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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

CAPITULO IX

LA FAMILIA DE LAS IGLESIAS REFORMADAS

 

El título es de L. Neve en su conocida obra Churches and Sects in Christendom y designa aquel grupo de organizaciones protestantes surgidas directamente de Calvino o de sus sucesores. El adjetivo «reformado» había sido elegido originariamente para indicar una reforma de la Iglesia Católica más radical que la llevada a cabo por el luteranismo al que se acusaba de «excesivamente conservador» en su teología y de «catolizante» en su liturgia. La adopción del vocablo dio lugar a ardientes polémicas en el Coloquio de Poissy (1561) convocado por Catalina de Médicis y al que asistieron, de parte católica, el cardenal de Tournon y el P. Laínez, General de los jesuítas, y de la protestante Teodoro Beza y Pedro Mártir .

Adelantándonos a lo que luego hemos de decir, expliquemos ciertos términos casi análogos empleados al hablar de este tipo de iglesias. La palabra calvinismo denota la doctrina enseñada por Calvino y calvinistas son los que la profesan, ya pertenezcan a una organización eclesiástica, ya a otra. Por lo mismo, más que de iglesias calvinistas, hablamos hoy de iglesias derivadas del calvinismo. Estas, según el modo de ejercer la autoridad eclesiástica, pueden ser de tres especies: 

presbiterianas, congregacionalistas y reformadas.

En las primeras, la autoridad suprema reside en un consejo de ancianos. Estas iglesias conservan cierta unidad nacional y aun supranacional con un consejo general y su presidente a la cabeza. 

Las iglesias reformadas tienen la misma organización estructural, aunque con frecuencia la nomenclatura empleada sea diversa. La distinción real es más bien geográfica: las iglesias de origen calvinista nacidas en el continente europeo (o trasplantadas de aquí al exterior) se llaman reformadas, en tanto que las oriundas del calvinismo escocés (en cualquier parte del mundo que se hallen) reciben el nombre de presbiterianas. Finalmente, en las iglesias congregacionalistas, el régimen eclesiástico queda en manos de la comunidad local. Esta es independiente de cualquier organismo superior; puede elaborarse su Credo propio («con tal de estar fundado en las Escrituras»); disponer o cambiar de su liturgia, etc. Para el ejercicio del culto y la administración se elige a uno de los miembros de la comunidad que, durante el ejercicio de su cargo, se llamará ministro, aunque no tenga autoridad efectiva sobre los demás.

Dogmáticamente las iglesias reformadas conservan cierta unidad doctrinal en cuanto ésta es compatible con el principio del libre examen. El Christianae Vitae Institutio, de Calvino, el Catecismo de Heidelberg, el Sínodo de Dort y varias Confesiones de Fe (principalmente la de Westminster) forman el sustrato de sus creencias comunes. Se dice a veces que el calvinismo ha dado lugar a una variedad mucho mayor de doctrinas que, por ejemplo, el luteranismo. Así es, aunque pensamos que esto se deba al origen territorial distinto, al trasiego geográfico de sus iglesias y al abandono de la idea de iglesia estatal, más que a una virtud y solidez intrínsecas a las iglesias luteranas. Con todo, se debe admitir que, aun en medio de las variaciones prevalentes dentro del calvinismo, existe un fondo común que, en última instancia, traza su origen de las doctrinas de su progenitor. Estas líneas generatrices aparecen en la teología profesada por todas sus ramas.

Para el plan de la presente obra, esto trae sus ventajas. Ante la imposibilidad de hacer un estudio detallado de cada una de las ramificaciones calvinistas, nos contentaremos con un breve bosquejo de la mayoría de ellas, para dedicar luego nuestra principal atención al examen de la iglesia presbiteriana. Tanto por su extensión geográfica como por el número de adeptos, es la más importante de todas. Sus misiones han penetrado por todas las partes del mundo e Iberoamérica constituye una de las regiones favoritas de su expansionismo. Aprovechando esta ocasión, haremos un excursus por el campo de su teología, lo que bastará para captar, al menos en sus puntos fundamentales, las bases dogmáticas de toda la familia reformada.

El calvinismo ha dado lugar a organizaciones eclesiásticas en Suiza, Alemania, países centro-europeos, Holanda, Francia y Norteamérica. Estas iglesias madres han originado sus filiales en casi todos los territorios de misión, distinguiéndose entre las demás las creadas por la reforma holandesa en el Asia Oriental y en el África del Sur. Hagamos una breve reseña de algunas de estas zonas.

 

EL CALVINISMO SUIZO

Los seguidores de Calvino y de Zwinglio pudieron constatar que, a la muerte de aquél (1564), todos los cantones de lengua francesa y algunos de alemana se habían adherido a sus doctrinas. Una buena parte del siglo XVII fue de luchas entre calvinistas y católicos, terminadas con la derrota de éstos en 1702. Durante los decenios siguientes, y no obstante el apoyo gubernamental de que gozaban, las iglesias reformadas fueron perdiendo parte de su primitivo fervor. Su teología hubo de soportar fuertes embates de adversarios internos que negaban el predestinacionismo y sobre todo del deísmo, del pietismo y del racionalismo que se infiltraron entre sus pastores y dirigentes. Es verdad que con el siglo XIX y la fundación de la república helvética, las iglesias reformadas experimentaron una saludable reacción como consecuencia de los reavivamientos religiosos que, originados en Inglaterra, pasaron al continente y adquirieron popularidad en suelo helvético. Hubo asimismo conatos de independizarse del peso agobiante del estado y de los políticos. Pero las ganancias quedaron neutralizadas por la pérdida de la unidad. En 1817 un grupo de pastores, alentados por el escocés Robert Haldane, sacudió el yugo de la iglesia oficial para formar en Ginebra su propia iglesia evangélica. En 1843, el famoso predicador Alejandro Vinet, con la excusa de que las autoridades querían servirse del calvinismo para sus fines políticos, fundó una iglesia libre evangélica en Vaud. A ésta siguió en 1873 la formación de otro grupo independiente en Neuchátel.

Durante el período intermedio de las dos guerras mundiales y ante la avalancha de paganismo y de socialismo que intentaba penetrar en el país, se inició una campaña de «vuelta a los orígenes», palabra con la que se referían a la aceptación de las doctrinas del protestantismo clásico ya abandonadas por las masas. En este sentido la aparición de la «teología de la crisis» de Barth con la insistencia en la gracia sola y con sus proyecciones cristocéntricas y escatológicas tuvo indudablemente su repercusión. Pero sus efectos no fueron tales que detuvieran aquellas comentes malsanas. La cuña era demasiado profunda.

En la actualidad la situación es fluctuante. Suiza no tiene una sola iglesia reformada para todo el país, sino veinticinco iglesias independientes, una para cada uno de los cantones. Subsisten todavía iglesias reformadas estatales en Berna y en Zurich. En cambio, las iglesias libres dominan en Ginebra, Vaud y Neuchátel. En otros cantones hay una mezcla de ambas. El protestantismo suizo no es tan independiente del estado como a veces se cree. «Los 25 cantones ayudan a las iglesias desde el punto de vista económico», dice A. Keller, lo que es otra manera de afirmar que las denominaciones protestantes, además del reconocimiento, reciben también subvención estatal. No sabemos las formas concretas en que se ejerce ese patronazgo. Con todo, nos dice una reciente publicación, que «las autoridades cantonales tienen derecho a mantener la paz y el orden entre las diversas comunidades religiosas. Pueden también impedir las intromisiones de las autoridades eclesiásticas en los derechos de los ciudadanos. Todos los obispos deben recibir la aprobación del gobierno federal. Hay libertad de prensa y de asociación, aunque ni a los jesuítas ni a las asociaciones dependientes de ellos se les permita el funcionamiento». Esto es lo que varios de sus autores —entre otros Bates— denominan una «neutralidad amistosa respecto de la vida de la Iglesia y el fomento de una relación legalmente definida entre ambos poderes».

Al final de la primera guerra europea, los calvinistas suizos formaron junto con los zwinglianos su Federación de iglesias reformadas. Esto satisfizo a muchos porque daba a la empresa protestante cierta unidad exterior, aunque no por ello cambiara su naturaleza íntima. «De un modo general, escribía en 1927 Ch. Journet, se puede decir que la ortodoxia doctrinal domina en el pueblo mientras el liberalismo lo hace en las universidades... Hay, con todo, regiones en las que la disolución no ha hecho más que empezar mientras que en otras ha terminado ya con tres cuartas partes de su labor... Ciertamente ya no se encuentra un solo calvinista puro —ha dicho el profesor Fornerod— porque el dogma de la predestinación tal como la enseñaba el reformador hiere demasiado las conciencias modernas... Aun los mismos ortodoxos de hoy, añade Mauricio Nesser, no podrían ser los de hace cuarenta años». La lección de la segunda guerra mundial fue dura y empujó a los calvinistas suizos a una mayor unión. Aquella Federación volvió a ampliarse hasta incluir a pequeños grupos metodistas y a otras iglesias libres. Esta se rige por sus nuevos estatutos de 1950 y realiza una fecunda labor común en el campo social, en la lucha contra el juego y contra el alcoholismo, en la promoción de las obras misionales, etc. La agrupación tiene «la ventaja» de poseer una fórmula de fe tan vaga que no crea dificultades de aceptación a ninguna de las iglesias componentes, sin obligarlas por otra parte al abandono de sus peculiaridades rituales o aun teológicas. Se trata además de una asociación que «toma como base de su enseñanza la Biblia estudiada libremente a la luz de la conciencia cristiana y de la ciencia. Obliga a cada uno de sus miembros a formarse, tras madura reflexión, sus propias ideas sobre la religión. Abre también sus puertas a todos los protestantes sin imponerles ninguna Confesión de fe».

El calvinismo suizo se ha distinguido siempre por su notable aportación teológica. Al presente hay facultades teológicas en Zurich, Berna, Lausana y Ginebra. Como en sus aulas se forma una gran parte de los pastores de sus iglesias, se comprende la importancia de las doctrinas que prevalezcan en las mismas. Estas han variado según los tiempos. Durante el siglo XIX y principios del XX, el liberalismo y el modernismo «ganaron mucho terreno». Se diría que no había región del todo inmune al mal. En la Suiza francesa F. Buisson (1841-1932) abogó por un liberalismo a ultranza en oposición al calvinismo ortodoxo; C. Malan (1821-1899) identificó al cristianismo con un sistema de elevada moral; y E. Scheer (1805-1899) se refugió en el más crudo racionalismo. En los cantones de lengua alemana, A. Bollinger (1824-1905) combatió a Kant y a Schleiermacher, pero para venir a negar los orígenes divinos de la Iglesia; mientras F. Overbeck (1837-1905) desechaba en público el calvinismo y aun las bases mismas de la religión cristiana. En el país hubo también teólogos y predicadores que (contemporáneamente al movimiento del Social Gospel en América) proclamaron una era de felicidad temporal basada «en el exacto cumplimiento de los preceptos evangélicos». Descollaron entre todos E. Kutter, pastor de Zurich y orador de arranques apocalípticos, y L. Ragaz, profesor de la misma ciudad y pasado luego a las filas del socialismo.

Hoy parecen soplar vientos más favorables. Las consecuencias acarreadas por la puesta en práctica de tales principios, han bastado para abrir los ojos de muchos. Tal ha sido, entre otros, la gran labor de restauración teológica de dos grandes teólogos estudiados por nosotros en otro capítulo, Karl Barth y Emile Brünner El católico hallará sin duda motivos de disensión en más de una de sus posiciones doctrinales. Sin embargo, tampoco se puede negar ni dejar de alabar el esfuerzo llevado a cabo por ambos (más por el primero que por el segundo) para detener la marea montante de racionalismo que amenazaba a la Reforma. La soberanía de Dios, el sacrificio redentor de Cristo, la doctrina de la gracia y de nuestra dependencia de Aquel que un día será también nuestro Juez, han quedado restituidos a su puesto de honor. Lo dicho, sin embargo, no supone una plena recuperación del calvinismo suizo en el campo de la fe. Son muchos los profesores que enseñan el liberalismo heredado del siglo pasado. El laicismo está a la orden del día. La libertad de pensamiento religioso concedida a pastores y fieles por sus propias constituciones, así como la falta de enseñanza religiosa en el hogar, están creando una generación que tiene de calvinista poco más que el nombre. En las estadísticas de 1952 la Federación suiza aparece con una comunidad total de 2.500.000 adeptos. Pues bien, de estos solamente 150.000 se consideran practicantes. La proporción es una de las más bajas entre todas las iglesias de la Reforma.

El calvinismo suizo tiene desde hace mucho tiempo dos organismos encargados de la labor misionera: el Basel Evangelische Missionsgesellschaft para la parte alemana y la Mission des Eglises Libres de la Suisse Romande, para las iglesias de habla francesa. Sobre todo la primera figuró en otros tiempos como una de las organizaciones misioneras modelo de todo el protestantismo hasta el punto de que muchos alemanes, tanto luteranos como calvinistas, prefirieran trabajar a sus órdenes que no a las de sus propias iglesias. Tuvo misiones muy florecientes en la India, en China y en el actual territorio de Indonesia. Sus enviados fueron los primeros en fomentar la educación técnica (industrial, agrícola, etc.), entre las poblaciones con las que trabajaban. La otra sociedad trabajaba sobre todo en el África. Hoy ambos grupos están pasando por una grave crisis que amenaza con borrarlos completamente de la lista de las misiones protestantes. Admite Keller que las dificultades son muy serias: tanto de orden económico (que no debieran existir en una nación tan próspera como la helvética) como en el del personal ya que dice necesitar más de doscientos misioneros para cubrir los puestos que le corresponden 14. Los anuarios misioneros sólo corroboran nuestro pesimismo. En la India (donde parecen ya trabajar en unión con sociedades no suizas) su personal se reduce a 23 hombres y a 22 mujeres; el de Indonesia a 20 mujeres: el de Borneo a 5 misioneros y a 4 misioneras; el del Camerún inglés (donde su contingente es mayor) a 23 hombres y 35 mujeres. La organización de lengua francesa cuenta en el África del Sur con 11 hombres y 19 mujeres; y en Egipto con 10 mujeres y 3 hombres. En cambio, ha desplazado a Mozambique 13 misioneros y 32 misioneras.

Como hemos visto en otras partes, Suiza ha sido escogida por el protestantismo mundial como centro de sus organizaciones internacionales. Por eso las corporaciones ecuménicas florecen junto a Ginebra y otras localidades. Afirma Keller que «las vibraciones de la nueva esperanza ecuménica han ejercido ya su influjo en grandes círculos del calvinismo helvético». Algunos ven en ello el cumplimiento providencial de las ansias de unionismo que —no obstante las apariencias contrarias— dicen haber sido una de las grandes pesadillas del reformador ginebrino, aunque a sus ojos se tratara sólo de la unificación del protestantismo, no de la entera Cristiandad.

 

IGLESIAS REFORMADAS DE FRANCIA

 

Desde fines del siglo XVII (momento en que interrumpimos nuestro relato del protestantismo galo) la iglesia reformada de Francia ha pasado por diversas vicisitudes, unas de expansión, otras de claro retroceso. Después de la muerte de Luis XIV (1715), muchos de los protestantes que habían sido desterrados por su religión volvieron al país, organizaron sínodos, celebraron su culto, sus matrimonios y sus funerales aunque casi siempre al aire libre (se llama la época del «desierto heroico») por falta de edificios religiosos en que reunirse. Las leyes represivas de su sucesor (1724) no se aplicaron en muchas partes con todo rigor, lo que les permitió consolidar sus posiciones. La mayoría de sus pastores procedía aún de Lausana donde Antonio Court había abierto un seminario para su formación. A partir de 1760 la tolerancia fue ya un hecho. En 1785 Luis XVI publicó un «edicto de gracia» por el que se les restituían sus derechos civiles y aun se les admitía a cargos públicos. La revolución de 1798 mejoraría su posición ya que el Terror (fuera de casos excepcionales) se dirigió contra la Iglesia católica y sus ministros. Según Mours, fueron muchos los pastores protestantes que en aquella difícil coyuntura traicionaron a su fe. «Las defecciones se explican en parte por el hecho de que la mayoría de ellos, imbuidos en la filosofía de las luces que había penetrado en el seminario de Lausana, predicaban más la moral (natural) que la doctrina (cristiana) y pensaban que el fin de su ministerio era hacer a los hombres virtuosos y gentes de bien.

De aquí a colocar la ideología revolucionaria sobre el mismo plano que el Evangelio de Cristo, no había sino un paso. El protestantismo francés recobró su estado oficial en 1802, y en 1852 por unos decretos que le permitían, además del culto y de la predicación a la par con la Iglesia católica, la erección de congregaciones locales, de consistorios y de una Conferencia nacional.

A lo largo del siglo XIX las dificultades de las iglesias reformadas de Francia fueron de orden más bien interno. Léonard ha hablado de una verdadera fase de «anquilosamiento» de sus iglesias en aquel período. No se trataba solamente del decaimiento del celo proselitista de sus seguidores, sino sobre todo de la aparición de hondas disensiones dentro de la comunidad. La ocasión se la dieron los reavivamientos religiosos que ciertos misioneros metodistas introdujeron en el país. Venían de Inglaterra dirigidos por un pastor, Cook, pero pronto prendieron en diversos círculos protestantes y hallaron su portavoz en el pastor Edmundo de Pressensé y otros. De suyo no parecían tener por objetivo la disgregación de las iglesias existentes, sino el despertarlas del sopor en que habían caído. Pero se trataba de una consecuencia que ellos mismos no eran capaces de evitar. Las predicaciones y la «nueva forma de religión», con el énfasis particular en la conversión sentida y el abandono de algunas doctrinas clásicas del calvinismo, dividieron pronto a sus seguidores. En general, los liberales y los pietistas prestaron apoyo al movimiento mientras que los conservadores lo acusaron de desviacionismo Las luchas —agudizadas por otros conflictos doctrinales y de orden administrativo— se fueron haciendo cada vez más agudas. En el sínodo de París (1848) Federico Monod se separó con los suyos de la iglesia-madre a la que acusaba de errores doctrinales y creó su Unión des églises evangeliques. El racionalismo fue ganando terreno y libros como la Vida de Jesús de Renán (protestante por parte materna) precipitaron la crisis en peligrosa dirección. Cuando en 1864 Guizot quiso detenerla, ya era tarde y los adversarios respondieron con la fundación de la Union protestante libérale. En la lucha, que duró todavía varios decenios, salieron vencidos los conservadores, en tanto que los representantes del liberalismo iban acaparando los mejores púlpitos y las cátedras universitarias. Baste recordar aquí la acción corrosiva que en este sentido ejercieron los tres grandes patriarcas del modernismo galo: Albert Réville, Auguste Sabatier y Wilfred Monod.

En 1905 el parlamento francés votó la ley de la separación de la Iglesia y del Estado. El protestantismo se alegró, no tanto por las ventajas que le aportaba directamente (ya que para entonces gozaba de plena libertad de movimientos), sino por el golpe mortal que se asestaba a la Iglesia católica a la que se le quitaba por otra ley la preciosa colaboración de las Ordenes y Congregaciones religiosas. Al terminarse la primera guerra mundial, el protestantismo francés se volvió a dividir en dos porciones: una rígida y conservadora (la Union nationale des églises evangeliques réformées en France) y otra más indulgente y liberal del mismo título, pero sin la palabra evangelique. Fue también el tiempo en que, según Seydoux, el protestantismo galo sintió en si «una fuerte oleada de reavivamiento religioso» que llevó a sus fieles a la aceptación más seria del mensaje bíblico de Jesús y de las responsabilidades comunitarias consecuentes a su seguimiento. Estas mismas corrientes parecen acusarse después de la segunda guerra mundial. Los «años de cautividad» bajo el dominio nazi sirvieron para acercarlos más entre sí y con los principios doctrinales de la Reforma. Con este mismo objeto se han unido últimamente a los bautistas, metodistas y algunos otros grupos menores, en un organismo supremo que se llama Féderation protestante de la France.

Numéricamente este protestantismo francés —y a fortiori el sector del protestantismo reformado— constituye una minoría en el conjunto de la nación. Las cifras presentadas para 1957 dan un total de 413.000 reformados incluyendo en el cálculo a los territorios de Alsacia y Lorena. A primera vista, estos totales significan una fuerte disminución respecto de fechas anteriores (sea cual fuere la exactitud de los cálculos aducidos) o que al menos no ha sabido conservar el ritmo con el aumento continuo de la población. En cambio, no parece poder dudarse del fervor de esos que permanecen en sus iglesias. De los 35o.600 reformados franceses que en 1952 aparecían en sus listas, nada menos que 237.000 estaban catalogados como cristianos prácticos. La proporción entre ambas categorías es entre los protestantes franceses mucho más elevada que la de sus connacionales católicos.

Hasta hace pocos años, el protestantismo francés habitaba solamente una cuarta parte del territorio nacional, mientras que ahora se halla desparramado por la mayoría de las provincias o departamentos. Las gentes abandonan la campiña (que antes constituía el fuerte de los núcleos reformados) y se instalan en los grandes centros urbanos e industriales planteando a sus ministros un serio problema pastoral y obligándoles a proveerles de capillas y de otros lugares de culto. Algunos temen que, con el aislamiento y la pérdida de sentimiento mayoritario de que gozaban en las antiguas regiones, muchos de sus adeptos vayan abandonando las prácticas religiosas. Por lo demás, como comenta M. Seydoux, «los protestantes franceses ocupan puestos de influjo en la vida de la nación. Se les encuentra al frente de altos cargos de gobierno y de la administración, en la magistratura, en las universidades, en la banca, en la industria y en el comercio». Las facultades teológicas reformadas de Francia se encuentran en Estrasburgo, París, Montpellier y Aix-le-Province.

Puede hablarse de un mensaje doctrinal específico de las iglesias reformadas de Francia, aun dentro de la tradición calvinista. Entre sus teólogos (y fuera de casos aislados) se tiende a una vía media que no vuelva a caer en el modernismo de hace cuarenta años, pero evitando también el fundamentalismo a ultranza de algunos grupos norteamericanos. La Biblia continúa siendo la fuente de su teología y de su devoción. «Lo importante para la vida del protestantismo, dice uno de ellos, no es que cesen las polémicas sobre la Biblia, sino que continúe siendo su gran preocupación». Por eso, añade, entre los protestantes franceses hay quienes adoran en sus páginas ría Palabra intangible de Dios» y quienes se debaten en un auténtico cuerpo a cuerpo sobre cuestiones que tocan a la integridad del texto o a la naturaleza de la inspiración. Ambas posturas, concluye nuestro autor, muestran que la Escritura sigue siendo el centro de nuestra vida religiosa» Los reformados franceses mantienen su creencia en «el testimonio del Espíritu Santo», aunque la noción reciba interpretaciones opuestas en boca de los liberales y de los conservadores. Piensan asimismo que su religión continúa siendo «teocéntrica» y «cristocéntrica», no obstante la interpretación contradictoria que ambos grupos puedan dar a la frase clásica: «Jesucristo es Dios». Los franceses tienen fe en la predestinación; pero no como en dogma que todos hayan de suscribir, sino como en secreto y abismo que supera nuestras inteligencias.

