receso durante la mayor parte de ese tiempo.
Los
decretos del Concilio de Trento son demasiado numerosos para resumirlos aquí.
Por una parte, se ocupó de reformar la iglesia, exigiendo que los obispos
vivieran en sus sedes, prohibiendo el pluralismo, regulando las obligaciones
del clero, y estableciendo seminarios para la mejor preparación del ministerio.
Por otra parte, se dedicó a condenar las doctrinas protestantes. En ese
sentido, el Concilio declaró que la traducción latina de la Biblia conocida
como «Vulgata» era suficiente para cualquier discusión dogmática, que la
tradición tenía una autoridad paralela a la de las Escrituras, que los
sacramentos son al menos siete, que la misa es un verdadero sacrificio que
puede ofrecerse en beneficio de los muertos, que en ella no es necesario que todos
reciban tanto el pan como el vino, que la justificación es el resultado de la
colaboración entre la gracia y el creyente, mediante los méritos de las buenas
obras, etc.
Aquel
concilio, a pesar de su historia accidentada, del escaso número de prelados que
asistieron, y de los obstáculos que varios soberanos pusieron antes de permitir
que los decretos fueran promulgados en sus territorios, marcó el nacimiento de
la iglesia católica moderna. Esta no era exactamente igual que la iglesia
medieval contra cuyas costumbres protestó Lutero, sino que era un nuevo
fenómeno, producto en parte de una reacción contra el protestantismo. Durante
los próximos cuatro siglos, esa reacción sería tal que la iglesia romana se
vería imposibilitada de aceptar el hecho de que muchos de los elementos de la
Reforma protestante, rechazados en Trento, tenían profundas raíces en la
tradición cristiana. Como veremos más adelante, quizá ése sea el descubrimiento
más importante que el catolicismo romano ha hecho en el siglo XX.
Capítulo
13.- EL PROTESTANTISMO ESPAÑOL
¡Valor,
camaradas! Esta es la hora en que debemos mostrarnos valientes soldados de
Jesucristo. Demos fiel testimonio de su fe ante los hombres, y dentro de pocas
horas recibiremos el testimonio de su aprobación ante los ángeles.
Julianillo
Hernández
En los
capítulos anteriores hemos tratado principalmente de aquellos países en que el
protestantismo logró echar fuertes raíces: Alemania, Suiza, Holanda,
Inglaterra, etc. Hubo otros en donde su impacto fue menor, aunque también
notable, y que no hemos discutido aquí por razones de falta de espacio. Entre
estos últimos cabe mencionar Italia, Polonia, Hungría, Rusia, Grecia y otros.
En cierto sentido, España pertenece también a esta segunda categoría. La
historia del protestantismo en ella es una serie de persecuciones, reuniones
clandestinas, muertes y exilios. A la postre, no quedaron vestigios de aquel
antiguo protestantismo que puedan señalarse con certeza. Pero, por otra parte,
la historia de aquellos antiguos reformadores españoles, perseguidos, exiliados,
torturados y muertos, es también un capítulo importante de la nuestra, pues
hablamos el mismo idioma. Por esa razón, antes de dejar la «Era de los
reformadores», debemos darle al lector al menos un atisbo de ella.
La
historia del protestantismo en España está aún por escribirse. Hay numerosos
ensayos y monografías acerca de personajes o hechos relacionados. Pero un
movimiento que fue en su mayor parte clandestino resulta siempre difícil de
investigar, pues frecuentemente se halla oculto en episodios que el tiempo y la
falta de atención se han encargado de borrar. Por tanto, lo que intentaremos
hacer aquí no será narrar la historia del protestantismo español, sino ofrecer
más bien un bosquejo de ella, con algunos episodios que sirvan para darle al lector
una idea de la fe y el heroísmo de aquellos personajes casi olvidados.
Erasmismo,
Reforma e Inquisición
Al
comenzar la «era de los reformadores», había pocos países en Europa donde el
espíritu reformador pareciera tener mayores probabilidades de éxito que en
España. Erasmo había cifrado en ella sus esperanzas de ver una reforma según él
la concebía. La obra de Isabel la Católica y de Cisneros había dado frutos, y
las reformas que ellos habían emprendido, aunque distaban mucho todavía de ser
universales, se iban abriendo camino. El rey Carlos, nieto de Isabel, era
admirador del movimiento humanista, y se había hecho rodear de varios
consejeros que pertenecían a él. Entre ellos se contaba su secretario Alfonso
de Valdés, quien lo acompañó a la dieta de Worms. La
universidad de Alcalá, y varias otras, se habían vuelto centros de reforma.
Entonces
estalló la reforma luterana en Alemania, y la vieja reforma española se volvió
una contrarreforma. Como toda reacción, esa contrarreforma comenzó a ver enemigos,
no solo en el protestantismo, sino también en los erasmistas que no estaban
dispuestos a ser tan extremistas como ella. El resultado fue que muchos de
ellos se vieron obligados a abandonar el país, e impulsados a tomar actitudes
más radicales con respecto a las cuestiones religiosas que se debatían.
Al mismo
tiempo, la Inquisición, que hasta entonces se había ocupado principalmente de
los supuestos judaizantes y de los moriscos falsamente convertidos, comenzó a
dirigir su atención hacia los «luteranos» (título que se le daba a toda persona
que tomase posiciones siquiera remotamente parecidas a las de Lutero).
Todo este
proceso, sin embargo, tomó algún tiempo. Durante el reinado de Carlos V fueron
pocos los españoles que se sintieron atraídos por el protestantismo, y la
mayoría de ellos prefirió vivir en el exilio. A principios del reinado de
Felipe II las autoridades se percataron de que las ideas «luteranas» (en
realidad, casi todos los protestantes españoles eran más calvinistas que luteranos)
habían penetrado profundamente en el país. Fue entonces, como veremos más
adelante, cuando se desató la verdadera persecución.
La
reforma mística y humanista: Juan de Valdés
A Juan de
Valdés, cuyo hermano Alfonso era secretario del Emperador, le cabe el honor de
haber sido el primer autor «luterano» en español. Decimos «luterano», porque
ése fue el título que le dieron sus enemigos. En realidad, la doctrina de
Valdés nunca hubiera sido aceptada por el Reformador de Wittenberg, pues Valdés
era un místico que combinaba la larga tradición mística española con el
humanismo al estilo de Erasmo.
Cuando la
Inquisición empezó a sospechar de él, y resultó claro que su hermano Alfonso no
tendría el poder necesario para defenderlo, Juan de Valdés decidió abandonar
España, y se refugió en Nápoles, que también pertenecía a Carlos V, pero donde
la Inquisición no tenía el alcance que tenía en España. Allí pasó el resto de
sus días dedicado a la meditación religiosa. Alrededor de él se reunió un
círculo de aristócratas que admiraban sus enseñanzas. Puesto que su propósito,
más que reformarla iglesia, era lograr una vida espiritual más profunda para el
individuo, Valdés pudo evitar ser condenado por las autoridades eclesiásticas.
A su muerte, su discípula Giulia de Gonzaga continuó reuniendo el grupo fundado
por él, hasta que ella también murió.
El propio
Valdés no parece haber sido verdaderamente protestante. Su énfasis en la vida
del espíritu, a veces en contraposición, no solo a los ritos externos, sino
también al estudio de las Escrituras, era muy distinto de lo que predicaban los
reformadores luteranos y calvinistas. Pero en todo caso varios de sus
discípulos, entre ellos el famoso predicador Bernardino de Ochino,
general de la orden de los capuchinos, sí se hicieron protestantes, y tuvieron
que emigrar de Italia. El propio Ochino siguió una
carrera accidentada, pues después de hacerse protestante y refugiarse en
Ginebra comenzó a formular declaraciones contra la doctrina de la Trinidad, y a
favor de las enseñanzas de Serveto, y a la postre se
vio obligado a partir hacia Polonia, donde murió años después, cuando se
preparaba a emigrar una vez más por cuestiones doctrinales.
Las
comunidades protestantes en España
El
contacto entre España, por una parte, y Alemania y los Países Bajos, por otra,
no podía sino llevar a la introducción del protestantismo en la Península
Ibérica. En 1519 fueron enviados a España los primeros escritos de Lutero, y al
año siguiente se tradujo al español su comentario sobre Gálatas. A partir de
entonces, y de manera esporádica, continuaron infiltrándose en España,
principalmente procedentes de los Países Bajos, libros de esa índole. Puesto
que al principio se confundía la reforma que propugnaba Erasmo con la que había
sido iniciada por Lutero, los libros luteranos fueron populares en los círculos
humanistas, y la Inquisición tomó medidas para descubrirlos y desunirlos. Pero
todo esto no pasaba de mera curiosidad o, cuando más, de deseos de que en
España se comenzara una reforma parecida a la que estaba teniendo lugar en
Alemania. Hacia fines del reinado de Carlos V se fundaron las primeras
comunidades o iglesias protestantes, en Valladolid y en Sevilla. Y aún
entonces, no se trataba verdaderamente de gente que estuviera convencida de que
era necesario seguirlas doctrinas de Lutero o de Calvino, sino de miembros de
la Iglesia Católica que soñaban con su reforma, y que recibían inspiración de
los escritos protestantes.
Uno de
los principales promotores del protestantismo español fue Julián Hernández,
conocido debido a su baja estatura como «Julianillo». Cuando por fin fue
apresado por la Inquisición, se comportó con singular valentía. Repetidamente
fue llevado a la cámara de torturas, sin que pudieran arrancarle una
abjuración, ni el nombre de alguno de sus correligionarios. Al regresar a su
celda, después de largas sesiones de suplicio, se dice que iba cantando: Al ser
llevado a la pira después de tres años de prisión y torturas, pronunció las
palabras que hemos citado al principio de este capítulo, y murió de manera
ejemplar.
