Fachada de la iglesia de San Gregorio Magno, en Roma. La primitiva iglesia, construida por el santo y dedicada a San Andrés. fue reconstruida en el siglo VIII y dedicada a su fundador. Esta fachada es obra del siglo XVII. |
311-314 |
Melquíades |
492-496 |
Gelasio I |
608-615 |
Bonifacio IV |
314-335 |
Silvestre |
496-498 |
Anastasio II |
615-618 |
Adeodato |
336 |
Marcos |
498-514 |
Símaco |
619-625 |
Bonifacio V |
337-352 |
Julio I |
498-505 |
Lorenzo, antipapa |
625-638 |
Honorio I |
352-366 |
Liberio I |
514-523 |
Hormisdas |
640 |
Severino |
355-365 |
Félix II, antipapa |
523-526 |
Juan I |
640-642 |
Juan IV |
366-384 |
Dámaso I |
526-530 |
Félix IV |
642-649 |
Teodoro I |
366-367 |
Ursino, antipapa |
530-532 |
Bonifacio II |
649-655 |
Martín I |
384-399 |
Siricio |
530 |
Dióscoro, antipapa |
654-657 |
Eugenio I |
399-401 |
Anastasio I |
533-535 |
Juan II |
657-672 |
Vitaliano |
401-417 |
Inocencio I |
535-536 |
Agapito I |
672-676 |
Adeodato |
417-418 |
Zósimo |
536-537 |
Silverio |
676-678 |
Dono I |
418-422 |
Bonifacio I |
537-555 |
Vigilio |
678-681 |
Agatón |
418-419 |
Eulalio, antipapa |
556-561 |
Pelagio I |
682-683 |
León II |
422-432 |
Celestino I |
561-574 |
Juan III |
684-685 |
Benedicto II |
432-440 |
Sixto III |
575-579 |
Benedicto I |
685-686 |
Juan V |
440-461 |
León I |
579-590 |
Pelagio II |
686-687 |
Conón |
461-468 |
Hilario |
590-604 |
Gregorio 1 |
687 |
Teodoro, antipapa |
468-483 |
Simplicio |
604-606 |
Sabiniano |
687-692 |
Pascual, antipapa |
483-492 |
Félix III |
607 |
Bonifacio III |
687-701 |
Sergio I |
A la muerte de Teodorico, los ostrogodos, que habían conseguido formar un reino ligado al Imperio bizantino y estaban casi romanizados, no lograron mantener la posición alcanzada con su gran caudillo y fueron aniquilados por los ejércitos enviados desde Constantinopla para recabar la completa autoridad imperial sobre toda Italia. Por algunos años, la administración de la península y de las islas se dirigió desde la nueva capital, Ravena, donde había establecido su corte Teodorico. Fue un período de paz: erat tota Italia gaudens, como dice un cronista de la época. Pero duró pocos años: la horda longobarda vino a sobreponerse al régimen semi civilizado de los ostrogodos. Ya hemos dicho que el caudillo de la nación longobarda, Alboíno, estableció a su sobrino Gisulfo como primer duque del territorio del Friul, al pie de los Alpes, que acababan de atravesar. Alboíno con el resto de su gente fue avanzando; ocupó Milán, que le abrió las puertas, y fijó su capital en la vecina Monza, donde Teodorico había construido un palacio. Monza quedó como sede de la monarquía longobarda, sin que el exarca o gobernador bizantino se atreviera a atacarle desde Ravena. Pero otros destacamentos del enjambre longobardo fundaron ducados casi independientes en otras regiones de la península, con poca sujeción al monarca de Monza y menos aún al gobernador de Ravena, siempre enviado por Constantinopla.
La situación de Italia ocupada por los longobardos fue muy diferente de la de Italia bajo los ostrogodos y regida por Teodorico. Este se había educado como rehén en Constantinopla y desde joven había admirado la cultura antigua, romano-bizantina; en cambio, lo poco que Alboíno y sus sucesores en Monza absorbieron de la civilización clásica lo recibieron estando ya en Italia. Entre los ducados longobardos quedó casi intacta Roma y la región circundante del Lacio, que ni ostrogodos ni longobardos osaron ocupar. Teodorico fue a Roma, y en su estancia en ella, que duró tres meses, admiró la grandeza de la gran metrópoli y vivió todavía en el palacio de los cesares en el Palatino. En cambio, cuando destacamentos de longobardos entraron en Roma, ya no hicieron más que daño a las ruinas que aún se mantenían en pie.
La ciudad de Roma quedó con un régimen que pretendía continuar el gobierno de la época imperial. Había una sombra de senado con sus cónsules, nombrados por un prefectus urbis; éste a la vez estaba vigilado por el magister militum o jefe militar, enviado por Constantinopla, y todo supeditado, más o menos en apariencia, al exarca o gobernador de Ravena, que se entendía directamente con el emperador. Los duques longobardos, en plena posesión de los territorios que se habían adjudicado, dejaban a los escasos ciudadanos que quedaban en Roma que continuaran su vida a la manera clásica, contribuyendo sólo con un mínimo de servicios y algo en metálico.
Favorecía un estado de tolerable paz el que los longobardos, que eran arriarlos, no pretendieran intervenir en los asuntos religiosos. La Iglesia mantenía su división de diócesis y los obispos eran, sin intervención de nadie, nombrados por el papa. Toda la red del episcopado católico reconocía la suprema autoridad del obispo de Roma, en quien se veía sin discusión al sucesor del apóstol San Pedro.