Por otro lado, es evidente que en el protestantismo francés existe un renovación litúrgica. Se puede palparlo en la aparición de «comunidades religiosas» (Taizé y Pomeyrol) y en la importancia cada día mayor que se da al orden de los diáconos y de las diaconisas. Los fieles participan más activamente que antes en los servicios religiosos. En ciertos círculos teológicos se tiende también a acudir a las fuentes (la Biblia, los Santos Padres y la Tradición) con objeto de resolver algunos de los problemas doctrinales más candentes que hoy dividen a la Cristiandad. El funcionamiento de algunas Casas de Retiro para grupos de jóvenes, teólogos, pastores, etc., debe contarse entre otro de los signos de reavivamiento espiritual.

El protestantismo no ha podido sustraerse en Francia al medio ambiente que le rodea. Su rama reformada liberal proclamó hace mucho tiempo la necesidad de cristianizar la sociedad. El «socialismo cristiano» de Channing en los Estados Unidos, el de Maurice en Inglaterra y el del ex-católico belga Laveleye en su patria, tuvieron sus imitadores en el país. El pastor Fallot (1844-1904) fundó la Liga francesa de la pública moralidad. Como resultado del congreso de 1888 inició la Révue du christianisme sociale que todavía continúa publicándose. Se ha alabado de parte católica «la valentía y clarividencia» de la revista. Aun aprobando el espíritu y las realizaciones del movimiento en el campo social, tenemos serias reservas que hacer (y en esto vamos precedidos por numerosos protestantes) a una organización que relega a lugar tan secundario las creencias y los sacramentos.

La obra misionera del reformismo galo tiene como órgano principal la Societé des missions évangeliques, fundada en 1822 en París. Sus actividades se han extendido de modo especial a territorios coloniales de la propia nación, aunque en ocasiones hayan prestado también ayuda a otros campos de trabajo. Los misioneros protestantes franceses trabajan en el Africa: Togo, Camerún, Basutolandia, Africa Ecuatorial francesa, Senegal, Costa de Marfil, Madagascar y Gabón, punto este último donde ejerce sus servicios médicos el famoso Dr. Schweitzer. Tienen también a su cargo las misiones de Tahití, de Nueva Caledonia y de la isla de la Lealtad. Léonard se ha tomado la molestia de reivindicar los motivos espirituales de estas empresas misioneras asegurándonos que, contra lo que a veces se dice, «no son esencialmente fruto del patriotismo». Se lo concedemos sin regateos. Lo que el historiador hallará más difícil de suscribir es su afirmación de que, durante los últimos años, las misiones protestantes de Francia «han llevado a cabo una obra parecida a la de los católicos, con hombres comparables a un Lavigerie, a un Foucauld o a un Augouard». Pero, también en esto, mucho depende del significado exacto de la palabra parecido. El protestantismo reformado francés tiene en la actualidad unos 250 misioneros (sobre un total de un millar de pastores para toda su iglesia). Y aunque casi un centenar esté compuesto por esposas de misioneros, el porcentaje, para lo que ocurre en el resto del protestantismo continental, es muy elevado. Y sus trabajos han dado como resultado la constitución de una cristiandad misionera que, en número de fieles, supera con bastante a la de la metrópoli.

Las iglesias reformadas de Francia toman parte activa en el movimiento ecuménico. Algunos de sus representantes se mezclan gustosamente con los católicos en coloquios doctrinales y amistosos. La «Semana de oraciones por la unión de las iglesias» ha adquirido entre ellos mucha popularidad. El pastor Marc Boegner, que fue uno de los primeros presidentes del Consejo mundial de las iglesias, se ha convertido en portavoz de la prensa nacional, sobre todo de la no religiosa, en materias de ecumenismo.

 

CALVINISMO HOLANDÉS

 

Puede decirse que Holanda heredó casi desde los comienzos —transmitido por la vecina Suiza— el manto del calvinismo. El pequeño país fue en lo sucesivo la auténtica cuna del protestantismo reformado del mundo entero. De él lo recibieron (en forma de presbiterianismo) las Islas Británicas. De allí pasó —vía Inglaterra— a los Estados Unidos. El calvinismo de origen holandés es el que más tarde se ha trasplantado a países de misión: a veces directamente como a Indonesia y al África del Sur; otras a través de sus seguidores escoceses y norteamericanos en su rama presbiteriana. Por una ironía de la historia, mientras esa iglesia oriunda de los Países Bajos va expandiéndose (en sus diversas tradiciones) por el mundo entero, en su propia casa pierde en favor del catolicismo el puesto de mando exclusivo que ostentara en otros tiempos.

El establecimiento del calvinismo por los soberanos de la casa de Orange no trajo a la nación la paz deseada. Una controversia teológica que amenazaba los fundamentos mismos del calvinismo (el arminianismo) dividió pronto los ánimos. Es verdad que el sínodo de Dort (1618), al rechazar aquella “herejía”, hizo también lo posible para eliminar a cuantos la profesaban, a unos por el destierro y a otros por la aplicación de la pena capital. Pero las medidas no trajeron la concordia aunque sí contribuyeran indirectamente a que el calvinismo ortodoxo cobrara nuevos alientos y se proclamara por la Paz de Westfalia (1648) religión oficial del estado. Por entonces los numerosos católicos holandeses hubieron de sufrir las consecuencias de una legislación que bien puede calificarse de persecutoria. Los estados generales dieron órdenes de que se destruyeran las imágenes y se retiraran los ornamentos sagrados. A la muerte de Guillermo II (1650) el partido intransigente, dueño del poder, expulsó a sacerdotes y religiosos prohibiendo al mismo tiempo a los protestantes tener ninguna relación con los católicos. Estos quedaron asimismo excluidos de sus cargos públicos. El fanatismo llegó hasta el punto de destruir las capillas votivas y las cruces colocadas a la vera de los caminos. Si, en ocasiones, los católicos gozaron de una mayor libertad, fue por las simpatías que una buena parte del pueblo conservaba hacia ellos o porque se ganaban por el soborno a las autoridades.

Pero, es evidente que tampoco iba todo bien para los reformados. Por un lado, la subordinación total de la iglesia a las autoridades civiles fue para ella de graves consecuencias. Con frecuencia los magistrados abusaron para provecho propio de su autoridad sobre las asambleas y sobre los ministros del culto. Estos últimos, que recibían del estado los subsidios y aun su misma educación, no tuvieron más remedio que aguantar. El estado llegó a intervenir en cuestiones doctrinales, en la admisión o despido de predicadores y en materias que eran de la competencia exclusiva de la autoridad religiosa. Los mismos sínodos tenían prohibido tomar decisiones sin consentimiento gubernamental. Por otro lado, fueron muchos los reformados que reaccionaron contra aquel intervencionismo. Y, como ocurre en casos semejantes, no pararon hasta llegar al laxismo. Sus teólogos (grandemente influenciados por las corrientes arminianas) empezaron a enseñar doctrinas que estaban en abierta contradicción con los fundamentos mismos de nuestra fe. El cartesianismo y la duda religiosa se fueron infiltrando en sus seminarios y universidades donde hasta las doctrinas anti-trinitarias hallaron oyentes y seguidores. La escuela de Groningen se distinguió por una «interpretación humanista del cristianismo», interpretación que incluía la negación del misterio trinitario, de la divinidad de Cristo, etc. «Con tales fenómenos, comunes aun entre los pastores de sus iglesias, escribe Kromminga, no es extraño que el deísmo y el escepticismo hicieran riza entre los creyentes. Pedro Bayle enseñaba filosofía en Rotterdam y atacaba abiertamente nuestras creencias. Simón Tissot, docente de matemáticas en Deventer, mordía en sus escritos las verdades de la fe. Von Hastfeld escribía en 1745 un libro en el que atacaba a la Biblia por su confusión, a sus autores por su insinceridad y al conjunto de los cristianos por ser mentalmente deficientes».

La ocupación de los Países por las tropas napoleónicas tuvo repercusiones sobre las iglesias reformadas. Un decreto de 1796 decretaba la separación de la Iglesia y del Estado y, por consiguiente, la suspensión de subsidios para los ministros de aquella. Los reformados perdieron también sus derechos sobre las propiedades eclesiásticas y sobre las escuelas. Es verdad que las medidas no se aplicaron con todo rigor, lo que libró a los protestantes de la ruina a la que estaban abocados. Al anexionarse Holanda a Francia (1810) se introdujeron en la estructura de las iglesias reformadas transformaciones de no escasa monta. Por de pronto, se suprimieron los sínodos provinciales sustituyéndolos por uno nacional. En la nueva ordenación, la iglesia local perdió también su carácter primitivo de clase, verdadera célula del calvinismo primitivo. La autoridad quedó encomendada al pastor permaneciendo del todo relegados los seglares. «La reorganización, comenta uno de sus expertos, convirtió al sínodo nacional en verdadera iglesia de estado. Este hacía y deshacía según le venía bien para perpetuar su control».

El año 1816 es fecha memorable para la iglesia holandesa reformada. Guillermo I, al subir al trono, convocó un sínodo general (el primero después de 1622) y ofreció a la iglesia apoyo oficial con tal de que admitiera ciertas modificaciones en su constitución. Una buena parte de los seguidores admitió sin dificultad el cambio por creer que no afectaba sino al aspecto administrativo de su religión. Otros, encabezados por la clase de Amsterdam, se negaron a obedecer y determinaron formar una nueva organización a la que llamaron: la iglesia cristiana reformada. Tanto los católicos como los liberales aprovecharon aquella coyuntura para arrancar a la iglesia oficial algunos privilegios que, hasta entonces, había conservado ella en exclusiva. El primero fue la eliminación de la enseñanza obligatoria del calvinismo de las escuelas. En 1876 las facultades teológicas de las universidades estatales habían quedado transformadas en «facultades de religiones comparadas», aunque dejando al sínodo nacional la posibilidad de crear sus propias cátedras de enseñanza teológica superior. Cuando en 1880 los racionalistas se apoderaron de la mayor parte de aquellos centros, el calvinismo ortodoxo fundó su universidad libre de Amsterdam y decidió también la apertura de escuelas elementales libres para la enseñanza de la religión reformada

La porción calvinista que, al menos hasta cierto punto, se conformó con las decisiones gubernamentales, recibe el nombre de iglesia holandesa reformada y abraza a una gran parte de los reformados del país. A pesar de las convulsiones causadas por dos escisiones: la de Cock (1836) y la de Kuyper (1886), la iglesia va recobrando su vigor. Está compuesta de un sínodo integrado por ministros, ancianos y diáconos. Tiene 54 clases (o presbiterios) que a su vez se distribuyen en diez sínodos. La congregación local está gobernada por el consistorio en el que toman parte al menos un ministro, cierto número de ancianos y de diáconos elegidos por los miembros adultos de la congregación. Hubo un tiempo en que a los ministros se les exigía para el desempeño de su cargo la aceptación de una fórmula de fe. En la actualidad, basta que prometan «promover según sus habilidades los intereses del Reino de Dios y, de acuerdo con estos, los intereses de la iglesia reformada de Holanda». En 1957 esta rama calvinista tenía 3.192.837 adeptos de comunidad total, de los que 829.000 se consideraban de la categoría de cristianos practicantes. El status de esta iglesia en sus relaciones con las autoridades estatales permanece en realidad un poco vago. La Confesión de la religión reformada a la que deben pertenecer los soberanos, impone al gobierno «el deber de mantener en sus dominios la verdadera fe» (la protestante) y le recuerda que «no en vano lleva la espada». La Corona tiene igualmente ciertos privilegios en el nombramiento de algunos cargos eclesiásticos y educativos. La constitución de 1877 «prevee el subsidio (por derechos de tradición) a los ministros de las iglesias reformadas, aunque dando las mayores oportunidades —incluso ayuda escolar— a las demás confesionalidades y sin mantener todavía una iglesia propiamente estatal». Con todo, el sentido común del pueblo holandés contribuye a que se respeten los derechos de las minorías, entre las que no es ya tan fácil contar al sólido bloque católico que sólo de por sí supone casi el 40 por 100 de la población.

La Iglesia Cristiana Reformada fue el resultado de una controversia entre calvinistas holandeses cuyo meollo, según E. T. Corwin, se reducía a saber «si las fórmulas doctrinales tienen autoridad porque se conforman con la Palabra de Dios, o en tanto en cuanto se conforman con la misma». En realidad, la disidencia era más profunda y partía de la oposición de ciertos grupos calvinistas a la creciente autoridad que los monarcas iban cobrando en materias eclesiásticas. Ya en 1834 de Cock y otros se habían negado a aquel género de gobierno aunque declarando de antemano que su acción no se dirigía contra los principios de la religión reformada, sino contra la administración burocrática a la que se le sometía. Aquel acto de rebelión arrastró a muchísimos. Es verdad que la predicación bullanguera de los nuevos reformados no gustó a la población en general, motivo por el cual muchos debieron emigrar a los Estados Unidos. Pero los modales se fueron suavizando y la nueva iglesia fue cobrando un aspecto de respectabilidad entre los conciudadanos hasta lograr poco a poco las mismas «libertades cívicas» que las demás. Hoy esta nueva denominación se gloría de tener plena independencia frente a las autoridades gubernamentales y de adherirse a la más pura ortodoxia en materia doctrinal. Sus normas vienen dictadas por los Institutos de Calvino y por las severas regulaciones del sínodo de Dort. Tiene su seminario principal en Kampen y su centro de educación superior en la universidad libre de Amsterdam. En 1892 logró atraerse a varios grupos de ideología similar. Posee unas 800 capillas e iglesias con un número casi igual de pastores ordenados. Sus adeptos son 647.688. La circunstancia de que casi la mitad de ellos (324.621) sean «practicantes» indica en la iglesia un intenso clima de fervor. En misiones tienen a su cargo varios territorios sudafricanos y asiáticos. Su liturgia es severa, sin música ni ornamentación de ninguna clase. Sus seguidores se distinguen también por el puritanismo de sus costumbres. Ejercen considerable influjo en la opinión pública como resultado de las actividades ejercidas en el campo político, educativo y en el de publicaciones.

E. Emmen, secretario de la iglesia holandesa reformada, resumía en 1947 de este modo la situación del calvinismo en su país. La iglesia reformada, decía, se halla en Holanda tan dividida por sus internas escisiones como el panorama nacional por sus ríos y canales. Esto que, por una parte, es índice del interés por la vida eclesiástica, constituye por otra una continua fuente de conflictos. En otro campo, el materialismo y el marxismo están penetrando muy hondo en ciertas capas de nuestra población. Con todo, parece que las iglesias van despertando también al peligro. La última guerra ha contribuido al acercamiento de los diversos grupos. Hay un evidente resurgimiento bíblico y se tiende a insistir en la predicación en aquellas verdades derivadas directamente de las páginas del Libro Sagrado. No obstante la tendencia natural del calvinismo holandés a permanecer aislado del resto del protestantismo en materias doctrinales, las últimas experiencias mundiales van mostrando a las iglesias que tal proceder va contra la irresistible corriente de los tiempos. A ello ha contribuido también el movimiento ecuménico que, no obstante las muchas dificultades encontradas en su camino, va abriéndose paso en círculos cada vez más amplios. En Drierbergen se ha fundado un movimiento que lleva por nombre «Iglesia y mundo» encaminado a la formación de eclesiásticos de distintas confesionalidades. La juventud entrenada en dichos centros se apresta a dirigir después obras sociales, a enseñar en las escuelas y a ayudar a los pastores.

En general, los años de la segunda post-guerra han favorecido el desarrollo del calvinismo holandés. La presencia de un catolicismo militante dentro de las fronteras patrias ha servido de estímulo para ello. Algunos de sus teólogos han visto sus obras traducidas a varias lenguas occidentales. Si en punto a misiones activas la pérdida de las antiguas Indias holandesas y los conflictos raciales del África del Sur han dejado mal paradas sus actividades y su renombre, estos han quedado compensados por la contribución que hombres como Kraemer y Bavink han hecho a la ciencia misiológica. En el campo ecumenista el mecenazgo de Wisser Hooft, secretario del Consejo mundial de iglesias, ha senado igualmente a que grupos selectos de pastores y seglares tomen parte cada vez más activa en el trabajo de acercamiento de los diversos sectores cristianos. No obstante la labor negativa de ciertos ambientes, la eliminación de prejuicios anti-católicos se va convirtiendo en consoladora realidad. A ello contribuyen, además de la atmósfera prevalente, los contactos amistosos de muchos calvinistas con miembros de la Iglesia católica.

 

CALVINISMO ALEMAN Y CENTRO-EUROPEO

 

Los reformados penetraron en Alemania por dos vías. Los zwinglianos (aun después de quedar absorbidos por el calvinismo) se extendieron por las tierras limítrofes a Suiza y en particular por las ciudades libres de Estrasburgo, Constanza, Lindau y Memmingen. En la Dieta de Augsburgo (1530) redactaron su Confessio Tetrapolitana, que es una combinación de doctrinas zwinglianas y luteranas. En cambio, los calvinistas propiamente dichos se infiltraron aprovechando una controversia surgida acerca de la Cena del Señor. El Palatinado, y con él su Elector Federico III, se habían adherido a la interpretación calvinista del misterio, y el príncipe no tardó en implantarlo en sus territorios. Para conseguirlo, llamó en 1560 a Pedro Mártir, a Zacarías Ursino y a otros grandes teólogos reformados. Eliminó de su universidad de Heidelberg a las autoridades y al profesorado, que se resistían al cambio, y puso al frente del famoso centro a Gaspar Olivetano, calvinista acérrimo, formado por el mismo Calvino en Bourges y en Orleáns. Ursino y Olivetano fueron los que de hecho más contribuyeron a la redacción de la nueva fórmula de fe que por eso se llamó Catecismo de Heidelberg. «El libro, comenta McNeill, ha de considerarse como una de las más extraordinarias fórmulas de fe tanto por su contenido intrínseco como por la extensión alcanzada en su original y en sus traducciones. Recibió la aprobación de casi todas las iglesias calvinistas convirtiéndose además en el gran manual de predicación para las comunidades reformadas de Alemania y de los Países Bajos».

El reformismo alemán ha pasado por muchas peripecias. Cuando las tropas de Luis XIV invadieron el Palatinado, fueron muchos los adeptos que emigraron a los Estados Unidos. Hasta 1817 la iglesia luterana y la reformada llevaron vida independiente como ramas igualmente protegidas por el Estado. En varias de sus universidades (por ejemplo en Erlangen y en Goettingen) existían cátedras de teología reformada oficialmente retribuidas. Aquel año Federico III de Prusia decidió reunirlas en una sola organización. Hubo resistencias de una y otra parte, pero al fin el rey impuso su voluntad y en 1839 se creó solemnemente la iglesia evangélica unida. A los fieles de las agrupaciones componentes se les permitió la conservación de sus propios libros litúrgicos, pero debían celebrar la Cena del Señor en común según los ritos prescritos por el príncipe. Al separarse, después de la primera guerra europea, la Iglesia y el Estado en Alemania, los reformados volvieron a conseguir su antigua independencia. La Bund Reformierter Deutschlands, al igual que otros grupos menores, llevó durante años vida propia. Pero los pujos independistas no eran ya los de otros tiempos y se sentía en muchos la necesidad de una mutua aproximación a otras denominaciones con el fin de hacer frente a problemas que eran de vida o muerte para sus iglesias. Así se formó en 1945 la Iglesia Evangélica Alemana. Desde entonces resulta difícil seguir los pasos a los calvinistas alemanes. En las estadísticas aparecen en un bloque común con el resto del protestantismo nacional. Forman igualmente parte con todos en las grandes reuniones o Kirchentag, en las campañas sociales, en los movimientos litúrgicos, etc. Casi el único punto donde todavía conservan su sello propio es el plano parroquial con su liturgia y su estructura administrativa que todavía son de tipo auténticamente reformado. La mayor parte de sus adeptos reside en la Alemania occidental y en las regiones colindantes con Francia y Suiza. Antes de la última amalgamación, los reformados alemanes contaban con sólo medio millón de adeptos.

Hungría conoció el calvinismo en la segunda mitad del siglo XVI. Ya en 1557 sus seguidores habían compilado una Confessio Czengerina, destinada a servir de guía a la nueva comunidad. De Hungría se infiltraron en Rumania consiguiendo allí ganar para su causa a muchos adeptos. Hoy la primera de las naciones cuenta con una fuerte comunidad reformada de casi dos millones de miembros a cargo de 1.800 pastores y distribuidos en 2.219 iglesias y capillas. La formación de sus ministros se hacía en cinco academias teológicas. La masa de los adeptos era pobre, pero se conservaba fiel a sus creencias. Las iglesias reformadas húngaras han conservado el episcopado. Cinco obispos estaban al frente de otros tantos distritos en que se dividía su iglesia. La iglesia rumana reformada tiene unos 800.000 adeptos a cargo de 686 pastores. Los reformados checoslovacos son 150.000. Las noticias que poseemos de estas iglesias bajo el dominio comunista son escasas y, por añadidura, poco dignas de crédito. Sabemos que las consecuencias de la guerra y de la ocupación roja han empobrecido sobremanera su fibra espiritual. La prensa controlada ha hablado de una supuesta total subordinación de obispos, pastores y fieles al régimen vigente. Pero, como hemos indicado, las fuentes de donde proceden las noticias, están emponzoñadas. Esperemos a que hechos posteriores nos proporcionen un cuadro más exacto de la realidad

 

LAS IGLESIAS REFORMADAS DE NORTEAMERICA

 

Sus principales grupos se reducen a tres: de ellos dos de origen holandés y uno de procedencia alemana.

 

La iglesia reformada de AmÉrica

 

Fue la primera en arribar (1626) a la isla de Manhattan (Nueva York) donde permaneció aun después de la ocupación de aquella colonia por los ingleses. Los emigrantes venían bajo los auspicios de la Compañía Holandesa de Navegación y estaban eclesiásticamente agregados a la clase de Amsterdam. Sin embargo, los lazos de unión con la iglesia madre no fueron duraderos. En el siglo XVIII los colonos se independizaron de sus progenitores, excluyeron el holandés como idioma litúrgico y fundaron en Brunswick, New Jersey, su primer colegio de Rutgers. En 1867 eliminaron también la palabra «Dutch» que hasta entonces había sido distintivo de la iglesia. Hay adeptos de esta en las regiones de la costa atlántica, en Iowa y en Michigan. Su teología es típicamente calvinista, fundada en el Sínodo de Dort, en el Catecismo de Heidelberg y en confesiones similares. Sin embargo, en su interpretación no llegan al rigorismo de otros grupos. Por de pronto las doctrinas predestinacionistas no figuran como esenciales en su credo. Y, en cuanto a las demás creencias, la iglesia se contenta con pedir a sus seguidores el reconocimiento de que la «autoridad final reside en las Sagradas Escrituras, y que estas contienen la Palabra viviente de Dios hablada a cada uno de los hombres por medio del Espíritu Santo». A su culto lo denominan semilitúrgico, lo que significa que no está vinculado a la severidad calvinista en lo relativo a cantos, himnos, música religiosa, etc. La forma de gobierno es la clásica entre las denominaciones reformadas: consistorio, clase, sínodo local y sínodo general, compuesto este último a partes iguales por pastores y seglares que se reunen una vez al año. Esta iglesia mantiene misiones en las Islas Filipinas, en el Sur de la India, en el Japón, Iraq, Arabia, Mesopotamia y Africa, aunque en todas las partes en grupos de misioneros extremadamente reducidos puesto que su total no pasa de los ciento setenta. Reuniendo a todas las personas bautizadas, este grupo reformado tenía en 1955 nada más que 200.000 adeptos repartidos en 807 iglesias.