En
Sevilla, el más renombrado predicador de la catedral, el doctor Constantino
Ponce de la Fuente, era parte del círculo que estudiaba las doctrinas
protestantes. Además, en las afueras de la ciudad, en el convento de San
Isidoro en Santiponce, el movimiento reformador había llegado hasta tal punto
que toda la vida monástica se reorganizó, para dar más tiempo al estudio de las
Escrituras, y menos a los ritos tradicionales.
Hacia
fines de 1557 y principios de 1558, comenzó a haber indicios de que la
Inquisición se aprestaba para asestar un rudo golpe a los círculos de
inclinaciones protestantes. En Valladolid, el movimiento se había infiltrado
entre las monjas de Santa Clara y las cistercienses. En Sevilla, había pasado
del convento de Santiponce a otras casas vecinas y se abría paso entre los
laicos de toda la comarca. Quienes creían que el protestantismo era el peor mal
que asolaba al mundo tenían que tomar medidas para su destrucción.
Apercibidos,
los monjes de San Isidoro se reunieron para discutir la situación, y
determinaron que cada cual quedaba libre para seguir el curso que le pareciera
aconsejable. Doce de ellos decidieron partir por distintas rutas y reunirse un año
más tarde en Ginebra. Así lo hicieron, y tras largas y diversas odiseas todos
llegaron a la ciudad suiza. Entre los refugiados sevillanos se contaban Juan
Pérez, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, personajes de gran importancia
en la historia de la Biblia castellana.
A los
pocos días de la partida de aquellos frailes, estalló la tormenta. En Sevilla
alrededor de ochocientas personas fueron llevadas a las cárceles de la
Inquisición, y unas ochenta en Valladolid. En Sevilla, el tumulto fue tal que
la Inquisición se vio obligada a poner guardias en el puente que separaba su
castillo de Triana de la ciudad, por temor a que el pueblo tratara de libertar
a los presos.
Entre
estos últimos se encontraba Constantino Ponce de la Fuente, pues los inquisidores
descubrieron inesperadamente algunas de sus obras, conservadas en secreto, en
las que criticaba las doctrinas y prácticas más comunes del catolicismo de su
época. Poco después se dieron órdenes para que en otras ciudades se procediera
de igual manera, y pronto las cárceles inquisitoriales en las principales
ciudades de España rebosaban de acusados.
Los
procesos que se iniciaron entonces duraron largo tiempo. Constantino murió de
disentería en la cárcel malsana, y los inquisidores dataron de manchar su
memoria diciendo que se había suicidado ingiriendo vidrio molido. Muchos de los
acusados confesaron su «herejía», abjuraron de ella, y fueron condenados a
diversas penas. Pero contra la mayoría se siguió un juicio tan prolongado que
muchos murieron antes de recibir veredicto alguno.
El primer
«auto de fe» contra los protestantes se celebró en Valladolid el 21 de mayo de
1559, y en él catorce personas fueron muertas, mientras otras dieciséis fueron
castigadas públicamente de distintos modos. En el segundo, celebrado en la
misma ciudad el 8 de octubre de ese año, los muertos fueron trece, y dieciséis
los castigados de otro modo. En Sevilla, donde el número de los acusados era
mayor, el primer auto de fe tuvo lugar el 24 de septiembre, y en él los condenados
a morir fueron veintiuno. Entre ellos estaban cuatro frailes de San Isidoro,
que habían decidido permanecer allí cuando sus hermanos partieron hacia
Ginebra. El segundo auto de fe sevillano tuvo lugar más de un año después, el
22 de diciembre de 1560, y en él murió Julianillo Hernández, junto a otros
trece compañeros de fe. A partir de entonces los autos de fe se multiplicaron,
y durante cada uno de los próximos diez años hubo al menos una docena de ellos.
Luego, el número de los condenados a muerte por ser «luteranos» fue
considerable. Y mucho mayor fue el de los que recibieron condenas menores,
tales como confiscación de bienes, prisión perpetua, llevar sambenitos, etc.
Pero a pesar de ello, hacia fines de ese siglo, todavía la Inquisición se veía
obligada a continuar buscando y condenando a quienes persistían en sus
inclinaciones protestantes.
Los
protestantes exiliados
En vista
de la persecución que los amenazaba constantemente, fueron muchos los
protestantes españoles que decidieron abandonar su patria y establecerse en
otros lugares. Pronto hubo iglesias protestantes españolas en Amberes,
Estrasburgo, Ginebra, Hesse y Londres. Dada la inestabilidad política de los
tiempos, los miembros de tales comunidades se vieron a veces obligados a
emigrar de nuevo, como sucedió en Amberes cuando el duque de Alba tomó la
ciudad.
La obra
más notable de esos exiliados fue la traducción de la Biblia al castellano. En
1543, en Amberes, Francisco de Enzinas publicó su
versión del Nuevo Testamento, basada sobre el texto griego de Erasmo. Iba
dedicada al emperador Carlos V, a quien Enzinas se la
presentó personalmente en Bruselas. El monarca le prometió estudiarla, y se la
hizo llegar a su confesor. El resultado fue que Enzinas fue encarcelado por fomentar la herejía. Quince meses permaneció preso, hasta
que un buen día encontró abiertas las puertas de su cárcel, y escapó.
En 1556,
Juan Pérez, uno de los sevillanos que habían huido antes de estallar la
persecución, publicó su versión del Nuevo Testamento, y poco después la de los
Salmos. Cuando murió, en París, dejó toda su herencia para la publicación de
Una Biblia castellana.
Empero el
gran héroe de esa empresa fue Casiodoro de Reina. Al igual que sus compañeros
de convento, Casiodoro había llegado a Ginebra huyendo de los rigores de la
Inquisición, y pronto comen-zó a no sentirse a gusto,
y a decir que Serveto había sido quemado «por falta
de caridad», y que Ginebra se había vuelto «una nueva Roma». A partir de
entonces se vio obligado a exiliarse repetidamente, en Frankfort, Londres,
Amberes, etc. Tras largas penurias y contratiempos, pudo por fin ver publicada
su Biblia en 1569. Su vida, que nos hemos visto obligados a relatar aquí en
unas pocas líneas, es uno de los capítulos más dramáticos de toda la «era de
los reformadores».
Algunos
años más tarde, en 1602, Cipriano de Valera publicó la revisión de la Biblia de
Casiodoro que llegó a ser la versión de las Escrituras más usada entre
protestantes de lengua española, hasta el siglo XX.
Capítulo
14 .- UNA EDAD CONVULSA
Dios es
nuestro amparo y fortaleza,
Nuestro
pronto auxilio en las tribulaciones.
Por
tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,
Y se
traspasen los montes al corazón del mar;
Aunque
bramen y se turben sus aguas,
Y
tiemblen los montes a causa de su braveza.
Salmo 46.1 -3
La era
que acabamos de narrar fue una de las más convulsas de toda la historia del
cristianismo. En poco menos de un siglo, el edificio de la cristiandad medieval
comenzó a derribarse. El viejo ideal de una sola iglesia con el Papa a la
cabeza, que nunca había sido aceptado en el Oriente, perdió también su vigencia
en el Occidente. A partir de entonces, el cristianismo occidental se vio
dividido en varias tradiciones que, aunque posteriormente se acercaran entre
sí, reflejaban enormes diferencias.
Al
comienzo del siglo XVI, a pesar de la corrupción que existía en la iglesia, y
de las muchas personas que se dolían de ella y soñaban con una reforma, todos
seguían pensando que la iglesia era esencialmente una, y que esa unidad debía
reflejarse en su estructura y jerarquía. De hecho, los principales reformadores
partieron de esa posición, y fueron pocos los que llegaron a negarla
rotundamente. Para los jefes del protestantismo, la unidad de la iglesia era
una de sus características esenciales y por tanto, aunque de momento fuera
necesario quebrantarla a fin de ser fieles al mensaje bíblico, esa misma
fidelidad exigía que se continuara haciendo todo lo posible por volver a la
unidad perdida.
También
se daba por sentado, al iniciarse aquella «era de los reformadores», que un
estado dividido por cuestiones de religión no podía subsistir. Desde poco
después de la conversión de Constantino, los cristianos se habían acostumbrado
a pensar, como antes lo habían hecho los paganos, que un estado tenía que
decidirse por una religión, y que dentro de él todos tenían que someterse a
ella. Con la sola excepción de los judíos (y, en España, de los musulmanes),
quienes vivían en un estado cristiano debían ser cristianos y fieles hijos de
la iglesia.
Este modo
de entender la unidad nacional, o la relación entre la fe y el estado, fue la
causa fundamental de las repetidas guerras religiosas que sacudieron todo el
siglo XVI (y también el siguiente). A la postre, y en unos lugares antes que en
otros, se fue llegando a la conclusión de que tal unidad de creencias no era
necesaria para la seguridad del estado, o al menos que, aunque deseable, su
precio sería demasiado elevado. Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, en
Francia, donde el edicto de Nantes puso de manifiesto el fracaso de la política
anterior que trataba de forzar a todos los franceses a aceptar la misma
persuasión teológica. Con ello se comenzó un largo proceso que tendría enormes
consecuencias, pues poco a poco los diversos estados de Europa se vieron
obligados a adoptar una política de tolerancia religiosa, en la que se permitía
la existencia de diversas opiniones teológicas. Y de allí se pasó a la idea,
más moderna, del estado laico, que fue deplorada por algunas iglesias, según
veremos más adelante, pero que era consecuencia de la diversidad que comenzó a
manifestarse en el siglo XVI.