La supremacía apostólica y casi política de Roma se confirmó por la gran personalidad del papa San Gregorio. Este fue el verdadero fundador del estado pontificio, imponiendo por sus méritos la autoridad universal no sólo en Italia, sino en todo el occidente de Europa. Era de antigua familia patricia y sus antepasados habían participado en el gobierno municipal de Roma. Pero, aunque fue por algún tiempo prefeclus urbis, Gregorio no tenía deseos de asumir responsabilidades políticas. Después de una educación que fue lo más esmerada posible en la Roma decaída de fines del siglo VI, Gregorio prefirió concentrarse en la contemplación y el estudio, escogiendo para su retiro la heredad paterna en el montículo que avanza entre el Capitolio y el Quirinal: el Clivo Scauro. Allí fundó un monasterio que todavía subsiste. Pero el papa Pelagio II (579-590) le ordenó a Gregorio que fuera a Constantinopla como apocrisiario o su representante en la corte imperial.
En Constantinopla, Gregorio pudo apreciar un gobierno mucho más complejo que el que había tenido ocasión de observar cuando era un magistrado de la república romana, gobierno que contrastaba más aún con el despotismo de los duques longobardos. En aquella ciudad, que era entonces la capital del mundo, vivía en el palacio Placidio, dedicado a residencia privada del apocrisiario. Gregorio, al llegar, no conocía el griego, que era la lengua de la mayoría de los habitantes de Constantinopla; pero en el Palacio Sagrado se hablaba todavía latín y Gregorio pudo establecer buena amistad con muchos de los funcionarios y grandes personajes de la corte. En la colección de sus cartas, todas en latín, hay muchas para los personajes y magistrados de la corte imperial. Uno de ellos era San Leandro, hermano de San Isidoro de Sevilla, que estaba entonces en Constantinopla para contribuir a la conversión de los visigodos todavía arrianos.
A la muerte de Pelagio II, el apocrisiario tuvo que abandonar Constantinopla para ir a Roma y allí fue aclamado como papa por el pueblo, que conservaba recuerdo de su caridad y de sus virtudes. En seguida Gregorio trató de poner orden en la administración del gobierno eclesiástico nombrando un vicedominus, especie de vicario, como en los monasterios había un prepositus para ayudar al abad. El vicedominus tenía a su cargo los servicios domésticos del palacio. Fue nombrado en presencia de notarios y de todo el clero, en la basílica áurea, dedicada entonces al Salvador y después a San Juan de Letrán. Gregorio escogió para este cargo no a un clérigo de categoría, sino a un simple diácono llamado Anatolio. En las ceremonias, a pie o a caballo, iba directamente delante del papa. Tenía confiada la intendencia soberana del episcopium, que era el nombre que se daba entonces al conjunto del palacio. Posteriormente se llamó el patriarcado. Al servicio del papa se encontraban también muchos laicos que formaban coros para cantar en la misa pontifical; Gregorio los sustituyó por clérigos o monjes. Se atribuye a esta disposición el principio de la música sacra gregoriana.
La jerarquía eclesiástica, con la autoridad indiscutible del obispo de Roma, fue propuesta por el papa Esteban (254-257); discutida por San Cipriano, fue confirmada en dos concilios (Sárdica-Sofia en 343 y Calcedonia en 451) e impuesta sin discusión por el papa León el Grande para terminar de una vez con el peligro de que fuera jefe absoluto de la cristiandad el patriarca de Constantinopla. San Gregorio ejerció su cargo con tal voluntad y juicio, que acabó por ser reconocido por todos los obispos del Occidente. Para establecer sus derechos compuso un tratado, De regula pastoralis, en que expuso las cualidades que deben caracterizar a los obispos y los métodos del justo gobierno episcopal, condenando sobre todo la simonía, o sea el comprar y vender cargos eclesiásticos. La Regula pastoralis obtuvo muchísimo éxito en el episcopado de la época y fue traducida al griego en Constantinopla, lo cual pone de manifiesto la autoridad que entonces iba adquiriendo la sede de Roma.
Casi simultáneamente el papa escribió un libro de carácter teológico a instancias de su amigo San Leandro. Trata de explicar de manera simbólica el texto de Job en la Biblia. San Gregorio se excusa en el prólogo, en forma de carta a San Leandro, de no tener un estilo literario gramaticalmente perfecto, sino de haber atendido a su inspiración. Se estableció la leyenda de que una paloma iba dictándole el texto junto a su oído. El libro De Moralia o comentario del de Job, escrito para satisfacer el deseo de San Leandro, y el prólogo que le precede son muestras del buen afecto que conservaba San Gregorio hacia el obispo de Sevilla. El resultado de esta correspondencia fue la abjuración del arrianismo de Recaredo y de toda la nación visigoda. De esta manera, San Gregorio contribuía a la unificación del cristianismo haciéndolo cada vez más romano.
