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| SALA DE LECTURA B.T.M. | 
| JUSTO
          L. GONZÁLEZ
               HISTORIA
          DE LA REFORMA
               
           1. ISABEL
          LA CATÓLICA 2. MARTÍN LUTERO: CAMINO HACIA LA REFORMA 3. LA TEOLOGÍA DE MARTÍN
          LUTERO  4. UNA DÉCADA DE INCERTIDUMBRE 5.
          ULRICO ZWINGLIO Y LA REFORMA EN SUIZA 6. EL MOVIMIENTO ANABAPTISTA 7. JUAN
          CALVINO 8. LA REFORMA EN LA GRAN BRETAÑA 9. EL CURSO POSTERIOR DEL LUTERANISMO
          10. LA REFORMA EN LOS PAISES BAJOS 11 . EL PROTESTANTISMO EN FRANCIA 12. LA
          REFORMA CATÓLICA 13. EL PROTESTANTISMO ESPAÑOL 14. UNA EDAD CONVULSA 15. ISABEL
          LA CATÓLICA 16. UN NUEVO MUNDO
   
           Capítulo
          I .-ISABEL LA CATÓLICA
               Primeramente
          encomiendo mi espíritu en las manos de mi Señor Jesucristo, el cual de la nada
          lo crió, y por su preciosísima sangre lo redimió.
   Testamento
          de Isabel la Católica
           Aunque es
          costumbre comenzar los libros acerca de la Reforma tratando acerca de Alemania
          y la experiencia y teología de Lutero, el hecho es que el trasfondo político y
          eclesiástico de la época puede entenderse mejor tomando otros puntos de
          partida. El que aquí hemos escogido, que podrá parecerle extraño al lector,
          tiene ciertas ventajas.
           La
          primera de ellas es que muestra la continuidad entre las ansias reformadoras
          que hemos visto anteriormente, y los acontecimientos del siglo XVI. Lutero no
          apareció en medio del vacío, sino que fue el resultado de los «sueños
          frustrados» de generaciones anteriores. Y su protesta tomó la dirección que es
          de todos sabida debido en parte a condiciones políticas que se relacionaban
          estrechamente con la hegemonía española.
           La
          segunda ventaja de nuestro punto de partida es que nos ayuda a trazar el marco
          político dentro del cual tuvieron lugar acontecimientos que frecuentemente se
          describen en un plano puramente teológico. Catalina de Aragón, la primera
          esposa a quien Enrique VIII de Inglaterra repudió, era hija de Isabel.
           Carlos V,
          el emperador a quien Lutero se enfrentó en Worms, era
          nieto de la gran reina española, y por tanto sobrino de Catalina. Felipe II, el
          hijo de Carlos V y bisnieto de Isabel, se casó con su prima segunda María
          Tudor, reina de Inglaterra y nieta de Isabel.
   Todo
          esto, que presentado tan rápidamente puede parecer muy complicado, será
          explicado más adelante en el curso de esta historia. Lo hacemos constar aquí
          sencillamente para mostrar la importancia de Isabel y su descendencia en todo
          el proceso político y religioso del siglo XVI.
           Por
          último, desde nuestra perspectiva hispánica, este punto de partida nos ayuda a
          corregir varias falsas impresiones que podamos haber recibido de una historia
          escrita principalmente desde una perspectiva alemana o anglosajona. Durante la
          época de la Reforma, España era un centro de actividad intelectual y
          reformadora. Si bien es cierto que la Inquisición fue frecuentemente una fuerza
          opresora, no es menos cierto que en muchos otros países, tanto católicos como
          protestantes, había otras fuerzas de la misma índole. Además, mucho antes de la
          protesta de Lutero, las ansias reformadoras se habían posesionado de buena
          parte de España, precisamente gracias a la obra de Isabel y sus colaboradores.
          La Reforma católica, que muchas veces recibe el nombre de «Contrarreforma»,
          resulta ser anterior a la protestante, si no nos olvidamos de lo que estaba
          teniendo lugar en España en tiempos de Isabel, y a principios del reinado de
          Carlos V.
           Tampoco
          debemos olvidar que esta «era de los reformadores» que ahora estudiamos fue la
          misma «era de los conquistadores» a que dedicaremos la próxima sección. Para la
          historia escrita desde una perspectiva alemana o anglosajona, la conquista de
          América por los pueblos ibéricos tiene poca importancia, y aparece como un
          apéndice a los acontecimientos supuestamente más importantes que estaban
          teniendo lugar en Alemania, Suiza, Inglaterra y Escocia. Pero el hecho es que
          esa conquista fue de tanta importancia para la historia del cristianismo como
          lo fue la Reforma protestante. Y ambos acontecimientos tuvieron lugar al mismo
          tiempo.
           Para
          subrayar esa concordancia cronológica entre la «era de los, reformadores» y la
          «era de los conquistadores», hemos decidido comenzar ambas secciones con el
          mismo personaje, frecuentemente olvidado en la historia eclesiástica, en quien
          se encuentran tanto las raíces de la Reforma como las de la Conquista: Isabel
          de Castilla, «la Católica». Esto a su vez quiere decir que al tratar de Isabel
          en esta sección dirigiremos nuestra atención casi exclusivamente hacia su labor
          reformadora, dejando para la próxima todo lo que se refiere a su marcha hacia
          el trono, la conquista de Granada, el descubrimiento de América, y las primeras
          medidas colonizadoras y evangelizadoras.
           La
          reforma del clero
           Cuando
          Isabel y Femando heredaron la corona de Castilla, a la muerte del medio hermano
          de Isabel, Enrique IV, la iglesia española se hallaba en urgente necesidad de
          reforma. Durante los años de incertidumbre política que precedieron a la muerte
          de Enrique IV, el alto clero se había dedicado a las prácticas belicosas que,
          según vimos, eran características de muchos de los prelados de fines de la Edad
          Media.
           En esto
          España no difería del resto de Europa, pues sus obispos con frecuencia
          resultaban ser más guerreros que pastores, y se involucraron de lleno en las
          intrigas políticas de la época, no por el bien de sus rebaños, sino por sus
          propios intereses políticos y económicos. Ejemplo de esto fue el arzobispo de
          Toledo don Alonso Carrillo de Albornoz, quien, como veremos en la próxima
          sección, fue uno de los principales arquitectos del alza política de Isabel y
          de su matrimonio con Fernando.
           El bajo
          clero, aunque privado del poder y los lujos de los prelados, no estaba en
          mejores condiciones de servir al pueblo. Los sacerdotes eran en su mayoría
          ignorantes, incapaces de responder a las más sencillas preguntas religiosas por
          parte de sus feligreses, y muchos de ellos no sabían más que decir de memoria
          la misa, sin entender qué era lo que estaban diciendo. Además, puesto que el
          alto clero cosechaba la mayor parte de los ingresos de la iglesia, los
          sacerdotes se veían sumidos en una pobreza humillante, y frecuentemente
          descuidaban sus labores pastorales.
           En los
          conventos y monasterios la situación no era mucho mejor. Aunque en algunos se
          seguía tratando de cumplir la regla monástica, en otros se practicaba la vida
          muelle. Había casas religiosas gobernadas, no según la regla, sino según los
          deseos de los monjes y monjas de alta alcurnia. En muchos casos se descuidaba
          la oración, que supuestamente era la ocupación principal de los religiosos.
           A todo
          esto se sumaba el poco caso que se le hacía al celibato. Los hijos bastardos de
          los obispos se movían en medio de la nobleza, reclamando abiertamente la sangre
          de que eran herederos. Hasta el dignísimo don Pedro González de Mendoza, quien
          sucedió a don Alonso Carrillo como arzobispo de Toledo, tenía por lo menos dos
          hijos bastardos, a quienes más tarde, sobre la base del arrepentimiento del
          Arzobispo, Isabel declaró legítimos. Si tal era el caso entre el alto clero, la
          situación no era mejor entre los curas párrocos, muchos de los cuales vivían
          públicamente con sus concubinas e hijos. Y, puesto que tal concubinato no tenía
          la permanencia del matrimonio, eran muchos los sacerdotes que tenían hijos de
          varias mujeres.
           Isabel y
          Fernando habían ascendido juntamente al trono de Castilla, aunque, según las
          estipulaciones que habían sido hechas antes de su matrimonio, Fernando no podía
          intervenir en los asuntos internos de Castilla contra el deseo de la Reina,
          quien era la heredera del trono. La actitud de los dos cónyuges hacia la vida
          eclesiástica y religiosa era muy distinta. Fernando había tenido amplios
          contactos con Italia, y la actitud renacentista de quienes veían en la iglesia
          un instrumento para sus fines políticos se había adueñado de él. Isabel, por su
          parte, era mujer devota, y seguía rigurosamente las horas de oración. Para
          ella, las costumbres licenciosas y belicosas del clero eran un escándalo. A
          Femando le preocupaba el excesivo poder de los obispos, convertidos en grandes
          señores feudales. En consecuencia, cuando los intereses políticos de Fernando
          coincidían con los propósitos reformadores de Isabel, la reforma marchó
          adelante. Y cuando no coincidían, Isabel hizo valer su voluntad en Castilla, y
          Fernando en Aragón.
           A fin de
          reformar el alto clero, los Reyes Católicos obtuvieron de Roma el derecho de
          nombrarlo. Para Femando, se trataba de una medida necesaria desde el punto de
          vista político, pues la corona no podía ser fuerte en tanto no contase con el
          apoyo y la lealtad de los prelados. Isabel veía esta realidad, y concordaba con
          Fernando, pues siempre fue mujer sagaz en asuntos de política. Pero además
          estaba convencida de la necesidad de reformar la iglesia en sus dominios, y el
          único modo de hacerlo era teniendo a su disposición el nombramiento de quienes
          debían ocupar altos cargos eclesiásticos. Prueba de esta actitud divergente de
          los soberanos es el hecho de que, mientras en Castilla Isabel se esforzaba por
          encontrar personajes idóneos para ocupar las sedes vacantes, en Aragón Femando
          hacía nombrar arzobispo de Zaragoza a su hijo bastardo don Fernando, quien
          contaba seis años de edad.
           De todos
          los nombramientos que la Reina pudo hacer gracias a sus gestiones en Roma,
          ninguno tuvo consecuencias tan notables como el de Francisco Jiménez de
          Cisneros, a quien hizo arzobispo de Toledo. Cisneros era un fraile franciscano
          en quien se combinaban la pobreza y austeridad franciscanas con el humanismo
          erasmista. Antes de ser arzobispo, había dado amplias muestras tanto de su
          temple como de su ambición. De joven había chocado con los intereses del
          arzobispo Alonso Carrillo de Albornoz, y pasó diez años preso, sin ceder.
          Después se dedicó a estudiar hebreo y caldeo, y fue visitador de la diócesis de
          Sigüenza, cuyo obispo se ocupaba de su rebaño más de lo que se acostumbraba en
          esa época. Decidió entonces retirarse a un monasterio franciscano, donde abandonó
          su nombre anterior de Gonzalo y tomó el de Francisco, por el que lo conoce la
          posteridad.
           Cuando
          don Pedro González de Mendoza sucedió al arzobispo Canillo, le recomendó a la
          Reina que tomara por confesor al docto y devoto Fray Francisco. Este accedió a
          condición de que se le permitiera continuar viviendo en un convento y guardar
          estrictamente su voto de pobreza.
           Pronto se
          convirtió en uno de los consejeros de confianza de la Reina, y cuando quedó
          vacante la sede de Toledo, por haber muerto el cardenal Mendoza, la Reina
          decidió que Fray Francisco era la persona llamada a ocupar ese cargo. A ello se
          oponían el Rey, que quería nombrar a su hijo don Fernando, y la familia del
          fenecido arzobispo, que esperaba que se nombrara a uno de entre ellos. Empero
          la Reina se mostró firme en su decisión y, sin dejárselo saber a Jiménez de
          Cisneros, envió su nombre a Roma, donde obtuvo de Alejandro VI su nombramiento
          como arzobispo de Toledo y primer prelado de la iglesia española. Resulta
          irónico que fuese el papa Alejandro VI, de tristísima memoria y peor
          reputación, quien dio las bulas del nombramiento de Cisneros, el gran
          reformador de la iglesia española.
           Cuando el
          fraile recibió de manos de la Reina el nombramiento pontificio, se negó a
          aceptarlo, y fue necesaria otra bula de Alejandro para obligarlo a ceder.
           Isabel y
          Fray Francisco colaboraron en la reforma de los conventos. La Reina se ocupaba
          mayormente de las casas de religiosas, y el Arzobispo de los monjes y frailes.
          Sus métodos eran distintos, pues mientras Cisneros hacía uso directo de su
          autoridad, ordenando que se tomaran medidas reformadoras, la Reina utilizaba
          procedimientos menos directos.
           Cuando
          decidía visitar un convento, llevaba consigo la rueca o alguna otra labor
          manual, a la que se dedicaba en compañía de las monjas. Allí, en amena
          conversación, se enteraba de lo que estaba sucediendo en la casa y, si
          encontraba algo fuera de lugar, les dirigía a las monjas palabras de
          exhortación. Insistía particularmente en que se guardase la más estricta
          clausura. Por lo general, con esto bastaba. Pero cuando le llegaban noticias de
          que algún convento no había mejorado su disciplina a pesar de sus
          exhortaciones, acudía a su autoridad real, y en tales casos sus penas podían
          ser severas.
           Los
          métodos de Cisneros pronto le crearon enemigos, y tanto el cabildo de Toledo
          como algunos de entre los franciscanos enviaron protestas a Roma. En respuesta
          a tales protestas, Alejandro VI ordenó que se detuvieran las medidas
          reformadoras, hasta tanto pudiera investigarse el asunto. Pero una vez más la
          Reina intervino, y obtuvo de Roma, no solo el permiso para continuar la labor
          reformadora, sino también la autoridad necesaria para llevarla a cabo más
          eficazmente.
           Las
          letras y la Políglota Complutense
           La
          erudición de Cisneros, y en particular su interés en las letras sagradas,
          ocupaban un lugar importante en el proyecto reformador de Isabel. La Reina estaba
          convencida de que tanto el país como la iglesia tenían necesidad de dirigentes
          mejor adiestrados, y por tanto se dedicó a fomentar los estudios. Ella misma
          era una persona erudita, conocedora del latín, y se rodeó de otras mujeres de
          dotes semejantes. Aunque Fernando no era el personaje ignorante que se le ha
          hecho a veces aparecer, no cabe duda de que su interés en las letras era mucho
          menor. A Isabel España le debe el haber echado las bases del Siglo de Oro.
           Cisneros
          estaba de acuerdo con la Reina en la necesidad de reformar la iglesia, no
          solamente mediante medidas administrativas, sino también con el cultivo de las
          letras sagradas. En esta empresa, la imprenta era una gran aliada, y por tanto
          Isabel, con la anuencia de Fernando, fomentó su desarrollo en España. Pronto
          hubo imprentas en Barcelona, Zaragoza, Sevilla, Salamanca, Zamora, Toledo,
          Burgos y varias otras ciudades. Pero las contribuciones más importantes de
          Cisneros (con el apoyo de la Reina) a la reforma religiosa en España al estilo
          humanista fueron la universidad de Alcalá y la Biblia Políglota Complutense.
           La
          universidad de Alcalá, comenzada a construir en 1498, no se terminó sino hasta
          1508, después de la muerte de Isabel. Su nombre original era Colegio Mayor de
          San Ildefonso. El propósito de Cisneros era que aquel centro docente se
          volviera el núcleo de una gran reforma de la iglesia y de la vida civil
          española. Y ese sueño se cumplió, pues entre quienes estudiaron en el famoso
          plantel se cuentan Miguel de Cervantes, Ignacio de Loyola y Juan de Valdés.
          Empero las obras de la universidad de Alcalá son importantes, no solo en sí
          mismas, sino también como símbolo del interés de la Reina y de Cisneros en los
          estudios superiores, pues Isabel protegió asimismo las universidades de
          Salamanca, Sigüenza, Valladolid y otras.
           Tampoco
          la Políglota Complutense fue obra directa de Isabel, que murió antes de que se
          completara, sino más bien de Cisneros, aunque indudablemente siguiendo la
          inspiración reformadora de la gran reina. Recibe el nombre de «Complutense» por
          haberse preparado en Alcalá, cuyo nombre latino es Complutum.
          Durante más de diez años trabajaron los eruditos en la gran edición de la
          Biblia. Tres conversos del judaísmo se ocuparon del texto hebreo. Un cretense y
          dos helenistas españoles se responsabilizaron del griego. Y los mejores
          latinistas de España se dedicaron a preparar el texto latino de la Vulgata.
          Cuando por fin apareció la Biblia, contaba con seis volúmenes (los primeros
          cuatro comprendían el Antiguo Testamento, el quinto el Nuevo, y el sexto una
          gramática hebrea, caldea y griega). Aunque la obra se terminó de imprimir en
          1517, no fue publicada oficialmente sino hasta 1520. Se cuenta que, al recibir
          el último tomo, Cisneros se congratuló de haber dirigido «esta edición de la
          Biblia que, en estos tiempos críticos, abre las sagradas fuentes de nuestra
          religión, de las que surgirá una teología mucho más pura que cualquiera surgida
          de fuentes menos directas». Nótese que en estas palabras hay una afirmación
          clara de la superioridad de las Escrituras sobre la tradición, afirmación que
          pronto se volvería una de las tesis principales de los reformadores
          protestantes.
   Medidas
          represivas
           Todo lo
          que antecede puede dar la impresión de que el gobierno de los Reyes Católicos
          fue tal que en él se permitió la libertad de opiniones y de culto. Pero lo
          cierto es todo lo contrario. Las mismas personas que abogaban por el estudio de
          la Biblia y de las letras clásicas estaban convencidas de la necesidad de que
          no hubiese en España más que una religión, y que esa fe fuese perfectamente
          ortodoxa. Tanto Isabel como Cisneros creían que la unidad del país y la
          voluntad de Dios exigían que se arrancara todo vestigio de judaísmo,
          mahometismo y herejía. Tal fue el propósito de la Inquisición española, que
          data del año 1478.
           Empero
          antes de pasar a tratar acerca de esta forma particular de la Inquisición,
          debemos recordarle al lector que esa institución tenía viejas raíces en la
          tradición medieval. Ya en el siglo IV se había condenado a muerte al primer
          hereje. Después la tarea inquisitorial quedó en manos de las autoridades
          locales. En el siglo XIII, como parte de la labor centralizadora de Inocencio
          III, se colocó bajo supervisión pontificia. Así se practicó en toda Europa por
          varios siglos, aunque no siempre con el mismo rigor.
           La
          principal innovación de la Inquisición española estuvo en colocarla, no bajo la
          supervisión papal, sino bajo la de la corona. En 1478, el papa Sixto IV accedió
          a una petición en ese sentido por parte de los Reyes Católicos. Los motivos por
          los cuales los soberanos hicieron tal petición no están del todo claros. Por
          una parte, el papado pasaba por tiempos difíciles, y no cabe duda de que Isabel
          estaba convencida de que la reforma y purificación de la iglesia española
          tendrían que proceder de la corona, y no del papado. Por otra parte, la
          sujeción de la Inquisición al poder real era un instrumento valioso en manos de
          los monarcas, enfrascados en un gran proyecto de fortalecer ese poder.
           En todo
          caso, cuando llegó la bula papal, Isabel demoró algún tiempo en aplicarla.
          Primero desató una vasta campaña de predicación contra la herejía, al parecer
          con la esperanza de que muchos abandonaran sus errores voluntariamente. Cuando
          por fin se comenzó a aplicar el decreto papal, primeramente solo en Sevilla,
          hubo fuertes protestas que llegaron a Roma. En 1482, cuando las relaciones
          entre el Papa y España eran tirantes debido a varios conflictos políticos en
          Italia, Sixto IV canceló su bula anterior, aduciendo las quejas que le habían
          llegado desde España. Pero al año siguiente, tras una serie de gestiones en la
          que estuvo envuelto Rodrigo Borgia, el futuro Alejandro VI, la Inquisición
          española fue restaurada. Fue entonces cuando se nombró Inquisidor General de la
          Corona de Castilla al dominico Tomás de Torquemada, cuya intolerancia y
          crueldad se han hecho famosas.
           En
          Aragón, el reino que le correspondía como herencia a Fernando, el curso de la
          Inquisición fue paralelo al que siguió en Castilla. En los últimos años antes
          del advenimiento de Fernando al trono, la actividad inquisitorial había sido
          mayor en Aragón que en Castilla, y por tanto el país estaba más acostumbrado a
          tales procesos. Pero allí también surgió oposición, particularmente por parte
          de quienes creían que la inquisición real era una usurpación de la autoridad
          eclesiástica. Al igual que en Castilla, hubo un breve período en que, por las
          mismas razones políticas, el Papa le retiró a la corona el poder de dirigir la
          Inquisición, que antes le había otorgado. Pero a la postre Roma accedió a las
          peticiones españolas, y el Santo Oficio quedó bajo la dirección de la corona.
          Pocos meses después de ser nombrado Inquisidor General de Castilla, Torquemada
          recibió una autoridad semejante para el reino de Aragón.
           Mucho se
          ha discutido acerca de la Inquisición española. Por lo general, los autores
          católicos conservadores tratan de probar que las injusticias cometidas no
          fueron tan grandes como se ha dicho, y que el Santo Oficio era una institución
          necesaria. Frente a ellos, los protestantes la han descrito como una tiranía
          insoportable, y una fuerza oscurantista. La verdad es que ambas
          interpretaciones son falsas. Los crímenes de la Inquisición no pueden cubrirse
          diciendo sencillamente que no fueron tantos ni tan graves, o argumentando que
          era una institución necesaria para la unidad religiosa del país. Pero tampoco
          hay pruebas de que la Inquisición española, especialmente en sus primeras
          décadas, fuese una institución impopular, ni que se complaciera en perseguir a
          los estudiosos. Al contrario, hubo muchos casos en los que los letrados
          emplearon los medios del Santo Oficio para hacer callar a los místicos y
          visionarios que representaban a las clases más bajas de la sociedad (y en
          particular a las mujeres que decían tener visiones). Aunque algunos sabios,
          como Fray Luis de León, pasaron años en las cárceles inquisitoriales, la
          mayoría de los letrados de la época veía en la Inquisición un instrumento para
          la defensa de la verdad.
           También
          hay fuertes indicios de que, al menos al principio, la Inquisición fue una
          institución que gozó del favor del pueblo. Las tensiones ende los «cristianos
          viejos» y los conversos del judaísmo eran enormes. Aunque durante buena parte
          de la Edad Media España había sido más tolerante hacia los judíos que el resto
          de Europa, en la época que estamos estudiando, y ya desde un siglo antes, las
          condiciones empezaron a cambiar. El creciente sentimiento nacionalista español,
          unido como estaba a la fe católica y a la idea de la Reconquista, fomentaba la
          intolerancia para con los judíos y los moros. A esa intolerancia se le daba un
          barniz religioso que parecía justificarla. Ahora bien, cuando, ya fuese por
          motivos de convicción, ya cediendo a la enorme presión que se les aplicaba, los
          moros y los judíos se convertían, se perdía esa excusa religiosa para odiarlos.
          Pero aparecía entonces otra nueva razón de la discriminación: se decía que los
          conversos no lo eran de veras, que secretamente continuaban practicando ritos
          de su vieja religión, y que se burlaban en privado de la fe cristiana.
           Luego
          muchos de los conversos, que pudieron haber creído que las aguas bautismales
          los librarían del estigma que iba unido a su vieja religión, se vieron ahora
          acusados de herejes, y sujetos por tanto a los rigores de la Inquisición, en
          los que consentían los «cristianos viejos», que así podían sentirse superiores a
          los conversos. Puesto que su propósito era extirpar la herejía, y para ser
          hereje es necesario ser cristiano, la Inquisición no tenía jurisdicción sobre
          judíos o musulmanes, sino solo sobre los conversos. Contra ellos se aplicó
          enorme rigor. Mientras la Inquisición medieval había permitido que, en casos
          excepcionales, no se divulgaran los nombres de los acusadores de un reo, en la
          española esa regla de excepción se volvió práctica usual, pues se decía que el
          poder de los conversos era tal que, si se sabía quién había acusado a uno de
          entre ellos, los demás tomarían represalias, y por tanto se temía por la vida
          de los testigos. El resultado fue privar al acusado de uno de los elementos más
          necesarios para una defensa eficaz. Además se aplicaba la tortura con harta
          frecuencia, y de ese modo se arrancaban tanto confesiones como nuevas
          acusaciones contra otras personas. Frecuentemente los procesos tomaban largos
          años, durante los cuales eran cada vez más los implicados. Y si, caso raro, el
          acusado resultaba absuelto, había pasado buena parte de su vida encerrado en
          las cárceles inquisitoriales, y no tenía modo alguno de establecer recurso
          contra sus falsos acusadores, pues ni siquiera sabía quiénes eran. Por muchas
          razones históricas que se den, no es posible justificar todo esto a base de la
          fe cristiana.
           También
          se ha discutido muchísimo acerca de los motivos económicos envueltos en la
          Inquisición española. En ella se aplicaban los principios medievales, según los
          cuales los bienes de todo condenado a muerte eran confiscados. Al principio,
          tanto esos bienes como las diversas multas que se imponían se dedicaban a obras
          religiosas, por lo general en la parroquia del condenado. Pero esto a su vez se
          prestaba a abusos, y los soberanos comenzaron a fiscalizar más de cerca a los
          inquisidores, haciendo que los fondos recaudados fuesen a dar al tesoro real.
          Hasta qué punto estas medidas se debieron a la codicia de los reyes, y hasta
          qué punto fueron un intento sincero de evitar los abusos a que la Inquisición
          se prestaba, no hay modo de saberlo. Pero en todo caso el hecho es que la
          corona se benefició con los procesos inquisitoriales.
           Otra
          fuente de ingresos eran las «reconciliaciones» que se hacían mediante el pago
          de una suma. La más notable fue la reconciliación general de los años 1495 al
          1497, que se utilizó para cubrir las deudas de la guerra de Granada. En este
          caso particular, no cabe duda de que la intención de los Reyes era tanto evitar
          los sufrimientos que los juicios y castigos acarreaban para los conversos y sus
          familias como resarcirse de los gastos de la guerra.
           Cualesquiera
          hayan sido los motivos de los monarcas, no puede dudarse que la Inquisición se
          prestaba a los malos manejos y la codicia desmedida. Poco después de la muerte
          de Isabel, el Santo Oficio había caído en descrédito por esas razones, y
          Fernando tuvo que intervenir en el asunto, nombrando Inquisidor General a
          Francisco Jiménez de Cisneros. Aunque el franciscano no fue tan terrible como
          Torquemada, resulta notable que el inspirador de la Políglota Complutense y de
          la universidad de Alcalá fuese también el Gran Inquisidor. En ello tenemos un
          ejemplo de lo que sería la forma característica de la reforma católica,
          particularmente en España, de combinar la erudición con la intolerancia.
           Isabel no
          era más tolerante que su confesor, como puede verse en la expulsión de los
          judíos. Mientras la Inquisición se ocupaba de los conversos, los judíos que
          permanecían firmes en la fe de sus antepasados no caían bajo su jurisdicción.
          Pero se les acusaba de mantener contactos con los conversos, con lo cual, según
          se decía, los incitaban a judaizar. Además, se comentaba que los judíos tenían
          enormes riquezas, y que aspiraban a adueñarse del país. Todo esto no era más
          que falsos rumores nacidos del prejuicio, la ignorancia y el temor. A mediados
          de 1490 se produjo el incidente del «santo niño de la Guardia». Un grupo de
          judíos y conversos fue acusado de matar a un niño en forma ritual, con el
          propósito de utilizar su corazón, y una hostia consagrada, para maleficios
          contra los cristianos. En el convento de Santo Domingo, en Ávila, Torquemada
          dirigió la investigación. Los acusados fueron declarados culpables, y quemados
          en noviembre de 1491 en las afueras de Ávila. Hasta el día de hoy los
          historiadores no concuerdan acerca de si de veras hubo un niño sacrificado o
          no. Pero de lo que no cabe duda es de que, si existió una conspiración, se
          trataba de un pequeño grupo fanático, que no representaba en modo alguno a la
          comunidad judía. En todo caso, el hecho es que la enemistad de los cristianos
          contra los judíos se exacerbó. En varios lugares se produjeron motines y
          matanzas de judíos. De acuerdo a sus obligaciones legales, los Reyes
          defendieron a los judíos, aunque esa defensa no fue decidida, y los cristianos que
          cometieron atropellos contra los hijos de Israel no fueron castigados. Lo que
          sucedía era, en parte al menos, que la Reina estaba convencida de que era
          necesario buscar la unidad política y religiosa de España. Esa unidad era una
          exigencia política y religiosa; política, porque las circunstancias la exigían;
          religiosa, porque tal era, según Isabel, la voluntad de Dios.
           El golpe
          decisivo contra los judíos llegó poco después de la conquista de Granada. Una
          vez destruido el último baluarte musulmán en la Península, pareció aconsejable
          ocuparse del «problema» de los judíos. Casi todos los documentos, tanto
          cristianos como judíos, dan a entender que Isabel fue, más que Fernando, quien
          concibió el proyecto de expulsión. El decreto, publicado el 3 1 de marzo de
          1492, les daba a los judíos cuatro meses para abandonar todas las posesiones de
          los Reyes, tanto en España como fuera de ella. Se les permitía vender sus
          propiedades, pero les estaba prohibido sacar del país oro, plata, armas y
          caballos. Luego, el único medio que los hijos de Israel tenían para salvar algo
          de sus bienes eran las letras de cambio, disponibles principalmente a través de
          banqueros italianos. Entre tales banqueros y los especuladores que se dedicaron
          a aprovechar la coyuntura, los judíos fueron esquilmados, aunque los Reyes
          trataron de evitar los abusos económicos.
           Al
          parecer, los Reyes esperaban que muchos judíos decidieran aceptar el bautismo
          antes que abandonar el país que era su patria, y donde habían vivido por largas
          generaciones. Con ese fin decretaron que quien aceptara el bautismo podría
          permanecer en el país, y además enviaron predicadores que anunciaran, no solo
          la verdad de la fe cristiana, sino también las ventajas del bautismo. Unas
          pocas familias ricas se bautizaron, y de ese modo lograron conservar sus bienes
          y su posición social. Esos pocos bautismos fueron hechos con gran solemnidad,
          al parecer con la esperanza de inducir a otros judíos a seguir el mismo camino.
          Pero la mayoría de ellos mostró una firmeza digna de los mejores episodios del
          Antiguo Testamento. Mejor marchar al exilio que inclinarse ante el Dios de los
          cristianos y abandonar la fe de sus antepasados.
           Los
          sufrimientos de aquel nuevo exilio del pueblo de Israel fueron indecibles.
          Entre 50.000 y 200.000 judíos abandonaron su tierra natal y partieron hacia
          futuros inciertos. Muchos fueron saqueados o asesinados por bandidos o por
          quienes les ofrecieron transporte. De los que partieron hacia la costa norte de
          África, la mayoría pereció. Un buen número se refugió en Portugal, en espera de
          que las circunstancias cambiaran en España. Pero cuando el Rey de Portugal
          quiso casarse con una de las hijas de Isabel, esta exigió que los judíos fueran
          expulsados de ese reino, enviándolos así a un nuevo exilio.
           La pérdida
          que todo esto representó para España ha sido señalada repetidamente por los
          historiadores. Entre los judíos se contaban algunos de los elementos más
          productivos del país, cuya partida privó a la nación de su industria e ingenio.
          Además, muchos de ellos eran banqueros que repetidamente habían servido a la
          corona en momentos difíciles.
           A partir
          de entonces, el tesoro español tendría que recurrir a prestamistas italianos o
          alemanes, en perjuicio económico de España.
           La
          situación de los moros era semejante a la de los judíos. Mientras quedaron
          tierras musulmanas en la Península, la mayoría de los gobernantes cristianos
          siguió la política de permitirles a sus súbditos musulmanes practicar
          libremente su religión, pues de otro modo estarían incitándoles a la rebelión y
          a la traición. Pero una vez conquistado el reino de Granada la situación
          política cambió. Aunque en las Capitulaciones de Granada se estipulaba que los
          musulmanes tendrían libertad para continuar practicando su religión, ley y
          costumbres, ese tratado no fue respetado, pues no había un estado musulmán
          capaz de obligar a los reyes cristianos a ello. Pronto el arzobispo Cisneros y
          el resto del clero se dedicaron a tratar de forzar a los moros a convertirse.
          El celo de Cisneros llevó a los musulmanes a la rebelión, que a la postre fue
          ahogada en sangre. A fin de evitar otras rebeliones semejantes, los Reyes
          ordenaron que también los moros de Castilla, como antes los judíos, tendrían
          que escoger entre el bautismo y el exilio. Poco después, cuando se vio que
          posiblemente el éxodo sería masivo, se les prohibió emigrar, con lo cual
          quedaron abocados a recibir el bautismo. A estos moros bautizados se les dio el
          nombre de «moriscos», y desde el punto de vista de la iglesia y del gobierno
          españoles fueron siempre un problema, por su falta de asimilación. En 1516
          Cisneros, a la sazón regente del reino, trató de obligarlos a abandonar su
          traje y sus usos, aunque sin éxito.
           Mientras
          todo esto estaba teniendo lugar en Castilla, en Aragón eran todavía muchos los
          moros que no habían recibido el bautismo. Aunque Carlos V había prometido
          respetar sus costumbres, el papa Clemente Vil lo libró de su juramento y lo
          instó a forzar a los moros de Aragón a bautizarse. A partir de entonces se
          siguió una política cada vez más intolerante, primero hacia los musulmanes, y
          después hacia los moriscos, hasta que los últimos moriscos fueron expulsados a
          principios del siglo XVII.
           Todo lo
          que antecede ilustra la política religiosa de Isabel, que fue también la de
          España por varios siglos. Al tiempo que se buscaba reformar la iglesia mediante
          la regulación de la vida del clero y el fomento de los estudios teológicos, se
          era extremadamente intolerante hacia todo lo que no se ajustara a la religión
          del estado. Luego, Isabel fue la fundadora de la reforma católica, que se abrió
          paso primero en España y después fuera de ella, y esa reforma llevó el sello de
          la gran Reina de Castilla.
           La
          descendencia de Isabel
           El nombre
          de Isabel la Católica se mezcla con la historia toda de la Reforma del siglo
          XVI, no solamente por ser ella la principal promotora de la reforma católica
          española, sino también porque sus descendientes se vieron involucrados en muchos
          de los acontecimientos que hemos de relatar.
           Los hijos
          de Fernando e Isabel fueron cinco. La hija mayor, Isabel, se casó primero con
          el infante don Alfonso de Portugal y, al morir este, con Manuel I de Portugal.
          De este segundo esposo tuvo un hijo, el príncipe don Miguel, cuyo nacimiento le
          costó la vida, y quien no vivió largo tiempo.
           Juan, el
          presunto heredero de los tronos de Castilla y Aragón, murió poco después de
          casarse, sin dejar descendencia. Su muerte fue un rudo golpe para Isabel, tanto
          por el amor materno que sentía hacia el joven príncipe como por las
          complicaciones que ese acontecimiento podría acarrear para la sucesión al
          trono. Puesto que dos años después, en 1500, murió el infante don Miguel de
          Portugal, quedó como heredera de los tronos de Castilla y Aragón la segunda
          hija de los Reyes Católicos, Juana.
           Juana se
          casó con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I, pero pronto
          empezó a dar señales de locura. Felipe había heredado de su madre los Países
          Bajos, y a la muerte de Isabel la Católica reclamó para sí la corona de
          Castilla, aunque Fernando su suegro se oponía a ello. Pero Felipe murió
          inesperadamente en 1506, y a partir de entonces la locura de Juana resultó
          innegable. Tras hacer embalsamar el cuerpo de su difunto esposo, y pasearse con
          él por Castilla, se retiró a Tordesillas, donde continuó guardando el cadáver
          hasta que murió en 1555.
           Juana
          había tenido de Felipe dos hijos y cuatro hijas. El hijo mayor, Carlos, fue su
          sucesor al trono de Castilla, y después al de Aragón. Puesto que también fue
          emperador de Alemania, se le conoce como Carlos V, aunque en España fue el
          primer rey de ese nombre. El otro hijo, Fernando, sucedió a Carlos como
          emperador cuando este abdicó. La hija mayor de Juana y Felipe, Eleonor, se casó
          primero con Manuel I de Portugal (el mismo que antes se había casado con
          Isabel, la tía de Eleonor), y después con Francisco I de Francia, quien jugará
          un papel importante en varios capítulos de esta historia. Las demás se casaron
          con los reyes de Dinamarca, Hungría y Portugal.
           La
          tercera hija de los Reyes Católicos, María, fue la segunda esposa de don Manuel
          I de Portugal (después de su hermana Isabel, y antes de su sobrina Eleonor).
           Por
          último, la hija menor de Fernando e Isabel, Catalina de Aragón, marchó a
          Inglaterra, donde contrajo matrimonio con el príncipe Arturo, heredero de la
          corona. Al morir Arturo, se casó con el hermano de este, Enrique VIII. La
          anulación de ese matrimonio fue la ocasión de la ruptura entre Inglaterra y
          Roma, según veremos más adelante.
           La hija
          de Catalina y Enrique, y por tanto nieta de los Reyes Católicos, fue la reina
          María Tudor, a quien se le ha dado el sobrenombre de «la Sanguinaria».
           En
          resumen, aunque la historia de los hijos de los Reyes Católicos es triste, las
          próximas generaciones dejaron su huella, no solo en Europa, sino también en
          América, hasta tal punto que es imposible narrar la historia del siglo XVI sin
          referirse a ellas.
           
