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PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPITULO IX
LA FAMILIA DE LAS IGLESIAS REFORMADAS
El título es de L. Neve
en su conocida obra Churches and
Sects in Christendom y designa aquel grupo de organizaciones protestantes surgidas directamente de
Calvino o de sus sucesores. El adjetivo «reformado» había sido elegido
originariamente para indicar una reforma de la Iglesia Católica más
radical que la llevada a cabo por el luteranismo al que se acusaba de
«excesivamente conservador» en su teología y de «catolizante» en su
liturgia. La adopción del vocablo dio lugar a ardientes polémicas en el
Coloquio de Poissy (1561) convocado por Catalina de Médicis y al que
asistieron, de parte católica, el cardenal de Tournon y el P. Laínez,
General de los jesuítas, y de la protestante Teodoro Beza y Pedro Mártir .
Adelantándonos a lo que
luego hemos de decir, expliquemos ciertos términos casi análogos empleados al
hablar de este tipo de iglesias. La palabra calvinismo denota la doctrina enseñada por Calvino y calvinistas son los que la profesan, ya pertenezcan a una organización eclesiástica,
ya a otra. Por lo mismo, más que de iglesias calvinistas, hablamos
hoy de iglesias derivadas del calvinismo. Estas, según el modo de
ejercer la autoridad eclesiástica, pueden ser de tres especies:
presbiterianas,
congregacionalistas y reformadas.
En
las primeras, la autoridad suprema reside en un consejo de ancianos. Estas iglesias conservan cierta unidad nacional y aun supranacional con un consejo general y su presidente a la cabeza.
Las iglesias
reformadas tienen la misma organización estructural, aunque con frecuencia
la nomenclatura empleada sea diversa. La distinción real es más
bien geográfica: las iglesias de origen calvinista nacidas en el
continente europeo (o trasplantadas de aquí al exterior) se llaman reformadas, en tanto que las oriundas del calvinismo escocés (en cualquier parte del mundo
que se hallen) reciben el nombre de presbiterianas. Finalmente, en
las iglesias congregacionalistas, el régimen eclesiástico queda en manos
de la comunidad local. Esta es independiente de cualquier
organismo superior; puede elaborarse su Credo propio («con tal de estar
fundado en las Escrituras»); disponer o cambiar de su liturgia, etc. Para
el ejercicio del culto y la administración se elige a uno de los miembros
de la comunidad que, durante el ejercicio de su cargo, se llamará ministro, aunque no tenga autoridad efectiva sobre los demás.
Dogmáticamente las
iglesias reformadas conservan cierta unidad doctrinal en cuanto ésta es
compatible con el principio del libre examen. El Christianae
Vitae Institutio, de Calvino, el Catecismo de Heidelberg, el Sínodo de Dort y
varias Confesiones de Fe (principalmente la de Westminster) forman
el sustrato de sus creencias comunes. Se dice a veces que el calvinismo ha
dado lugar a una variedad mucho mayor de doctrinas que, por ejemplo, el
luteranismo. Así es, aunque pensamos que esto se deba al origen territorial
distinto, al trasiego geográfico de sus iglesias y al abandono de la idea
de iglesia estatal, más que a una virtud y solidez intrínsecas a
las iglesias luteranas. Con todo, se debe admitir que, aun en medio de las
variaciones prevalentes dentro del calvinismo, existe un fondo común
que, en última instancia, traza su origen de las doctrinas de su
progenitor. Estas líneas generatrices aparecen en la teología profesada
por todas sus ramas.
Para el plan de la
presente obra, esto trae sus ventajas. Ante la imposibilidad de hacer un
estudio detallado de cada una de las ramificaciones calvinistas,
nos contentaremos con un breve bosquejo de la mayoría de ellas, para
dedicar luego nuestra principal atención al examen de la iglesia presbiteriana.
Tanto por su extensión geográfica como por el número de adeptos, es la más
importante de todas. Sus misiones han penetrado por todas las partes del
mundo e Iberoamérica constituye una de las regiones favoritas de su
expansionismo. Aprovechando esta ocasión, haremos un excursus por el campo de su teología, lo que bastará
para captar, al menos en sus puntos fundamentales, las bases dogmáticas de
toda la familia reformada.
El calvinismo ha dado
lugar a organizaciones eclesiásticas en Suiza, Alemania, países
centro-europeos, Holanda, Francia y Norteamérica. Estas iglesias
madres han originado
sus filiales en casi todos los territorios de misión,
distinguiéndose entre las demás las creadas por la reforma holandesa en el
Asia Oriental y en el África del Sur. Hagamos una breve reseña de algunas
de estas zonas.