También
en ese siglo acabó de derrumbarse el sueño de un imperio universal. El último
emperador que, siquiera de un modo limitado, pudo abrigar tales ilusiones fue
Carlos V. A partir de entonces los llamados «emperadores» no fueron más que
reyes de Alemania, y aun allí su poder era un tanto precario por el carácter electivo
de esa dignidad.
Por
último, la idea conciliarista también se vino al
suelo. Durante varias décadas los reformadores estuvieron esperanzados de que
un concilio universal les daría la razón, y pondría en orden la casa del Papa.
Lo que sucedió fue todo lo contrario, pues el papado puso en orden sus propios
asuntos, y cuando por fin se reunió el Concilio de Trento resultaba claro que
dicha asamblea era un instrumento en las manos de los papas, y no un verdadero
tribunal internacional e imparcial.
Es
necesario tener en mente todo esto para comprender la vida, los hechos y el
temple de quienes tuvieron que vivir en esa época, y en ella ser fieles al
mandato de su Señor. Tanto entre protestantes como entre católicos hubo
gigantes comparables tan solo a aquellos de la que hemos llamado «era de los
gigantes». En su derredor el mundo convulso se derrumbaba a la vez que se
agrandaba (no se olvide que, cronológicamente, la «era de los reformadores»
coincidió con la «era de los conquistadores» que hemos de narrar en la próxima
sección). Los viejos puntos de apoyo — el papado, el Imperio, la tradición — se
tambaleaban. Como decía Galileo, la Tierra misma se movía.
Las
conmociones sociales y políticas eran frecuentes. El viejo feudalismo se echaba
a un lado, para dejarle paso al naciente capitalismo. En una época
supuestamente ilustrada, se cometían terribles atrocidades en nombre del
Crucificado. Y se cometían con toda sinceridad y absoluta convicción.
Tal fue
la época en que les tocó vivir a Lutero, Calvino, Knox, Menno Sünons y todos los demás reformadores de quienes hemos
tratado aquí. Y lo que resulta notable es la confianza que estos reformadores
tuvieron en la Palabra de Dios, no solo para darles la razón y la victoria,
sino también para producir la reforma que toda la iglesia necesitaba, y de la
cual lo que ellos hacían no era más que el preámbulo. Lutero y Calvino, por
ejemplo, siempre creyeron que el poder de la Palabra de Dios era tal que,
mientras la iglesia romana continuara teniéndola en su seno, y por mucho que se
negara a escucharla, siempre quedaba en ella un «vestigio de iglesia», y
esperaban el día cuando en la vieja iglesia se volviera a oír esa Palabra, y
comenzara a producir reformas semejantes a las que ellos propugnaban. Fue tal
confianza en el poder de la Palabra lo que les permitió, en medio de esa edad
convulsa, y aun cuando su vida peligraba, continuar cantando y viviendo el
Salmo: «Por tanto, no temeremos aunque la tierra sea removida, y se traspasen
los montes al corazón del mar».
Capítulo
15 .- ISABEL LA CATÓLICA
... que
en ello pongan mucha diligencia, e no consientan ni den lugar que los indios
vecinos e moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas e por ganar, resciban agravio alguno de sus personas e bienes; más mando
que sean bien e justamente tratados.
Testamento
de Isabel la Católica
Isabel la
Católica, la reina cuya política religiosa nos sirvió de punto de partida en la
sección anterior, encabeza también la presente. Este proceder sirve para
señalar dos hechos fundamentales. El primero es que, en el orden del tiempo, la
«era de los reformadores» coincidió con la «era de los conquistadores».
Mientras Lutero se ocupaba de dar los primeros pasos que llevarían a la reforma
de la iglesia, Cortés y Pizarra soñaban con conquistar glorias e imperios. El
segundo hecho es que, cuando abandonamos la perspectiva germana o anglocéntrica que ha dominado buena parte de la historia
eclesiástica, el papel de España en la historia del siglo XVI se agiganta. Y,
como fundadora de esa España, se vislumbra siempre la figura de Isabel la
Católica.
Cuando
nació Isabel, en Madrigal de las Altas Torres, el 22 de abril de 1451, no se
esperaba que heredara el trono de Castilla. Tal herencia le correspondía a su
medio hermano Enrique, nacido de la primera esposa de Juan U, doña María de
Aragón, veinticinco años antes. A fines de 1453, la madre de Isabel, doña
Isabel de Portugal, le daba a Juan II otro hijo varón, Alfonso, y con ello
parecía seguro que el cetro de Castilla nunca pasaría a manos de la infanta
Isabel.
Ocho
meses después del nacimiento de Alfonso, murió Juan II, y el trono pasó, sin
disturbio alguno, a su hijo mayor Enrique IV. Empero este no tenía dotes de
gobernante, y pronto fueron muchos los descontentos. El nuevo rey emprendió
repetidas campañas contra los moros de Granada, aguijoneado por quienes
ambicionaban gloria y botín. Pero todas sus campañas no pasaron de meras
incursiones en territorios moros, donde los soldados se dedicaban a destruir
las cosechas del enemigo. De este modo el Rey esperaba debilitar a los
granadinos.
Pero lo
que de veras lograba era granjearse la enemistad de los guerreros castellanos,
que veían en él un príncipe titubeante. Al mismo tiempo, otros se quejaban de
que la justicia del Rey se vendía por dinero, y que el monarca, que se mostraba
misericordioso para con el moro, era cruel con los castellanos que
obstaculizaban sus deseos. Entre ellos se contaban su madrastra doña Isabel de
Portugal y los dos hijos de esta, Isabel y Alfonso.
El odio
del Rey hizo recluir a doña Isabel en el castillo de Arévalo, donde la que
hasta poco antes había sido reina de Castilla perdió la razón. Fue en tales
condiciones, odiada y apartada de la corte por su hermano, y en compañía de su
madre loca y de su pequeño hermano, que la futura reina Isabel pasó los
primeros años de su vida. En 1460, cuando contaba nueve años de edad, fue
apartada por fuerza de su madre y llevada de nuevo a la corte, donde la
colocaron bajo la custodia de los capitanes del Rey. Al parecer, la razón que
llevó a Enrique a tomar tal decisión fue que se percató de las tramas que
comenzaban a urdirse alrededor de sus dos medio hermanos, y que se acrecentaban
porque Enrique no tenía hijos que pudieran heredar el trono.
Cuando
era todavía muy joven, y antes de morir su padre, Enrique se había casado con
la princesa Blanca de Navarra. Pronto se corrió la voz de que el príncipe era
incapaz de consumar el matrimonio, y a la postre, cuando por motivos de estado
se decidió disolver la unión, las autoridades castellanas obtuvieron del Papa
su anulación. La razón que entonces se dio, y que resultaría importantísima
para la historia posterior de España, era que, por «algún hechizo», Enrique era
incapaz de unirse a su esposa. A partir de entonces sus enemigos comenzaron a
llamarle «Enrique el Impotente», y por ese nombre lo conoce la historia .
Empero el
Rey necesitaba proveer sucesor al trono, y por ello contrajo un nuevo
matrimonio con Juana de Portugal, hermana del rey de ese país. Hasta el día de
hoy los historiadores no concuerdan acerca de si aquel matrimonio se consumó o
no. Los cronistas de la época se contradicen mutuamente, según los intereses
partidistas. Unos dicen que la impotencia del Rey con su primera esposa no se
manifestó con la segunda, y señalan que después Enrique tuvo varias amantes.
Ortos afirman lo contrario, y dicen — lo que se comentaba ya en vida de Enrique
— que tales supuestas amantes no lo fueron de veras, sino que sencillamente se
prestaron al disimulo que era necesario para esconder la dolencia del soberano.
Estos mismos cronistas añaden que Enrique, ante la necesidad de proveer
heredero para el trono, le procuraba amantes a su mujer.
Fue la
presencia de uno de estos presuntos amantes lo que llevó al escándalo y por fin
a la guerra civil. Don Beltrán de la Cueva, a quien el Rey colmaba de honores,
acostumbraba visitar a la Reina aun estando ausente su esposo. Tales visitas
dieron lugar a conjeturas, que los enemigos del Rey y de don Beltrán no dejaron
de explotar. Cuando por fin la Reina dio a luz una niña, la infanta doña Juana
de Castilla, no faltaron quienes dijeran que la presunta heredera del Rey era
en verdad hija de don Beltrán.
Con todo,
la niña fue declarada heredera de la corona, y los poderosos del reino le
juraron obediencia. En su bautismo, Isabel, la futura reina de Castilla, le
sirvió de madrina.
La
oposición al Rey iba creciendo, y con ella el partido de quienes, sinceramente
o por conveniencia, llamaban a la presunta heredera «la Beltraneja». El marqués
de Villena, antiguo favorito del Rey que se veía eclipsado por don Beltrán de
la Cueva, unió sus fuerzas a las de su tío Alonso Canillo, arzobispo de Toledo,
y entrambos promovieron una rebelión en la que varios de los más poderosos
nobles y prelados del reino se atrevieron a exigirle al Rey que declarara su
propia deshonra, haciendo heredero suyo a su medio hermano Alfonso y negando la
legitimidad de «la Beltraneja». Contra el consejo de sus allegados, que lo
instaban a tomar las armas frente a los rebeldes, Enrique capituló. Aunque sin
declarar explícitamente que doña Juana no era hija suya, nombró a Alfonso
heredero de la corona.