           Capítulo
          2 .- MARTÍN LUTERO: CAMINO HACIA LA REFORMA
                 
           Muchos
          han creído que la fe cristiana es una cosa sencilla y fácil, y hasta han
          llegado a contarla entre las virtudes. Esto es porque no la han experimentado
          de veras, ni han probado la gran fuerza que hay en la fe.
           Pocos
          personajes en la historia del cristianismo han sido discutidos tanto o tan
          acaloradamente como Martín Lutero. Para unos, Lutero es el ogro que destruyó la
          unidad de la iglesia, la bestia salvaje que holló la viña del Señor, un monje
          renegado que se dedicó a destruir las bases de la vida monástica. Para otros,
          es el gran héroe que hizo que una vez más se predicara el evangelio puro, el
          campeón de la fe bíblica, el reformador de una iglesia corrompida. En los
          últimos años, debido en parte al nuevo espíritu de comprensión entre los
          cristianos, los estudios de Lutero han sido mucho más equilibrados, y tanto
          católicos como protestantes se han visto obligados a corregir opiniones
          formadas, no por la investigación histórica, sino por el fragor de la polémica.
          Hoy son pocos los que dudan de la sinceridad de Lutero, y hay muchos católicos
          que afirman que la protesta del monje agustino estaba más que justificada, y
          que en muchos puntos tenía razón. Al mismo tiempo, son pocos los historiadores
          protestantes que siguen viendo en Lutero al héroe sobrehumano que reformó el
          cristianismo por sí solo, y cuyos pecados y errores fueron de menor
          importancia.
           Al
          estudiar su vida, y el ambiente en que esta se desarrolló, Lutero aparece como
          un hombre a la vez tosco y erudito, parte de cuyo impacto se debió a que supo
          dar a su erudición un giro y una aplicación populares. Era indudablemente
          sincero hasta el apasionamiento, y frecuentemente vulgar en sus expresiones. Su
          fe era profunda, y nada le importaba tanto como ella. Cuando se convencía de
          que Dios quería que tomara cierto camino, lo seguía hasta sus consecuencias
          últimas, y no como quien, puesta la mano sobre el arado, mira atrás. Su uso del
          lenguaje, tanto latino como alemán, era magistral, aunque cuando un punto le
          parecía ser de suma importancia lo hacía recalcar mediante la exageración.
           Una vez
          convencido de la verdad de su causa, estaba dispuesto a enfrentarse a los más
          poderosos señores de su tiempo. Pero esa misma profundidad de convicción, ese
          apasionamiento, esa tendencia hacia la exageración, lo llevaron a tomar
          posturas que después él o sus seguidores tuvieron que deplorar. Por otra parte,
          el impacto de Lutero se debió en buena medida a circunstancias que estaban
          fuera del alcance de su mano, y de las cuales él mismo frecuentemente no se percataba.
          La invención de la imprenta hizo que sus obras pudieran difundirse de un modo
          que hubiera sido imposible unas pocas décadas antes.
           El
          creciente nacionalismo alemán, del que él mismo era hasta cierto punto
          partícipe, le prestó un apoyo inesperado, pero valiosísimo. Los humanistas, que
          soñaban con una reforma según la concebía Erasmo, aunque frecuentemente no
          podían aceptar lo que les parecían ser las exageraciones y la tosquedad del
          monje alemán, tampoco estaban dispuestos a que se le aplastara sin ser
          escuchado, como había sucedido el siglo anterior con Juan Huss.
          Las circunstancias políticas al comienzo de la Reforma fueron uno de los
          factores que impidieron que Lutero fuera condenado inmediatamente, y cuando por
          fin las autoridades eclesiásticas y políticas se vieron libres para actuar, era
          demasiado tarde para acallar la protesta.
   Al
          estudiar la vida y obra de Lutero, una cosa resulta clara, y es que la tan
          ansiada reforma se produjo, no porque Lutero u otra persona alguna se lo
          propusiera, sino porque llegó en el momento oportuno, y porque en ese momento
          el Reformador, y muchos otros junto a él, estuvieron dispuestos a cumplir su
          responsabilidad histórica.
           La
          peregrinación espiritual
           Lutero
          nació en 1483, en Eisleben, Alemania, donde su padre, de origen campesino,
          trabajaba en las minas. Siete años antes Isabel había heredado el trono de
          Castilla. Aunque esto no se relaciona directamente con la juventud de Lutero,
          pues Castilla era entonces solamente un pequeño reino a centenares de
          kilómetros de distancia, lo mencionamos para que el lector vea que, antes del
          nacimiento de Lutero, se habían empezado a tomar en España las medidas
          reformadoras que hemos mencionado en el capítulo anterior.
           La niñez
          del pequeño Martín no fue feliz. Sus padres eran en extremo severos con él, y
          muchos años más tarde él mismo contaba con amargura algunos de los castigos que
          le habían sido impuestos. Durante toda su vida fue presa de períodos de
          depresión y angustia profundas, y hay quien piensa que esto se debió en buena
          medida a la austeridad excesiva de sus años mozos. En la escuela sus primeras
          experiencias no fueron mejores, pues después se quejaba de cómo lo habían
          golpeado por no saber sus lecciones. Aunque todo esto no ha de exagerarse, no
          cabe duda de que dejó una huella permanente en el carácter del joven Martín.
           En julio
          de 1505, poco antes de cumplirlos veintidós años de edad, Lutero ingresó al
          monasterio agustino de Erfurt. Las causas que lo llevaron a dar ese paso fueron
          muchas. Dos semanas antes, cuando en medio de una tormenta eléctrica se había
          sentido sobrecogido por el temor a la muerte y al infierno, le había prometido
          a Santa Ana que se haría monje. Algún tiempo después, él mismo diría que los
          rigores de su hogar lo llevaron al monasterio. Por otra parte, su padre había
          decidido que su hijo sería abogado, y había hecho grandes esfuerzos por
          procurarle una educación apropiada para esa carrera. Lutero no quería ser
          abogado, y por tanto es muy posible que, aun sin saberlo, haya interpuesto la
          vocación monástica entre sus propios deseos y los proyectos de su padre. Este
          último se mostró profundamente airado al recibir noticias del ingreso de Martín
          al monasterio, y tardó largo tiempo en perdonarlo. Pero la razón última que
          llevó a Lutero a tomar el hábito, como en tantos otros casos, fue el interés en
          su propia salvación. El tema de la salvación y la condenación llenaba todo el
          ambiente de la época. La vida presente no parecía ser más que una preparación y
          prueba para la venidera. Luego, resultaba necio dedicarse a ganar prestigio y
          riquezas en el presente, mediante la abogacía, y descuidar el porvenir. Lutero
          entró al monasterio como fiel hijo de la iglesia, con el propósito de utilizar
          los medios de salvación que esa iglesia le ofrecía, y de los cuales el más
          seguro le parecía ser la vida monástica.
           El año de
          noviciado parece haber transcurrido apaciblemente, pues Lutero hizo sus votos y
          sus superiores lo escogieron para que fuera sacerdote. Según él mismo cuenta,
          la ocasión de la celebración de su primera misa fue una experiencia
          sobrecogedora, pues el terror de Dios se apoderó de él al pensar que estaba
          ofreciendo nada menos que a Jesucristo. Repetidamente ese terror aplastante de
          Dios hizo presa de él, pues no estaba seguro de que todo lo que estaba haciendo
          en pro de su propia salvación fuese suficiente. Dios le parecía ser un juez
          severo, como antes lo habían sido sus padres y sus maestros, que en el juicio
          le pedirla cuenta de todas sus acciones, y lo hallaría falto. Era necesario
          acudir a todos los recursos de la iglesia para estar a salvo.
           Empero
          esos recursos tampoco eran suficientes para un espíritu profundamente
          religioso, sincero y apasionado como el de Lutero. Se suponía que las buenas
          obras y la confesión fueran la respuesta a la necesidad que el joven monje
          tenía de justificarse ante Dios. Pero ni lo uno ni lo otro bastaba. Lutero
          tenía un sentimiento muy hondo de su propia pecaminosidad, y mientras más
          trataba de sobreponerse a ella más se percataba de que el pecado era mucho más
          poderoso que él.
           Esto no
          quiere decir que no fuese buen monje, o que llevara una vida licenciosa o
          inmoral. Al contrario, Lutero se esforzó en ser un monje cabal. Repetidamente
          castigaba su cuerpo, según lo enseñaban los grandes maestros del monaquismo. Y
          acudía al confesionario con tanta frecuencia como le era posible. Pero todo
          esto no bastaba. Si para que los pecados fueran perdonados era necesario
          confesarlos, el gran temor de Lutero era olvidar algunos de sus pecados. Por
          tanto, una y otra vez repasaba cada una de sus acciones y pensamientos, y
          mientras más los repasaba más pecado encontraba en ellos. Hubo ocasiones en
          que, al momento mismo de salir del confesionario, se percató de que había todavía
          algún pecado que no había confesado. La situación era entonces desesperante. El
          pecado era algo mucho más profundo que las meras acciones o pensamientos
          conscientes.
           Era todo
          un estado de vida, y Lutero no encontraba modo alguno de confesarlo y de ser
          perdonado mediante el sacramento de la penitencia.
           Su
          consejero espiritual le recomendó que leyera las obras de los místicos. Como
          dijimos, hacia fines de la Edad Media hubo una fuerte ola de misticismo,
          impulsada precisamente por el sentimiento que muchos tenían de que la iglesia,
          debido a su corrupción, no era el mejor medio de acercarse a Dios. Lutero
          siguió entonces este camino, aunque no porque dudara de la autoridad de la
          iglesia, sino porque esa autoridad, a través de su confesor, se lo ordenó.
           El
          misticismo lo cautivó por algún tiempo, como antes lo había hecho la vida
          monástica. Quizá allí encontraría el camino de salvación. Pero pronto este
          camino resultó ser otro callejón sin salida. Los místicos decían que bastaba
          con amar a Dios, puesto que todo lo demás era consecuencia de ese amor. Esto le
          pareció a Lutero una palabra de liberación, pues no era entonces necesario
          llevar la cuenta de todos sus pecados, como hasta entonces había tratado de
          hacer. Empero no tardó en percatarse de que amar a Dios no era tan fácil. Si
          Dios era como sus padres y sus maestros, que lo habían golpeado hasta sacarle
          la sangre, ¿cómo podía él amarle? A la postre, Lutero llegó a confesar que no
          amaba a Dios, sino que lo odiaba.
           No había
          salida posible. Para ser salvo era necesario confesar los pecados, y Lutero había
          descubierto que, por mucho que se esforzara, su pecado iba mucho más allá que
          su confesión. Si, como decían los místicos, bastaba con amar a Dios, esto no
          era de gran ayuda, pues Lutero tenía que reconocer que le era imposible amar al
          Dios justiciero que le pedía cuentas de todas sus acciones.
           En esa
          encrucijada, su confesor, que era también su superior, tomó una medida
          sorprendente. Lo normal hubiera sido pensar que un sacerdote que estaba pasando
          por la crisis por la que atravesaba Lutero no estaba listo para servir de
          pastor o de maestro a otros. Pero eso fue precisamente lo que propuso su
          confesor. Siglos antes, Jerónimo había encontrado un modo de escapar de sus
          tentaciones en el estudio del hebreo. Aunque los problemas de Lutero eran
          distintos de los de Jerónimo, quizá el estudio, la enseñanza y la labor
          pastoral tendrían para él un resultado semejante. Por tanto, se le ordenó a
          Lutero, quien no esperaba tal cosa, que se preparase para ir a dictar cursos
          sobre las Escrituras en la universidad de Wittenberg.
           Aunque
          muchas veces se ha dicho entre protestantes que Lutero no conocía la Biblia, y
          que fue en el momento de su conversión, o poco antes, cuando empezó a
          estudiarla, esto no es cierto. Como monje, que tema que recitar las horas
          canónicas de oración, Lutero se sabía el Salterio de memoria. Además, en 1512
          obtuvo su doctorado en teología, y para ello tenía que haber estudiado las
          Escrituras. Lo que sí es cierto es que cuando se vio obligado a preparar
          conferencias sobre la Biblia, nuestro monje comenzó a ver en ella una posible
          respuesta a sus angustias espirituales. A mediados de 1513 empezó a dar clases
          sobre los Salmos. Debido a los años que había pasado recitando el Salterio,
          siempre dentro del contexto del año litúrgico, que se centra en los principales
          acontecimientos de la vida de Cristo, Lutero interpretaba los Salmos
          cristológicamente. En ellos es Cristo quien habla. Y allí vio a Cristo pasando
          por angustias semejantes a las que él pasaba. Esto fue el principio de su gran
          descubrimiento. Pero si todo hubiera quedado en esto, Lutero habría llegado
          sencillamente a la piedad popular tan común, que piensa que Dios el Padre exige
          justicia, y es el Hijo quien nos perdona. Precisamente por sus propios estudios
          teológicos, Lutero sabía que tal idea era falsa, y no estaba dispuesto a
          aceptarla. Pero en todo caso, en las angustias de Jesucristo empezó a hallar
          consuelo para las suyas.
           El gran
          descubrimiento vino probablemente en 1515, cuando Lutero empezó a dar
          conferencias sobre la Epístola a los Romanos, pues él mismo dijo después que
          fue en el primer capítulo de esa epístola donde encontró la respuesta a sus
          dificultades. Esa respuesta no vino fácilmente. No fue sencillamente que un
          buen día Lutero abriera la Biblia en el primer capítulo de Romanos, y
          descubriera allí que «el justo por la fe vivirá». Según él mismo cuenta, el
          gran descubrimiento fue precedido por una larga lucha y una amarga angustia,
          pues Romanos 1.17 empieza diciendo que «en el evangelio la justicia de Dios se
          revela». Según este texto, el evangelio es revelación de la justicia de Dios. Y
          era precisamente la justicia de Dios lo que Lutero no podía tolerar. Si el
          evangelio fuera el mensaje de que Dios no es justo, Lutero no habría tenido
          problemas. Pero este texto relacionaba indisolublemente la justicia de Dios con
          el evangelio. Según Lutero cuenta, él odiaba la frase «la justicia de Dios», y
          estuvo meditando de día y de noche para comprender la relación entre las dos
          partes del versículo que, tras afirmar que «en el evangelio la justicia de Dios
          se revela», concluye diciendo que «el justo por la fe vivirá».
           La
          respuesta fue sorprendente. La «justicia de Dios» no se refiere aquí, como
          piensa la teología tradicional, al hecho de que Dios castigue a los pecadores.
          Se refiere más bien a que la «justicia» del justo no es obra suya, sino que es
          don de Dios. La «justicia de Dios» es la que tiene quien vive por la fe, no
          porque sea en sí mismo justo, o porque cumpla las exigencias de la justicia
          divina, sino porque Dios le da este don. La «justificación por la fe» no quiere
          decir que la fe sea una obra más sutil que las obras buenas, y que Dios nos
          pague esa obra. Quiere decir más bien que tanto la fe como la justificación del
          pecador son obra de Dios, don gratuito.
           En
          consecuencia, continúa comentando Lutero acerca de su descubrimiento, «sentí
          que había nacido de nuevo y que las puertas del paraíso me habían sido
          franqueadas. Las Escrituras todas cobraron un nuevo sentido. Y a partir de
          entonces la frase «la justicia de Dios» no me llenó más de odio, sino que se me
          tornó indeciblemente dulce en virtud de un gran amor».
           Se
          desata la tormenta
           Aunque
          los acontecimientos posteriores revelaron otra faceta de su carácter, durante
          todo este tiempo Lutero parece haber sido un hombre relativamente reservado,
          dedicado a sus estudios y a su lucha espiritual. Su gran descubrimiento, aunque
          le trajo una nueva comprensión del evangelio, no lo llevó de inmediato a
          protestar contra el modo en que la iglesia entendía la fe cristiana. Al
          contrario, nuestro monje continuó dedicado a sus labores docentes y pastorales
          y, si bien hay indicios de que enseñó su nueva teología, no pretendió
          contraponerla a la que enseñaba la iglesia. Lo que es más, al parecer él mismo
          no se había percatado todavía del grado en que su descubrimiento se oponía a
          todo el sistema penitencial, y por tanto a la teología y las doctrinas comunes
          en su época. Poco a poco, y todavía sin pretender ocasionar controversia
          alguna, Lutero fue convenciendo a sus colegas en la universidad de Wittenberg.
          Cuando por fin decidió que había llegado el momento de lanzar su gran reto,
          compuso noventa y siete tesis, que debían servir de base para un debate
          académico. En ellas, Lutero atacaba varios de los principios fundamentales de
          la teología escolástica, y por tanto esperaba que la publicación de esas tesis,
          y el debate consiguiente, serían una oportunidad de darle a conocer su
          descubrimiento al resto de la iglesia. Pero, para su sorpresa, llegó la fecha
          del debate, y solamente se le prestó atención en los círculos académicos de la
          universidad. Al parecer, el descubrimiento de que el evangelio debía entenderse
          de otro modo al que corrientemente se predicaba, que le parecía tan importante
          a Lutero, tenía sin cuidado al resto del mundo.
           Pero
          entonces sucedió lo inesperado. Cuando Lutero produjo otras tesis, sin creer en
          modo alguno que tendrían más impacto que las anteriores, se creó un revuelo tal
          que a la larga toda Europa se vio envuelta en sus consecuencias. Lo que había
          sucedido era que, al atacar la venta de las indulgencias, creyendo que no se
          trataba más que de la consecuencia natural de lo que se había discutido en el
          debate anterior, Lutero se había atrevido, aun sin saberlo, a oponerse al lucro
          y los designios de varios personajes mucho más poderosos que él.
           La venta
          de indulgencias que Lutero atacó había sido autorizada por el papa León X, y en
          ella estaban envueltos los intereses económicos y políticos de la poderosísima
          casa de los Hohenzollern, que aspiraba a la hegemonía de Alemania. Uno de los
          miembros de esa casa, Alberto de Brandeburgo, tenía ya dos sedes episcopales, y
          deseaba ocupar también el arzobispado de Mainz, que era el más importante de
          Alemania.
           Para ello
          se puso en contacto con León X, uno de los peores papas de aquella época de
          papas indolentes, avariciosos y corrompidos. León le hizo saber que estaba
          dispuesto a concederle a Alberto lo que pedía, a cambio de diez mil ducados.
          Puesto que esta era una suma considerable, el Papa autorizó a Alberto a
          proclamar una gran venta de indulgencias en sus territorios, a cambio de que la
          mitad del producto fuese enviado al erario papal. Parte de lo que sucedía era
          que León soñaba con terminar la Basílica de San Pedro, comenzada por su
          predecesor Julio II, y cuyas obras marchaban lentamente por falta de fondos.
          Luego, la gran basílica que hoy es orgullo de la iglesia romana fue una de las
          causas indirectas de la Reforma protestante.
           Quien se
          encargó de la venta de indulgencias en Alemania central fue el dominico Juan Tetzel, hombre sin escrúpulos que a fin de promover su
          mercancía hacía aseveraciones escandalosas. Así, por ejemplo, Tetzel y sus subalternos pretendían que la indulgencia que
          vendían dejaba al pecador «más limpio que al salir del bautismo», o «más limpio
          que Adán antes de caer», que «la cruz del vendedor de indulgencias tiene tanto
          poder como la cruz de Cristo», y que, en el caso de quien compra una
          indulgencia para un pariente difunto, «tan pronto como la moneda suena en el
          cofre, el alma sale del purgatorio».
   Tales
          afirmaciones causaban repugnancia entre los mejor informados, quienes sabían
          que la doctrina de la iglesia no era tal como la presentaban Tetzel y los suyos. Entre los humanistas, que se dolían de
          la ignorancia y la superstición que parecían reinar por doquier, la predicación
          de Tetzel era vista como un ejemplo más del triste
          estado a que había llegado la iglesia. Y también se resentía el espíritu
          nacionalista alemán, que veía en la venta de indulgencias un modo mediante el
          cual Roma esquilmaba una vez más al pueblo alemán, aprovechando su credulidad,
          para luego despilfarrar en lujos y festines los escasos recursos que los pobres
          alemanes habían logrado producir con el sudor de su frente. Pero aunque muchos
          abrigaban tales sentimientos, nadie protestaba, y la venta continuaba. Fue
          entonces cuando Lutero clavó sus famosas noventa y cinco tesis en la puerta de
          la iglesia del castillo de Wittenberg.
   Esas
          tesis, escritas en latín, no tenían el propósito de crear una conmoción
          religiosa, como había sido el caso con las anteriores. Tras aquella
          experiencia, Lutero parece haber pensado que la cuestión que se debatía era
          principalmente del interés de los teólogos, y que por tanto sus nuevas tesis no
          tendrían más impacto que el que pudieran producir en círculos académicos. Pero
          al mismo tiempo estas noventa y cinco tesis, escritas acaloradamente con un
          sentimiento de indignación profunda, eran mucho más devastadoras que las
          anteriores, no porque se refirieran a tantos puntos importantes de teología,
          sino porque ponían el dedo sobre la llaga del resentimiento alemán contra los
          explotadores extranjeros. Además, al atacar concretamente la venta de
          indulgencias, ponían en peligro los proyectos de los poderosos.
           Aunque su
          ataque era relativamente moderado, algunas de las tesis iban más allá de la
          mera cuestión de la eficacia y límites de las indulgencias, y apuntaban hacia
          la explotación de que el pueblo era objeto. Según Lutero, si es verdad que el
          papa tiene poder para sacar las almas del purgatorio, ha de utilizar ese poder,
          no por razones tan triviales como la necesidad de fondos para construir una
          iglesia, sino sencillamente por amor, y ha de hacerlo gratuitamente (tesis 82).
          Y lo cierto es que el Papa debería dar de su propio dinero a los pobres de
          quienes los vendedores de indulgencias lo exprimen, aunque tuviera que vender
          la Basílica de San Pedro (tesis 51).
           Lutero
          dio a conocer sus tesis la víspera de la fiesta de Todos los Santos, y su
          impacto fue tal que frecuentemente se señala esa fecha, el 3 1 de octubre de
          1517, como el comienzo de la Reforma protestante.
           Los
          impresores produjeron gran número de copias de las tesis y las distribuyeron
          por toda Alemania, tanto en el original latino como en traducción alemana. El
          propio Lutero le había mandado una copia a Alberto de Brandeburgo, acompañada
          de una carta sumamente respetuosa. Alberto envió las tesis y la carta a Roma,
          pidiéndole a León X que interviniera. El emperador Maximiliano se encolerizó
          ante la actitud y las enseñanzas del monje impertinente, y le pidió también a
          León que interviniera. En el entretanto, Lutero publicó una explicación de sus
          noventa y cinco tesis en la que, además de aclarar lo que había querido decir
          en esas brevísimas proposiciones, agudizaba su ataque contra la venta de indulgencias
          y la teología que le servía de apoyo. La respuesta del Papa fue poner la
          cuestión bajo la jurisdicción de los agustinos, a cuya próxima reunión
          capitular, que tendría lugar en Heidelberg, Lutero fue convocado. Allá fue
          nuestro monje, temiendo por su vida, pues se decía que sería condenado y
          quemado. Pero, para gran sorpresa suya, muchos de los monjes se mostraron
          favorables a su doctrina. Algunos de los más jóvenes la acogieron
          entusiastamente. Para otros, la disputa entre Lutero y Tetzel era un caso más de la vieja rivalidad entre agustinos y dominicos, y por tanto
          no estaban dispuestos a abandonar a su campeón. En consecuencia, Lutero regresó
          a Wittenberg fortalecido por el apoyo de su orden, y feliz de haber ganado
          varios conversos a su causa.
   El Papa
          entonces tomó otro camino. En breve debía reunirse en Augsburgo la dieta del
          Imperio, es decir, la asamblea de todos los potentados alemanes, bajo la
          presidencia del emperador Maximiliano. El legado papal a esa dieta era el
          cardenal Cayetano, hombre de vasta erudición, cuya misión principal era
          convencer a los príncipes alemanes de la necesidad de emprender una cruzada
          contra los turcos, que amenazaban a Europa, y de promulgar un nuevo impuesto
          para ese fin. La amenaza de los turcos era tal que Roma estaba tomando medidas
          para reconciliarse con los husitas de Bohemia, aun cuando esto implicara
          acceder a varias de sus demandas. Por tanto, la cruzada y el impuesto eran la
          principal misión de Cayetano, a quien entonces el Papa comisionó además para que
          se entrevistara con Lutero y lo obligara a retractarse. Si el monje se negaba a
          ello, debía ser llevado prisionero a Roma.
           El
          elector Federico el Sabio de Sajonia, dentro de cuya jurisdicción vivía Lutero,
          obtuvo del emperador Maximiliano un salvoconducto para el fraile, quien se
          dispuso a acudir a Augsburgo, aun sabiendo que poco más de cien años antes, y
          en circunstancias muy parecidas, Juan Huss había sido
          quemado en violación de un salvoconducto imperial.
   La
          entrevista con Cayetano no produjo el resultado apetecido. El cardenal se
          negaba a discutir con el monje, y exigía su abjuración. El fraile, por su
          parte, no estaba dispuesto a retractarse si no se le convencía de que estaba
          equivocado.
           Cuando
          por fin se enteró de que Cayetano tenía autoridad para arrestarlo aun en
          violación del salvoconducto imperial, abandonó la ciudad a escondidas en medio
          de la noche, regresó a Wittenberg, y apeló a un concilio general.
           Durante
          todo este período, Lutero había contado con la protección de Federico el Sabio,
          elector de Sajonia y por tanto señor de Wittenberg. Federico no protegía a
          Lutero porque estuviera convencido de sus doctrinas, sino porque le parecía que
          la justicia exigía que se le juzgara debidamente. La principal preocupación de
          Federico era ser un gobernante justo y sabio. Con ese propósito fundó la
          universidad de Wittenberg, muchos de cuyos profesores le decían que Lutero
          tenía razón, y que se equivocaban quienes lo acusaban de herejía. Por lo menos mientras
          Lutero no fuese condenado oficialmente, Federico estaba dispuesto a evitar que
          se cometiera con él una injusticia semejante a la que había tenido lugar en el
          caso de Juan Huss. Empero la situación se hacía
          difícil, pues cada vez eran más los que decían que Lutero era hereje, y por
          tanto la posición de Federico se volvía precaria.
   En esto
          estaban las cosas cuando la muerte de Maximiliano dejó vacante el trono alemán,
          y fue necesario elegir un nuevo emperador. Puesto que se trataba de una
          dignidad electiva, y no hereditaria, inmediatamente se empezó a discutir acerca
          de quién sería el próximo emperador. Los dos candidatos más poderosos eran
          Carlos I de España (el hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y por tanto
          nieto de Isabel) y Francisco I de Francia. Ninguno de estos dos candidatos era
          del agrado del papa León, pues ambos eran demasiado poderosos, y su elección a
          la dignidad imperial quebrantaría el equilibrio de los poderes europeos que era
          la base de la política papal. Carlos tenía, además de los recursos de España,
          que comenzaba a recibir las riquezas del Nuevo Mundo, sus posesiones
          hereditarias en los Países Bajos, Austria y el sur de Italia. Si a todo esto se
          le añadía el trono alemán, su poder no tendría rival en Europa. Francisco, como
          rey de Francia, tampoco le parecía aceptable al Papa, pues una unión de las
          coronas francesa y alemana podía tener consecuencias funestas para el papado.
          Por tanto, era necesario buscar otro candidato cuya posibilidad de ser elegido
          estribara, no en su poder, sino en su prestigio de hombre sabio y justo. Dentro
          de tales criterios, el candidato ideal era Federico el Sabio, respetado por los
          demás señores alemanes. Si Federico resultaba electo, las potencias europeas
          quedarían suficientemente divididas para permitirle al Papa gozar de cierto
          poder. Por tanto, desde antes de la muerte de Maximiliano, León había decidido
          acercarse a Federico, y apoyar su candidatura.
           Pero
          Federico protegía a Lutero, al menos hasta que el fraile revoltoso fuese
          debidamente juzgado. Por tanto, León decidió que lo mejor era postergar la
          condenación de Lutero, y tratar de acercarse tanto al monje como al elector que
          lo defendía. Con esas instrucciones envió a Alemania a Karl von Miltitz, pariente de Federico, con una rosa de oro
          para el Elector en señal del favor papal, y, por así decir, con una rama de
          olivo para el monje.
   Miltitz se entrevistó con
          Lutero, y logró que este le prometiera abstenerse de continuar la controversia,
          siempre que sus enemigos hicieran lo mismo. Esto trajo una breve tregua, hasta
          que el teólogo conservador Juan Eck, profesor de la universidad de Ingolstadt,
          intervino en el asunto. En lugar de atacar a Lutero, lo cual le hubiera hecho
          aparecer como quien había quebrantado la paz, Eck atacó a Carlstadt,
          otro profesor de la universidad de Wittenberg que se había convencido de las
          doctrinas de Lutero, pero que era mucho más impetuoso y exagerado que el
          Reformador. Eck retó a Carlstadt a un debate que
          tendría lugar en la universidad de Leipzig. Dadas las cuestiones planteadas,
          resultaba claro que el propósito de Eck era atacar a Lutero a través de Carlstadt, y por tanto el Reformador declaró que, puesto
          que lo que se ventilaría en Leipzig eran sus doctrinas, él también participaría
          en el debate. La discusión se condujo con todas las formalidades de los
          ejercicios académicos, y duró varios días. Cuando llegó el momento en que
          Lutero y Eck se enfrentaron, resultó claro que el primero era mejor conocedor
          de las Escrituras, mientras el segundo se hallaba más a gusto en el derecho
          canónico y la teología medieval. Con toda destreza, Eck llevó el debate hacia
          su propio campo, y por fin obligó a Lutero a declarar que el Concilio de
          Constanza Constanza se equivocó al condenar a Huss, y que un cristiano con la Biblia de su parte tiene
          más autoridad que todos los papas y los concilios contra ella.
   Esto
          bastó. Lutero se había declarado defensor de un hereje condenado por un concilio
          ecuménico. Aunque los argumentos del Reformador resultaron mejores que los de
          su contrincante en muchos puntos, fue Eck quien ganó el debate, pues en él
          logró demostrar lo que se había propuesto: que Lutero era hereje, por cuanto
          defendía las doctrinas de los husitas.
           Comenzó
          entonces un nuevo período de confrontaciones y peligros. Pero Lutero y los
          suyos habían empleado bien el tiempo que las circunstancias políticas les
          habían dado, de modo que por toda Alemania, y hasta fuera de ella, eran cada
          vez más los que veían en el monje agustino al campeón de la fe bíblica. Además
          del número siempre creciente de sus seguidores, particularmente entre los
          profesores de Wittenberg y de otras universidades, y entre los sacerdotes más
          celosos de sus responsabilidades, Lutero tenía las simpatías de los humanistas,
          que veían en él un defensor de la reforma que ellos mismos propugnaban, y de
          los nacionalistas, para quienes el monje era el portavoz de la protesta alemana
          frente a los abusos de Roma.
           Luego,
          aunque unas semanas antes del debate de Leipzig Carlos I de España había sido
          elegido emperador (con el voto de Federico el Sabio) y por tanto el Papa no
          tenía que andar con los miramientos de antes, la posición de Lutero se había
          fortalecido. Muchos caballeros alemanes llegaron a enviarle mensajes
          prometiéndole su apoyo armado, si el conflicto llegaba a estallar. Cuando por
          fin el Papa se decidió a actuar, su acción resultó demasiado tardía e
          ineficiente. En la bula Exsurge domine,
          León X declaraba que un jabalí salvaje había penetrado en la viña del Señor,
          ordenaba que los libros de Martín Lutero fueran quemados, y le daba al monje
          rebelde sesenta días para someterse a la autoridad romana, so pena de
          excomunión y anatema.
   La bula
          tardó largo tiempo en llegar a manos de Lutero, pues las circunstancias
          políticas eran harto complejas. En varios lugares, al recibir copias de la
          bula, las obras del Reformador fueron quemadas. Pero en otros, algunos
          estudiantes y otros partidarios de Lutero prefirieron quemar algunas de las
          obras que se oponían al movimiento reformador. Cuando por fin la bula le llegó
          a Lutero, este la quemó, junto a otros libros que contenían las «doctrinas
          papistas». La ruptura era definitiva, y no había modo de volver atrás.
           Faltaba
          ver todavía qué actitud tomarían los señores alemanes, y particularmente el
          Emperador, pues sin ellos era poco lo que el Papa podía hacer contra Lutero.
          Las gestiones que cada bando hizo fueron demasiado numerosas para narrar aquí.
          Baste decir que, aunque Carlos V era católico convencido, no dejó por ello de
          utilizar la cuestión de Lutero como un arma contra el Papa cuando este pareció
          inclinarse hacia su rival, Francisco I de Francia. A la postre, tras largas
          idas y venidas, se resolvió que Lutero comparecería ante la dieta del Imperio,
          reunida en Worms en 1521.
   Cuando
          Lutero llegó a Worms, fue llevado ante el Emperador y
          varios de los principales personajes del Imperio. Quien estaba a cargo de
          interrogarlo le presentó un montón de libros, y le preguntó si él los había
          escrito. Tras examinarlos, Lutero contestó que los había escrito todos, y
          varios otros que no estaban allí. Entonces su interlocutor le preguntó si
          continuaba sosteniendo todo lo que había dicho en ellos, o si estaba dispuesto
          a retractarse de algo. Este era un momento difícil para Lutero, no tanto porque
          temiera al poder imperial, sino porque temía sobremanera a Dios. Atreverse a
          oponerse a toda la iglesia y al Emperador, quien había sido ordenado por Dios,
          era un paso temerario. Una vez más el monje tembló ante la majestad divina, y
          pidió un día para considerar su respuesta.
   Al día
          siguiente se había corrido la voz de que Lutero comparecería ante la dieta, y
          la concurrencia era grande. La presencia del Emperador en Worms,
          rodeado de soldados españoles que abusaban del pueblo, había exacerbado el
          sentimiento nacional. Una vez más, en medio del mayor silencio, se le preguntó
          a Lutero si se retractaba. El monje contestó diciendo que mucho de lo que había
          escrito no era más que la doctrina cristiana que tanto él como sus enemigos
          sostenían, y que por tanto nadie debía pedirle que se retractara de ello. Otra
          parte trataba acerca de la tiranía y las injusticias a que estaban sometidos
          los alemanes, y tampoco de esto se retractaba, pues tal no era el propósito de
          la dieta, y tal abjuración solo contribuiría a aumentar la injusticia que se
          cometía. La tercera parte, que consistía en ataques contra ciertos individuos y
          en puntos de doctrina que sus contrincantes rechazaban, quizá había sido dicha
          con demasiada aspereza. Pero tampoco de ella se retractaba, de no ser que se le
          convenciera de que estaba equivocado.
   Su
          interlocutor insistió: «¿Te retractas, o no?» Y a ello respondió Lutero, en
          alemán y desdeñando por tanto el latín de los teólogos: «No puedo ni quiero
          retractarme de cosa alguna, pues ir contra la conciencia no es justo ni seguro.
          Dios me ayude. Amén». Al quemar la bula papal, Lutero había roto
          definitivamente con Roma. Ahora, en Worms, rompía con
          el Imperio. No le faltaban por tanto razones para clamar: «Dios me ayude».
   
           Capítulo
          3 .- LA TEOLOGÍA DE MARTÍN LUTERO
                 
           Los
          amigos de la cruz afirman que la cruz es buena y que las obras son malas,
          porque mediante la cruz las obras son derrocadas y el viejo Adán, cuya fuerza
          está en las obras, es crucificado.
           Martín
          Lutero
           Antes de
          continuar narrando la vida de Lutero, y su labor reformadora, debemos detenemos
          a considerar su teología, que fue la base de esa vida y esa obra. Al llegar el
          momento de la dieta de Worms, la teología del
          Reformador había alcanzado su madurez. A partir de entonces, lo que Lutero hará
          será sencillamente elaborar las consecuencias de esa teología. Por tanto, este
          parece ser el momento adecuado para interrumpir nuestra narración, y darle al
          lector una idea más adecuada de la visión que Lutero tema del mensaje
          cristiano. Al contar su peregrinación espiritual, hemos dicho algo acerca de la
          doctrina de la justificación por la fe. Pero esa doctrina, con todo y ser
          fundamental, no es la totalidad de la teología de Lutero.
   Es de
          todos sabido que Lutero trata de hacer de la Palabra de Dios el punto de
          partida y la autoridad final de su teología. Como profesor de Sagrada
          Escritura, la Biblia tenía para él gran importancia, y en ella descubrió la
          respuesta a sus angustias espirituales. Pero esto no quiere decir que Lutero
          sea un biblicista rígido, pues para él la Palabra de
          Dios es mucho más que la Biblia. La Palabra de Dios es nada menos que Dios
          mismo.
   Esta
          última aseveración se basa en los primeros versículos del Evangelio de Juan,
          donde se dice que «al principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la
          Palabra era Dios». Las Escrituras nos dicen entonces que, en el sentido
          estricto, la Palabra de Dios es Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad,
          el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros. Luego, cuando Dios habla,
          lo que sucede no es sencillamente que se nos comunica cierta información, sino
          también y sobre todo que Dios actúa. Esto puede verse también en el libro de
          Génesis, donde la Palabra de Dios es la fuerza creadora, «dijo Dios...». Luego,
          cuando Dios habla Dios crea lo que pronuncia. Su Palabra, además de decimos
          algo, hace algo en nosotros y en toda la creación.
           Esa
          Palabra se encarnó en Jesucristo, quien es a la vez la máxima revelación de Dios
          y su máxima acción. En Jesús, Dios se nos dio a conocer. Pero también en Él
          venció a los poderes del maligno que nos tenían sujetos. La revelación de Dios
          es también la victoria de Dios.
           La Biblia
          es entonces Palabra de Dios, no porque sea infalible, o porque sea un manual de
          verdades que los teólogos puedan utilizar en sus debates entre sí. La Biblia es
          Palabra de Dios porque en ella Jesucristo se llega a nosotros. Quien lee la
          Biblia y no encuentra en ella a Jesucristo, no ha leído la Palabra de Dios. Por
          esto Lutero, al mismo tiempo que insistía en la autoridad de las Escrituras,
          podía hacer comentarios peyorativos acerca de ciertas partes de ellas. La
          epístola de Santiago, por ejemplo, le parecía ser «pura paja», porque en ella
          no se trata del evangelio, sino de una serie de reglas de conducta. También el
          Apocalipsis le causaba dificultades. Aunque no estaba dispuesto a quitar tales
          libros del canon, Lutero confesaba abiertamente que se le hacía difícil ver a
          Jesucristo en ellos, y que por tanto tenían escaso valor para él. Esta idea de
          la Palabra de Dios como Jesucristo era la base de la respuesta de Lutero a uno
          de los principales argumentos de los católicos. Estos argüían que, puesto que
          era la iglesia quien había determinado qué libros debían formar parte del canon
          bíblico, la iglesia terna autoridad sobre las Escrituras. La respuesta de
          Lutero era que, ni la iglesia había creado la Biblia, ni la Biblia había creado
          a la iglesia, sino que el evangelio las había creado a ambas. La autoridad final
          no radica en la Biblia ni en la iglesia, sino en el evangelio, en el mensaje de
          Jesucristo, quien es la Palabra de Dios encamada. Puesto que la Biblia da un
          testimonio más fidedigno de ese evangelio que la iglesia corrompida del papa, y
          que las tradiciones medievales, la Biblia tiene autoridad por encima de esa
          iglesia y esas tradiciones, aun cuando sea cierto que, en los primeros siglos,
          fue la iglesia la que reconoció el evangelio en ciertos libros, y no en otros,
          y determinó así el contenido del canon bíblico.
           El
          conocimiento de Dios
           Lutero
          concuerda con buena parte de la teología tradicional al afirmar que es posible
          tener cierto conocimiento de Dios por medios puramente racionales o naturales.
          Este conocimiento le permite al ser humano saber que Dios existe, y distinguir
          entre el bien y el mal. Los filósofos de la antigüedad lo tuvieron, y las leyes
          romanas muestran que por lo general los paganos sabían distinguir entre el bien
          y el mal. Además, los filósofos llegaron a la conclusión de que hay un Ser
          Supremo, del cual todas las cosas derivan su existencia.
           Pero ése
          no es el verdadero conocimiento de Dios. A Dios no se le conoce como quien usa
          una escalera para subir al tejado. Todos los esfuerzos de la mente humana por
          elevarse al cielo, y conocer a Dios, resultan fútiles.
           Eso es lo
          que Lutero llama «teología de la gloria». Tal teología pretende ver a Dios tal
          cual es, en su propia gloria, sin tener en cuenta la distancia enorme que
          separa al ser humano de Dios. Lo que la teología de la gloria hace en fin de
          cuentas es pretender ver a Dios en aquellas cosas que los humanos consideramos
          más valiosas, y por tanto habla del poder de Dios, la gloria de Dios y la
          bondad de Dios. Pero todo esto no es más que hacer a Dios a nuestra propia
          imagen, y pretender que Dios es como nosotros quisiéramos que fuese.
           El hecho
          es que Dios en su revelación se nos da a conocer de un modo muy distinto. La
          suprema revelación de Dios tiene lugar en la cruz de Cristo, y por tanto Lutero
          propone que, en lugar de la «teología de la gloria», se siga el camino de la
          «teología de la cruz». Lo que tal teología busca es ver a Dios, no donde
          nosotros quisiéramos verle, ni como nosotros quisiéramos que fuera, sino donde
          Dios se revela, y tal como se revela, es decir, en la cruz. Allí Dios se
          manifiesta en la debilidad, en el sufrimiento, en el escándalo. Esto quiere
          decir que Dios actúa de un modo radicalmente distinto a cómo podría esperarse.
          Dios, en la cruz, destruye todas nuestras ideas preconcebidas de la gloria
          divina.
           Cuando
          conocemos a Dios en la cruz, el conocimiento anterior, es decir, todo lo que
          sabíamos acerca de Dios mediante la razón o por la ley interior de la
          conciencia, cae por tierra. Lo que ahora conocemos de Dios es muy distinto de
          ese otro supuesto conocimiento de Dios en su gloria.
           La
          ley y el evangelio
           A Dios se
          le conoce verdaderamente en su revelación. Pero aun en su misma revelación,
          Dios se nos da a conocer de dos modos, a saber, la ley y el evangelio. Esto no
          quiere decir sencillamente que primero véngala ley, y después el evangelio. Ni
          quiere decir tampoco que el Antiguo Testamento se refiera a la ley, y el Nuevo
          al evangelio. Lo que quiere decir es mucho más profundo. El contraste entre la
          ley y el evangelio da a entender que, cuando Dios se revela, esa revelación es
          a la vez palabra de condenación y de gracia.
           La
          justificación por la fe, el mensaje del perdón gratuito de Dios, no quiere
          decir que Dios sea indiferente al pecado. No se trata sencillamente de que Dios
          nos perdone porque en fin de cuentas nuestro pecado le tenga sin cuidado. Al
          contrario. Dios es santo, y el pecado le repugna. Cuando Dios habla, el
          contraste entre su santidad y nuestro pecado nos aplasta, y ésa es la ley.
           Pero al
          mismo tiempo, y hasta a veces en la misma Palabra, Dios pronuncia su perdón
          sobre nosotros. Ese perdón es el evangelio, y es tanto más grande por cuanto la
          ley es tan sobrecogedora. No se trata entonces de un evangelio que nos dé a
          entender que nuestro pecado no tiene mayor importancia, sino de un evangelio
          que, precisamente debido a la gravedad del pecado, se toma más sorprendente.
           Cuando
          escuchamos esa palabra de perdón, la ley, que antes nos resultaba onerosa y
          hasta odiosa, se nos torna dulce y aceptable. Comentando sobre el Evangelio de
          Juan, Lutero dice: Antes no había en la ley delicia alguna para mí. Pero ahora
          descubro que la ley es buena y sabrosa, y que me ha sido dada para que viva, y
          ahora encuentro en ella mi delicia. Antes me decía lo que debía hacer. Ahora
          empiezo a ajustarme a ella. Y por ello ahora adoro, alabo y sirvo a Dios.
           Esta
          dialéctica constante entre la ley y el evangelio quiere decir que el cristiano
          es a la vez justo y pecador. No se trata de que el pecador deje de serlo cuando
          es justificado. Al contrario, quien recibe la justificación por la fe descubre
          en ella misma cuán pecador es, y no por ser justificado deja de pecar. La
          justificación no es la ausencia de pecado, sino el hecho de que Dios nos
          declara justos aun en medio de nuestro pecado, de igual modo que el evangelio
          se da siempre en medio de la ley.
           La
          iglesia y los sacramentos
           Lutero no
          fue ni el individualista ni el racionalista que muchos han hecho de él. Durante
          el siglo XIX, cuando el individualismo y el racionalismo se hicieron populares,
          muchos historiadores dieron la impresión de que Lutero había sido uno de los
          precursores de tales corrientes. Esto iba frecuentemente unido al intento de
          hacer aparecer a Alemania como la gran nación, madre de la civilización moderna
          y de todo cuanto hay en ella de valioso. Lutero se convertía entonces en el gran
          héroe alemán, fundador de la modernidad.
           Pero todo
          esto no se ajusta a la verdad histórica. El hecho es que Lutero distó mucho de
          ser racionalista. Basten para probarlo sus frecuentes referencias a «la cochina
          razón», y «esa ramera, la razón». En cuanto a su supuesto individualismo, la
          verdad es que este era más poderoso entre los renacentistas italianos que en el
          reformador alemán, y que en todo caso Lutero le daba demasiada importancia a la
          iglesia para ser un verdadero individualista.
           A pesar de
          su protesta contra las doctrinas comúnmente aceptadas, y de su rebeldía contra
          las autoridades de la iglesia romana, Lutero siempre pensó que la iglesia era
          parte esencial del mensaje cristiano.
           Su
          teología no era la de una comunión directa del individuo con Dios, sino que era
          más bien la de una vida cristiana en medio de una comunidad de fieles, a la que
          repetidamente llamó «madre iglesia».
           Si bien
          es cierto que todos los cristianos, por el solo hecho de ser bautizados, son
          sacerdotes, esto no quiere decir que cada uno de nosotros deba bastarse por sí
          mismo para llegarse a Dios.
           Naturalmente,
          sí hay tal comunicación directa con el Creador. Pero hay también una
          responsabilidad orgánica. El ser sacerdotes no quiere decir que solamente lo
          seamos para nosotros mismos, sino que lo somos también para los demás, y los
          demás son sacerdotes para nosotros. En lugar de abolir la necesidad de la iglesia,
          la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes la aumenta. Claro está
          que no necesitamos ya de un sacerdocio jerárquico que sea nuestro único medio
          de llegamos a Dios. Pero sí necesitamos de esta comunidad de creyentes, el
          cuerpo de Cristo, dentro del cual cada miembro es sacerdote de los demás, y
          nutre a los demás. Sin esa relación con el cuerpo, el miembro no puede
          continuar viviendo.
           Dentro de
          esa iglesia, la Palabra de Dios se llega a nosotros en los sacramentos. Para
          que un rito sea verdadero sacramento, ha de haber sido instituido por
          Jesucristo, y ha de ser una señal física de las promesas evangélicas. Por
          tanto, hay solamente dos sacramentos, el bautismo y la comunión. Los demás
          ritos que reciben ese nombre, aunque pueden ser beneficiosos, no son
          sacramentos del evangelio.
           El
          bautismo es señal de la muerte y resurrección del cristiano con Jesucristo.
          Pero es mucho más que una señal, pues por él y en él somos hechos miembros del
          cuerpo de Cristo. El bautismo y la fe van estrechamente unidos, pues el rito
          sin la fe no es válido. Pero esto no ha de entenderse en el sentido de que haya
          que tener fe antes de ser bautizado, y que por tanto no se pueda bautizar a
          niños. Si dijéramos tal cosa, caeríamos en el error de quienes creen que la fe
          es una obra humana, y no un don de Dios. En la salvación, la iniciativa es
          siempre de Dios, y esto es lo que anunciamos al bautizar a niños tan pequeños
          que son incapaces de entender de qué se trata. Además, el bautismo no es
          solamente el comienzo de la vida cristiana, sino que es el fundamento o el
          contexto dentro del cual toda esa vida tiene lugar. El bautismo es válido, no
          solo en el momento de ser administrado, sino para toda la vida.
           Por ello
          se cuenta que el propio Lutero, cuando se sentía fuertemente tentado,
          exclamaba: «soy bautizado». En su bautismo es-taba la fuerza para resistir
          todos los embates del maligno.
           La
          comunión es el otro sacramento de la fe cristiana. Lutero rechazó buena parte
          de la teología católica acerca de la comunión. Particularmente se opuso a las
          misas privadas, la comunión como repetición del sacrificio de Cristo, la idea
          de que la misa confiere méritos, y la doctrina de la transubstanciación. Pero
          todo esto no lo llevó a pensar que la comunión era de escasa importancia. Al
          contrario, para él la eucaristía siempre siguió siendo, junto a la predicación,
          el centro del culto cristiano.
           La
          cuestión de cómo está presente Cristo en el sacramento fue motivo de
          controversias, no solo con los católicos, sino también con los protestantes.
          Lutero rechazaba categóricamente la doctrina de la transubstanciación, que le
          parecía demasiado atada a categorías aristotélicas, y por tanto paganas, y que
          además era la base de la idea de la misa como sacrificio meritorio, que se
          oponía radicalmente a la doctrina de la justificación por la fe.
           Pero, por
          otra parte, Lutero tampoco estaba dispuesto a decir que la comunión era un mero
          símbolo de realidades espirituales.
           Las
          palabras de Jesús al instituir el sacramento: «esto es mi cuerpo», le parecían
          completamente claras. Por tanto, según Lutero, en la comunión los fieles
          participan verdadera y literalmente del cuerpo de Cristo. Esto no indica, como
          en la transubstanciación, que el pan se convierta en cuerpo, y el vino en
          sangre. El pan sigue siendo pan, y el vino sigue siendo vino. Pero ahora están
          también en ellos el cuerpo y la sangre del Señor, y el creyente se alimenta de
          ellos al tomar el pan y el vino. Aunque más tarde se le dio a esta doctrina el
          nombre de «consubstanciación», Lutero nunca la llamó así, sino que prefería
          hablar de la presencia de Cristo en, con, bajo, alrededor de y tras el pan y el
          vino. No todos los que se oponían a las doctrinas tradicionales concordaban con
          Lutero en este punto, que pronto se volvió uno de los factores más divisivos
          entre ellos. Carlstadt, el colega de Lutero en la
          universidad de Wittenberg que participó con él en el debate de Leipzig, decía
          que la presencia de Cristo en el sacramento era solo simbólica, y que cuando
          Jesús dijo: «esto es mi cuerpo», estaba apuntando hacia sí mismo, y no hacia el
          pan. Zwinglio, de quien trataremos más adelante, sostenía opiniones parecidas,
          aunque con mejores argumentos bíblicos. A la postre, esta cuestión fue uno de
          los principales motivos de división entre luteranos y reformados o calvinistas.
   Los
          dos reinos
           Antes de
          terminar esta brevísima exposición de los principales puntos de la teología de
          Lutero, debemos referimos al modo en que el Reformador entendió las relaciones
          entre la iglesia y el estado. Según él Dios ha establecido dos reinos, uno bajo
          la ley y otro bajo el evangelio. El estado opera bajo la ley, y su principal
          propósito es ponerle límites al pecado humano. Sin el estado, los malos no
          tendrían freno. Los creyentes, por otra parte, pertenecen al segundo reino, y
          están bajo el evangelio. Esto quiere decir que los creyentes no han de esperar
          que el estado apoye su fe, o persiga a los herejes. Aún más, no hay razón
          alguna por la que debamos esperar que los gobernantes sean cristianos. Como
          gobernantes, su obediencia se debe a la ley, y no al evangelio. En el reino del
          evangelio las autoridades civiles no tienen poder alguno. En lo que se refiere
          a ese reino, los cristianos no están sujetos al estado. Pero no olvidemos que
          los creyentes, al mismo tiempo que son justificados por la fe, siguen siendo
          pecadores. Por tanto, en cuanto somos pecadores, todos estamos sujetos al
          estado.
           Lo que
          esto quiere decir en términos concretos es que la verdadera fe no ha de
          imponerse mediante la autoridad civil, sino mediante la proclamación de la
          Palabra. Lutero se opuso repetidamente a que los príncipes que lo apoyaban
          emplearan su autoridad para defender su causa, y solamente tras larga vacilación
          por fin les dijo que podían apelar a las armas en defensa propia contra quienes
          pretendían aplastar la Reforma.
           Esto no
          quiere decir que Lutero fuese pacifista. Cuando, como veremos en el próximo
          capitulo, los turcos amenazaron a la cristiandad, Lutero llamó a sus seguidores
          a las armas. Y cuando diversos grupos y movimientos, tales como los campesinos
          rebeldes y los anabaptistas, le parecieron subversivos, no vaciló en afirmar
          que las autoridades civiles tenían el deber de aplastarlos. Lo que sí quiere
          decir es que Lutero siempre tuvo dudas acerca de cómo la fe debía relacionarse
          con la vida civil y política. Y esas vacilaciones han continuado apareciendo en
          buena parte de la tradición luterana hasta el siglo XX.
           