Quedaban, sin embargo, en el centro del mundo clásico los invasores longobardos, que mantenían el arrianismo. Para ayudar a su conversión, San Gregorio compuso el tercero de sus libros, acumulando ejemplos de milagros que habían hecho y todavía hacían los devotos católicos. El libro, de carácter popular, trata de reunir los casos de sucesos extraordinarios que ha presenciado o le han explicado al papa. Ocurrieron por intercesión de santas personas, algunas humildísimas. Nada parecido pueden presentar los herejes arrianos. El libro fue escrito en forma de Diálogos del santo y su diácono Pedro, que le pide le cuente lo que sabe de hechos milagrosos. Empieza así: “Un día que estaba agobiado por las demandas de muchos feligreses laicos que habían pedido que les hiciera pagar deudas que yo no creía que fueran justas, se me presenta mi fiel diácono que, viendo la angustia que llenaba mi corazón, me dijo: —¿Es que tienes alguna pena mayor que las que te afligen de costumbre?...”. Y aquí continúa con una sarta de relatos de hechos milagrosos, algunos de ellos casi inexplicables. Así, por ejemplo: “Había en el monasterio de Clivo Scauro un monje que tenía capacidad como médico. Al morir declaró a un hermano que había cobrado por sus curas (contra la regla) y que conservaba tres monedas de oro. El monje-curandero fue enterrado con su oro en un montón de basura. Al enterarse San Gregorio del castigo, creyó que era excesivo y ordenó que se hicieran exequias solemnes al muerto durante treinta días. Al terminar este plazo, el difunto se apareció a su hermano diciendo que había sufrido grandes penas, pero que aquel día habían acabado”.
Con tales historietas que cuenta Gregorio a su diácono Pedro —que nos parecen sobremanera ingenuas— termina la actividad literaria del gran papa. No pueden compararse con los escritos de San Agustín, San Cipriano, San Leandro. No pretenden imponer un dogma o hacer teología; son como picotazos de la gallina católica a la tortuga arriana. Pero con su correspondencia y su actividad incesante contribuyó a dos obras que han hecho que se le considere como un bienhechor de la humanidad. Una fue la organización del estado pontificio como una gran monarquía con inmensas posesiones. La otra es la evangelización de Inglaterra, de que hablamos al final de este capítulo.
Los bienes de la Iglesia romana eran los que se habían reunido por concesiones imperiales después de Constantino, por herencia o por abandono de los grandes terratenientes. Eran predios autónomos, que el papa logró beneficiar enviando a aquellos lugares remotos, como Sicilia, unos apoderados llamados rectores. Cada uno tenia que jurar sobre el sepulcro de San Pedro, antes de partir para su destino, que administraría según las órdenes recibidas del papa, las llamadas capitularia.
En cada propiedad, el rector establecía sus gerentes -conductores—. El rector había aportado de Roma un personal de diáconos, notarios, inspectores o defensores. Era un sistema de intervención con el que se obtenía una contabilidad casi perfecta. Los colonos o cultivadores tenían derecho de apelar contra la injusticia al rector y hasta al papa. Con este régimen logró San Gregorio acumular recursos enormes y hacer frente a las necesidades de los católicos con limosnas y pagar las imposiciones de los duques longobardos.
Por fin, hay que explicar las iniciativas en la evangelización de Inglaterra. La Gran Bretaña había visto llegar las primeras misiones católicas cuando era todavía una provincia imperial romana. Pero al retirarse las legiones, los misioneros católicos abandonaron la obra de conversión comenzada y los anglosajones cayeron en un paganismo de carácter prehistórico, con los cultos primitivos de piedras y árboles sagrados que procuraban beneficios. Otro intento de penetración de las ideas cristianas lo habían iniciado los monjes celtas de Irlanda. Estos conservaban algo de los antiguos cultos de la nación celta: habían fundado monasterios en Inglaterra, aunque fuera con un catolicismo algo peculiar. No podían ni querían considerarse como católicos romanos. San Gregorio, evidente conocedor de la situación de la gran isla, siendo los anglos y sajones todavía paganos y los celtas adoctrinados en el rito irlandés como disidentes, determinó enviar misioneros de la Iglesia pontificia.
Escogió doce monjes de su monasterio en Clivo Scauro y envió con un jefe o capitán a la pequeña hueste de misioneros a Inglaterra. Entonces la Gran Bretaña estaba dividida en pequeños estados independientes y todos adictos a cultos locales paganos. Pero en Essex, en la desembocadura del Tá-mesis, la reina, de origen francés y por tanto católica, practicaba con autorización del marido el rito católico en una pequeña capilla que fue el origen de la diócesis metropolitana de Cantorbery. Allí se instalaron los monjes misioneros enviados por San Gregorio. El rey de Essex, inspirado por su esposa, se convirtió con sus súbditos y, a su ejemplo, lo mismo hicieron todos los reyezuelos vecinos.
La más grave dificultad fue la de cooperar con los monjes celtas ya establecidos allí, que contaban con importantes centros de cultura y estaban aferrados a las tradiciones de la Iglesia de Irlanda. Parecen hoy de poca monta, como la fecha de la Pascua, la tonsura, el hábito o sayal de franjas coloreadas..., pero los católicos llegados de Roma no quisieron transigir con estas particularidades y hubo que convocar un sínodo o concilio local en Whitby, un lugar neutral, donde acabó por aceptarse la manera romana.