Don
Beltrán de la Cueva tuvo que ausentarse de la corte, y el marqués de Villena
recibió la custodia del joven heredero. Mas esto no satisfizo a los rebeldes,
que estaban empeñados en despojar a la corona de toda autoridad, ni al Rey, que
se sentía humillado. Creyendo contar con el apoyo del arzobispo Carrillo,
Enrique marchó contra los rebeldes. Su desengaño fue grande cuando descubrió
que Carrillo y los insurgentes se habían confabulado para coronar a Alfonso, y
declarar depuesto a Enrique. Mientras los rebeldes marchaban a reunirse en Ávila,
el Rey huía hacia Salamanca. Alfonso, que a la sazón contaba poco más de once
años, se dejó llevar por las promesas de los conspiradores y aceptó el título
real, contra los consejos de su hermana mayor Isabel, quien le señaló que un
trono fundado en la usurpación carecería de bases sólidas. Pero Alfonso no tuvo
tiempo para ver cumplirse la profecía de su hermana, pues murió poco después de
coronado, dejando acéfalo al partido rebelde.
Alonso
Carrillo corrió entonces al convento cisterciense de Santa Ana, en Ávila, donde
residía Isabel, para ofrecerle la corona que antes había ceñido su hermano.
Pero la princesa se mostró inflexible, argumentando con el Arzobispo de igual
modo que antes lo había hecho con su hermano: «Porque si yo gano el trono
rebelándome contra él [Enrique] ¿cómo podría condenar mañana a quien quisiera
desobedecerme?» Por fin, junto a los viejos Toros de Guisando, se llegó a un
acuerdo entre las partes en pugna. Según ese acuerdo, los rebeldes reconocían a
Enrique como soberano, y este en cambio nombraba a Isabel como su sucesora. De
este modo el partido de los insurrectos, carente de una sien sobre la cual
asentar la corona de la rebeldía, lograba al menos la humillación del Rey.
Isabel
aceptó este acuerdo porque estaba convencida de que doña Juana, la Beltraneja,
llevaba con justicia ese apodo, y no era por tanto legítima heredera de la
corona. Así, quien nunca esperó ocupar el trono de Castilla, y pasó sus
primeros años en medio de penurias y soledades, fue convertida en legítima
heredera de su medio hermano.
Enrique
IV
Enrique
no quedó contento con este arreglo, que en fin de cuentas era una mancha en su
honra. Al reunirse las cortes del reino, se negaron a ratificar lo acordado en
los Toros de Guisando. Y los partidarios de Enrique se dedicaron a alejar a
Isabel procurando casarla con algún potentado extranjero, mientras fortalecían
su posición ofreciéndole la mano de la Beltraneja al Rey de Portugal.
Empero
Isabel no estaba dispuesta a dejarse arrebatar la corona de la que ahora, tras
la muerte de Alfonso, se consideraba legítima heredera. Tras hacer sus propias
investigaciones, decidió casarse con el príncipe heredero de Aragón, don
Fernando, que venía bien recomendado por varios de los consejeros de la
princesa. Cuando Enrique se enteró de las gestiones independientes que Isabel
llevaba a cabo con respecto a su matrimonio, ordenó que fuera encarcelada. Pero
el pueblo de Ocaña se sublevó, e impidió que se cumpliera la orden real. De
allí Isabel pasó a Madrigal de las Altas Torres, y después a Valladolid, donde
se sentía segura por contar con numerosos simpatizantes.
Mientras
tanto, en Aragón, los agentes del Rey de Castilla tenían vigilado a Fernando,
para que no acudiera a Castilla a casarse con Isabel o a incitar a la rebelión.
Mas el príncipe logró burlar la vigilancia de los castellanos y, mientras
supuestamente dormía, escapó. Luego, disfrazado de arriero y con una recua de
muías que llevaba escondidos en burdos fardos los trajes necesarios para la
boda, llegó hasta Valladolid, donde lo esperaba su prometida.
La única
dificultad que se interponía entonces era el hecho de que Fernando e Isabel
eran primos segundos, y que por tanto era necesario una dispensa papal antes de
celebrar su matrimonio. El papa Pablo II se negaba a dar tal dispensa,
solicitada repetidamente por el Rey de Aragón, diciendo que el de Castilla no
estaba de acuerdo con el matrimonio proyectado. Pero al llegar el momento de la
boda el arzobispo Carrillo presentó una supuesta dispensa papal, y el
matrimonio tuvo lugar. Más tarde los historiadores han llegado a la conclusión
de que la tal dispensa era espuria, aunque al parecer Isabel no estaba al tanto
de los manejos del Arzobispo. En todo caso, cuando los vientos políticos
soplaron decididamente a favor de Isabel y Fernando, Roma confirmó la validez
de su matrimonio.
Mientras
tanto, Enrique le declaró la guerra a Aragón, alegando que el vecino reino se
había inmiscuido en los asuntos internos de Castilla. Pero el papado estaba
interesado en fomentar la unidad y la armonía entre los príncipes cristianos,
por cuanto la amenaza turca hacia temblar a Europa. Rodrigo Borgia, el futuro
Alejandro VI, fue enviado a España como legado pontificio Las gestiones del
legado tuvieron buen éxito, y Enrique consintió en hacer las paces con los
aragoneses, aceptar el matrimonio entre Isabel y Femando, y declarar una vez
más que su medio hermana era la legítima heredera del trono.
Las
diversas partes que accedieron a este acuerdo esperaban nuevas tensiones y
luchas. Pero poco después de los hechos que acabamos de relatar Enrique IV
murió inesperadamente, y al día siguiente, 12 de diciembre de 1474, Isabel fue
coronada en Segovia como reina de Castilla.
La
premura con que Isabel fue coronada señala lo incierto de su posición. Aunque
Fernando se encontraba fuera de Castilla, combatiendo junto a su padre en el
Rosellón, Isabel y sus consejeros decidieron no aguardar su retomo. Lo que
sucedía era que el partido de la llamada Beltraneja no había desaparecido del
todo. Tan pronto como tuvo noticias de lo acaecido, el Rey de Portugal, quien
había recibido en promesa la mano de esa infortunada princesa, reclamó para sí
el título real a nombre de su futura esposa e invadió las tierras castellanas.
Fernando
acudió presuroso a defender la herencia de su esposa, en tanto que esta, a
pesar de encontrarse en medio de su segundo embarazo (poco antes había dado a
luz a su primogénita, a quien llamó Isabel), se dedicó a recorrer el país
reclutando un improvisado ejército. El magnetismo personal de la Reina se
manifestó entonces, y pronto Fernando pudo oponerse al invasor al frente de un
ejército de cuarenta y dos mil hombres.
Los dos
ejércitos chocaron en los campos de Toro, y la batalla resultó indecisa. Pero,
mientras el Rey de Portugal se dedicaba a reorganizar sus tropas, Fernando
envió correos a todas las ciudades de Castilla, y a varios reinos extranjeros,
dándoles la noticia de una gran victoria, en la que las tropas portuguesas
habían sido aplastadas. Ante tales noticias, el partido de la Beltraneja se
disolvió, y el portugués se vio forzado a regresar a su reino. Mientras tanto,
a consecuencia de sus largas cabalgatas en defensa de su reino, la Reina perdió
la criatura de aquel segundo embarazo.
Tras
todas estas vicisitudes, Isabel quedaba dueña de los reinos de Castilla y León,
que antes habían pertenecido a su padre Juan II y a su medio hermano Enrique
IV. Empero aquellos reinos se encontraban en grave estado. Los grandes nobles y
prelados habían aprovechado la debilidad de los dos monarcas anteriores para
acrecentar su poder. Y era a ellos que Isabel debía, en parte al menos, el
poder ahora ceñirse la corona.
Pero la
idea de la realeza que Isabel tenía no le permitía acomodarse a las pretensiones
de los poderosos. Además, la administración pública, tras largos años de
incertidumbre, estaba en el más completo desorden. La administración de
justicia, que Enrique había confiado a subalternos ineptos e indignos, dejaba
mucho que desear. Los pasos a través de las montañas estaban en manos de
pequeñas bandas armadas, que vivían del pillaje. Pero el problema más urgente,
por cuanto imposibilitaba todo plan de gobierno por parte de la Reina, era la
actitud levantisca de los magnates, que durante el reinado de Enrique IV se
habían acostumbrado a actuar según sus antojos, y a imponer su voluntad sobre
la del Rey.
La
actitud de Isabel frente a los poderosos se manifestó de inmediato. Doquiera
aparecía la más ligera chispa de rebelión, se presentaba la Reina y, combinando
la autoridad de su porte y persona con la de las armas que la acompañaban,
ahogaba la rebelión. Al tiempo que perdonaba a quienes se habían dejado llevar
por los grandes, castigaba a los jefes de la revuelta, por no parecer débil como
su difunto hermano. Pero generalmente sus castigos se limitaban a desposeer a
los sediciosos de sus plazas fuertes o, cuando más, a desterrarlos. Así fue la
Reina afianzando su poder por todos sus territorios, desde Galicia al norte
hasta Andalucía al sur.
Las
órdenes militares, nacidas en tiempos de guerra constante contra los moros,
eran otra amenaza al poder real. Las tres más importantes eran las de Santiago,
Alcántara y Calatrava. Para dar una idea del poder de tales órdenes, baste
decir que la de Santiago contaba con dos centenares de villas y plazas fuertes,
además de las rentas de otras tantas parroquias. Por varias décadas el cargo de
gran maestre de cualquiera de estas órdenes había sido codiciado por los
magnates, y quienes lo alcanzaban se atrevían a enfrentarse al poder real.