 

La iglesia cristiana reformada

Es una filial de aquel calvinismo holandés que en 1857 se separó de la iglesia oficial. La mayoría de sus seguidores se estableció en el estado de Michigan, donde continúan casi en el mismo estado de aislamiento que en la época de su llegada al país adoptivo. Ha experimentado sus escisiones y sus nuevos retornos a la unidad. Aunque las fórmulas de fe sean idénticas a las del grupo anterior, existe una mayor rigidez en el modo de interpretarlas y llevarlas a la práctica. Sus seguidores y dirigentes se consideran a sí mismos como los auténticos herederos del calvinismo en los Estados Unidos. La iglesia cuenta con unos 155.000 miembros. Tienen misiones en el Japón, en Nigeria y en Ceilán. Se habla también a veces de sus trabajos en Iberoamérica. No pueden ser muy grandes puesto que las estadísticas de 1957 no les asignan sino dos misioneros solitarios, uno en la Argentina y otro en el Brasil. El centro norteamericano principal de la iglesia está en Grand Rapids, Michigan, cuyo seminario teológico mantiene su propia escuela de pensadores, algunos de ellos tan conocidos como Boettner, Berkof y Mateer. Respecto de los católicos, su actitud de adustez nos recuerda en no pocos trazos la de sus progenitores holandeses de tiempos pasados.

 

LA IGLESIA REFORMADA DE LOS ESTADOS UNIDOS

Esta trae sus orígenes del reformismo alemán y de aquellos otros protestantes que, a pesar de ser teológicamente calvinistas, estaban ya fuertemente influenciados por el humanismo melanchtoniano. Fueron llamados a Pennsvlvania por su gobernador, William Penn, a fines del siglo XVI. Como carecieran de pastores propios, los pidieron a la iglesia de Amsterdam. Con todo, la llegada de estos no contribuyó en modo alguno a la paz. Surgieron desavenencias y muchos terminaron por dar su nombre a iglesias de tradición distinta de la suya. Hoy día la mayoría de ellos vive integrada en una organización que recibe el nombre de Sínodo evangélico de Norteamérica. Resulta difícil saber hasta qué punto se conservan todavía en ella las características calvinistas ya que el 80 por 100 de la nueva amalgamación está compuesta de seguidores del luteranismo

Para no ser menos que en Europa, los reformados húngaros emigrados a los Estados Unidos crearon allí su iglesia magyar libre norteamericana. Abraza a todos los emigrantes húngaros no católicos ni ortodoxamente luteranos que les quieran dar el nombre. Tanto en su gobierno como en sus fórmulas de fe, trata de complacer a todos por la adopción de un credo y de una administración suficientemente elásticos. Conserva el sistema de clases, pero estas quedan reunidas en diócesis. Al frente de ambos organismos hay un deán y un celador. Doctrinalmente sigue el Catecismo de Heidelberg y la segunda Confesión helvética, pero sin obligar a sus seguidores a observarlas con fidelidad. Los 7.189 miembros de su comunidad viven desparramados entre New York, Pennsylvania, Ohio y Michigan .

 

LAS IGLESIAS CONGREGACIONALISTAS

 

El protestantismo ha tenido que pagar caras algunas de las consecuencias de su separación de la sede romana. Al verificarse aquella ruptura, los reformadores que habían proclamado tan alto el sacerdocio universal de todos los fieles y su libertad de interpretación personal de la Biblia, cayeron en la cuenta de la imposibilidad de conservar la unidad entre elementos tan dispares y contradictorios. Decidieron, pues, constituir iglesias oficiales (estatales) para colocarlas bajo el patrocinio de los príncipes, como en el caso del luteranismo, o en manos de monarcas autócratas como en el de Inglaterra. Esta decisión disgustó a muchos que veían lo ilógico de una revolución religiosa que, empezando por proclamar la doctrina del «contacto inmediato del alma con Dios», terminaba por interponer entre ambos una potente organización eclesiástica con toda la complicada jerarquía de obispos y con un culto que externamente se diferenciaba poco del de la Iglesia católica. «Los protestantes, decía uno de sus escritores, Chauncy, que han arrojado la tiranía eclesiástica y el pastorado universal de uno, conservan todavía en su mayor parte la noción de una iglesia visible y universal, así como diversos pastores dividiendo entre sí mismos aquella catolicidad que no quieren conceder al Papa y ejercitando cada uno el oficio y los poderes de un verdadero y visible pastor». Esta antinomia dio lugar a una reacción de extrema izquierda que limitaba el papel de la Iglesia a comunidades locales y autocéfalas integradas por miembros cuyo único lazo de unión fuera el de una fraternidad derivada del hecho de servir todos a un mismo Dios y Señor. Primero los mennonitas, luego los bautistas, los «cristianos», los universalistas, los hermanos de Plymouth, los unitarios, los Discípulos y algunos grupos de adventistas, pertenecían a esta categoría. Sin embargo, la iglesia que en este punto ha servido de modelo a las demás, ha sido indudablemente la congregacionalista.

El congregacionalismo, aunque oriundo de Inglaterra, ha echado sus verdaderas raíces en los Estados Unidos. La rama inglesa continúa mostrando escaso vigor. Es verdad que en la misma Norteamérica el desarrollo numérico de sus comunidades apenas le da derecho para quedar clasificado entre las iglesias mayores de la nación. Hay, sin embargo, aspectos en los que su influjo es muy superior a su potencia numérica. En el campo cultural y en el político, en educación y en obras sociales, el congregacionalismo pesa no poco en la historia patria. Su modo de pensar en materias religiosas ha dejado profunda huella entre la población hasta el punto de que algunos se refieran al congregacionalismo como a la «iglesia más típicamente norteamericana». En la historia del protestantismo norteamericano, escribe Burton, no ha habido influjo individual comparable al del congregacionalismo. El gobierno eclesiástico de esta iglesia, apenas conocido en Europa, ha sido empleado en los Estados Unidos por muchos grupos protestantes cuya feligresía total llega casi a los veinte millones de personas. La libertad característica de los americanos, tanto de pensamiento como de acción, que les permite crear sus propias iglesias, escoger a sus ministros, redactar sus propios credos, llevar a cabo sus negocios eclesiásticos, etc., todo esto es, en gran parte, consecuencia e influjo del congregacionalismo».

Históricamente uno de los primeros en proclamar en Inglaterra estas ideas congregacionalistas fue el clérigo de la iglesia anglicana, Roberto Browne (1550-1633). Su crítica contra la iglesia establecida fue siempre dura. Hacia 1588 escribió además una serie de pequeños tratados en los que defendía la urgencia de la nueva reforma. El público los leyó con avidez y pronto se formaron a su alrededor grupos de ardientes discípulos. Pero el anglicanismo no estaba para aguantar a los rebeldes que ya habían abierto capillas en diversas partes del país. La mayoría de los propagandistas conoció en un período o en otro los horrores de las cárceles y varios de ellos —«los mártires»— pagaron con su vida la audacia de la disensión. Los jefes que quedaron libres, decidieron entonces pasar a Holanda, convertida en refugio de los descontentadizos religiosos del resto de Europa. Browne (unido ya a John Robinson, otro de los fundadores del congregacionalismo) vivió durante algún tiempo en Amsterdam y después en Leyden. La permanencia holandesa les sirvió para empaparse en el auténtico calvinismo y para madurar los planes de su futura organización. Sin embargo, la nueva tierra tampoco les satisfizo. Sus autores achacan aquella falta de adaptación al idioma y a las costumbres de Holanda que, nos dicen, hallaron siempre tan distintos de los de su patria. Uno llega a pensar además si la regimentación eclesiástica entonces prevalente en los Países Bajos podía satisfacer a quienes buscaban una «mayor flexibilidad» para sus creencias y sus prácticas religiosas.

El hecho es que hacia 1617 los nuevos disidentes decidían tomar nuevos rumbos: unos volverían a su patria, en tanto que otros probarían fortuna en las tierras vírgenes del otro lado del Atlántico. Los grupos vueltos a Inglaterra, hallaron modo de infiltrarse en diversas regiones y de fundar sus comunidades que pronto empezaron a llamar la atención de la iglesia oficial. Cuando en 1625 Carlos I de Inglaterra subió al trono, los independientes pensaron llegada la hora de la acción. Contra el rey y el arzobispo Laúd (defensores acérrimos del anglicanismo) los disidentes hicieron causa común y, enrolados en el ejército de Cromwell, lucharon por el triunfo de sus ideas. Representantes congregacionalistas tomaron parte activa en la Asamblea de Westminster (1645) y externamente firmaron las resoluciones allí adoptadas. Pero, al ver que en muchos puntos no estaban de acuerdo con los demás reformados (sobre todo presbiterianos), se reunieron en 1658 en un lugar cercano a Londres llamado Savoy y proclamaron la declaración que lleva dicho nombre (The Savoy Declaration), adoptada más tarde por sus comunidades de Nueva Inglaterra.

Estos independientes ingleses, a pesar de la libertad que se les concedía, hallaron arduo el camino de su progreso. Las tentativas de unificación con los no-conformistas resultaron siempre infructuosas por causa principalmente de la teología liberal profesada por una gran parte de los congregacionalistas. La iglesia oficial hizo asimismo lo posible para aislarlos de la sociedad. Así, al quedar excluidos de las grandes universidades de Oxford y Cambridge, decidieron fundar sus propias academias. Una de estas sería con el tiempo la célula de la futura universidad de Londres. En el campo misionero, los independistas debieron proceder por su propia cuenta logrando fundar la potente London Missionary Society, una de las organizaciones misioneras protestantes más valiosas del siglo XIX. De modo parecido, la imposibilidad de proceder en todo aisladamente, les impulsó a intentar ciertas federaciones con sus comunidades esparcidas por las Islas. En 1832 se llevó a cabo la unión entre las de Inglaterra y Gales; y algo más tarde las de Escocia e Irlanda. La base de aquel acercamiento era el reconocimiento del «derecho que cada iglesia local posee (y por cierto derivado de la Biblia) para mantener una independencia perfecta en el gobierno y en la administración de sus propios negocios». Según recientes estadísticas, la fuerza global del congregacionalismo en las Islas Británicas es de 450.000 adeptos. De ellos unos 35.000 viven en Escocia y solamente 1.725 en Irlanda .

Los congregacionalistas que desde Holanda emigraron al actual territorio estadounidense tienen una historia en extremo interesante que, por desgracia, aquí no podemos narrar con la extensión que se merece. Se han estudiado los motivos que movieron a aquellos exilados a tomar la memorable decisión. Como apunta Selbie, junto con el deseo aventurero de ver nuevas tierras y de probar en ellas fortuna, entraban también otras razones de carácter patriótico y religioso. No querían que ellos, ni menos sus hijos, quedasen en pocos años absorbidos por el pueblo holandés. Estaban decididos a permanecer ingleses y a trasmitir a sus descendientes los tesoros de su lengua y de su cultura. Las estrecheces económicas a que se veían impuestos a medida que llegaban nuevos desterrados desde Inglaterra, les empujaban a buscar alguna solución. Entraba, por fin, al menos entre algunos de los dirigentes, el motivo religioso y misionero. Como diría muchos años después (por eso el testimonio no es irrecusable) su gobernador Bradford, llevaban aquellos emigrantes «una gran esperanza y un celo interno de poder asentar algún fundamento, o al menos de abrir un camino, a la propagación y al avance del Reino de Cristo en tan apartadas tierras»

Los expedicionarios del Mayflower —los famosos Padres Peregrinos— (The Pilgrim Fathers) arribaron a las costas del Massachussets el año 1620. Entre los 120 recién llegados había un grupo, tal vez el mayor, de gentes que podían llamarse, al menos sensu lato, congregacionalistas. Uno de los que más habían trabajado para organizar aquella expedición había sido el ya citado John Robinson. Los autores protestantes atribuyen gran importancia religiosa y política a su llegada. «Aquellos hombres, exclama Mead, arribados a una tierra hostil, con el desierto de frente y el ancho mar a sus espaldas, contribuyeron a echar las bases de la mancomunidad norteamericana; los ideales democráticos de la colonia de Plymouth, elaborados con calma y no sin trabajo, fueron en realidad la piedra angular de la estructura que nos dio un estado libre y una vida político-social fundada en el respeto a los derechos de todos». Tal es, digamos, la versión oficial de la llegada e instalación de aquellos emigrantes. Crece, con todo, el número de historiadores que trabajan para quitar de la narración la pátina legendaria con que se la ha querido adornar. Los primeros congregacionalistas (que en esto hicieron causa común con los puritanos) se mostraron tan intolerantes como cualquier otra facción de la época. Lograron, por de pronto, convertirse en la práctica en la auténtica religión estatal de Nueva Inglaterra. Recibían salarios del gobierno, limitaban el sufragio del voto a los miembros de su comunidad (esto hasta 1834) y trataban con mano dura a cuantos se les oponían. «Los primeros congregacionalistas, les dice el luterano Mayer, no iban a América en busca de la libertad para todos, sino tras una libertad que les permitiera (y sólo a ellos) poner en práctica sin ser molestados sus propios ideales. La tolerancia era para ellos virtud desconocida. Roger Williams fue juzgado y condenado por oponerse a la esclavitud eclesiástica y política del individuo. A Mrs. Ann se le llevó a los tribunales por sus tendencias místicas. Y los cuáqueros fueron condenados, exilados (y algunos sumariamente ejecutados) por rechazar los ritos y las ceremonias congregacionalistas. En 1692 el congregacionalismo la emprendió con las prácticas hechiceras de Salem».

Los grupos congregacionalistas de Nueva Inglaterra fueron creciendo gracias a las expediciones europeas y también como resultado de la adición de otros núcleos religiosos que decidieron unirse a dicha iglesia. La «liberalidad» de las condiciones de entrada y de permanencia constituyeron siempre un atractivo para personas que hallaban demasiado rígida la perseverancia en otras organizaciones eclesiásticas. Sus comunidades se fueron extendiendo por Vermont. Nueva York y regiones limítrofes. Pero tampoco tardaron en sentirse los efectos de aquella «política liberal» al extenderse a materias disciplinares y religiosas. «En 1700, escribe Dexter, se notaba ya una clara decadencia espiritual. La negligencia en exigir las condiciones de admisión, así como el influjo del deísmo prevalente entonces en Europa, fueron causa de que sus miembros se preocuparan exclusivamente de la busca de los bienes materiales. Los sentimientos políticos originados por la revolución (norteamericana) disminuyeron igualmente en muchos la piedad, la fe y la experiencia religiosa». Esta frialdad quedó, al menos en parte, contrarrestada por los famosos reavivamientos religiosos de 1734 y 1740 en los que tomaron parte principal hombres «de tendencias congregacionalistas» como Jonathan Edwards y G. Whitefield. Pero es más que dudoso que aquellas excitaciones de masa, un poco histéricas y contagiosas en la forma, dejaran huella profunda en la vida de la iglesia.

Los congregacionalistas tuvieron parte importante en la revolución norteamericana y en las declaraciones de independencia de la misma. En sus anales se hace siempre mención honorífica de un tratado escrito por Thomas Hooker en 1636 (An Exposition of the Principles of Religion), considerado como «el más antiguo escrito constitucional de la historia por su influjo en la adopción de un gobierno democrático». A partir de aquellos años, los congregacionalistas, siguiendo la ruta de los pioneros, se extendieron por el Centro y el Oeste del país. Pero su penetración en dichas regiones ha sido siempre esporádica. Todavía hoy su predominio no va más allá de Nueva Inglaterra y de las comarcas circunvecinas.

Piensa F. Mead que han sido principalmente cinco las esferas en las que el congregacionalismo ha contribuido a la tarea de la cristianización del país: la de la educación superior; la de las actividades misioneras; la de la mutua comprensión de los cristianos; la de la formación de una teología propia y la del fomento del ecumenismo. La tercera y la quinta de las características son mutuamente complementarias. Veremos hasta qué punto puede hablarse de «contribuciones positivas».

No se puede dudar del interés del congregacionalismo por todas las fases de la educación. Los Peregrinos, apenas desembarcados en Plymouth, abrieron escuelas para sus hijos. La preocupación de entrenar debidamente a sus futuros ministros, les impulsó a abrir colegios y seminarios en que educarlos. Uno de los primeros fue el de Harvard, fundado en 1636. «De este modo, nos dice la Enciclopedia Británica, comenzó la gran obra congregacionalista de educación que, con el tiempo, se extendería a todos los demás estados». Los congregacionalistas han sido los fundadores, o al menos los promotores activos, de más de quince universidades entre las que descuellan Yale, Amherst y Darmouth para varones, y Wellesley y Smith para mujeres. La mayoría de ellos se ha distinguido por dos notas: la de su alta eficiencia educativa y la de su escaso influjo religioso positivo. En la actualidad, los congregacionalistas, defensores en teoría de la libertad de educación, son enemigos acérrimos (basta para ello hojear su revista The Christian Century) de las escuelas parroquiales católicas.

La actividad misionera de las iglesias congregacionalistas data desde los primeros años de su permanencia en tierras americanas. Las familias de los Mayhew, David Brainerd y John Elliot son de las figuras misioneras más amables en una época en la que el protestantismo oficial tenia descuidada la conversión de los paganos. Su interés por aprender las lenguas nativas, de traducir a las mismas la Biblia y aun hasta de pensar en la formación de un clero indígena para ellos, hacen honor a su celo y a la solidez de sus métodos de apostolado. Al tener lugar —a principios del siglo XIX— el reavivamiento misionero de las iglesias separadas, fueron de nuevo los congregacionalistas los primeros en organizar la American Board of Commissioners for Foreign Missions, asociación de tipo interdenominacional, pero valiosísima en toda la historia de sus misiones. Sus enviados se esparcieron por todo el mundo. En cambio, en la actualidad los congregacionalistas como tales ocupan un lugar bien modesto en las empresas misioneras de la Reforma norteamericana .

El problema de la teología congregacionalista merece un apartado especial. Toda contribución auténtica de una iglesia al acerbo cristiano ha de empezar por aquí y no sabe uno si la del congregacionalismo es muy aprovechable. Ya su punto de partida era peligroso: la absoluta libertad concedida a la congregación local y al individuo en materias teológicas. Las primeras comunidades americanas adoptaron la Declaración de Savoy y la llamada Plataforma de Cambridge, compilada en 1648, y basada en la Confesión de Westminster, pero advirtiendo que ninguno de sus seguidores estaba obligado a seguir aquellas creencias. Con ello su aceptación quedó en letra muerta y las comunidades continuaron forjándose sus propios credos. No es extraño, pues, que el congregacionalismo haya pasado por una serie de crisis doctrinales a lo largo de su existencia. La más célebre fue la surgida entre ciertos grupos anti-trinitarios que. dirigidos por W. Channing, se separaron de su iglesia para formar un movimiento radical conocido por el nombre del unitarismo. Por entonces (1825) el congregacionalismo quedó diezmado. La pérdida de más de cien iglesias; de la universidad de Harvard y de ricos legados; así como el miedo de que, por aquel camino, iban al desastre, sirvió de freno para futuras escisiones y de acicate para un intento de renovación interna con la vuelta a los principios del calvinismo.

Es, con todo, más que dudoso hablar de una recuperación en toda línea. «El congregacionalismo, nos dice una autorizada publicación protestante, ha provisto al protestantismo de un muy elevado número de teólogos liberales. Empezando por la llamada teología de Nueva Inglaterra, la vanguardia de la teología liberal ha estado formada por congregacionalistas. El unitarismo y el modernismo han sido en gran parte el fruto maduro de la indiferencia congregacionalista en materia de doctrina y su insistencia en la libertad de expresión al margen de la autoridad eclesiástica... Horace Bushnell, H. Ward Beecher, Lymann Abbott, Washington Gladden y otros han salido de las filas del congregacionalismo... La posición doctrinal de su Plan de Unión con los presbiterianos es tan latitudinaria, que el liberal y el conservador pueden hallarse dentro de ella a su gusto. Prácticamente podemos asegurar que el congregacionalismo admite en su seno a hombres de toda clase de creencias sin otra base común que la de cierta unidad fraternal (fellowship) de los individuos y de las comunidades a las que, por lo demás, se les deja amplio margen de divergencia y de opinión».

Después de lo dicho, parecerá inútil todo intento de clasificación de creencias comunes a los congregacionalistas. «No tenemos, se lee en uno de sus programas de invitación, ningún libro de disciplina, ni preceptos ni regulaciones obligatorias. La conciencia educada de nuestros seguidores debe constituir la regla única de su conducta... No hacemos declaraciones doctrinales que puedan violentar el entendimiento humano deseoso de conocer la verdad. A ninguno de nuestros miembros se le dice lo que tiene que creer sobre un punto concreto antes de pertenecer a nuestra iglesia. Basta que participe en nuestro común propósito y tenga deseos de comunicar con otros que buscan también una experiencia religiosa genuina, lo que es mejor para su vida, para ser un miembro digno de nuestra organización. Esta es la razón por la que muchas personas liberales y de miras abiertas en el campo social, en el moral y en el religioso se sienten atraídas hacia nosotros».