EL CALVINISMO SUIZO
Los seguidores de
Calvino y de Zwinglio pudieron constatar que, a la muerte de aquél (1564),
todos los cantones de lengua francesa y algunos de alemana se habían
adherido a sus doctrinas. Una buena parte del siglo XVII fue de
luchas entre calvinistas y católicos, terminadas con la derrota de éstos
en 1702. Durante los decenios siguientes, y no obstante el apoyo
gubernamental de que gozaban, las iglesias reformadas fueron perdiendo
parte de su primitivo fervor. Su teología hubo de soportar fuertes embates
de adversarios internos que negaban el predestinacionismo y sobre todo del
deísmo, del pietismo y del racionalismo que se infiltraron entre sus
pastores y dirigentes. Es verdad que con el siglo XIX y la fundación de la
república helvética, las iglesias reformadas experimentaron una saludable
reacción como consecuencia de los reavivamientos religiosos que, originados en
Inglaterra, pasaron al continente y adquirieron popularidad en suelo helvético.
Hubo asimismo conatos de independizarse del peso agobiante del estado y de
los políticos. Pero las ganancias quedaron neutralizadas por la pérdida de
la unidad. En 1817 un grupo de pastores, alentados por el escocés Robert
Haldane, sacudió el yugo de la iglesia oficial para formar en Ginebra su
propia iglesia evangélica. En 1843, el famoso predicador Alejandro Vinet,
con la excusa de que las autoridades querían servirse del calvinismo para
sus fines políticos, fundó una iglesia libre evangélica en Vaud. A
ésta siguió en 1873 la formación de otro grupo independiente en Neuchátel.
Durante el período
intermedio de las dos guerras mundiales y ante la avalancha de paganismo y de
socialismo que intentaba penetrar en el país, se inició una campaña de
«vuelta a los orígenes», palabra con la que se referían a la aceptación de
las doctrinas del protestantismo clásico ya abandonadas por las masas. En
este sentido la aparición de la «teología de la crisis» de Barth con la
insistencia en la gracia sola y con sus proyecciones cristocéntricas y
escatológicas tuvo indudablemente su repercusión. Pero sus efectos no fueron
tales que detuvieran aquellas comentes malsanas. La cuña era demasiado
profunda.
En la actualidad la
situación es fluctuante. Suiza no tiene una sola iglesia
reformada para todo el
país, sino veinticinco iglesias independientes, una para cada uno de los
cantones. Subsisten todavía iglesias reformadas estatales en Berna
y en Zurich. En cambio, las iglesias libres dominan en Ginebra,
Vaud y Neuchátel. En otros cantones hay una mezcla de ambas. El
protestantismo suizo no es tan independiente del estado como a
veces se cree. «Los 25 cantones ayudan a las iglesias desde el punto de vista
económico», dice A. Keller, lo que es otra manera de afirmar que las
denominaciones protestantes, además del reconocimiento, reciben también
subvención estatal. No sabemos las formas concretas en que se ejerce ese patronazgo.
Con todo, nos dice una reciente publicación, que «las
autoridades cantonales tienen derecho a mantener la paz y el orden entre
las diversas comunidades religiosas. Pueden también impedir las intromisiones
de las autoridades eclesiásticas en los derechos de los ciudadanos. Todos los
obispos deben recibir la aprobación del gobierno federal. Hay libertad de
prensa y de asociación, aunque ni a los jesuítas ni a las asociaciones
dependientes de ellos se les permita el funcionamiento». Esto es lo que varios de sus autores —entre otros
Bates— denominan una «neutralidad amistosa respecto de la vida de la
Iglesia y el fomento de una relación legalmente definida entre ambos
poderes».