El pontificado de San Gregorio había durado por espacio de quince años. Enfermo, casi inválido, en este lapso de tiempo había efectuado la organización del estado pontificio, había conseguido la conversión de los visigodos y los anglosajones, y mantenido correspondencia con los monarcas francos y los patriarcas orientales. Los católicos le confieren el título de Grande porque reforzó el poder y el prestigio de los papas, y por haber extendido el catolicismo por todo el Occidente; en cambio, no ha sido tan admirado por los protestantes.
LA CIUDAD DE DIOS Y LA CIUDAD DE LOS HOMBRES.
DE SAN AGUSTIN A SAN GREGORIO
En la segunda parte de La Ciudad de Dios, San Agustín había distinguido dos ciudades distintas por el fin que se proponían: la Ciudad de Dios y la Ciudad de los hombres. Ambas eran independientes, pero la ciudad temporal se sujetaba también a la providencia divina y no podía oponerse a la realización de la Ciudad de Dios.
Como desviación del pensamiento de San Agustín surgirá el agustinismo político, tendencia de la Iglesia medieval a construir la Ciudad de Dios sobre la tierra por una subordinación del orden natural y del derecho particular del estado al orden sobrenatural y al derecho canónico de la Iglesia. Una primera expresión del agustinismo político se encuentra en la carta que el papa Gelasio I (492-496) escribe al emperador Anastasio.
"Tú sabes, hijo clementísimo, que aunque gobiernes al género humano gracias a tu dignidad, bajas, sin embargo, la cabeza con respeto ante los prelados de las cosas divinas; tú esperas de ellos, al recibir los sacramentos celestiales, los medios de salvación, y, aun disponiendo de ellos, sabes también que hay que someterse al orden religioso más bien que dirigirlo. Sabes también, entre otras cosas, que dependes de su juicio y no tienes que tratar de plegarlos a tu voluntad."
EL PAPA GREGORIO DESARROLLA LOS PRINCIPIOS ESBOZADOS POR GELASIO
La única justificación del poder temporal es el servicio que éste puede prestar a la fe: "El poder ha sido dado desde lo alto a mis señores sobre todos los hombres para ayudar a quienes deseen hacer el bien para abrir más ampliamente el camino que conduce al cielo, para que el reino terrenal esté al servicio del reino de los cielos".
Orden político y orden moral son una misma cosa: "Si se le señala a la reina la presencia de violentos, de adúlteros, de ladrones, de hombres entregados a otras iniquidades, que se apresure a corregirlos para aplacar la cólera divina".
Cruz pectoral longobarda del siglo VI en oro incrustado de piedras preciosas (Museo Medieval de Cividale del Friuli). |
En el interior de la iglesia de San Gregorio y frente a su estatua sedente, que lo representa como pontífice, se conserva esta mesa, en la que el santo servía la comida diariamente a doce pobres. |
Gregorio había nacido en 540 el seno de la familia de los Anicios de la que han llegado a los altares sus padres y dos tías, Társila y Emiliana. En este ambiente religioso se desarrolla su espíritu, cuando Roma llega a lo más bajo de la curva de su caída. Cuando el poder imperial, se había restablecido en Roma desde Constantinopla, Gregorio comienza su formación cultural. No es la literatura su fuerte, pero sí los estudios jurídicos, magnífica preparación para sus actividades futuras. Dios sabe preparar sus instrumentos. Terminada su carrera de Derecho, el emperador Justino II le nombra prefecto de Roma, al frente de todas las funciones administrativas y judiciales. Una representación de San Gregorio Magno con los dos signos que le caracterizan en la iconografía: la tiara y la paloma (Galería Barberini, Roma). Salido de una familia ilustre romana y habiendo sido funcionario de la administración bizantina, llegó al pontificado y se propuso restaurar la Iglesia italiana y asegurar la defensa militar de Roma. |
Broche de bronce dorado del siglo VI procedente de la necrópolis de Kranj, en el Ilírico (Museo Nacional, Liub liana). En tiempos de San Gregorio Magno, Italia estaba dividida en dos zonas hostiles: el reino longobardo, con capital en Monza, cerca de Milán, y los territorios controlados por Bizancio, cuya capital era Ravena. Unos y otros caminaban hacia un equilibrio político obligados por un enemigo común: los germanos, que empujaban desde el Norte.
Miniatura de un sacramentario carolingio en que aparece San Gregorio escribiendo sus homilías por inspiración del Espíritu Santo, representado en la paloma (Biblioteca Nacional, París). La leyenda añade que su secretario, el diácono Pedro, al correr una cortina que le ocultaba la vista del papa, vio la escena y la contó a sus compañeros.
La figura de Gregorio Magno aparece en la Historia a unos dos siglos de distancia de Constantino, a menos de dos siglos de Teodosio (quien llevó a término el programa de renovación iniciado por Constantino), a unos pocos años de Justiniano y en plena influencia de las invasiones bárbaras sobre Occidente. Son éstos puntos de referencia para comprender el papel que representó Gregorio I cuando llegó al papado, ya a fines del siglo VI (590-604).
A pesar de que los dos augustos sucesores de Teodosio debían conservar la unidad del Imperio, la realidad de sus hechos políticos fue muy diferente, pues llegaron a conducirse como verdaderos enemigos. Circunstancias diversas e intereses de consejeros intervinieron en frustrar la situación teodosiana. Después que Constantino unificara el Imperio bajo el cristianismo y Teodosio lograse una eficaz unión político-religiosa, Oriente y Occidente quedaron divididos. Así, el Imperio romano se hizo, más propiamente, Imperio bizantino.