Por otra parte, los congregacionalistas se resienten cuando se les dice que no poseen un credo, y pretenden hacer una distinción entre las creencias oficiales impuestas por la iglesia como obligatorias y las que de hecho son común posesión de sus adeptos. Además, nos añaden, lo que nosotros rechazamos son los credos de fabricación humana y las elucubraciones teológicas. Con todo, la respuesta deja mucho que desear, sobre todo cuando se ve su modo de proceder en la práctica. «Algunas de nuestras iglesias, dice uno de sus autores, emplean el Credo de los Apóstoles. Otras han abandonado su uso a causa de una o dos sentencias de su texto que les parecen falsas. Los congregacionalistas, aun con su pasión por la verdad, no quieren atarse a símbolos de la fe. Nuestra fidelidad se dirige, no a una lista de fórmulas estereotipadas, sino a la fe en la persona viviente de Jesucristo». Pero, ¿qué decir —caso que ocurre entre ellos con bastante frecuencia— cuando la personalidad divina de ese Cristo, dejado a la interpretación individual, queda rebajado de su excelso pedestal hasta convertirse en nada más que «el hombre más grande de la historia»

Del estudio de sus fórmulas de la fe (la Declaración de Kansas, 1913, o la posterior de 1944) no se saca mucho en limpio respecto de sus convicciones religiosas. Tal vez el método negativo, es decir, la enumeración de lo que, en contraposición con los demás cristianos, no creen, nos ayude un poco a dilucidar la cuestión. Empecemos por la autoridad de la Biblia proclamada por ellos, como lo es por la mayor parte del protestantismo, como «fuente única de sus creencias». No se crea, sin embargo, que el Libro Sagrado tiene a sus ojos el mismo valor que para la mayoría de nosotros. Las iglesias congregacionalistas, tomadas en bloque, son de tendencias modernistas, niegan la inspiración verbal de las Escrituras, restringen arbitrariamente los pasajes que pueden considerarse como «inspirados —de una manera vaga— por Dios» y admiten la existencia de mitos, errores y creencias meramente humanas en sus páginas. «La Biblia, nos dirá D. Horton, es considerada por los congregacionalistas como un libro en el que Dios se nos revela de una manera inigualable. Lo importante en ella es el conocer que Dios, tal como se nos revela en Cristo, es amor. Todo el resto de su contenido es sencillamente una elaboración de esta verdad fundamental. Es la gran verdad que Dios nos enseña en las páginas de la Escritura. Los congregacionalistas aplican de buena gana los métodos de la ciencia moderna al estudio de la Biblia. Como resultado de estas investigaciones, piensan que conocen los secretos de los Libros Sagrados mejor de lo que acaecía a sus antepasados de épocas precientíficas». Esta declaración en apariencia un tanto sibilina, se ilumina siniestramente cuando se ven las aplicaciones que sus teólogos hacen del texto sagrado a doctrinas de importancia capital para la conservación de nuestra fe.

Los congregacionalistas no creen en el nacimiento virginal de Cristo. Consideran que se trata de una «doctrina libre», sujeta a la investigación histórica y de escasa importancia para la Cristología. Precisamente la inserción de esta doctrina en el Credo de los Apóstoles contribuye a que muchos de los suyos se nieguen a rezarlo en sus servicios religiosos. Por lo visto, el punto más céntrico de la divinidad de Cristo no supera en importancia al anterior. Sería demasiado decir que, fuera de casos aislados, se atrevan a negar abiertamente dicho misterio. Pero tampoco nos dan fórmulas inconfundibles y netas para definir esa verdad. Frases como «Dios está en Cristo»; «Cristo está tan cerca de su Padre como un hijo puede estarlo del suyo»; «Cristo se parece a Dios tanto como un hijo se puede parecer a su padre», etc., son tan equívocas que, o resultan heréticas, o distan mucho de darnos la plenitud del sentimiento cristiano. Horton nos asegura que los congregacionalistas creen en el Espíritu Santo. Por desgracia, la mera aserción de la frase no tiene —en el vocabulario del modernismo— excesivo valor y uno busca inútilmente en los escritos congregacionalistas la confirmación de su fe en una tercera Persona de la Santísima Trinidad, consustancial al Padre y coigual a Él en la divinidad.

En la teología congregacionalista, la Iglesia en el sentido clásico de la palabra carece de significado y se reduce a la presencia conjunta de cierto número de fieles que se reúnen en el nombre de Cristo. Por consiguiente los congregacionalistas no creen en la sucesión apostólica, ni en la existencia de ninguna autoridad jerárquica y visible en su Iglesia. «La pureza de ésta, escribe H. P. Pruter, sólo puede mantenerse si Cristo es su única Cabeza. El gobierno de obispos, de sínodos o de conferencias es sencillamente una usurpación de su poder y constituye un insulto para los creyentes... Cristo manifiesta su voluntad a la Iglesia, no particularmente a sus oficiales, a los obispos o a cualesquiera otras autoridades humanas por mucho que estas invoquen su sagrado nombre. La Iglesia es la reunión de los creyentes en su nombre y en eterna amistad. La revelación de Cristo se hace directamente a todos y a cada uno de ellos. Este ha sido el genio del congregacionalismo y el negarlo equivale a rechazar todo lo demás». La única sucesión apostólica admisible es la que cada uno de los fieles lleva y trasmite a las siguientes generaciones.

Sus doctrinas sacramentales son raquíticas. Afirman la existencia de dos sacramentos, pero dando a ambos una interpretación más liberal que la mayoría del protestantismo. El bautismo se reduce a «un rito por el cual la iglesia recibe al niño o al adulto como miembro de la comunidad». No es necesario para la salvación y puede administrarse según el rito que plazca al candidato o a sus padrinos. «Nadie, escribe Micklem, se salva por haberse sujetado al rito bautismal ni se pierde por no haberlo recibido. Nuestra salvación descansa en las eternas promesas de Dios y no en un rito administrado por la Iglesia. Esto, por otro lado, no hace inútil aquella ceremonia. Los hijos nacidos de familias cristianas pertenecen al pacto (covenant) de la gracia y la promesa de Dios, hecha a los padres, alcanza también a los hijos... dándoles fuerzas para que los eduquen de modo debido... Sin embargo, rechazamos para siempre la idea supersticiosa de que la ceremonia (del bautismo) altera la actitud de Dios respecto del bautizado o que determina de cualquier manera que sea su eterno destino. El bautismo no se nos da para ayudar a Dios, sino para consolarnos a nosotros». Algo semejante ocurre con sus concepciones sobre la Eucaristía. El congregacionalista no cree en la presencia real. Se trata «sencillamente:* de una ceremonia simbólica de nuestra unión con Cristo y de nuestra mutua caridad. Su único valor es para aquellos que lo reciben con la fe. «La Sagrada Comunión, escribe Horton, es el banquete ritual en el que Cristo es el huésped y por medio del cual se confirma y se robustece la fe de la Iglesia». Por eso es un rito que puede ser administrado por los mismos seglares: «es la Iglesia la que celebra, no el ministro; éste se contenta con presidir la celebración».

En materias de moralidad, los congregacionalistas quieren evitar «el rigidismo que ha dictado las normas de las demás iglesias». Afirman que no pueden prescribirse a los fieles reglas generales respecto del uso del tabaco, de las bebidas alcohólicas, de los juegos de azar, etc. A pesar de creer que el matrimonio es «un estado santo», sostienen que es lícito a los esposos, y no contrario a la voluntad de Dios, «hallar medios para impedir la venida al mundo de nuevos hijos». El congregacionalismo prefiere no pronunciarse oficialmente sobre el divorcio. Pero tampoco se opone a admitirlo «después de que los esposos han entrado en la tragedia del divorcio espiritual de sus voluntades».

Antes de hablar de las tendencias ecumenistas del congregacionalismo, digamos dos palabras sobre la organización eclesiástica del mismo. Su sistema se funda en dos principios: el de la independencia de la iglesia local y el de la ya mencionada unión fraternal (fellowship) de varias de ellas. Ambos principios parecen fundamentales a su estructura. En la Declaración de Kansas (1913) se decía expresamente. «Creemos en la libertad del individuo; en su derecho al juicio privado; en la autonomía de la iglesia local; y en la independencia de ésta de todo control ajeno». La razón aducida por algunos de sus autores para defender esta «inviolabilidad» es que, según sus teorías, «la congregación local puede conocer la mente de Cristo sobre sí misma mejor que cualquier otro grupo externo... La relación entre Cristo y los dos o tres congregados en su nombre es sagrada». Los oficiales de estas congregaciones locales (la única Iglesia según ellos) son los pastores y los diáconos. La mayoría de las comunidades de congregacionalistas no tienen ancianos, a no ser que se dé este nombre al pastor de más edad encargado de la enseñanza religiosa. En cambio, los diáconos revisten entre ellos un rango y unos poderes no comunes a otras iglesias de la Reforma. Son los consejeros del pastor; ejercen vigilancia sobre sus miembros; y llevan una buena parte de los negociones de orden espiritual. En otros tiempos recibían también la ordenación, cosa que ahora ha caído mucho en desuso. Tampoco son ya vitalicios, sino que sirven para un número determinado de años. El pastor es «un miembro escogido por sufragio común, solemnemente separado del resto de la comunidad y ordenado por la imposición de manos hecha por los pastores de más edad, mientras los hermanos acompañan la ceremonia con sus ayunos y oraciones». El no recibe ningún sigilo especial que lo distinga del resto de los fieles quienes ya gozan de voz activa y de amplios derechos en la iglesia. Una vez terminado su mandato, se reunirá con el resto de la comunidad para continuar viviendo como uno cualquiera de los fieles.

El principio de la unión fraternal tiene por objeto evitar la atomización que amenaza al congregacionalismo. Las asociaciones supralocales son de diversa categorías: el distrito (county); el estado de la Unión; y la nación. Sobre todos ellos está una organización todavía más universal que recibe el nombre de Concilio general de las iglesias congregacionalistas. La razón de ser de todos estos organismos se limita a su cooperación amistosa y a la consulta mutua. «Mientras afirmamos, se decía en el documento antes citado, la libertad de nuestras iglesias locales y la validez de nuestro ministerio, sin embargo, nos asociamos a la unidad y a la catolicidad de la Iglesia de Cristo aunando para ello todas nuestras ramas con miras a una cordial cooperación, pidiendo además al Señor que, por cuanto a nosotros toca, tenga realización su plegaria de que todos seamos una misma cosa». Se ha dicho que «la fusión de estos dos elementos manifiesta por una parte la fuerza y por otra la debilidad de los principios congregacionalistas: la fuerza, en cuanto que hace tanto hincapié en la responsabilidad del individuo; y la debilidad en cuanto que esa misma situación lo hace incapaz de controlar las aberraciones doctrinales al dar alas al más extremado liberalismo».

Es obvio que el congregacionalismo —que «acepta miembros de otras iglesias sin volverlos a confirmar y pastores de otras denominaciones sin volverlos a ordenar»— figure entre las ramas protestantes más abiertas a la cooperación con otras iglesias. En sus obras se citan las muchas fusiones y uniones intentadas o efectuadas a lo largo de estos decenios. Ha habido también casos en los que el congregacionalismo ha admitido en su seno a denominaciones distintas de la suya. En 1924 su Concilio general decidió recibir a la Iglesia evangélica protestante de Norteamérica. En 1931 tuvo lugar su fusión con la iglesia cristiana. En 1957 hizo lo mismo con la iglesia evangélica y la reformada. En la vida ordinaria, los congregacionalistas no parecen ofrecer dificultad en aceptar para la comunión eucarística a miembros de otras iglesias, cualesquiera que éstas sean. Los congregacionalistas han tomado siempre parte activa en las organizaciones que, de una manera o de otra, suponen una colaboración interdenominacional. Al congregacionalista Francis E. Clark se debe la fundación, en 1881, del Christian Endeavour, una de sus asociaciones más potentes de nuestro tiempo. Sus miembros cooperan activamente con el Young Men’s Christian Association (o con su rama femenina) así como con agrupaciones en favor de la paz, de los refugiados, contra la prostitución y el vicio, etc. Tomaron también parte activa en el Federal Council of Churches of the U. S. A. y en su brote internacional, el Consejo mundial de las iglesias. Sin embargo, respecto de este último organismo, su actitud aparece un tanto vacilante. Están a favor del ecumenismo y lo ensalzan hasta las nubes. Pero temen que el presente andamiaje —a pesar de todas sus protestas oficiales de que no es más «que un canal» y «un instrumento» de la unificación— se convierta de hecho en una super-iglesia que paulatinamente vaya privando de libertad a los miembros participantes. El Consejo mundial les agrada mientras se conserve en el humilde puesto de unión federativa, pero se les hace insoportable desde el momento en que empieza a hablar de unión orgánica. «Por lo que toca a las iglesias congregacionalistas. nos dice Burton, es evidente que una buena parte del movimiento ecuménico es totalmente contrario a nuestras libertades intelectuales y espirituales y que —de llevarse un día a cabo en toda su amplitud— constituiría una auténtica amenaza a la administración completa y directa de nuestras comunidades locales»

Según el último censo (1953), el número de adeptos del congregacionalismo norteamericano es de 1.283.754, repartidos en 5.573 iglesias. Estos totales incluyen a los miembros de esas denominaciones que, como las iglesias cristianas, se han amalgamado con ellos en diversas ocasiones. A los totales se pueden añadir los grupos de independistas (unos 30.000) que en 1921 se desgajaron de la rama principal y constituyeron la iglesia congregacionalista de la santidad. Por lo que uno vislumbra de sus estatutos, se trata de un sector que ha querido escapar del liberalismo a ultranza de la iglesia madre. En su nueva estructura, ha adoptado varios elementos tomados del pentecostalismo. Cree en la Santísima Trinidad, defiende la inspiración literal de la Biblia, la santificación, las curaciones espirituales, la inminente segunda venida de Cristo, etc. Usa el lavatorio de los pies y cree en el segundo bautismo con todo el acompañamiento de dones y de carismas que siguen a los que han sido de verdad regenerados. Por lo demás, es posible que no haya dentro del congregacionalismo muchas escisiones de este género. Sus miembros están en general satisfechos con su situación. Las prescripciones morales impuestas por su iglesia son de «las más tolerables» y apenas hallan conflicto alguno con la mentalidad de los tiempos modernos. Doctrinalmente los dogmas cristianos no les causan grandes dolores de cabeza. «El liberalismo, escribe Foster, ha sido para ellos una cosa de interna necesidad y fruto de ser iglesias libres, de no estar sometidos a ninguna autoridad eclesiástica y de unirse libremente con quienes piensan como ellos en materias de religión»

 

EL PRESBITERIANISMO

 

En cuanto grupo protestante aparte, el presbiterianismo se distingue por dos características principales: una negativa, de oposición a todo régimen episcopal —y, a fortiori, pontificio— y otra positiva, la aceptación de un orden eclesiástico en el que la autoridad reside en un consejo de ancianos (presbyterium), compuesto casi a partes iguales por pastores ordenados y por representantes seglares. La participación activa de estos últimos en los negocios de la iglesia constituye la esencia misma del sistema. Con frecuencia, las escisiones internas han tenido como causa la convicción —por parte del grupo disidente— de que se había atentado contra aquellos «inviolables derechos».

Históricamente el presbiterianismo es de origen calvinista y los conatos de algunos de sus defensores por retrasar sus comienzos «hasta la misma era apostólica», han resultado nulos. La historiografía seria tampoco está dispuesta a aceptar, sin pruebas bien contundentes, que un supuesto gobierno eclesiástico prevalente en exclusiva durante el primer siglo de la era cristiana desapareciera súbitamente de la Iglesia Universal para volver a resucitar mil quinientos años después por obra y gracia de unos cuantos dirigentes religiosos. Muchos presbiterianos caen ya en la cuenta de lo frágil de su antigua posición y prefieren mantener que «en la Iglesia primitiva no existió un tipo de gobierno eclesiástico obligatorio para todos» y que, en consecuencia, «ninguna de las iglesias modernas puede llamarse en este sentido divinamente ordenada».

Dejando de lado la discusión del problema, tratemos de seguir el hilo de la historia. Al estallar la revolución protestante, el sistema presbiteriano no figuraba aún en el programa de los dirigentes. Lutero, es verdad, había insistido en el «sacerdocio universal» de todos los creyentes y había entregado a estos «el poder de las llaves». Pero, tenía escasa fe en los seglares y prefirió encomendar las riendas de la iglesia a «los buenos príncipes». En el zwinglianismo, el poder eclesiástico había quedado en manos del consejo de la ciudad, en otras palabras, de nuevo con la autoridad civil. Calvino abrigaba en este particular sus propias concepciones. También él hablaba de «sacerdocio universal» y de una total separación del poder civil del eclesiástico. La potencia espiritual debía quedar encomendada, no a un solo individuo, sino «a una compañía de hombres deputados para aquel oficio». Como, por otra parte, la regla de conducta estatal había de ser la Biblia y esta no tenía otro instrumento autorizado de interpretación que «la noble compañía», todo se reducía a encomendar a aquel cuerpo de ancianos las riendas de la nación. El poder verdadero estaría centralizado en el organismo compuesto por tales elementos, es decir, por el consistorio. Las amonestaciones y excomuniones dictadas por éste (y reforzadas cuando hiciera falta por juicios sumarísimos y con penas de muerte) servían de norma para aquella disciplina a la que el fundador atribuyó siempre capital importancia

Sabemos por la historia que el plan calvinista (al menos tomado en su conjunto) no resultó práctico. Durante su vida, Calvino dominó con mano férrea los destinos de Ginebra. En cambio, sus sucesores no fueron ya capaces de mantener la misma disciplina convertida en insoportable aun a sus mismos seguidores. La inaplicabilidad del método resultó todavía más patente en otros países donde las autoridades civiles no estaban dispuestas a ceder el mando. Holanda y Alemania lo rechazaron desde los comienzos. En Inglaterra hubo un conato de implantar el sistema ginebrino para que, dominando en el Parlamento, controlara desde él a la nación entera. Pero el intento fracasó. Desde entonces el presbiterianismo se ha contentado con proclamar la separación absoluta de ambos poderes y con insistir en una forma de gobierno a base de un consejo de ancianos

La primera chispa del auténtico presbiterianismo brotó en las Islas Británicas, y su caudillo fue John Knox (1517-1572) sacerdote inglés que, después de haber apostatado del catolicismo, se dedicó primero a los negocios particulares y más tarde a la predicación de los principios de la Reforma. Acusado de complicidad en el asesinato del cardenal Beatón, Knox fue encarcelado y condenado a 18 años de galeras. Pero, puesto pronto en libertad, volvió en 1549 a Inglaterra. Dos años después era ya capellán de Eduardo VI; tomaba parte activa en la composición del segundo Prayer Book e insertaba en las fórmulas vocablos en los que se negaba la presencia real. Al subir María Tudor al trono, Knox huyó con otros muchos al continente donde se ocupó en escuchar a Calvino mientras hacía también de capellán de los disidentes ingleses en la ciudad de Frankfurt. Vuelto a Escocia en 1555, predicó las nuevas doctrinas con tanta aceptación que llamó la atención de la policía de la reina y hubo de volver a andar el camino de Ginebra. La nueva estancia transcurrió en calma fuera del incidente del libro escrito contra el gobierno de las mujeres, cosa que molestó mucho a la reina Isabel. Confiando, sin embargo, en los muchos partidarios con que contaba en las islas volvió a entrar en ellas en 1559. Se estableció en Escocia y a fuerza de trabajos y predicaciones, logró sin tardar (1560) que el mismo Parlamento aprobara su Confesión de Fe y un Primer Libro de Disciplina, aunque la experiencia le viniera a demostrar que la aceptación no había sido, ni mucho menos, completa.

La primera Asamblea General, reunida el 20 de diciembre de 1560, decidió aceptar las líneas generales del sistema eclesiástico calvinista, pero con una importante excepción. Con el fin de disfrutar de las antiguas rentas episcopales del dominio, Knox se inclinó a dejar intacto el cargo de obispo, por supuesto sin atribuirle el carácter de sucesión apostólica que había conservado en el resto de la Iglesia. El Libro de la Disciplina señalaba en el capítulo V los fines a los que, al menos teóricamente, debían dedicarse aquellos bienes: el sustento de los ministros; la educación del pueblo, sobre todo en los principios de la religión reformada; y la ayuda a los pobres. Pero las decisiones dieron origen a muchas controversias. La oposición surgió de dos partes: de los gobernantes y nobles que querían aprovecharse de aquellos bienes para su lucro personal; y de los calvinistas ortodoxos que criticaron a Knox por contemporizar en una materia que parecía incompatible con el espíritu de la Reforma. El retomo de Ginebra de Andrés Melville en 1570 indicó el comienzo de una verdadera contraofensiva. En 1580 la Asamblea declaró que las pretensiones episcopales de Knox carecían de fundamento en la Palabra de Dios. Todos menos cinco de los obispos presentaron su dimisión. Al año siguiente Melville redactó un Segundo Libro de Disciplina que, a pesar de la oposición de ciertos sectores, sirvió de base a la proclamación (1592) del presbiterianismo como religión oficial del Estado.

Con esto, la iglesia presbiteriana entró en períodos de crisis, en disgregaciones y uniones eclesiásticas de cuya descripción podemos prescindir en este lugar. Durante el reinado de Carlos I de Inglaterra el arzobispo primado Laúd trató a sus seguidores con extrema crueldad. Luego unieron sus fuerzas con el ejército de Cromwell, tomaron parte activísima en la Asamblea de Westminster y aun creyeron por un momento que, derrocado el episcopado anglicano, les quedaba abierto el camino de la victoria. Pero no fue así. El Acta de Uniformidad de 1662 fue un intento de arrancarles sus creencias. Muchos cedieron ante las presiones, pero otros prefirieron perder sus parroquias antes de claudicar en la fe y quedaron eliminados de la vida eclesiástica de la nación. Con todo, la revolución de 1688 les dio un respiro y pudieron empezar a vivir sin graves cortapisas. Quedaban por regular, cosa ya más difícil, las disensiones internas. La reina Ana se había dado a sí misma el título de «protectora» de la iglesia, nombramiento que dio lugar a dos secesiones en 1737 y 1745. Un siglo después (1843) ocurrió otra nueva disgregación con la retirada en masa de pastores y fieles y la formación de una iglesia presbiteriana libre. En aquella ocasión fueron muchos los que sufrieron malos tratos y aun la misma muerte (los mártires por equivocación) en defensa de sus principios religiosos. La revocación, por parte del Parlamento británico, de la irritante cláusula de las intervenciones reales, favoreció en modo sensible la reunificación de las diversas tendencias. En 1850 se formó el «Sínodo de la iglesia presbiteriana de Inglaterra y de Escocia». A principios del presente siglo, y en medio de un gran alborozo popular, Aolvieron a unirse la iglesia libre y las iglesias presbiterianas unidas. Pero el titulo no fue duradero ya que en 1929 hubo de abreviarlo por el de iglesia de Escocia. Jurídicamente esta continúa siendo la iglesia estatal (regida por unos reyes de Inglaterra que son jefes espirituales de la iglesia anglicana), y la «independencia espiritual» de que goza, parece colmar sus deseos. Hay, sin embargo, grupos rebeldes que todavía prefieren mantenerse al margen de estas uniones eclesiásticas. El prebisterianismo escocés cuenta con 300.000 miembros.