Al final de la primera
guerra europea, los calvinistas suizos formaron junto con los zwinglianos su Federación de iglesias reformadas. Esto satisfizo a muchos porque daba a la
empresa protestante cierta unidad exterior, aunque no por ello cambiara su
naturaleza íntima. «De un modo general, escribía en 1927 Ch. Journet, se puede
decir que la ortodoxia doctrinal domina en el pueblo mientras
el liberalismo lo hace en las universidades... Hay, con todo, regiones en
las que la disolución no ha hecho más que empezar mientras que en otras ha
terminado ya con tres cuartas partes de su labor... Ciertamente ya no se
encuentra un solo calvinista puro —ha dicho el profesor Fornerod— porque el
dogma de la predestinación tal como la enseñaba el reformador hiere demasiado
las conciencias modernas... Aun los mismos ortodoxos de hoy, añade Mauricio
Nesser, no podrían ser los de hace cuarenta años». La lección de la segunda guerra mundial fue dura
y empujó a los calvinistas suizos a una mayor unión. Aquella Federación volvió a ampliarse hasta incluir a pequeños grupos metodistas y a otras iglesias
libres. Esta se rige por sus nuevos estatutos de 1950 y realiza una
fecunda labor común en el campo social, en la lucha contra el juego y
contra el alcoholismo, en la promoción de las obras misionales, etc. La
agrupación tiene «la ventaja» de poseer una fórmula de fe tan vaga que no
crea dificultades de aceptación a ninguna de las iglesias componentes, sin
obligarlas por otra parte al abandono de sus peculiaridades rituales o aun
teológicas. Se trata además de una asociación que «toma como base de su
enseñanza la Biblia estudiada libremente a la luz de la conciencia cristiana y
de la ciencia. Obliga a cada uno de sus miembros a formarse, tras madura
reflexión, sus propias ideas sobre la religión. Abre también sus puertas a
todos los protestantes sin imponerles ninguna Confesión de fe».
El calvinismo suizo se
ha distinguido siempre por su notable aportación teológica. Al presente hay
facultades teológicas en Zurich, Berna, Lausana y Ginebra. Como en sus aulas se
forma una gran parte de los pastores de sus iglesias, se comprende la
importancia de las doctrinas que prevalezcan en las mismas. Estas han
variado según los tiempos. Durante el siglo XIX y principios del XX,
el liberalismo y el modernismo «ganaron mucho terreno». Se diría que no
había región del todo inmune al mal. En la Suiza francesa F. Buisson
(1841-1932) abogó por un liberalismo a ultranza en oposición al calvinismo
ortodoxo; C. Malan (1821-1899) identificó al cristianismo con un sistema
de elevada moral; y E. Scheer (1805-1899) se refugió en el más crudo
racionalismo. En los cantones de lengua alemana, A. Bollinger (1824-1905)
combatió a Kant y a Schleiermacher, pero para venir a negar los orígenes
divinos de la Iglesia; mientras F. Overbeck (1837-1905) desechaba en
público el calvinismo y aun las bases mismas de la religión cristiana. En el
país hubo también teólogos y predicadores que (contemporáneamente al
movimiento del Social Gospel en América) proclamaron una era de
felicidad temporal basada «en el exacto cumplimiento de los preceptos
evangélicos». Descollaron entre todos E. Kutter, pastor de Zurich y orador de
arranques apocalípticos, y L. Ragaz, profesor de la misma ciudad y pasado luego
a las filas del socialismo.
Hoy parecen soplar
vientos más favorables. Las consecuencias acarreadas por la puesta en práctica
de tales principios, han bastado para abrir los ojos de muchos. Tal ha sido,
entre otros, la gran labor de restauración teológica de dos grandes
teólogos estudiados por nosotros en otro capítulo, Karl Barth y
Emile Brünner El católico hallará sin duda motivos de disensión en más de
una de sus posiciones doctrinales. Sin embargo, tampoco se puede negar ni
dejar de alabar el esfuerzo llevado a cabo por ambos (más por el primero
que por el segundo) para detener la marea montante de racionalismo que
amenazaba a la Reforma. La soberanía de Dios, el sacrificio redentor de
Cristo, la doctrina de la gracia y de nuestra dependencia de Aquel que un
día será también nuestro Juez, han quedado restituidos a su puesto de
honor. Lo dicho, sin embargo, no supone una plena
recuperación del calvinismo suizo en el campo de la fe. Son muchos los
profesores que enseñan el liberalismo heredado del siglo pasado.
El laicismo está a la orden del día. La libertad de pensamiento religioso
concedida a pastores y fieles por sus propias constituciones, así como la
falta de enseñanza religiosa en el hogar, están creando una generación que
tiene de calvinista poco más que el nombre. En las estadísticas de 1952 la
Federación suiza aparece con una
comunidad total de 2.500.000 adeptos. Pues bien, de estos solamente 150.000 se consideran practicantes. La proporción es una de las más bajas
entre todas las iglesias de la Reforma.