La "romanidad", en sentido bizantino, equivalía a "ortodoxia cristiana". Pero la religión ya no tenía fuerza unificadora, y cuando Arcadio, con pretextos políticos, logró lanzar sobre el Imperio occidental a los godos (antiguos foederati que con la muerte de Teodosio decidieron romper el pacto de amistad con el Imperio) y cuando nuevas oleadas de tribus germánicas invadieron Occidente, la diferenciación Oriente-Occidente ya no pudo hacerse más definitiva. El Imperio occidental fue desintegrándose. Cuando Rómulo Augústulo fue depuesto, ni siquiera se pensó en designar sucesor (476). Por más esfuerzos que se hicieron por integrar a los pueblos germánicos, los jefes bárbaros mandaron en la realidad de los hechos, y el Imperio occidental desapareció irremediablemente. Sin embargo, en Bizancio la romanidad (ortodoxia cristiana) proseguía y, como tal, se hubo de enfrentar a los persas y más tarde a los musulmanes, que acechaban a esa "forma final de helenismo" que pervivía en la ortodoxia bizantina.
La "romanidad" de Occidente debía ser "romana", con aquellas ideas características heredadas del Bajo Imperio y que no pudieron evitar el colapso de un espíritu que intentaba salvar sus ideas de unidad y universalidad en torno a una Roma que exhibía ante el mundo la "inmovilidad de una civilización plenamente sazonada". Y, a pesar de la seguridad y continuidad del Imperio bizantino, a pesar de tener que vivir bajo su protección y gobierno, la necesidad de unidad "romana" nunca llegó a desaparecer. Ni aun los bárbaros, radicalizando más esa separación con el Imperio de Oriente, que se hacía cada vez más "oriental”, al mismo tiempo que el espíritu romano luchaba por su pervivencia y se veía modificado de manera inesperada por nuevos elementos bárbaros, lograron cambiar de signo el espíritu de romanidad, ya que fueron ellos los que adoptaron una política de integración al sometido, dada la admiración que sintieron por esa vieja y prestigiosa cultura.
A fines del siglo vapenas quedaba nada del antiguo Imperio de Occidente, pero en los vaivenes y conflictos más diversos lo que no parece ser eliminado son las añoranzas de la romanidad perdida. Por ejemplo. Teodorico, habiendo sido enviado por el poder imperial desde las tierras que ocupaba al norte del Danubio, tras haber derrotado a Odoacro (493) llegó a instaurar un verdadero reino ostrogodo independiente en Italia, y su política, su sabia prudencia, su autoridad militar sobre todos los demás reinos le permitieron alcanzar una eficaz adaptación y asimilación de los sometidos. Incluso tuvo entre sus colaboradores a nobles e ¡lustres romanos. como Casiodoro, Boecio, etc. Pero cuando empezó a temer que el poder imperial podía despojarle del poder, fue eliminando a los romanos de sus cargos, a quienes consideraba cómplices del gobierno de Constantinopla. y sustituyéndolos por nobles ostrogodos. De esta manera, los romanos fueron manifestándose cada vez más hostiles a los reyes ostrogodos.
Si a esto se añade que en el siglo vi aparece clara la voluntad de los emperadores bizantinos de no abandonar definitivamente Occidente, para lo que los Justi-nianos comenzaron por reconciliarse con el papado después de sus conflictos debidos a querellas religiosas, se comprenderá cómo la población romana de Italia acogió con simpatía esa mayor atención del poder imperial de Oriente, el cual había de llevar un intento militar de 527 a 565 cuando Justiniano estuvo en el trono.
Por este camino Italia fue transformada en provincia bizantina y al morir Justiniano "los devotos de la tradición romana" llegaron a pensar que el peligro bárbaro comenzaba a desvanecerse. Pero nuevas y más peligrosas invasiones siguieron dificultando la pervivencia del espíritu de romanidad. Además, a la muerte de Justiniano (565) siguieron numerosos disturbios interiores, conflictos religiosos, rivalidades de partidos, etc. Era difícil mantener un ejército, y ninguno de los sucesores de Justiniano reunió cualidades suficientes para hacer frente a la situación.
J. M.a P.
Bajo relieve del siglo XV que representa a San Gregorio rezando por la salvación de un monje que había violado el voto de pobreza y a éste, a la derecha, librado de las llamas del purgatorio por dos ángeles (Iglesia de San Gregorio. Roma).
Fíbula de plata dorada, del siglo V, procedente de la necrópolis longobarda de Kranj (Museo Nacional, Liubliana).
LA PRIMACIA PAPAL EN TIEMPOS DE GREGORIO EL MAGNO PRIMACIA HONORIFICA Es reivindicada por los obispos de Roma desde la primera mitad del siglo III. Es reconocida por el poder civil: 378, edicto de Graciano; 529-533, Código de Justiniano. Es reconocida por los concilios orientales del siglo IV: 325, concilio de Nicea; 381, concilio de Constantinopla. El obispo de Roma es el primer obispo del Imperio porque Roma es la capital del estado. Es reconocida por los concilios occidentales: 343, concilio de Sárdico. En esta asamblea se define por primera vez la primacía jurisdiccional del papa sobre todos los obispos. Los obispos de Roma y Constantinopla tienen idéntica consideración jerárquica -concilio de Calcedonia, 451- porque el Imperio tiene ahora dos capitales, Roma y Constantinopla. Pedro, jefe de los apóstoles, es el fundador de la Iglesia de Roma; el obispo de Roma, su sucesor, es el jefe de toda la Iglesia.