Escocia continúa siendo, sin género de duda, el centro y la meca del presbiterianismo mundial. Las constituciones de su iglesia sirven de modelo a las demás y es en Edimburgo, sobre todo en la universidad de St. Andrews, donde se beben todavía las puras esencias del presbiterianismo. Una estancia más o menos prolongada en la capital escocesa continúa siendo la meta de todo auténtico discípulo de John Knox. En punto a doctrina, el presbiterianismo escocés sigue la pauta trazada por el Sínodo de Westminster (1642-9). Durante siglos sus teólogos se han atenido a la interpretación rígida de sus cánones y de sus principios doctrinales. Hoy no todos observan la misma fidelidad y existen conatos de acomodar «a las exigencias actuales» algunas de las más difíciles doctrinas calvinistas empezando por la del predestinacionismo. En su régimen eclesiástico observamos la presencia, con muy escasas variantes, de los oficiales y ministros de toda iglesia reformada. La autoridad está en manos de los pastores y de los ancianos —o regidores— «Ruling Elders». Este título indica que su poder es administrativo mientras que el del pastor comprende además el oficio de enseñar (Rulers and Pastors). Ambos reciben el nombre de presbíteros. El organismo en que estos oficiales ejercen sus funciones, se llama iglesia-sesión (Kirk-Session) y opera en cuatro planos distintos, unos superiores a otros. Viene en primer lugar el organismo local o parroquial, compuesto por un pastor y dos o más asesores seglares (ancianos). La elección de ambos se hace por votación, aunque el estado conserve en teoría ciertos derechos de superintendencia. Viene en segundo lugar el presbiterio que es una especie de tribunal de segunda instancia, compuesto igualmente de ministros y ancianos provenientes de una extensión territorial más o menos limitada. En un tercer plano aparece el sínodo, integrado por cierto número de presbiterios de una superficie mayor que se llama provincia, así como el sínodo formado se llama sínodo provincial. A medida que se asciende en estas categorías, aumenta también la autoridad ejercitada sobre cada una de las dependencias inferiores. Viene, por fin, el organismo supremo del presbiterianismo que es la Asamblea General.

El presbiterianismo escocés —y veremos que el caso se aplica a todas sus demás ramas— tiene poco de liturgista o ritualista. Sus teólogos enseñan que en las Sagradas Escrituras se encuentra poco de estas materias a excepción de la regla de la oración y de la recepción de ciertos sacramentos. En su opinión, la máxima simplicidad litúrgica «es más conforme con el espíritu y la práctica de Cristo». Hubo un tiempo en que sus seguidores emplearon para el culto religioso un Libro del Orden Común (denominado también la Liturgia de Knox) compuesto por el fundador durante su estancia en Ginebra. Pero su empleo fue siempre facultativo y no tardó mucho en caer en desuso para quedar sustituido, después de la Asamblea de Westminster, por un Directorio del culto presbiteriano. Sin embargo, tampoco éste ha alcanzado nunca el rango de los grandes manuales de culto y menos todavía el del Prayer Book. El presbiterianismo deja en todo esto mucha libertad. A la primitiva severidad (en la que se excluía toda imagen y todo símbolo por miedo a la idolatría romana) siguieron en el siglo pasado ciertas atenuaciones de consideración. Hoy, al menos en muchas partes, las tendencias litúrgicas van ganando terreno. «Aunque la predicación continúa ocupando el puesto central de su culto, nos dice N. H. Hope, no se puede negar el influjo ejercido en Escocia por el despertar litúrgico que afecta a toda la cristiandad. Hasta tenemos entre nosotros un partido presbiteriano católico escocés que, en contacto con el movimiento norteamericano del lona Community, trabaja activamente en la revitalización de la iglesia y por atraer a los muchos que sólo nominalmente pertenecen a ella».

La iglesia presbiteriana de Escocia se ha distinguido siempre por la preparación teológica dada, sobre todo en Edimburgo, a sus pastores. Ha sido asimismo rigurosa en la selección y en la admisión de nuevos candidatos. La circunstancia de que su admisión y su permanencia en una parroquia estén sometidas a la votación popular, contribuye asimismo a una mejor selección de los aspirantes al cargo. La iglesia escocesa ha tomado también parte activa en los trabajos y estudios misioneros. Entre sus grandes figuras de primera hora descollaron Alexander Duff, fundador y promotor de las obras de educación en la India; David Livingstone, el explorador misionero de las selvas africanas; John Ross, el roturador de sus grandes misiones en el Norte de la China y en Manchuria, etc. En la actualidad el presbiterianismo escocés tiene más de 300 misioneros esparcidos en la India, Pakistán, África, Arabia del Sur, Indias occidentales y Malaya. La proporción, aunque baja en relación con el empuje del presbiterianismo estadounidense, indica que la tradición misionera conserva todavía parte de su fuerza en la iglesia. Respecto de los movimientos ecuménicos, los teólogos de Edimburgo han intervenido con frecuencia en Ginebra, aunque adviniendo a todos la necesidad de permanecer fieles a «las tradiciones peculiares de cada iglesia». Por esta misma razón, terminaron en fracaso los intentos de amalgamación llevados a cabo todavía recientemente con el anglicanismo .

Del resto del presbiterianismo continental, bastarán las siguientes brevísimas indicaciones. Hemos hablado en varias partes de las vicisitudes del presbiterionismo inglés. Fuera del paréntesis del reinado de Cromwell, su situación nunca ha sido próspera. «Al presbiterianismo inglés, escribe Loetscher, lo han salvado los escoceses. Aun en el siglo XVIII los tres condados del Norte de la Isla llevaron una vida más próspera que en el resto de la nación merced a la continua afluencia de ministros formados en Escocia y de feligreses escoceses que ocupaban los bancos de sus capillas». En el mismo siglo XVIII la iglesia sintió las convulsiones del deísmo y del racionalismo, para ver además que muchos de sus adeptos se pasaban al unitarismo o a la iglesia de Escocia. En 1878 sus partidarios constituyeron, con la adición de grupos autónomos, la iglesia presbiteriana de Inglaterra. Aunque últimamente parecen notarse señales de cierto rejuvenecimiento espiritual, todavía muchas de sus comunidades están imbuidas de modernismo. Para cubrir la falta de aspirantes masculinos al pastorado. sus dirigentes están pensando en establecer para las mujeres una nueva categoría eclesiástica: la de "hermana de iglesia» (Church Sister). Sus misioneros trabajan en Formosa. Pakistán y Malaya. En 1953 la iglesia contaba solamente con 68.599 miembros .

Los presbiterianos entraron en Irlanda en tiempos de Jacobo I quien les mostró su generosidad con las propiedades arrebatadas a los católicos. Durante la persecución que los Estuardos levantaron —sirviéndose de ordinario de la iglesia oficial— contra ellos, muchos emigraron a ultramar mientras otros se instalaban en el Norte de Irlanda. Esta —el famoso Ulster— se convirtió así en nido de rabioso presbiterianismo. En 1840, con objeto de formar un frente común contra los católicos, sus dos sínodos (hasta entonces no muy amigos) se unieron para formar la iglesia presbiteriana de Irlanda. Parece haber en el mundo protestante un gran empeño en conservar intacta esta porción de su herencia y la propaganda (aun la política) de las grandes naciones protestantes se muestra siempre a su favor. Para estrechar sus lazos con el resto del protestantismo internacional, los presbiterianos irlandeses están abandonando algunas de las formas más severas de su culto y de su disciplina. Han emprendido trabajos misioneros en la India, Jamaica y Singapore. En 1953 la iglesia contaba con 477.564 miembros, incluidos los presbiterianos de Eire. En el Canadá el presbiterianismo ha trabajado para unificar sus diferentes y desperdigadas ramas. Algunos de sus grupos se unieron con los metodistas y congregacionalistas para formar (1925) la iglesia unida del Canadá. Otros han preferido conservarse independientes. Los demás conservan su nombre anterior (180.000 adeptos) y se niegan a amalgamarse con los otros. Entre Australia, Nueva Zelanda y el Africa del Sur, el presbiterianismo cuenta con una fuerza global de más de 200.060 seguidores, de ellos más de la mitad en el primero de los países mencionados.

«Esta, escribe E. T. Thompson, es el producto eclesiástico de la hermandad y del compromiso entre los refugiados calvinistas que procedían del continente europeo huyendo de la persecución religiosa y de los infortunios económicos que les ayudaron a mirar al nuevo país como a su única esperanza de liberación y de prosperidad. Los refugiados llegaron del Palatinado alemán, de la Francia de los hugonotes, de Holanda, de Inglaterra y del país de Gales, pero sobre todo de Irlanda y de Escocia. Así forjarían su destino en un país que estaba por desarrollarse y en el que podrían adorar a Dios según las doctrinas y la liturgia presbiteriana recogiendo de aquel modo los frutos de su creativa labor». Durante el primer siglo de su permanencia en la nueva patria, los presbiterianos apenas figuraron en el mapa religioso norteamericano. Los pequeños grupos esparcidos en Virginia, Massachussets, Long Island y Nueva York, eran insignificantes y se hallaban desorganizados. El verdadero trabajo fundacional se debió al Rdo. Francis Makemie, venido de Irlanda para ocuparse de los correligionarios que se instalaban en Maryland y en las regiones circunvecinas. Casado con la hija de un rico dueño de plantaciones de Virginia, Makemie puso sus riquezas al servicio de la causa presbiteriana. Recorrió el país de Norte a Sur y fue el verdadero creador de muchas de sus comunidades. En varios viajes a Irlanda, reclutó pastores que le asistieran en su trabajo. El primer sínodo general se celebró en Filadelfia (1729) adoptándose allí la Confesión de Fe de Westminster «como forma y sistema del todo aceptable», en cosas esenciales, de la doctrina cristiana. Entre 1707 y y 1775 tuvo lugar la gran ola de emigración escocesa e irlandesa a los Estados Unidos. Se calcula que más de medio millón de ellos se instaló por entonces en las colonias de New Jersey, Pennsilvania, Maryland, Virginia y Carolinas.

No faltaron a la iglesia roces y disidencias. Los recién venidos de Europa insistían en la sólida formación teológica de los candidatos al ministerio y rechazaban toda predicación de emocionalismo exagerado. Los ya nacidos y educados en América, se preocupaban menos de la formación académica con tal de que los aspirantes tuvieran otras cualidades y, sobre todo, mostraran destreza para predicar y organizar nuevas comunidades. A los primeros se les llamó partidarios de la «Vieja Escuela» y a los segundos de la «Nueva». En el presbiterianismo americano se discutió también mucho sobre los «artículos esenciales» y los «no esenciales» de la religión y de la medida en que su observancia debía de exigirse a quienes se preparaban para el ministerio. Tales incidentes, al igual que los causados por el Gran Despertar religioso que unos calificaron de «el mayor beneficio del cielo» y otros de «auténtica farsa del mensaje evangélico», causaron más de una ruptura temporal que, sin embargo, no tardaba en curarse, aunque sólo fuera para dar lugar a otra peor.

La parte activa tomada por los presbiterianos en favor de la Independencia aumentó su popularidad. Sus predicadores eran los primeros en proclamar en alto que el rey de Inglaterra, al romper tiránicamente los contratos que le ataban con sus súbditos norteamericanos, había desligado a éstos de todo vínculo jurídico hacia él. En 1781 sus ministros, reunidos en sínodo, declararon solemnemente que «renunciaban y aborrecían de la intolerancia y creían que se debía proteger siempre y en todo la libertad de religión». Pronto empezó su penetración por los estados del Sur. Con todo, sus escritores se quejan de no haber sabido aprovecharse de aquella ocasión, perdiendo así a una gran parte de los primeros emigrantes del Ulster que fueron uniéndose a otras iglesias distintas de la presbiteriana. Los reavivamientos religiosos de Kentucky (1798-1801), en los que muchos de ellos tomaban parte, disgustaron a otros que se separaron de la rama principal para formar la llamada iglesia presbiteriana de Cumberland que todavía hoy conserva su independencia. En 1837, 1857 y 1861 tuvieron lugar otras secesiones, unas debidas a materias doctrinales, otras causadas por cuestiones raciales. Estas últimas dieron como resultado la formación de la iglesia presbiteriana del Sur. No todas estas rupturas fueron duraderas y algunas pudieron restañarse en Filadelfia (1870) a base de la adopción común de la Confesión westminsteriana. En cambio, la ocasionada por las disensiones raciales queda todavía en pie agravada por otros malentendidos que nada tienen que ver con la primitiva controversia. Las iglesias del Sur se mantienen conservadoras, mientras las del Norte han sufrido rudos golpes por las luchas internas entre fundamentalistas y modernistas. Estos últimos, para olvidar aquellos males, han preferido darse de lleno a obras sociales y a la conquista de nuevos adeptos. Muchos de sus dirigentes esperan, además, que la neo-ortodoxia (muy en boga en sus seminarios) resuelva el conflicto doctrinal que todavía roe internamente a una buena parte de sus comunidades.

En 1955 el presbiterianismo norteamericano estaba todavía dividido en once denominaciones. De éstas, fuera de las dos ya mencionadas, la mayoría tiene escasa importancia numérica. La iglesia presbiteriana asociada continúa manteniendo su rigorismo; expulsa a los miembros que pertenecen a las sociedades secretas; y emplea solamente el canto de los salmos (por supuesto sin acompañamiento de música) en sus funciones litúrgicas. El Sínodo general de la iglesia asociada presbiteriana vegeta todavía en algunos de los estados del Sur. La iglesia presbiteriana bíblica continúa protestando contra las tendencias modernistas de todas las demás denominaciones. Los presbiterianos de Cumberland están fraccionados en dos porciones: la del Sur y la del Norte liberal en teología y arminiana en la cuestión predestinacionista. Digamos, con todo, que el grueso del presbiterianismo norteamericano está integrado por dos facciones casi homónimas: la iglesia presbiteriana de los Estados Unidos de América (con énfasis en la última palabra) y la iglesia presbiteriana de los Estados Unidos (así a secas) que representa a los seguidores de los estados centrales v meridionales. En 1955 se hablaba para las dos ramas de una comunidad total de casi tres millones de adeptos .

Aun con peligro de generalizar, podemos resumir las características del presbiterianismo norteamericano del siglo XX del modo que sigue.

Doctrinalmente, y aun manteniendo como válida la distinción ya hecha entre sus grupos del Norte y del Sur, hay que admitir la tendencia norteamericana a abandonar el calvinismo rígido de los principios. La Enmienda de 1903 por la que se abandonaba oficialmente el predestinacionismo estricto de Westminster, fue una muestra clara de ello. En teología, la crítica bíblica, las teorías de la neo-ortodoxia, y la aceptación de «fórmulas más amplias de pensar» —asi como la ausencia de requisitos doctrinales para sus candidatos al pastorado— son una confirmación más de lo que decimos. No obstante algunas afirmaciones en sentido contrario, continuamos creyendo que una buena parte de sus grandes teólogos (y por lo tanto de la enseñanza impartida en sus seminarios) están muy impregnados de modernismo 103.

Litúrgicamente no hay duda de que el presbiterianismo va evolucionando. La aridez de otros tiempos va dando lugar al fomento de una vida de más externa devoción. Se publican devocionarios, manuales de canto comunitario y de liturgia, etc. La adopción de simbolismos litúrgicos y el empleo de una arquitectura más devota y atractiva están cambiando la estructura de sus capillas y de sus iglesias. En algunas partes el influjo de la liturgia católica es indudable. Sus dirigentes parecen haber caído en la cuenta de que el hombre es algo más que un ser puramente racional y que su devoción requiere algunos incentivos para acercarlo a Dios. Después describiremos en concreto el culto litúrgico presbiteriano.

Sus actividades en el campo educativo han sido siempre muy extensas. Durante la época colonial los presbiterianos fueron los fundadores y promotores de varias de las grandes universidades de la nación y principalmente de la de Princeton. En la marcha al Oeste su paso quedó marcado por la creación de otros muchos centros de educación, en Pennsylvania, Tennessee, Kentucky, Ohio, Carolina del Sur, etc., aunque ninguno de ellos alcanzara la fama de los situados en la costa atlántica. Esta labor les era posible gracias al clero bien educado aun en estudios superiores que les llegaba de la Irlanda del Norte. Por las mismas razones, los presbiterianos se dedicaron a la fundación de seminarios teológicos, de los que los principales son: Auburn, Lane, Western, Louisville, San Francisco, Dubuque, McCormick y el conocido Union Theological Seminary de Nueva York. La creación de tales centros educativos ha contribuido indudablemente al nivel más elevado de su clero y aun digamos a la clase intelectual de una buena parte de los feligreses. Se podría discutir si, desde el punto de vista religioso, esos centros han sido siempre focos de luz y de religión, en otras palabras, verdaderos auxiliares de la iglesia en su labor de llevar las almas hacia Dios. Pero este es un problema que rebasa los límites de estas páginas. Los misioneros presbiterianos han llevado a ultramar y a sus misiones este interés por la educación, sobre todo por la media y superior. La lectura de sus grandes anuarios nos confirma el hecho de que una buena parte de las universidades protestantes de misión están dirigidas por presbiterianos, o sus misioneros toman parte activa en las mismas.

La acción social es igualmente una de las notas típicas del presbiterianismo norteamericano. Sus dirigentes toman parte activa en las campañas de mejoras sociales, económicas y políticas dirigidas por las iglesias o por organismos internacionales dependientes de las Naciones Unidas. Toda iniciativa nacional surgida con este propósito puede estar segura de encontrar apoyo en los presbiterianos. Algunos de sus dirigentes tomaron parte activa en la promoción del movimiento conocido por el nombre del Evangelio Social. En la actualidad su actitud respecto de las naciones esclavizadas por el comunismo es un tanto ambigua: escriben y hablan de la necesidad de arrancarlos de la situación actual, mientras por otra parte envían delegaciones amistosas de pastores y de seglares notables a visitar esos países contribuyendo con ello así a reforzar el poder de los perseguidores de la religión. Respecto del problema doméstico racial, el presbiterianismo participa de las debilidades de la mayor parte de las demás iglesias separadas. Loetscher nos dice que su Asamblea General se está preocupando del problema; que ha aprobado la fusión de alguna región (el Sínodo de Oklahoma y otro de color); y que existen en el país algunas comunidades locales que admiten en sus iglesias a fieles de ambas razas. A esto llama «señales de promesa» para el futuro.

 

MISIONES PRESBITERIANAS DEL MUNDO

 

En el terreno de las misiones entre paganos (o en su mentalidad también en naciones de tradición católica) el presbiterianismo figura como uno de los más proselitistas. A principios del siglo XIX sus dirigentes colaboraron activamente en la fundación del American Board of Missions. En 1837 fundaron su propia sociedad misionera: la Presbyterian Foreign Missionary Society. Al presente colaboran con la mayoría de las sociedades de tipo interdenommacional y más en concreto con el International Missionary Council. Cuentan también con importantes grupos de sociedades misioneras femeninas. El área de su expansión misionera es amplísima. La iglesia presbiteriana U. S. A. mantiene misiones en China (ahora en Formosa), Corea, Japón, Filipinas, Siam, India, Iraq, Siria y Líbano, así como en varias regiones del Oeste africano. En 1953 este grupo contaba con 1.274 misioneros (incluidos los de Iberoamérica) que dirigían, a veces solos, otras en colaboración con otras denominaciones, 43 centros superiores de enseñanza; 124 colegios medios; 1.775 escuelas elementales y 77 hospitales. Los presbiterianos del Sur trabajaban en Formosa, Japón, Corea y Africa con un personal conjunto de 400 misioneros. Su labor educativa es inferior a la de la rama anterior. En cambio, trabajaban incansablemente en la predicación y en las obras de beneficencia. Los demás grupos también se mueven por diferentes países. No es tampoco este el lugar de hacer a los lectores la presentación de algunos de los grandes misioneros presbiterianos. El historiador Latourette lo ha hecho con verdadera fruición. La lista presentada por él corresponde, en líneas generales, a la realidad, aunque casos como el de Leighton Stuart, pastor presbiteriano y último embajador norteamericano de la China continental, merezcan de nuestra parte serias reservas, tanto por haberse metido en un oficio ajeno al de un misionero como por su desastrosa actuación en vísperas de la ocupación comunista del país.

Las actividades proselitistas del presbiterianismo en Iberoamérica requieren de nosotros un párrafo aparte. Sus misioneros penetraron desde primera hora en muchas de las repúblicas; tomaron parte decisiva en los congresos y reuniones de carácter internacional; forman a la vanguardia del Connnittee of Cooperaron in Latin America y sostienen algunas de las empresas benéfico-educativas más importantes del hemisferio. Entre los impulsores de la invasión sistemática protestante de sus pueblos, figuran en primer lugar Samuel Inman, John Mackay y Stanley Rycroft, todos ellos miembros activos de las iglesias presbiterianas, y los dos últimos llegados de la misma Escocia con ese fin. El segundo es además el autor de la tesis del «fracaso total» del catolicismo en aquellas tierras y de la urgencia de sustituirlo por un cristianismo «más activo y evangélico», uno de cuyos resultados sería «una identificación mayor de miras» —en todas las esferas de la vida— entre las dos Américas.

Una breve revista a sus fuerzas en las diversas repúblicas nos dará una idea del empuje de su penetración y de los medios principales empleados para ello. Otros detalles más concretos habrán de consultarse en las monografías que han ido publicando sobre algunas de las zonas más importantes del hemisferio.

En Méjico trabajaban sus dos ramas: la del Norte desde 1874 y la del Sur desde 1888. Tras algunas disensiones sobre el territorio que correspondía a cada cual, los primeros se quedaron con la capital, Veracruz, península de Yucatán y Oaxaca; y los segundos con Guerrero, Morelos, Michoacán y parte del distrito federal. En 1929 los presbiterianos mejicanos les pidieron se convirtiera el territorio en un presbiterio independiente con el fin de promover un mejor entendimiento con las autoridades civiles. En la actualidad han venido a añadírseles tres o cuatro pequeñas iglesias presbiterianas independientes. Las actividades de todas ellas se desarrollan, además de los puntos antes mencionados, en Aguascalientes, Chiapas, Campeche, Durango, Hidalgo, Nueva León, Puebla, Quintana Roo, San Luis de Potosí, Tabasco, Tamalipas y Zacatecas. Mantienen colegios de segunda enseñanza en Mérida y en cuatro ciudades más; un colegio técnico en Toluca; ocho escuelas bíblicas repartidas en distintos puntos de la nación; y dos seminarios, uno en Yucatán y otro en la capital federal. Su comunidad total asciende a los 100.000 adeptos, de los que nada menos que 60.000 figuran como «practicantes». En comparación de los cinco mil miembros que aducían en 1925, el aumento debe considerarse como muy notable, colocando al presbiterianismo a la cabeza de todas las demás denominaciones protestantes del país.