           Capítulo
          4 .- UNA DÉCADA DE INCERTIDUMBRE
                 Lutero ha
          de ser tenido por hereje comprobado. [...] Nadie ha de prestarle asilo. Sus
          seguidores han de ser condenados. Y sus libros serán extirpados de la memoria
          humana.
           Edicto
          de Worms
   
           Al quemar
          la bula papal, Lutero se había declarado en rebeldía contra las autoridades
          eclesiásticas. En Worms, al negarse a abjurar, se
          mostró igualmente firme ante el poder del Emperador. Este no estaba dispuesto a
          permitir que un fraile revoltoso lo desobedeciera, y por tanto se preparó para
          añadir la condenación civil sobre la eclesiástica de que Lutero era ya objeto.
          Empero esto no resultaba tan fácil, porque varios de los principales miembros
          de la dieta se oponían a ello. Cuando por fin, forzada por el Emperador, la
          dieta promulgó el edicto que citamos al principio de este capítulo, Lutero se
          encontraba a salvo en el castillo de Wartburgo.
   Lo que
          había sucedido era que Federico el Sabio, enterado de que el Emperador forzaría
          a la dieta a condenar a Lutero, lo había puesto a salvo. Un grupo de hombres
          armados, bajo instrucciones de Federico, había secuestrado al fraile y lo había
          llevado a Wartburgo. Debido a sus propias
          instrucciones, ni el mismo Federico sabía dónde estaba escondido Lutero. Muchos
          lo daban por muerto, y corrían rumores de que se le había matado por orden del
          Papa o del Emperador.
   Escondido
          en Wartburgo, Lutero se dejó crecer la barba, les
          escribió a algunos de sus colaboradores más cercanos diciéndoles que no
          temieran por su paradero, y se dedicó a escribir. De todas sus obras de ese
          período, ninguna es tan importante como la traducción de la Biblia. El Nuevo
          Testamento, comenzado en Wartburgo, fue terminado dos
          años más tarde, y el Antiguo le tomó diez. Pero la importancia de aquella obra
          bien valía el tiempo empleado en ella, pues la Biblia de Lutero, además de
          darle nuevo ímpetu al movimiento reformador, le dio forma al idioma y por tanto
          a la nacionalidad alemana.
   La Biblia
          alemana fue una de las obras más notables de Lutero. Aunque otros habían emprendido
          la misma empresa, ninguna traducción logró alcanzar el arraigo de la de Lutero.
           Mientras
          Lutero estaba en el exilio, varios de sus colaborado-res se ocuparon de
          continuar la labor reformadora en Wittenberg. De ellos los dos más destacados
          eran Carlstadt y Felipe Melanchthon, un joven
          profesor de griego, de temperamento muy diferente al de Lutero pero convencido
          de las opiniones de su colega. Hasta entonces, la reforma que Lutero
          preconizaba no había tomado forma concreta en la vida religiosa de Wittenberg.
          Lutero era un hombre tan temeroso de Dios que había vacilado en dar los pasos concretos
          que se seguían de su doctrina. Pero ahora, en ausencia suya, esos pasos se
          siguieron rápidamente unos a otros. Muchos monjes y monjas dejaron sus
          monasterios y se casaron. Se simplificó el culto, y se empezó a usar en él
          alemán en vez de latín. Se abolieron las misas por los muertos. Se cancelaron
          los días de ayuno y abstinencia. Melanchthon empezó a ofrecer la comunión en
          ambas especies — es decir, a darles el cáliz a los laicos.
   Al
          principio Lutero vio todo esto con agrado. Pero pronto comenzó a tener dudas
          acerca de lo que estaba teniendo lugar en Wittenberg. Cuando Carlstadt y varios de sus seguidores se dedicaron a
          derribar imágenes, Lutero les aconsejó moderación. Entonces aparecieron en
          Wittenberg tres laicos procedentes de la vecina Zwickau, que decían ser
          profetas.
   Según
          ellos, Dios les hablaba directamente, y no tenían necesidad de las Escrituras.
          Melanchthon no sabía qué responder a tales pretensiones, y le pidió consejo al
          exiliado de Wartburgo. Por fin Lutero decidió que lo
          que estaba en juego era nada menos que el evangelio mismo, y regresó a
          Wittenberg. Antes de dar ese paso se lo hizo saber a Federico el Sabio, aunque
          le dijo claramente que no esperaba su protección, sino que confiaba únicamente
          en Dios, a cuyo servicio estaba.
   Las
          circunstancias políticas
           Aunque
          Lutero no era hombre que hiciera cálculos en ese sentido, el hecho es que la
          razón por la que Federico pudo tenerlo escondido en el castillo de Wartburgo, y la razón por la que después él mismo pudo
          regresar a Wittenberg sin ser encarcelado y muerto, era la condición política
          del momento.
   Carlos V
          estaba decidido a arrancar de raíz la «herejía» luterana. Pero por lo pronto se
          veía amenazado por otros enemigos más poderosos. En medio de tales
          circunstancias, el Emperador no podía permitirse el lujo de enemistar a sus
          súbditos alemanes a causa de quien todavía le parecía ser un fraile testarudo.
           El gran
          enemigo de Carlos V era Francisco I de Francia. Este rey, que al principio de
          su reinado había sido sin lugar a dudas el monarca más poderoso de Europa, veía
          con disgusto el creciente poder del Rey de España y Emperador de Alemania. Poco
          antes de la dieta de Worms, los dos rivales habían
          chocado en Navarra. (Como veremos más adelante, fue en ese encuentro donde Ignacio
          de Loyola recibió la herida que a la postre haría de él el gran reformador
          católico.) Durante el mismo año de 1521, y hasta el 1525, Carlos V se vio
          envuelto en guerras casi constantes con Francisco I. Por fin, en la batalla de
          Pavía, el Rey de Francia cayó prisionero de las tropas imperiales, y el
          conflicto pareció haber llegado a su fin. En el entretanto, solamente unos
          meses después de la dieta de Worms, León X había
          muerto, y Carlos V había hecho elegir papa a su tutor Adriano de Utrecht, quien
          tomó el nombre de Adriano VI. Este papa, al tiempo que deseaba reformar la
          iglesia, no estaba dispuesto a que se discutieran sus doctrinas. Por tanto,
          implantó en Roma una vida austera, y comenzó una reforma que, de haber tenido
          buen éxito, quizá hubiera eclipsado a la que había comenzado en Alemania. Pero
          Adriano murió al año y medio de ser hecho papa, y sus reformas no lograron
          echar raíces. Su sucesor, Clemente VII, era un hombre muy parecido a León X,
          más interesado en el arte y en la política italiana que en los asuntos de la
          iglesia. Pronto hubo fricciones entre el Emperador y el nuevo papa.
   Carlos V
          firmó en Madrid un tratado de paz con su prisionero Francisco, y a base de ese
          tratado le devolvió la libertad. Pero las estipulaciones de la paz de Madrid
          eran demasiado onerosas, y hasta vergonzosas, para Francia, y pronto Francisco
          hizo con Clemente VII un pacto contra Carlos V. Este último creía poder contar
          con la ayuda de Francia y del papado para extirpar la herejía luterana y para
          detener el avance de los turcos, e inesperadamente sus dos supuestos aliados le
          declararon la guerra.
           En el
          1527 las tropas imperiales, compuestas mayormente de españoles y alemanes,
          invadieron Italia y se dirigieron hacia Roma. La ciudad pontificia estaba
          indefensa, y el Papa tuvo que refugiarse en el castillo de San Ángel mientras
          los invasores saqueaban la ciudad. Puesto que muchos de estos eran luteranos,
          para ellos ese saqueo tomó matices religiosos: era Dios quien finalmente tomaba
          venganza del Anticristo. La situación del Papa era desesperada cuando, a
          principios de 1528, un ejército francés, con el apoyo económico de Inglaterra,
          acudió a socorrerlo. Las tropas imperiales se vieron obligadas a replegarse, y
          hubieran sido aniquiladas de no ser porque una epidemia forzó a los franceses a
          abandonar la contienda. En 1529, Carlos V logró firmar la paz, primero con el
          Papa y después con el Rey de Francia.
           Por fin
          Carlos V parecía estar libre para enfrentarse al luteranismo, cuando una nueva
          amenaza lo obligó a postergar esa acción una vez más. Los turcos, al mando de Soleimán, se lanzaron sobre Viena, la capital de las
          posesiones austríacas del Emperador. Ante esta amenaza, todos los alemanes se
          unieron, y la cuestión religiosa fue pospuesta. Viena se defendió
          valientemente, y Soleimán se vio obligado a levantar
          el sitio cuando supo que el ejército alemán se acercaba.
   Fue
          entonces cuando, tras larga ausencia, Carlos V regresó a Alemania. Uno de sus
          principales proyectos era aplastar el luteranismo. Pero durante el tiempo
          transcurrido habían tenido lugar en Alemania acontecimientos de gran
          importancia.
           Las
          rebeliones de los nobles y de los campesinos
           En 1522 y
          1523, la baja nobleza se había sublevado, bajo la dirección de Franz von Sickingen. Durante largo
          tiempo esa clase había visto eclipsarse su fortuna, y muchos de sus miembros
          culpaban de ello a Roma. Entre estos caballeros sin tierras ni dinero, el
          nacionalismo era fortísimo. Muchos se habían sumado a los seguidores de Lutero,
          en quien veían al campeón nacional. Algunos, como Ulrico von Hutten, estaban convencidos de la verdad de lo que predicaba Lutero, aunque
          querían llevarlo más lejos. Cuando por fin los caballeros se rebelaron, y
          atacaron a Tréveris, fueron derrotados decisivamente por los príncipes, quienes
          aprovecharon esa coyuntura para apoderarse de las pocas tierras que todavía
          tenían los pequeños nobles. Sickingen murió en el
          combate, y Hutten se exilió en Suiza, donde murió poco después. Todo esto fue
          visto por Lutero y sus colegas más cercanos como una gran tragedia, y una
          prueba más de que es necesario someterse a las autoridades civiles. Poco
          después, en 1525, estalló la rebelión de los campesinos. Estos habían sufrido
          por varias décadas una opresión siempre creciente, y por tanto había habido
          rebeliones en 1476, 1491, 1498, 1503 y 1514. Pero ninguna de ellas tuvo la
          magnitud de la de 1525.
   En esta
          nueva rebelión, un factor vino a añadirse a las demandas económicas de los
          campesinos. Ese nuevo factor fue la predicación de los reformadores. Aunque el
          propio Lutero no creía que su predicación debía ser aplicada en términos
          políticos, hubo muchos que no estuvieron de acuerdo con él en este punto. Uno
          de ellos fue Tomás Muntzer, natural de Zwickau, cuyas
          primeras dotrinas se parecían mucho a la de los profetas de Zwickau, Según él
          lo que importaba no era el texto de las Escrituras, sino la revelación presente
          del espíritu. Pero esa doctrina espiritualista tenía un aspecto altamente
          político. Pues Muntzer creía que quienes eran nacidos
          de nuevo por obra del Espíritu debían unirse en una comunidad teocrática, para
          traer el reino de Dios. Lutero había obligado a Muntzer a abandonar la región. Pero el fogoso predicador regresó, y se unió entonces a
          la rebelión de los campesinos.
   Aun
          aparte de Muntzer, esta nueva rebelión tenía un tono
          religioso. En sus «Doce artículos», los campesinos presentaban varias demandas
          económicas, y otras religiosas .
   Pero
          trataban de basarlo todo en las Escrituras, y su último artículo declaraba que,
          si se probaba que alguna de sus demandas era contraria a las Escrituras, sería
          retirada. Luego, aunque el propio Lutero no haya visto esa relación, tienen
          razón los historiadores que dicen que la rebelión de los campesinos se debió en
          buena medida a la predicación de Lutero y sus seguidores.
           En todo
          caso, Lutero no sabía cómo responder a esa nueva situación. Posiblemente su
          doctrina de los dos reinos le hacía más difícil saber qué hacer. Cuando primero
          leyó los «Doce artículos», se dirigió a los príncipes, diciéndoles que lo que
          se pedía en ellos era justo. Pero cuando la rebelión tomó forma, y los
          campesinos se alzaron en armas, Lutero trató de disuadirlos, y a la postre
          instó a los príncipes a que tomaran medidas represivas.
           Después,
          cuando la rebelión fue ahogada en sangre, el Reformador conminó a los príncipes
          para que tuvieran misericordia de los vencidos. Pero sus palabras no fueron
          escuchadas, y se calcula que más de 100.000 campesinos fueron muertos.
           Las
          consecuencias de todo esto fueron también funestas para la causa de la Reforma.
          Los príncipes católicos culparon al luteranismo de la rebelión, y a partir de
          entonces prohibieron todo intento de predicar la reforma en sus territorios. En
          cuanto a los campesinos, muchos de ellos abandonaron el luteranismo, y
          regresaron a la vieja fe o se hicieron anabaptistas.
           La
          ruptura con Erasmo
           Mientras
          Alemania se veía sacudida por todos estos acontecimientos, los católicos
          moderados se vieron obligados a tomar partido entre Lutero y sus contrincantes.
          El más famoso de los humanistas, Erasmo, había visto con simpatía el comienzo
          de la reforma luterana, pero la discordia que había surgido de ella le
          repugnaba. Por largo tiempo Erasmo evitó declararse en contra de Lutero, pues
          su espíritu pacífico odiaba las controversias. Pero por fin la presión fue tal
          que no era posible evitar la ruptura con uno u otro bando. Erasmo había sido
          siempre buen católico, aunque se dolía de la ignorancia y corrupción del clero.
          Por tanto, cuando se vio obligado a decidirse, no había para él otra
          alternativa que optar por la religión tradicional.
           En lugar
          de atacar a Lutero en lo que se refería a las indulgencias, el sacrificio de la
          misa, o la autoridad del papa, Erasmo escogió como campo de batalla la cuestión
          del libre albedrío. Su doctrina de la justificación por la fe, que es don de
          Dios, y sus estudios de Agustín y San Pablo, habían llevado a Lutero a afirmar
          la doctrina de la predestinación. En este punto Erasmo lo atacó en un tratado
          acerca del libre albedrío.
           Lutero
          respondió con su vehemencia característica, aunque le agradecía a Erasmo el
          haber centrado la polémica sobre un punto fundamental, y no sobre cuestiones
          periféricas tales como la venta de indulgencias, las reliquias de los santos,
          etc. Para Lutero, la idea del libre albedrío humano que tenían los filósofos, y
          que era común entre los moralistas de su época, no se percataba del poder del
          pecado. El pecado humano es tal que no tenemos poder alguno para librarnos de
          él.
           Solo
          mediante la acción de Dios podemos ser justificados y librados del poder del
          maligno. Y aun entonces seguimos siendo pecadores. Por tanto, nuestra voluntad
          nada puede por sí misma cuando se trata de servir a Dios.
           Esa
          controversia entre Lutero y Erasmo con respecto al libre albedrío hizo que
          muchos humanistas abandonaran la causa luterana. Otros, como Felipe
          Melanchthon, continuaron apoyando a Lutero, aunque sin romper sus relaciones
          cordiales con Erasmo. Pero estos eran los menos, y por tanto puede decirse que
          la polémica sobre el libre albedrío marcó la ruptura definitiva entre la
          reforma luterana y la humanista.
           Las
          dietas del Imperio
           Mientras
          todo esto sucedía, y en ausencia del Emperador, era necesario seguir gobernando
          el Imperio. Puesto que Carlos V había tenido que ausentarse inmediatamente
          después de la dieta de Worms, y puesto que el edicto
          de esa dieta había sido obra suya, la Cámara Imperial que gobernaba en su lugar
          no trató de aplicarlo. Cuando se reunió de nuevo la dieta en Nuremberg, en
          1523, se adoptó una política de tolerancia hacia el luteranismo, a pesar de que
          los legados del Papa y del Emperador protestaron.
   En 1526,
          cuando Carlos V se veía obligado a enfrentarse a la vez al Papa y al Rey de
          Francia, la dieta de Spira declaró que, dadas las
          nuevas circunstancias, el edicto de Worms no era
          válido, y que por tanto cada estado tenía libertad de seguir el curso religioso
          que su conciencia le dictara. Varios de los territorios del sur de Alemania,
          además de Austria, optaron por la fe católica, mientras muchos otros
          prefirieron la luterana. A partir de entonces, Alemania quedó transformada en
          un mosaico religioso.
   En 1529,
          la segunda dieta de Spira siguió un curso muy
          distinto. En aquel momento el Emperador era más poderoso, y varios príncipes
          que antes habían sido moderados se pasaron al bando católico. Allí se reafirmó
          el edicto de Worms.
   Fue
          entonces cuando los príncipes luteranos protestaron formalmente, y por ello a
          partir de ese momento se les empezó a llamar «protestantes».
           Carlos V
          regresó por fin a Alemania en 1530, para la celebración de la dieta de
          Augsburgo. En la dieta de Worms, el Emperador no
          había querido oír de qué trataba el debate. Pero ahora, en vista del curso de
          los acontecimientos, pidió que se le presentara una exposición ordenada de los
          puntos en discusión. Ese documento, preparado principalmente por Melanchthon, es
          lo que se conoce como la «Confesión de Augsburgo».
   Al
          principio representaba solo a los protestantes de Sajonia. Pero poco a poco
          otros fueron firmándolo, y pronto llegó a servir para presentar ante el
          Emperador un frente casi totalmente unido (había otras dos confesiones
          minoritarias, que no concordaban con esta de la mayoría de los protestantes).
           Nuevamente,
          el Emperador montó en cólera, y les dio a los protestantes hasta abril del año
          siguiente para retractarse.
           La
          Liga de Esmalcalda
           Una vez
          más, el protestantismo estaba amenazado de muerte. Si el Emperador unía sus
          recursos españoles a los de los príncipes alemanes católicos, no le sería
          difícil aplastar a cualquiera de los príncipes protestantes e imponer el
          catolicismo en sus territorios. Ante esta amenaza, los gobernantes de los
          territorios protestantes se reunieron para tomar una acción conjunta. Tras
          largas vacilaciones, Lutero llegó a la conclusión de que era lícito tomar las
          armas en defensa propia contra el Emperador. Los territorios protestantes
          formaron entonces la Liga de Esmalcalda, cuyo propósito era ofrecer resistencia
          al edicto imperial, si Carlos V se decidía a imponerlo por las armas.
           La lucha
          prometía ser larga y costosa, cuando una vez más la política internacional obligó
          a Carlos a posponer toda acción contra los protestantes. Francisco I se
          preparaba de nuevo para la guerra, y los turcos daban muestras de querer vengar
          el fracaso de su campaña anterior. En tales circunstancias, Carlos V tenía que
          contar con el apoyo de todos sus súbditos alemanes. Se comenzaron por tanto las
          negociaciones entre protestantes y católicos, y se llegó por fin a la paz de
          Nuremberg, firmada en 1532. Según ese acuerdo, se les permitiría a los
          protestantes continuar en su fe, pero les estaría prohibido extenderla hacia
          otros territorios. El edicto imperial de Augsburgo quedaba suspendido, y los
          protestantes le ofrecían al Emperador su apoyo contra los turcos, al tiempo que
          se comprometían a no ir más allá de la Confesión de Augsburgo.
           Como
          antes, las condiciones políticas habían obrado en pro del protestantismo, que
          continuaba extendiéndose hacia nuevos territorios, aun a pesar de lo acordado
          en Nuremberg.
           En medio
          de las vicisitudes políticas, Latero se ocupó de darle forma litúrgica a su
          teología. En este himnario, se ofrece la posibilidad de adorar tanto en latín
          como en alemán.
           
           Capítulo
          5.- ULRICO ZWINGLIO Y LA REFORMA EN SUIZA
                 
           Si el
          hombre interno es tal que halla su deleite en la ley de Dios, porque ha sido
          creado a imagen divina a fin de tener comunión con Él, se sigue que no habrá
          ley ni palabra alguna que le cause más deleite a ese hombre interno que la
          Palabra de Dios.
           Al
          estudiar a Lutero y el movimiento reformador que él dirigió en Alemania, vimos
          que el nacionalismo alemán y el humanismo se movieron paralelamente a la obra
          del gran Reformador, quien no era en verdad nacionalista ni humanista. El caso
          de Ulrico Zwinglio es muy distinto, pues en él los principios reformadores, el
          sentimiento patriótico y el humanismo se conjugan en un programa de reforma
          religiosa, intelectual y política.
           La
          peregrinación de Zwinglio
           Zwinglio
          nació en enero de 1484, menos de dos meses después que Lutero, en una pequeña
          aldea suiza. Tras recibir sus primeras letras de su tío, fue a estudiar a
          Basilea y Berna, donde el humanismo estaba en boga. Después fue a la
          universidad de Viena, y de nuevo a Basilea. Cuando recibió su título de Maestro
          en Artes, en 1506, dejó los estudios formales para ser sacerdote en la aldea de
          Glarus. Pero aun allí continuó sus estudios humanistas, y llegó a dominar el
          griego. En esto era excepcional, pues sabemos por otros testigos que había
          muchísimos sacerdotes ignorantes, y hasta se nos dice que eran pocos los que
          habían leído todo el Nuevo Testamento.
           En 1512 y
          1515, Zwinglio acompañó a contingentes de mercenarios procedentes de su
          distrito, en campañas en Italia. La primera expedición resultó victoriosa, y el
          joven sacerdote vio a sus com- patriotas entregados
          al saqueo. El resultado de la segunda fue totalmente opuesto, y le dio a
          Zwinglio oportunidad de ver de cerca el impacto de la derrota sobre los vencidos.
          Todo aquello lo fue convenciendo de que uno de los grandes males de Suiza era
          que su juventud se veía constantemente envuelta en guerras que no eran de su
          incumbencia, y que el servicio mercenario destruía la fibra moral de la
          sociedad.
   Tras pasar
          diez años en Glarus, Zwinglio fue nombrado cura de una abadía que era centro de
          peregrinaciones, y allí su predicación contra la idea de que tales ejercicios
          procuraban la salvación atrajo la atención de muchos.
           Cuando
          por fin llegó a ser cura en la ciudad de Zurich, Zwinglio había llegado a ideas
          reformadoras muy parecidas a las de Lutero. Pero su ruta hacia esas ideas no
          había sido el tormento espiritual del reformador alemán, sino más bien el
          estudio de las Escrituras utilizando los métodos humanistas, y la indignación
          ante las supersticiones del pueblo, la explotación de que era objeto por parte
          de algunos eclesiásticos, y el servicio militar mercenario.
           Pronto la
          autoridad de Zwinglio en Zurich fue grande. Cuando alguien llegó vendiendo
          indulgencias, el cura reformador logró que el gobierno lo expulsara. Cuando
          Francisco I le pidió a la Confederación Suiza soldados para sus guerras contra
          Carlos Y, todos los demás cantones accedieron, pero Zurich se negó, siguiendo
          el consejo de su predicador. Poco después los legados del Papa, que era aliado
          de Francisco, prevalecieron sobre el gobierno de Zurich, mostrando que existían
          tratados que lo obligaban a proporcionarle soldados al papa. Esto hizo que a
          partir de entonces buena parte de los ataques de Zwinglio, antes dirigidos de
          manera impersonal contra las supersticiones, se volvieran más directamente
          contra el papa.
           Era la
          época en que Lutero estaba causando gran revuelo en Alemania, al enfrentarse al
          Emperador en Worms. Ahora los enemigos de Zwinglio
          empezaron a decir que sus doctrinas eran las mismas del alemán. Más tarde el
          propio Zwinglio diría que, aun antes de haber conocido las doctrinas de Lutero,
          había llegado a conclusiones semejantes a base de sus estudios de la Biblia.
          Luego, no se trata aquí de un resultado directo de la obra de Lutero, sino de
          una reforma paralela a la de Alemania, que pronto comenzó a establecer
          contactos con ella, pero cuyo origen era independiente. En todo caso, en 1 522
          Zwinglio estaba listo a emprender su obra reformadora, y el Concejo de Gobierno
          de Zurich lo respaldaba.
   La
          ruptura con Roma
           Zurich
          estaba bajo la jurisdicción eclesiástica del episcopado de Constanza, que
          comenzó a dar señales de preocupación por lo que se estaba predicando en
          Zurich. Cuando Zwinglio predicó contra las leyes del ayuno y la abstinencia, y
          algunos miembros de su parroquia se reunieron para comer salchichas durante la
          cuaresma, el obispo sufragáneo de Constanza acusó al predicador ante el Concejo
          de Gobierno. Pero Zwinglio se defendió a base de las Escrituras, y se le
          permitió seguir predicando. Poco después Zwinglio empezó a criticar el
          celibato, diciendo que no era bíblico y que en todo caso quienes lo enseñaban
          no lo cumplían. El Papa, a la sazón Adriano VI, trató de calmar su celo
          haciéndole promesas tentadoras. Pero Zwinglio persistía en su posición, y logró
          que el Concejo convocara a un debate entre él y el vicario del obispo acerca de
          las doctrinas que Zwinglio predicaba.
           Llegado
          el momento del debate, varios cientos de personas se reunieron para
          presenciarlo. Zwinglio propuso y defendió sus diversas tesis a base de las
          Escrituras. El vicario no respondió a sus tesis, sino que dijo que pronto se
          reuniría un concilio universal que decidiría acerca de las cuestiones que se
          debatían.
           Cuando se
          le pidió que tratase de probar que Zwinglio estaba equivocado, se negó a
          hacerlo. En consecuencia, el Concejo declaró que, puesto que nadie había
          aparecido para refutar las doctrinas de Zwinglio, este podía seguir predicando
          libremente. Esa decisión por parte del Concejo marcó la ruptura de Zurich con
          el episcopado de Constanza, y por tanto con Roma.
           A partir
          de entonces, Zwinglio, con el apoyo del Concejo, fue llevando a cabo su
          reforma, que consistía en una restauración de la fe y las prácticas bíblicas.
          En cuanto a lo que esto quería decir, Zwinglio difería de Lutero, pues mientras
          el alemán creía que debían retenerse todos los usos tradicionales, excepto
          aquellos que contradijesen a la Biblia, el suizo sostenía que todo lo que no se
          encontrase explícitamente en las Escrituras debía ser rechazado. Esto lo llevó,
          por ejemplo, a suprimir el uso de órganos en las iglesias, pues se trataba de
          un instrumento que no aparecía en la Biblia.
           Bajo la
          dirección de Zwinglio, hubo rápidos cambios en Zurich. Se empezó a ofrecer la
          comunión en ambas especies. Muchos sacerdotes, monjes y monjas se casaron. Se
          estableció un sistema de educación pública general, sin distinción de clases.
          Al mismo tiempo, predicadores y laicos procedentes de Zurich propagaban sus
          doctrinas por otros cantones suizos.
           La
          Confederación Suiza, como su nombre lo indica, no era un estado centralizado,
          sino un complejo mosaico de diversos estados, cada uno con su propio gobierno y
          sus propias leyes, que se habían confederado con ciertos propósitos concretos,
          particularmente el de garantizar su independencia. Dentro de ese mosaico,
          pronto algunas regiones se volvieron protestantes, mientras continuaron en
          obediencia a Roma y su jerarquía. Esta divergencia religiosa se sumó a otras
          diferencias profundas, y la guerra civil llegó a parecer inevitable.
           Los
          cantones católicos empezaron a dar pasos hacia una alianza con Carlos V, y
          Zwinglio les aconsejó a los protestantes que atacaran a los católicos antes que
          fueran demasiado fuertes. Pero las autoridades no estaban dispuestas a ser las
          primeras en acudir a las armas. Cuando por fin Zurich se decidió a atacar, los
          demás cantones protestantes no estuvieron de acuerdo. Por fin, contra el
          consejo de Zwinglio, se tomaron medidas económicas contra los cantones
          católicos, a quienes acusaban de haber traicionado a la Confederación al
          aliarse con Carlos V, y a través de él con la odiada casa de los Habsburgo.
           En
          octubre de 1531 los cinco cantones católicos reunieron sus ejércitos y atacaron
          a Zurich por sorpresa. Los defensores apenas tuvieron tiempo de prepararse para
          el combate, pues no supieron  que se les
          atacaba hasta que vieron los pendones del enemigo en el  horizonte. Zwinglio salió con los primeros
          soldados, dispuesto a ofrecer resistencia mientras el grueso del ejército se
          preparaba para la defensa. Allí, en Cappel, los
          cantones católicos derrotaron a Zurich, y Zwinglio murió en el combate.
   Poco más
          de un mes más tarde se firmaba la paz de Cappel, por
          la que los protestantes se comprometían a pagar los gastos de la reciente
          campaña, pero se le permitía a cada cantón decidir cuál sería su propia fe. A
          partir de entonces, el protestantismo quedó establecido en varios cantones
          suizos, y el catolicismo en otros.
   La
          teología de Zwinglio
           No
          podemos detenernos aquí a exponer detalladamente la teología del reformador
          suizo, que en todo caso coincidía en muchos puntos con la de Lutero. Por tanto,
          nos limitaremos a señalar los principales puntos de contraste entre ambos
          reformadores.
           La
          principal diferencia entre ambos reformadores se relaciona con el camino que
          cada uno de ellos siguió para llegar a sus doctrinas. Mientras Lutero fue el
          alma atormentada que por fin encontró solaz en el mensaje bíblico de la
          justificación por la fe, Zwinglio fue más bien el erudito humanista, que se
          dedicó a estudiar las Escrituras porque ellas eran la fuente de la fe
          cristiana, y parte del movimiento humanista consistía precisamente en regresar
          a las fuentes de la antigüedad. Esto a su vez quiere decir que la teología de
          Zwinglio es más racionalista que la de Lutero.
           Un buen
          ejemplo de esto es el modo en que los dos reformadores discuten la doctrina de
          la predestinación. Ambos creían en la predestinación tanto porque era necesaria
          para afirmar la justificación absolutamente gratuita, como porque se encuentra
          en las epístolas paulinas. Pero mientras para Lutero la predestinación era el
          resultado y la expresión de su experiencia de sentirse impotente ante su propio
          pecado, y verse por tanto obligado a declarar que su salvación no era obra
          suya, sino de Dios, para Zwinglio la predestinación es algo que se deduce
          racionalmente del carácter de Dios. Para el reformador de Zurich, la mejor
          prueba de la predestinación es que, si Dios es omnipotente y omnisciente, ha de
          saberlo todo y determinarlo todo de antemano.
           Lutero no
          emplearía tales argumentos, sino que se contentaría con decir que la
          predestinación es necesaria debido a la impotencia del ser humano para librarse
          de su propio pecado. Los argumentos al estilo de los de Zwinglio le hubieran
          parecido producto de la «cochina razón», y no de la revelación bíblica ni de la
          experiencia del evangelio.
           También
          en cuanto al alcance de los cambios que debían operarse en la iglesia, los dos
          reformadores diferían. Como hemos dicho anteriormente, Lutero creía que bastaba
          con deshacerse de todo lo que contradijera las Escrituras, mientras Zwinglio
          insistía en la necesidad de retener solamente lo que se encontrara
          explícitamente en la Biblia. Una vez más, lo que le preocupaba a Lutero no eran
          las formas externas de la religión, sino la proclamación del evangelio
          verdadero.
           Zwinglio
          creía que el retomo a las fuentes debía ser el principio guiador de la Reforma,
          y parte de ese retorno consistía en deshacerse de todas las innovaciones que
          hubieran sido hechas con el correr de los siglos, por insignificantes que
          fueran.
           El
          racionalismo de Zwinglio se mezclaba con ciertos elementos procedentes del
          neoplatonicismo, que se habían introducido en el cristianismo siglos antes, con
          Justino Mártir, Orígenes, Agustín y otros. El más notable de estos elementos es
          la tendencia a menospreciar la creación material, y a establecer un contraste
          entre ella y las realidades espirituales. Esta era una de las razones por las
          que Zwinglio insistía en un culto sencillo, que no llevara al creyente hacia lo
          material mediante un uso exagerado de los sentidos. Lutero, por su parte,
          afirmaba la doctrina bíblica de la creación como buena, y por tanto trataba de
          no exagerar el contraste entre lo material y lo espiritual. Para él lo material
          no era un obstáculo, sino una ayuda, a la vida espiritual.
           Las
          consecuencias de esto se vieron claramente en el modo en que los dos
          reformadores entendían los sacramentos, particularmente la eucaristía.
           Mientras
          Lutero creía que al realizarse la acción externa por el ser humano tenía lugar
          una acción interna y divina, Zwinglio no estaba dispuesto a concederles tal
          eficacia a los sacramentos, pues ello limitaría la libertad del Espíritu. Para
          Zwinglio, los elementos materiales, y la acción física que los acompaña, no
          pueden ser más que símbolos o señales de la realidad espiritual. Según él,
          cuando Jesús dijo: «esto es mi cuerpo», lo que quería decir era «esto significa
          mi cuerpo».
           Para
          ambos reformadores sus doctrinas eucarísticas eran importantes, pues se
          relacionaban estrechamente con el resto de su teología. Por ello, cuando las
          circunstancias políticas hicieron que el landgrave Felipe de Hesse tratara de
          unir a los reformadores alemanes con los suizos, la cuestión de la presencia de
          Cristo en la comunión resultó ser el obstáculo insalvable. Esto tuvo lugar en
          1529, cuando a instancias de Felipe se reunieron en Marburgo los principales
          jefes del movimiento reformador: Lutero y Melanchthon de Wittenberg, Bucero de
          Estrasburgo, Ecolampadio de Basilea, y Zwinglio de
          Zurich. En todos los puntos principales parecían estar de acuerdo, excepto en
          el que se refería al sentido y la eficacia de la comunión. Y aun en este punto
          pudo quizá haberse llegado a un entendimiento, de no ser porque Melanchthon le
          recordó a Lutero que la doctrina que Zwinglio proponía separaría aún más a los
          luteranos de los católicos alemanes, a quienes Lutero y sus compañeros todavía
          esperaban ganar para su causa. Algún tiempo después, cuando la ruptura con los
          católicos resultó irreversible, el propio Melanchthon llegó a un acuerdo con
          los reformadores suizos y de Estrasburgo.
   En todo
          caso, no cabe duda de que la frase que se le atribuye a Lutero en el coloquio de
          Marburgo, «no somos del mismo espíritu», reflejaba adecuadamente la situación.
          La diferencia entre los dos reformadores con respecto a la comunión no era
          cuestión de un detalle sin importancia, sino que tenía que ver con el modo en
          que los dos veían la relación entre la materia y el espíritu, y por tanto
          también con el modo en que entendían la revelación divina.
           
           Capítulo
          6 .- EL MOVIMIENTO ANABAPTISTA
                 
           Ahora
          todos quieren salvarse mediante una fe superficial, sin los frutos de la fe,
          sin el bautismo de la prueba y la tribulación, sin amor ni esperanza, y sin
          prácticas verdaderamente cristianas.
           Conrado Grebel
                 
           Tanto
          Lutero como Zwinglio se quejaban de que a través de los siglos el cristianismo
          había dejado de ser lo que había sido en tiempos del Nuevo Testamento. Lutero
          deseaba librarlo de todo lo que contradijera las Escrituras. Zwinglio iba más
          lejos, y sostenía que solo ha de practicarse o de creerse lo que se encuentre
          en la Biblia. Pero pronto aparecieron otros que señalaban que el propio
          Zwinglio no llevaba esas ideas a su conclusión lógica.
           Los
          primeros anabaptistas
           Según
          esas personas, Zwinglio y Lutero olvidaban que en el Nuevo Testamento hay un
          contraste marcado entre la iglesia y la sociedad que la rodea. Ese contraste
          pronto resultó en persecución, porque la sociedad romana no podía tolerar al
          cristianismo primitivo. Luego, la avenencia entre la iglesia y el estado que
          tuvo lugar a partir de la conversión de Constantino constituye en sí misma un
          abandono del cristianismo primitivo. Por tanto, la reforma iniciada por Lutero
          debía ir más lejos si verdaderamente quería ser obediente al mandato bíblico.
          La iglesia no debía confundirse con el resto de la sociedad. Y la diferencia
          fundamental entre ambas es que, mientras se pertenece a una sociedad por el
          mero hecho de nacer en ella, y sin hacer decisión alguna al respecto, para ser
          parte de la iglesia hay que hacer una decisión personal. La iglesia es una
          comunidad voluntaria, y no una sociedad dentro de la cual nacemos.
           La
          consecuencia inmediata de todo esto es que el bautismo de niños ha de ser
          rechazado. Ese bautismo da a entender que se es cristiano sencillamente por
          haber nacido en una sociedad supuestamente cristiana. Pero tal entendimiento
          oculta la verdadera naturaleza de la fe cristiana, que requiere decisión
          propia.
           Además,
          estos reformadores más radicales sostenían que la fe cristiana era en su
          esencia misma pacifista. El Sermón del Monte ha de ser obedecido al pie de la
          letra, a pesar de las muchas objeciones sobre la imposibilidad de practicarlo,
          pues tales objeciones se deben a la falta de fe. Los cristianos no han de tomar
          las armas para defenderse a sí mismos, ni para defender su patria, aun cuando
          sea amenazada por los turcos. Como era de esperarse, tales doctrinas no fueron
          bien recibidas en Alemania, donde la amenaza de los turcos era constante, ni
          tampoco en Zurich y los demás cantones protestantes de Suiza, donde la fe
          protestante estaba en peligro de ser api astada por los católicos.
           Estas
          opiniones aparecieron en diversos lugares en el siglo XVI, al parecer sin que
          hubiera conexión directa entre sus diversos focos. Pero fue en Zurich donde
          primero surgieron a la luz. Había allí un grupo de creyentes, asiduos lectores
          de la Biblia, y varios de ellos ilustrados, que instaban a Zwinglio a tomar
          medidas más radicales de reforma. En particular, estas personas, que se daban
          el nombre de «hermanos», sostenían que se debía fundar una congregación o grupo
          de los verdaderos creyentes, en contraste con quienes se decían cristianos por
          el hecho de haber nacido en un país cristiano y haber sido bautizados de niños.
           Cuando
          por fin resultó evidente que Zwinglio no seguiría el camino que ellos
          propugnaban, algunos de los «hermanos» decidieron fundar ellos mismos esa
          comunidad de verdaderos creyentes. En señal de ello, el exsacerdote Jorge Blaurock le pidió a otro de los hermanos, Conrado Grebel, que lo bautizara. El 21 de enero de 1525, junto a
          la fuente que se encontraba en medio de la plaza de Zurich, Grebel bautizó a Blaurock, quien acto seguido hizo lo mismo
          con otros hermanos. Aquel primer bautizo no fue todavía por inmersión, pues lo
          que preocupaba a Blaurock, Grebel y los demás no era la forma en que se administraba el rito, sino la necesidad
          de que la persona tuviera fe y la confesara antes de ser bautizada. Más tarde,
          en sus esfuerzos por ser bíblicos en todas sus prácticas, empezaron a bautizar
          por inmersión. Pronto se les dio a estas personas el nombre de «anabaptistas»,
          que quiere decir «rebautizadores». Naturalmente, ese
          nombre no era del todo exacto, porque lo que los supuestos rebautizadores decían no era que fuese necesario bautizarse de nuevo, sino que el primer
          bautismo no era válido, y que por tanto el que se recibía después de confesar
          la fe era el primero y único. Pero en todo caso la historia los conoce como
          «anabaptistas», y ése es el nombre que les daremos aquí a fin de evitar
          confusiones.
   El
          movimiento anabaptista pronto atrajo gran oposición, tanto por parte de los
          católicos como de los reformadores. Aunque esa oposición se expresaba
          comúnmente en términos teológicos, el hecho es que los anabaptistas fueron
          perseguidos porque se les consideraba subversivos. A pesar de todas sus
          reformas, Lutero y Zwinglio continuaron aceptando los términos fundamentales de
          la relación entre el cristianismo y la sociedad que se habían desarrollado a
          partir de Constantino. Ni el uno ni el otro interpretaban el evangelio de tal
          modo que fuera un reto radical al orden social. Y eso fue, aun sin quererlo, lo
          que hicieron los anabaptistas. Su pacifismo extremo les resultaba intolerable a
          los encargados de mantener el orden social y político, particularmente en una
          época de gran incertidumbre, como fue el siglo XVI.
           Además,
          al insistir en el contraste entre la iglesia y la sociedad natural, los
          anabaptistas estaban implicando que las estructuras de poder en esa sociedad no
          han de transferirse a la iglesia. Aun contra los propósitos iniciales de
          Lutero, el luteranismo se veía ahora sostenido por los príncipes que lo habían
          abrazado, quienes gozaban de gran autoridad, no solamente en los asuntos
          políticos, sino también en los eclesiásticos. En la Zurich de Zwinglio, el
          Concejo de Gobierno era quien en fin de cuentas dictaba la política religiosa.
          Y lo mismo era cierto en los territorios católicos donde se conservaba la
          tradición medieval. Aunque esto no quiere decir que la iglesia y el estado
          concordaran en todos los puntos, sí había al menos un cuerpo de presuposiciones
          comunes, y era dentro de ese contexto que se producían los conflictos entre las
          autoridades civiles y las eclesiásticas. Pero los anabaptistas echaban todo
          esto por tierra al insistir en una iglesia de carácter voluntario, distinta de
          la sociedad civil. Además, muchos de los anabaptistas eran igualitarios. Muchos
          se trataban entre sí de «hermanos». En la mayoría de sus grupos las mujeres
          tenían tantos derechos como los hombres. Al menos en teoría, los pobres y los
          ignorantes eran tan importantes como los ricos y los sabios.
           Todo esto
          resultaba ser altamente subversivo en la Europa del siglo XVI, y por tanto
          pronto se comenzó a perseguir a los anabaptistas. En 1525 los cantones
          católicos de Suiza empezaron a condenar a los anabaptistas a la pena capital.
          Al año siguiente el Concejo de Gobierno de Zurich decretó también la pena de
          muerte para quien rebautizara o se hiciera rebautizar. A los pocos meses todos
          los demás territorios protestantes de Suiza siguieron el ejemplo de Zurich. En
          Alemania no existía una política uniforme, pues se aplicaban a los anabaptistas
          las viejas leyes contra los herejes, y cada estado seguía el curso que le
          parecía. En 1528 Carlos V decretó la pena de muerte para los anabaptistas,
          apelando a una vieja ley romana, creada para extirpar el donatismo, según la
          cual quien se hiciera culpable de rebautizar o de rebautizarse debía ser
          condenado a muerte. La dieta de Spira de 1529, la
          misma en que los príncipes luteranos protestaron y recibieron por ello el
          nombre de «protestantes», aprobó el decreto imperial contra los anabaptistas.
   Menno
          Simons abrazó el anabaptismo en 1536, y pronto en 1536 llegó a ser uno de sus
          jefes más distinguidos. Y esta vez nadie protestó. El único príncipe alemán
          que, sin protestar formalmente, se negó por razones de conciencia a aplicar el
          decreto imperial en sus territorios fue el landgrave Felipe de Hesse.
           En
          algunos lugares, como en la Sajonia electoral en que vivía Lutero, se acusó a
          los anabaptistas tanto de herejes como de sediciosos. Puesto que lo primero era
          un crimen religioso, y lo segundo civil, tanto las cortes eclesiásticas como
          las civiles tenían jurisdicción para castigar a quien se atreviera a repetir el
          bautismo, y a quien se negara a presentar a sus hijos pequeños para que lo
          recibieran.
           El número
          de los mártires fue enorme, probablemente mayor que el de todos los que
          murieron durante los tres primeros siglos de la historia de la iglesia. El modo
          en que se les aplicaba la pena de muerte variaba de lugar a lugar, y hasta de
          caso en caso. Con cruel ironía, en algunos lugares se condenaba a los
          anabaptistas a morir ahogados. Otras veces eran quemados vivos, siguiendo la
          costumbre establecida siglos antes. Pero no faltaron casos en los que fueron
          muertos en medio de torturas increíbles, como la de ser descuartizados en vida.
          Las historias de heroísmo en tales circunstancias llenarían volúmenes. Y tal
          parecía que, mientras más se le perseguía, más crecía el movimiento.
           Los
          anabaptistas revolucionarios
           Aunque
          muchos de los primeros jefes del movimiento eran eruditos, y casi todos ellos
          eran pacifistas, pronto aquella primera generación pereció víctima de la
          persecución. El movimiento se fue haciendo entonces cada vez más radical, y se
          mezcló con el resentimiento popular que había dado lugar a la rebelión de los
          campesinos. Poco a poco, el pacifismo original se fue olvidando, y el
          movimiento tomó un giro violento.
           Aun antes
          de que surgiera el movimiento anabaptista, Tomás Muntzer había unido algunas de las doctrinas que ese movimiento después promulgaría con
          las ansias de justicia por parte de los campesinos. Ahora muchos anabaptistas
          hicieron lo mismo. Entre ellos se contaba Melchor Hoffman, un talabartero que
          había sido predicador laico luterano en Dinamarca, pero que más tarde había
          rechazado las teorías de Lutero acerca de la comunión, para hacerse seguidor de
          Zwinglio. En Estrasburgo, donde el anabaptismo era relativamente fuerte, y
          donde había cierta medida de tolerancia, Hoffman se hizo anabaptista. Poco
          después empezó a anunciar que el día del Señor estaba cercano. Su predicación
          inflamó a las multitudes, que acudieron a Estrasburgo, donde según él se
          establecería la Nueva Jerusalén. El propio Hoffman predijo que sería
          encarcelado por seis meses, y que entonces vendría el fin. Además, abandonó el
          pacifismo inicial de los anabaptistas, declarando que al aproximarse el fin
          sería necesario que los hijos de Dios tomaran las armas contra los hijos de las
          tinieblas. Cuando fue encarcelado, y se cumplió así la primera parte de su
          profecía, fueron muchos los que acudieron a Estrasburgo en espera de la señal
          de lo alto para tomar las armas. Pero el hecho mismo de que cada día eran más
          los anabaptistas que había en la ciudad obligó a las autoridades a tomar medidas
          cada vez más represivas. Y Hoffman continuaba encarcelado.
   Entonces
          alguien dijo que en realidad la Nueva Jerusalén sería establecida, no en
          Estrasburgo, sino en Munster. En esa ciudad el
          equilibrio entre católicos y protestantes era tal que existía una tregua entre
          todos los partidos, y en consecuencia no se perseguía a los anabaptistas. Hacia
          allá acudieron los visionarios, y la gente cuya creciente opresión les había
          llevado a la desesperación. El reino vendría pronto. Vendría en Munster. Y entonces los pobres recibirían la tierra por
          heredad. Pronto el número de los anabaptistas en Munster fue tal que lograron apoderarse de la ciudad. Sus jefes eran un panadero
          holandés, Juan Matthys, y su principal discípulo,
          Juan de Leiden. Una de sus primeras medidas fue echar a los católicos de la
          ciudad. El obispo, expulsado de su sede, reunió un ejército y sitió a la Nueva
          Jerusalén. Mientras tanto, dentro de la ciudad, se insistía cada vez más en que
          todo se ajustara a la Biblia. Los protestantes moderados fueron también echados
          por impíos. Constantemente se destruían las esculturas, pinturas y demás
          artefactos del culto tradicional. Fuera de la ciudad, el obispo mataba a cuanto
          anabaptista caía en sus manos. Los defensores se exaltaban más cuanto más desesperada
          se volvía su situación, pues escaseaban los víveres. A diario había quienes
          creían recibir visiones de lo alto. En una salida militar contra las fuerzas
          del obispo, Juan Matthys resultó muerto, y Juan de
          Leiden lo sucedió.
   Debido a
          la guerra constante, y al éxodo de muchos varones, la población femenina de la
          ciudad era mucho mayor que la masculina, y Juan de Leiden decretó la poligamia,
          a la usanza de los patriarcas del Antiguo Testamento. Por ley, toda mujer en la
          ciudad tenía que estar casada con algún hombre. El sitio se prolongaba y, al
          mismo tiempo que los sitiados carecían de víveres, los fondos del obispo
          comenzaban a escasear. En una acción desesperada, Juan de Leiden salió con un
          puñado de hombres, y derrotó en una escaramuza a los soldados del obispo.
          Entonces, en celebración de aquella victoria, fue proclamado rey de la Nueva
          Jerusalén.
           Empero
          poco después un grupo de habitantes de la Nueva Jerusalén, quizá hastiados de
          los excesos que se cometían, o quizá impulsados por el hambre y el miedo, le
          abrieron las puertas de la ciudad al obispo, cuyas tropas arrasaron a los
          defensores del reducto apocalíptico. El Rey de la Nueva Jerusalén fue hecho
          prisionero, y exhibido por toda la región, con sus dos principales
          lugartenientes, en sendas jaulas de hierro. Poco después fueron torturados y
          ejecutados.
           Así
          terminó el principal brote del anabaptismo revolucionario. Melchor Hoffman
          continuó encarcelado y olvidado, al parecer hasta su muerte. Y hasta el día de
          hoy, en la iglesia de San Lamberto, en Munster,
          pueden verse las tres jaulas en que fueron exhibidos el Rey y sus dos
          lugartenientes.
   El
          anabaptismo posterior
           La caída
          de Munster le puso fin al anabaptismo revolucionario.
          Pronto se comenzaron a escuchar las voces de quienes decían que la tragedia de Munster se debía a que se había abandonado el pacifismo
          original, que era parte de la verdadera fe. Al igual que los primeros
          anabaptistas, estos nuevos jefes creían que la razón por la que los cristianos
          no están dispuestos a cumplir los preceptos del Sermón del Monte no es que no
          sean factibles, sino que es más bien la falta de fe. Quien de veras tiene fe,
          practica el amor que Jesús enseñó, y deja las consecuencias de ello en manos de
          Dios.
   El más
          notable portavoz de esta nueva generación fue Menno Simons, un sacerdote
          católico holandés que abrazó el anabaptismo en 1536, es decir, el mismo año en
          que fueron ejecutados Juan de Leiden y sus compañeros. Simons se unió a un
          grupo de anabaptistas holandeses cuyo jefe era Obbe Philips, pero pronto descolló entre ellos de tal manera que el grupo recibió el
          nombre de «menonitas».
   Aunque
          los menonitas sufrieron las mismas persecuciones de que eran objeto los demás
          anabaptistas, Menno Simons logró sobrevivir, y pasó el resto de su vida
          viajando por Holanda y el norte de Alemania, y predicando su fe. Para él, el
          pacifismo era parte fundamental de la fe cristiana, y por tanto repudiaba toda
          relación con el ala revolucionaria del anabaptismo. Los cristianos, según creía
          Menno Simons, no han de prestar juramento alguno, y por tanto no han de ocupar
          cargos públicos que requieran tales juramentos. Pero sí han de obedecer a las autoridades
          civiles en todo, excepto en lo que las Escrituras prohíban. El bautismo, que
          Menno practicaba echando agua sobre la cabeza, solo ha de serles administrado a
          los adultos que confiesen su fe. Ni ese rito ni la comunión confieren gracia
          alguna, sino que son señales externas de lo que sucede internamente entre el
          cristiano y Dios. Además, siguiendo el ejemplo de Jesús, Menno y los suyos
          practicaban el lavado mutuo de los pies.
           Aunque se
          abstenían de participar activamente en cualquier acto de subversión, los
          menonitas pronto fueron considerados subversivos por muchos gobiernos, pues se
          negaban a participar de la vida común de la sociedad, particularmente en lo que
          a portar armas se refería. Esto a su vez los hizo esparcirse por toda Europa.
          Muchos emigraron hacia Europa oriental, particularmente hacia Rusia. Otros
          marcharon hacia Norteamérica, donde la tolerancia religiosa les prometía poder
          vivir en paz. Pero también en Rusia y en Norteamérica tuvieron dificultades,
          pues en ambos casos el estado quería que se ajustaran a sus leyes sujetándose
          al servicio militar obligatorio. Por esa causa, en los siglos XIX y XX fuertes
          contingentes emigraron hacia Sudamérica, donde todavía había territorios donde
          podían vivir en aislamiento relativo del resto de la sociedad.
           Hasta el
          día de hoy, los menonitas son la principal rama del viejo movimiento
          anabaptista del siglo XVI, y continúan insistiendo en su pacifismo, y
          dedicándose frecuentemente al servicio social.
           