Cuando el
cargo de gran maestre de Santiago quedó vacante, la Reina le pidió al Papa que
le concediese autoridad para nombrar la persona que lo ocuparía. Un noble, don
Alonso de Cárdenas, trató de adelantarse a los designios de Isabel convocando a
una elección urgente, que debía tener lugar en Uclés. Pero allí se presentó
Isabel inesperadamente y ordenó que la elección fuese suspendida hasta tanto
llegase la respuesta del Papa. Cuando esa respuesta llegó, la Reina, en un
golpe maestro de habilidad política, nombró gran maestre al propio don Alonso,
dejando bien claro que le daba «como gracia lo que él pretendiera como
derecho». A partir de entonces la gran orden de Santiago sirvió de instrumento
dócil en manos de Isabel. Este proceso de sujetar las Órdenes militares a la
corona fue llevado a feliz término haciendo nombrar a Fernando gran maestre de
Alcántara en 1487, y de Calatrava en 1492. Cuando, en 1499, murió don Alonso de
Cárdenas, el Rey fue hecho también gran maestre de Santiago.
Un
aspecto fundamental de la política centralizadora de Isabel fue la reforma de
la hacienda. Hasta entonces eran muchos los que cobraban impuestos de diversas
clases, y solo una fracción de tales impuestos llegaba a la corona. A fin de
aumentar el poder del bono, y refrenar el de los magnates, era necesario
establecer un sistema de hacienda que hiciera llegar los fondos a las arcas
reales. Esto fue lo que hizo Isabel. Su principal colaborador en este campo,
don Alonso de Quintanilla, mandó hacer un inventario de todas las riquezas del
reino, que se compiló en doce gruesos tomos. A base de ese inventario se
reformó el sistema de impuestos, con tan buen éxito que en los ocho años de
1474 a 1482 las entradas de la corona se multiplicaron por catorce. Y, gracias
a las reformas implantadas, esto se logró sin aumentar los gravámenes sobre los
trabajadores y los menesterosos.
Por
último, el trono de Castilla se afianzó sobre la Santa Hermandad. Desde varias
generaciones antes, en diversas partes de España, se habían organizado
hermandades de defensa mutua. Pero estas habían caído en desuso durante los
reinados de Juan II y Enrique IV. Ahora Isabel decidió darle nueva vida a esa
antigua institución, aunque colocándola directamente bajo el poder real. Para
poner fin a las rapiñas y abusos que existían por todas partes, se organizó una
fuerza de policía que recibió el nombre de «Santa Hermandad». A esta fuerza
cada cien vecinos debían contribuir con el mantenimiento de un hombre de a
caballo, que estaría siempre pronto a perseguir a los malhechores. Además, la
Santa Hermandad recibió poderes judiciales que le permitían enjuiciar y
castigar a los criminales que capturaba. Se trataba entonces de una fuerza
militar permanente, de carácter popular, que le servía a la corona tanto para
limpiar el país de bandidos y otros criminales como para fortalecer su política
de limitar el poder de los magnates. A la postre, la Santa Hermandad llegó a
gozar de autoridad para castigar los abusos de los poderosos. Así, una vez más,
la corona se apoyó sobre las clases medias y bajas para aplastar a la alta
nobleza y a los prelados levantiscos.
Mientras
tanto, continuaban las dificultades con Portugal, cuyo rey, insistiendo siempre
en su propósito de casarse con doña Juana, «la Beltraneja», reclamaba para sí
la corona de Castilla. Francia, por su parte, aprovechaba las tensiones que
existían en la Península Ibérica para tratar de apoderarse de los territorios
vascos. Pero a la postre las tropas de Isabel y Fernando se impusieron en ambos
frentes, y aplastaron también a los castellanos que continuaban apoyando las
pretensiones de Portugal y de la Beltraneja. Fernando se encontraba ausente en
Aragón, tomando posesión del trono de su recién difunto padre, cuando Isabel
logró concluir la paz con Portugal.
Unidas
entonces las coronas de Castilla y Aragón, firmada la paz con Francia y
Portugal, y afianzado el poder real dentro de Castilla, quedaba franco el
camino hacia la m s preciada ambición de Isabel: completar la reconquista
mediante la toma de Granada.
La
guerra de Granada
Desde el
año 711 , los moros habían estado presentes en España. Aunque posteriormente
los cristianos llegaron a creer que los siete siglos entre el 711 y el 1492
fueron una larga guerra de reconquista contra el poderío moro, lo cierto es que
buena parte de ese tiempo pasó sin que hubiera mayores conflictos entre moros y
cristianos, y que repetidamente se hicieron alianzas políticas y militares
entre ellos, frente a algún contrincante de una u otra religión. En todo caso,
la obra de la reconquista había quedado prácticamente paralizada desde el siglo
XIII, cuando el rey Femando III el Santo había permitido que se estableciera,
en el extremo sur de la Península, y como vasallo de Castilla, el reino moro de
Granada. La condición de vasallaje requería que Granada le pagase tributos a
Castilla. Pero con el correr de los años, según el reino de Granada fue
fortaleciendo sus fronteras, y el de Castilla se vio sumido en la anarquía,
tales tributos dejaron de pagarse.
La
existencia del reino de Granada era una espina en la carne de Isabel, para
quien la misión histórica de Castilla requería la conquista de ese reino.
Fernando, por su parte, seguía la vieja política aragonesa de estar más
interesado en los asuntos del Mediterráneo que en los de España. Luego, en
cierto sentido, la empresa de la conquista de Granada fue un proyecto isabelino
y castellano, aunque Fernando tomó en él parte activísima.
Cuando se
sintió suficientemente fuerte, Isabel trató de hacer valer su autoridad sobre
Granada, exigiendo el pago de los tributos que ese reino le debía a la corona
de Castilla. Es de suponer que la hábil Reina sabía que los moros granadinos se
negarían a pagar, y que ello llevaría a la guerra. En efecto, los granadinos
respondieron que en Granada no se dedicaban a labrar oro ni plata, sino a
fabricar armas contra sus enemigos. Se dice que al recibir noticia de esta
respuesta Fernando exclamó: «¡A esa Granada le arrancaré los granos uno a uno!»
Poco después, los moros tomaron por sorpresa la plaza de Zahara, con lo cual
dieron comienzo a las hostilidades.
A partir
de entonces (1481), y hasta 1492, Fernando e Isabel se dedicaron, por así
decir, a quitarle los granos a Granada uno a uno. Cada año cabo una campaña en
la que se sitiaron y tomaron varias plazas fuertes de los moros. Fernando
dirigía los ejércitos, mientras Isabel, muy cerca de los campos de batalla, los
exhortaba con su presencia y se ocupaba de su avituallamiento. Fue en 1489,
cuando los gastos de la guerra exigían medidas drásticas, que la Reina envió
sus joyas a Valencia, en garantía de un préstamo. Posteriormente se ha
confundido este hecho, y se ha dicho, erróneamente, que Isabel empeñó sus joyas
para la empresa colombina.
Por fin,
en 1490, Fernando e Isabel se consideraron listos a sitiar la propia ciudad de
Granada. A fin de mostrarles a los moros que el cerco era permanente, y que no
lo levantarían antes de la victoria, los castellanos construyeron frente a la
ciudad musulmana la villa de Santa Fe. Al principio esta ciudad militar fue
hecha con materiales provisionales; pero cuando el fuego hizo presa de ella los
Reyes ordenaron que se reconstruyera en cantería.
Mientras
tanto, el reino de Granada pasaba por profundas dificultades internas. Boabdil,
su último rey moro, había llegado a esa posición mediante una rebelión, y
durante la mayor parte del período de guerra contra los castellanos hubo
también disensiones y hasta guerras entre los mismos moros.
A la
postre, tras firmar las Capitulaciones de Granada, los Reyes Católicos entraron
triunfantes en la ciudad el 2 de enero de 1492. La reconquista había terminado.
Como
señalamos en la sección anterior de esta Historia, las Capitulaciones de
Granada les garantizaban a los moros toda clase de derechos, que pronto fueron
abrogados. A la postre los últimos moriscos de Castilla fueron obligados a
recibir el bautismo y adaptarse a las costumbres de los cristianos.
La
rendición de Granada le permitió a la Reina ocuparse de un marino genovés que
desde algún tiempo antes proyectaba un arriesgado viaje a las Indias navegando,
no hacia el este, como era costumbre, sino hacia el oeste. Fue en la ciudad de
Santa Fe, en las afueras de Granada, que se firmaron las Capitulaciones de
Santa Fe, que deberían servir de base a
la empresa colombina.
Capítulo
16 .- UN NUEVO MUNDO
Yo te
mando que todas las personas que traten contigo, que las honres y trates bien,
desde el mayor al más pequeño, porque son su pueblo de Dios nuestro Señor.
Cristóbal
Colón a su hijo Diego
Apenas
terminaba España de lograr su unidad nacional, gracias al matrimonio de
Fernando e Isabel, y de alcanzar la integridad territorial con la conquista de
Granada, cuando le fueron ofrecidos nuevos mundos que descubrir, conquistar,
colonizar y evangelizar.