El calvinismo suizo
tiene desde hace mucho tiempo dos organismos encargados de la labor misionera:
el Basel Evangelische Missionsgesellschaft para la parte alemana y la Mission des Eglises Libres de la Suisse Romande, para
las iglesias de habla francesa. Sobre todo la primera figuró en otros
tiempos como una de las organizaciones misioneras modelo de todo el
protestantismo hasta el punto de que muchos alemanes, tanto luteranos como
calvinistas, prefirieran trabajar a sus órdenes que no a las de sus propias
iglesias. Tuvo misiones muy florecientes en la India, en China y en el actual
territorio de Indonesia. Sus enviados fueron los primeros en fomentar la
educación técnica (industrial, agrícola, etc.), entre las poblaciones con las
que trabajaban. La otra sociedad trabajaba sobre todo en el África. Hoy
ambos grupos están pasando por una grave crisis que amenaza con borrarlos
completamente de la lista de las misiones protestantes. Admite Keller que
las dificultades son muy serias: tanto de orden económico (que no debieran
existir en una nación tan próspera como la helvética) como en el
del personal ya que dice necesitar más de doscientos misioneros para
cubrir los puestos que le corresponden 14. Los anuarios misioneros
sólo corroboran nuestro pesimismo. En la India (donde parecen ya trabajar en
unión con sociedades no suizas) su personal se reduce a 23 hombres y a 22
mujeres; el de Indonesia a 20 mujeres: el de Borneo a 5 misioneros y a 4
misioneras; el del Camerún inglés (donde su contingente es mayor) a 23
hombres y 35 mujeres. La organización de lengua francesa cuenta en el África
del Sur con 11 hombres y 19 mujeres; y en Egipto con 10 mujeres y 3
hombres. En cambio, ha desplazado a Mozambique 13 misioneros y 32 misioneras.
Como hemos visto en
otras partes, Suiza ha sido escogida por el protestantismo mundial como centro
de sus organizaciones internacionales. Por eso las corporaciones ecuménicas
florecen junto a Ginebra y otras localidades. Afirma Keller que «las
vibraciones de la nueva esperanza ecuménica han ejercido ya su influjo en
grandes círculos del calvinismo helvético». Algunos ven en ello el cumplimiento
providencial de las ansias de unionismo que —no obstante las apariencias
contrarias— dicen haber sido una de las grandes pesadillas del
reformador ginebrino, aunque a sus ojos se tratara sólo de la unificación
del protestantismo, no de la entera Cristiandad.
IGLESIAS REFORMADAS DE
FRANCIA
Desde fines del siglo
XVII (momento en que interrumpimos nuestro relato del protestantismo galo) la
iglesia reformada de Francia ha pasado por diversas vicisitudes, unas de
expansión, otras de claro retroceso. Después de la muerte de Luis XIV
(1715), muchos de los protestantes que habían sido desterrados por
su religión volvieron al país, organizaron sínodos, celebraron su culto,
sus matrimonios y sus funerales aunque casi siempre al aire libre (se llama la
época del «desierto heroico») por falta de edificios religiosos en que
reunirse. Las leyes represivas de su sucesor (1724) no se aplicaron en
muchas partes con todo rigor, lo que les permitió consolidar sus
posiciones. La mayoría de sus pastores procedía aún de Lausana donde Antonio
Court había abierto un seminario para su formación. A partir de 1760 la
tolerancia fue ya un hecho. En 1785 Luis XVI publicó un «edicto de gracia»
por el que se les restituían sus derechos civiles y aun se les admitía a
cargos públicos. La revolución de 1798 mejoraría su posición ya que el Terror
(fuera de casos excepcionales) se dirigió contra la Iglesia católica y sus
ministros. Según Mours, fueron muchos los pastores protestantes que en
aquella difícil coyuntura traicionaron a su fe. «Las defecciones se
explican en parte por el hecho de que la mayoría de ellos, imbuidos en la filosofía de las luces que había penetrado en el seminario de Lausana,
predicaban más la moral (natural) que la doctrina (cristiana) y pensaban
que el fin de su ministerio era hacer a los hombres virtuosos y gentes
de bien.
De
aquí a colocar la ideología revolucionaria sobre el mismo plano que el
Evangelio de Cristo, no había sino un paso. El protestantismo francés recobró su estado oficial en
1802, y en 1852 por unos decretos que le permitían, además del culto y de
la predicación a la par con la Iglesia católica, la erección de
congregaciones locales, de consistorios y de una Conferencia nacional.