           Capítulo
          7 .- JUAN CALVINO
                 
           Cuidemos
          de que nuestras palabras y pensamientos no vayan más allá de lo que la Palabra
          de Dios nos dice. [...] Dejémosle a Dios su propio conocimiento, [...] y
          concibámoslo tal como Él se nos da a conocer, sin tratar de descubrir algo acerca
          de su naturaleza aparte de su Palabra.
           Juan
          Calvino
           
           Sin lugar
          a dudas, el más importante sistematizador de la teología protestante en el
          siglo XVI fue Juan Calvino. Mientras Lutero fue el espíritu fogoso y propulsor
          del nuevo movimiento, Calvino fue el pensador cuidadoso que forjó de las
          diversas doctrinas protestantes un todo coherente. Además, para Lutero su
          búsqueda tormentosa de la salvación y su descubrimiento de la justificación por
          la fe fueron tales que siempre dominaron toda su teología. Calvino, como hombre
          de la segunda generación, no permitió que la doctrina de la justificación
          eclipsara el resto de la teología cristiana, y por ello les prestó mayor
          atención a varios aspectos del cristianismo que habían quedado postergados en
          Lutero: en particular, a la doctrina de la santificación.
           La
          formación de Calvino
           Calvino
          nació en la pequeña ciudad de Noyon, en Francia, el 10 de julio de 1509, cuando
          Lutero había ya dictado sus primeras conferencias en la universidad de
          Wittenberg. Su padre pertenecía a la clase media de la ciudad, y trabajaba
          principalmente como secretario del obispo y procurador del capítulo de la
          catedral. Haciendo uso de tales conexiones, le procuró a su hijo Juan dos
          beneficios eclesiásticos con los cuales costearse los estudios.
           Con esos
          recursos, el joven Calvino fue a estudiar a París, donde conoció tanto el
          humanismo como la reacción conservadora que se le oponía. La discusión
          teológica que tenía lugar en esos días lo llevó a conocer las doctrinas de Wyclif, Huss y Lutero. Pero,
          según él mismo dice: «estaba obstinadamente atado a las supersticiones del
          papado».
   En 1528
          completó sus estudios en París, al obtener el grado de Maestro en Artes, y
          decidió dedicarse a la jurisprudencia. Con ese propósito, continuó sus estudios
          en Orleans y en Bourges, bajo dos de los más célebres
          juristas de la época, Pierre de l’Estoile y Andrea Alciati.
   El
          primero seguía los métodos tradicionales en el estudio e interpretación de las
          leyes, mientras que el segundo era un humanista elegante y quizá algo fatuo.
          Cuando hubo un debate entre ambos, Calvino intervino a favor del primero. Esto
          es importante porque indica que, aun en esos tiempos en que comenzaba a dejarse
          cautivar por el espíritu humanista, Calvino no sentía simpatías hacia la
          elegancia vacua que frecuentemente se posesionaba de algunos de los más famosos
          humanistas.
           Pero a
          pesar de su conflicto con Alciati, Calvino estaba
          decidido a seguir el camino de los humanistas. Pronto se unió a un pequeño
          círculo de estudiosos y admiradores de Erasmo, y se dedicó a los estudios
          humanistas. Luego, aunque recibió su licencia para practicar la abogacía en
          1530, su principal ocupación durante los próximos dos años parece haber sido la
          preparación de un comentario acerca de la obra de Séneca, De clemencia. Este
          comentario, publicado en 1532, fue relativamente bien recibido, aunque no
          colocó a su autor en el número de los más ilustres humanistas.
   La
          conversión
           No se
          sabe a ciencia cierta qué llevó a Calvino a abandonar la fe romana, ni la fecha
          exacta en que lo hizo. A diferencia de Lutero, Calvino nos dice poco acerca del
          estado interior de su alma. Pero lo más probable parece ser que en medio del
          círculo de humanistas en que se movía, y a través de sus estudios de las
          Escrituras y de la antigüedad cristiana, Calvino llegó a la convicción de que
          tenía que abandonar la comunión romana, y seguir el camino de los protestantes.
           En 1534
          se presentó en su ciudad natal de Noyon, y renunció a los beneficios
          eclesiásticos que su padre le había procurado, y que eran su principal fuente
          de sostén económico. Si ya en ese momento estaba decidido a abandonar la
          iglesia romana, o si ese gesto fue sencillamente un paso más en su
          peregrinación espiritual, nos es imposible saberlo. El hecho es que en octubre
          de 1534 Francisco I, hasta entonces relativamente tolerante para con los
          protestantes, cambió su política, y en enero del año siguiente Calvino se
          exiliaba en la ciudad protestante de Basilea.
           La
          Institución de la religión cristiana
           Calvino
          se sentía llamado a dedicarse al estudio y las labores literarias. Su propósito
          no era en modo alguno llegar a ser uno de los jefes de la Reforma, sino más
          bien encontrar un lugar tranquilo donde estudiar las Escrituras y escribir
          acerca de la nueva fe. Poco antes de llegar a Basilea, había escrito un breve
          tratado acerca del estado de las almas de los muertos antes de la resurrección.
          Según él concebía su propia vocación, su tarea consistiría en escribir otros
          tratados como ése, que sirvieran para aclarar la fe de la iglesia en una época
          de tanta confusión.
           Por lo
          pronto su principal proyecto era un breve resumen de la fe cristiana desde el
          punto de vista protestante. Hasta entonces, casi toda la literatura
          protestante, llevada por la urgencia de la polémica, había tratado
          exclusivamente acerca de los puntos en discusión, y había dicho poco acerca de
          las otras doctrinas fundamentales del cristianismo, tales como la Trinidad, la
          encarnación, etc. Lo que Calvino se proponía entonces era llenar ese vacío con
          un breve manual al que le dio el título de Institución de la religión
          cristiana. La primera edición de la Institución cristiana apareció en Basilea
          en 1536. Era un libro de 516 páginas, pero de formato pequeño, de modo que
          cupiera fácilmente en los amplios bolsillos que se usaban entonces, y pudiera
          por tanto circular disimuladamente en Francia. Constaba de solo seis capítulos.
          Los primeros cuatro trataban acerca de la ley, el Credo, el Padrenuestro y los
          sacramentos. Los dos últimos, de tono más polémico, resumían la posición
          protestante con respecto a los «falsos sacramentos» romanos, y a la libertad
          cristiana.
           El éxito
          de esta obra fue inmediato y sorprendente. En nueve meses se agotó la edición
          que, por estar en latín, resultaba accesible a lectores de diversas
          nacionalidades.
           A partir
          de entonces Calvino continuó preparando ediciones sucesivas de la Institución,
          que fue creciendo según iban pasando los años. Las diversas polémicas de la
          época, las opiniones de varios grupos que Calvino consideraba errados, y las
          necesidades prácticas de la iglesia, fueron contribuyendo al crecimiento de la
          obra, de tal modo que para seguir el curso del desarrollo teológico de Calvino,
          y de las polémicas en que se vio envuelto, bastaría comparar las ediciones
          sucesivas de la Institución. Puesto que no podemos hacer tal cosa aquí, nos
          limitaremos a hacer constar las fechas e idiomas de las diversas ediciones
          aparecidas en vida de Calvino, para terminar con un breve resumen de la última.
          Tras la edición de 1536, en latín, apareció en Estrasburgo la de 1539, en el
          mismo idioma. En 1541 Calvino publicó en Ginebra la primera edición francesa,
          que es una obra maestra de la literatura en ese idioma. A partir de entonces,
          las ediciones aparecieron en pares, una latina seguida de su versión francesa,
          como sigue: 1543 y 1545, 1550 y 1551, 1559 y 1560. Puesto que las ediciones
          latina y francesa de 1559 y 1560 fueron las últimas producidas en vida de
          Calvino, son ellas las que nos dan el texto definitivo de la Institución.
           Ese texto
          definitivo dista mucho de ser el pequeño manual de doctrina que Calvino había
          tenido en mente al publicar su primera edición, pues los seis capítulos de 1536
          se han vuelto cuatro libros con un total de ochenta capítulos. El primer libro
          trata acerca de Dios y su revelación, así como de la creación y de la
          naturaleza del ser humano, pero sin incluir la caída y la salvación. El segundo
          libro trata acerca de Dios como redentor, y del modo en que se nos da a
          conocer, primero en el Antiguo Testamento, y después en Jesucristo.
           El
          tercero trata acerca de cómo, por el Espíritu, podemos participar de la gracia
          de Jesucristo, y de los frutos que ello produce. Por último, el cuarto trata de
          «los medios externos» para esa participación, es decir, de la iglesia y los
          sacramentos. En toda la obra se manifiesta un conocimiento profundo, no solo de
          las Escrituras, sino también de los antiguos escritores cristianos,
          particularmente San Agustín, y de las controversias teológicas del siglo XVI.
          Sin lugar a dudas, esta fue la obra cumbre de la teología sistemática
          protestante en todo ese siglo.
           El
          reformador de Ginebra Calvino no tenía la menor intención de dedicarse a la
          vida activa de sus muchos correligionarios que en diversas partes llevaban a
          cabo la obra reformadora. Aunque sentía hacia ellos profundo respeto y
          admiración, estaba convencido de que sus dones no eran los del pastor ni los
          del adalid, sino más bien los del estudioso y el escritor. Tras una breve
          visita a Ferrara, y otra a Francia, decidió establecer su domicilio en
          Estrasburgo, donde la causa reformadora había triunfado, y donde había una gran
          actividad teológica y literaria que le parecía ofrecer un ambiente propicio
          para sus labores.
           Empero el
          camino más directo hacia Estrasburgo estaba cerrado por razones de una guerra,
          y Calvino tuvo que desviarse y pasar por Ginebra. La situación en esa ciudad
          era confusa. Algún tiempo antes, la ciudad protestante de Berna había enviado
          misioneros a Ginebra, y estos habían logrado obtener el apoyo de un pequeño
          núcleo de laicos instruidos que ansiaban la reforma de la iglesia, y de un
          fuerte contingente de burgueses cuyo principal deseo parece haber sido lograr
          ciertas ventajas y libertades que no tenían bajo el régimen católico. El clero,
          por lo general de escasa instrucción y menos convicción, sencillamente había
          seguido las órdenes del gobierno de Ginebra cuando este decidió abolir la misa
          y optar por el protestantismo. Esto había sucedido unos pocos meses antes de la
          llegada de Calvino a Ginebra, y por tanto los misioneros procedentes de Berna,
          cuyo jefe era Guillermo Farel, se encontraban al
          frente de la vida religiosa de toda la ciudad, y carentes del personal
          necesario.
   Calvino
          llegó a Ginebra con la intención de pasar allí no más de un día, y proseguir su
          camino hacia Estrasburgo. Pero alguien le avisó a Farel que el autor de la Institución se encontraba en la ciudad, y se produjo así una
          entrevista inolvidable que el propio Calvino nos cuenta.
   Farel, que «ardía con un
            maravilloso celo por el avance del evangelio», le presentó a Calvino varias
            razones por las que se precisaba su presencia en Ginebra. Calvino escuchó
            atentamente a su interlocutor, unos quince años mayor que él, pero se negó a
            acceder a su ruego, diciéndole que tenía proyectados ciertos estudios, y que no
            le sería posible llevarlos a cabo en la situación que Farel describía. Cuando este último hubo agotado todos sus argumentos, sin lograr
            convencer al joven teólogo, apeló al Señor de ambos, e increpó al teólogo con
            voz estentórea: «Dios maldiga tu descanso, y la tranquilidad que buscas para
            estudiar, si ante una necesidad tan grande te retiras, y te niegas a prestar
            socorro y ayuda».
             Ante tal
            imprecación, nos cuenta Calvino: «esas palabras me espantaron y quebrantaron, y
            desistí del viaje que había emprendido». Y así comenzó la carrera de Juan
            Calvino como reformador de Ginebra.
             Aunque al
            principio Calvino accedió sencillamente a permanecer en la ciudad, y a
            colaborar con Farel, pronto su habilidad teológica,
            su conocimiento de la jurisprudencia y su celo reformador hicieron de él el
            personaje central en la vida religiosa de la ciudad, mientras Farel gustosamente se convertía en su colaborador. Empero
            no todos estaban dispuestos a seguir el camino de reforma que Calvino y Farel habían trazado. En cuanto comenzaron a exigir que se
            siguieran verdaderamente los principios protestantes, muchos de los burgueses
            que habían apoyado la ruptura con Roma comenzaron a ofrecerles resistencia, al
            tiempo que hacían llegar a otras ciudades protestantes en Suiza rumores acerca
            de los supuestos errores de los reformadores ginebrinos. El conflicto se
            produjo por fin en tomo al asunto del derecho de excomunión. Calvino insistía
            en que, para que la vida religiosa se conformara verdaderamente a los
            principios reformadores, era necesario excomulgar a los pecadores impenitentes.
            Ante lo que parecía ser un rigorismo excesivo, el gobierno de la ciudad se negó
            a seguir los consejos de Calvino. A la postre, el conflicto fue tal que Calvino
            fue desterrado. El fiel Farel, que pudo haber
            permanecido en la ciudad, escogió el exilio antes que servir de instrumento a
            los burgueses que querían una religión con toda clase de libertades y pocas
            obligaciones.
             Calvino
            vio en todo esto una puerta que el cielo le abría para continuar la vida de
            estudio y retiro que había proyectado, y se dirigió a Estrasburgo. Pero en esa
            ciudad el jefe del movimiento reformador, Martín Bucero, tampoco lo dejó en
            paz. Había allí un fuerte contingente de franceses, exiliados por motivos
            religiosos, carentes de dirección pastoral, y Bucero hizo que Calvino quedara a
            cargo de ellos. Fue entonces cuando nuestro teólogo produjo una liturgia
            francesa, y tradujo varios salmos y otros himnos, para que los cantaran los
            franceses exiliados. Además produjo la segunda edición de la Institución, y
            contrajo matrimonio con la viuda Idelette de Bure, con quien fue muy feliz hasta que la muerte la llevó
            en 1549.
             Los tres años
            que Calvino pasó en Estrasburgo fueron probablemente los más felices y
            tranquilos de su vida. Pero a pesar de ello siempre se dolía de no haber podido
            continuar la obra reformadora de Ginebra, por cuya iglesia sentía un gran amor
            y responsabilidad, por tanto, cuando las circunstancias cambiaron en la ciudad
            suiza, y el gobierno lo invitó a regresar, Calvino no vaciló, y una vez más
            quedó a cargo de la obra reformadora en Ginebra.
             Fue a
            mediados de 1541 cuando Calvino regresó a Ginebra. Una de sus primeras acciones
            fue redactar las Ordenanzas eclesiásticas, que fueron aprobadas pocos meses
            después por el gobierno de la ciudad, aunque con algunas enmiendas. Según se
            estipulaba en ellas, el gobierno de la iglesia quedaba principalmente en manos
            del Consistorio, que estaba formado por los pastores y por doce laicos que
            recibían el nombre de «ancianos». Puesto que los pastores eran cinco, los
            laicos eran la mayoría del Consistorio. Pero a pesar de ello el impacto
            personal de Calvino era tal que casi siempre ese cuerpo siguió sus deseos.
             Durante
            los próximos doce años, hubo conflictos repetidos entre el Consistorio y el
            gobierno de la ciudad, pues el cuerpo eclesiástico, siguiendo la inspiración de
            Calvino, trataba de regular las costumbres con una severidad que no siempre era
            del agrado del gobierno. En 1553 la oposición había vuelto a ganar las
            elecciones, y la situación política de Calvino era precaria.
             Fue
            entonces cuando comenzó el famoso proceso de Miguel Serveto.
            Este era un médico español, autor de varios libros de teología, que estaba
            convencido de que la unión de la iglesia con el estado a partir de Constantino
            había constituido una gran apostasía, y que el Concilio de Nicea, al promulgar
            la doctrina trinitaria, había ofendido a Dios. Serveto acababa de escapar de las cárceles de la inquisición católica en Francia, donde
            se le seguía proceso de herejía, y se vio obligado a pasar por Ginebra, donde
            fue reconocido cuando fue a escuchar a Calvino predicar. Fue arrestado, y
            Calvino preparó una lista de treinta y ocho acusaciones contra él. Puesto que Serveto era un erudito, y además había sido acusado de
            herejía por los católicos, el partido que se oponía a Calvino en Ginebra adoptó
            su causa. Pero el gobierno de la ciudad les pidió consejo a los cantones
            protestantes de Suiza, y todos concordaron en que Serveto era hereje. Esto acalló a la oposición, y se resolvió condenar a Serveto a ser quemado vivo, aunque Calvino trató de que en
            lugar de ello se le decapitara, por ser una pena menos cruel.
             La muerte
            de Serveto fue duramente criticada, principalmente
            por Sebastián Castellón, a quien Calvino había hecho expulsar de la ciudad por
            interpretar el Cantar de los Cantares como un poema de amor. A partir de
            entonces ese incidente se ha vuelto símbolo del dogmatismo rígido que reinaba en
            la Ginebra de Calvino. Y no cabe duda de que hay mucho de verdad en esto. Pero
            no se olvide que en la misma época, y en diversas partes de Europa, tanto
            católicos como protestantes estaban procediendo de manera semejante contra
            quienes consideraban herejes. El propio Serveto fue
            condenado a la hoguera por la inquisición francesa, que no pudo llevar a cabo
            su sentencia por la fuga del reo.
             En todo
            caso, después de la ejecución de Serveto la autoridad
            de Calvino en Ginebra no tuvo rival, sobre todo por cuanto los teólogos de
            todos los demás cantones suizos protestantes le habían prestado su apoyo, al
            tiempo que sus opositores se habían visto en la difícil situación de defender a
            un hereje condenado tanto por los católicos como por los demás protestantes de
            Suiza. En 1559 Calvino vio cumplirse uno de sus sueños, al ser fundada la
            Academia de Ginebra, bajo la dirección de Teodoro de Beza, quien después
            sucedería a Calvino como jefe religioso de la ciudad. En aquella academia se
            formó la juventud ginebrina según los principios calvinistas. Pero su principal
            impacto se debió a que en ella cursaron estudios superiores personas
            procedentes de varios otros países, que después llevaron el calvinismo a ellos.
             Hacia el
            fin de sus días, Calvino preparó su testamento y se despidió de sus
            colaboradores. Farel, que se había dedicado a
            proseguir la obra reformadora en Neuchatel, fue a ver
            a su amigo por última vez. Murió el 27 de mayo de 1564.
             Calvino
            y el calvinismo
             En vida
            de Calvino, la principal cuestión teológica que dividía a los protestantes
            (aparte, claro está, de los anabaptistas) era la de la presencia de Cristo en
            la comunión, que según hemos visto fue la principal causa de desavenencia entre
            Lutero y Zwinglio. En este punto, Calvino siguió el ejemplo de su amigo Bucero,
            el reformador de Estrasburgo, quien tomaba una posición intermedia entre Lutero
            y Zwinglio. Para Calvino, la presencia de Cristo en la comunión es real, pero
            espiritual. Esto quiere decir que no se trata de un mero símbolo, o de un ejercicio
            de devoción, sino que en la comunión hay una verdadera acción por parte de Dios
            en pro de la iglesia que participa de ella. Pero al mismo tiempo esto no quiere
            decir que el cuerpo de Cristo descienda del cielo ni que esté presente en
            varios altares al mismo tiempo, como pretendía Lutero. Lo que sucede es más
            bien que en el acto de la comunión, por el poder del Espíritu Santo, los
            creyentes son llevados al cielo, y participan con Cristo de un anticipo del
            banquete celestial.
             En 1536,
            Bucero, Lutero y otros llegaron a la Concordato de Wittenberg, un documento que
            lograba salvar las diferencias entre ambas posiciones. En 1549, Bucero,
            Calvino, los principales teólogos protestantes suizos, y varios otros del sur
            de Alemania, firmaron el Consenso de Zurich, otro documento semejante. Además,
            Lutero le había prestado buena acogida a la Institución de Calvino. Por tanto,
            las diferencias entre los diversos reformadores en lo que a la comunión se
            refería no parecían ser insalvables.
             Empero
            los seguidores de los grandes maestros estaban dispuestos a mostrarse más
            estrictos que ellos. En 1552 el luterano Joaquín Westphal publicó un ataque
            contra Calvino, donde decía que el calvinismo se estaba introduciendo
            subrepticiamente en los territorios luteranos, y se declaraba campeón de la
            posición de Lutero con respecto a la comunión. Lutero había muerto, y
            Melanchthon se negó a atacar a Calvino, como lo deseaba Westphal. Pero el
            resultado de todo esto fue el distanciamiento cada vez mayor entre quienes
            seguían a Lutero y quienes aceptaban el Consenso de Zurich, que a partir de 1
            580 recibieron el nombre de «reformados». Por tanto, durante este primer
            período la marca característica de los «calvinistas» o «reformados» no era su
            doctrina de la predestinación, sino su opinión con respecto a la comunión. Solo
            más tarde, según veremos en otra parte de esta historia, la doctrina de la
            predestinación vino a ser la característica distintiva del calvinismo. En vida
            de Lutero y de Calvino no podía ser así, pues ambos reformadores afirmaban la
            predestinación.
             En todo
            caso, debido en parte a la Academia de Ginebra, y en parte a la Institución de
            la religión cristiana, la influencia de Calvino pronto se hizo sentir en
            diversas partes de Europa, y a la postre surgieron varias iglesias —en Holanda,
            Escocia, Hungría, Francia, etc. — que seguían las doctrinas del reformador de
            Ginebra, y que se conocen como «reformadas» o «calvinistas».
             Por
            último, antes de terminar este capítulo debemos mencionar que algunos
            historiadores y economistas han señalado la existencia de una relación entre el
            calvinismo y los orígenes del capitalismo. Algunos han tratado de probar que el
            calvinismo fue el espíritu propulsor del capitalismo. Pero lo más correcto
            parece ser que ambos movimientos comenzaban a cobrar impulso en la misma época,
            y que pronto se aliaron. Al seguir el curso del calvinismo en diversos países,
            veremos algo de esa alianza y de sus resultados.
             
             Capítulo
            8 .- LA REFORMA EN LA GRAN BRETAÑA
                   
             San Pablo
            llama a la congregación «el cuerpo de Cristo» con lo cual indica que ningún
            miembro puede sostenerse ni alimentarse sin la ayuda y el apoyo de los demás.
            Por ello creo que es necesario para la inteligencia de las Escrituras que haya
            reuniones de los hermanos.
             Juan
            Knox
             