PRIMACIA JURISDICCIONAL Es reivindicada por el papa Gelasio I en los años 493 y 495. La primera decretal pontificia es del año 385; en los siglos IV-V, los papas sólo habrían utilizado su potestad suprema diecisiete veces. La autoridad del papa es reconocida por los obispos de Italia, que le obedecen igual que los de Egipto al patriarca de Alejandría, aunque no siempre son acatadas sus decisiones por los obispos de Galia, Hispania y Africa. En Oriente, la autoridad papal es prácticamente nula. Los obispos orientales están sometidos a los patriarcas de Jerusalén, Alejandría, Antioquía o Constantinopla y acatan con dificultades la primacía oficial de este último.
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LA POLITICA DE GREGORIO EL MAGNO Y SU INFLUENCIA EN LOS PAPAS DEL SIGLO VIII INDEPENDENCIA DE HECHO FRENTE A BIZANCIO. En tiempos de San Gregorio, la amenaza de una invasión lombarda pesa sobre la Italia bizantina, cuya defensa no garantizan las tropas imperiales y cuya estructura estatal, en retroceso ante las calamidades de la época, no asegura la continuidad de los servicios públicos. La querella de las imágenes provoca la ruptura de la Iglesia oriental con Roma (717). Nuevos ataques lombardos inducen al papa Gregorio III a pedir ayuda a Carlos Mattel, jefe de los francos (739). EL PAPA, JEFE POLITICO DE ITALIA. El vacío dejado por el eclipse del estado en Italia es poco a poco remplazado por la nueva influencia de la autoridad papal; Gregorio el Magno se esforzará en normalizar los abastecimientos de trigo y en reconstruir la asistencia pública. Es también él quien pacta con los lombardos. EL PAPADO, POTENCIA ECONOMICA. Los recursos para financiar los tributos que se pagan a los bárbaros o las obras públicas los obtiene el pontífice del "Patrimoniun Petri". conjunto de posesiones territoriales acumuladas por la Iglesia en toda Italia, cuya explotación organiza. RELACIONES AMISTOSAS CON LOS PUEBLOS GERMANOS. Gregorio el Magno es también el papa de la evangelización de los germanos, realizada por misioneros romanos u obedientes a Roma que subordinan las nuevas Iglesias a la sede apostólica. Con ocasión de estas embajadas misionales, el papa procurará entablar relaciones con los soberanos europeos. El papa Esteban II, uno de sus sucesores, que en vano ha tratado de conseguir el apoyo militar y financiero de los bizantinos, orienta definitivamente la política del papado hacia un entendimiento con los pueblos germanos, al margen del Imperio. Esteban II firma una alianza defensiva y ofensiva con Pipino el Breve, rey de los francos (754), por la cual Italia se integra en la órbita de la monarquía carolingia y, años más tarde, Carlomagno será coronado rey de Lombardía. Una parte de Italia -la que ha pertenecido a Bizancio- no se anexionará al reino franco, quedará bajo la soberanía del papa y constituirá con la capital, Roma, el núcleo del futuro estado pontificio. |
Una escena de la vida de San Gregorio en que con sus oraciones, sobre todo con la celebración del sacrificio de la misa, libera a las almas del purgatorio (Iglesia de San Gregorio, Roma).
Torre de la iglesia de San francisco en Ravena, del siglo X. A fines del siglo V, los territorios bizantinos de Italia fueron organizados en provincia militar gobernada por un exarca con residencia en Ravena. Pero la poca eficacia de estos dirigentes obligó muy pronto al papa a tomar, por ellos, la defensa contra los longobardos.
En aquel momento de confusión del siglo ves necesario valorar lo que supone el papado para el mundo occidental y, concretamente. el papel representado por Gregorio Magno, quien en sus primeros años conoció el conflicto ostrogodos-bizantinos, vivió su plena influencia justinianista y luego, tras haber abandonado su carrera jurídica y abrazado la vida eclesiástica, llegó a ser legado del papa en la corte de Constantinopla con dos de los emperadores sucesores de Justinigno.
Gregorio Magno pertenecía a una familia de la antigua nobleza romana. Durante su estancia en Constantinopla pudo experimentar de cerca los difíciles momentos de la política bizantina, las diversas corrientes heterodoxas, sobre todo el mono-fisismo y el nestorianismo. Con su cultura y experiencia, se presentaba, sin duda, con cualidades excepcionales para poder dirigir el mundo de Occidente. Sin duda, que la Iglesia de Oriente aventajaba en organización y en sedes episcopales de importancia tradicional, pero la Iglesia romana no había olvidado sus tiempos en los que había tenido el favor imperial, estructurándose a su imagen y semejanza. No es extraño que también en ella se encontrase un buen reducto en que conservar la tradición ecuménica de la añoraba romanidad. Pero no había tenido hasta ahora un papa, salvo el período en que gobernaron León el Grande (440-462) y Gela-sio II (492-496). que supiera con genial clarividencia y energía de voluntad encauzar la realidad. Es en este sentido donde cobra méritos la actuación de San Gregorio Magno (590-604).