A lo largo del siglo XIX
las dificultades de las iglesias reformadas de Francia fueron de orden más bien
interno. Léonard ha hablado de una verdadera fase de «anquilosamiento» de sus
iglesias en aquel período. No se trataba solamente del decaimiento del celo
proselitista de sus seguidores, sino sobre todo de la aparición de hondas
disensiones dentro de la comunidad. La ocasión se la dieron los
reavivamientos religiosos que ciertos misioneros metodistas introdujeron en el
país. Venían de Inglaterra dirigidos por un pastor, Cook, pero
pronto prendieron en diversos círculos protestantes y hallaron su portavoz
en el pastor Edmundo de Pressensé y otros. De suyo no parecían tener por
objetivo la disgregación de las iglesias existentes, sino el despertarlas del
sopor en que habían caído. Pero se trataba de una consecuencia que ellos
mismos no eran capaces de evitar. Las predicaciones y la «nueva forma de
religión», con el énfasis particular en la conversión
sentida y el abandono
de algunas doctrinas clásicas del calvinismo, dividieron pronto a sus
seguidores. En general, los liberales y los pietistas prestaron apoyo al
movimiento mientras que los conservadores lo acusaron de desviacionismo
Las luchas —agudizadas por otros conflictos doctrinales y de orden
administrativo— se fueron haciendo cada vez más agudas. En el sínodo de
París (1848) Federico Monod se separó con los suyos de la iglesia-madre
a la que acusaba de errores doctrinales y creó su Unión des églises
evangeliques. El racionalismo fue ganando terreno y libros como la Vida
de Jesús de Renán (protestante por parte materna) precipitaron la crisis en
peligrosa dirección. Cuando en 1864 Guizot quiso detenerla, ya era tarde y
los adversarios respondieron con la fundación de la Union protestante
libérale. En la lucha, que duró todavía varios decenios, salieron
vencidos los conservadores, en tanto que los representantes del liberalismo
iban acaparando los mejores púlpitos y las cátedras universitarias. Baste
recordar aquí la acción corrosiva que en este sentido ejercieron los tres
grandes patriarcas del modernismo galo: Albert Réville, Auguste Sabatier y
Wilfred Monod.
En 1905 el parlamento
francés votó la ley de la separación de la Iglesia y del Estado. El
protestantismo se alegró, no tanto por las ventajas que le aportaba
directamente (ya que para entonces gozaba de plena libertad de movimientos),
sino por el golpe mortal que se asestaba a la Iglesia católica a la que se
le quitaba por otra ley la preciosa colaboración de las Ordenes y
Congregaciones religiosas. Al terminarse la primera guerra mundial, el protestantismo francés
se volvió a dividir en dos porciones: una rígida y conservadora (la Union nationale des églises
evangeliques réformées en France) y otra más indulgente y liberal del mismo título, pero sin la palabra evangelique. Fue también el tiempo en que, según Seydoux, el protestantismo galo sintió
en si «una fuerte oleada de reavivamiento religioso» que llevó a sus
fieles a la aceptación más seria del mensaje bíblico de Jesús y de las
responsabilidades comunitarias consecuentes a su seguimiento. Estas mismas
corrientes parecen acusarse después de la segunda guerra mundial. Los
«años de cautividad» bajo el dominio nazi sirvieron para acercarlos más
entre sí y con los principios doctrinales de la Reforma. Con este mismo
objeto se han unido últimamente a los bautistas, metodistas y
algunos otros grupos menores, en un organismo supremo que se llama Féderation
protestante de la France.
Numéricamente este
protestantismo francés —y a fortiori el sector del protestantismo reformado—
constituye una minoría en el conjunto de la nación. Las cifras presentadas para
1957 dan un total de 413.000 reformados incluyendo en el cálculo a los
territorios de Alsacia y Lorena. A primera vista,
estos totales significan una fuerte disminución respecto de fechas
anteriores (sea cual fuere la exactitud de los cálculos aducidos) o que al
menos no ha sabido conservar el ritmo con el aumento continuo de la
población. En cambio, no parece poder dudarse del fervor de esos que permanecen
en sus iglesias. De los 35o.600 reformados franceses que en 1952 aparecían
en sus listas, nada menos que 237.000 estaban catalogados como cristianos
prácticos. La proporción entre ambas categorías es entre los
protestantes franceses mucho más elevada que la de sus
connacionales católicos.
Hasta hace pocos años,
el protestantismo francés habitaba solamente una cuarta parte del territorio
nacional, mientras que ahora se halla desparramado por la mayoría de las
provincias o departamentos. Las gentes abandonan la campiña (que antes
constituía el fuerte de los núcleos reformados) y se instalan en
los grandes centros urbanos e industriales planteando a sus ministros un
serio problema pastoral y obligándoles a proveerles de capillas y de otros
lugares de culto. Algunos temen que, con el aislamiento y la pérdida de
sentimiento mayoritario de que gozaban en las antiguas regiones, muchos de
sus adeptos vayan abandonando las prácticas religiosas. Por lo demás, como
comenta M. Seydoux, «los protestantes franceses ocupan puestos de influjo en la
vida de la nación. Se les encuentra al frente de altos cargos de gobierno y de
la administración, en la magistratura, en las universidades, en la banca,
en la industria y en el comercio». Las facultades
teológicas reformadas de Francia se encuentran en Estrasburgo, París, Montpellier
y Aix-le-Province.