             Durante
            todo el siglo XVI, la Gran Bretaña estuvo dividida en dos reinos: el de
            Inglaterra, bajo el régimen de los Tudor, y el de Escocia, cuyos soberanos
            pertenecían a la dinastía de los Estuardo. Aunque ambas casas estaban
            emparentadas, y a la postre una de ellas regiría ambos reinos, las relaciones
            entre los dos países habían sido tensas por largo tiempo, y en consecuencia la
            Reforma siguió en Escocia un curso distinto del que tomó en Inglaterra. Por
            ello, y para simplificar nuestra narración, trataremos primero acerca de la
            Reforma en Inglaterra, y después tornaremos nuestra atención hacia la Reforma
            en Escocia.
             Enrique
            VIII
             Al
            comenzar el siglo XVI, Escocia era aliada de Francia, e Inglaterra de España,
            hasta tal punto que las tensiones políticas entre los dos grandes reinos del
            Continente se reflejaban en sus dos congéneres insulares. A fin de fortalecer
            su alianza con España, Enrique VII, quien reinaba en Inglaterra, concertó un
            matrimonio entre su hijo y presunto heredero, Arturo, y una de las hijas de los
            Reyes Católicos, Catalina de Aragón. El matrimonio se llevó a cabo con gran
            pompa cuando Catalina tenía quince años, sellando así la amistad entre España e
            Inglaterra. Pero a los cuatro meses Arturo murió, y los Reyes Católicos
            propusieron una afianza entre la joven viuda y el hermano menor de Arturo,
            Enrique, quien era ahora el heredero del trono.
             El Rey de
            Inglaterra, ansioso de conservar tanto la amistad de España como la dote de la
            princesa, venció sus reparos. Puesto que la ley canónica prohibía que alguien
            se casara con la viuda de su hermano, se obtuvo una dispensa papal, y tan
            pronto como el joven Enrique tuvo la edad necesaria se le casó con Catalina.
             Aquel
            matrimonio no fue afortunado. Aunque el Papa había dado una dispensa, quedaban
            dudas acerca de si la prohibición de casarse con la viuda de su hermano caía
            dentro de la jurisdicción pontificia, y por tanto de la validez del matrimonio.
            Cuando sólo uno de los vástagos de esa unión, la princesa María, logró
            sobrevivir, esto pareció ser una señal de la ira divina. Era necesario que el
            Rey tuviera un heredero varón, y tras largos años de matrimonio con Catalina
            resultaba claro que tal heredero no procedería de esa unión.
             Ante tal
            situación, se propusieron varias soluciones. Una de ellas, sugerida por el Rey,
            era declarar legítimo a su hijo bastardo, a quien le había dado el título de
            duque de Richmond. Roma no accedió a ese arreglo, y el cardenal que trataba con
            tales asuntos le sugirió a Enrique que casara a María con el bastardo. Pero ese
            matrimonio entre medio hermanos le repugnaba a Enrique, quien decidió solicitar
            de Roma la anulación de su matrimonio con Catalina, para poder casarse con
            otra. Según parece, al hacer su primera petición de anulación, el Rey no estaba
            todavía enamorado de Ana Bolena, y por tanto lo que le movía eran razones de
            estado más bien que del corazón.
             La
            Reforma en Gran Bretaña
             Tales
            anulaciones eran relativamente frecuentes, y el Papa podía concederlas por
            diversas razones. En este caso, lo que se argumentaba era que, a pesar de la
            dispensa papal, el matrimonio de Enrique con la viuda de su hermano no era
            lícito, y por tanto había sido siempre nulo. Pero había otros factores que nada
            tenían que ver con el derecho canónico, y que pesaban mucho más en Roma. La
            principal de ellas era que Catalina era tía de Carlos V, quien a la sazón tenía
            al Papa prácticamente en su poder, y a quien su tía había recurrido para que la
            salvase de la deshonra. Clemente VII no podía declarar nulo el matrimonio de
            Enrique con Catalina sin airar al poderoso Carlos V. Por tal motivo, le dio
            largas al asunto, y hasta llegó a sugerirle a Enrique que, en lugar de repudiar
            a su esposa, tomara otra secretamente. Pero esto tampoco era aceptable para el
            Rey, quien necesitaba tener un heredero públicamente reconocido. Tomás Cranmer,
            el principal consejero del Rey en materia religiosa, sugirió que se consultara
            a las principales universidades católicas, y las más prestigiosas — París,
            Orleans, Tolosa, Oxford, Cambridge, y hasta las italianas — declararon que el
            matrimonio no era válido.
             A partir
            de entonces Enrique VIII siguió un curso que no podía sino llevar a la ruptura
            definitiva con Roma. Cada vez se insistió más en las viejas leyes que prohibían
            que se apelara a tribunales extranjeros. Amenazando al Papa con retener los
            fondos que debían ir a Roma, logró que éste accediera al nombramiento de Tomás
            Cranmer, hombre de espíritu reformador, como arzobispo de Canterbury.
             El Rey no
            sentía la más mínima simpatía hacia los protestantes. De hecho, unos pocos años
            antes había compuesto un tratado contra Lutero, y había recibido de León X el
            título de «defensor de la fe». Pero las ideas luteranas, unidas al remanente
            que todavía quedaba de las de Wyclif, circulaban por
            todo el país, y quienes las sostenían se alegraban al ver el distanciamiento
            progresivo entre el Rey y el Papa. Recuérdese además que el programa de Wyclif incluía una iglesia nacional, bajo la dirección de
            las autoridades civiles, y se verá hasta qué punto lo que estaba sucediendo en
            Inglaterra concordaba con esas ideas. Además, era de todos sabido que Cranmer
            participaba del mismo sueño de una iglesia reformada bajo la autoridad real.
             La
            ruptura definitiva se produjo en 1534, cuando el Parlamento, siguiendo en ello
            los deseos del Rey, promulgó una serie de leyes prohibiendo el pago de las
            anatas y de otras contribuciones a Roma, declarando que el matrimonio de
            Enrique con Catalina no era válido, y que por tanto Mana no era heredera del
            trono, haciendo del Rey «cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra», y
            declarando traidor a todo el que se atreviera a decir que el Rey era cismático
            o hereje.
             El
            personaje más célebre que se opuso a todo esto fue sir Tomás Moro, quien había
            sido canciller del reino y amigo íntimo de Enrique VIII. Moro se negó a jurarle
            fidelidad al Rey como cabeza de la iglesia, y por ello fue encarcelado. En su
            prisión lo visitó una de sus hijas, a quien él había hecho educar con los
            mejores conocimientos del humanismo de su época. Se cuenta que, cuando su hija
            lo instó a retractarse y aceptar al Rey como cabeza de la iglesia, nombrando
            los muchos personajes ilustres que lo habían hecho, Moro le contestó: «No me es
            dado cargar mi conciencia a espaldas de otro». Llevado a juicio, el excanciller
            se defendió diciendo que él nunca había negado que el Rey fuese cabeza de la
            iglesia, sino que sencillamente se había negado a afirmarlo, y que a nadie se
            le pue- de condenar por dejar de decir algo. Pero cuando se le condenó a muerte
            declaró abiertamente que, para desahogar su conciencia, deseaba dejar
            constancia de que no creía que un laico pudiese ser cabeza de la iglesia, o que
            hubiera reino humano alguno con autoridad para establecer leyes en materias
            eclesiásticas. Cinco días después fue ejecutado en la Torre de Londres, tras
            anunciar: «Muero siendo todavía fiel siervo del Rey, pero ante todo lo soy de
            Dios».
                 En 1935,
            cuatrocientos años después de su muerte, Tomás Moro fue declarado santo por la
            iglesia católica. Lo que hasta entonces había sucedido no era más que un cisma,
            sin contenido reformador alguno, y sin más doctrinas que las necesarias para
            justificar el cisma mismo. Pero había muchos en Inglaterra que creían que era
            necesario reformar la iglesia, y que veían en todos estos acontecimientos una
            gran oportunidad para hacerlo. El principal de ellos, pero ciertamente no el
            único, era Tomás Cranmer.
             La
            actitud de Enrique VIII hacia las cuestiones religiosas era esencialmente
            conservadora. El mismo parece haber estado convencido de buena parte de las
            doctrinas tradicionales. Pero no cabe duda de que sus motivos últimos eran
            principalmente políticos. Luego, durante todo su reinado las leyes sobre
            materia religiosa vacilaron según las necesidades del momento.
             Naturalmente,
            tan pronto como fue hecho cabeza de la iglesia Enrique declaró nulo su
            matrimonio con Catalina, y legalizó el que había tenido lugar secretamente con
            Ana Bolena poco antes. Pero Ana no le dio sino una hija, y a la postre fue
            acusada de adulterio y ejecutada. El Rey se casó entonces con Jane Seymour,
            quien por fin le dio un heredero varón. Cuando Jane murió, el Rey utilizó su
            nuevo matrimonio para tratar de establecer una alianza con los luteranos
            alemanes, pues en ese momento se sentía amenazado tanto por Francia como por
            Carlos V. Se casó entonces con Ana de Cleves, cuñada del príncipe protestante
            Juan Federico de Sajorna. Pero cuando resultó claro que los luteranos insistían
            en sus posiciones doctrinales, y que Carlos V y Francisco I no podían ponerse
            de acuerdo, Enrique se divorció de Ana, e hizo decapitar al ministro que había
            hecho los arreglos para ese matrimonio.
             La nueva
            reina, Catherine Howard, pertenecía al partido conservador, y por tanto este
            matrimonio señaló un nuevo período de dificultades para el partido reformista.
            Además, Enrique hizo un pacto con Carlos V para una invasión conjunta de
            Francia. Puesto que no tenía que temerle entonces al Emperador, rompió todas
            sus negociaciones con los protestantes alemanes, y trató una vez más de hacer
            que la Iglesia de Inglaterra fuese semejante a la romana, excepto en lo que se
            refería a la obediencia al Papa y a los monasterios, cuyas propiedades el Rey había
            confiscado poco antes, y no tenía intención alguna de devolver. Pero Catherine
            Howard cayó en desgracia y fue decapitada, y Carlos V, por razones de su propia
            conveniencia, rompió su alianza con Inglaterra. La próxima y última esposa de
            Enrique VIII, Catherine Parr, era partidaria de la
            reforma. Los conservadores se veían en una situación cada vez más difícil
            cuando el Rey murió a principios de 1547.
             Durante
            todo este tiempo, unas veces con el apoyo real y otras sin él, las ideas
            reformadoras se habían ido posesionando del país. Cranmer había hecho traducir
            la Biblia al inglés, y por mandato real una gran Biblia había sido colocada en
            cada iglesia, donde todos pudieran leerla. Esta era un arma poderosa en manos
            de los propagandistas de la reforma, que iban de lugar en lugar señalando los
            puntos en que las Escrituras parecían darles la razón. La disolución de los
            monasterios privó ai partido conservador de uno de
            sus más fuertes baluartes. Y los humanistas, que eran numerosos e influyentes
            en el país, veían en la política real una oportunidad de llegar a una reforma
            sin los que les parecían excesos de los protestantes alemanes. El resultado fue
            que a la muerte de Enrique VIII el partido reformador contaba con fuerte apoyo
            en todo el país.
             Eduardo
            VI
             El
            sucesor de Enrique VIII fue su único heredero varón, Eduardo, quien era un niño
            enfermizo. Bajo la regencia de su tío el duque de Somerset, que duró tres años,
            la Reforma marchó rápidamente. Se comenzó a administrar la comunión en ambas
            especies, se permitió el matrimonio del clero, y se quitaron las imágenes de
            las iglesias.
             Pero la
            medida más notable de este período fue la publicación del Libro de oración
            común, cuyo principal autor fue Cranmer, y que le dio por primera vez al pueblo
            inglés una liturgia en su propio idioma. Al mismo tiempo, regresaron al país
            muchas personas que se habían exiliado por cuestiones religiosas, y que ahora
            traían ideas teológicas procedentes del Continente, en su mayoría calvinistas o
            zwinglianas. El duque de Somerset fue sustituido por el de Northumberland,
            hombre menos escrupuloso que su antecesor, pero a quien le pareció conveniente
            continuar- el proceso reformador. Bajo su regencia se publicó una edición
            revisada del Libro de oración común. La tendencia zwingliana de esta nueva
            versión puede verse si se comparan las palabras que el ministro debe decir al
            repartir el pan. En el primer libro, esas palabras eran: «El cuerpo de nuestro
            Señor Jesucristo, que fue dado por ti, preserve tu cuerpo y alma para la vida
            eterna». En el segundo, lo que se debía decir era: «Toma y come esto en memoria
            de que Cristo murió por ti, y aliméntate de él en tu corazón por fe y con
            acción de gracias».
             Mientras
            la primera frase refleja un modo de entender la comunión que puede ser tanto católico
            como luterano, la segunda se inspira en la posición de Zwinglio. Esa diferencia
            entre los dos libros de oración era índice del rumbo que llevaban las cosas en
            Inglaterra. Los jefes del partido reformador, que se inclinaban cada vez más
            hacia la teología reformada, teman amplias razones para esperar que su causa
            triunfaría sin mayor oposición.
             María
            Tudor
             Pero
            entonces murió Eduardo VI, quien siempre gozó de poca salud, y el trono pasó a
            María, la hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón. María había sido
            siempre católica, y para ella el movimiento reformador había comenzado con la
            deshonra de que había sido objeto en su juventud, cuando fue declarada hija
            ilegítima. Luego, en su mente siempre estuvo el propósito de restaurar la vieja
            fe. Para ello contaba con el apoyo de varios de los obispos conservadores, que
            habían sido destituidos en los dos reinados anteriores, y de su primo hermano
            Carlos V. Pero pronto se persuadió de que era necesario proceder con cautela, y
            por lo tanto durante los primeros meses de su reinado se contentó con una serie
            de medidas relativamente leves, al tiempo que consolidaba su posición casándose
            con Felipe de España. Tan pronto como se sintió seguía sobre el trono, sin
            embargo, la Reina comenzó a tomar medidas cada vez más represivas contra los
            protestantes. A fines de 1554, Inglaterra regresó oficialmente a la obediencia
            del Papa. Empero había que deshacer lo hecho por su padre y su medio hermano, y
            por tanto se dictaron varias leyes abrogando las acciones del Parlamento bajo
            Enrique VIII y Eduardo VI, obligando a los sacerdotes casados a separarse de
            sus esposas, ordenando que se guardaran todos los días de los santos y demás
            fechas tradicionales, etc.
             De tales
            medidas se pasó a la represión abierta. Se dice que durante el breve reinado de
            María fueron 288 los quemados por sostener posiciones protestantes, además de
            muchos otros que murieron en las cárceles o en el exilio. Todo esto le valió a
            la Reina el epíteto por el que todavía se le conoce: Bloody Mary, María la Sanguinaria. De todos los mártires del reinado de María, el más
            ilustre fue sin lugar a dudas el arzobispo Cranmer. Por ser arzobispo de
            Canterbury, su caso fue enviado a Roma, donde se le condenó y quemó en efigie.
            Pero el propósito de la Reina era obligar al célebre jefe del partido
            reformador a retractarse. Con cruel intención, se le permitió presenciar desde
            su prisión el martirio de sus dos más importantes compañeros en la causa
            reformadora, los obispos Latimer y Ridley. A la
            postre, Cranmer firmó una serie de retractaciones. Hasta el día de hoy los
            historiadores no concuerdan bien si lo hizo por temor a la hoguera, o porque se
            lo ordenaba la Reina, y él siempre había dicho que era necesario obedecer a los
            soberanos. Lo más probable es que ni el propio Cranmer supiera a ciencia cierta
            cuáles eran sus motivos. El hecho es que se retractó por escrito, y que a pesar
            de ello se le condenó a ser quemado, «para que sirva de ejemplo», y se hicieron
            arreglos para que se retractara públicamente antes del suplicio. En la iglesia
            de Santa María habían construido una plataforma de madera frente al pulpito, y
            después del sermón se le dio oportunidad a Cranmer para retractarse. Empezó
            hablando de sus pecados y debilidades, y todos esperaban que terminaría diciendo
            que había pecado al apartarse de la iglesia romana. Pero para sorpresa de sus
            verdugos, lo que hizo fue retirar su retractación:
             ¡Hay un
            escrito contrario a la verdad que ha sido publicado, y que ahora repudio porque
            fue escrito por mi mano contra la verdad que mi corazón conocía ![...] Y puesto
            que fue mi mano la que ofendió, al escribir contra mi corazón, mi mano será
            castigada primero. Cuando esté yo en la pira, será ella la que primero arderá.
             Ante
            aquel acto de valor del anciano obispo, quien de hecho sostuvo la mano en el
            fuego hasta que se carbonizó, se olvidaron las flaquezas de sus últimos días, y
            Cranmer fue considerado un héroe nacional. Aunque por lo pronto el poder estaba
            en manos de los católicos, que se esforzaban por ahogar el movimiento
            protestante, ya no cabía duda de que éste había echado raíces en el país, y
            sería difícil extirparlo.
             Isabel
            I
             María
            murió a fines de 1558, y le sucedió su medio hermana Isabel, hija de Ana Bolena.
            Carlos Y le había sugerido repetidamente a María que hiciera ejecutar a Isabel.
            Pero la sanguinaria reina no se atrevió a tanto.
             De igual
            modo que María había sido católica por convicción y por necesidad política,
            Isabel era protestante por las mismas razones. Si el Papa, y no el rey, era la
            cabeza de la iglesia en Inglaterra, se seguía que el matrimonio de Enrique VIII
            con Catalina de Aragón era válido, y por tanto Isabel, nacida de Ana Bolena en
            vida de Catalina, era ilegítima. El Papa, a la sazón Pablo IV, dio muestras de
            estar dispuesto a declarar a Isabel hija legítima de Enrique, siempre que
            continuara en la comunión romana. Pero bien pronto tuvo que abandonar tales
            esperanzas, pues la nueva reina ni siquiera se dignó notificarle de su elevación
            al trono, y le dio instrucciones al embajador inglés en Roma para que
            regresara.
             Empero
            Isabel no era tampoco una protestante extremista. Su ideal era una iglesia
            cuyas prácticas religiosas fuesen uniformes, de modo que el reino quedara
            unido, pero en la que al mismo tiempo se permitiera bastante libertad de
            opiniones. Dentro de esa iglesia, no tendrían lugar ni el catolicismo romano ni
            el protestantismo extremo. Pero cualquiera otra forma de protestantismo sería
            aceptable, siempre que se ajustara al culto común de la iglesia anglicana.
             Además de
            la Ley de uniformidad, el principal instrumento de esa política era el Libro de
            oración común, que Isabel hizo revisar y reeditar. Como señal de su política de inclusivismo teológico, es notable el modo en que
            esta nueva edición combina las dos fórmulas que el ministro debía usar al
            repartir el pan en los dos libros publicados bajo Eduardo VI. Más arriba hemos
            citado esas fórmulas, que ahora el libro isabelino combinó diciendo: El cuerpo
            de nuestro Señor Jesucristo, que fue dado por ti, preserve tu cuerpo y alma
            para la vida eterna. Toma y come esto en memoria de que Cristo murió por ti, y
            aliméntate de él en tu corazón por fe y con acción de gracias.
             Naturalmente,
            el propósito de esa doble fórmula era acomodar las diversas opiniones de
            quienes creían que la comunión era sencillamente un acto de conmemoración, y
            quienes creían que en ella se participaba realmente del cuerpo de Cristo.
             La misma
            política puede verse en los Treinta y nueve artículos, promulgados en 1562 para
            servir de base doctrinal a la iglesia anglicana. Aunque en ellos se rechazan
            varias de las prácticas y doctrinas católicas, no se hace esfuerzo alguno por
            tomar posición entre las diversas alternativas protestantes. Al contrario, esos
            artículos son más bien un intento de producir una «vía media» de la que
            pudieran participar todos menos los católicos más recalcitrantes y los
            protestantes más radicales.
             Durante
            el reinado de Isabel el catolicismo siguió llevando una existencia precaria en
            Inglaterra. Algunos católicos tomaron por estandarte la causa de María
            Estuardo, reina exiliada de Escocia de quien trataremos en la próxima sección
            de este capítulo, y quien era la heredera del trono inglés si Isabel resultaba
            ser hija ilegítima de Enrique VIII.
             Alrededor
            de ella se urgieron numerosas conspiraciones por parte de los católicos, a
            quienes el Papa había declarado libres de toda obligación de obedecer a la
            Reina. Desde fuera de Inglaterra, los jefes católicos exiliados llamaban a
            Isabel hereje y usurpadora, y soñaban con su derrocamiento y la coronación de
            María Estuardo. Al mismo tiempo, se fundaban seminarios en el exilio, cuyos
            graduados regresaban clandestinamente a Inglaterra para administrarles los
            sacramentos a los fieles católicos.
             Muchos de
            los implicados en las diversas conspiraciones contra la Reina fueron capturados
            y ejecutados. A la postre Isabel aceptó el consejo de sus allegados, y ordenó
            que su prima fuese ejecutada. En total, el número de católicos ajusticiados
            durante el reinado de Isabel fue tan alto como el de los protestantes que
            murieron bajo María la Sanguinaria. Pero hay que tener en cuenta que Isabel
            reinó casi medio siglo, y su medio hermana sólo unos pocos años. En todo caso,
            hacia el final de la vida de Isabel los católicos daban señales de estar
            dispuestos a distinguir entre su obediencia religiosa al Papa y su lealtad
            política a la Reina. Tal sería la postura que finalmente les permitiría convivir
            en Inglaterra con sus conciudadanos anglicanos.
             También
            hacia fines del reinado de Isabel comenzaron a cobrar fuerza los «puritanos»,
            personas de convicciones reformadas o calvinistas, que recibieron ese nombre
            porque insistían en la necesidad de restaurar las prácticas y doctrinas del
            Nuevo Testamento en toda su pureza. Pero, puesto que fue en una época posterior
            cuando adquirieron verdadera fuerza dejaremos su discusión para otra sección de
            esta historia.
             La
            Reforma en Escocia
             El reino
            de Escocia, al norte de Inglaterra, había seguido tradicionalmente la política
            de aliarse con Francia para resistir a los ingleses, que deseaban apoderarse de
            sus territorios. En el siglo XVI, sin embargo, el país se dividió entre quienes
            seguían esa política tradicional y quienes sostenían que las circunstancias
            habían cambiado, y que era aconsejable establecer lazos más estrechos con
            Inglaterra.
             Esa nueva
            política logró uno de sus mayores triunfos en 1502, cuando Jaime IV de Escocia se
            casó con Margarita Tudor, hija de Enrique VII de Inglaterra. Por tanto, cuando
            Enrique VIII llegó a ocupar el trono inglés, existía la esperanza de que ambos
            reinos pudieran por fin vivir en paz. El propio Enrique le ofreció a Jaime V,
            hijo de Jaime IV y de Margarita, y por tanto sobrino del Rey de Inglaterra, la
            mano de María Tudor (la que más tarde recibiría el mote de «la Sanguinaria»).
            Pero el Rey de Escocia decidió regresar a la política tradicional de aliarse a
            Francia frente a las pretensiones inglesas, y por ello se casó con la francesa
            María de Guisa. A partir de entonces, su política se opuso constantemente a la
            de Enrique, sobre todo en lo que se refería a sus relaciones con el Papa y a la
            reforma eclesiástica.
             Mientras
            todo esto sucedía, el protestantismo iba penetrando en el país. Desde mucho
            antes, las ideas de los lolardos y de los husitas se
            habían difundido en Escocia, de donde había sido imposible desarraigarlas.
            Entre quienes sostenían esas ideas, el protestantismo encontró campo fértil.
            Pronto hubo escoceses que, tras estudiar por algún tiempo en Alemania,
            regresaron a su país y se dedicaron a divulgar las doctrinas y los escritos de
            los reformadores alemanes. El parlamento escocés promulgó leyes contra esas
            obras y contra los propagandistas protestantes. En 1528 se produjo el primer
            martirio de uno de esos predicadores itinerantes, y a partir de entonces los
            ajusticiados fueron cada vez más. Pero todo fue en vano. A pesar de la
            persecución, la nueva doctrina se expandía cada vez más. Esa predicación
            protestante contaba con poderosos aliados en muchos de los nobles, celosos de
            sus viejas prerrogativas que la corona trataba de usurpar, y en los estudiantes
            de las universidades escocesas, donde circulaban constantemente los libros y
            las ideas de los reformadores protestantes.
             A la
            muerte de Jaime V en 1542, se produjo una pugna por la regencia, pues la
            heredera del trono era la pequeña María Estuardo, hija del difunto rey, quien
            contaba apenas una semana de edad a la muerte de su padre. Enrique VIII
            pretendía casarla con su hijo Eduardo, heredero de la corona inglesa.
             Esos
            planes contaban con cierto apoyo entre los nobles protestantes, que eran
            también anglófilos. Frente a ellos los católicos, francófilos, deseaban que la
            pequeña reina fuese enviada a Francia para su educación, y que contrajera
            matrimonio con un príncipe francés.
             El jefe
            del partido católico era el cardenal David Beatón, arzobispo de San Andrés,
            quien perseguía a los protestantes y envió a la pira al famoso predicador Jorge Wishart. Frente a él, un grupo de protestantes tramó
            una conspiración, y en mayo de 1546 se apoderó del castillo de San Andrés y le
            dio muerte a Beatón. Dividido como estaba, el gobierno poco pudo hacer. Tras
            sitiar el castillo por un breve tiempo, y ver que era imposible tomarlo, las
            tropas se retiraron, y los protestantes de todo el reino empezaron a ver en San
            Andrés el baluarte de su fe.
             Entonces
            entró en escena Juan Knox. Es poco lo que se sabe de la infancia y juventud de
            este fogoso reformador, quien pronto se convirtió en el símbolo del
            protestantismo escocés. Nacido alrededor de 1515, hizo estudios de teología, y
            fue ordenado sacerdote antes de 1540. Poco después era tutor de los hijos de
            dos de los nobles que conspiraban a favor del protestantismo, y estaba en
            contacto con Jorge Wishart (el mismo que fue muerto
            por el cardenal Beatón). Cuando los protestantes se apoderaron de San Andrés,
            recibió órdenes de acudir al castillo con los jóvenes que estaban a su cuidado.
            Aunque su propósito era marchar a Alemania y allí dedicarse al estudio de la
            teología, al llegar a San Andrés se vio cada vez más envuelto en los
            acontecimientos que sacudían a Escocia.
             Contra su
            voluntad, fue hecho predicador de la comunidad protestante, y a partir de
            entonces fue el principal portavoz de la causa reformadora en Escocia.
             Los
            protestantes de San Andrés pudieron sostenerse porque tanto Inglaterra como
            Francia pasaban por momentos difíciles. Pero tan pronto como Francia le mandó
            refuerzos al gobierno escocés, y éste envió contra San Andrés tropas bien
            armadas, el castillo tuvo que rendirse. Contra lo que se estipulaba en los
            términos de esa rendición, Knox y varios otros fueron condenados a remar en las
            galeras, donde durante diecinueve meses el futuro reformador sufrió los más
            crueles rigores. Por fin fue dejado libre gracias a la intervención de
            Inglaterra, donde a la sazón reinaba Eduardo VI, y donde Knox fue entonces
            ministro. Ese interludio inglés terminó cuando la muerte de Eduardo VI colocó
            en el trono inglés a María Tudor, y empezó la represión del protestantismo en
            ese país. Knox partió entonces hacia Suiza, donde pudo pasar algún tiempo con
            Calvino en Ginebra, y en Zurich con Bullinger, el
            sucesor de Zwinglio. Además hizo dos visitas a Escocia, para fortalecer a los creyentes
            que habían quedado en el país.
             En el
            entretanto, la vida política de Escocia había seguido su curso. La pequeña
            María Estuardo había sido enviada a Francia, donde gozaba de la protección de
            sus parientes los Guisa. Su madre, dé esa misma familia, permaneció en Escocia
            como regente. En abril de 1558, María Estuardo se casó con el delfín, que poco
            más de un año después fue coronado como Francisco II de Francia. Luego, la
            joven María, que contaba dieciséis años, era a la vez reina consorte de Francia
            y reina titular de Escocia. Pero tales títulos y honores no le bastaban, pues
            pretendía ser también la reina legítima de Inglaterra. María Tudor, «la
            Sanguinaria», había muerto en 1558, y le había sucedido su medio hermana
            Isabel. Pero si, como pretendían los católicos, Isabel era ilegítima, el trono
            le correspondía a María Estuardo, bisnieta de Enrique VII. Por tanto, tan
            pronto como murió Mana Tudor, María Estuardo tomó el título de «reina de
            Inglaterra» . En Escocia, gobernada por la reina madre como regente, el partido
            católico y francófilo ocupaba el poder, pero esto a su vez había obligado a los
            jefes protestantes a unirse más estrechamente entre sí, y a fines de 1557 los
            principales de ellos establecieron un pacto solemne. Puesto que se comprometían
            a «promover y establecer la muy bendita Palabra de Dios, y su congregación», se
            les dio el nombre de «lores de la congregación». Estos lores al mismo tiempo se
            percataban de que su causa era paralela a la de los protestantes ingleses, y
            por tanto se acercaron a ellos. La regente dio instrucciones para que arreciara
            la persecución contra los «herejes», pero éstos no se dejaron amedrentar, y en
            1558 se organizaron como iglesia. Poco antes habían escrito a Suiza, pidiendo
            el regreso de Knox.
             En el
            exilio, Knox había escrito un ataque virulento contra las mujeres que a la
            sazón gobernaban en Europa: la regente María de Lorena en Escocia, la
            sanguinaria María Tudor en Inglaterra, y la taimada Catalina de Médicis en
            Francia. Su obra. El primer toque de clarín contra el régimen monstruoso de las
            mujeres, apareció en mal momento, pues apenas empezaba a circular en Inglaterra
            cuando murió María Tudor y le sucedió Isabel. Aunque el libro iba dirigido
            contra su medio hermana, mucho de lo que se decía en él, de un tono
            marcadamente antifemenino, podría aplicársele igualmente a la nueva reina. Esto
            dificultó la alianza natural que debió haber existido desde el principio entre
            Isabel y Knox, quien repetidamente se dolió y retractó de lo que había dicho en
            su libro.
             Mientras
            tanto, la situación se hacía cada vez más difícil para los protestantes
            escoceses. La regente pidió y obtuvo tropas de Francia para aplastar a los
            lores de la congregación. Estos lograron algunas victorias sobre los invasores.
            Pero su ejército, carente de recursos económicos, no podría sostenerse por
            mucho tiempo. Los protestantes apelaron repetidamente a Inglaterra, haciéndole
            ver que, si los católicos lograban aplastar la rebelión religiosa en Escocia, y
            ese país quedaba en manos de los católicos y estrechamente unido a Francia, la
            corona de Isabel peligraría. Knox, quien había regresado poco antes, sostenía a
            los protestantes con sus sermones y la fuerza de su convicción. Por fin, a
            principios de 1560, Isabel decidió enviar tropas a Escocia. El ejército inglés
            se unió a los protestantes escoceses, y la lucha prometía ser ardua cuando
            murió la regente, y los franceses decidieron que les convenía retirarse del
            país. Mediante un tratado, se decidió que tanto los ingleses como los franceses
            abandonarían el suelo escocés, y que los naturales de ese país serían dueños de
            su propio destino.
             Pronto
            comenzaron a aparecer diferencias entre Knox y los lores que hasta entonces
            habían apoyado la causa reformadora. Aunque frecuentemente se aducían otras
            razones, el principal motivo de fricción era económico. Los lores aspiraban a
            enriquecerse con las posesiones eclesiásticas y Knox y los ministros que lo
            apoyaban querían que esos recursos se emplearan para establecer un sistema de
            educación universal, para aliviar las penurias de los pobres, y para sostener
            la iglesia.
             En medio
            de tales luchas, los nobles decidieron invitar a María Estuardo a regresar al
            país y reclamar el trono que le pertenecía como herencia de su padre. Puesto
            que su esposo el Rey de Francia había muerto poco antes, María se mostró
            dispuesta a acceder a esa petición. Llegó a Escocia en 1561 y, aunque nunca fue
            popular, al principio se contentó con seguir el consejo de su medio hermano
            bastardo, Jaime Estuardo, lord de Moray, quien era uno de los principales jefes
            del protestantismo, y quien evitó que su política enemistara a los lores
            protestantes. En cuanto a Knox, siempre parece haber estado convencido de que
            el conflicto con la Reina era inevitable. Y en este punto María parece haber
            sido de igual opinión. Desde el principio la Reina insistió en celebrar la misa
            en su capilla privada, y el reformador comenzó a tronar contra la idolatría de
            esta «nueva Jezabel». Hubo varias entrevistas entre ambas cada vez más
            tormentosas. Pero los lores, satisfechos con la situación existente, no estaban
            dispuestos a dejarse llevar por el extremismo del predicador, y se contentaban
            con asegurarse de que se garantizara su libertad de adorar a Dios según sus
            propias convicciones.
             Mientras
            tanto, Knox y sus colaboradores se ocupaban de organizar la Iglesia Reformada
            de Escocia, que tomó una forma de gobierno semejante al presbiterianismo
            posterior. En cada iglesia se elegían ancianos, y también el ministro, aunque
            éste no podía ser instalado sin antes ser examinado por los demás ministros. El
            Libro de disciplina, el Libro de orden común y la Confesión escocesa fueron los
            pilares sobre los que Knox construyó esta nueva iglesia.
             A la
            postre, María Estuardo fue la causa de su propia caída. Su sueño siempre fue
            ocupar el trono de Inglaterra, y en pos de él perdió
            tanto el de Escocia como la propia vida. A fin de afianzar su derecho a la
            corona inglesa, se casó con su primo Enrique Estuardo, lord Darnley,
            quien también tenía cierto derecho de sucesión. Moray se opuso a esa unión, que
            era parte de un pacto con España para deshacerse del protestantismo, y acudió a
            las armas. María apeló a lord Bothwell, un hábil
            soldado, quien derrotó a Moray y lo obligó a refugiarse en Inglaterra, al
            tiempo que María declaraba que pronto tomaría posesión del trono en Londres.
             La
            pérdida de los consejos de Moray llevó a María al desastre. Pronto decidió que Darnley no era el esposo que deseaba, y así se lo hizo
            saber a Bothwell y a otros. Al poco tiempo, Darnley fue asesinado, y las sospechas recayeron sobre Bothwell, quien fue absuelto en un juicio al que no se
            admitieron testigos de cargo. Poco más de tres meses después de la muerte de Darnley María se casó con Bothwell.
             Empero Bothwell era odiado por los lores escoceses, que pronto se
            rebelaron contra él. Cuando la Reina trató de aplastar la rebelión, descubrió
            que sus tropas no estaban dispuestas a defender su causa, y quedó en manos de
            los lores, quienes le presentaron pruebas de su participación en la muerte de Darnley y le indicaron que si no abdicaba sería acusada de
            asesinato. María abdicó entonces a favor de su hijo de un año Jaime VI, a quien
            había tenido de Darnley, y Moray regresó de
            Inglaterra para ser regente del reino. Poco después María escapó y organizó un
            ejército. Pero fue derrotada por las tropas de Moray, y no le quedó más recurso
            que huir a Inglaterra, y solicitar la protección de su odiada prima Isabel.
             Acerca
            del cautiverio y muerte de María Estuardo la imaginación romántica ha urgido
            una leyenda que hace de ella una mártir en manos de la ambiciosa y celosa
            Isabel. El hecho es que Isabel recibió a su prima con mayor cortesía de la que
            era de esperar para quien por tantos años la había llamado bastarda y tratado
            de apropiarse de su corona. Aunque fue hecha prisionera, en el sentido de que
            no se le permitía abandonar el castillo donde se le obligaba a vivir, se le
            permitió conservar su dote y un cuerpo de treinta sirvientes escogidos por
            ella, y siempre se le trató como reina. Pero en medio de todo esto María
            continuaba conspirando, no solo para obtener su libertad, sino también para
            apoderarse del trono inglés. Puesto que Isabel era el principal obstáculo en su
            camino, y puesto que España era la gran potencia que defendía la causa
            católica, el elemento común de todas las conspiraciones que se descubrieron era
            un plan que incluía el asesinato de Isabel y la invasión de Inglaterra por
            parte de tropas españolas. Cuando la tercera conspiración de esta índole fue
            descubierta, con pruebas irrefutables, María fue llevada a juicio y condenada a
            muerte. Pero aún después de ello Isabel demoró tres meses en firmar la
            sentencia. Cuando por fin fue llevada ante el verdugo, María se enfrentó a la
            muerte con regia compostura.
             En
            Escocia, el exilio de María no les puso fin a las contiendas  entre los diversos partidos. Knox apoyó al
            regente Moray. Pero la lucha era todavía ardua cuando Knox sufrió un ataque de
            parálisis y tuvo que retirarse de la vida activa. Cuando se enteró de la
            matanza de San Bartolomé en Francia (de que trataremos más adelante) hizo un
            esfuerzo sobrehumano por regresar al pulpito, donde les señaló a sus
            compatriotas que igual suerte les aguardaba si flaqueaban en la lucha. A los
            pocos días murió.
             Poco
            después, no cabía duda de que Escocia sería un país reformado.
             
             Capitulo 9 .- EL CURSO
            POSTERIOR DEL LUTERANISMO
                   
             El
            gobernante cristiano puede y debe defender a sus súbditos contra toda autoridad
            superior que pretenda obligarlos a negar la Palabra de Dios y a practicar la
            idolatría.
             Confesión
            de Magdeburgo
             
             La paz de
            Nuremberg, firmada en 1532, les permitía a los protestantes continuar en su fe,
            al tiempo que les prohibía extenderla hacia otros territorios. Al parecer,
            Carlos V esperaba poder detener de ese modo el avance del protestantismo, hasta
            tanto él pudiera reunir los recursos necesarios para aplastarlo. Empero esa
            política se frustró, porque a pesar de lo acordado en Nuremberg el
            protestantismo continuaba expandiéndose.
             La
            situación política de Alemania era en extremo complicada y fluida. Aunque
            supuestamente el emperador gozaba del poder supremo, había muchos otros
            intereses que se oponían al uso de ese poder. Aparte las razones religiosas de
            los protestantes, muchos temían el creciente poder de la casa de Austria, a la
            que pertenecía Carlos V. Entre ellos se contaban varios príncipes católicos que
            no querían darle al Emperador ocasión de emplear su lucha contra los
            protestantes como medio de engrandecer el poderío de su casa, y que por tanto
            no estaban dispuestos a lanzarse de lleno a la cruzada antiprotestante que
            Carlos trataba de organizar. Además, uno de los principales baluartes contra
            las pretensiones de la casa de Austria era Felipe de Hesse, quien era el jefe
            de la liga protestante de Esmalcalda. Por ello, el Emperador no pudo oponerse
            efectivamente a la expansión del protestantismo hacia nuevos territorios.
             En 1534
            Felipe les arrebató a los de Austria el ducado de Wurtemberg, de que se habían
            posesionado y cuyo duque estaba exiliado. Tras asegurarse de la neutralidad de
            los príncipes católicos, Felipe invadió el ducado y se lo devolvió al duque,
            quien se declaró protestante. Puesto que al parecer buena parte de la población
            se inclinaba de antemano hacia esa fe, pronto todo el ducado la siguió.
             Otro rudo
            golpe para el catolicismo alemán fue la muerte del duque Jorge de Sajonia, en
            1539. Sajonia estaba dividida en dos, la Sajonia electoral y la ducal. En la
            primera el protestantismo había tenido su cuna. Pero la segunda se le había
            opuesto tenazmente, y el duque Jorge había sido uno de los peores enemigos de
            Lutero y de sus seguidores. Su hermano y sucesor, Enrique, se declaró
            protestante, y Lutero fue invitado a predicar en Leipzig, la capital del
            ducado, donde años antes había tenido lugar su debate con Eck.
             El mismo
            año el electorado de Brandeburgo pasó a manos protestantes, y hasta se empezó a
            hablar de la posibilidad de que los tres electores eclesiásticos, los
            arzobispos de Tréveris, Maguncia y Colonia, abandonaran el catolicismo y se declararan
            protestantes.
             Carlos V
            tenía las manos atadas, pues se encontraba envuelto en demasiados conflictos en
            otros lugares, y por tanto todo lo que pudo hacer fue formar una alianza de
            príncipes católicos para oponerse a la Liga de Esmalcalda. Esta fue la Liga de
            Nuremberg, fundada en 1539. Además trató, aunque sin gran éxito, de lograr un
            acercamiento entre católicos y protestantes, y con ese propósito tuvieron lugar
            varios coloquios entre teólogos de ambos bandos. A pesar de todas las medidas
            imperiales, en 1542 la Liga de Esmalcalda conquistó los territorios del
            principal aliado del Emperador en el norte de Alemania, el duque Enrique de
            Brunswick, y el protestantismo se apoderó de la región. Varios obispos,
            conscientes de que la mayoría del pueblo se inclinaba hacia el protestantismo,
            declararon que sus posesiones eran estados seculares, se hicieron señores
            hereditarios, y tomaron el partido protestante. Naturalmente, en todo esto
            había una mezcla de motivos religiosos y ambiciones personales. Pero en todo
            caso el hecho era que el protestantismo parecía estar a punto de adueñarse de
            toda Alemania, y que durante más de diez años el Emperador vio disminuir su
            poder. Empero pronto los protestantes recibirían varios golpes rudos.
             La
            guerra de Esmalcalda
             El primer
            golpe fue la bigamia de Felipe de Hesse. Este jefe de la Liga de Esmalcalda era
            un hombre digno y dedicado a la causa protestante, quien tenía sin embargo
            fuertes cargas de conciencia porque le era imposible llevar vida marital con su
            esposa de varios años, y tampoco podía ser continente. No se trataba de un
            libertino, sino de un hombre atormentado por sus apetitos sexuales, y por el
            remordimiento que su satisfacción ilícita le causaba. Felipe les pidió consejo
            a los principales jefes de la Reforma, y Lutero, Melanchthon y Bucero
            concordaron en que las Escrituras no prohibían la poligamia, y que Felipe podía
            tomar una segunda esposa sin abandonar la primera, siempre que no lo publicara,
            pues la ley civil sí prohibía la poligamia. Felipe siguió su consejo, y cuando
            el escándalo estalló tanto él como los teólogos a quienes había consultado se
            vieron en una situación harto difícil. En el campo de la política, el anuncio
            de la bigamia del landgrave hizo que varios miembros de la Liga de Esmalcalda
            pusieran en duda el derecho que tenía a ser su dirigente, y por tanto la
            alianza protestante quedó carente de una cabeza efectiva.
             El
            segundo golpe fue la negativa del duque Mauricio de Sajonia a unir se a la Liga
            de Esmalcalda. Al mismo tiempo que se declaraba protestante, insistía en llevar
            su propia política. Y, cuando el Emperador declaró que su guerra no era contra
            el protestantismo, sino contra la rebelión de los príncipes luteranos, Mauricio
            estuvo dispuesto a tomar el partido del Emperador, a cambio de ciertas concesiones
            que este le prometió.
             El tercer
            golpe fue la muerte de Lutero, que tuvo lugar en 1546. A pesar del prestigio
            que había perdido a causa de la guerra de los campesinos y de la bigamia de
            Felipe de Hesse, Lutero era el único personaje capaz de unir a los protestantes
            bajo una sola bandera. Su muerte, poco después de la bigamia del landgrave,
            dejó al partido protestante acéfalo tanto política como eclesiásticamente.
             En este
            grabado de la época, Satanás da a luz al papa y los cardenales, y después mece
            al papa en su cuna, lo amamanta y le enseña los primeros pasos.
             Empero el
            más rudo golpe lo asestó el Emperador, quien por fin se encontraba libre para
            ocuparse de los asuntos de Alemania, y deseaba vengar todas las humillaciones
            de que había sido objeto por parte de los príncipes protestantes. Aprovechando
            las divisiones entre los protestantes, y con ayuda del duque Mauricio, Carlos V
            invadió el país y derrotó e hizo prisioneros tanto a Felipe de Hesse como al
            elector Juan Federico de Sajonia (sucesor de Federico el Sabio).
             El Interim de Augsburgo
             A pesar
            de su victoria militar, el Emperador sabía que no podía imponer su voluntad en
            cuestiones de religión, y por tanto se contentó con promulgar el Interim de Augsburgo, compuesto por una comisión de
            teólogos católicos y protestantes. Por Orden de Carlos V, lo estipulado en ese Interim debía seguirse hasta tanto se convocara a un
            concibo general que dirimiera las diferencias entre ambos bandos (el Concilio
            de Trento había comenzado tres años antes, en 1545, pero el Emperador había
            chocado con el Papa, y no estaba dispuesto a aceptar las deliberaciones de ese
            concilio). Lo que Carlos V esperaba era imponer en Alemania una reforma
            semejante a la que estaba teniendo lugar en España desde tiempos de su abuela
            Isabel, de tal modo que se eliminaran el abuso y la corrupción, pero se
            mantuvieran las doctrinas y prácticas tradicionales. El Interim le parecía un medio de ganar tiempo para lograr implantar esa política.
             Pero ni
            los católicos ni los protestantes acogieron con agrado este intento de legislar
            acerca de cuestiones de conciencia. En todas partes surgió oposición al Interim. Varios de los principales jefes protestantes se
            negaron a aceptarlo. Los teólogos de Wittenberg, con Melanchthon a la cabeza,
            aceptaron por fin una versión modificada, el Interim de Leipzig. Pero aun esto no era aceptable para la mayoría de los luteranos,
            que acusaban a Melanchthon y los suyos de cobardía, al tiempo que estos se
            defendían diciendo que había que distinguir entre lo esencial y lo periférico,
            y que habían cedido únicamente en lo periférico a fin de retener su derecho a
            continuar predicando y practicando lo esencial.
             En todo
            caso, la política de Carlos V, que pareció tener tan buenas posibilidades de
            éxito a raíz de la guerra de Esmalcalda, fracasó. Los demás príncipes,
            inclusive los católicos, se quejaban del mal trato que se les daba a los
            prisioneros Felipe de Hesse y Juan Federico de Sajonia, y hasta se decía que el
            Emperador había comprometido su honor posesionándose de la persona del
            landgrave mediante una artimaña indigna. Al mismo tiempo los protestantes,
            divididos antes de la guerra, comenzaban a unirse en su oposición al Interim. Y tanto el Papa como el Rey de Francia se
            mostraban poco dispuestos a auxiliar al Emperador, cuyos triunfos veían con
            recelos.
             
             Felipe
            Melanchthon, quien había sido el principal colaborador de Lutero en el campo
            teológico, lo sucedió como jefe de los teólogos luteranos, aunque pronto
            surgieron contiendas acerca de quien interpretaba más acertadamente el
            pensamiento del reformador.
             La
            derrota del Emperador
             Pronto
            los príncipes protestantes comenzaron a conspirar contra Carlos V. Mauricio de
            Sajonia, quien no había recibido del Emperador lo que esperaba, y quien en todo
            caso temía el creciente poder de la casa de Austria, se unió a la conspiración,
            que le envió embajadores al Rey de Francia para asegurarse de su apoyo. Cuando
            por fin estalló la revuelta, el Emperador se vio desamparado, al tiempo que las
            tropas francesas de Enrique II atacaban sus posesiones del otro lado del Rin.
            Las pocas tropas con cuya lealtad podía contar eran insuficientes para el
            combate, y se vio obligado a huir. Y aun esto le resultó difícil, pues Mauricio
            de Sajonia se había apoderado de varios lugares estratégicos, y poco faltó para
            que Carlos cayera en sus manos.
             Cuando
            por fin se vio a salvo, el Emperador trató en vano de reconquistar la plaza de
            Metz, que los franceses habían tomado aprovechando las luchas internas del
            Imperio, y con la anuencia de los príncipes protestantes. Pero también ese intento
            se vio frustrado, y por tanto la política imperial que Carlos había fijado
            durante varias décadas se vino al suelo.
             En el
            entretanto, el Emperador había dejado a su hermano Fernando a cargo de los
            asuntos alemanes, y este llegó con los príncipes rebeldes al tratado de Pasau, que les devolvía la libertad a Felipe de Hesse y
            Juan Federico de Sajonia, y garantizaba la libertad de cultos en todo el
            Imperio; aunque tal libertad no se concebía en términos tales que cada cual
            pudiera escoger su propia religión, sino más bien en el sentido de que cada
            gobernante podía escoger la suya y la de sus súbditos sin que las autoridades
            imperiales intervinieran. Además, tal libertad se extendía solamente a quienes
            sostuvieran la fe católica o la de la Confesión de Augsburgo, y por tanto no
            incluía a los anabaptistas ni a los reformados. Fracasado y amargado, Carlos V
            comenzó a dar pasos para asegurarse del futuro de la casa de Austria. En 1555
            empezó a deshacerse de sus posesiones, abdicando a favor de su hijo Felipe,
            primero los Países Bajos, y después sus posesiones italianas y el trono
            español. Al año siguiente renunció oficialmente como emperador y se retiró al
            monasterio de San Yuste, en España, donde siguió viviendo rodeado de todos los
            honores imperiales, y sirviendo de consejero a su hijo Felipe II, hasta que
            murió dos años más tarde, en septiembre de 1558.
             El nuevo
            emperador, Fernando I, abandonó la política religiosa de su hermano, y fue tan
            tolerante que muchos católicos pensaban que era protestante en secreto. Bajo su
            gobierno, y el de su sucesor Maximiliano II, el protestantismo continuó
            extendiéndose por los territorios hasta entonces católicos. Esto sucedió
            inclusive en la propia Austria, posesión hereditaria de Carlos Y y sus sucesores, donde el protestantismo logró fuerte
            arraigo.
             A pesar
            de la paz de Augsburgo, la cuestión religiosa continuó debatiéndose en
            Alemania, frecuentemente mediante el uso de la fuerza, aunque no hubo grandes
            conflictos armados hasta la Guerra de los Treinta Años, de que trataremos en
            otra sección de esta historia.
             El
            luteranismo en Escandinavia
             Mientras
            los acontecimientos que hemos venido narrando estaban teniendo lugar en
            Alemania, en la vecina Escandinavia se hacía sentir también el impacto de las
            enseñanzas de Lutero. Empero, mientras en Alemania la Reforma y las luchas que
            le siguieron contribuyeron a mantener dividido el país, y a limitar el poder de
            la monarquía sobre los nobles, en Escandinavia sucedió lo contrario, pues los
            reyes abrazaron la doctrina protestante, y el triunfo de ella fue también la
            victoria de ellos.
             En
            teoría, Dinamarca, Noruega y Suecia eran un reino unido. Pero en realidad el
            rey lo era solo de Dinamarca, donde residía. En Noruega su poder era limitado,
            y nulo en Suecia, donde la poderosa casa de los Sture,
            con el título de regentes, era dueña del poder. En la propia Dinamarca, la
            autoridad real se hallaba limitada por el poder de la aristocracia y de la
            jerarquía eclesiástica, que defendían sus viejos privilegios contra todo
            intento de extender el poderío del rey. Además, puesto que la corona era
            electiva, en cada elección los magnates, tanto seculares como religiosos,
            forzaban al nuevo soberano a hacerles concesiones mayores. Oprimido por los
            grandes señores eclesiásticos y seculares, el pueblo no tenía otro recurso que
            someterse a cargas onerosas e impuestos arbitrarios.
             Al
            estallar la Reforma en Alemania, quien ocupaba el trono escandinavo era
            Cristián II, cuñado de Carlos V por haberse casado con su hermana Isabel (nieta
            de la gran reina de España). Puesto que los suecos no le permitían ser rey
            efectivo de ese país, apeló a su cuñado y a otros príncipes, y con recursos
            mayormente extranjeros invadió a Suecia y se hizo coronar en Estocolmo. Aunque
            había prometido respetar la vida de sus enemigos suecos, pocos días después de
            su coronación ordenó la terrible «matanza de Estocolmo», en la que hizo
            ejecutar a los principales aristócratas y eclesiásticos del país.
             La
            matanza de Estocolmo causó fuertes resentimientos, no solo en Suecia, sino
            también en Dinamarca y Noruega, donde los nobles y los prelados comenzaron a
            temer que, tras destruir la aristocracia sueca, el Rey haría lo mismo con
            ellos. Aunque uno de los propósitos de Cristián parece haber sido librar al
            pueblo de la opresión a que estaba sometido, su crueldad en Estocolmo, y la
            propaganda eclesiástica, pronto le hicieron perder toda popularidad en el país.
             Cristián
            trató entonces de utilizar el movimiento reformador como instrumento para su
            política. Poco antes habían aparecido los primeros predicadores luteranos en
            Dinamarca, y el pueblo parecía inclinarse hacia las nuevas doctrinas. Pero a
            pesar de ello la nueva política de Cristián tampoco tuvo los resultados
            apetecidos, pues solo sirvió para aumentar la enemistad de los prelados hacia
            él, mientras los protestantes no confiaban en las promesas del autor de la
            matanza de Estocolmo. A la postre estalló la rebelión, y Cristian tuvo que
            huir. Ocho años más tarde, con el apoyo de varios señores católicos del
            extranjero, desembarcó en Noruega y se declaró campeón de la causa católica.
            Pero su tío y sucesor, Federico I, lo derrotó e hizo prisionero: condición en
            la que quedó hasta su muerte, veintisiete años más tarde.
             Al
            ascender al trono, Federico I había prometido no atacar el catolicismo, ni
            introducir el protestantismo en el país. Pero él mismo era de convicciones
            luteranas, y además las doctrinas reformadoras se habían ido abriendo paso
            entre el pueblo y los nobles. La política del nuevo rey fue abstenerse de toda
            intervención en cuestiones religiosas, y dedicarse a afianzar su poder en
            Dinamarca renunciando a toda pretensión sobre Suecia y permitiéndole a Noruega
            elegir su propio rey.
             Puesto
            que el reino del norte lo eligió a él, Federico logró retener algo de la vieja
            unión de los países escandinavos, sin tener que apelar a los métodos tiránicos
            de su predecesor. Mientras todo esto sucedía, y con la anuencia del Rey, el
            protestantismo se iba haciendo fuerte en el país, tanto entre el pueblo como
            entre los nobles. Por fin, en la dieta de Odensee en
            1527, el protestantismo fue oficialmente reconocido y tolerado. A partir de
            entonces la doctrina luterana avanzó rápidamente, y cuando Federico murió en
            1533 la mayoría del país la seguía.
             Los
            partidarios del catolicismo, con ayuda extranjera, trataron de imponer entonces
            un rey católico. Pero el pretendiente fue derrotado, y el nuevo rey, Cristian
            III, luterano convencido que había estado presente en la dieta de Worms, tomó medidas para que todo el país se hiciera
            protestante. Tras limitar el poder de los obispos, le pidió a Lutero que le
            enviara quien le pudiera ayuda en la obra de reforma, y a la postre la iglesia
            danesa se suscribió a la Confesión de Augsburgo.
             Mientras
            tanto, en Suecia los acontecimientos tomaban un curso semejante. Cuando
            Cristián II trató de apoderarse del país, tenía entre sus prisioneros a un
            joven sueco, de nombre Gustavo Ericsson, mejor conocido como Gustavo Vasa. Este
            escapó, y desde el extranjero hizo todo lo posible por oponerse a Cristian.
            Cuando supo de la matanza de Estocolmo, en que murieron varios de sus parientes
            cercanos, regresó en secreto al país. Vestido pobremente, y trabajando como
            jornalero, se cercioró del sentimiento popular contra la ocupación danesa, y
            por fin se alzó en armas al mando de una banda desorganizada de gente del
            pueblo. Poco a poco su nombre se fue volviendo una leyenda, y en 1521 los
            rebeldes lo proclamaron regente, y rey dos años después. A los pocos meses,
            quien había empezado su campaña en las inhóspitas regiones del norte, entró
            triunfante en Estocolmo, en medio del regocijo popular.
             Empero el
            título real conllevaba poca autoridad, pues los nobles y prelados aspiraban a
            retener su poder, en algunos casos eclipsado por la invasión danesa. La
            política del nuevo rey, basada tanto en el cálculo como en la convicción, fue
            sagaz. Sus más fuertes medidas fueron dirigidas contra los prelados, tratando
            siempre de no enemistar a los nobles, pero sobre todo de ganarse la simpatía de
            los campesinos y de los ciudadanos. Cuando dos obispos incitaron una rebelión y
            fueron derrotados, los dos jefes fueron juzgados y condenados a muerte, pero
            quienes los siguieron fueron perdonados. Ese mismo año, el Rey convocó por primera
            vez a una asamblea nacional en la que había representantes, no solo de la
            nobleza y del clero, sino también de los burgueses comunes y de los campesinos.
             Cuando el
            clero, con la ayuda de los nobles, que comenzaban a temer por sus privilegios,
            logró que la asamblea rechazara las medidas reformadoras propuestas por el Rey,
            este sencillamente renunció, declarando que Suecia no estaba todavía lista para
            tener un verdadero rey. Tres días después, presionada por el caos que amenazaba
            al país, la asamblea le pidió a Gustavo Vasa que aceptara de nuevo la corona, y
            los prelados se vieron desamparados en sus pretensiones.
             El
            resultado de esa asamblea, y del triunfo de Gustavo Vasa, fue que el clero,
            desposeído de sus riquezas y excluido a partir de entonces de las
            deliberaciones nacionales, perdió todo poder político. Cuando Gustavo Vasa
            murió en 1560, el país era protestante, con una jerarquía eclesiástica
            luterana, y la monarquía había dejado de ser electiva para volverse
            hereditaria.
             