Este pontífice supone el primer esfuerzo eficaz para fundamentar la Iglesia de Occidente, en cuanto diferente de la Iglesia oriental, con todo lo que eso supone de acción a favor de las reivindicaciones político-culturales frente a Oriente. Además. su actitud de duda entre vida activa y pública, o monaquismo. puede ser interpretada, teniendo en cuenta lo que el monaquismo había supuesto hasta entonces (fuga del mundo, renuncia a sus convenciones y obligaciones, confianza en Dios y subsiguiente independencia del hombre, etc., frente a la frustrante realidad del desarrollo político del Imperio y sus relaciones con la Iglesia, la cual pronto hubo de reivindicar el no verse arrollada por la máquina imperial), como la aceptación de la interpretación dinámica y activa propia del espíritu de romanidad, frente a las tendencias contemplativas y meditativas del evangelio.
Ya hacía tiempo que el cristianismo occidental -en Oriente es donde el monje alcanzó un inusitado prestigio- venía incorporando ideales activistas, sobresaliendo más bien el tipo del catequista, el santo militante, el mártir, etc., es decir, hombres capaces de ponerse en acción para propagar y defender su fe. San Gregorio
Magno, cuando abrazó el monaquismo o fundó monasterios, lo hizo para la regla de San Benito, instaurador de la vida monástica en Occidente, pero con la incorporación predominante del trabajo en la vida del monje. Innegablemente, para la tradición romano-germánica los ideales monástico-contemplativos eran inaceptables.
En este contexto, pues, se puede situar a Gregorio Magno en el punto de bifurcación radical no sólo de la Iglesia de Occidente y Oriente, sino también de todo el mundo político-cultural. A partir de él. la rivalidad Oriente-Occidente será mayor, el Occidente progresará en la misma línea hasta hacer posible la unión León III-Carlo-magno, exponente singular de la alianza entre papas y emperadores, reflejo de seculares deseos de unidad y universalidad. y segura base para la posterior acometida de Occidente sobre Oriente, quien, habiendo tenido poderes heréticos en su gobierno (León Isaurio-iconoclastas) y viviendo posteriormente en situación cismática respecto de Roma, habría de experimentar incluso la realidad de un Imperio latino en Oriente.
Tal vez pueda parecer que es encerrar germinalmente demasiada historia en la corta vida pontifical de Gregorio Magno. En todo caso, es el irreversible proceso histórico, que encontró en Gregorio Magno lo que hacía siglos ya faltaba a Occidente. La política de los sucesores inmediatos de Constantino no acabó de integrar equilibradamente ideales tan incongruentes como los que alimentaban la Iglesia y el estado. Teodosio. a pesar de sus intentos unificadores. no pasó inmune a los intereses eclesiásticos, que vindicaban el derecho a una autonomía, como reclamaba Ambrosio, o el hecho de la huida monástica...
Sin embargo, aunque semejantes aspiraciones no están ausentes en el pontificado de Gregorio Magno, su ministerio y política supondrán más a favor de una histórica amalgama de los poderej civiles y religiosos que de una autonomía eclesiástica, de cara a sus realizaciones apostólicas y caritativas.
Gregorio Magno en este tiempo, seguramente. no tenía deseos ni posibilidades de sobrepasar el plano espiritual. Siguiendo la tradición evangélica de carácter espiritual. no podía acariciar todavía ilusiones de poder terrenal. El anhelado orden universal sólo podía realizarse en el reino del espíritu. Antes era necesario lograr el reconocimiento espiritual de su autoridad por los poderosos eclesiásticos de la Iglesia de Oriente, e incluso por algunos occidentales.
Contaba ya en su pontificado con la realidad de la conversión de los pueblos germanos al cristianismo y además con la adopción del catolicismo romano de pueblos 'tan importantes como los visigodos en España, quienes habían depuesto su arrianismo con el importante refrendo del concilio III de Toledo (589) y la tradicional fidelidad de los francos, ya desde los merovingios. Por ello, aunque sería ilusorio pedir al pontificado de San Gregorio Magno avances de tipo político mayores, pues todavía en la competencia política predominaba el hecho de la fuerza, sí puede afirmarse que logró un poderoso afianzamiento del papado frente a orientales y occidentales, sentando las bases de lo que posteriormente otros papas realizarían a nivel incluso jurídico.
J. M. P.
Nave central de la catedral de Aquilea, sede del patriarca católico que, de acuerdo con los obispos de sus dominios, presentó oposición a Roma en algunos puntos teológicos y le llegó a disputar la capitalidad del cristianismo. El cisma de Aquilea fue uno de los graves problemas religiosos con que tuvo que enfrentarse Gregorio Magno.
A Gregorio Magno le preocuparon las actividades sinodales de la sede bizantina, teniendo que quejarse, especialmente tres veces, de la legitimidad o rectitud de las decisiones sinodales. Los obispos bizantinos poseían sus propias ideas sobre la organización eclesiástica. Además, pertenecientes al Imperio que más realmente había conservado la estructura del viejo Imperio romano, se habían organizado adaptándose a la administración civil tal como ya había sido establecida por Diocleciano.