Puede hablarse de un
mensaje doctrinal específico de las iglesias reformadas de Francia, aun dentro
de la tradición calvinista. Entre sus teólogos (y fuera de casos aislados)
se tiende a una vía media que no vuelva a caer en el modernismo de
hace cuarenta años, pero evitando también el fundamentalismo a ultranza
de algunos grupos norteamericanos. La Biblia continúa siendo la fuente de
su teología y de su devoción. «Lo importante para la vida del protestantismo,
dice uno de ellos, no es que cesen las polémicas sobre la Biblia, sino que
continúe siendo su gran preocupación». Por eso, añade, entre los
protestantes franceses hay quienes adoran en sus páginas ría Palabra
intangible de Dios» y quienes se debaten en un auténtico cuerpo a cuerpo
sobre cuestiones que tocan a la integridad del texto o a la naturaleza de
la inspiración. Ambas posturas, concluye nuestro autor, muestran que la
Escritura sigue siendo el centro de nuestra vida religiosa» Los reformados
franceses mantienen su creencia en «el testimonio del Espíritu
Santo», aunque la noción reciba interpretaciones opuestas en boca de los
liberales y de los conservadores. Piensan asimismo que su religión
continúa siendo «teocéntrica» y «cristocéntrica», no obstante la
interpretación contradictoria que ambos grupos puedan dar a la frase
clásica: «Jesucristo es Dios». Los franceses tienen fe en
la predestinación; pero no como en dogma que todos hayan de suscribir,
sino como en secreto y abismo que supera nuestras
inteligencias.
Por otro lado, es
evidente que en el protestantismo francés existe un renovación litúrgica. Se
puede palparlo en la aparición de «comunidades religiosas» (Taizé y Pomeyrol) y
en la importancia cada día mayor que se da al orden de los diáconos y de las
diaconisas. Los fieles participan más activamente que antes en los
servicios religiosos. En ciertos círculos teológicos se tiende también
a acudir a las fuentes (la Biblia, los Santos Padres y la Tradición) con
objeto de resolver algunos de los problemas doctrinales más candentes que
hoy dividen a la Cristiandad. El funcionamiento de algunas Casas de Retiro para grupos de jóvenes, teólogos,
pastores, etc., debe contarse entre otro de los signos de reavivamiento
espiritual.
El protestantismo no ha
podido sustraerse en Francia al medio ambiente que le rodea. Su rama reformada
liberal proclamó hace mucho tiempo la necesidad de cristianizar la
sociedad. El «socialismo cristiano» de Channing en los Estados Unidos, el
de Maurice en Inglaterra y el del ex-católico belga Laveleye en su patria,
tuvieron sus imitadores en el país. El pastor Fallot (1844-1904) fundó la Liga francesa de la pública moralidad. Como resultado del congreso de 1888 inició
la Révue du christianisme sociale que todavía continúa publicándose. Se
ha alabado de parte católica «la valentía y clarividencia» de la revista.
Aun aprobando el espíritu y las realizaciones del movimiento en el campo
social, tenemos serias reservas que hacer (y en esto vamos precedidos por
numerosos protestantes) a una organización que relega a lugar tan
secundario las creencias y los sacramentos.
La obra misionera del
reformismo galo tiene como órgano principal la Societé
des missions évangeliques, fundada en 1822 en París. Sus actividades se han extendido de modo especial a
territorios coloniales de la propia nación, aunque en ocasiones hayan
prestado también ayuda a otros campos de trabajo. Los misioneros protestantes
franceses trabajan en el Africa: Togo, Camerún, Basutolandia, Africa
Ecuatorial francesa, Senegal, Costa de Marfil, Madagascar y Gabón,
punto este último donde ejerce sus servicios médicos el famoso Dr.