             Capítulo
            10 .- LA REFORMA EN LOS PAÍSES BAJOS
                   Sabed que
            tenemos dos brazos, y que si el hambre llega a tal punto, nos comeremos uno
            para poder seguir luchando con el otro.
             Combatiente
            protestante en el sitio de Leyden
             
             Como en
            el resto de Europa, el protestantismo logró adherentes en los Países Bajos
            desde fecha muy temprana. En 1523, en la ciudad de Amberes, fueron quemados los
            dos primeros mártires de la causa. Pero, a pesar de haber penetrado en la
            región desde entonces, y de tener numerosos seguidores, el protestantismo no
            logró imponerse sino a costa de grandes sacrificios y largas guerras. Esto se
            debió particularmente a las condiciones políticas que reinaban en los Países
            Bajos.
             Cerca de
            la desembocadura del Rin, existía un complejo grupo de territorios que se
            conocía como las «Diecisiete Provincias», y que comprendía aproximadamente lo
            que hoy son Holanda, Bélgica, y Luxemburgo. Estos diversos territorios habían
            quedado unidos bajo el señorío de la casa de Austria, y por tanto Carlos V los
            heredó de su padre Felipe el Hermoso. Puesto que Carlos había nacido y se había
            educado en la región, gozaba de gran simpatía entre los naturales, y bajo su
            gobierno las Diecisiete Provincias llegaron a tener más unidad que nunca antes.
             Pero esa
            unidad política era en cierto modo ficticia. Aunque Carlos se esforzó por
            producir instituciones comunes, durante todo su reinado cada territorio
            conservó buena parte de sus viejos privilegios y forma particular de gobierno.
            Además, no existía entre ellos unidad cultural, pues mientras en el sur se
            hablaba el francés, el holandés era el idioma del norte, y entre ambos existía
            una amplia zona de lengua flamenca. En lo eclesiástico, la situación era
            todavía más compleja, pues la jurisdicción de las diversas diócesis no
            concordaba con las divisiones políticas, y buena parte de los Países Bajos
            estaba supeditada a sedes de fuera de la región.
             Cuando en
            1555 Carlos V abdicó en Bruselas a favor de su hijo Felipe esperaba que este
            continuara su política de unificación de la zona. Y esto fue precisamente lo
            que intentó Felipe. Pero lo que su padre había comenzado no era fácil de
            continuar. Carlos era visto en los Países Bajos como flamenco, y de hecho ese
            idioma fue siempre el que habló con más naturalidad. Felipe, por su parte, se
            había educado en España, y tanto su habla como su perspectiva eran
            esencialmente españolas. Cuando, en 1556, recibió de su padre la corona de sus
            bisabuelos los Reyes Católicos, a ella comenzó a prestarle mayor atención. Los
            Países Bajos y sus intereses quedaron entonces supeditados a España y los
            suyos. Esto a su vez creó un profundo resentimiento entre los habitantes de la
            región, que se opusieron tenazmente a los intentos de Felipe de terminar la
            unificación de las Diecisiete Provincias, y hacerlas parte hereditaria de la
            corona española.
             Desde
            mucho antes de estallar la Reforma protestante, había habido en los Países
            Bajos un fuerte movimiento reformador. No se olvide que allí tuvieron su origen
            los Hermanos de la Vida Común. y que Erasmo era natural de Rotterdam. Uno de
            los temas característicos de los Hermanos de la Vida Común era la lectura de
            las Escrituras, no sólo en latín, sino también en los idiomas vernáculos. Por
            tanto, al aparecer la Reforma protestante encontró abonado el suelo de los
            Países Bajos.
             Pronto
            los predicadores luteranos llegaron a la región, y lograron numerosos
            conversos. Poco después los anabaptistas, particularmente los que seguían las
            enseñanzas de Melchor Hoffman, se abrieron paso en el país. Téngase en cuenta
            que los jefes de la Nueva Jerusalén, en Munster, eran
            originarios de los Países Bajos. Otros trataron de unírseles, pero fueron interceptados
            por las fuerzas de Carlos V, y muchos de ellos fueron muertos. Después hubo
            varias intentonas por parte de los anabaptistas más radicales de apoderarse de
            diversas ciudades, aunque ninguna de ellas tuvo buen éxito. Por último llegaron
            los predicadores calvinistas, procedentes tanto de Francia como de Ginebra y el
            sur de Alemania. A la postre, el calvinismo sería la forma característica del
            protestantismo de la región.
             Carlos V
            tomó fuertes medidas contra el protestantismo. Repetidamente hizo promulgar
            edictos contra ese movimiento, y en particular contra los anabaptistas, que
            fueron los que más persecución sufrieron. La frecuencia de tales edictos es
            prueba fehaciente de ello. Los muertos se contaron por decenas de millares. Los
            jefes eran quemados; los seguidores, decapitados; y para las mujeres
            anabaptistas se reservaba la terrible suerte de ser enterradas vivas. Pero a
            pesar de todo ello el protestantismo seguía avanzando.
             Hay
            indicios de que, hacia fines del reinado de Carlos V, comenzó una fuerte
            comente de oposición a tales crueldades. Pero Carlos era un soberano popular, y
            en todo caso la mayoría de la población estaba todavía convencida de que los
            protestantes eran herejes, merecían los castigos que se les aplicaban.
             Felipe, que
            desde el principio fue impopular, aumentó esa impopularidad mediante una
            política que combinaba la necedad con la obstinación y la hipocresía. Con el
            propósito de hacer valer su autoridad en el país, especialmente después que
            marchó hacia España y dejó como regente a su medio hermana Margarita de Parma,
            acuarteló en él tropas españolas. Tales tropas tenían que sostenerse con los
            recursos del país, y además causaban fricciones constantes con los habitantes,
            que se preguntaban por qué era necesario tener allí ejércitos extranjeros.
            Puesto que el país no estaba en guerra, la única explicación que cabía era que
            Felipe dudaba de la lealtad de sus súbditos.
             A esto se
            sumó el nombramiento de nuevos obispos, con poderes inquisitoriales. No cabe
            duda de que era necesario reorganizar la iglesia en las Diecisiete Provincias;
            pero el procedimiento y el momento que Felipe escogió no fueron apropiados.
            Parte de la explicación oficial que se dio para la formación de los nuevos
            obispados fue que precisaba extirpar la herejía. Los habitantes de los Países
            Bajos sabían que en España la Inquisición se había vuelto un instrumento en
            manos del estado, y temían, no sin razón, que el Rey proyectara hacer lo mismo
            en las Diecisiete Provincias.
             Para
            colmo de males, Felipe y la Regente no parecían prestarles atención a los más
            fieles de sus súbditos en el país. El príncipe de Orange, quien había sido
            amigo íntimo de Carlos Y, y el conde de Egmont, quien le había prestado
            distinguidos servicios en el campo militar, fueron hechos miembros del Consejo
            de Estado; pero no se les consultaba sobre las cuestiones más importantes, que
            eran decididas por la Regente y sus consejeros foráneos. De ellos el más
            detestado era el obispo Granvella, a quien los
            naturales del país culpaban de todas las injusticias y vejaciones de que eran
            objeto.
             Como las
            protestas iban en aumento, Felipe II retiró a Granvella.
            Pero pronto los que protestaban se dieron cuenta de que el depuesto ministro no
            hacia sino obedecer las órdenes de su amo, y que era el Rey mismo quien
            establecía las prácticas y políticas ofensivas. Enviaron entonces a Madrid al
            conde de Egmont, a quien Felipe recibió amablemente e hizo toda clase de
            promesas. El embajador regresó complacido, hasta que leyó en el Consejo la
            carta sellada que el Rey le había dado, en la que contradecía todas las
            promesas hechas. Al mismo tiempo, el Rey le enviaba a la Regente instrucciones
            en el sentido de que fueran promulgados los decretos del Concilio de Trento
            contra el protestantismo, y que fueran ejecutados todos los que se opusieran.
             Las
            órdenes reales causaron gran revuelo. Los jefes y magistrados de las Diecisiete
            Provincias no estaban dispuestos a condenar al crecido número de sus
            conciudadanos para quienes el Rey decretaba la pena de muerte. Varios
            centenares de nobles y burgueses se unieron entonces en un «Compromiso» contra
            la Inquisición, y marcharon a presentarle sus demandas a la Regente. Cuando
            esta se mostró perturbada, uno de sus consejeros le dijo que no tenía por qué
            temerles a «esos mendigos».
             Los
            mendigos
             Aquellas
            palabras cautivaron la imaginación de los habitantes del país. Puesto que sus
            opresores los llamaban mendigos, tal sería el nombre que se darían. La bolsa de
            cuero que llevaban los mendigos se volvió bandera de la rebelión. Bajo aquel
            símbolo el movimiento, que al principio había contado adherentes principalmente
            entre los nobles y los grandes burgueses, se extendió entre la población. Por
            todas partes se veía el estandarte de rebeldía, y las autoridades no sabían qué
            hacer.
             Antes de
            llegar al campo de batalla, el movimiento fue una protesta religiosa. Por todas
            partes se producían reuniones al aire libre en las que se predicaba la doctrina
            protestante al amparo de mendigos armados, a quienes las autoridades no se
            atrevían a atacar por temor a causar convulsiones aún mayores. Después
            aparecieron pequeños grupos de iconoclastas que visitaban las iglesias y
            destruían sus altares, imágenes y demás símbolos de la vieja religión, al
            tiempo que la gente dejaba que lo hicieran. Al parecer, quienes sentían
            simpatías hacia ellos se gozaban de sus andanzas, mientras los católicos se
            maravillaban de que el cielo no fulminara a los sacrílegos.
             Ante
            tales hechos, el Consejo de Estado no tuvo más remedio que apelar a quienes
            antes había despreciado, en particular a Guillermo de Orange, y pedirles que
            trataran de detener los excesos que se cometían. Con su lealtad de siempre, y a
            riesgo de su vida, Guillermo logró calmar los ánimos. Cesó la ola iconoclasta,
            y el Consejo suspendió la Inquisición y permitió cierta libertad de culto. Por
            su parte, los mendigos declararon que mientras se cumplieran las nuevas
            disposiciones su liga no tendría vigencia.
             Pero
            Felipe II no era hombre que se dejara convencer por la oposición de sus
            súbditos. Además había declarado, con vehemente sinceridad, que no tenía
            intención alguna de ser «señor de herejes». Al mismo tiempo que se declaraba
            dispuesto a perdonar a los sediciosos y a acceder a sus demandas, estaba
            reuniendo tropas para invadir el país. Guillermo de Orange, que se percató de
            la duplicidad del soberano, trató de persuadir a sus amigos los condes de
            Egmont y de Horn a que todos se unieran en
            resistencia armada. Pero cuando sus compañeros se mostraron confiados en la
            sinceridad del Rey, Guillermo decidió retirarse a sus posesiones en Alemania.
            La tormenta no se hizo esperar.
             Repentinamente
            se presentó en el país el duque de Alba, con una fuerza de soldados españoles e
            italianos.  Sus órdenes eran tales, que a
            partir de entonces la Regente lo fue solo de nombre, mientras era él quien de
            veras gobernaba. Alba venía dispuesto a ahogar la rebeldía en sangre. Una de
            sus primeras medidas fue organizar un «Consejo de los desórdenes», al que el
            pueblo pronto dio el nombre de «Consejo de sangre». Este tribunal estaba por
            encima de todos los límites legales, pues, según el propio Alba le escribió al
            Rey, los procesos legales no permitirían condenar sino a aquellos cuyos
            crímenes fueran probados, y las «cuestiones de estado» requerían que se
            procediera de manera drástica. Los protestantes fueron condenados por herejes,
            y los católicos por no haber resistido la herejía. El expresar dudas acerca de
            la autoridad del Consejo de los desórdenes era alta traición. También lo era el
            haberse opuesto a la creación de los nuevos obispados, o el haber sostenido que
            las provincias tenían derechos y privilegios que el Rey no podía violar. Los
            muertos fueron tantos que los cronistas de la época hablan de la fetidez del
            aire, y de centenares de cadáveres que colgaban de árboles a la vera del
            camino.
             Los
            condes de Egmont y de Hom, que con cándida lealtad
            habían permanecido en sus territorios, fueron apresados y se comenzó juicio
            contra ellos. Puesto que Orange no estaba a su alcance, Alba se contentó con
            apresar a su hijo mayor, de quince años, quien fue llevado a España. Guillermo
            de Orange reunió todos sus recursos económicos y, con un ejército mayormente
            alemán, invadió el país.
             Pero
            tanto esta tentativa como otra semejante poco después resultaron fallidas, pues
            Alba lo derrotó. Y, en represalia, hizo ejecutar a Egmont y a Hom.
             Todo
            parecía perdido cuando las cosas comenzaron a cambiar. Orange les había dado
            patentes de corso a unos pocos navíos que se proponían resistir desde el mar.
            Estos «mendigos del mar», que al principio eran poco menos que piratas, se
            fueron organizando paulatinamente, y las fuerzas navales de Felipe II no
            bastaban para contenerlos. Durante algún tiempo, hasta que la presión española
            la obligó a cambiar de política, Isabel de Inglaterra les prestó asilo, y les
            permitió vender sus presas en puertos ingleses. Cuando esa política cambió, los
            «mendigos del mar» eran ya demasiado poderosos para ser fácilmente eliminados.
            Poco después, mediante un golpe de mano, se apoderaron de la ciudad de Brill, y a partir de entonces sus éxitos fueron notables.
            Varias ciudades se declararon partidarias de Guillermo de Orange, quien volvió
            a invadir el país contando con ayuda francesa. Pero cuando se acercaba a
            Bruselas supo de la matanza de San Bartolomé, cruento acontecimiento de que
            trataremos en el próximo capitulo, y que marcó el fin de toda posibilidad de
            entendimiento entre los protestantes y la corona francesa. Falto de fondos y de
            todo apoyo militar, Guillermo se vio obligado a despedir sus soldados, muchos
            de los cuales eran mercenarios.
             La
            venganza de Alba fue terrible. Sus ejércitos tomaron ciudad tras ciudad, y en
            todas ellas violaron los términos de la rendición. Los prisioneros fueron
            muertos contra todo derecho de ley, y sin juicio alguno, y varias ciudades
            fueron incendiadas. En algunos casos, no sólo los combatientes, sino también
            las mujeres, los niños y los ancianos hallaron la muerte.
             Solamente
            en el mar les quedaban esperanzas a los rebeldes. Los «mendigos» continuaban
            derrotando repetidamente a los españoles, y hasta hicieron prisionero a su
            almirante. Esto a su vez le hacía muy difícil a Alba recibir provisiones y paga
            para sus soldados, que pronto comenzaron a amotinarse. Fue entonces cuando
            Alba, cansado de su larga lucha, y quizá amargado porque España no parecía
            prestarle todo el apoyo necesario, pidió que se nombrara a otro en su lugar.
             El nuevo
            general español, don Luis de Zúñiga y Requesens, trató de ganarse a los
            habitantes católicos del país, cuyo número era mayor en las provincias del sur,
            y separarlos así de los protestantes del norte, contra quienes continuó la
            guerra. Hasta entonces, la cuestión religiosa había sido sólo un elemento más
            en lo que en realidad era una rebelión nacional contra el yugo extranjero.
            Guillermo de Orange, el jefe de la rebeldía, había sido católico liberal por lo
            menos hasta su exilio en Alemania, y sólo en 1573 se declaró calvinista. La
            política de Requesens contribuyó a subrayar el motivo religioso del conflicto,
            y por tanto las provincias del sur, en su mayoría católicas, empezaron a
            separarse de los protestantes. Esto a su vez hacia más desesperada la causa
            protestante, que parecía ser vencedora solamente en el mar, mientras en tierra
            era derrotada repetidamente. La crisis vino por fin en el sitio de Leyden,
            importante ciudad comercial que se había declarado protestante, y que estaba
            ahora sitiada por las tropas españolas. Un ejército enviado por Guillermo de
            Orange para romper el cerco fue vencido por los españoles, y en la batalla
            murieron dos hermanos de Guillermo. Todo estaba perdido cuando este jefe, a
            quien sus enemigos llama- ban «el Taciturno» por lo que era en realidad su
            ecuanimidad, sugirió que se abrieran los famosos diques holandeses, y que se
            anegara la llanura que rodeaba a Leyden. Esto significaba la destrucción de
            largos años de paciente labor, pero los ciudadanos concordaron, mientras los sitiados
            continuaban ofreciendo heroica resistencia, en medio de un hambre espantosa.
            Aún después de tomada tan drástica decisión, el agua tardó cuatro meses en
            llegar a Leyden. Pero los defensores resistieron. Con las olas llegaron los
            mendigos del mar, gritando: «Antes turcos que papistas!» y obligaron a los
            españoles a retirarse.
             En eso
            murió Requesens. La soldadesca española, falta de jefe y de paga, se amotinó y
            se dedicó a saquear las ciudades del sur, que eran su presa más fácil. Esto a
            su vez unió a todos los habitantes de las diversas provincias, que se reunieron
            en Gante en 1576 y firmaron un tratado, la Pacificación de Gante, que
            establecía una afianza entre las provincias, a pesar de todas las diferencias
            religiosas. En ello vio Guillermo de Orange un gran triunfo, pues su opinión
            había sido siempre que la intolerancia y el partidismo religiosos eran un
            obstáculo al bienestar de las provincias.
             El
            próximo regente, don Juan de Austria, medio hermano bastardo de Felipe, sólo
            pudo entrar en Bruselas después de acceder a la Pacificación de Gante. Pero
            Felipe II no se daba por vencido. Un nuevo ejército invadió el país, y una vez
            más las provincias del sur se mostraron dispuestas a capitular. Entonces las
            del norte, contra la voluntad de Orange, formaron una liga aparte, para la
            defensa de sus libertades y de su fe.
             La lucha
            continuó largos años. Dueños de las provincias del sur, los españoles no podían
            tomar las del norte. En 1581 Felipe II publicó una proclama prometiéndole
            enorme recompensa a quien asesinara a Guillermo el Taciturno. Este y los suyos
            respondieron con un Acta de abjuración, en la que por fin se declaraban
            completamente independientes de toda autoridad real. Pero tres años más tarde,
            tras varias intentonas fallidas, Guillermo cayó, muerto por un asesino en busca
            de la recompensa. Como era de esperarse, dado el carácter de Felipe II, el Rey
            de España se negó primero a cumplir lo prometido, y a la postre pagó solo una
            porción.
             La muerte
            de Guillermo el Taciturno pareció por un momento poner la rebelión en peligro.
            Pero su hijo Mauricio, de diecisiete años al morir su padre, resultó ser
            todavía mejor general, y dirigió sus fuerzas en una serie de campañas sumamente
            exitosas.
             Por fin,
            en 1607, España dio señales de considerarse vencida, y se firmó una tregua que
            a la postre llevó al reconocimiento de la independencia de la nueva nación
            protestante, que para ese entonces era mayormente calvinista.
             
             Capitulo 11 .- EL
            PROTESTANTISMO EN FRANCIA
                   
             Nuestras
            cámaras, nuestros lechos vacíos,
             Nuestros
            bosques, nuestros campos, nuestros ríos
             Sonrojados
            de tanta sangre inocente,
             Guardan
            silencio, y en silencio elocuente
             Piden
            venganza, venganza, venganza...
                                 Cancionero hugonote del
            siglo XVI
             
             Al
            comenzar el siglo XVI, pocas naciones europeas habían alcanzado el grado de
            unidad de que Francia gozaba. Y sin embargo, durante ese siglo, fueron pocos
            los países que se vieron tan divididos como ella. La causa de ello fue el
            conflicto entre protestantes y católicos, que en Francia llevó a largas guerras
            fratricidas.
             Quien
            reinaba en Francia cuando estalló la Reforma era Francisco I, el último gran
            rey de la casa de los Valois. Su política religiosa fue siempre ambigua y
            vacilante, pues no deseaba que el protestantismo se introdujera en sus
            territorios y los dividiera, pero al mismo tiempo se gozaba de los avances de
            esa fe en Alemania, que entorpecían la política de su rival Carlos V. Luego,
            aunque nunca apoyó a los protestantes franceses, su actitud hacia ellos varió
            con las necesidades de los tiempos. Cuando buscaba un acercamiento con los
            protestantes alemanes, se le hacía difícil perseguir a quienes en Francia eran
            de la misma persuasión, y entonces estos gozaban de un respiro. Pero cuando las
            circunstancias cambiaban la persecución volvía. En medio de tales vaivenes, el
            protestantismo francés seguía creciendo, no solo entre el pueblo, sino también
            entre los nobles. Además, la misma política oscilante del Rey obligó a muchos
            franceses a exiliarse — Calvino entre ellos — y desde el extranjero tales
            personas seguían con interés los acontecimientos de su patria, e intervenían en
            ellos cuando les era posible.
             Mientras
            tanto, en el vecino reino de Navarra, la hermana de Francisco, Margarita de
            Angulema, esposa del rey Enrique, alentaba el movimiento reformador. Margarita
            era una mujer erudita que antes de ser reina de Navarra, cuando todavía vivía
            en Francia, había apoyado a los humanistas franceses, y que después hizo de su
            corte un refugio para los protestantes que venían huyendo del país de su
            hermano. Uno de los miembros del círculo de sus protegidos en Francia fue
            Guillermo Farel, quien después jugó un papel
            importante en la reforma suiza, según hemos visto.
             Desde
            Navarra, y desde ciudades fronterizas tales como Estrasburgo y Ginebra, los
            libros y predicadores protestantes se infiltraban constantemente en Francia,
            difundiendo su fe. Pero a pesar de todo ello no tenemos noticias de grupos
            organizados como iglesias sino años después, en 1555.
             Francisco
            I murió en 1547, y lo sucedió su hijo Enrique II, quien continuó la política de
            su padre, aunque su oposición al protestantismo fue más constante y cruel. A
            pesar de ello, y de los muchos muertos que la persecución produjo, la nueva fe
            continuó abriéndose paso en el país. En 1555, como hemos dicho, se organizó la
            primera iglesia, siguiendo los patrones trazados por Calvino. Y cuatro años más
            tarde, cuando se reunió el primer sínodo nacional, había iglesias organizadas
            en todo el país. Aquel sínodo, que se reunió en secreto en las afueras de
            París, redactó una Confesión de fe y una Disciplina para la naciente iglesia.
             Francisco
            II y la conspiración de Amboise
             Poco
            después de ese primer sínodo, Enrique II fue herido en un torneo, y murió a
            consecuencia de ello. Dejó cuatro hijos varones, tres de los cuales serían
            sucesivamente reyes de Francia (Francisco II, Carlos IX y Enrique III), y tres
            hijas, entre ellas Margarita, que sería reina de Francia después de la muerte
            de sus hermanos. La madre de todos estos hijos era Catalina de Médicis, mujer
            ambiciosa que se había visto postergada en vida de su esposo, y que ahora
            aspiraba a adueñarse del poder.
             Empero
            los proyectos de Catalina se vieron impedidos por la familia de los Guisa.
            Procedente de Lorena, esta casa, hasta entonces casi desconocida en los anales
            del país, había comenzado a ganar prominencia en tiempos de Francisco I.
            Después el general Francisco de Guisa y su hermano Carlos, cardenal de Lorena,
            habían sido los principales consejeros de Enrique II. Y ahora, puesto que el
            joven rey Francisco II no se interesaba en los asuntos de estado, estos dos
            hermanos eran quienes en realidad gobernaban en su nombre. Esto no era del
            agrado de la vieja nobleza, y particularmente de los «príncipes de la sangre»,
            es decir, los parientes más cercanos del Rey, que se veían relegados por los
            advenedizos de Guisa.
             Entre
            estos príncipes de la sangre se contaban Antonio de Borbón y su hermano Luis de Condé. El primero se había casado con Juana d’Albret, hija de Margarita de Navarra, quien había seguido
            las inclinaciones religiosas de su madre y se había hecho calvinista. Su esposo
            Antonio de Borbón y su cufiado Luis de Condé aceptaron su religión, y resultó así que el calvinismo había logrado adeptos
            entre los más grandes señores del reino. Al mismo tiempo, estos príncipes eran
            los mismos que resentían el poder de los de Guisa, quienes eran además
            católicos convencidos de que era necesario extirpar el pro-testantismo.
            Se fraguó así la fallida conspiración de Amboise, cuyo objeto era apoderarse
            del Rey, separarlo de los de Guisa, y establecer una nueva política en el país.
            Los principales implicados eran «hugonotes»: nombre de origen oscuro que se les
            daba a los protestantes en Francia. Cuando la conspiración se descubrió, los
            que formaban parte de ella fueron encarcelados por los de Guisa, entre ellos,
            Luis de Condé. Esto causó gran revuelo entre los
            nobles, tanto católicos como protestantes, quienes temían que silos de Guisa se
            atrevían a encarcelar, juzgar y condenar a un príncipe de la sangre, todos los
            privilegios de la vieja nobleza serían pisoteados.
             Catalina
            de Médicis
             En esto
            estaban las cosas cuando Francisco II murió inesperadamente. Catalina de
            Médicis intervino y tomó el título de regente en nombre de su hijo de diez
            años, Carlos IX. Puesto que los de Guisa la habían postergado y humillado
            repetidamente, una de sus primeras acciones fue liberar a Condé y aliarse a los principales hugonotes para limitar el poder de los de Lorena.
            En esa época los protestantes del país eran ya numerosos, pues se dice que
            había unas dos mil congregaciones. Luego, por motivos de política y no de
            convicción, Catalina trató de ganarse la simpatía de los hugonotes. Los que
            estaban encarcelados fueron libertados, con una inocua admonición instándoles a
            abandonar la herejía. En Poissy la Regente reunió un coloquio al que asistieron
            teólogos católicos y calvinistas, con la esperanza de que pudieran ponerse de
            acuerdo. Cuando esos proyectos fracasaron, la Regente hizo promulgar, en 1562,
            el edicto de San Germán, que les concedía a los hugonotes la libertad de
            continuar en el ejercicio de su religión, pero les prohibía tener templos,
            reunirse en sínodos sin permiso del estado, recoger fondos, mantener ejércitos,
            etc. Luego, lo único que se les permitía a los hugonotes era reunirse para sus
            cultos, siempre que esto tuviese lugar fuera de las ciudades, de día y sin
            armas. Naturalmente, el propósito de este edicto era ganarse el favor de los
            protestantes, pero asegurarse de que no tuvieran poder político o militar
            alguno.
             Los de
            Guisa no respetaron este edicto, sino que trataron de destruir la paz religiosa
            a fin de reconquistar el poder. Mes y medio después del edicto, los dos
            hermanos de Guisa, al mando de doscientos nobles armados, rodearon el establo
            en que estaban reunidos los protestantes en la aldea de Vassy,
            y les dieron muerte a cuantos pudieron.
             La
            matanza de Vassy fue la causa inmediata de la primera
            de una larga serie de guerras religiosas que sacudieron a Francia. Tras varias
            escaramuzas, ambos bandos organizaron sus ejércitos y salieron al campo, los
            católicos al mando del duque de Guisa, y los protestantes bajo el almirante
            Gaspar de Coligny, uno de los hombres más respetables
            de la época. Los católicos ganaron las principales batallas, pero su general
            fue asesinado por un noble protestante, y exactamente un año después de la
            matanza de Vassy se llegó a un nuevo acuerdo, otra
            vez a base de una tolerancia limitada para los protestantes. Empero tampoco esa
            paz fue duradera, pues hubo otras guerras religiosas en 1567 al 1568, y en 1569
            al 1570.
             La
            matanza de San Bartolomé
             La paz de
            1570 prometía ser duradera. Catalina de Médicis se mostraba dispuesta a volver
            a hacer las paces con los protestantes, quizá siempre con la esperanza de que
            la ayudaran a limitar el poder de los de Guisa. En 1571 Coligny se presentó en la corte, y pronto hizo fuerte impresión en el joven rey, quien
            llegó a llamarlo «padre mío». Además, se hicieron planes para casar a
            Margarita, hermana del Rey y por tanto hija de Catalina, con Enrique de Borbón,
            hijo de Antonio de Borbón, quien era uno de los principales jefes del partido
            protestante.
             Todo
            parecía marchar bien para los hugonotes, que tras largos sufrimientos podían
            por fin presentarse libremente en la corte y demás lugares públicos. Pero bajo
            las dulces apariencias se escondían otras intenciones. El nuevo duque de Guisa,
            Enrique, estaba convencido de que su padre había sido asesinado por orden de Coligny, y quería vengar su muerte. Catalina comenzaba a
            sentir celos del noble protestante cuya recia hidalguía había conquistado la
            admiración del Rey. Se tramó así una conspiración para deshacerse de quien era
            sin lugar a dudas la figura más limpia y respetable de esos tiempos turbulentos
            .
             Los
            principales jefes hugonotes se encontraban en París para las bodas de Enrique
            de Borbón, rey de Navarra, con Margarita Valois, hermana del Rey de Francia.
            Las nupcias se celebraron con toda pompa el 1 8 de agosto, y los protestantes
            se gozaban de verse, no solo tolerados, sino hasta respetados, cuando ocurrió
            el atentado alevoso. El almirante de Coligny iba
            hacia su casa, de regreso del Louvre, cuando desde un edificio que era
            propiedad de los de Guisa le dispararon, llevándole el índice de la mano derecha
            e hiriéndolo en el brazo izquierdo.
             Coligny no murió, pero los
            airados hugonotes clamaron pidiendo justicia. El Rey tomó la investigación en
            serio. Se decía que el arcabuz que se había utilizado para el atentado
            pertenecía al duque de Guisa, y que el asesino había huido en un caballo
            proporcionado por la Reina Madre. Algunos añadían que el hermano del Rey,
            Enrique de Anjou, era parte de la conspiración. El Rey, indignado, despidió a
            los de Guisa de la corte.
             En tales
            circunstancias era necesario para los conspiradores tomar medidas drásticas. De
            acuerdo con los de Guisa, Catalina de Médicis convenció a Carlos IX de que
            existía una vasta conspiración hugonote, encabezada por Coligny,
            para apoderarse del trono. El Rey, que nunca había mostrado independencia de
            criterio, lo creyó, y así quedó listo el escenario para la horrible matanza.
             La noche
            del día de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, con la anuencia del Rey, y
            siguiendo instrucciones de Catalina de Médicis, el duque de Guisa reunió a los
            encargados de guardar el orden en la ciudad, y les dio sus instrucciones,
            indicándole a cada uno qué casas debía asaltar y quiénes serían sus víctimas.
            El mismo se encargó personalmente del almirante de Coligny,
            que convalecía todavía.
             Coligny fue sorprendido en su
            cámara, donde fue herido repetidamente. Todavía vivo, lo arrojaron por la
            ventana a la calle, donde esperaba el duque, quien lo pateó y le dio muerte.
            Después mutilaron horriblemente su cuerpo, y colgaron lo que quedaba en el
            patíbulo de Montfaucon.
             Mientras
            tanto, unos dos mil hugonotes eran muertos de igual manera. En el propio
            palacio real del Louvre, la sangre corría por las escaleras. Los dos príncipes
            de la sangre protestantes, Luis de Condé y Enrique de
            Borbón, rey de Navarra y cuñado del Rey, fueron llevados ante este, donde se
            salvaron abjurando de su fe.
             La
            matanza de París fue la señal para que se produjeran hechos semejantes en las
            provincias. Los de Guisa habían enviado órdenes en ese sentido y, aunque varios
            magistrados se negaron a cumplirlas, diciendo que no eran verdugos ni asesinos,
            los muertos se contaron en decenas de millares.
             La
            noticia conmovió al resto de Europa, Como hemos dicho, Guillermo el Taciturno,
            que a la sazón marchaba sobre Bruselas (y que después se casó con una de las
            hijas de Coligny) se vio obligado a suspender su
            campaña. Isabel de Inglaterra se vistió de luto. El emperador Maximiliano II,
            con todo y ser buen católico, expresó su horror. Pero en Roma y en Madrid los
            sentimientos fueron muy distintos. El papa Gregorio XIII, al principio
            conmovido, cuando creyó que el protestantismo había sido aplastado en Francia
            ordenó que se cantara un Te Deum en celebración de la
            noche de San Bartolomé, y que se hiciera lo mismo todos los años para
            conmemorar el supuestamente glorioso acontecimiento. En cuanto a Felipe II, se
            dice que al enterarse de lo sucedido rió en público por
            primera vez, y que ordenó también un Te Deum y otras
            celebraciones.
             La
            guerra de los Tres Enriques
             Empero el
            protestantismo no había muerto en Francia. Carentes de jefes militares debido a
            la matanza de San Bartolomé, los hugonotes se hicieron fuertes en las plazas de
            La Rochelle y Montauban, que un tratado anterior les
            había concedido, y se prepararon a luchar, no ya contra los de Guisa, sino
            contra el propio Rey, a quien tacharon de tirano y asesino. Pronto recibieron
            el apoyo de muchos católicos que, cansados de las guerras de religión, creían
            que el bien del país requería una política de tolerancia, y a quienes se les
            dio el mote de «los políticos». Mientras tanto, Carlos IX, incapaz de llevar la
            carga de conciencia de la noche de San Bartolomé, se mostraba cada vez menos
            apto para gobernar, hasta que murió en 1574.
             La corona
            pasó entonces a su hermano Enrique de Anjou, uno de los autores de la matanza.
            Poco antes su madre, Catalina de Médicis, lo había hecho elegir rey de Polonia.
            Pero al saber de la muerte de su hermano, sin ocuparse siquiera de abdicar,
            corrió a París para tomar posesión del trono. Como su madre, Enrique III no
            tenía más convicciones que las necesarias para tomar y retener el poder. Por
            tanto, cuando se persuadió de que así le convenía, hizo las paces con los
            protestantes, a quienes concedió libertad de culto, excepto en París.
             Los de
            Guisa y los católicos más extremistas no tardaron en reaccionar. Con la ayuda
            de España, organizaron una «Santa Alianza», que les declaró la guerra a los
            protestantes y que llegó a contar con el apoyo indeciso del Rey, quien se
            encontraba en dificultades tanto políticas como económicas. Una vez más el país
            se vio sumido en guerras fratricidas que nada resolvían, pues los hugonotes
            eran incapaces de vencer a los católicos, y estos no podían acabar con
            aquellos.
             Entonces
            la posible sucesión al trono tomó un giro inesperado. El último de los hijos de
            Enrique II y Catalina de Médicis, Francisco de Alençon, murió. Puesto que el
            Rey no tenía hijos, su heredero resultaba ser Enrique de Borbón. Este príncipe,
            que había quedado como prisionero en París a consecuencia de la noche de San
            Bartolomé, había logrado escapar en 1 576 y, cambiando de religión por cuarta
            vez, se había vuelto a declarar calvinista. Aunque sus costumbres licenciosas
            (y las de su esposa Margarita de Valois) no eran del agrado de los hugonotes,
            alrededor de él se había vuelto a formar el núcleo de la resistencia
            protestante.
             Los
            católicos no podían tolerar la posibilidad de que Francia tuviera un rey
            protestante. Era necesario tomar medidas antes que el trono quedara vacante. Lo
            que se ideó entonces fue hacer de Enrique de Guisa el presunto heredero del
            trono. En Lorena apareció un documento según el cual los de Guisa descendían de
            Carlomagno, y por tanto su derecho a la corona era superior al que tenían, no
            solo los Borbones, sino también los Valois, que reinaban a la sazón.
             Había
            entonces tres partidos, cada uno encabezado por un Enrique. El rey legítimo,
            Enrique III de Valois, era de los tres el menos digno y hábil. El pretendiente
            católico, Enrique de Guisa, no tenía más derecho al trono que el que le daba un
            documento a todas luces espurio. El jefe protestante, Enrique de Borbón, rey de
            Navarra, no pretendía que el trono francés le perteneciera todavía, pero sí que
            él era el legítimo heredero.
             La guerra
            tuvo sus suertes contrarias, hasta que Enrique de Guisa se apoderó de París, y
            Enrique III acudió al método que antes él y su rival habían empleado contra los
            protestantes. El día antes de la Nochebuena de 1588, por órdenes del Rey,
            Enrique de Guisa fue asesinado en el mismo lugar donde quince años antes había
            dado órdenes para la matanza de San Bartolomé. Empero esto no le puso fin a la
            oposición. Nadie confiaba en un rey que repetidamente se había manchado con el
            asesinato político. Los católicos buscaron nuevos jefes y continuaron la lucha.
            Pronto la situación del Rey fue desesperada, y no le quedó más remedio que huir
            de París y refugiarse en el campamento de su antiguo rival, Enrique de Borbón,
            quien al menos lo reconocía como soberano legítimo.
             Enrique
            de Borbón recibió al Rey con todo respeto, aunque naturalmente no le permitió
            determinar el curso de sus acciones políticas. Pero esta situación no duró
            mucho, pues un dominico, Jacobo Clemente, convencido de que tenían razón los
            católicos más extremistas que decían que el Rey era un tirano, y que en tales
            circunstancias el regicidio era permitido, se infiltró en el campamento y le
            dio muerte.
             La muerte
            de Enrique III no le puso fin a la guerra. Enrique de Borbón, a todas luces el
            heredero legítimo, tomó el título de Enrique IV. Pero los católicos no estaban
            dispuestos a tener un rey protestante. Desde España, Felipe II buscaba el modo
            de adueñarse de Francia. El Papa declaraba que la herencia del de Borbón no era
            válida. En esas circunstancias, la campaña se prolongó cuatro años más, hasta
            que, convencido de que solo lograría el trono si se hacía católico, Enrique
            cambió de religión una vez más. Aunque la frase «París bien vale una misa», que
            le ha sido atribuida, es probablemente falsa, no cabe duda de que expresa algo
            de sus sentimientos. Al año siguiente, el nuevo rey entró en París, y con ello
            puso fin a varias décadas de guerras religiosas.
             Aunque se
            hizo católico, Enrique IV no olvidó a sus viejos compañeros de armas. Su
            actitud hacia ellos fue siempre leal y cortés, hasta tal punto que los
            católicos más recalcitrantes decían que todavía era hereje. Por fin, el 13 de
            abril de 1598, hizo promulgar el edicto de Nantes, que les concedía a los
            protestantes libertad de culto en todos los lugares donde habían tenido
            iglesias hasta el año anterior, excepto París. Además, para garantizar su
            seguridad, se les concedían por un período de ocho años todas las plazas
            fuertes que habían ocupado en 1597. A pesar de sus veleidades amorosas y
            religiosas, Enrique IV fue uno de los mejores reyes de Francia, a la que
            devolvió su antigua paz y prosperidad. Murió en 1610, tras un largo y memorable
            reinado, víctima del fanático asesino François de Ravaillac,
            quien estaba convencido de que todavía era un hereje protestante.
             
             Capítulo
            12 .- LA REFORMA CATÓLICA
                   
             Nada te
            turbe, nada te espante;
             todo se
            pasa, Dios no se muda.
             La
            paciencia todo lo alcanza.
             Quien a
            Dios tiene nada le falta.
             Solo Dios
            basta.
                             Santa Teresa de Jesús
             