El concilio de Constantinopla (381) realizó una división en cinco demarcaciones eclesiásticas: Egipto (Alejandría), Siria (Antioquía). Ponto (Cesárea). Asia (Éfeso) y Tracia (Heraclea). Y mientras en el resto del Imperio subsistía la antigua ordenación (obispos-locales/metropolitanos/papa), en Oriente se creó el archimetropolita. Además el obispo de Constantinopla por su condición de obispo de la capital, gozó de precedencia sobre los demás obispos, con la única excepción de Roma. Pero el concilio de Calcedonia (451). en su famoso canon 28. concedió al obispo de Constantinopla el derecho de consagrar a los archi-metropolitas de Éfeso, Cesárea del Ponto y Heraclea (a cuya demarcación pertenecía Constantinopla).
Contra todo esto se levantó ya León el Grande. Pero no pudo evitarse que el obispo de Constantinopla ingresara en la categoría de patriarcas orientales y ocupara incluso el primer rango entre ellos. Portal motivo, cuando Gregorio Magno se enfrentó contra los sínodos bizantinos, no atacó jamás la institución sinodal, sino que más bien se dirigía a las pretensiones del patriarca Juan el Ayunador, que se titulaba a sí mismo "patriarca ecuménico".
Gregorio Magno protestó en sendas cartas al patriarca, al emperador Mauricio, a la emperatriz Constantina y a su legado Sabiniano. A Juan el Ayunador le recordó el ejemplo de los apóstoles, que "fueron constituidos miembros de la Iglesia y nadie quiso llamarse universal. Conozca, pues, vuestra santidad cuánto se engríe a sí mismo cuando desea ser llamado con ese nombre, con el que nadie que verdaderamente ha sido santo ha intentado llamarse...".
Indudablemente, estas palabras no harán pensar que Gregorio Magno pretendía desposeer a Juan el Ayunador de su título para imponérselo a sí mismo, como obispo de Roma o patriarca occidental. Pero, como puede entenderse en las otras cartas, por encima de la cuestión personal, lo que a Gregorio Magno le duele es la consiguiente disgregación que se operaba con las pretensiones del patriarca de Constantinopla. la lesión del principio de unidad y universalidad. Eulogio de Alejandría, patriarca también, a quien Gregorio Magno le había escrito, así como al de Antioquía, le contestó dando su conformidad a la cuestión del patriarca de Constantinopla y, al mismo tiempo, dando a Gregorio Magno el título de "ecuménico"... Pero San Gregorio contestóle: "Os ruego que no me deis a mí ese título". Lo que más precisamente quería el papa que se reconociera era la primacía de Roma.
Para la Iglesia de Roma fue Gregorio Magno ampliando sus posesiones, que va desde el tiempo de los emperadores venía acumulando. Cuando la debilidad de los bizantinos frente a las acometidas de los lombardos exigió la intervención más directa del papado en Italia, la independencia y fuerza material aumentaron. En multitud de cartas se dirige San Gregorio a los administradores de las posesiones papales con todo tipo de sugerencias para procurar un mayor rendimiento. No en vano él mismo aseguraba que "se puede dudar si el obispo de Roma hace el oficio de pastor o de príncipe temporal".
El prestigio del papado creció en poderío y autoridad moral. Y por encima de los espiritualistas deseos de Gregorio Magno se fueron poniendo las bases de lo que más tarde sería la Iglesia, de manera clara y definitiva. Su soberanía era ya un hecho.
La restauración de un Imperio único mediterráneo había sido imposible, máxime con el acrecentamiento de las divergencias espirituales y religiosas. Pero Roma iba afianzando su poder en torno al papado. que posteriormente, en acción mancomunada con los reyes francos, culminará en el Imperio carolingio, a dos siglos escasos de las reivindicaciones de Occidente en el papado de Gregorio Magno y en la persona de Carlomagno, ese "nuevo Constantino emperador cristianísimo, por cuyo medio se ha complacido Dios en dar todo a su santa Iglesia, a la de San Pedro, príncipe de los apóstoles".
Con estas bases de romanización, la teoría base del agustinismo político, elaborada refinadamente por Gregorio Magno como continuación de la obra inicial del papa Gelasio I. sobre todos, quedó firmemente establecida. La Iglesia había asentado su poderío sobre su superioridad religiosa. El poder había sido concedido al papa desde los cielos, y el que los reyes poseían no tenía otro sentido que el mantenimiento de la moralidad y la defensa de la religión. La doctrina de las dos espadas había nacido.
J. M.» P.
Parte posterior de la cruz de San Gregorio Magno convertida en relicario de la Vera Cruz, que la reina longobarda Teodelinda regaló a la catedral de Monza, donde todavía se conserva.
Dos cruces pectorales longo-bardas de oro (Museo Medieval de divídale del Friuli).
Mientras San Gregorio celebraba la misa, uno de los asistentes dudó, según cuenta la tradición, de la presencia de Cristo en la hostia. Gracias a la oración del santo, apareció sobre el altar la figura del Salvador con los estigmas de la Pasión (Iglesia de San Gregorio, Roma).
Detalle de un velo eucarístico bizantino del siglo VII (Museo Textil, Tarrasa). A principios de aquel siglo San Gregorio era en Italia el jefe de la oposición a los longobardos y su poder, aun en lo temporal, tendía a sustituir paulatinamente al imperial. |