Schweitzer. Tienen también a su cargo las misiones de Tahití, de Nueva
Caledonia y de la isla de la Lealtad. Léonard se ha tomado la molestia de
reivindicar los motivos espirituales de estas empresas misioneras asegurándonos
que, contra lo que a veces se dice, «no son esencialmente fruto del
patriotismo». Se lo concedemos sin regateos. Lo que el historiador hallará
más difícil de suscribir es su afirmación de que, durante los últimos
años, las misiones protestantes de Francia «han llevado a cabo una obra parecida a la de los católicos, con hombres comparables a un Lavigerie, a un
Foucauld o a un Augouard». Pero, también en esto, mucho depende del significado
exacto de la palabra parecido. El protestantismo reformado francés
tiene en la actualidad unos 250 misioneros (sobre un total de un millar de
pastores para toda su iglesia). Y aunque casi un centenar esté compuesto
por esposas de misioneros, el porcentaje, para lo que ocurre en el resto
del protestantismo continental, es muy elevado. Y sus trabajos han dado como
resultado la constitución de una cristiandad misionera que, en número de
fieles, supera con bastante a la de la metrópoli.
Las iglesias reformadas
de Francia toman parte activa en el movimiento ecuménico. Algunos de sus
representantes se mezclan gustosamente con los católicos en coloquios
doctrinales y amistosos. La «Semana de oraciones por la unión de las
iglesias» ha adquirido entre ellos mucha popularidad. El pastor Marc
Boegner, que fue uno de los primeros presidentes del Consejo mundial de
las iglesias, se ha convertido en portavoz de la prensa nacional, sobre
todo de la no religiosa, en materias de ecumenismo.
CALVINISMO HOLANDÉS
Puede decirse que
Holanda heredó casi desde los comienzos —transmitido por la vecina Suiza— el
manto del calvinismo. El pequeño país fue en lo sucesivo la auténtica cuna
del protestantismo reformado del mundo entero. De él lo recibieron (en forma de
presbiterianismo) las Islas Británicas. De allí pasó —vía Inglaterra— a
los Estados Unidos. El calvinismo de origen holandés es el que más tarde
se ha trasplantado a países de misión: a veces directamente como a Indonesia
y al África del Sur; otras a través de sus seguidores escoceses y
norteamericanos en su rama presbiteriana. Por una ironía de la historia,
mientras esa iglesia oriunda de los Países Bajos va expandiéndose (en sus
diversas tradiciones) por el mundo entero, en su propia casa pierde en favor
del catolicismo el puesto de mando exclusivo que ostentara en otros
tiempos.
El establecimiento del
calvinismo por los soberanos de la casa de Orange no trajo a la nación la paz
deseada. Una controversia teológica que amenazaba los fundamentos mismos
del calvinismo (el arminianismo) dividió pronto los ánimos. Es verdad que
el sínodo de Dort (1618), al rechazar aquella “herejía”, hizo también lo
posible para eliminar a cuantos la profesaban, a unos por el destierro y a
otros por la aplicación de la pena capital. Pero las medidas no trajeron la
concordia aunque sí contribuyeran indirectamente a que el calvinismo ortodoxo
cobrara nuevos alientos y se proclamara por la Paz de Westfalia (1648)
religión oficial del estado. Por entonces los numerosos católicos
holandeses hubieron de sufrir las consecuencias de una legislación que
bien puede calificarse de persecutoria. Los estados generales dieron órdenes de
que se destruyeran las imágenes y se retiraran los ornamentos sagrados. A
la muerte de Guillermo II (1650) el partido intransigente, dueño del
poder, expulsó a sacerdotes y religiosos prohibiendo al mismo tiempo a los
protestantes tener ninguna relación con los católicos. Estos quedaron asimismo
excluidos de sus cargos públicos. El fanatismo llegó hasta el punto de
destruir las capillas votivas y las cruces colocadas a la vera de los
caminos. Si, en ocasiones, los católicos gozaron de una mayor libertad, fue por
las simpatías que una buena parte del pueblo conservaba hacia ellos o
porque se ganaban por el soborno a las autoridades.