             Según
            vimos, los impulsos reformadores que corrían por Europa eran demasiado fuertes
            y amplios para que el protestantismo pudiera contenerlos todos. Desde antes de
            la protesta de Lutero, había muchos que soñaban con una reforma eclesiástica, y
            que tomaban medidas en ese sentido. Particularmente en España, y gracias a la
            obra de Isabel la Católica y de Jiménez de Cisneros, la corriente reformadora
            cobró gran impulso, aunque sin abandonar los cauces del catolicismo romano.
             En
            términos generales, la reforma católica, aun después de aparecer el protestantismo,
            siguió las líneas trazadas por Isabel. Se trataba de un intento de reformar la
            vida y las costumbres eclesiásticas, de emplear la mejor erudición disponible
            para purificar la fe, y de fomentar la piedad personal. Pero todo esto sin
            apartarse un ápice de la ortodoxia, sino todo lo contrario. Los santos y los
            sabios de la reforma católica, como Isabel, fueron puros, devotos e
            intolerantes.
             Aunque,
            como hemos señalado, la reforma católica se remonta por lo menos a tiempos de
            Isabel, el advenimiento del protestantismo le dio un nuevo tono. No se trataba
            ya sencillamente de reformar la iglesia por razón de una necesidad interna,
            nacida de la vida misma de la iglesia, sino, además, de la obligación de
            responder a quienes proponían una reforma que rechazaba buena parte de la
            religión medieval. En otras palabras, tras la protesta de Lutero, la reforma
            católica, al mismo tiempo que continuó el curso trazado anteriormente por
            Isabel, Cisneros y otros, se dedicó también a refutar las doctrinas
            protestantes.
             Ya nos
            hemos referido a Juan Eck, el teólogo que en el debate de Leipzig llevó a
            Lutero a declararse husita. Aunque muchos historiadores protestantes han
            pretendido que Eck era un oscurantista que no tenía más interés que perseguir a
            los protestantes, esto no es cierto. Al contrario, Eck fue un pastor
            concienzudo, y un erudito que en 1537 publicó una traducción alemana de la
            Biblia.
             Empero no
            todos los jefes de la reforma católica eran del mismo espíritu. Jacobo Latomo, por ejemplo, quien era rector de la universidad de
            Lovaina, se dedicó a atacar tanto a los protestantes como a los humanistas,
            arguyendo que para entender la Biblia bastaba con leerla en latín, a la luz de
            la tradición de la iglesia, y que el estudio de los idiomas originales de nada
            servía.
             Luego,
            entre los católicos que se dedicaron a refutar a los protestantes había tanto
            personajes eruditos como otros de espíritu oscurantista. A la postre, fueron
            los primeros quienes se mostraron más capaces de responder a los retos del
            momento. De ellos, quizá los dos de mayor importancia fueron Roberto Belarmino
            y César Baronio. Belarmino fue el principal
            sistematizador de los argumentos católicos contra el protestantismo. A partir
            de 1576, y por doce años, ocupó en Roma la recién fundada cátedra de Polémica,
            y hacia fines de ese período empezó a publicar su magna obra, De las
            controversias de la fe cristiana, que terminó en 1593, y que a partir de
            entonces se ha vuelto la principal fuente católica de argumentos contra el
            protestantismo. De hecho, casi todos los argumentos que escuchamos hasta el día
            de hoy se encuentran ya en la obra de Belarmino.
             Uno de
            los episodios más famosos en la vida de este polemista fue el juicio de
            Galileo, en el cual tomó parte, y que concluyó declarando herética la idea de
            que la Tierna se mueve alrededor del Sol. Pero, aunque la polémica anticatólica
            siempre ha subrayado este incidente, el hecho es que Belarmino siempre sintió y
            demostró gran respeto hacia Galileo.
             César Baronio fue el gran historiador del catolicismo. Los
            protestantes de la universidad de Magdeburgo habían empezado a publicar una
            gran historia de la iglesia, en la que trataban de mostrar que el cristianismo
            original era muy distinto del catolicismo romano, y de explicar cómo se habían
            introducido las diversas innovaciones que los protestantes ahora trataban de
            eliminar.
             Puesto
            que esa historia se publicaba a razón de un volumen para cada siglo (nunca pasó
            del XIII) se llamaba Las centurias de Magdeburgo. En respuesta a ellas, Baronio escribió sus Anales eclesiásticos, que marcaron el
            comienzo de la historia de la iglesia como disciplina moderna.
             Las
            nuevas órdenes
             Al
            iniciarse la «era de los reformadores», eran muchos los que se dolían del
            triste estado a que habían llegado las órdenes monásticas.
             Erasmo y
            los humanistas criticaban su ignorancia. Isabel y Cisneros trataban de reformar
            las casas existentes, instándolas a volver a la estricta observancia de sus
            reglas. Cuando los reformadores alemanes comenzaron a cerrar los conventos y
            monasterios, hubo buenos católicos que no se preocuparon grandemente por ello.
            Lo mismo sucedió en Inglaterra cuando Enrique VIII se apoderó de las casas
            monásticas.
             Pero esto
            no quiere decir que todo el monaquismo estuviera corrompido. Había innumerables
            monjes y monjas que estaban convencidos de que era necesario reformar la vida
            monástica, y que se dedicaron a ello. Así comenzaron a aparecer en diversas
            partes de Europa nuevas órdenes. Algunas de ellas eran un intento de volver a
            la antigua observancia, mientras otras iban más lejos, y trataban de crear
            nuevas organizaciones que pudieran responder mejor a las necesidades de la
            época.
             Quizá el
            mejor ejemplo de las primeras sea la orden de carmelitas descalzas, fundada por
            Santa Teresa; y de las segundas, la de los jesuitas, que le debe su existencia
            a San Ignacio de Loyola.
             Teresa
            pasó la mayor parte de su juventud en Ávila, donde su padre y su abuelo se
            habían establecido después de haber sido condenados por la Inquisición de
            Toledo a llevar sambenitos. Desde niña se sintió atraída hacia la vida
            monástica, aunque al mismo tiempo la temía. Cuando por fin se unió a las monjas
            del convento carmelita de La Encarnación, en las afueras de Ávila, lo hizo
            contra la voluntad de su padre. Allí se volvió una monja popular, pues su
            ingenio y su encanto eran tales que lo mejor de la inteligencia abulense acudía
            a charlar con ella. Hastiada de esa vida, que no le parecía ser un verdadero
            cumplimiento de sus votos monásticos, se dedicó a leer obras de devoción.
            Cuando la Inquisición prohibió la lectura de los libros que le habían sido de
            más ayuda, tuvo una visión en la que Jesús le dijo: «No temas, yo te seré como
            un libro abierto». A partir de entonces sus visiones fueron cada vez más
            frecuentes.
             Llevada
            por tales visiones, decidió abandonar La Encarnación, y fundar, también en las afueras
            de Ávila, el convento de San José. Tras mucha oposición, logró que su misión
            fuera reconocida, y a partir de entonces se dedicó a fundar conventos por toda
            Castilla y Andalucía, lo que le valió el mote de «fémina andariega». Símbolo de
            su reforma de la antigua orden de los carmelitas eran las sandalias que
            llevaban ella y sus monjas, y por las que se les conoce como «carmelitas
            descalzas».
             San Juan
            de la Cruz colaboró estrechamente con Santa Teresa, quien a través de él pudo
            extender su reforma a las casas de varones. Por tanto, Santa Teresa fue la
            primera mujer en toda la historia de la iglesia en fundar, no solo una orden
            femenina, sino también otra para hombres, la de los carmelitas descalzos.
             Al mismo
            tiempo que se ocupaba de estas labores, que requerían gran genio administrativo
            y sensibilidad pastoral, Teresa fue una mística dedicada a la contemplación de
            Jesús, quien en una visión contrajo con ella nupcias espirituales. Sus obras
            místicas, entre las que se cuentan Camino de perfección y Moradas del castillo
            interior, han llegado a gozar de tal autoridad que en 1970 Pablo VI la declaró
            «doctora de la iglesia universal». Fue la primera mujer en gozar de tal título,
            que le ha sido conferido también a Santa Catalina de Siena.
             Mientras
            la reforma de Santa Teresa iba dirigida a la vida monástica, y a la observancia
            más estricta de la vieja regla de los carmelitas, la de San Ignacio de Loyola,
            algo anterior, iba dirigida hacia afuera, en un intento de responder a los
            retos que su época le planteaba a la iglesia.
             Ignacio
            de Loyola
             Ignacio
            era el hijo menor de una vieja familia aristocrática, y había soñado con
            alcanzar gloria mediante la carrera militar cuando, en el sitio de Pamplona,
            fue herido en una pierna, que nunca sanó debidamente. En su lecho de dolor y
            amargura, se dedicó a leer obras de devoción, hasta que tuvo una visión que él
            mismo cuenta en su Autobiografía, escrita en tercera persona:
             Estando
            una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo
            Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy
            excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de
            cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del alma todas las especies
            que antes tenía en ella pintadas.
             Entonces
            marchó en peregrinación a la ermita de Monserrate, donde, en un rito parecido a
            las antiguas prácticas de caballería, se dedicó a la Virgen y confesó todos sus
            pecados. De allí se retiró a Manresa, para dedicarse a la vida eremítica. Pero
            todo esto no bastaba para calmar su espíritu, atormentado, como antes el de
            Lutero, por un profundo sentido de su propio pecado. Dejemos que él mismo nos
            cuente su experiencia:
             Mas en
            esto vino a tener muchos trabajos de escrúpulos. Porque, aunque la confesión
            general que había hecho en Monserrate había sido con asaz diligencia y toda por
            escrito, [...] todavía le parecía a las veces que algunas cosas no había
            confesado, y esto le daba mucha aflicción; porque, aunque confesaba aquello, no
            quedaba satisfecho. Mas [...] el confesor vino a mandarle que no confesase
            ninguna cosa de las pasadas, si no fuese alguna cosa tan clara. Mas, como él
            tenía todas aquellas cosas por muy claras, no aprovechaba nada este
            mandamiento, y así siempre quedaba con trabajo. [ ...] Estando en estos
            pensamientos, le venían muchas veces tentaciones, con grande ímpetu, para
            echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía y estaba junto del lugar
            donde hacía oración. Mas, conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar:
            «Señor, no haré cosa que te ofenda». [ ...]
             Tales
            eran los tormentos por los que pasó el futuro fundador de la orden de los jesuítas antes que, sin que él mismo nos explique cómo ni
            por qué, conoció la gracia de Dios, «y así de aquel día adelante quedó libre de
            aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido
            librar por su misericordia».
             Todo esto
            muestra que hay un paralelismo estrecho entre la experiencia de Lutero y la de
            Ignacio de Loyola. Pero, mientras el monje alemán se lanzó entonces por un
            camino que a la postre lo llevó a romper con la iglesia católica, el español
            hizo todo lo contrario. A partir de entonces se dedicó, no ya a la vida
            monástica de quien busca su propia salvación, sino al servicio de la iglesia y
            su misión.
             Primero
            fue a Palestina, el lugar que durante siglos había sido el centro de atracción
            del alma europea, con la esperanza de ser misionero entre los turcos. Pero los
            franciscanos que a la sazón trabajaban allí temieron los problemas que podría
            crear aquel español de espíritu fogoso, y lo obligaron a abandonar la región.
            Entonces decidió que le era necesario estudiar teología para poder servir mejor
            a la iglesia. Aunque era ya mayor, regresó a las aulas, y estudió en Barcelona,
            Alcalá, Salamanca y París. Pronto se congregó alrededor de él un pequeño grupo
            de compañeros, atraídos por su fe ferviente y su entusiasmo. Por fin, en 1534,
            regresó a Monserrate con sus compañeros, y allí todos hicieron votos de
            pobreza, castidad y obediencia al Papa.
             El
            propósito inicial de la nueva orden era trabajar entre los turcos de Palestina.
            Pero cuando el papa Pablo III la aprobó en 1540, la amenaza del protestantismo
            era tal que la Sociedad de Jesús (que así se llamó la nueva orden) vino a ser
            también uno de los principales instrumentos de la iglesia católica para hacerle
            frente al protestantismo. Al mismo tiempo, los jesuítas no abandonaron su interés misionero, y en la próxima sección de esta historia
            nos encontraremos repetidamente con ellos, trabajando en los más remotos
            rincones del globo.
             Como
            respuesta al protestantismo, la Sociedad de Jesús fue un arma poderosa. Su
            organización cuasimilitar, y su obediencia absoluta
            al Papa, le permitían responder rápida y eficientemente a cualquier reto.
            Además, pronto los jesuítas se distinguieron por sus
            conocimientos, y muchos de ellos se mostraron dignos contrincantes de los
            mejores polemistas protestantes.
             El
            papado reformador
             Cuando
            Lutero clavó sus tesis en Wittenberg, el papado estaba en manos de León X,
            quien tenía más interés en embellecer la ciudad de Roma, y en aumentar el
            prestigio y poderío de su familia (los Médicis), que en los asuntos
            eclesiásticos. Para él Lutero y su protesta no fueron más que una molestia y
            una interrupción en medio de sus planes. Por tanto, no solo los protestantes,
            sino también los católicos de espíritu reformador, estaban convencidos de que
            la reforma religiosa que tanto se necesitaba no vendría de Roma. Mientras
            algunos esperaban que fueran los señores laicos quienes por fin intervinieran
            para poner en orden los asuntos eclesiásticos, otros revivían las viejas ideas
            conciliaristas, y pedían que se convocara a un concilio universal que tratara
            tanto de las cuestiones doctrinales planteadas por Lutero y los suyos como de
            la corrupción y el abuso que reinaban en la iglesia, y el modo de ponerles fin.
             El breve
            pontificado de Adriano VI (el último papa no italiano hasta Juan Pablo II, en
            el siglo XX) ofreció algunas esperanzas de reforma, pues el pontífice, que
            antes había sido mentor de Carlos V, era un hombre de vida pura y altos
            ideales. Pero el nuevo papa se mostró incapaz de sobreponerse a las intrigas y
            los intereses de la curia, y en todo caso murió antes de poder poner en marcha
            sus principales proyectos de reforma.
             El
            próximo papa, Clemente VII, era primo de León X, y su política fue muy
            semejante a la de su pariente. Una vez más el sumo pontífice se dedicó
            principalmente a embellecer a Roma, y fue solo en ese empeño que tuvo éxito, ya
            que durante su reinado Inglaterra se separó de la obediencia romana, y las
            tropas de Carlos V tomaron y saquearon a Roma.
             Pablo
            III, que sucedió a Clemente, es un personaje ambiguo. En ocasiones dio muestras
            de confiar más en la astrología que en la teología. Como el de los papas
            anteriores, su reinado se vio manchado por el nepotismo, pues hizo cardenales a
            sus nietos, todavía adolescentes, y se las arregló para hacer a su hijo duque
            de Parma y Piacenza. También, al igual que todos los papas renacentistas,
            dedicó buena parte de sus esfuerzos al embellecimiento de Roma, para lo cual le
            era necesario continuar los viejos sistemas mediante los cuales la riqueza de
            Europa fluía hacia Roma, y que eran uno de los motivos de queja de los
            reformadores. Pero, a pesar de todo esto, fue también un papa reformador. Fue
            él quien reconoció a los jesuítas, y empezó a
            utilizarlos tanto en el campo misionero como en la polémica con los
            protestantes. En 1536, nombró una comisión de distinguidos cardenales y obispos
            para que le presentaran un informe acerca de la reforma eclesiástica. Ese
            informe, que mostraba hasta qué punto había llegado la corrupción, llegó de
            algún modo a manos de los enemigos del papado, y pronto se convirtió en una de
            las principales fuentes de materiales para los protestantes en sus ataques
            contra esa institución. Es necesario recalcar, para honra de Pablo III, que el
            informe en cuestión fue escrito a solicitud suya, con el propósito de descubrir
            los abusos y eliminarlos. Pero, por otra parte, el informe mismo sirvió para
            hacerle ver al Papa hasta qué punto sus recursos económicos dependían de
            prácticas injustificadas, y cuál sería entonces el costo de una verdadera
            reforma. El resultado neto fue que Pablo III postergó sus proyectos
            reformadores, o al menos los mitigó. En todo caso, a Pablo III le corresponde
            la honrosa distinción de haber finalmente convocado al tan ansiado concilio
            reformador, que comenzó sus reuniones en Trento en 1545, y del que trataremos
            en el próximo epígrafe de este capítulo.
             El
            siguiente papa, Julio III, tuvo todos los vicios del anterior, y pocas de sus
            virtudes. Una vez más el nepotismo imperó en Roma, y la corte pontificia se
            volvió un centro de festejos y juegos, como cualquier otra corte europea. A la
            muerte de Julio, se ciñó la tiara papal Marcelo II, quien canceló todos los
            festejos que se acostumbraba celebrar en ocasión de la coronación de un nuevo
            papa, y llevó su repudio del nepotismo hasta la exageración. Pero su
            pontificado terminó con su muerte prematura.
             Por fin,
            en 1555, el cardenal Juan Pedro Carafa fue elegido
            papa, y a partir de entonces el movimiento reformador echó profundas raíces en
            Roma. Carafa era uno de los miembros de la comisión
            que le había rendido informe a Pablo III acerca del estado deplorable de la
            iglesia, y tan pronto como fue electo se dedicó a corregir los males que antes
            había señalado. Fue un hombre en extremo austero y hasta rígido, que confundió
            la necesidad de reforma con sus deseos de imponer una exagerada uniformidad de
            criterios. Por ello bajo su gobierno los poderes y la actividad de la
            Inquisición aumentaron hasta rayar en el terror, y el índice de libros
            prohibidos proscribió alguna de la mejor literatura católica. Pero a pesar de
            tales excesos, Pablo IV merece crédito por haber limpiado la curia romana, y
            haber puesto el papado al frente del movimiento reformador católico. En
            diversos grados y de distintas maneras, esa política fue seguida por sus
            sucesores, al menos hasta fines del período que nos ocupa.
             El
            Concilio de Trento
             El lector
            recordará que Lutero y varios otros reformadores apelaron repetidamente a un
            concilio universal. Sin embargo, durante los primeros años de la «era de los
            reformadores», los papas se opusieron a la convocación de tal asamblea, pues
            temían que renaciera el viejo espíritu del conciliarismo del siglo XV, que sostenía que la autoridad de un concilio universal era
            superior a la del papa. En consecuencia, no fue sino en tiempos de Pablo III,
            tras la ruptura definitiva entre protestantes y católicos, cuando se empezó a
            pensar seriamente en la posibilidad de un concilio universal convocado por el
            Papa.
             Tras
            largas idas y venidas que no es necesario relatar aquí, el Concilio se reunió
            por fin en Trento en diciembre de 1545. Carlos V había insistido en que la
            asamblea tuviera lugar en territorio que le perteneciera, y fue por ello que se
            escogió esa ciudad del norte de Italia, que era parte del Imperio. Al principio
            la asistencia fue escasísima, pues, aparte los tres legados papales, se reunieron
            en Trento 31 prelados.
             Y aun al
            final del Concilio, en 1563, los prelados presentes eran solamente 213.
             Hasta
            entonces, los grandes concilios de la iglesia se habían dedicado a resolver
            unos pocos problemas, o a discutir y condenar una doctrina determinada. Pero
            las cuestiones que planteaban los protestantes eran tan fundamentales, y la
            iglesia estaba en tal necesidad de reforma, que el Concilio no se limitó a
            condenar el protestantismo, sino que discutió toda clase de doctrinas, al
            tiempo que se dedicó a reformar las costumbres del clero.
             La
            historia de este sínodo, considerado por los católicos romanos el decimonono
            concilio ecuménico, fue harto accidentada. Cuando Pablo III se sintió fuerte, y
            sus relaciones con Carlos V se volvieron más tensas que de costumbre, le ordenó
            a la asamblea que se trasladara a los estados papales. Pero el Emperador les
            prohibió y terminaron sus sesiones en 1563. Luego, el Concilio duró desde 1545
            hasta 1563, aunque estuvo en receso durante la mayor parte de ese tiempo.
             Los
            decretos del Concilio de Trento son demasiado numerosos para resumirlos aquí.
            Por una parte, se ocupó de reformar la iglesia, exigiendo que los obispos
            vivieran en sus sedes, prohibiendo el pluralismo, regulando las obligaciones
            del clero, y estableciendo seminarios para la mejor preparación del ministerio.
            Por otra parte, se dedicó a condenar las doctrinas protestantes. En ese
            sentido, el Concilio declaró que la traducción latina de la Biblia conocida
            como «Vulgata» era suficiente para cualquier discusión dogmática, que la
            tradición tenía una autoridad paralela a la de las Escrituras, que los
            sacramentos son al menos siete, que la misa es un verdadero sacrificio que
            puede ofrecerse en beneficio de los muertos, que en ella no es necesario que todos
            reciban tanto el pan como el vino, que la justificación es el resultado de la
            colaboración entre la gracia y el creyente, mediante los méritos de las buenas
            obras, etc.
             Aquel
            concilio, a pesar de su historia accidentada, del escaso número de prelados que
            asistieron, y de los obstáculos que varios soberanos pusieron antes de permitir
            que los decretos fueran promulgados en sus territorios, marcó el nacimiento de
            la iglesia católica moderna. Esta no era exactamente igual que la iglesia
            medieval contra cuyas costumbres protestó Lutero, sino que era un nuevo
            fenómeno, producto en parte de una reacción contra el protestantismo. Durante
            los próximos cuatro siglos, esa reacción sería tal que la iglesia romana se
            vería imposibilitada de aceptar el hecho de que muchos de los elementos de la
            Reforma protestante, rechazados en Trento, tenían profundas raíces en la
            tradición cristiana. Como veremos más adelante, quizá ése sea el descubrimiento
            más importante que el catolicismo romano ha hecho en el siglo XX.
             
             Capítulo
            13.- EL PROTESTANTISMO ESPAÑOL
                   
             ¡Valor,
            camaradas! Esta es la hora en que debemos mostrarnos valientes soldados de
            Jesucristo. Demos fiel testimonio de su fe ante los hombres, y dentro de pocas
            horas recibiremos el testimonio de su aprobación ante los ángeles.
             Julianillo
            Hernández
             
             En los
            capítulos anteriores hemos tratado principalmente de aquellos países en que el
            protestantismo logró echar fuertes raíces: Alemania, Suiza, Holanda,
            Inglaterra, etc. Hubo otros en donde su impacto fue menor, aunque también
            notable, y que no hemos discutido aquí por razones de falta de espacio. Entre
            estos últimos cabe mencionar Italia, Polonia, Hungría, Rusia, Grecia y otros.
            En cierto sentido, España pertenece también a esta segunda categoría. La
            historia del protestantismo en ella es una serie de persecuciones, reuniones
            clandestinas, muertes y exilios. A la postre, no quedaron vestigios de aquel
            antiguo protestantismo que puedan señalarse con certeza. Pero, por otra parte,
            la historia de aquellos antiguos reformadores españoles, perseguidos, exiliados,
            torturados y muertos, es también un capítulo importante de la nuestra, pues
            hablamos el mismo idioma. Por esa razón, antes de dejar la «Era de los
            reformadores», debemos darle al lector al menos un atisbo de ella.
             La
            historia del protestantismo en España está aún por escribirse. Hay numerosos
            ensayos y monografías acerca de personajes o hechos relacionados. Pero un
            movimiento que fue en su mayor parte clandestino resulta siempre difícil de
            investigar, pues frecuentemente se halla oculto en episodios que el tiempo y la
            falta de atención se han encargado de borrar. Por tanto, lo que intentaremos
            hacer aquí no será narrar la historia del protestantismo español, sino ofrecer
            más bien un bosquejo de ella, con algunos episodios que sirvan para darle al lector
            una idea de la fe y el heroísmo de aquellos personajes casi olvidados.
             Erasmismo,
            Reforma e Inquisición
             Al
            comenzar la «era de los reformadores», había pocos países en Europa donde el
            espíritu reformador pareciera tener mayores probabilidades de éxito que en
            España. Erasmo había cifrado en ella sus esperanzas de ver una reforma según él
            la concebía. La obra de Isabel la Católica y de Cisneros había dado frutos, y
            las reformas que ellos habían emprendido, aunque distaban mucho todavía de ser
            universales, se iban abriendo camino. El rey Carlos, nieto de Isabel, era
            admirador del movimiento humanista, y se había hecho rodear de varios
            consejeros que pertenecían a él. Entre ellos se contaba su secretario Alfonso
            de Valdés, quien lo acompañó a la dieta de Worms. La
            universidad de Alcalá, y varias otras, se habían vuelto centros de reforma.
             Entonces
            estalló la reforma luterana en Alemania, y la vieja reforma española se volvió
            una contrarreforma. Como toda reacción, esa contrarreforma comenzó a ver enemigos,
            no solo en el protestantismo, sino también en los erasmistas que no estaban
            dispuestos a ser tan extremistas como ella. El resultado fue que muchos de
            ellos se vieron obligados a abandonar el país, e impulsados a tomar actitudes
            más radicales con respecto a las cuestiones religiosas que se debatían.
             Al mismo
            tiempo, la Inquisición, que hasta entonces se había ocupado principalmente de
            los supuestos judaizantes y de los moriscos falsamente convertidos, comenzó a
            dirigir su atención hacia los «luteranos» (título que se le daba a toda persona
            que tomase posiciones siquiera remotamente parecidas a las de Lutero).
             Todo este
            proceso, sin embargo, tomó algún tiempo. Durante el reinado de Carlos V fueron
            pocos los españoles que se sintieron atraídos por el protestantismo, y la
            mayoría de ellos prefirió vivir en el exilio. A principios del reinado de
            Felipe II las autoridades se percataron de que las ideas «luteranas» (en
            realidad, casi todos los protestantes españoles eran más calvinistas que luteranos)
            habían penetrado profundamente en el país. Fue entonces, como veremos más
            adelante, cuando se desató la verdadera persecución.
             La
            reforma mística y humanista: Juan de Valdés
             A Juan de
            Valdés, cuyo hermano Alfonso era secretario del Emperador, le cabe el honor de
            haber sido el primer autor «luterano» en español. Decimos «luterano», porque
            ése fue el título que le dieron sus enemigos. En realidad, la doctrina de
            Valdés nunca hubiera sido aceptada por el Reformador de Wittenberg, pues Valdés
            era un místico que combinaba la larga tradición mística española con el
            humanismo al estilo de Erasmo.
             Cuando la
            Inquisición empezó a sospechar de él, y resultó claro que su hermano Alfonso no
            tendría el poder necesario para defenderlo, Juan de Valdés decidió abandonar
            España, y se refugió en Nápoles, que también pertenecía a Carlos V, pero donde
            la Inquisición no tenía el alcance que tenía en España. Allí pasó el resto de
            sus días dedicado a la meditación religiosa. Alrededor de él se reunió un
            círculo de aristócratas que admiraban sus enseñanzas. Puesto que su propósito,
            más que reformarla iglesia, era lograr una vida espiritual más profunda para el
            individuo, Valdés pudo evitar ser condenado por las autoridades eclesiásticas.
            A su muerte, su discípula Giulia de Gonzaga continuó reuniendo el grupo fundado
            por él, hasta que ella también murió.
             El propio
            Valdés no parece haber sido verdaderamente protestante. Su énfasis en la vida
            del espíritu, a veces en contraposición, no solo a los ritos externos, sino
            también al estudio de las Escrituras, era muy distinto de lo que predicaban los
            reformadores luteranos y calvinistas. Pero en todo caso varios de sus
            discípulos, entre ellos el famoso predicador Bernardino de Ochino,
            general de la orden de los capuchinos, sí se hicieron protestantes, y tuvieron
            que emigrar de Italia. El propio Ochino siguió una
            carrera accidentada, pues después de hacerse protestante y refugiarse en
            Ginebra comenzó a formular declaraciones contra la doctrina de la Trinidad, y a
            favor de las enseñanzas de Serveto, y a la postre se
            vio obligado a partir hacia Polonia, donde murió años después, cuando se
            preparaba a emigrar una vez más por cuestiones doctrinales.
             Las
            comunidades protestantes en España
             El
            contacto entre España, por una parte, y Alemania y los Países Bajos, por otra,
            no podía sino llevar a la introducción del protestantismo en la Península
            Ibérica. En 1519 fueron enviados a España los primeros escritos de Lutero, y al
            año siguiente se tradujo al español su comentario sobre Gálatas. A partir de
            entonces, y de manera esporádica, continuaron infiltrándose en España,
            principalmente procedentes de los Países Bajos, libros de esa índole. Puesto
            que al principio se confundía la reforma que propugnaba Erasmo con la que había
            sido iniciada por Lutero, los libros luteranos fueron populares en los círculos
            humanistas, y la Inquisición tomó medidas para descubrirlos y desunirlos. Pero
            todo esto no pasaba de mera curiosidad o, cuando más, de deseos de que en
            España se comenzara una reforma parecida a la que estaba teniendo lugar en
            Alemania. Hacia fines del reinado de Carlos V se fundaron las primeras
            comunidades o iglesias protestantes, en Valladolid y en Sevilla. Y aún
            entonces, no se trataba verdaderamente de gente que estuviera convencida de que
            era necesario seguirlas doctrinas de Lutero o de Calvino, sino de miembros de
            la Iglesia Católica que soñaban con su reforma, y que recibían inspiración de
            los escritos protestantes.
             Uno de
            los principales promotores del protestantismo español fue Julián Hernández,
            conocido debido a su baja estatura como «Julianillo». Cuando por fin fue
            apresado por la Inquisición, se comportó con singular valentía. Repetidamente
            fue llevado a la cámara de torturas, sin que pudieran arrancarle una
            abjuración, ni el nombre de alguno de sus correligionarios. Al regresar a su
            celda, después de largas sesiones de suplicio, se dice que iba cantando: Al ser
            llevado a la pira después de tres años de prisión y torturas, pronunció las
            palabras que hemos citado al principio de este capítulo, y murió de manera
            ejemplar.
             En
            Sevilla, el más renombrado predicador de la catedral, el doctor Constantino
            Ponce de la Fuente, era parte del círculo que estudiaba las doctrinas
            protestantes. Además, en las afueras de la ciudad, en el convento de San
            Isidoro en Santiponce, el movimiento reformador había llegado hasta tal punto
            que toda la vida monástica se reorganizó, para dar más tiempo al estudio de las
            Escrituras, y menos a los ritos tradicionales.
             Hacia
            fines de 1557 y principios de 1558, comenzó a haber indicios de que la
            Inquisición se aprestaba para asestar un rudo golpe a los círculos de
            inclinaciones protestantes. En Valladolid, el movimiento se había infiltrado
            entre las monjas de Santa Clara y las cistercienses. En Sevilla, había pasado
            del convento de Santiponce a otras casas vecinas y se abría paso entre los
            laicos de toda la comarca. Quienes creían que el protestantismo era el peor mal
            que asolaba al mundo tenían que tomar medidas para su destrucción.
             Apercibidos,
            los monjes de San Isidoro se reunieron para discutir la situación, y
            determinaron que cada cual quedaba libre para seguir el curso que le pareciera
            aconsejable. Doce de ellos decidieron partir por distintas rutas y reunirse un año
            más tarde en Ginebra. Así lo hicieron, y tras largas y diversas odiseas todos
            llegaron a la ciudad suiza. Entre los refugiados sevillanos se contaban Juan
            Pérez, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, personajes de gran importancia
            en la historia de la Biblia castellana.
             A los
            pocos días de la partida de aquellos frailes, estalló la tormenta. En Sevilla
            alrededor de ochocientas personas fueron llevadas a las cárceles de la
            Inquisición, y unas ochenta en Valladolid. En Sevilla, el tumulto fue tal que
            la Inquisición se vio obligada a poner guardias en el puente que separaba su
            castillo de Triana de la ciudad, por temor a que el pueblo tratara de libertar
            a los presos.
             Entre
            estos últimos se encontraba Constantino Ponce de la Fuente, pues los inquisidores
            descubrieron inesperadamente algunas de sus obras, conservadas en secreto, en
            las que criticaba las doctrinas y prácticas más comunes del catolicismo de su
            época. Poco después se dieron órdenes para que en otras ciudades se procediera
            de igual manera, y pronto las cárceles inquisitoriales en las principales
            ciudades de España rebosaban de acusados.
             Los
            procesos que se iniciaron entonces duraron largo tiempo. Constantino murió de
            disentería en la cárcel malsana, y los inquisidores dataron de manchar su
            memoria diciendo que se había suicidado ingiriendo vidrio molido. Muchos de los
            acusados confesaron su «herejía», abjuraron de ella, y fueron condenados a
            diversas penas. Pero contra la mayoría se siguió un juicio tan prolongado que
            muchos murieron antes de recibir veredicto alguno.
             El primer
            «auto de fe» contra los protestantes se celebró en Valladolid el 21 de mayo de
            1559, y en él catorce personas fueron muertas, mientras otras dieciséis fueron
            castigadas públicamente de distintos modos. En el segundo, celebrado en la
            misma ciudad el 8 de octubre de ese año, los muertos fueron trece, y dieciséis
            los castigados de otro modo. En Sevilla, donde el número de los acusados era
            mayor, el primer auto de fe tuvo lugar el 24 de septiembre, y en él los condenados
            a morir fueron veintiuno. Entre ellos estaban cuatro frailes de San Isidoro,
            que habían decidido permanecer allí cuando sus hermanos partieron hacia
            Ginebra. El segundo auto de fe sevillano tuvo lugar más de un año después, el
            22 de diciembre de 1560, y en él murió Julianillo Hernández, junto a otros
            trece compañeros de fe. A partir de entonces los autos de fe se multiplicaron,
            y durante cada uno de los próximos diez años hubo al menos una docena de ellos.
            Luego, el número de los condenados a muerte por ser «luteranos» fue
            considerable. Y mucho mayor fue el de los que recibieron condenas menores,
            tales como confiscación de bienes, prisión perpetua, llevar sambenitos, etc.
            Pero a pesar de ello, hacia fines de ese siglo, todavía la Inquisición se veía
            obligada a continuar buscando y condenando a quienes persistían en sus
            inclinaciones protestantes.
             Los
            protestantes exiliados
             En vista
            de la persecución que los amenazaba constantemente, fueron muchos los
            protestantes españoles que decidieron abandonar su patria y establecerse en
            otros lugares. Pronto hubo iglesias protestantes españolas en Amberes,
            Estrasburgo, Ginebra, Hesse y Londres. Dada la inestabilidad política de los
            tiempos, los miembros de tales comunidades se vieron a veces obligados a
            emigrar de nuevo, como sucedió en Amberes cuando el duque de Alba tomó la
            ciudad.
             La obra
            más notable de esos exiliados fue la traducción de la Biblia al castellano. En
            1543, en Amberes, Francisco de Enzinas publicó su
            versión del Nuevo Testamento, basada sobre el texto griego de Erasmo. Iba
            dedicada al emperador Carlos V, a quien Enzinas se la
            presentó personalmente en Bruselas. El monarca le prometió estudiarla, y se la
            hizo llegar a su confesor. El resultado fue que Enzinas fue encarcelado por fomentar la herejía. Quince meses permaneció preso, hasta
            que un buen día encontró abiertas las puertas de su cárcel, y escapó.
             En 1556,
            Juan Pérez, uno de los sevillanos que habían huido antes de estallar la
            persecución, publicó su versión del Nuevo Testamento, y poco después la de los
            Salmos. Cuando murió, en París, dejó toda su herencia para la publicación de
            Una Biblia castellana.
             Empero el
            gran héroe de esa empresa fue Casiodoro de Reina. Al igual que sus compañeros
            de convento, Casiodoro había llegado a Ginebra huyendo de los rigores de la
            Inquisición, y pronto comen-zó a no sentirse a gusto,
            y a decir que Serveto había sido quemado «por falta
            de caridad», y que Ginebra se había vuelto «una nueva Roma». A partir de
            entonces se vio obligado a exiliarse repetidamente, en Frankfort, Londres,
            Amberes, etc. Tras largas penurias y contratiempos, pudo por fin ver publicada
            su Biblia en 1569. Su vida, que nos hemos visto obligados a relatar aquí en
            unas pocas líneas, es uno de los capítulos más dramáticos de toda la «era de
            los reformadores».
             Algunos
            años más tarde, en 1602, Cipriano de Valera publicó la revisión de la Biblia de
            Casiodoro que llegó a ser la versión de las Escrituras más usada entre
            protestantes de lengua española, hasta el siglo XX.
             
             Capítulo
            14 .- UNA EDAD CONVULSA
                   
             Dios es
            nuestro amparo y fortaleza,
             Nuestro
            pronto auxilio en las tribulaciones.
             Por
            tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,
             Y se
            traspasen los montes al corazón del mar;
             Aunque
            bramen y se turben sus aguas,
             Y
            tiemblen los montes a causa de su braveza.
                                   Salmo 46.1 -3
             
             La era
            que acabamos de narrar fue una de las más convulsas de toda la historia del
            cristianismo. En poco menos de un siglo, el edificio de la cristiandad medieval
            comenzó a derribarse. El viejo ideal de una sola iglesia con el Papa a la
            cabeza, que nunca había sido aceptado en el Oriente, perdió también su vigencia
            en el Occidente. A partir de entonces, el cristianismo occidental se vio
            dividido en varias tradiciones que, aunque posteriormente se acercaran entre
            sí, reflejaban enormes diferencias.
             Al
            comienzo del siglo XVI, a pesar de la corrupción que existía en la iglesia, y
            de las muchas personas que se dolían de ella y soñaban con una reforma, todos
            seguían pensando que la iglesia era esencialmente una, y que esa unidad debía
            reflejarse en su estructura y jerarquía. De hecho, los principales reformadores
            partieron de esa posición, y fueron pocos los que llegaron a negarla
            rotundamente. Para los jefes del protestantismo, la unidad de la iglesia era
            una de sus características esenciales y por tanto, aunque de momento fuera
            necesario quebrantarla a fin de ser fieles al mensaje bíblico, esa misma
            fidelidad exigía que se continuara haciendo todo lo posible por volver a la
            unidad perdida.
             También
            se daba por sentado, al iniciarse aquella «era de los reformadores», que un
            estado dividido por cuestiones de religión no podía subsistir. Desde poco
            después de la conversión de Constantino, los cristianos se habían acostumbrado
            a pensar, como antes lo habían hecho los paganos, que un estado tenía que
            decidirse por una religión, y que dentro de él todos tenían que someterse a
            ella. Con la sola excepción de los judíos (y, en España, de los musulmanes),
            quienes vivían en un estado cristiano debían ser cristianos y fieles hijos de
            la iglesia.
             Este modo
            de entender la unidad nacional, o la relación entre la fe y el estado, fue la
            causa fundamental de las repetidas guerras religiosas que sacudieron todo el
            siglo XVI (y también el siguiente). A la postre, y en unos lugares antes que en
            otros, se fue llegando a la conclusión de que tal unidad de creencias no era
            necesaria para la seguridad del estado, o al menos que, aunque deseable, su
            precio sería demasiado elevado. Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, en
            Francia, donde el edicto de Nantes puso de manifiesto el fracaso de la política
            anterior que trataba de forzar a todos los franceses a aceptar la misma
            persuasión teológica. Con ello se comenzó un largo proceso que tendría enormes
            consecuencias, pues poco a poco los diversos estados de Europa se vieron
            obligados a adoptar una política de tolerancia religiosa, en la que se permitía
            la existencia de diversas opiniones teológicas. Y de allí se pasó a la idea,
            más moderna, del estado laico, que fue deplorada por algunas iglesias, según
            veremos más adelante, pero que era consecuencia de la diversidad que comenzó a
            manifestarse en el siglo XVI.
             También
            en ese siglo acabó de derrumbarse el sueño de un imperio universal. El último
            emperador que, siquiera de un modo limitado, pudo abrigar tales ilusiones fue
            Carlos V. A partir de entonces los llamados «emperadores» no fueron más que
            reyes de Alemania, y aun allí su poder era un tanto precario por el carácter electivo
            de esa dignidad.
             Por
            último, la idea conciliarista también se vino al
            suelo. Durante varias décadas los reformadores estuvieron esperanzados de que
            un concilio universal les daría la razón, y pondría en orden la casa del Papa.
            Lo que sucedió fue todo lo contrario, pues el papado puso en orden sus propios
            asuntos, y cuando por fin se reunió el Concilio de Trento resultaba claro que
            dicha asamblea era un instrumento en las manos de los papas, y no un verdadero
            tribunal internacional e imparcial.
             Es
            necesario tener en mente todo esto para comprender la vida, los hechos y el
            temple de quienes tuvieron que vivir en esa época, y en ella ser fieles al
            mandato de su Señor. Tanto entre protestantes como entre católicos hubo
            gigantes comparables tan solo a aquellos de la que hemos llamado «era de los
            gigantes». En su derredor el mundo convulso se derrumbaba a la vez que se
            agrandaba (no se olvide que, cronológicamente, la «era de los reformadores»
            coincidió con la «era de los conquistadores» que hemos de narrar en la próxima
            sección). Los viejos puntos de apoyo — el papado, el Imperio, la tradición — se
            tambaleaban. Como decía Galileo, la Tierra misma se movía.
             Las
            conmociones sociales y políticas eran frecuentes. El viejo feudalismo se echaba
            a un lado, para dejarle paso al naciente capitalismo. En una época
            supuestamente ilustrada, se cometían terribles atrocidades en nombre del
            Crucificado. Y se cometían con toda sinceridad y absoluta convicción.
             Tal fue
            la época en que les tocó vivir a Lutero, Calvino, Knox, Menno Sünons y todos los demás reformadores de quienes hemos
            tratado aquí. Y lo que resulta notable es la confianza que estos reformadores
            tuvieron en la Palabra de Dios, no solo para darles la razón y la victoria,
            sino también para producir la reforma que toda la iglesia necesitaba, y de la
            cual lo que ellos hacían no era más que el preámbulo. Lutero y Calvino, por
            ejemplo, siempre creyeron que el poder de la Palabra de Dios era tal que,
            mientras la iglesia romana continuara teniéndola en su seno, y por mucho que se
            negara a escucharla, siempre quedaba en ella un «vestigio de iglesia», y
            esperaban el día cuando en la vieja iglesia se volviera a oír esa Palabra, y
            comenzara a producir reformas semejantes a las que ellos propugnaban. Fue tal
            confianza en el poder de la Palabra lo que les permitió, en medio de esa edad
            convulsa, y aun cuando su vida peligraba, continuar cantando y viviendo el
            Salmo: «Por tanto, no temeremos aunque la tierra sea removida, y se traspasen
            los montes al corazón del mar».
             
             Capítulo
            15 .- ISABEL LA CATÓLICA
                   
             ... que
            en ello pongan mucha diligencia, e no consientan ni den lugar que los indios
            vecinos e moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas e por ganar, resciban agravio alguno de sus personas e bienes; más mando
            que sean bien e justamente tratados.
             Testamento
            de Isabel la Católica
             