Pocos
episodios en la historia humana son tan sorprendentes como la enorme expansión
española del siglo XVI, sobre todo si tenemos en cuenta que unos pocos años
antes los reinos de Castilla y Aragón estaban separados, que el moro retenía
todavía el reino de Granada, y que la propia Castilla se encontraba dividida
por la discordia y las luchas sucesorias. Atribuirle a Isabel toda la gloria de
ese inesperado despertar español sería caer en el error de quienes creen que la
historia es una sucesión de personajes heroicos, y no se percatan de los muchos
factores que hacen posible la gesta del héroe. Pero aun después de tomar esto
en cuenta, no cabe duda de que Isabel fue el personaje del momento, que supo
darles forma a las circunstancias que alrededor de ella iban haciendo posible
el nacimiento de la España moderna y del imperio español.
Casi al
momento mismo de la rendición de Granada, aparece en la historia un personaje
de origen oscuro y todavía discutido, que compartiría con Isabel la gloria de
fundar el imperio español de Ultramar. Cristóbal Colón era de origen genovés,
al parecer hijo de un cardador de lana, y a los veinticinco años de edad llegó
a Portugal, donde comenzó a granjear su fortuna al casarse con doña Felipa
Moñiz, que pertenecía a la nobleza de Portugal, y cuyo padre era gobernador de
Madeira.
Acerca
del motivo y el modo de la llegada de Colón a Portugal, los historiadores
difieren, pues mientras unos dicen que formaba parte de la tripulación de una
pequeña flota genovesa que fue atacada por los portugueses, y que fue hecho
prisionero, otros sospechan que era en realidad pirata, o al menos corsario, y
señalan que hubo un corsario de nombre Coulom que tomó parte activa a favor de Francia y Portugal en las guerras que hemos
señalado anteriormente en tomo al derecho de sucesión de la Beltraneja. De ser
esto así, se explicaría por qué Colón fue tan poco explícito con respecto a sus
orígenes y carrera anterior.
En todo
caso, Colón conoció en Portugal a varios famosos navegantes y cartógrafos, y
además tuvo ocasión de navegar tanto a Madeira y Porto Santo como a Guinea, en
el África. A la postre llegó a su famosa conclusión de que, si el mundo era
redondo, como afirmaban tantos sabios, debería ser posible llegar al Oriente
navegando constantemente hacia el occidente. Si ése fue su proyecto inicial, o
si al principio pensaba solamente descubrir nuevas tierras, inclusive la «Antlantis» que algunos cartógrafos colocaban al oeste del
océano, no está del todo claro. Al parecer, el proyecto que Colón le planteó a
la corte portuguesa no consistía en buscar una nueva ruta a las Indias, sino
sencillamente en explorar el Atlántico occidental.
Un
nuevo mundo
Muerta su
esposa, sin esperanza de que la corona portuguesa apoyara su empresa, y cargado
de deudas, Colón abandonó el país en secreto, y se dirigió al sur de España. En
Huelva vivía la hermana de su difunta esposa, y posiblemente el futuro
Descubridor quería dejar con ella a su pequeño hijo Diego. Además, algunos
escritores antiguos hablan de un piloto de Huelva, Alonso Sánchez, que había
vislumbrado tierras al oeste cuando su novio fue arrastrado en esa dirección
por una tormenta.
En varios
lugares de Andalucía, y particularmente en La Rábida, Colón encontró oídos
atentos y personas de prestigio dispuestas a apadrinar su proyecto en la corte
castellana. Puesto que la corte residía en Córdoba, desde donde se dirigían los
asuntos de la guerra granadina, Colón se radicó en esa ciudad.
Los Reyes
Católicos no tomaron con gran entusiasmo el proyecto colombino. Lo sometieron a
varias juntas de leñados, y el informe recibido no fue halagador. Al parecer,
además de la cuestión geográfica de si lo que Colón proyectaba era factible,
había dudas acerca de la legitimidad de tal empresa.
En todo
caso, se le dijo al futuro Almirante que, a causa de la guerra de Granada, la
corona española no estaba en condiciones de adoptar su proyecto.
En vista
de la continuación de dicha guerra, Colón comenzó a hablar de la posibilidad de
marchar a Francia o a Inglaterra, y ofrecerles sus servicios a esas naciones.
Parece que se preparaba para marchar cuando un personaje influyente, convencido
del valor de su proyecto, o al menos temiendo las consecuencias si Colón se
ponía al servicio de otro país y su empresa resultaba tener buen éxito,
intervino una vez más ante Isabel en pro del empobrecido aventurero. La Reina
le concedió entonces algunos fondos, y con ellos se las arregló Colón hasta que
la rendición de Granada le dio nuevas esperanzas.
Por fin,
en abril de 1492, se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe.
Las
condiciones que Colón ponía para colocarse al servicio de la corona española
les parecieron desmedidas a los Reyes, y por algún tiempo el proyecto quedó en
suspenso. Pero por fin, en abril de 1492, se firmaron las Capitulaciones de
Santa Fe, que le concedían los títulos de Almirante del Mar Océano y Virrey y
Gobernador General de las tierras colonizadas. Además, puesto que la empresa
era principalmente comercial, llevada por la esperanza de llegar a las Indias,
se les otorgaba al Almirante y a sus sucesores la décima parte de todo el
comercio que resultara de la empresa. Es muy probable que estas Capitulaciones,
que han despertado el interés de los historiadores, hayan sido vistas por la
corte castellana como de menor importancia. Nadie soñaba que el viaje que se
preparaba pudiera tener los resultados que tuvo, y por tanto la corona, que
arriesgaba bien poco en la empresa, estaba dispuesta a mostrarse pródiga.
Son de
todos sabidas las dificultades que tuvo Colón para reunir la tripulación de sus
tres carabelas. Fue gracias a la intervención y el apoyo decidido del
prestigioso navegante Martín Alonso Pinzón que la pequeña flotilla pudo por fin
hacerse a la mar, el 3 de agosto de 1 492.
Tras una
escala en Canarias, las tres carabelas partieron hacia el occidente ignoto.
Colón dirigió la navegación, siguiendo siempre el paralelo 28. Pero su cálculo
de la circunferencia terrestre era en extremo inexacto, pues la fijaba en la
tercera parte de lo que en realidad es. Por tanto, a principios de octubre la
tripulación comenzó a dudar de la empresa toda. Si llegó a haber motín o no, no
está claro. Pero en todo caso fue Martín Alonso Pinzón quien, con su prestigio
entre la tripulación, logró calmar los ánimos y prolongar la búsqueda unos días
más. Por fin, el 12 de octubre de 1492, los cansados aventureros pusieron pie
en la isla de Guanahaní, en las Lucayas,
a la que nombraron San Salvador.
Tras
navegar por las Lucayas, la flotilla colombina se
dirigió hacia el sur, donde tocó tierra en Cuba y en Haití. La primera recibió
el nombre de Juana en honor del infante don Juan, y la segunda el de La
Española. En La Española, la principal de las tres carabelas, la Santa María,
encalló, y con sus maderos Colón hizo construir el fuerte Natividad, en la
bahía de Samaná. Allí dejó, a modo de guarnición, a algunos de los hombres de
la Santa María, con la promesa de visitar el lugar en su próximo viaje. Las dos
carabelas restantes emprendieron entonces el retorno. El mal tiempo las separó,
y fueron a dar a distintos puertos en la Península Ibérica. Pero a la postre
regresaron a Palos de Moguer, de donde habían partido, el 14 de marzo de 1493.
Los
reyes, que se encontraban en Barcelona, hicieron venir al intrépido marino, que
trajo consigo varias pruebas de sus descubrimientos, inclusive algunos
habitantes de las tierras supuestamente descubiertas, a quienes se llamó
«indios» por proceder de las Indias, según él creía.
Aunque se
ha exagerado el recibimiento de que los reyes hicieron objeto al Almirante, no
cabe duda de que fue cordial, y que pronto se comenzaron planes para otro
viaje, al tiempo que se expedían solicitudes a Roma para que el Papa, a la
sazón el aragonés Alejandro VI, diera las bulas necesarias para una empresa de
colonización y evangelización.
No es
necesario relatar aquí los pormenores de los demás viajes colombinos. Acerca
del segundo, es preciso señalar que navegó en él, como legado apostólico, el
religioso fray Bernardo Boil. Además de tocar por
primera vez en Puerto Rico y varias islas menores, Colón y los suyos se
dirigieron de nuevo a La Española, donde encontraron destruido el fuerte
Natividad. Los indios, hartos del mal trato recibido de los españoles, se
habían sublevado y matado a todos los colonizadores. Allí dejó Colón a fray
Bernardo, a cargo de la evangelización de la isla, y al militar Pedro
Margarita, con la encomienda de conquistarla. Así comenzó lo que sería tan
característico de la empresa española en América, es decir, la unión de los
intereses de conquista y colonización con la tarea evangelizadora.
Tras
visitar de nuevo a Cuba, y levantar acta haciendo constar que se trataba de
tierra firme, y que por tanto había llegado al Asia, Colón regresó a España.
Durante este segundo viaje se pusieron de manifiesto algunas actitudes de Colón
que comenzaron a producir desconfianza entre las autoridades españolas, que
dudaban acerca de su aptitud de gobierno, y además temían que tratara de seguir
el ejemplo de los grandes de España. A consecuencia de esto, aunque fue muy
bien recibido a su regreso a la corte, Colón no pudo partir en su tercer viaje
tan pronto como esperaba. Además, mientras el Almirante navegaba en su segundo
viaje, España y Portugal concluyeron el tratado de Tordesillas, que demarcaba
los campos de exploración y colonización de cada una de las dos potencias
marítimas. Esto era índice de que la corte española se percataba de la posible
importancia de los descubrimientos de Colón, aunque todavía las comunicaciones
del Almirante, en el sentido de que las Indias producirían riquezas suficientes
para organizar una nueva cruzada que tomara a Jerusalén, eran recibidas con
sonrisas por parte de los Reyes.