Entre las repúblicas centro-americanas es preciso empezar por Guatemala que constituye sin género de duda su punto principal de penetración. Entrados en 1882 bajo la protección del presidente Rufino Barrios, sus misioneros han llevado a cabo una obra sistemática de penetración cuyos resultados se van percibiendo en nuestros días. Con el fin de afianzar la labor proselitista, una buena parte de las sociedades misioneras (la Central American Mission, los Amigos, los nazarenos, los metodistas primitivos, etc.), se han arrimado al presbiterianismo con el que han integrado una nueva entidad: el Sínodo de la iglesia evangélica de Guatemala. Sus dos colegios de segunda enseñanza (el Norton Hall de la capital y el Patria de Quezaltenango) han servido para atraer, sobre todo con el cebo del inglés, a muchos alumnos que más tarde, desde sus puestos gubernamentales, se han convertido en protectores de sus maestros. Tienen además algunos hospitales de importancia, clínicas móviles, ambulatorios, etc. No es fácil saber cuántos evangélicos» están alistados en el presbiterianismo. El desfile de «cien mil evangélicos» que, según sus informes, paseó el 29 de mayo de 1957 por las calles de la capital para celebrar los setenta y cinco años de su llegada al país, es para los presbiterianos todo un símbolo del avance de su iglesia que hace un cuarto de siglo contaba apenas con diez mil afiliados. De las demás repúblicas vecinas, solamente Honduras muestra un contingente modesto de medio millar de miembros. En la zona del Caribe mencionemos sus trabajos en la isla de Cuba a donde llegaron al proclamarse su independencia. Tienen allí más de 30 centros (sesiones) esparcidos principalmente en la parte central y septentrional del país. Pero su actividad principal se centra en la educación: el colegio La Progresiva de Cárdenas, el Colegio Presbiteriano de Camaguey y otros atraen a sus aulas a muchos alumnos, sobre todo de la clase media y trabajadora a la que se le facilita la admisión por medio de generosas becas de estudio. Los presbiterianos toman parte activa en la dirección del seminario unido de Matanzas. Las estadísticas de 1957 hablan de la existencia de unos 21.000 adeptos en la isla. Esto comparado con los 2.500 que figuraban en 1925 puede parecer ganancia fenomenal. No olvidemos, con todo, que de todo el conjunto actual solamente unos 3.500 se llaman cristianos practicantes.

El gran campo del presbiterianismo sudamericano está en el Brasil. Su misión, inaugurada ya a mediados del siglo pasado por ambas ramas norteamericanas, se convirtió en 1910 en la Igreja Presbiteriana do Brasil. Sus dos primeros sínodos (el del Norte y el del Sur) han ido aumentando con los años. Uno de sus primeros empeños consistió en encomendar la dirección de sus obras a sus mismos seguidores brasileños. «Casi todas las iglesias presbiterianas, escribía en 1933 el P. Crivelli, están a cargo de pastores nacionales. Los auxilios que reciben de las iglesias norteamericanas se dedican para los colegios, las obras educativas y el sustento de los misioneros norteamericanos que ayudan a los nacionales o fundan nuevas misiones». Desde entonces el ritmo del progreso ha sido ininterrumpido aun para los mismos protestantes que hablan de su «milagro del Brasil». No es fácil designar las regiones abrazadas por su actividad pues tienen, además de los puestos fijos, otros muchos más o menos erráticos en los que su labor se reduce a repartir libros y folletos, predicar sermones y colaborar con otros misioneros. Al igual que en otras partes, sus preferencias van a aquellas zonas más abandonadas por la acción del sacerdote católico. La comunidad presbiteriana brasileña es hoy día de las más importantes del país por el número de seguidores y por el empuje y solidez de su organización. La iglesia presbiteriana nacional cuenta con 137.234 adeptos; y la iglesia presbiteriana independiente 45 400. Poseen colegios de segunda enseñanza en Bahía, Ponte Nova, Curitiba, Burití, Lavras, Recife, Campo Belo, etc., hasta un número de veinticinco. Entre sus bien montados seminarios merecen descollar el de Campiñas para el Centro y Recife para el Norte. La universidad de Mackenzie, fundada por presbiterianos, se ha convertido en interdenominacional, pero con prevalencia de misioneros y profesorado de tipo presbiteriano-reformado. Sus casas editoras de Río y de Sao Paulo publican gran cantidad de revistas, folletos y libros, muchos de ellos rabiosamente anticatólicos. Merced a estas obras educativas, el presbiterianismo ejerce un gran influjo en ciertas capas altas y dirigentes de la nación. Una buena parte de los grupos presbiterianos (al menos por familia) se han unido en una potente asociación que lleva por nombre: Alianza Evangélica Brasileira.

 

LAS GRANDES LINEAS DE LA TEOLOGÍA REFORMADA

 

Como quedó indicado al principio del capítulo, las doctrinas calvinistas forman, aun hoy día, la base de la teología de las iglesias reformadas. No el calvinismo puro que salió de la mente analítica del maestro de Ginebra. Aquello no bastó o no satisfizo del todo a muchos de sus seguidores. Por eso vinieron después las Confesiones de fe —entre la que es preciso hacer resaltar por su importancia la de Westminster y la de Dort— junto con los dos grandes catecismos westminsterianos. En el decurso de su existencia, las iglesias reformadas han pasado además por fuertes crisis doctrinales: el arminianismo, el deísmo, el racionalismo, el evangelio social y el modernismo, que han asestado duros golpes a su teología. En los Estados Unidos los reavivamientos religiosos han modificado también —si no la letra, al menos el espíritu— del calvinismo original, introduciendo la doctrina de la salvación gratuita y universal, así como la importancia de las buenas obras, en otras palabras, un activismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Esto ha traído como resultado que en nuestros días las iglesias reformadas se hallen internamente divididas por corrientes doctrinales tan antagónicas como la fundamentalista y la liberal.

No obstante lo dicho, el observador puede y debe acudir todavía a las fuentes del primitivo calvinismo para trazar, a la luz de sus más importantes Confesiones de Fe, las líneas maestras de su edificio teológico. Esto se debe, por una parte, a la existencia de unas cuantas verdades básicas que siempre permanecen inmutables, y por otra, a la presencia de una Confesión como la de Westminster que supo plasmar en fórmulas claras y de madurez casi escolástica una teología que había sido ya objeto de duras pruebas por parte del arminianismo y estaba siendo acaloradamente discutida entre los puritanos y los defensores del episcopado anglicano. «La Confesión de Westminster, junto con sus catecismos —escribe en tono exultante y con frases a veces exageradas Philip Schaff— constituye la más completa y madura de las afirmaciones doctrinales de la teología calvinista. Iguala en habilidad y mérito teológico lo mejor que se ha producido en la materia y no queda superado ni por la Fórmula luterana de Concordia, ni por los decretos tridentinos ni vaticanos. Este valor suyo intrínseco nos puede explicar que haya suplantado con mucho a las fórmulas escocesas y que haya sido adoptada por distintas denominaciones: por los presbiterianos, por los congregacionalistas y. con escasas modificaciones, por los mismos bautistas... Sus doctrinas conservan en el día de hoy mayor vitalidad que las de cualquier otra Confesión de la Reforma... La Confesión westminsteriana, tomada en su conjunto, representa la forma más vigorosa, y por otra parte moderada, del calvinismo que (al igual que el cristianismo) ha encontrado su verdadero hogar más entre las naciones anglosajonas que en su propio país de origen

Esquemáticamente, la teología reformada procede por estos pasos. Calvino ofrece, ante todo, a sus seguidores los medios de que disponemos para llegar al conocimiento de Dios. De hecho, nos responde, no existe más que uno: la Sagrada Escritura. Esta nos muestra por una parte los atributos del Soberano Ser y, por otra, la posición del hombre frente a su Dios. Entre esos atributos hay uno que se relaciona especialmente con mi eterno destino: el de la predestinación de unos para el cielo y de otros para el infierno. En el camino del hombre hacia su Dios existen dos medios que le ayudarán a conseguir esa meta final: la Iglesia y los sacramentos administrados por la misma. Calvino y los suyos nos dirán en qué consiste su esencia, sobre todo en contraste con el resto del pensamiento de la Reforma.

 

EL BIBLICISMO CALVINISTA

 

En teoría Calvino fue un ardiente defensor de la religión natural y de las posibilidades que tiene el hombre para conocer a su Hacedor por las maravillosas obras de la creación. Según él, «todos tenemos una inclinación natural y un sentimiento de divinidad dentro de nosotros» (Inst. I, III, 1); «el conocimiento de Dios está naturalmente enraizado en el corazón de los hombres»; es como «una primera semilla plantada en nosotros y que jamás puede morir». Tales conocimientos no son algo que aprendemos en la escuela, sino cosas que «traemos desde el seno de nuestras madres» (I, III, 1). Calvino acude para confirmarlo al testimonio histórico de los pueblos y a la misma idolatría que, en el fondo, no es otra cosa que una búsqueda de ese Dios sin el que no podemos vivir.

Sin embargo, todo ello nos va a ser de escaso provecho puesto que, a causa del pecado, nos hemos vuelto absolutamente incapaces de conocer a ese Dios. Las «locuras de nuestra carne», las «vanidades» nos impiden llegar cognoscitivamente hasta El. Y esto, no sólo tratándose del pueblo ignorante, sino aun de genios intelectualmente tan dotados como el mismo Platón que «terminaron equivocándose groseramente» en estas materias. Por eso, a los ojos de Calvino, «aquellos paganos que hacen profesión de adorar al Dios creador, en realidad se inclinan ante verdaderos ídolos. Desde el momento en que el hombre abandona el fundamento sólido de la revelación, sigue forzosamente su inclinación natural de fabricarse dioses a su propia imagen». «Los hombres que no conocen el verdadero camino (el de las Escrituras), escribe en otro lugar, trabajan en vano por servir a Dios. Por eso las religiones que no tienen (por vía bíblica) un verdadero y completo conocimiento de Dios, no solamente son vanas, sino positivamente viciosas». Somos, ni más ni menos, como las personas ancianas (o como los llorones) incapaces de apreciar con sus débiles ojos la bella escritura de un libro. Para lograrlo, necesitamos de cristales de aumento que vigoricen nuestra facultad de percepción, y esto nos vendrá dado por la Biblia. Esta posición parece anular el valor de los conocimientos humanos, al menos en la esfera de la religión y de todo aquello que se llamaba hasta ahora la «ley natural». El calvinismo ortodoxo de nuestros días no tiene dificultad en admitirlo. «Si, escribe uno de ellos, aceptando el testimonio de los profetas y de los apóstoles, tomamos seriamente la autoridad de la Biblia como Palabra de Dios, debemos —tras madura consideración crítica— rechazar toda clase de teología natural o, al menos, ponerla entre paréntesis... Eso sería hacer al hombre a la medida de todas las cosas, lo que nos haría ante Dios culpables de falta y de imperdonable relativismo... Por eso, las iglesias de la Reforma tienen en sus conversaciones ecuménicas el ineludible deber de asegurar el principio de la soberanía total de la Biblia en contraposición con la ley natural».

Calvino era un gran admirador de la Palabra revelada. «Había adquirido, nos refiere uno de sus biógrafos, gran familiaridad y dominio de los Libros Sagrados. Es verdad que aquel conocimiento no podía compararse al de los especialistas de nuestros días. Con todo, su talento, su formación y su acumen religioso eran tales, que muchas de sus interpretaciones se han mantenido incólumes ante la crítica de nuestros tiempos». Al igual que los demás reformadores, Calvino hizo de la Biblia el fundamento de todas sus enseñanzas teológicas. «Afirmamos solemnemente que para regla de nuestra fe y de nuestra religión, queremos tomar como guía única a la Sagrada Escritura sin mezclar con ella cosas inventadas por la humana razón. Declaramos asimismo que para nuestro gobierno espiritual, no recibiremos otra doctrina que la que nos ha sido enseñada por esta Palabra tal como nos lo manda nuestro Señor». Respecto de la integridad de las partes bíblicas, sobre el valor de los libros deuterocanónicos, etc., el ginebrino mantenía prácticamente las posiciones de los demás dirigentes de la Reforma. «No perdamos tampoco de vista, nos advierte Wendel, que Calvino estudió e interpretó las Sagradas Escrituras no en plan de sabio desinteresado, sino como teólogo, lector de San Agustín y de Lutero, y preocupado siempre de hallar en sus páginas una confirmación a sus posiciones dogmáticas ya tomadas».

Todo esto, como decimos, era común a los demás reformados y no tema necesidad de ponerse a probarlo. Había, sin embargo, otra cosa que le traía muy preocupado, primero, por la dificultad intrínseca del problema, y segundo, para poder responder a las múltiples objeciones que de todas partes le llegaban. Los católicos habían defendido siempre que la Iglesia es la verdadera intérprete y guardiana de los Libros Sagrados. Calvino atacó aquella posición con frases ásperas e injuriosas que mostraban a las claras lo mucho que le molestaba la autoridad que la Iglesia se había atribuido siempre en la interpretación de las Escrituras. El admitirlo, decía, sería rebajar la grandeza de Dios, revelada en sus páginas, «al capricho de los hombres». Temía también que los impíos hiciesen burla de la Biblia al saber que todo su valor dependía «de una pobre autoridad pedida de prestado a tales seres humanos». A sus ojos, la única actitud de la Iglesia era la de «aceptar y reverenciar sin dilaciones los Libros Sagrados».

Excluida la autoridad de la Iglesia, a Calvino le quedaba la ardua tarea de sustituirla por otra que verdaderamente satisfaciera a la inquisidora mente humana. Creyó encontrarla en su famosa doctrina del «testimonio interno del Espíritu Santo». Lutero había asentado los principios teológicos de los que se podía deducir su presencia y su necesidad. Pero nadie la enunció con la nitidez de Calvino. «Este, dice el luterano Staelhin, que fue el primero en poner autoridad de las Sagradas Escrituras al frente de su dogmática, fue al mismo tiempo el que en su doctrina del testimonio del Espíritu Santo, dio a esta autoridad el fundamento religioso que, desde aquel tiempo, ha servido de base a la doctrina de la Biblia en ambas confesiones». He aquí el famoso texto:

«Si queremos que las conciencias no estén siempre agitadas por la duda, es menester tomar la autoridad de la Escritura desde más arriba que de las razones, de los indicios o de las conjeturas humanas, en otras palabras, es menester que la fundemos en el testimonio interior del Espíritu Santo. Porque, aunque yo sepa que en su propia majestad hay bastantes pruebas para que la reverencie, sin embargo, las Escrituras empiezan verdaderamente a tocarnos (convencernos) cuando están selladas en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Estando, pues, iluminados por El, no creemos ya que las Escrituras son divinas por nuestro propio juicio ni por el de otros. Al contrario, y por encima de todo testimonio humano, nos convencemos sin género de duda que vienen a nosotros de la boca misma de Dios por el ministerio de los hombres. Todo sucede como si estuviésemos contemplando con nuestros ojos la esencia misma de Dios en las páginas del Libro».

Se trata, como se ve, de una iluminación directa y divina. En cierto modo, de una iluminación repentina que tiene lugar cuando menos lo pensamos. En ocasiones puede tratarse de una inspiración sensible que deja profunda huella en nuestras almas. Sus efectos son el convencimiento inconfundible de que aquello está inspirado por Dios y de que toda vacilación carece totalmente de sentido. Cuando a los calvinistas se les objeta que todo esto tiene trazas de algo ciego e irracional y, por consiguiente, carente de certeza universal, responden de diversos modos. Calvino personalmente creía que la misma Escritura es «autosuficiente». Otros nos replican: «No se olvide que estamos ante el primer principio de la fe protestante; y que los primeros principios nunca se prueban; y que la verdad es el juez de sí misma y de la falsedad». Esta regla del testimonio del Espíritu Santo, se aplica de modo igual a todas las partes de la Escritura, y a ningún otro documento escrito fuera de ella. «Si alguno, decía Calvino, dejando de lado la sabiduría divina, nos ofrece cualquier otra doctrina, lo tendremos como sospechoso de vanidad y de mentira» (Inst. I, IX, 2). «Dios, decía en uno de sus sermones, ha encerrado de tal manera en su Ley cuanto pertenece a la regla del bien vivir, que no ha dejado que los hombres añadan cosa alguna a ello». ¿A quiénes comunica el Espíritu Santo ese testimonio? —Calvino temía las interpretaciones demasiado personales. Por eso no tuvo escrúpulo en restringir más que Lutero y Zwinglio el número de los que entraban en dicha categoría. Por de pronto, no todos los que tomaban en sus manos el Libro. Tampoco todos aquellos que pertenecen externamente a la Iglesia, aunque esta sea la reformada o aunque se trate de los ministros de la misma. Sino solamente aquellos que han sido predestinados, puesto que el testimonio interno es ya en sí una arra de elección.

Las demás Confesiones de Fe, pero sobre todo la de Westminster, repitieron de forma sistemática estas mismas verdades. Ph. Schaff dice, refiriéndose a la formulación de esta última Asamblea, que «no hay símbolo protestante que contenga una declaración tan clara, juiciosa, exhaustiva y concisa sobre la material». Insiste en que el principio de la suficiencia de la Biblia y de su interpretación por la sola luz interior del Espíritu Santo, son las verdaderas columnas sobre las que descansa el protestantismo. «La crítica, la filosofía y la ciencia, puedan dar al traste con las tradiciones humanas, las confesiones de fe, los credos y toda clase de obras externas, pero no pueden destruir la fortaleza de la Palabra de Dios que permanece para siempre». He aqui la famosa declaración westminsteriana : «El testimonio de la Iglesia puede a la verdad hacer que tengamos un alto aprecio de la Escritura; así como por otra parte lo elevado de la materia, la majestad del estilo, la armonía de las partes, el fin de todos los libros que no es otro que la gloria de Dios; el descubrimiento que nos hace de la única vía que conduce a Dios; finalmente, sus grandes excelencias y su entera perfección son argumentos que prueban abundantemente que allí se contiene la Palabra de Dios. Sin embargo, la plena persuasión y certeza, tanto de su inefable bondad como de la autoridad divina de que goza, sólo proceden de la interna operación del Espíritu Santo que testifica en nuestros corazones por la Palabra y con la Palabra».

 

IDEA DE DIOS Y DEL HOMBRE EN CALVINO

 

Se ha dicho que el reformador ginebrino fue, «si no un hombre intoxicado de Dios», al menos «un hombre totalmente poseído por El». Si Lutero, impulsado por su experiencia íntima, va derecho hacia Cristo considerado como el redentor que nos justifica por la gracia y por la fe; en cambio la mirada de Calvino va directamente a Dios constituido en objeto de suma adoración». En este sentido los autores califican al calvinismo como religión teocéntrica, en contraste con la de Lutero que quedaría catalogada de cristocéntrica. Notemos, con todo, que la teodicea calvinista es —en cuanto se refiere a conocimientos— bastante limitada. Por de pronto, los problemas metafísicos de la divinidad, le tienen sin cuidado. «Quienes se aplican a estudiar lo que es Dios (quid est Deus) no hacen más que perder el tiempo en vanas especulaciones». Baste para nosotros saber que, por su naturaleza, «Dios es incomprensible y que permanece oculto a la inteligencia humana». El querer penetrar en su conocimiento, es un «delirio y audacia inaudita». Nuestro deber debe consistir en «adorarlo más bien que en inquirir curiosamente sobre su esencia y su ser».

Dios se nos revela por medio de sus atributos. A Calvino se ha acusado con frecuencia de presentarnos una divinidad de tipo paleotestamentario que sólo pretende llevar por medio de amenazas y de castigos a los hombres a su servicio. A los comentaristas del reformador les ha sido fácil contestar a la objeción acumulando pasos y frases en las que Calvino habla con verdadera ternura de la bondad y de la paternidad de Dios. Su biógrafo Doumergue ha recogido una larga lista de ellas. «No permanezcamos en ese temor servil; reconozcamos que Dios es nuestro Padre y gocémonos de estar junto a Él». «Dios nos quiere tanto y nos profesa un amor tan ardiente, que un padre no se goza tanto como Él cuando puede educar a su hijo o cuando le puede hacer otro cualquier bien». «Si Dios fuera un mortal, no podría guardar con mayor cuidado la niña de sus ojos, de lo que Él ha guardado a su pueblo». «Nadie, concluye el presbiteriano Hunter, ha hablado o escrito con mayor calor o con sentimientos más genuinos de la paternidad de Dios y de todo lo que esto encierra de amor, de cuidado y de compasión... Para Calvino el verdadero conocimiento de Dios se resume en el conocimiento de su paternidad».

Sin embargo, y aun admitiendo el valor de los textos aducidos, hay que reconocer que la producción calviniana contiene otras muchas proposiciones que oscurecen ese aspecto del amor. El Dios de Calvino está demasiado lejos de nosotros para acercarnos a Él con los sentimientos de afecto filial. La consideración de su voluntad inmutable que confiere la bondad o la moralidad a las acciones humanas no contribuye a aumentar nuestra confianza en El. Así, por ejemplo, si los egipcios hubieran despojado a los hebreos por su propia voluntad, aquel acto habría constituido pecado. Pero, como lo hicieron por Dios, se convirtió en acción excelente y digna de ser contada en las páginas de la Biblia Las mismas frases en que parece subordinar la salvación humana a la sola gloria divina suenan duras a los oídos de quienes miserables nos arrastramos por la tierra.  Hay una cosa, escribía el reformador al rey de Navarra, que es más digna y preciosa que vuestra salvación personal; es la gloria de Dios y el progreso del reino de Cristo en la tierra; en esto consiste vuestra salvación y la de todo el mundo». Esto podrá ser teológicamente profundo, pero difícilmente se dirá apto para aumentar nuestra confianza en El.

Al lado, y en contraposición con esta majestad divina, aparece la insignificante pequeñez del hombre. Diríase que Calvino apenas encuentra epítetos suficientes para rebajarlo. Es verdad que fue creado por Dios y dotado con dones naturales y sobrenaturales. Pero ambos eran tan ingénitos a su ser, que la pérdida de unos llevaba forzosamente la admisión de los otros. Es lo que de hecho ocurrió. Pecaron los primeros padres (porque Dios así lo quiso) y aquel pecado se transmite después (de modo también arbitrario) a toda la posteridad. «No sucedió naturalmente que todos cayeron por la caída de uno... Esto no puede atribuirse a la naturaleza misma... Luego hay que atribuirlo al admirable consejo de Dios... Confieso que se trata de un decreto horrible, pero hay que admitirlo». Y con aquel pecado, el hombre se precipita hasta el abismo quedando convertido en «apóstata», en «bestia indomable y feroz», en un ser «privado de toda verdad y bondad», en «estercolero de todos los vicios», etc. Como consecuencia de ese estado del alma, ya no tiene libertad para obrar y siempre estará sujeto a dos fuerzas: al deleite que le conducirá inexorablemente al mal y a la gracia que, también de modo incontenible, le llevará al bien. El mismo «libre albedrío» es «un vocablo abusado por los doctores de París». Los Padres de la Iglesia, a excepción de San Agustín, no llegaron a comprender su significado (Inst. II, II, 3). A los que le objetan que la teoría convierte a Dios en autor del pecado, responde Calvino que no hay tal: Dios quiere que el hombre peque; pero es el hombre el autor de su pecado. No tiene libertad interna para evitarlo, pero goza de libertad externa (a coactione) y ello basta para constituirlo en autor del pecado. Pero entonces, ¿no es cruel que Dios nos inculque preceptos que no podemos cumplir porque sencillamente superan nuestras fuerzas? De ningún modo; tales mandatos tienen por fin «hacemos totalmente conscientes de nuestra impotencia». «Tout homtne est en soi perdu et désesperé», era la conclusión obvia que dictaba aquella teología.