             Isabel la
            Católica, la reina cuya política religiosa nos sirvió de punto de partida en la
            sección anterior, encabeza también la presente. Este proceder sirve para
            señalar dos hechos fundamentales. El primero es que, en el orden del tiempo, la
            «era de los reformadores» coincidió con la «era de los conquistadores».
            Mientras Lutero se ocupaba de dar los primeros pasos que llevarían a la reforma
            de la iglesia, Cortés y Pizarra soñaban con conquistar glorias e imperios. El
            segundo hecho es que, cuando abandonamos la perspectiva germana o anglocéntrica que ha dominado buena parte de la historia
            eclesiástica, el papel de España en la historia del siglo XVI se agiganta. Y,
            como fundadora de esa España, se vislumbra siempre la figura de Isabel la
            Católica.
             Cuando
            nació Isabel, en Madrigal de las Altas Torres, el 22 de abril de 1451, no se
            esperaba que heredara el trono de Castilla. Tal herencia le correspondía a su
            medio hermano Enrique, nacido de la primera esposa de Juan U, doña María de
            Aragón, veinticinco años antes. A fines de 1453, la madre de Isabel, doña
            Isabel de Portugal, le daba a Juan II otro hijo varón, Alfonso, y con ello
            parecía seguro que el cetro de Castilla nunca pasaría a manos de la infanta
            Isabel.
             Ocho
            meses después del nacimiento de Alfonso, murió Juan II, y el trono pasó, sin
            disturbio alguno, a su hijo mayor Enrique IV. Empero este no tenía dotes de
            gobernante, y pronto fueron muchos los descontentos. El nuevo rey emprendió
            repetidas campañas contra los moros de Granada, aguijoneado por quienes
            ambicionaban gloria y botín. Pero todas sus campañas no pasaron de meras
            incursiones en territorios moros, donde los soldados se dedicaban a destruir
            las cosechas del enemigo. De este modo el Rey esperaba debilitar a los
            granadinos.
             Pero lo
            que de veras lograba era granjearse la enemistad de los guerreros castellanos,
            que veían en él un príncipe titubeante. Al mismo tiempo, otros se quejaban de
            que la justicia del Rey se vendía por dinero, y que el monarca, que se mostraba
            misericordioso para con el moro, era cruel con los castellanos que
            obstaculizaban sus deseos. Entre ellos se contaban su madrastra doña Isabel de
            Portugal y los dos hijos de esta, Isabel y Alfonso.
             El odio
            del Rey hizo recluir a doña Isabel en el castillo de Arévalo, donde la que
            hasta poco antes había sido reina de Castilla perdió la razón. Fue en tales
            condiciones, odiada y apartada de la corte por su hermano, y en compañía de su
            madre loca y de su pequeño hermano, que la futura reina Isabel pasó los
            primeros años de su vida. En 1460, cuando contaba nueve años de edad, fue
            apartada por fuerza de su madre y llevada de nuevo a la corte, donde la
            colocaron bajo la custodia de los capitanes del Rey. Al parecer, la razón que
            llevó a Enrique a tomar tal decisión fue que se percató de las tramas que
            comenzaban a urdirse alrededor de sus dos medio hermanos, y que se acrecentaban
            porque Enrique no tenía hijos que pudieran heredar el trono.
             Cuando
            era todavía muy joven, y antes de morir su padre, Enrique se había casado con
            la princesa Blanca de Navarra. Pronto se corrió la voz de que el príncipe era
            incapaz de consumar el matrimonio, y a la postre, cuando por motivos de estado
            se decidió disolver la unión, las autoridades castellanas obtuvieron del Papa
            su anulación. La razón que entonces se dio, y que resultaría importantísima
            para la historia posterior de España, era que, por «algún hechizo», Enrique era
            incapaz de unirse a su esposa. A partir de entonces sus enemigos comenzaron a
            llamarle «Enrique el Impotente», y por ese nombre lo conoce la historia .
             Empero el
            Rey necesitaba proveer sucesor al trono, y por ello contrajo un nuevo
            matrimonio con Juana de Portugal, hermana del rey de ese país. Hasta el día de
            hoy los historiadores no concuerdan acerca de si aquel matrimonio se consumó o
            no. Los cronistas de la época se contradicen mutuamente, según los intereses
            partidistas. Unos dicen que la impotencia del Rey con su primera esposa no se
            manifestó con la segunda, y señalan que después Enrique tuvo varias amantes.
            Ortos afirman lo contrario, y dicen — lo que se comentaba ya en vida de Enrique
            — que tales supuestas amantes no lo fueron de veras, sino que sencillamente se
            prestaron al disimulo que era necesario para esconder la dolencia del soberano.
            Estos mismos cronistas añaden que Enrique, ante la necesidad de proveer
            heredero para el trono, le procuraba amantes a su mujer.
             Fue la
            presencia de uno de estos presuntos amantes lo que llevó al escándalo y por fin
            a la guerra civil. Don Beltrán de la Cueva, a quien el Rey colmaba de honores,
            acostumbraba visitar a la Reina aun estando ausente su esposo. Tales visitas
            dieron lugar a conjeturas, que los enemigos del Rey y de don Beltrán no dejaron
            de explotar. Cuando por fin la Reina dio a luz una niña, la infanta doña Juana
            de Castilla, no faltaron quienes dijeran que la presunta heredera del Rey era
            en verdad hija de don Beltrán.
             Con todo,
            la niña fue declarada heredera de la corona, y los poderosos del reino le
            juraron obediencia. En su bautismo, Isabel, la futura reina de Castilla, le
            sirvió de madrina.
             La
            oposición al Rey iba creciendo, y con ella el partido de quienes, sinceramente
            o por conveniencia, llamaban a la presunta heredera «la Beltraneja». El marqués
            de Villena, antiguo favorito del Rey que se veía eclipsado por don Beltrán de
            la Cueva, unió sus fuerzas a las de su tío Alonso Canillo, arzobispo de Toledo,
            y entrambos promovieron una rebelión en la que varios de los más poderosos
            nobles y prelados del reino se atrevieron a exigirle al Rey que declarara su
            propia deshonra, haciendo heredero suyo a su medio hermano Alfonso y negando la
            legitimidad de «la Beltraneja». Contra el consejo de sus allegados, que lo
            instaban a tomar las armas frente a los rebeldes, Enrique capituló. Aunque sin
            declarar explícitamente que doña Juana no era hija suya, nombró a Alfonso
            heredero de la corona.
             Don
            Beltrán de la Cueva tuvo que ausentarse de la corte, y el marqués de Villena
            recibió la custodia del joven heredero. Mas esto no satisfizo a los rebeldes,
            que estaban empeñados en despojar a la corona de toda autoridad, ni al Rey, que
            se sentía humillado. Creyendo contar con el apoyo del arzobispo Carrillo,
            Enrique marchó contra los rebeldes. Su desengaño fue grande cuando descubrió
            que Carrillo y los insurgentes se habían confabulado para coronar a Alfonso, y
            declarar depuesto a Enrique. Mientras los rebeldes marchaban a reunirse en Ávila,
            el Rey huía hacia Salamanca. Alfonso, que a la sazón contaba poco más de once
            años, se dejó llevar por las promesas de los conspiradores y aceptó el título
            real, contra los consejos de su hermana mayor Isabel, quien le señaló que un
            trono fundado en la usurpación carecería de bases sólidas. Pero Alfonso no tuvo
            tiempo para ver cumplirse la profecía de su hermana, pues murió poco después de
            coronado, dejando acéfalo al partido rebelde.
             Alonso
            Carrillo corrió entonces al convento cisterciense de Santa Ana, en Ávila, donde
            residía Isabel, para ofrecerle la corona que antes había ceñido su hermano.
            Pero la princesa se mostró inflexible, argumentando con el Arzobispo de igual
            modo que antes lo había hecho con su hermano: «Porque si yo gano el trono
            rebelándome contra él [Enrique] ¿cómo podría condenar mañana a quien quisiera
            desobedecerme?» Por fin, junto a los viejos Toros de Guisando, se llegó a un
            acuerdo entre las partes en pugna. Según ese acuerdo, los rebeldes reconocían a
            Enrique como soberano, y este en cambio nombraba a Isabel como su sucesora. De
            este modo el partido de los insurrectos, carente de una sien sobre la cual
            asentar la corona de la rebeldía, lograba al menos la humillación del Rey.
             Isabel
            aceptó este acuerdo porque estaba convencida de que doña Juana, la Beltraneja,
            llevaba con justicia ese apodo, y no era por tanto legítima heredera de la
            corona. Así, quien nunca esperó ocupar el trono de Castilla, y pasó sus
            primeros años en medio de penurias y soledades, fue convertida en legítima
            heredera de su medio hermano.
             Enrique
            IV
             Enrique
            no quedó contento con este arreglo, que en fin de cuentas era una mancha en su
            honra. Al reunirse las cortes del reino, se negaron a ratificar lo acordado en
            los Toros de Guisando. Y los partidarios de Enrique se dedicaron a alejar a
            Isabel procurando casarla con algún potentado extranjero, mientras fortalecían
            su posición ofreciéndole la mano de la Beltraneja al Rey de Portugal.
             Empero
            Isabel no estaba dispuesta a dejarse arrebatar la corona de la que ahora, tras
            la muerte de Alfonso, se consideraba legítima heredera. Tras hacer sus propias
            investigaciones, decidió casarse con el príncipe heredero de Aragón, don
            Fernando, que venía bien recomendado por varios de los consejeros de la
            princesa. Cuando Enrique se enteró de las gestiones independientes que Isabel
            llevaba a cabo con respecto a su matrimonio, ordenó que fuera encarcelada. Pero
            el pueblo de Ocaña se sublevó, e impidió que se cumpliera la orden real. De
            allí Isabel pasó a Madrigal de las Altas Torres, y después a Valladolid, donde
            se sentía segura por contar con numerosos simpatizantes.
             Mientras
            tanto, en Aragón, los agentes del Rey de Castilla tenían vigilado a Fernando,
            para que no acudiera a Castilla a casarse con Isabel o a incitar a la rebelión.
            Mas el príncipe logró burlar la vigilancia de los castellanos y, mientras
            supuestamente dormía, escapó. Luego, disfrazado de arriero y con una recua de
            muías que llevaba escondidos en burdos fardos los trajes necesarios para la
            boda, llegó hasta Valladolid, donde lo esperaba su prometida.
             La única
            dificultad que se interponía entonces era el hecho de que Fernando e Isabel
            eran primos segundos, y que por tanto era necesario una dispensa papal antes de
            celebrar su matrimonio. El papa Pablo II se negaba a dar tal dispensa,
            solicitada repetidamente por el Rey de Aragón, diciendo que el de Castilla no
            estaba de acuerdo con el matrimonio proyectado. Pero al llegar el momento de la
            boda el arzobispo Carrillo presentó una supuesta dispensa papal, y el
            matrimonio tuvo lugar. Más tarde los historiadores han llegado a la conclusión
            de que la tal dispensa era espuria, aunque al parecer Isabel no estaba al tanto
            de los manejos del Arzobispo. En todo caso, cuando los vientos políticos
            soplaron decididamente a favor de Isabel y Fernando, Roma confirmó la validez
            de su matrimonio.
             Mientras
            tanto, Enrique le declaró la guerra a Aragón, alegando que el vecino reino se
            había inmiscuido en los asuntos internos de Castilla. Pero el papado estaba
            interesado en fomentar la unidad y la armonía entre los príncipes cristianos,
            por cuanto la amenaza turca hacia temblar a Europa. Rodrigo Borgia, el futuro
            Alejandro VI, fue enviado a España como legado pontificio Las gestiones del
            legado tuvieron buen éxito, y Enrique consintió en hacer las paces con los
            aragoneses, aceptar el matrimonio entre Isabel y Femando, y declarar una vez
            más que su medio hermana era la legítima heredera del trono.
             Las
            diversas partes que accedieron a este acuerdo esperaban nuevas tensiones y
            luchas. Pero poco después de los hechos que acabamos de relatar Enrique IV
            murió inesperadamente, y al día siguiente, 12 de diciembre de 1474, Isabel fue
            coronada en Segovia como reina de Castilla.
             La
            premura con que Isabel fue coronada señala lo incierto de su posición. Aunque
            Fernando se encontraba fuera de Castilla, combatiendo junto a su padre en el
            Rosellón, Isabel y sus consejeros decidieron no aguardar su retomo. Lo que
            sucedía era que el partido de la llamada Beltraneja no había desaparecido del
            todo. Tan pronto como tuvo noticias de lo acaecido, el Rey de Portugal, quien
            había recibido en promesa la mano de esa infortunada princesa, reclamó para sí
            el título real a nombre de su futura esposa e invadió las tierras castellanas.
             Fernando
            acudió presuroso a defender la herencia de su esposa, en tanto que esta, a
            pesar de encontrarse en medio de su segundo embarazo (poco antes había dado a
            luz a su primogénita, a quien llamó Isabel), se dedicó a recorrer el país
            reclutando un improvisado ejército. El magnetismo personal de la Reina se
            manifestó entonces, y pronto Fernando pudo oponerse al invasor al frente de un
            ejército de cuarenta y dos mil hombres.
             Los dos
            ejércitos chocaron en los campos de Toro, y la batalla resultó indecisa. Pero,
            mientras el Rey de Portugal se dedicaba a reorganizar sus tropas, Fernando
            envió correos a todas las ciudades de Castilla, y a varios reinos extranjeros,
            dándoles la noticia de una gran victoria, en la que las tropas portuguesas
            habían sido aplastadas. Ante tales noticias, el partido de la Beltraneja se
            disolvió, y el portugués se vio forzado a regresar a su reino. Mientras tanto,
            a consecuencia de sus largas cabalgatas en defensa de su reino, la Reina perdió
            la criatura de aquel segundo embarazo.
             Tras
            todas estas vicisitudes, Isabel quedaba dueña de los reinos de Castilla y León,
            que antes habían pertenecido a su padre Juan II y a su medio hermano Enrique
            IV. Empero aquellos reinos se encontraban en grave estado. Los grandes nobles y
            prelados habían aprovechado la debilidad de los dos monarcas anteriores para
            acrecentar su poder. Y era a ellos que Isabel debía, en parte al menos, el
            poder ahora ceñirse la corona.
             Pero la
            idea de la realeza que Isabel tenía no le permitía acomodarse a las pretensiones
            de los poderosos. Además, la administración pública, tras largos años de
            incertidumbre, estaba en el más completo desorden. La administración de
            justicia, que Enrique había confiado a subalternos ineptos e indignos, dejaba
            mucho que desear. Los pasos a través de las montañas estaban en manos de
            pequeñas bandas armadas, que vivían del pillaje. Pero el problema más urgente,
            por cuanto imposibilitaba todo plan de gobierno por parte de la Reina, era la
            actitud levantisca de los magnates, que durante el reinado de Enrique IV se
            habían acostumbrado a actuar según sus antojos, y a imponer su voluntad sobre
            la del Rey.
             La
            actitud de Isabel frente a los poderosos se manifestó de inmediato. Doquiera
            aparecía la más ligera chispa de rebelión, se presentaba la Reina y, combinando
            la autoridad de su porte y persona con la de las armas que la acompañaban,
            ahogaba la rebelión. Al tiempo que perdonaba a quienes se habían dejado llevar
            por los grandes, castigaba a los jefes de la revuelta, por no parecer débil como
            su difunto hermano. Pero generalmente sus castigos se limitaban a desposeer a
            los sediciosos de sus plazas fuertes o, cuando más, a desterrarlos. Así fue la
            Reina afianzando su poder por todos sus territorios, desde Galicia al norte
            hasta Andalucía al sur.
             Las
            órdenes militares, nacidas en tiempos de guerra constante contra los moros,
            eran otra amenaza al poder real. Las tres más importantes eran las de Santiago,
            Alcántara y Calatrava. Para dar una idea del poder de tales órdenes, baste
            decir que la de Santiago contaba con dos centenares de villas y plazas fuertes,
            además de las rentas de otras tantas parroquias. Por varias décadas el cargo de
            gran maestre de cualquiera de estas órdenes había sido codiciado por los
            magnates, y quienes lo alcanzaban se atrevían a enfrentarse al poder real.
             Cuando el
            cargo de gran maestre de Santiago quedó vacante, la Reina le pidió al Papa que
            le concediese autoridad para nombrar la persona que lo ocuparía. Un noble, don
            Alonso de Cárdenas, trató de adelantarse a los designios de Isabel convocando a
            una elección urgente, que debía tener lugar en Uclés. Pero allí se presentó
            Isabel inesperadamente y ordenó que la elección fuese suspendida hasta tanto
            llegase la respuesta del Papa. Cuando esa respuesta llegó, la Reina, en un
            golpe maestro de habilidad política, nombró gran maestre al propio don Alonso,
            dejando bien claro que le daba «como gracia lo que él pretendiera como
            derecho». A partir de entonces la gran orden de Santiago sirvió de instrumento
            dócil en manos de Isabel. Este proceso de sujetar las Órdenes militares a la
            corona fue llevado a feliz término haciendo nombrar a Fernando gran maestre de
            Alcántara en 1487, y de Calatrava en 1492. Cuando, en 1499, murió don Alonso de
            Cárdenas, el Rey fue hecho también gran maestre de Santiago.
             Un
            aspecto fundamental de la política centralizadora de Isabel fue la reforma de
            la hacienda. Hasta entonces eran muchos los que cobraban impuestos de diversas
            clases, y solo una fracción de tales impuestos llegaba a la corona. A fin de
            aumentar el poder del bono, y refrenar el de los magnates, era necesario
            establecer un sistema de hacienda que hiciera llegar los fondos a las arcas
            reales. Esto fue lo que hizo Isabel. Su principal colaborador en este campo,
            don Alonso de Quintanilla, mandó hacer un inventario de todas las riquezas del
            reino, que se compiló en doce gruesos tomos. A base de ese inventario se
            reformó el sistema de impuestos, con tan buen éxito que en los ocho años de
            1474 a 1482 las entradas de la corona se multiplicaron por catorce. Y, gracias
            a las reformas implantadas, esto se logró sin aumentar los gravámenes sobre los
            trabajadores y los menesterosos.
             Por
            último, el trono de Castilla se afianzó sobre la Santa Hermandad. Desde varias
            generaciones antes, en diversas partes de España, se habían organizado
            hermandades de defensa mutua. Pero estas habían caído en desuso durante los
            reinados de Juan II y Enrique IV. Ahora Isabel decidió darle nueva vida a esa
            antigua institución, aunque colocándola directamente bajo el poder real. Para
            poner fin a las rapiñas y abusos que existían por todas partes, se organizó una
            fuerza de policía que recibió el nombre de «Santa Hermandad». A esta fuerza
            cada cien vecinos debían contribuir con el mantenimiento de un hombre de a
            caballo, que estaría siempre pronto a perseguir a los malhechores. Además, la
            Santa Hermandad recibió poderes judiciales que le permitían enjuiciar y
            castigar a los criminales que capturaba. Se trataba entonces de una fuerza
            militar permanente, de carácter popular, que le servía a la corona tanto para
            limpiar el país de bandidos y otros criminales como para fortalecer su política
            de limitar el poder de los magnates. A la postre, la Santa Hermandad llegó a
            gozar de autoridad para castigar los abusos de los poderosos. Así, una vez más,
            la corona se apoyó sobre las clases medias y bajas para aplastar a la alta
            nobleza y a los prelados levantiscos.
             Mientras
            tanto, continuaban las dificultades con Portugal, cuyo rey, insistiendo siempre
            en su propósito de casarse con doña Juana, «la Beltraneja», reclamaba para sí
            la corona de Castilla. Francia, por su parte, aprovechaba las tensiones que
            existían en la Península Ibérica para tratar de apoderarse de los territorios
            vascos. Pero a la postre las tropas de Isabel y Fernando se impusieron en ambos
            frentes, y aplastaron también a los castellanos que continuaban apoyando las
            pretensiones de Portugal y de la Beltraneja. Fernando se encontraba ausente en
            Aragón, tomando posesión del trono de su recién difunto padre, cuando Isabel
            logró concluir la paz con Portugal.
             Unidas
            entonces las coronas de Castilla y Aragón, firmada la paz con Francia y
            Portugal, y afianzado el poder real dentro de Castilla, quedaba franco el
            camino hacia la m s preciada ambición de Isabel: completar la reconquista
            mediante la toma de Granada.
             La
            guerra de Granada
             Desde el
            año 711 , los moros habían estado presentes en España. Aunque posteriormente
            los cristianos llegaron a creer que los siete siglos entre el 711 y el 1492
            fueron una larga guerra de reconquista contra el poderío moro, lo cierto es que
            buena parte de ese tiempo pasó sin que hubiera mayores conflictos entre moros y
            cristianos, y que repetidamente se hicieron alianzas políticas y militares
            entre ellos, frente a algún contrincante de una u otra religión. En todo caso,
            la obra de la reconquista había quedado prácticamente paralizada desde el siglo
            XIII, cuando el rey Femando III el Santo había permitido que se estableciera,
            en el extremo sur de la Península, y como vasallo de Castilla, el reino moro de
            Granada. La condición de vasallaje requería que Granada le pagase tributos a
            Castilla. Pero con el correr de los años, según el reino de Granada fue
            fortaleciendo sus fronteras, y el de Castilla se vio sumido en la anarquía,
            tales tributos dejaron de pagarse.
             La
            existencia del reino de Granada era una espina en la carne de Isabel, para
            quien la misión histórica de Castilla requería la conquista de ese reino.
            Fernando, por su parte, seguía la vieja política aragonesa de estar más
            interesado en los asuntos del Mediterráneo que en los de España. Luego, en
            cierto sentido, la empresa de la conquista de Granada fue un proyecto isabelino
            y castellano, aunque Fernando tomó en él parte activísima.
             Cuando se
            sintió suficientemente fuerte, Isabel trató de hacer valer su autoridad sobre
            Granada, exigiendo el pago de los tributos que ese reino le debía a la corona
            de Castilla. Es de suponer que la hábil Reina sabía que los moros granadinos se
            negarían a pagar, y que ello llevaría a la guerra. En efecto, los granadinos
            respondieron que en Granada no se dedicaban a labrar oro ni plata, sino a
            fabricar armas contra sus enemigos. Se dice que al recibir noticia de esta
            respuesta Fernando exclamó: «¡A esa Granada le arrancaré los granos uno a uno!»
            Poco después, los moros tomaron por sorpresa la plaza de Zahara, con lo cual
            dieron comienzo a las hostilidades.
             A partir
            de entonces (1481), y hasta 1492, Fernando e Isabel se dedicaron, por así
            decir, a quitarle los granos a Granada uno a uno. Cada año cabo una campaña en
            la que se sitiaron y tomaron varias plazas fuertes de los moros. Fernando
            dirigía los ejércitos, mientras Isabel, muy cerca de los campos de batalla, los
            exhortaba con su presencia y se ocupaba de su avituallamiento. Fue en 1489,
            cuando los gastos de la guerra exigían medidas drásticas, que la Reina envió
            sus joyas a Valencia, en garantía de un préstamo. Posteriormente se ha
            confundido este hecho, y se ha dicho, erróneamente, que Isabel empeñó sus joyas
            para la empresa colombina.
             Por fin,
            en 1490, Fernando e Isabel se consideraron listos a sitiar la propia ciudad de
            Granada. A fin de mostrarles a los moros que el cerco era permanente, y que no
            lo levantarían antes de la victoria, los castellanos construyeron frente a la
            ciudad musulmana la villa de Santa Fe. Al principio esta ciudad militar fue
            hecha con materiales provisionales; pero cuando el fuego hizo presa de ella los
            Reyes ordenaron que se reconstruyera en cantería.
             Mientras
            tanto, el reino de Granada pasaba por profundas dificultades internas. Boabdil,
            su último rey moro, había llegado a esa posición mediante una rebelión, y
            durante la mayor parte del período de guerra contra los castellanos hubo
            también disensiones y hasta guerras entre los mismos moros.
             A la
            postre, tras firmar las Capitulaciones de Granada, los Reyes Católicos entraron
            triunfantes en la ciudad el 2 de enero de 1492. La reconquista había terminado.
             Como
            señalamos en la sección anterior de esta Historia, las Capitulaciones de
            Granada les garantizaban a los moros toda clase de derechos, que pronto fueron
            abrogados. A la postre los últimos moriscos de Castilla fueron obligados a
            recibir el bautismo y adaptarse a las costumbres de los cristianos.
             La
            rendición de Granada le permitió a la Reina ocuparse de un marino genovés que
            desde algún tiempo antes proyectaba un arriesgado viaje a las Indias navegando,
            no hacia el este, como era costumbre, sino hacia el oeste. Fue en la ciudad de
            Santa Fe, en las afueras de Granada, que se firmaron las Capitulaciones de
            Santa  Fe, que deberían servir de base a
            la empresa colombina.
             
             Capítulo
            16 .- UN NUEVO MUNDO
                   
             Yo te
            mando que todas las personas que traten contigo, que las honres y trates bien,
            desde el mayor al más pequeño, porque son su pueblo de Dios nuestro Señor.
             Cristóbal
            Colón a su hijo Diego
             
             Apenas
            terminaba España de lograr su unidad nacional, gracias al matrimonio de
            Fernando e Isabel, y de alcanzar la integridad territorial con la conquista de
            Granada, cuando le fueron ofrecidos nuevos mundos que descubrir, conquistar,
            colonizar y evangelizar.
             Pocos
            episodios en la historia humana son tan sorprendentes como la enorme expansión
            española del siglo XVI, sobre todo si tenemos en cuenta que unos pocos años
            antes los reinos de Castilla y Aragón estaban separados, que el moro retenía
            todavía el reino de Granada, y que la propia Castilla se encontraba dividida
            por la discordia y las luchas sucesorias. Atribuirle a Isabel toda la gloria de
            ese inesperado despertar español sería caer en el error de quienes creen que la
            historia es una sucesión de personajes heroicos, y no se percatan de los muchos
            factores que hacen posible la gesta del héroe. Pero aun después de tomar esto
            en cuenta, no cabe duda de que Isabel fue el personaje del momento, que supo
            darles forma a las circunstancias que alrededor de ella iban haciendo posible
            el nacimiento de la España moderna y del imperio español.
             Casi al
            momento mismo de la rendición de Granada, aparece en la historia un personaje
            de origen oscuro y todavía discutido, que compartiría con Isabel la gloria de
            fundar el imperio español de Ultramar. Cristóbal Colón era de origen genovés,
            al parecer hijo de un cardador de lana, y a los veinticinco años de edad llegó
            a Portugal, donde comenzó a granjear su fortuna al casarse con doña Felipa
            Moñiz, que pertenecía a la nobleza de Portugal, y cuyo padre era gobernador de
            Madeira.
             Acerca
            del motivo y el modo de la llegada de Colón a Portugal, los historiadores
            difieren, pues mientras unos dicen que formaba parte de la tripulación de una
            pequeña flota genovesa que fue atacada por los portugueses, y que fue hecho
            prisionero, otros sospechan que era en realidad pirata, o al menos corsario, y
            señalan que hubo un corsario de nombre Coulom que tomó parte activa a favor de Francia y Portugal en las guerras que hemos
            señalado anteriormente en tomo al derecho de sucesión de la Beltraneja. De ser
            esto así, se explicaría por qué Colón fue tan poco explícito con respecto a sus
            orígenes y carrera anterior.
             En todo
            caso, Colón conoció en Portugal a varios famosos navegantes y cartógrafos, y
            además tuvo ocasión de navegar tanto a Madeira y Porto Santo como a Guinea, en
            el África. A la postre llegó a su famosa conclusión de que, si el mundo era
            redondo, como afirmaban tantos sabios, debería ser posible llegar al Oriente
            navegando constantemente hacia el occidente. Si ése fue su proyecto inicial, o
            si al principio pensaba solamente descubrir nuevas tierras, inclusive la «Antlantis» que algunos cartógrafos colocaban al oeste del
            océano, no está del todo claro. Al parecer, el proyecto que Colón le planteó a
            la corte portuguesa no consistía en buscar una nueva ruta a las Indias, sino
            sencillamente en explorar el Atlántico occidental.
             Un
            nuevo mundo
             Muerta su
            esposa, sin esperanza de que la corona portuguesa apoyara su empresa, y cargado
            de deudas, Colón abandonó el país en secreto, y se dirigió al sur de España. En
            Huelva vivía la hermana de su difunta esposa, y posiblemente el futuro
            Descubridor quería dejar con ella a su pequeño hijo Diego. Además, algunos
            escritores antiguos hablan de un piloto de Huelva, Alonso Sánchez, que había
            vislumbrado tierras al oeste cuando su novio fue arrastrado en esa dirección
            por una tormenta.
             En varios
            lugares de Andalucía, y particularmente en La Rábida, Colón encontró oídos
            atentos y personas de prestigio dispuestas a apadrinar su proyecto en la corte
            castellana. Puesto que la corte residía en Córdoba, desde donde se dirigían los
            asuntos de la guerra granadina, Colón se radicó en esa ciudad.
             Los Reyes
            Católicos no tomaron con gran entusiasmo el proyecto colombino. Lo sometieron a
            varias juntas de leñados, y el informe recibido no fue halagador. Al parecer,
            además de la cuestión geográfica de si lo que Colón proyectaba era factible,
            había dudas acerca de la legitimidad de tal empresa.
             En todo
            caso, se le dijo al futuro Almirante que, a causa de la guerra de Granada, la
            corona española no estaba en condiciones de adoptar su proyecto.
             En vista
            de la continuación de dicha guerra, Colón comenzó a hablar de la posibilidad de
            marchar a Francia o a Inglaterra, y ofrecerles sus servicios a esas naciones.
            Parece que se preparaba para marchar cuando un personaje influyente, convencido
            del valor de su proyecto, o al menos temiendo las consecuencias si Colón se
            ponía al servicio de otro país y su empresa resultaba tener buen éxito,
            intervino una vez más ante Isabel en pro del empobrecido aventurero. La Reina
            le concedió entonces algunos fondos, y con ellos se las arregló Colón hasta que
            la rendición de Granada le dio nuevas esperanzas.
             Por fin,
            en abril de 1492, se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe.
             Las
            condiciones que Colón ponía para colocarse al servicio de la corona española
            les parecieron desmedidas a los Reyes, y por algún tiempo el proyecto quedó en
            suspenso. Pero por fin, en abril de 1492, se firmaron las Capitulaciones de
            Santa Fe, que le concedían los títulos de Almirante del Mar Océano y Virrey y
            Gobernador General de las tierras colonizadas. Además, puesto que la empresa
            era principalmente comercial, llevada por la esperanza de llegar a las Indias,
            se les otorgaba al Almirante y a sus sucesores la décima parte de todo el
            comercio que resultara de la empresa. Es muy probable que estas Capitulaciones,
            que han despertado el interés de los historiadores, hayan sido vistas por la
            corte castellana como de menor importancia. Nadie soñaba que el viaje que se
            preparaba pudiera tener los resultados que tuvo, y por tanto la corona, que
            arriesgaba bien poco en la empresa, estaba dispuesta a mostrarse pródiga.
             Son de
            todos sabidas las dificultades que tuvo Colón para reunir la tripulación de sus
            tres carabelas. Fue gracias a la intervención y el apoyo decidido del
            prestigioso navegante Martín Alonso Pinzón que la pequeña flotilla pudo por fin
            hacerse a la mar, el 3 de agosto de 1 492.
             Tras una
            escala en Canarias, las tres carabelas partieron hacia el occidente ignoto.
            Colón dirigió la navegación, siguiendo siempre el paralelo 28. Pero su cálculo
            de la circunferencia terrestre era en extremo inexacto, pues la fijaba en la
            tercera parte de lo que en realidad es. Por tanto, a principios de octubre la
            tripulación comenzó a dudar de la empresa toda. Si llegó a haber motín o no, no
            está claro. Pero en todo caso fue Martín Alonso Pinzón quien, con su prestigio
            entre la tripulación, logró calmar los ánimos y prolongar la búsqueda unos días
            más. Por fin, el 12 de octubre de 1492, los cansados aventureros pusieron pie
            en la isla de Guanahaní, en las Lucayas,
            a la que nombraron San Salvador.
             Tras
            navegar por las Lucayas, la flotilla colombina se
            dirigió hacia el sur, donde tocó tierra en Cuba y en Haití. La primera recibió
            el nombre de Juana en honor del infante don Juan, y la segunda el de La
            Española. En La Española, la principal de las tres carabelas, la Santa María,
            encalló, y con sus maderos Colón hizo construir el fuerte Natividad, en la
            bahía de Samaná. Allí dejó, a modo de guarnición, a algunos de los hombres de
            la Santa María, con la promesa de visitar el lugar en su próximo viaje. Las dos
            carabelas restantes emprendieron entonces el retorno. El mal tiempo las separó,
            y fueron a dar a distintos puertos en la Península Ibérica. Pero a la postre
            regresaron a Palos de Moguer, de donde habían partido, el 14 de marzo de 1493.
             Los
            reyes, que se encontraban en Barcelona, hicieron venir al intrépido marino, que
            trajo consigo varias pruebas de sus descubrimientos, inclusive algunos
            habitantes de las tierras supuestamente descubiertas, a quienes se llamó
            «indios» por proceder de las Indias, según él creía.
             Aunque se
            ha exagerado el recibimiento de que los reyes hicieron objeto al Almirante, no
            cabe duda de que fue cordial, y que pronto se comenzaron planes para otro
            viaje, al tiempo que se expedían solicitudes a Roma para que el Papa, a la
            sazón el aragonés Alejandro VI, diera las bulas necesarias para una empresa de
            colonización y evangelización.
             No es
            necesario relatar aquí los pormenores de los demás viajes colombinos. Acerca
            del segundo, es preciso señalar que navegó en él, como legado apostólico, el
            religioso fray Bernardo Boil. Además de tocar por
            primera vez en Puerto Rico y varias islas menores, Colón y los suyos se
            dirigieron de nuevo a La Española, donde encontraron destruido el fuerte
            Natividad. Los indios, hartos del mal trato recibido de los españoles, se
            habían sublevado y matado a todos los colonizadores. Allí dejó Colón a fray
            Bernardo, a cargo de la evangelización de la isla, y al militar Pedro
            Margarita, con la encomienda de conquistarla. Así comenzó lo que sería tan
            característico de la empresa española en América, es decir, la unión de los
            intereses de conquista y colonización con la tarea evangelizadora.
             Tras
            visitar de nuevo a Cuba, y levantar acta haciendo constar que se trataba de
            tierra firme, y que por tanto había llegado al Asia, Colón regresó a España.
            Durante este segundo viaje se pusieron de manifiesto algunas actitudes de Colón
            que comenzaron a producir desconfianza entre las autoridades españolas, que
            dudaban acerca de su aptitud de gobierno, y además temían que tratara de seguir
            el ejemplo de los grandes de España. A consecuencia de esto, aunque fue muy
            bien recibido a su regreso a la corte, Colón no pudo partir en su tercer viaje
            tan pronto como esperaba. Además, mientras el Almirante navegaba en su segundo
            viaje, España y Portugal concluyeron el tratado de Tordesillas, que demarcaba
            los campos de exploración y colonización de cada una de las dos potencias
            marítimas. Esto era índice de que la corte española se percataba de la posible
            importancia de los descubrimientos de Colón, aunque todavía las comunicaciones
            del Almirante, en el sentido de que las Indias producirían riquezas suficientes
            para organizar una nueva cruzada que tomara a Jerusalén, eran recibidas con
            sonrisas por parte de los Reyes.
             El tercer
            viaje terminó mal para el Almirante. En Canarias dividió su flota en dos, y
            envió una directamente a La Española, mientras él se dirigió hacia el sudoeste,
            donde fue a dar a la isla de Trinidad. De allí atravesó a la península de
            Paria, y por tanto tocó por primera vez el continente americano, aunque no fue
            sino varios días después, convencido por el flujo de agua del sistema del
            Orinoco, que declaró que había descubierto «otro mundo». El trato de los
            nativos, dulce y acogedor, el oro y las perlas que parecían abundar, y toda una
            serie de supuestos indicios geográficos, convencieron al Almirante que había
            llegado al paraíso terrenal, y así lo hizo constar.
             Del
            paraíso, empero, Colón pasó al infierno. Cuando llegó a La Española descubrió que
            las noticias de la mala administración suya y de sus hermanos Diego y Bartolomé
            habían llegado a España, y que la Reina había enviado a Francisco de Bobadilla
            con amplios poderes para juzgar sobre el asunto. Sobre todo, se decía que la
            administración de los Colón era a la vez débil y cruel, y que esto había
            resultado en la rebelión de algunos españoles. Cuando Bobadilla llegó a Santo
            Domingo, lo primero que vio fue un cadalso donde colgaban los cadáveres de
            siete españoles. Al pedirle cuentas a Diego Colón, este sencillamente le
            contestó que otros cinco serían ahorcados al día siguiente. Sin darle más
            vueltas al asunto, Bobadilla tomó posesión del lugar en nombre de la corona e
            hizo encarcelar a don Diego. Cuando el Almirante se presentó poco después, también
            fue arrestado. Y el tercero de los hermanos, Bartolomé, que a la sazón se
            encontraba fuera de la ciudad con un pequeño ejército y pudo haber resistido,
            se rindió a instancias del Almirante, que no deseaba resistir a la autoridad
            real.
             Los tres
            hermanos fueron enviados en cadenas a España, donde seis semanas después de su
            llegada fueron convocados a la presencia real en la Alhambra, en Granada.
            Aunque se les declaró inocentes de todo delito, su mala administración era
            patente, y los soberanos no estaban dispuestos a concederle al viejo marino el
            poder casi absoluto que reclamaba sobre todo el nuevo mundo que había
            descubierto. Puesto que el Almirante tampoco era persona que se contentara con
            menos, a la postre le fueron restaurados los títulos de Almirante y Virrey,
            pero la administración de La Española — la única colonia que hasta entonces se
            había fundado — le fue confiada a Nicolás de Ovando. La amargura del Almirante
            puede verse en las líneas, escritas cuando estaba todavía en cadenas: «Si yo robara
            las Indias,. . . y las diera a los moros, no pudieran en España mostrarme mayor
            enemiga».
             No le
            quedaba entonces otro recurso al viejo lobo de mar que emprender otro viaje.
            Las demoras fueron muchas y, mientras tanto, otros navegantes partían hacia las
            supuestas Indias y regresaban con informes de nuevos descubrimientos. Por fin,
            a principios de 1502, los Reyes autorizaron un nuevo viaje de exploración,
            comisionando al Almirante para que buscara el estrecho que se suponía existía
            entre el Caribe y el Océano Indico. Con cuatro carabelas y una tripulación
            compuesta en su mayoría de mozos sin experiencia, Colón se hizo al mar.
            Llevaba, entre otras cosas, una carta de presentación para el navegante
            portugués Vasco de Gama, que había partido hacia el Oriente rodeando el África,
            y con quien el Descubridor esperaba toparse en las Indias, tras cruzar el estrecho
            que buscaba.
             La
            travesía del Atlántico, completada en el tiempo insólito de tres semanas, fue
            la única parte feliz de este último viaje. Al llegar al Caribe, Colón descubrió
            los indicios, aprendidos anteriormente en amarga experiencia, de que un huracán
            se aproximaba. Contra las instrucciones reales, pidió refugio en Santo Domingo,
            donde su enemigo Nicolás de Ovando se lo negó, burlándose del pretendido
            adivino que podía oler el temporal. Colón halló abrigo en un puerto cercano, y
            Ovando continuó con sus planes de enviar a España una flota de treinta navíos.
            El vendaval sorprendió a la escuadra de Ovando en el paso de La Mona.
            Veinticinco buques naufragaron, cuatro regresaron maltrechos a Santo Domingo, y
            el único que llegó a España fue el que llevaba el dinero que Colón había
            logrado cobrar de lo que se le debía en La Española, por algunos de sus
            derechos. Entre los ahogados en aquel desastre se encontraba Francisco de
            Bobadilla.
             Tras
            esperar que pasara el huracán. Colón continuó viaje a Jamaica, desde allí a la
            costa sur de Cuba, y estaba a punto de descubrir el estrecho de Yucatán cuando
            torció al sur, y fue a dar a la costa de Honduras. Siguió entonces un largo
            período de navegación a lo largo de América Central, en busca siempre del supuesto
            estrecho que lo llevaría a mar abierto. Después de diversas vicisitudes en las
            que perdieron dos de sus cuatro navíos, los exploradores llegaron a la costa de
            Jamaica. Los dos buques que les quedaban estaban tan perforados por moluscos en
            forma de gusanos que taladran las maderas sumergidas que Colón no tuvo otro
            recurso que encallarlos y esperar que de algún modo pudiera obtenerse socorro
            de La Española. Mientras los que quedaban varados en Jamaica trataban de
            subsistir mediante el comercio con los indios, dos canoas fueron enviadas a La
            Española en busca de auxilio. Pero en Santo Domingo, Ovando no se mostraba
            dispuesto a ayudar al rival a quien había suplantado y a quien después había
            desoído con desastrosas consecuencias. En Jamaica la espera se hacía larga, y
            buena parte de la tripulación se amotinó y trató de irse a Santo Domingo con
            canoas tomadas de los indios. Cuando esa empresa fracasó, el contingente
            español quedó dividido en dos bandos que a la postre tuvieron que resolver sus
            diferencias mediante las armas. El bando de Colón triunfó, aunque no sin bajas.
            Los indios se resistían a darles más provisiones a los españoles, pues las
            suyas comenzaban a escasear. Fue entonces que Colón apeló a una treta que
            después los autores de ficción han atribuido a muchos personajes. El almanaque
            señalaba que pronto habría un eclipse lunar. Colón convocó a los jefes indios,
            les indicó que el Dios todopoderoso estaba enojado porque no alimentaban
            adecuadamente a los cristianos, y predijo el eclipse. Cuando la Luna se
            oscureció y los caciques imploraron perdón, Colón esperó para acceder a sus
            peticiones hasta el momento preciso en que el astro iba a lucir de nuevo. A
            partir de entonces los suyos no tuvieron dificultades de suministro.
             Grande
            fue la alegría de los varados cuando apareció en el horizonte una carabela
            española. Y aun mayor fue su decepción al descubrir que se trataba de un buque
            enviado por Ovando con instrucciones precisas de enterarse de lo que sucedía en
            Jamaica, pero no recoger a nadie. Por fin, cuando los infelices llevaban más de
            un año en Jamaica, llegó un viejo buque que apenas flotaba, con las velas
            podridas y taladrado que fue todo lo que pudieron encontrar y contratar los que
            Colón había enviado a La Española. Embarcados en él, los sobrevivientes
            demoraron más de mes y medio en llegar a Santo Domingo. Allí Colón contrató
            otro navío y partió por última vez de las tierras que había descubierto. Con su
            hijo, su hermano, y unos pocos marineros, llegó por fin a San Lúcar de Barrameda, tras dos y medio años de viaje.
             El
            momento no era propicio en España. La Reina estaba enferma de gravedad, y murió
            a las tres semanas del regreso del Almirante. En medio de tales circunstancias,
            nadie se ocupaba del viejo marino, máxime por cuanto Fernando nunca había sido
            tan entusiasta como su esposa en la empresa de Indias.
             El propio
            Colón estaba enfermo, aunque no es cierto que estuviera sumido en la pobreza.
            Los fondos llevados a España por el navío que había sobrevivido cuando el
            huracán destruyó la flota de Ovando, y algún oro que Colón trajo consigo del
            cuarto viaje, constituían una buena suma. Además, la corona respetaba su
            derecho a la décima parte de lo ganado en Indias, aunque con una interpretación
            muy diferente de la que le daba el Almirante: Colón decía que le correspondía
            la décima parte de todo lo ganado, mientras la corona entendía que lo que le
            tocaba era el diez por ciento de la quinta parte que el Rey recibía. En 1505
            Fernando lo recibió, y comenzó una larga serie de negociaciones en las que el
            Rey le ofreció fuertes rentas, mientras el Almirante insistía en sus títulos y
            en el cumplimiento estricto de las Capitulaciones de Santa Fe. En pos de la corte el viejo lobo de mar viajó de Segovia a
            Salamanca, y de allí a Valladolid, donde murió en 1506 .
             La
            importancia de la empresa colombina
             Si nos
            hemos detenido en esta narración de los viajes y peripecias de Colón, lo hemos
            hecho porque en todo ello vemos el primer ejemplo de muchos elementos
            característicos de la empresa española en el Nuevo Mundo: el arrojo audaz y
            visionario del Almirante, su búsqueda constante de lugares míticos, llevado por
            vagos rumores, y el logro de grandes hazañas con un escaso puñado de hombres.
            Es todo esto lo que le da enorme importancia a la empresa colombina, y se la
            resta a la constante discusión acerca de si fue Colón el verdadero descubridor
            de América, o si antes que él llegaron a estas tierras los normandos u otros
            viajeros. El hecho es que, si de descubrimientos se trata, los únicos
            verdaderos descubridores del hemisferio occidental fueron los antepasados de
            los indios americanos que primero llegaron a estas playas, probablemente
            siguiendo el puente que ofrecían las islas Aleutianas. Después fueron llegando
            otros, y hay indicios de viajes, no solo a través del Atlántico, sino también
            del Pacifico. Y en todo caso, los moradores originales de las llamadas Indias
            no estaban esperando ser «descubiertos», sino que tenían su cultura y
            civilización propias. La importancia de los viajes de Colón no radica entonces,
            como a menudo pensamos, en que fuera él el primero en ver tierras americanas,
            sino en que de su viaje se desprendió una vasta empresa de conquista,
            colonización y evangelización que a la postre uniría ambos hemisferios. Vistos
            desde tal perspectiva, los cuatro viajes de Colón, y todo lo que alrededor de ellos
            acaeció, son mucho más que una interesantísima aventura marítima. Son el primer
            indicio de la forma que tomaría el encuentro entre los dos mundos que por
            primera vez se vieron cara a cara aquel 12 de octubre de 1492.
             Si
            consideramos la historia de Colón de este modo, pronto veremos que los
            conflictos entre las autoridades españolas, que tanta amargura le causaron al
            Almirante, fueron una de las características de la empresa toda durante varias
            generaciones. Lo que estaba en juego en tales conflictos era nada menos que la
            política de Isabel y sus primeros sucesores, de limitar el poderío de los
            magnates. En España, como hemos narrado, la Reina tuvo que enfrentarse
            repetidamente a los poderosos, que aspiraban a imponer su voluntad sobre el
            trono. Los pequeños burgueses, a quienes les convenía una monarquía fuerte y
            centralizada, más bien que el viejo sistema feudal que los grandes trataban de
            restaurar, fueron los principales aliados de la corona en sus empeños
            centralizadores. Al abrirse entonces los enormes horizontes del Nuevo Mundo,
            los Reyes Católicos querían asegurarse por todos los medios de que no se
            desarrollara acá una nobleza tan poderosa que pudiera oponerse a los designios
            reales. Ese peligro era tanto más real por cuanto las grandes distancias
            dificultaban la tarea de gobierno. Fue en parte por esto que los Reyes se
            negaron a cumplir lo estipulado en las Capitulaciones de Santa Fe, pues ello le
            habría dado a Colón recursos y poder superiores a los de cualquiera de los
            viejos nobles contra quienes los soberanos habían tomado severas medidas. Tan
            pronto como llegaron a España las primeras noticias de los abusos de los Colón
            en La Española —y abusos hubo — los Reyes enviaron a Bobadilla, y el Almirante
            y sus hermanos fueron devueltos a España en cadenas. Esto, que muchas veces ha
            sido descrito como un gran acto de ingratitud, se ajustaba perfectamente a la
            política que Isabel seguía en Castilla. Ni aun los más encumbrados estaban
            exentos de la justicia real. Luego, las leyes de la corona en defensa de los
            indios no llevaban únicamente un interés humanitario, sino que se ajustaban a
            los propósitos políticos de los soberanos, que temían que, si los
            conquistadores y colonizadores no tenían límites en su explotación de los
            indios, se volverían señores feudales con el mismo espíritu independiente de
            los grandes de España.
             Por otra
            parte, los conflictos entre los españoles en el Nuevo Mundo no se limitaron a
            las diversas autoridades civiles, sino que involucraron también a las
            religiosas. Pronto los misioneros establecieron con los indios lazos más
            estrechos que los que tenían los colonos, y por tanto empezaron a protestar
            contra el trato de que eran objeto los habitantes originales de estas tierras.
            Las protestas de los misioneros llegaron repetidamente al trono español, y por
            tanto muchos de los colonizadores veían a los misioneros como obstáculos en la
            empresa colonizadora. La respuesta de la corona a las comunicaciones de los
            misioneros siempre fue ambigua, pues los soberanos se encontraban en difícil
            situación. Por una parte, la explotación de los indios era la base sobre la que
            se levantaban grandes señoríos cuya obediencia y lealtad a la corona no eran
            del todo seguras. Para evitar el desarrollo de un nuevo sistema feudal, era
            necesario dictar leyes que defendieran a los indios frente a la explotación por
            parte de los españoles. Además, no cabe duda de que Isabel sentía verdadera
            compasión hacia sus recién descubiertos «súbditos», y quería que en todo lo
            posible se les tratase como a sus súbditos españoles. Pero por otra parte la
            explotación de las nuevas tierras — entiéndase, de sus habitantes — era
            necesaria para mantener el naciente imperio español. Sin el oro de Indias, la
            política española en Europa no podría subsistir. Luego, las leyes que protegían
            a los indios nunca se cumplieron a plenitud.
             Lo
            impedían tanto las distancias y las dificultades en la comunicación como los
            conflictos de intereses en que la corona se hallaba envuelta.
             Todo esto
            puede verse en la legislación de Isabel acerca de las Indias. Sin repasar toda
            esa legislación, conviene que nos detengamos a ver cómo trató la Reina la
            cuestión de la posible esclavitud de los indios. Cuando Colón regresó a La
            Española en 1495, y encontró a los indios sublevados contra los abusos de los
            españoles, inició una campaña de pacificación militar. Parte del resultado de
            esa campaña fue un número de prisioneros de guerra, a quienes el Almirante
            envió a España para ser vendidos como esclavos. La llegada de esta mercancía
            humana causó revuelos en la Península, donde Colón había descrito la población
            americana como gente pacífica, dulce y sencilla. Isabel acudió a los juristas
            de la época, a fin de determinar si Colón estaba en su derecho al esclavizar a
            los indios. Al parecer, lo que más le molestaba no era que el Almirante
            esclavizara a los indios, sino que al hacerlo se apropiaba de derechos que
            debían pertenecerle únicamente a la corona. Cuando por fin Isabel prohibió que
            se esclavizara a los indios, excluyó de esa legislación a los caribes, por ser
            caníbales. Poco tiempo después se permitió esclavizar a los tomados como
            prisioneros en combate, y a los que fueran comprados de otros amos indios.
            Además, se desarrolló el sistema de encomiendas, que en muchos casos no fue más
            que un subterfugio para imponer de nuevo la esclavitud. Cuando los indios
            vieron que los españoles que iban llegando eran cada vez más, se negaron a
            hacer las siembras, y a partir de entonces se determinó que era lícito obligar
            a los indios a trabajar en aquellas cosas que fueran necesarias para el bien
            común. Así se estableció el sistema de las «mitas», que perduró a través de
            todo el período colonial. Contra todo esto el clero protestó repetidamente. La
            corona respondió con nuevas leyes que supuestamente limitaban los abusos contra
            los indios, pero que rara vez se cumplieron, y a las cuales siempre hubo
            excepciones numerosas. Además se dictaron otras cuyo propósito era regular la
            vida moral de los indios, ordenándoles que llevasen ropas, que no se bañaran
            tan frecuentemente, que vivieran en poblados, etc. Pero en fin de cuentas se
            cumplió en ellos el destino a que los condenaba la difícil situación de la
            corona, que necesitaba de su trabajo para llenar sus arcas, pero que al mismo
            tiempo quería evitar que los conquistadores se enriquecieran demasiado a costa
            del mismo trabajo.
             Todo
            esto, sin embargo, no quiere decir que quienes se vieron envueltos en todo este
            proceso fueran hipócritas desalmados, que se decían cristianos pero que al
            mismo tiempo, con todo descaro, burlaban los principios de amor al prójimo. La
            cita de Cristóbal Colón que encabeza el presente capítulo fue escrita por el
            Almirante con toda sinceridad. De su convicción religiosa no cabe duda alguna,
            y hasta en ocasiones parece haber tenido experiencias místicas. Pero al mismo
            tiempo, ese hombre de profunda fe trató de enriquecerse estableciendo un
            tráfico de esclavos con los indios. Lo mismo puede decirse de casi todos sus
            acompañantes. La gran tragedia de la conquista no fue que se derramara sobre el
            continente americano una muchedumbre de desalmados españoles, sino que quienes
            llegaron a estas tierras eran cristianos sinceros que a pesar de ello no
            parecían capaces de ver la relación entre su fe y lo que estaba sucediendo en
            sus días. Esto es cierto, no solo de Colón y de muchos descubridores, sino
            también de conquistadores como Cortés y Pizarro, que veían sus empresas como un
            gran servicio prestado a la predicación del evangelio. La tragedia fue entonces
            que con toda sinceridad y en nombre de Cristo se cometieron los más horrendos
            crímenes.
             A los
            habitantes de estas regiones se les arrebataron su tierra, su cultura, su
            libertad y su dignidad, so pretexto de darles la cultura y religión de los
            europeos. En pocas ocasiones se ha visto tan claramente como en aquella que la
            sinceridad no basta para el bien actuar, pues el poder ciega a los poderosos de
            tal manera que pueden cometer los más terribles atropellos sin que al parecer
            les moleste la conciencia.
             La
            empresa colombina y su secuela llevaron a la más rápida y extensa expansión del
            cristianismo que la iglesia hubiera conocido. En esa expansión, aparecieron
            personajes cuya dedicación al nombre y a las enseñanzas de Cristo eran tales
            que les permitieron percatarse del crimen que se perpetraba.
             Pero la
            mayoría de quienes confesaban el nombre de Cristo, e iban regularmente a los
            servicios religiosos, y se preocupaban por la salvación de sus almas, y
            trataban de cumplir lo que entendían ser los preceptos del cristianismo, no
            supo elevarse por encima de los intereses de su país o de su persona, y le dio
            así origen a la llamada «leyenda negra» acerca de la conquista, que, como
            veremos, no es tan legendaria.
             
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