El tercer
viaje terminó mal para el Almirante. En Canarias dividió su flota en dos, y
envió una directamente a La Española, mientras él se dirigió hacia el sudoeste,
donde fue a dar a la isla de Trinidad. De allí atravesó a la península de
Paria, y por tanto tocó por primera vez el continente americano, aunque no fue
sino varios días después, convencido por el flujo de agua del sistema del
Orinoco, que declaró que había descubierto «otro mundo». El trato de los
nativos, dulce y acogedor, el oro y las perlas que parecían abundar, y toda una
serie de supuestos indicios geográficos, convencieron al Almirante que había
llegado al paraíso terrenal, y así lo hizo constar.
Del
paraíso, empero, Colón pasó al infierno. Cuando llegó a La Española descubrió que
las noticias de la mala administración suya y de sus hermanos Diego y Bartolomé
habían llegado a España, y que la Reina había enviado a Francisco de Bobadilla
con amplios poderes para juzgar sobre el asunto. Sobre todo, se decía que la
administración de los Colón era a la vez débil y cruel, y que esto había
resultado en la rebelión de algunos españoles. Cuando Bobadilla llegó a Santo
Domingo, lo primero que vio fue un cadalso donde colgaban los cadáveres de
siete españoles. Al pedirle cuentas a Diego Colón, este sencillamente le
contestó que otros cinco serían ahorcados al día siguiente. Sin darle más
vueltas al asunto, Bobadilla tomó posesión del lugar en nombre de la corona e
hizo encarcelar a don Diego. Cuando el Almirante se presentó poco después, también
fue arrestado. Y el tercero de los hermanos, Bartolomé, que a la sazón se
encontraba fuera de la ciudad con un pequeño ejército y pudo haber resistido,
se rindió a instancias del Almirante, que no deseaba resistir a la autoridad
real.
Los tres
hermanos fueron enviados en cadenas a España, donde seis semanas después de su
llegada fueron convocados a la presencia real en la Alhambra, en Granada.
Aunque se les declaró inocentes de todo delito, su mala administración era
patente, y los soberanos no estaban dispuestos a concederle al viejo marino el
poder casi absoluto que reclamaba sobre todo el nuevo mundo que había
descubierto. Puesto que el Almirante tampoco era persona que se contentara con
menos, a la postre le fueron restaurados los títulos de Almirante y Virrey,
pero la administración de La Española — la única colonia que hasta entonces se
había fundado — le fue confiada a Nicolás de Ovando. La amargura del Almirante
puede verse en las líneas, escritas cuando estaba todavía en cadenas: «Si yo robara
las Indias,. . . y las diera a los moros, no pudieran en España mostrarme mayor
enemiga».
No le
quedaba entonces otro recurso al viejo lobo de mar que emprender otro viaje.
Las demoras fueron muchas y, mientras tanto, otros navegantes partían hacia las
supuestas Indias y regresaban con informes de nuevos descubrimientos. Por fin,
a principios de 1502, los Reyes autorizaron un nuevo viaje de exploración,
comisionando al Almirante para que buscara el estrecho que se suponía existía
entre el Caribe y el Océano Indico. Con cuatro carabelas y una tripulación
compuesta en su mayoría de mozos sin experiencia, Colón se hizo al mar.
Llevaba, entre otras cosas, una carta de presentación para el navegante
portugués Vasco de Gama, que había partido hacia el Oriente rodeando el África,
y con quien el Descubridor esperaba toparse en las Indias, tras cruzar el estrecho
que buscaba.
La
travesía del Atlántico, completada en el tiempo insólito de tres semanas, fue
la única parte feliz de este último viaje. Al llegar al Caribe, Colón descubrió
los indicios, aprendidos anteriormente en amarga experiencia, de que un huracán
se aproximaba. Contra las instrucciones reales, pidió refugio en Santo Domingo,
donde su enemigo Nicolás de Ovando se lo negó, burlándose del pretendido
adivino que podía oler el temporal. Colón halló abrigo en un puerto cercano, y
Ovando continuó con sus planes de enviar a España una flota de treinta navíos.
El vendaval sorprendió a la escuadra de Ovando en el paso de La Mona.
Veinticinco buques naufragaron, cuatro regresaron maltrechos a Santo Domingo, y
el único que llegó a España fue el que llevaba el dinero que Colón había
logrado cobrar de lo que se le debía en La Española, por algunos de sus
derechos. Entre los ahogados en aquel desastre se encontraba Francisco de
Bobadilla.
Tras
esperar que pasara el huracán. Colón continuó viaje a Jamaica, desde allí a la
costa sur de Cuba, y estaba a punto de descubrir el estrecho de Yucatán cuando
torció al sur, y fue a dar a la costa de Honduras. Siguió entonces un largo
período de navegación a lo largo de América Central, en busca siempre del supuesto
estrecho que lo llevaría a mar abierto. Después de diversas vicisitudes en las
que perdieron dos de sus cuatro navíos, los exploradores llegaron a la costa de
Jamaica. Los dos buques que les quedaban estaban tan perforados por moluscos en
forma de gusanos que taladran las maderas sumergidas que Colón no tuvo otro
recurso que encallarlos y esperar que de algún modo pudiera obtenerse socorro
de La Española. Mientras los que quedaban varados en Jamaica trataban de
subsistir mediante el comercio con los indios, dos canoas fueron enviadas a La
Española en busca de auxilio. Pero en Santo Domingo, Ovando no se mostraba
dispuesto a ayudar al rival a quien había suplantado y a quien después había
desoído con desastrosas consecuencias. En Jamaica la espera se hacía larga, y
buena parte de la tripulación se amotinó y trató de irse a Santo Domingo con
canoas tomadas de los indios. Cuando esa empresa fracasó, el contingente
español quedó dividido en dos bandos que a la postre tuvieron que resolver sus
diferencias mediante las armas. El bando de Colón triunfó, aunque no sin bajas.
Los indios se resistían a darles más provisiones a los españoles, pues las
suyas comenzaban a escasear. Fue entonces que Colón apeló a una treta que
después los autores de ficción han atribuido a muchos personajes. El almanaque
señalaba que pronto habría un eclipse lunar. Colón convocó a los jefes indios,
les indicó que el Dios todopoderoso estaba enojado porque no alimentaban
adecuadamente a los cristianos, y predijo el eclipse. Cuando la Luna se
oscureció y los caciques imploraron perdón, Colón esperó para acceder a sus
peticiones hasta el momento preciso en que el astro iba a lucir de nuevo. A
partir de entonces los suyos no tuvieron dificultades de suministro.
Grande
fue la alegría de los varados cuando apareció en el horizonte una carabela
española. Y aun mayor fue su decepción al descubrir que se trataba de un buque
enviado por Ovando con instrucciones precisas de enterarse de lo que sucedía en
Jamaica, pero no recoger a nadie. Por fin, cuando los infelices llevaban más de
un año en Jamaica, llegó un viejo buque que apenas flotaba, con las velas
podridas y taladrado que fue todo lo que pudieron encontrar y contratar los que
Colón había enviado a La Española. Embarcados en él, los sobrevivientes
demoraron más de mes y medio en llegar a Santo Domingo. Allí Colón contrató
otro navío y partió por última vez de las tierras que había descubierto. Con su
hijo, su hermano, y unos pocos marineros, llegó por fin a San Lúcar de Barrameda, tras dos y medio años de viaje.
El
momento no era propicio en España. La Reina estaba enferma de gravedad, y murió
a las tres semanas del regreso del Almirante. En medio de tales circunstancias,
nadie se ocupaba del viejo marino, máxime por cuanto Fernando nunca había sido
tan entusiasta como su esposa en la empresa de Indias.
El propio
Colón estaba enfermo, aunque no es cierto que estuviera sumido en la pobreza.
Los fondos llevados a España por el navío que había sobrevivido cuando el
huracán destruyó la flota de Ovando, y algún oro que Colón trajo consigo del
cuarto viaje, constituían una buena suma. Además, la corona respetaba su
derecho a la décima parte de lo ganado en Indias, aunque con una interpretación
muy diferente de la que le daba el Almirante: Colón decía que le correspondía
la décima parte de todo lo ganado, mientras la corona entendía que lo que le
tocaba era el diez por ciento de la quinta parte que el Rey recibía. En 1505
Fernando lo recibió, y comenzó una larga serie de negociaciones en las que el
Rey le ofreció fuertes rentas, mientras el Almirante insistía en sus títulos y
en el cumplimiento estricto de las Capitulaciones de Santa Fe. En pos de la corte el viejo lobo de mar viajó de Segovia a
Salamanca, y de allí a Valladolid, donde murió en 1506 .
La
importancia de la empresa colombina
Si nos
hemos detenido en esta narración de los viajes y peripecias de Colón, lo hemos
hecho porque en todo ello vemos el primer ejemplo de muchos elementos
característicos de la empresa española en el Nuevo Mundo: el arrojo audaz y
visionario del Almirante, su búsqueda constante de lugares míticos, llevado por
vagos rumores, y el logro de grandes hazañas con un escaso puñado de hombres.