Sin embargo, este hundimiento del hombre en su propia miseria, no constituye una finalidad en sí. El Dios que no es deudor de nadie, nos da también todas las cosas: «la bondad está tan unida a su divinidad, que no le es menos necesaria que su mismo ser de Dios». Y este atributo, visible ya en la creación, recibe su corona y su pleno perfeccionamiento en la obra de la redención. No es este el lugar para adentramos en las doctrinas soteriológicas de Calvino. Los luteranos le han reprochado que, por razón de su énfasis en la soberanía del Dios Padre, el concepto suyo de encamación deje bastante que desear y que la comunicación de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona de Cristo se haga de una manera muy incompleta. Si, por una parte, Cristo «baja milagrosamente del cielo, pero de tal manera que no abandona nunca aquel lugar», y por otra tiene que mantenerse el axioma calvinista de que «finitum non est capax infiniti» aplicándolo a la naturaleza humana de Cristo, la obra de la redención dista bastante de la admitida por la tradición cristiana. Sea de ello lo que fuere —y la confusión puede hallarse en los términos, no en la doctrina misma— Calvino admite sin restricciones que es la bondad infinita de Dios la que, en sustitución de su justicia ofendida, «nos reconcilia totalmente consigo y destruye nuestro pecado por la expiación ofrecida por Cristo en la Cruz». Para apropiárnosla, se requieren dos condiciones: una de parte nuestra, la fe fiducial de que Cristo nos ha perdonado los pecados; y otra mucho más importante y que condiciona la primera: nuestra elección y predestinación por parte de Dios.

 

PREDESTINACIONISMO

 

Espinosa cuestión que trae divididos a los mismos especialistas y que aquí ocupará solamente el espacio necesario para dar al lector una idea suficientemente clara de los elementos que integran el problema. El misterio de la predestinación había preocupado desde muy antiguo a los teólogos cristianos, desde San Agustín a los escolásticos. Entre los iniciadores del protestantismo, tanto Lulero como Zwinglio lo habían abordado, pero sin tratarlo exhaustivamente ni darle una solución más o menos definitiva. En el mismo Calvino, el interés por el predestinacionismo fue creciendo con el tiempo. I.as primeras ediciones del Instituciones, y lo mismo se diga de los Catecismos, trataban de ello como cuestión puramente marginal. Ciertas afirmaciones audaces del maestro ginebrino habían suscitado una fuerte reacción en el campo luterano y aun entre los humanistas. Calvino sintió amargamente aquellas críticas. A Castellion, que le había atacado en algunos de sus opúsculos, le replicó con escritos y con epítetos que no hacían honra a su dignidad de fundador de nueva iglesia. La controversia llegó a tanto, que el predestinacionismo se convirtió pronto en banderín de las luchas políticas que separaban a Ginebra de Berna. No extraña, pues, que en los últimos años de su vida, el predestinacionismo adquiriera proporciones que sus modernos críticos piensan exageradas para lo que se merecía la cuestión.

En cualquier hipótesis, Calvino llegó a convencerse de que se trataba de un punto central de cuya solución dependía en gran parte la solidez de su edificio teológico. Eran muchas las razones que le conducían a aquella conclusión. Ante todo, lo que él llamaba «la doctrina clara de Dios revelada en las Escrituras». «Niltil nte unquatn impediet quiit profitear iiigeitue quod ex verbo Dei didicii respondía a quienes le acusaban de excesiva insistencia. Lo contrario le hubiera  parecido «injuriar gravemente a un testimonio tan evidente del Espíritu Santo». Además, aquella glorificación suya de la majestad divina parecía defenderse mejor si a Dios «no se le ataba» ni siquiera en aquel punto de la elección dejándolo libre para actuar a su voluntad. Por otra parte, ni la historia del mundo ni su experiencia personal se le hacían comprensibles sin una solución clara del problema. La transmisión del pecado original y la salvación actual de unos o la condenación de otros, sólo tenían explicación acudiendo a su divino beneplácito. Así como para los que se salvan todo constituye una ayuda, así aquellos mismos medios producen efectos diametralmente opuestos en los demás. «La semilla de la palabra de Dios, escribe Calvino, echa raíces y fructifica en aquellos a quienes el Señor, por su eterna elección, ha predestinado para hijos y herederos suyos en la patria celeste. A todos los demás que, por consejo divino y antes de la creación del mundo, han sido ya reprobados, la predicación clara y evidente de la verdad no puede ser otra cosa que olor de condenación». Con la misma frialdad dividía al mundo entre pueblos que habían escuchado la predicación evangélica y habían abrazado la fe (por lo tanto, estaban predestinados) y aquellos otros a quienes se habían negado misioneros o, aunque estos llegaran, no habían conseguido fruto alguno. A quienes le objetaban el carácter cruel de aquella elección, Calvino —prescindiendo de los que se hallaban entre la massa damnata— respondía que para los elegidos su doctrina se convertía en fuente de inexhausta paz y seguridad. Nada, ni los pecados ni los más horribles crímenes, podían dañarles ni impedir la consecución de aquella felicidad a la que habían estado destinados.

¿Cómo concebía Calvino su predestinacionismo? También él como Lutero buscaba la seguridad de la salvación. Pero la vía tomada por el alemán, la fe fiducial en Cristo quien con su manto cubre nuestros pecados, no llegaba a satisfacerle. La explicación no solucionaba la antinomia de la inmutabilidad divina. Pero, sobre todo, hacía intervenir en todo el proceso a la voluntad del hombre de manera que parecía influir en las mismas decisiones de la divinidad. Había que buscar un medio para dejar intactas su majestad y los demás divinos atributos. He aquí cómo.

Dios, nos enseña Calvino, es a la vez infinito y causa de todas las cosas. Los acontecimientos de la vida tienen lugar porque así le place a El. Ahora bien, sabemos que algunos hombres vienen a Dios y de ese modo hallan su salvación, mientras que otros —al apartarse de El— se condenan. Ni la salvación ni la perdición pueden ser resultados de la libre decisión humana, porque entonces Dios tendría que esperar a que nosotros tomásemos una determinación antes de que El empezara a actuar, lo que es absolutamente contrario a su honor y majestad divinas. Por consiguiente, no queda otro camino que admitir que la causa única de la salvación de unos y de la perdición de otros reside únicamente en el decreto inmutable de Dios. «Predestinación es, pues, el consejo eterno de Dios por el que ha determinado lo que quiere hacer de cada hombre, pues El no los ha creado en la misma condición, sino que a unos conduce a la vida eterna y a otros a la perdición, también eterna». Puesto que esta doctrina se aplica del mismo modo a nuestros primeros padres, es preciso concluir que su caída estuvo también sujeta a dicho decreto condenatorio.

Partiendo de esta hipótesis —o si queremos que esta hipótesis se realice— hemos de concluir que Cristo murió por solos los elegidos, ya que estos serán los únicos beneficiados por su sangre redentora. A Calvino le cuesta admitir esta terrible verdad de la limitación de la obra redentora de Cristo, pero la lógica le fuerza allí, añadiendo sin embargo explicaciones que espera le salven de aquella imposible posición. En cambio, a los que Dios ha elegido, les da toda clase de gracias y el impulso necesario para que obtengan aquella meta feliz. «Dios, dice Calvino, no solamente nos da las gracias de manera que podamos rechazarlas o aceptarlas, sino que al mismo tiempo induce nuestros corazones a seguir aquellos movimientos produciendo en nosotros tanto la elección (de lo bueno) como la voluntad (de ejecutarlo) y esto hasta el punto de que las obras buenas que se siguen, sean verdaderamente fruto de aquella voluntad». Pero, la teoría se aplica también —en sentido contrario— a los réprobos. «Si decimos que Dios separa a aquellos que se van a salvar, sería una gran insensatez afirmar que los que no han sido elegidos obtienen por casualidad o por su propia industria lo que el cielo no ha concedido sino a aquellos pocos. Por eso, a aquellos a quienes Dios deja de elegir, El mismo los reprueba, y no por otra razón sino porque quiere excluirlos de la herencia que ha preparado a los elegidos». Estos infelices no son rechazados porque pecaron, sino más bien pecan porque Dios los destinó a la perdición. Ya pueden escuchar el Evangelio, llevar una vida intachable o ser modelos de cristianos en la iglesia reformada. Nada les servirá. Dios cegó sus corazones y se hallan bajo el poder del demonio a quien El ha elegido como instrumento de su condenación.

La exposición no necesita comentario. ¿Qué juzgó el calvinismo posterior de esta doctrina que algunos de sus contemporáneos juzgaron indispensable a su misma existencia? La lucha que se entabló a su alrededor no se decidió en seguida. A los arminianos que la atacaban furiosamente, se opuso el sínodo de Dort (1619) en el que se sancionó la primitiva interpretación. En la Asamblea de Westminster, los redactores (más sensibles a las críticas que les llegaban de todas partes) tuvieron cuidado de excluir a Dios de toda participación en el pecado (art. 1) y aun de hablar de cierta «permisibilidad divina» (y no de una causa impulsiva) en el decreto de la reprobación (art. 7). Sin embargo, la fraseología no logró cambiar el fondo del problema y la predestinación conservó toda su adusta faz.

En tiempos posteriores la doctrina ha ido perdiendo (fuera de los dos focos del calvinismo ortodoxos: Holanda y Escocia) gran parte de su vigor. La más importante rama calvinista, el presbiterianismo norteamericano, lo abandonó prácticamente primero como una necesidad impuesta por los reavivamientos religiosos y luego por la obra misionera emprendida entre los paganos. Muchos de sus propios dirigentes empezaron a referirse a aquella doctrina como a «la tumba de las misiones» y a exigir que, para evitar el escándalo de catecúmenos y neófitos, quedara borrada de sus formularios. Así se hizo en la Asamblea General de 1903 al desligar a los candidatos al pastorado de aquel rígido predestinacionismo:

«Siendo deseo expresado por muchos y aprobado por la iglesia la revisión de ciertos pasajes de la Confesión de Fe y por exigirlo así la puesta en punto de ciertos textos de la verdad revelada... la iglesia presbiteriana de los Estados Unidos declara con la autoridad que le compete: que en lo concerniente a los que se salvan en Cristo, la doctrina del decreto de predestinación está en consonancia con la de su amor a toda la humanidad; que por lo que se refiere a los que se condenan, está en armonía con la doctrina de que Dios no desea la muerte del pecador, sino que ha previsto en Cristo una salvación suficiente para todos, adaptada a todos y libremente ofrecida en el Evangelio; que los hombres son totalmente responsables de su traición a la oferta graciosa de Dios; que su decreto no impide aceptar esta oferta y que, finalmente, ninguno se condena sino a causa de su propio pecado».

La concesión era sin duda importante, pero no parece que bastó para satisfacer esta «rebelión silenciosa» surgida de muchas esferas del calvinismo moderno contra una de las doctrinas favoritas de su fundador. Como ha advertido juiciosamente Boettner (el gran abogado moderno del predestinactonismo). para averiguar la aceptación de estas doctrinas no basta mirar a las constituciones oficiales de las diversas iglesias reformadas. Todas estas, de una u otra forma, la incluyen entre sus principales artículos de fe. Diríase que no tienen valor para dejar de lado un punto de tanta importancia dentro de su tradición. Hay que examinar más bien cuál es la actitud de los creyentes de la iglesia, empezando por sus pastores, en relación con la misma. Y aquí sus conclusiones son pesimistas. «Las iglesias presbiterianas y reformadas de hoy, escribe, no tienen una idea clara de estos tesoros doctrinales de su herencia... Son muchos los jóvenes que entran en el pastorado sin conocimiento adecuado de estas doctrinas profesadas por la iglesia en la que tienen que servir. Y cuando alguno predica puntos como este que están en consonancia con la Confesión de Fe de Westminster, le tachan de propugnador de extrañas doctrinas... Parece cierto que la mayoría de nuestros ministros no cree ya en estos postulados calvinistas y que muchos de ellos, no obstante la promesa hecha en el momento de su ordenación, están haciendo —a veces por métodos ilícitos— todo lo posible para destruir la fe que han prometido defender de manera tan solemne. Si estas doctrinas son verdaderas, debieran enseñarse y defenderse valientemente en nuestras iglesias, colegios y seminarios. Si no lo son, arránquense de nuestros formularios y Confesiones de fe. La honradez debe ser en el campo religioso tan importante como en el político».

 

LA IGLESIA

 

De cuanto llevamos dicho se deduce la escasa importancia que en el programa teológico calvinista puede tener un tratado De Ecclesia en el sentido clásico de esta palabra. Y esto por varias razones. Si a sus ojos, la única autoridad verdaderamente decisiva es la Biblia, entonces las enseñanzas de la Iglesia pierden gran parte de su valor y han de considerarse siempre subordinadas a la Palabra revelada. «La posición de estas dos autoridades nunca puede invertirse porque ello sería la negación de la esencia misma de la Reforma». Pero, además, concretamente en el calvinismo, aquella elección inexorable de Dios para la salvación o la condenación, hace casi innecesario el funcionamiento de cualquier organismo externo dirigido a encauzar al hombre por los caminos de la eternidad. Lo más que podrá reservársele es un papel secundario y auxiliar que sirva para evitar que el hombre se aparte de su propio fin. Con ello satisfará además dos exigencias ineludibles: una de carácter histórico (después de todo, quince siglos de tradición eclesiástica pesan mucho) y otro bíblico, surgido de la evidente doctrina neotestamentaria sobre la Iglesia como continuadora de la obra redentora de Cristo en la tierra. Personalmente Calvino sentía la necesidad de montar una institución del género para no abandonar a los suyos a sus propias veleidades y a una ilimitada libertad. Su carácter metódico se oponía a ello. Los desastres de la anarquía estaban allí para confirmarle en lo justo de su decisión. Creará, pues, una iglesia aunque cercenando sus funciones a una esfera marginal que no interfieran con el contacto directo del alma con Dios ni con las premisas de su predestinacionismo.

A los comienzos Calvino defendió, y de modo casi exclusivo, la necesidad de una iglesia invisible: era, después de todo, la que mejor encajaba con sus teorías predestinacionistas, con su poca simpatía hacia la autoridad jerárquica y dentro del limitado puesto reservado por él a la liturgia. «Creemos, escribía en la edición de 1536 de sus Institutiones, en la Santa Iglesia Católica, es decir, en el número universal de los electos, ya sean ángeles, ya hombres, ya vivos, ya muertos, cualquiera que sea el país en que están dispersos». Esta organización quedaba identificada frecuentemente por él con la comunión de los santos y con el Cuerpo místico de Cristo. «Se llama invisible, leemos en su Catecismo, porque la mayor parte de los que la forman están en el cielo o no han venido aún a la tierra. Aun entre los que viven aquí, no nos es posible saber quiénes pertenecen a Cristo y quiénes no. Por eso, esta iglesia invisible continúa siendo para nosotros un objeto de fe y algo imperceptible a los ojos humanos». En este sentido, la iglesia imaginada por Calvino se convertía en una especie de refugio para sus predestinados durante su peregrinación por la tierra. Siendo la iglesia, dice, el pueblo de los elegidos, no puede suceder que quienes son verdaderamente miembros suyos, terminen en la perdición». Los elegidos «podrán titubear y aun caer, pero no podrán perecer»

Entre 1539 y 1543 ocurrió una fuerte crisis en la concepción eclesiológica de Calvino. Para explicarla, habría que recurrir a los sucesos históricos de aquellos años: la organización dictatorial de su iglesia de Ginebra; su expulsión y su vuelta triunfante en la que, seguro ya de sí mismo y con muchas lecciones aprendidas en aquella experiencia, trató no solamente de organizar la vida de la comunidad, sino también de revisar en cuanto fuera necesario sus antiguas doctrinas eclesiológicas. En el cambio intervino también Bucer quien, aun aceptando las teorías luteranas de la invisibilidad, tendió a insistir cada vez más en los aspectos visibles, positivos y de orden organizacional. Por todo esto, las ediciones siguientes de sus Institutiones, y sobre todo la de 1559, nos dan una eclesiología muy distinta de las anteriores. Las diferencias son tantas, que uno siente ahora casi a un teólogo católico explayarse en un comentario destinado a los fieles de su propia Iglesia. «Calvino, comenta Mayer, tiene ya poco que decir sobre la Santa Iglesia Católica (invisible); en cambio, se le va el tiempo en describir a la Iglesia visible a la que dedica nada menos que 200 páginas de su obra». Sólo —añadimos nosotros— cuando nos acordamos de que, tras toda esa insistencia en los aspectos visibles, es todavía lo invisible lo que imprime carácter a toda su doctrina, caemos en la cuenta del limitado alcance de muchos de los retoques hechos a la concepción anterior.

Calvino empieza en 1543 por justificar su título. «Hemos dicho, escribe, que la Escritura habla de la Iglesia de dos maneras: como de aquella que es la Iglesia de verdad y en la que no toman parte sino los que por la predestinación son hijos de Dios y por la santificación de su Espíritu miembros de Jesucristo (y con ello nos referimos a los santos que están en la tierra y a todos los elegidos que han vivido aquí desde los comienzos del mundo); y como de aquella que comprende toda la multitud de los hombres esparcidos por el mundo, que hacen la misma profesión de fe y consienten en la misma Palabra de Dios... En esta última (Iglesia) hay, mezclados con los buenos, muchos hipócritas que nada tienen con Jesucristo, a pesar de haber recibido el mismo bautismo, participar de la misma Cena y protestar de tener la unidad en el espíritu y en la fe... Sin embargo, así como nos es necesario creer en la Iglesia que es invisible para nosotros y conocida a solo Dios, así también se nos manda honrar a esta otra Iglesia visible y mantenernos en comunión con ella». Después le dará algunos de los más honoríficos títulos tributados en otros tiempos por los Santos Padres. Dirá que «todos aquellos que tienen a Dios por Padre, deben tener a la Iglesia por Madres» (Inst. IV, I, 1); que «no hay otro medio de entrar en la vida si Ella no nos concibe en su seno y no nos nutre a sus pechos» (Inst. IV, I, 4); que, «aparte de este Cuerpo y de la compañía de los fieles, no hay esperanza de reconciliación» (Cat. 36, 578); que «Dios, no obstante poder levantar a los suyos directamente a la perfección, quiere que todo ello se haga dentro de la Iglesia» (Inst. IV, I, 5), etc. Enseñará que la Iglesia visible es necesaria por razón de nuestra ignorancia y de nuestra rudeza (Inst. IV, I, 1); para despertar nuestra fe y para continuar con los elegidos el contacto interrumpido al concluirse la obra de la Encarnación, etc. En concreto, el perdón de los pecados «es un beneficio tan peculiar de la Iglesia, que no podemos usufructuarlo si no permanecemos en contacto con ella» (Inst. IV, I, 22). Calvino tampoco tiene dificultad en aceptar la fórmula clásica: «extra Ecclesiam nidia salus», aunque dándole un significado distinto del aceptado por la tradición católica.

El reformador ginebrino atribuye a la verdadera Iglesia cierto número de notas distintivas. Lutero había trazado ya la pauta con la recta predicación del Evangelio y la recta administración de los sacramentos. Bucer y Calvino, escarmentados por la indisciplina de muchas de las iglesias luteranas, creen necesario añadir una nota más: el ejercicio de una vigilante disciplina eclesiástica, ya que —en su opinión— las dos anteriores dependen en gran parte de esta. A la disciplina eclesiástica competen tres principales objetivos: 1) la guarda del honor divino (para que Cristo no sea blasfemado, la Iglesia debe tener autoridad y medios con que castigar a quienes lo intenten); 2) la evitación de la corrupción de los miembros de la Iglesia a causa de las malas conversaciones y del contacto con hombres perversos; y 3) la vuelta a la Iglesia de aquellos que habían sido castigados por la excomunión  .

Calvino hubo de abordar la cuestión de la autoridad jerárquica en la Iglesia y lo hizo de manera parecida a la de los demás reformados. En la parte destructiva, acusó a la Iglesia Católica de «hacer una grave injuria a Cristo» atribuyendo a los sucesores de San Pedro una autoridad suprema sobre los miembros de la comunidad. Positivamente exaltó a Cristo como «autoridad suprema y única» de la Iglesia. «Esta, decía, es el reino de Cristo en el que El reina con el cetro de su Palabra» (Inst. IV, 2, 4); «Él es el único Obispo de la Iglesia» (ib., IV, II, 6); y los hombres no son más que «débiles instrumentos a quienes ha hecho entrega de las llaves» (ib., IV, III, 1); lo que le vino a convencer de que la autoridad que se «arrogan» el Papa y los obispos, no les viene «ni de Cristo, ni de sus apóstoles, ni de los Padres, ni de la primitiva Iglesia» (ib., IV, 4, 2). Es decir que, después de muchos rodeos, venimos a parar en una Iglesia sustancial y especialmente invisible que, por consiguiente, no necesita de autoridad visible para su gobierno y dirección. «Para Cal vino, escribe Henderson, la Iglesia no era la jerarquía ni tenía relación alguna con ella. Se trataba sencillamente de la familia de Dios, de una comunidad de fieles y de creyentes a quienes Dios ha predestinado para la vida eterna».

El gobierno actual de las iglesias reformadas se rige lógicamente según estos principios. Al menos en muchas de ellas, la autoridad se reduce a poco más que a llevar adelante la rutina de la administración sin entrometerse demasiado en asuntos dogmáticos ni ejercer sobre los súbditos un poder de compulsión moral. Sólo que esto es muy distinto de lo que era la auténtica comunidad de Ginebra.

 

LOS SACRAMENTOS

 

«La doctrina sacramentaría de Calvino, comenta Mayer, está dominada por sus ideas de la majestad divina... Esta es de tal grandeza, que su sola manifestación bastaría para hundir al hombre, criatura finita, en la nada. Con el fin de mostrársele. Dios condesciende a bajar hasta él. La condescendencia tuvo ya lugar en la Encarnación cuando Dios se enfrentó con el hombre en la finitud de la humana carne. Se repite hoy día cuando bajando a nuestro nivel, se digna hablamos de modo que podamos escuchar la declaración de su voluntad». Esto se aplica igualmente a los sacramentos que tienen por objeto principal la comunicación de esa Verdad al hombre que los recibe. Para Calvino, los sacramentos no son instrumentos de gracia. Esta doctrina católica se le aparece como «una opinión totalmente perniciosa y diabólica». Pero su esencia tampoco se reduce, como para Zwinglio, a que sean meros símbolos de la fe. Son «signos externos por medio de los cuales Dios confirma sus promesas de buena voluntad reforzando al mismo tiempo la debilidad de nuestra fe» (Inst. IV, XIV, 3). En otra parte los compara a una «ayuda semejante a la de la predicación del Evangelio, destinada a sostener y a consolidar nuestra fe» (Inst. IV, XIV, 31). Son como unos cuadros y unos espejos con los que, de una manera sensible, por imágenes aptas a nuestros sentidos, Dios nos enseña verdades que de otro modo serían para nosotros muy difíciles de comprender. Sus efectos son igualmente muy diversos de los atribuidos por la Iglesia Católica. «Dios, escribe, alimenta y nutre espiritualmente nuestra fe por medio de los sacramentos; éstos no tienen otro oficio que el de representarnos sus promesas». Por la misma razón, no existe diferencia esencial entre los sacramentos de la Antigua Ley y los de la Iglesia actual: aquéllos prefiguraban al Mesías que tenía que venir; mientras éstos nos muestran al Cristo ya llegado al mundo». Cualquier otra eficacia que se quiera atribuir a aquellos signos resulta ficticia y contraria a las Escrituras. Como explica él mismo al comentar aquellas palabras del Apóstol, «baptisma salvos nos fecit»: «no quiere decirnos (San Pablo) que la ablución y la salvación de nuestra alma se hagan por medio del agua o que ésta tenga el poder de lavar los pecados, sino solamente que esto nos hace conocer y tener certeza del Dador de aquellos bienes».

En esta hipótesis del valor simbólico de los sacramentos, Calvino puede prescindir de averiguar quién es el autor inmediato de los sacramentos o de las circunstancias de su institución. Acepta el número binario de los demás reformados. En su recepción es la fe la que ocupa prominente lugar ya que, sólo cuando ponemos este acto, los signos sacramentales producen el único fruto de que son capaces. «Así como el receptáculo debe estar abierto para recibir el aceite, así también nuestra fe debe de estar en acto si queremos que la Palabra y los sacramentos vengan hasta nosotros». De la necesidad de su recepción, Calvino emplea expresiones que son todo menos claras. Lógicamente debiera concluir a la no necesidad de aquel acto. Sin embargo, como son también los signos externos por los que obtenemos las promesas divinas, puede decirse que en alguna manera su recepción es necesaria como acto público de nuestra fe, que internamente será el medio de alcanzar la amistad de Dios y la santificación de nuestra alma.

Bautismo.—Reviste indudable importancia ya que es el sacramento por el que el creyente se introduce en la Iglesia. ¿Qué valor tiene? No el de un instrumento de la gracia por el que se nos lavan los pecados (tal sería la última posición de Lutero aunque negando la fórmula «ex opere operato») sino un valor meramente simbólico (pedagógico) destinado a mostrar la unión del alma con Dios y el perdón alcanzado ya por la fe. Es una especie de instrumento legal por el que Dios confirma a los elegidos con la convicción de que sus pecados están perdonados. «El bautismo, nos dice también Calvino, es la señal de nuestra condición de cristianos por la que quedamos recibidos en la compañía de la Iglesia con el fin de que, incorporados en Cristo, seamos reputados en el número de sus hijos. Nos ha sido dado por Dios, primeramente para servir a nuestra fe en El y segundo para que nos sirva de testimonio ante los hombres». Sus efectos perduran toda la vida. Ya puede el bautizado pecar cuanto quiera. «El bautismo no queda borrado por los pecados siguientes». Más aún, el recuerdo del sacramento recibido basta para alcanzar el perdón caso de que hayamos recaído o queramos asegurarnos de nuestra propia salvación». El bautismo es «como un documento sellado por el que Dios nos confirma que todos nuestros pecados están ya borrados, cancelados y tachados; que ya nunca pueden venir a la vista de Dios ni se nos pueden de ninguna manera imputar en el porvenir». Lo dicho no incluye, sin embargo, la destrucción del pecado en nosotros ya que éste, al igual que la concupiscencia, permanece dentro de nuestro ser y aun en los mismos niños bautizados queda una cierta semilla de pecado. «En otras palabras, concluye Wendel, el bautismo no nos restituye al estado de integridad que había sido el de Adán, pero sí nos asegura la remisión del pecado y haber aplicado considerándosenos además justos por la imputación de la justicia de Cristo».

La necesidad del bautismo es solamente relativa. Normalmente todos estamos obligados a recibirlo. Sería fácil hallar en los escritos del reformador expresiones que parecen arrancadas de nuestros manuales católicos de teología. «Tenemos que luchar aun a costa de la muerte para retenerlo». «Si lo dejamos por negligencia, quedamos excluidos de la salvación y en este sentido lo retengo como cosa necesaria». La Asamblea de Westminster retendrá prácticamente y en las mismas condiciones la necesidad de su recepción. Pero pronto se ve el escaso alcance de tales afirmaciones cuando el sacramento puede ser sustituido tanto por las palabras de Cristo como por nuestra fe en sus promesas. «Cristo, explica el reformador, dice que todo aquél que cree en el Hijo, tiene la vida eterna y no será condenado, sino que pasará de la muerte a la vida. En cambio, el Señor no condena en ninguna parte a quienes no se han bautizado. No es que el bautismo sea algo que podamos abandonar con negligencia, pero sí afirmamos que no es algo tan necesario que, quien esté legítimamente excusado de recibirlo, tampoco será entregado por ello a la perdición».

La doctrina se aplicaba sobre todo al caso de los niños que morían sin bautismo. La controversia, como sabemos por la historia, originó acaloradas discusiones entre Lutero, Calvino y Zwinglio. Pero el reformador de Ginebra no cedió, sino que se mostró siempre partidario de que «la salvación no depende del bautismo del niño» puesto que ya ha sido predestinado infaliblemente mucho antes de nacer a la vida o a la muerte y, por consiguiente, «aun los no bautizados pueden entrar en el cielo». Lo mismo se deducía de la necesidad absoluta de la fe para que el bautismo tuviera sus efectos. No obstante todo cuanto antecede, tanto los infantes como los adultos deben bautizarse. En el primero de los casos, la ceremonia constituye un motivo de gozo para los padres que ven allí un gaje de la elección de sus hijos y éstos, una vez crecidos, podrán traer a la memoria que fueron ya objeto de la elección divina. En el caso de los adultos, dice Calvino, «quedamos beneficiados de dos maneras: primero tenemos en ello la mejor seguridad de que Dios se nos convierte en el más propicio Padre y que no nos imputará nuestros pecados; y segundo caemos en la cuenta de que Dios estará siempre con nosotros por medio de su Espíritu, preparándonos a resistir al demonio, al pecado y al vicio de la carne, viviendo así en la libertad de su Reino de justicia, hasta la obtención de la última victoria»

En la práctica, los calvinistas modernos —tomemos por ejemplo a los presbiterianos— se atienen a estas ideas. La norma general es que se bautice también a los niños «para significar que también ellos quedan recibidos en la Iglesia v están unidos a Cristo. Cuando lleguen a ser mayores de edad, tomarán sobre sí los deberes que ahora han asumido sus padrinos». Al ser presentados por los padres para la ceremonia, el ministro pronunciará algunas palabras sobre la naturaleza, fines y uso de esta ordenanza. Los argumentos que se aducirán para bautizarlo serán: «que fue instituido por Cristo; que es un sello de la justicia de la fe; que la simiente de los fieles no tiene menos derecho al bautismo bajo el Evangelio que el que tuvo la simiente de Abraham a la circuncisión en el Antiguo Testamento; que Cristo mandó que todas las naciones fuesen bautizadas; que El bendijo a los niños declarando que de tales es el Reino de los cielos; que los niños son federalmente santos; que por naturaleza somos pecadores, culpables y corruptos y tenemos necesidad de ser limpiados con la sangre de Cristo y por las influencias santificadoras del Espíritu de Dios». Después de esta exhortación —en la que como se ve se omite toda alusión a la limpieza del pecado original por el agua bautismal— el ministro bautiza al niño por la aspersión y pronunciando la fórmula trinitaria. En caso de adultos, la exhortación contiene algunos elementos nuevos: el bautismo «significa y sella nuestra inserción en Cristo y nuestra participación en los beneficios del pacto de la gracia y nuestra sumisión al Señor»; viene a ser además «un medio eficaz de salvación, no por virtud propia alguna (del sacramento) ni por virtud de aquel que lo administra, sino solamente por la bendición de Cristo y la obra de su Espíritu en aquellos que por la fe lo reciben».

Eucaristía.—Decía Bossuet que la doctrina eucarística de Calvino resultaba tan oscura y contradictoria, que era casi imposible reducir sus ideas a unidad orgánica. En nuestros días, el luterano Mayer confiesa que «es difícil saber lo que el maestro de Ginebra pensaba realmente sobre la Presencia real». Al igual que los demás reformadores, empezaba por la negación de la Eucaristía Sacrificio juzgándolo «blasfemia intolerable» y comparando la celebración de la Misa privada, con su estipendio correspondiente, a la venta que hizo Judas de su Maestro con treinta monedas de plata. Cumplido con este triste requisito, le quedaba la larga tarea de elaborar su doctrina sobre la presencia real y sobre la Eucaristía en cuanto comunión.

Pronto cayó en la cuenta de que se trataba de un terreno delicado en el que había sido precedido por Lutero y por Zwinglio. Para ambos no tuvo sino palabras de desprecio. Las teorías de este le parecían «totalmente inaceptables» y las de Lutero «frívolas, absurdas, y llenas de ilusiones satánicas». Su propia doctrina partía de una suposición que precisa mencionar para entender adecuadamente su teología eucarística. Según él, la humanidad de Cristo no había quedado penetrada en modo alguno (ni siquiera después de la resurrección) por ninguna de las cualidades de su divinidad (Inst. IV, XVII, 29). Aun en el cielo (que es un lugar físico con dimensiones materiales parecidas a las nuestras) Cristo retiene su Cuerpo real de carne y sangre. «Su humanidad queda encerrada en su cuerpo y permanecerá así hasta que venga a la tierra en el día del Juicio final». La razón es que «no se puede asignar al Cuerpo de Cristo una propiedad que sea inconsistente con su naturaleza humana». Esto crea una especie de oposición irreductible entre el cielo y la tierra. La idea de la ubicuidad de Cristo le parece monstruosa y el afirmar que Dios pueda hacer que un cuerpo de carne ocupe al mismo tiempo sitios distintos es como decir que «Dios puede hacer que una cosa sea carne y no carne al mismo tiempo», lo que, evidentemente, es contra el principio de contradicción. En tal hipótesis, tanto la presencia real como la asunción del Cuerpo de Cristo se convierten en imposibilidades. Y, sin embargo, la consecuencia aterraba a Calvino que defendía machaconamente la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. A Lutero que le acusaba de negar esta verdad, le respondía afirmando que «es necesario que nos apropiemos aquel Cuerpo y que la Carne de Cristo sea vivificada en nosotros ya que de El obtenemos la vida espiritual».

¿Cómo explicar entonces aquella especie de antinomia? Calvino responderá que por una especie de actio in distans que, por alguna intervención divina especial, suprima los espacios y establezca un contacto directo entre el alma y Dios. «Puesto que la distancia local parece impedir que el poder de la Carne de Cristo llegue hasta nosotros, yo suelto el nudo diciendo que, aunque Cristo no cambie de puesto, sin embargo desciende El hasta nosotros por medio de su poder. Para Calvino, la esencia de una sustancia se identifica con su poder (potentia); de tal manera que cualquier ser que ejerza su acción sobre un objeto, ipso jacto se encuentra allí por su sustancia. Ahora bien, «la sustancia del Cuerpo de Cristo se identifica con sus propiedades vitales y vitalizadoras. Estas, por su parte, pueden comunicarse sin la actual participación de aquella, pero con la particularidad de que el participar de aquellas, sea equivalente a la recepción de su sustancia. Su carne no queda en modo alguno unida con nosotros, sino que El derrama en nosotros, por el secreto poder de su Espíritu, su fuerza y su vigor» Calvino ilustraba su pensamiento con la analogía del sol, que, al enviar sus rayos, penetra las plantas y los frutos. De la misma manera, «el resplandor del Espíritu nos comunica la comunión de la carne y de la sangre de Cristo (Inst. ib., ib., 12). Lo que recibimos de esa manera no es alguna partícula del Divino Salvador, sino el Cristo total: «por obra del Espíritu, entramos en posesión de todo Cristo (totum Christum) y le tenemos habitando entre nosotros». «Aunque la carne de Cristo está en el cielo, escribía Calvino al fin de su vida a Bullinger, sin embargo en la tierra nos alimentamos también verdaderamente de Él ya que Cristo, por una virtud insondable difundida por el Espíritu, se hace totalmente nuestro sin dejar todavía su antiguo lugar».

Partiendo de estos supuestos, podemos hacernos una idea de la doctrina eucarística de Calvino. Esta, según él, contiene tres elementos: un significado; la materia de la sustancia; y el efecto. El significado consiste en las promesas incluidas en los signos. Las promesas se contienen en las palabras de la institución; «quod pro vobis tradetur in remissionem peccatorum». Para que estas promesas se graben todavía más hondamente en nuestras almas, Cristo emplea los elementos sensibles del pan y del vino, de modo que al oír aquellas palabras estemos seguros de que su muerte fue eficaz para nosotros. La materia o sustancia del sacramento es «Cristo con su muerte y con su resurrección». Sin embargo, esto mismo tiene lugar de modo que el pan y el vino queden realmente presentes en los elementos que nosotros vemos. Del mismo modo que San Juan Bautista decía ver al Espíritu Santo, aunque de hecho sólo viera la paloma que le mostraba el Paráclito. Finalmente, los efectos de la Eucaristía son la redención, la rectitud, la santificación, la vida eterna y todos los beneficios que nos mereció Cristo en la redención.

La teoría daba lugar a graves consecuencias, algunas patentes a sus contemporáneos y otras que sus sucesores se encargarían de deducir. Ante todo, si la Eucaristía actúa en nosotros por medio del Espíritu Santo (y este toca únicamente los corazones de los predestinados) aquéllos que son indignos (es decir, los pecadores, los no predestinados) dejan de recibirlo de cualquier manera que sea: «sería gran injuria para Cristo suponer que su Cuerpo se distribuye también a los no creyentes». Pero, lo que es peor, si no se da presencia real, tampoco existe recepción eucarística verdadera. En este caso, es evidente que podemos recibir las mismas gracias por otros medios, v. gr. por la lectura de las Sagradas Escrituras, escuchando un sermón, etc. Calvino admitió lo lógico de la conclusión afirmando que los cristianos reciben en la Eucaristía lo que los electos recibían en el Antiguo Testamento por otros medios meramente simbólicos (Inst. IV, XIV, 23). Entonces, le objetaban sus adversarios: ¿qué sentido tiene la Comunión y las graves palabras con que el Señor nos obliga a recibirla? -La Eucaristía, replicaba fríamente Calvino, es el instrumento del que se sirve el Espíritu Santo para confirmar nuestra fe y para corroborarnos en la sagrada unión que tenemos con el Hijo de Dios, ya que formamos parte de su Cuerpo cuantos de su Cuerpo nos alimentamos»

No extraña, pues, si estas doctrinas ya confusas en el fundador, han ido dando lugar a mayores confusiones entre sus sucesores. «En la actualidad, escribe un teólogo luterano, hay en las iglesias reformadas una extrema variedad de opiniones por lo que atañe a la presencia real. En algunos círculos se habla de la Cena como de un simple memorial o como de un símbolo de la unidad de la Iglesia o de un acto de fe comunitaria. En cambio, en otros documentos (por ejemplo en el catecismo de Heidelberg) se emplea un lenguaje mucho más realista... Sin embargo, cuando se examina el contexto de aquellas frases en apariencia ortodoxas, se ve que las iglesias no se han apartado de la posición calvinista inicial. Por eso, aun en aquellos círculos que atribuyen un valor espiritual más elevado a la Cena, la presencia real no pasa de ser una mera presencia espiritual». El examen de las expresiones empleadas por algunos de sus más conocidos autores modernos nos confirman en la misma opinión. El católico no puede menos de sentir que, en medio de una fraseología a veces parecida a la nuestra y no obstante el rito litúrgico que, en más de un detalle, quiere imitar al de la Iglesia romana, en el fondo las diferencias son esenciales y profundísimas.

 

LITURGIA Y ECUMENISMO

 

«Los primeros puritanos, escribe Loetscher, en su oposición al anglicanismo, fueron mucho más allá que las iglesias de la Europa continental en punto a severidad y simplicidad de su culto religioso. En vez de las preciosas catedrales e iglesias medievales, prefirieron celebrar sus oficios religiosos en sencillas casas privadas. Eliminaron con desprecio toda clase de ornamentación interior: cuadros, estatuas, etc. Aun llegaron a suprimir, como dañino al alma, todo lo que supiera a una liturgia bella y elaborada. Estas tendencias se agudizaron todavía más en el puritanismo norteamericano, entre aquellos hombres rudos que avanzaban hacia el Far West o durante los reavivamientos religiosos en los que sólo se buscaba la satisfacción del emocionalismo».

Estos eran mis pensamientos cuando, hace todavía pocos años, asistí acompañado de un ex-pastor protestante al culto religioso presbiteriano de una elegante iglesia de Copacabana, Río de Janeiro, Brasil. Mi amigo me advirtió que lo tocante a la «severidad litúrgica» del calvinismo moderno no pasaba de ser un recuerdo histórico. Pronto vi que tenía razón.

La iglesia, sin ser grande, era externamente bella y estaba dentro pulcramente cuidada. La gente fue entrando y colocándose en sus bancos. Se veía que la mayoría de la congregación estaba formada por personas de la clase media o alta. Los grandes ventanales adornados con motivos neotestamentarios; el presbiterio donde se veían, además del armonium y el púlpito, un altar adornado de flores y presidido por un hermoso crucifijo, me confirmaron que se trataba de una comunidad abierta a las nuevas corrientes litúrgicas. La entrada del pastor, revestido de un largo roquete y de estola, se hizo con toda solemnidad. Le acompañaban unos acólitos y el coro mixto, ambos revestidos con elegantes togas de color negro y rojo. A su ingreso, la congregación se puso en pie, tomó en sus manos el libro de himnos y cantó con el coro algunas de las estrofas señaladas para el día. Siguieron algunas oraciones dichas por el pastor que la gente escuchaba con la cabeza inclinada. A un canto, entonado esta vez por el coro, siguió la lectura —entre pueblo y pastor— de algunos trozos de la Biblia. Hubo todavía otra serie de oraciones recitadas por las diversas necesidades de la iglesia, por los enfermos, por la paz del mundo, etc. Me gustó sobremanera el modo de entonación sencilla con que recitaron el Gloria in excelsis Deo.

El sermón, pronunciado por un profesor de mucho prestigio en la ciudad, no se distinguió mucho de los que había escuchado en otras partes. Exhortó a sus oyentes a dar pruebas, en su vida privada y pública, de la fe que profesaban. Se refirió a la política; habló contra los gobiernos dictatoriales y peroró un rato contra los «vicios» y las pretensiones de dominio de la jerarquía católica. La manera con que, al terminar, dio con la mano extendida la bendición a sus oyentes no fue menos solemne de las que se hacen en nuestras catedrales en los días de gran fiesta. Al descender del púlpito, se recitó el Símbolo de los Apóstoles mientras unos hombres hacían la colecta entre los asistentes. Las ofrendas se llevaron al altar. El pastor las tomó en sus manos y, por medio de unas oraciones improvisadas, las ofreció al Señor. Entonces tuvo lugar la ceremonia del bautismo de unos pocos niños. La exhortación del pastor a los padrinos de los infantes; las bellas oraciones (todas en lengua vulgar) que acompañaron la ceremonia y el acto mismo de la infusión del agua sobre las cabecitas de los niños junto con la pronunciación clara de la fórmula bautismal trinitaria, resultaron muy solemnes y pude ver que gustaban a los asistentes. Luego vinieron más oraciones y más cantos. Aquel día no hubo ceremonia eucarística. (Esta, por lo demás, es en el presbiterianismo muy parecida a las de las demás iglesias reformadas; la pueden recibir sentados en sus bancos o arrodillados en el comulgatorio). El pastor dio a los fieles unas instrucciones prácticas sobre diversas materias y la ceremonia terminó con otro himno en común. Para cuando nosotros salimos de la iglesia, el pastor se hallaba a la puerta saludando y charlando amablemente con cada uno de los fieles tal como estos iban abandonando el recinto. Para un católico —no obstante la frialdad glacial causada sobre todo por la falta del acto solemne de la consagración de las especies y de la oferta de Jesús Hostia como víctima inmaculada al Padre— el conjunto era revelador. El presbiterianismo empieza a caer en la cuenta de que el pueblo fiel necesita algún culto y alguna pompa para acercarse a su Dios. El Manual del Culto Común, publicado por la Asamblea General Presbiteriana y revisado en 1932 y 1946, se va convirtiendo en algo indispensable para sus fieles. No sé si Calvino habría aprobado el cambio o lo habría llamado desviación.

Hemos podido notar la existencia en los diversos grupos reformados de un claro espíritu ecuménico. Para explicarlo, acuden sus seguidores al espíritu unitario de su propio fundador, a los conatos llevados a cabo para componer diferencias y a las frases que escribió a Cranmer expresándole que estaba dispuesto a cruzar los mares con tal de poder unir a los que se habían separado de su comunión. A sus seguidores de Ginebra les había enseñado que, «así como hay una sola Cabeza de todos los creyentes, así también éstos deben permanecer unidos en un cuerpo, de manera que la Iglesia, difundida por el mundo, pueda ser una y nada más que una». Admiten, es verdad, que durante muchos años aquellas voces apenas hallaron eco en el mundo reformado. McNeill ha contado en un largo capítulo las tristes vicisitudes de lo que él llama: «la fragmentación del calvinismo». Con todo, piensa que se trataba más bien de accidentes que no afectaban a la esencia del calvinismo o que, al menos, se deben interpretar como «eclipses pasajeros» sin grandes repercusiones en el conjunto de su historia.

De todos modos, a partir del siglo XIX asistimos de nuevo al resurgir de un espíritu unitivo entre las diversas ramas reformadas. Se llevan a cabo uniones (o al menos federaciones) en el presbiterianismo escocés, en el británico y en el norteamericano. Loetscher habla de un presbiterianismo mundial (World-Wide Presbyterianism) compuesto de unos diez millones de miembros comunicantes, lo que supondría un gran total de cuarenta millones de adeptos. Ha habido también conatos de unir, no solamente a los presbiterianos propiamente dichos, sino a todos aquellos que pertenecen a la gran familia reformada. Si lograran la meta, podrían contar con un total de casi sesenta millones de adherentes. Con este objeto, funciona ya desde 1875 una Alianza mundial de iglesias reformadas de sistema presbiteriano (Alliance Throughout the World of the Churches Holding the Presbyterian System), pero, por todas las apariencias, se trata de una organización de escaso valor práctico. Por eso, en general, los presbiterianos prefieren trabajar con el Consejo mundial de las iglesias, cantera de las experiencias unionísticas y radicada en la ciudad donde Calvino fundó su propia iglesia. La participación presbiteriana en el nuevo organismo es grande, no obstante las reticencias que algunas de sus ramas, sin excluir la escocesa, profieren sobre algunas de las tácticas o de los objetivos que allí se quieran perseguir. Su contribución es más notable en el grupo de Life and Work donde el presbiterianismo tiene mucho que aportar en materia de organización y de actuaciones prácticas. En cambio, tenemos que su papel en el movimiento paralelo del Faith and Order sea siempre limitado. El calvinismo tiene poco que ofrecer al resto de la Cristiandad en puntos tan esenciales como la noción de la Iglesia o de los sacramentos.