Es todo esto lo que le da enorme importancia a la empresa colombina, y se la
resta a la constante discusión acerca de si fue Colón el verdadero descubridor
de América, o si antes que él llegaron a estas tierras los normandos u otros
viajeros. El hecho es que, si de descubrimientos se trata, los únicos
verdaderos descubridores del hemisferio occidental fueron los antepasados de
los indios americanos que primero llegaron a estas playas, probablemente
siguiendo el puente que ofrecían las islas Aleutianas. Después fueron llegando
otros, y hay indicios de viajes, no solo a través del Atlántico, sino también
del Pacifico. Y en todo caso, los moradores originales de las llamadas Indias
no estaban esperando ser «descubiertos», sino que tenían su cultura y
civilización propias. La importancia de los viajes de Colón no radica entonces,
como a menudo pensamos, en que fuera él el primero en ver tierras americanas,
sino en que de su viaje se desprendió una vasta empresa de conquista,
colonización y evangelización que a la postre uniría ambos hemisferios. Vistos
desde tal perspectiva, los cuatro viajes de Colón, y todo lo que alrededor de ellos
acaeció, son mucho más que una interesantísima aventura marítima. Son el primer
indicio de la forma que tomaría el encuentro entre los dos mundos que por
primera vez se vieron cara a cara aquel 12 de octubre de 1492.
Si
consideramos la historia de Colón de este modo, pronto veremos que los
conflictos entre las autoridades españolas, que tanta amargura le causaron al
Almirante, fueron una de las características de la empresa toda durante varias
generaciones. Lo que estaba en juego en tales conflictos era nada menos que la
política de Isabel y sus primeros sucesores, de limitar el poderío de los
magnates. En España, como hemos narrado, la Reina tuvo que enfrentarse
repetidamente a los poderosos, que aspiraban a imponer su voluntad sobre el
trono. Los pequeños burgueses, a quienes les convenía una monarquía fuerte y
centralizada, más bien que el viejo sistema feudal que los grandes trataban de
restaurar, fueron los principales aliados de la corona en sus empeños
centralizadores. Al abrirse entonces los enormes horizontes del Nuevo Mundo,
los Reyes Católicos querían asegurarse por todos los medios de que no se
desarrollara acá una nobleza tan poderosa que pudiera oponerse a los designios
reales. Ese peligro era tanto más real por cuanto las grandes distancias
dificultaban la tarea de gobierno. Fue en parte por esto que los Reyes se
negaron a cumplir lo estipulado en las Capitulaciones de Santa Fe, pues ello le
habría dado a Colón recursos y poder superiores a los de cualquiera de los
viejos nobles contra quienes los soberanos habían tomado severas medidas. Tan
pronto como llegaron a España las primeras noticias de los abusos de los Colón
en La Española —y abusos hubo — los Reyes enviaron a Bobadilla, y el Almirante
y sus hermanos fueron devueltos a España en cadenas. Esto, que muchas veces ha
sido descrito como un gran acto de ingratitud, se ajustaba perfectamente a la
política que Isabel seguía en Castilla. Ni aun los más encumbrados estaban
exentos de la justicia real. Luego, las leyes de la corona en defensa de los
indios no llevaban únicamente un interés humanitario, sino que se ajustaban a
los propósitos políticos de los soberanos, que temían que, si los
conquistadores y colonizadores no tenían límites en su explotación de los
indios, se volverían señores feudales con el mismo espíritu independiente de
los grandes de España.
Por otra
parte, los conflictos entre los españoles en el Nuevo Mundo no se limitaron a
las diversas autoridades civiles, sino que involucraron también a las
religiosas. Pronto los misioneros establecieron con los indios lazos más
estrechos que los que tenían los colonos, y por tanto empezaron a protestar
contra el trato de que eran objeto los habitantes originales de estas tierras.
Las protestas de los misioneros llegaron repetidamente al trono español, y por
tanto muchos de los colonizadores veían a los misioneros como obstáculos en la
empresa colonizadora. La respuesta de la corona a las comunicaciones de los
misioneros siempre fue ambigua, pues los soberanos se encontraban en difícil
situación. Por una parte, la explotación de los indios era la base sobre la que
se levantaban grandes señoríos cuya obediencia y lealtad a la corona no eran
del todo seguras. Para evitar el desarrollo de un nuevo sistema feudal, era
necesario dictar leyes que defendieran a los indios frente a la explotación por
parte de los españoles. Además, no cabe duda de que Isabel sentía verdadera
compasión hacia sus recién descubiertos «súbditos», y quería que en todo lo
posible se les tratase como a sus súbditos españoles. Pero por otra parte la
explotación de las nuevas tierras — entiéndase, de sus habitantes — era
necesaria para mantener el naciente imperio español. Sin el oro de Indias, la
política española en Europa no podría subsistir. Luego, las leyes que protegían
a los indios nunca se cumplieron a plenitud.
Lo
impedían tanto las distancias y las dificultades en la comunicación como los
conflictos de intereses en que la corona se hallaba envuelta.
Todo esto
puede verse en la legislación de Isabel acerca de las Indias. Sin repasar toda
esa legislación, conviene que nos detengamos a ver cómo trató la Reina la
cuestión de la posible esclavitud de los indios. Cuando Colón regresó a La
Española en 1495, y encontró a los indios sublevados contra los abusos de los
españoles, inició una campaña de pacificación militar. Parte del resultado de
esa campaña fue un número de prisioneros de guerra, a quienes el Almirante
envió a España para ser vendidos como esclavos. La llegada de esta mercancía
humana causó revuelos en la Península, donde Colón había descrito la población
americana como gente pacífica, dulce y sencilla. Isabel acudió a los juristas
de la época, a fin de determinar si Colón estaba en su derecho al esclavizar a
los indios. Al parecer, lo que más le molestaba no era que el Almirante
esclavizara a los indios, sino que al hacerlo se apropiaba de derechos que
debían pertenecerle únicamente a la corona. Cuando por fin Isabel prohibió que
se esclavizara a los indios, excluyó de esa legislación a los caribes, por ser
caníbales. Poco tiempo después se permitió esclavizar a los tomados como
prisioneros en combate, y a los que fueran comprados de otros amos indios.
Además, se desarrolló el sistema de encomiendas, que en muchos casos no fue más
que un subterfugio para imponer de nuevo la esclavitud. Cuando los indios
vieron que los españoles que iban llegando eran cada vez más, se negaron a
hacer las siembras, y a partir de entonces se determinó que era lícito obligar
a los indios a trabajar en aquellas cosas que fueran necesarias para el bien
común. Así se estableció el sistema de las «mitas», que perduró a través de
todo el período colonial. Contra todo esto el clero protestó repetidamente. La
corona respondió con nuevas leyes que supuestamente limitaban los abusos contra
los indios, pero que rara vez se cumplieron, y a las cuales siempre hubo
excepciones numerosas. Además se dictaron otras cuyo propósito era regular la
vida moral de los indios, ordenándoles que llevasen ropas, que no se bañaran
tan frecuentemente, que vivieran en poblados, etc. Pero en fin de cuentas se
cumplió en ellos el destino a que los condenaba la difícil situación de la
corona, que necesitaba de su trabajo para llenar sus arcas, pero que al mismo
tiempo quería evitar que los conquistadores se enriquecieran demasiado a costa
del mismo trabajo.
Todo
esto, sin embargo, no quiere decir que quienes se vieron envueltos en todo este
proceso fueran hipócritas desalmados, que se decían cristianos pero que al
mismo tiempo, con todo descaro, burlaban los principios de amor al prójimo. La
cita de Cristóbal Colón que encabeza el presente capítulo fue escrita por el
Almirante con toda sinceridad. De su convicción religiosa no cabe duda alguna,
y hasta en ocasiones parece haber tenido experiencias místicas. Pero al mismo
tiempo, ese hombre de profunda fe trató de enriquecerse estableciendo un
tráfico de esclavos con los indios. Lo mismo puede decirse de casi todos sus
acompañantes. La gran tragedia de la conquista no fue que se derramara sobre el
continente americano una muchedumbre de desalmados españoles, sino que quienes
llegaron a estas tierras eran cristianos sinceros que a pesar de ello no
parecían capaces de ver la relación entre su fe y lo que estaba sucediendo en
sus días. Esto es cierto, no solo de Colón y de muchos descubridores, sino
también de conquistadores como Cortés y Pizarro, que veían sus empresas como un
gran servicio prestado a la predicación del evangelio. La tragedia fue entonces
que con toda sinceridad y en nombre de Cristo se cometieron los más horrendos
crímenes.
A los
habitantes de estas regiones se les arrebataron su tierra, su cultura, su
libertad y su dignidad, so pretexto de darles la cultura y religión de los
europeos. En pocas ocasiones se ha visto tan claramente como en aquella que la
sinceridad no basta para el bien actuar, pues el poder ciega a los poderosos de
tal manera que pueden cometer los más terribles atropellos sin que al parecer
les moleste la conciencia.
La
empresa colombina y su secuela llevaron a la más rápida y extensa expansión del
cristianismo que la iglesia hubiera conocido. En esa expansión, aparecieron
personajes cuya dedicación al nombre y a las enseñanzas de Cristo eran tales
que les permitieron percatarse del crimen que se perpetraba.
Pero la
mayoría de quienes confesaban el nombre de Cristo, e iban regularmente a los
servicios religiosos, y se preocupaban por la salvación de sus almas, y
trataban de cumplir lo que entendían ser los preceptos del cristianismo, no
supo elevarse por encima de los intereses de su país o de su persona, y le dio
así origen a la llamada «leyenda negra» acerca de la conquista, que, como
veremos, no es tan legendaria.
|