Pero, es evidente que
tampoco iba todo bien para los reformados. Por un lado, la subordinación total
de la iglesia a las autoridades civiles fue para ella de graves
consecuencias. Con frecuencia los magistrados abusaron para
provecho propio de su autoridad sobre las asambleas y sobre los ministros
del culto. Estos últimos, que recibían del estado los subsidios y aun su
misma educación, no tuvieron más remedio que aguantar. El estado llegó a
intervenir en cuestiones doctrinales, en la admisión o despido de
predicadores y en materias que eran de la competencia exclusiva de la
autoridad religiosa. Los mismos sínodos tenían prohibido tomar decisiones sin
consentimiento gubernamental. Por otro lado,
fueron muchos los reformados que reaccionaron contra aquel intervencionismo. Y,
como ocurre en casos semejantes, no pararon hasta llegar al laxismo. Sus
teólogos (grandemente influenciados por las corrientes arminianas) empezaron a
enseñar doctrinas que estaban en abierta contradicción con los fundamentos
mismos de nuestra fe. El cartesianismo y la duda religiosa se
fueron infiltrando en sus seminarios y universidades donde hasta las
doctrinas anti-trinitarias hallaron oyentes y seguidores. La escuela de
Groningen se distinguió por una «interpretación humanista del
cristianismo», interpretación que incluía la negación del misterio
trinitario, de la divinidad de Cristo, etc. «Con tales fenómenos, comunes aun
entre los pastores de sus iglesias, escribe Kromminga, no es extraño que
el deísmo y el escepticismo hicieran riza entre los creyentes. Pedro
Bayle enseñaba filosofía en Rotterdam y atacaba abiertamente nuestras
creencias. Simón Tissot, docente de matemáticas en Deventer, mordía en sus
escritos las verdades de la fe. Von Hastfeld escribía en 1745 un libro en
el que atacaba a la Biblia por su confusión, a sus autores por su
insinceridad y al conjunto de los cristianos por ser mentalmente
deficientes».
La ocupación de los
Países por las tropas napoleónicas tuvo repercusiones sobre las iglesias
reformadas. Un decreto de 1796 decretaba la separación de la Iglesia y del
Estado y, por consiguiente, la suspensión de subsidios para los ministros de
aquella. Los reformados perdieron también sus derechos sobre
las propiedades eclesiásticas y sobre las escuelas. Es verdad que las
medidas no se aplicaron con todo rigor, lo que libró a los protestantes de
la ruina a la que estaban abocados. Al anexionarse Holanda a Francia
(1810) se introdujeron en la estructura de las iglesias reformadas
transformaciones de no escasa monta. Por de pronto, se suprimieron los
sínodos provinciales sustituyéndolos por uno nacional. En la nueva
ordenación, la iglesia local perdió también su carácter primitivo de clase, verdadera célula del calvinismo primitivo. La
autoridad quedó encomendada al pastor permaneciendo del todo relegados los
seglares. «La reorganización, comenta uno de sus expertos, convirtió al sínodo
nacional en verdadera iglesia de estado. Este hacía y deshacía según le
venía bien para perpetuar su control».
El año 1816 es fecha
memorable para la iglesia holandesa reformada. Guillermo I, al subir al trono,
convocó un sínodo general (el primero después de 1622) y ofreció a la iglesia
apoyo oficial con tal de que admitiera ciertas modificaciones en su
constitución. Una buena parte de los seguidores admitió sin dificultad el
cambio por creer que no afectaba sino al aspecto administrativo de su
religión. Otros, encabezados por la clase de Amsterdam, se negaron a obedecer y
determinaron formar una nueva organización a la que llamaron: la iglesia
cristiana reformada. Tanto los católicos como los liberales aprovecharon
aquella coyuntura para arrancar a la iglesia oficial algunos privilegios que,
hasta entonces, había conservado ella en exclusiva. El primero fue la
eliminación de la enseñanza obligatoria del calvinismo de las escuelas. En
1876 las facultades teológicas de las universidades estatales habían
quedado transformadas en «facultades de religiones comparadas», aunque dejando
al sínodo nacional la posibilidad de crear sus propias cátedras de
enseñanza teológica superior. Cuando en 1880 los racionalistas se apoderaron de
la mayor parte de aquellos centros, el calvinismo ortodoxo fundó su universidad
libre de Amsterdam y decidió también la apertura de escuelas elementales
libres para la enseñanza de la religión reformada
La porción calvinista
que, al menos hasta cierto punto, se conformó con las decisiones
gubernamentales, recibe el nombre de iglesia
holandesa reformada y abraza a una gran parte de los reformados del país. A pesar de las
convulsiones causadas por dos escisiones: la de Cock (1836) y la de Kuyper
(1886), la iglesia va recobrando su vigor. Está compuesta de un sínodo
integrado por ministros, ancianos y diáconos. Tiene 54 clases (o
presbiterios) que a su vez se distribuyen en diez sínodos. La
congregación local está gobernada por el consistorio en el que
toman parte al menos un ministro, cierto número de ancianos y de
diáconos elegidos por los miembros adultos de la congregación. Hubo un
tiempo en que a los ministros se les exigía para el desempeño de su cargo
la aceptación de una fórmula de fe. En la actualidad, basta que prometan
«promover según sus habilidades los intereses del Reino de Dios y, de
acuerdo con estos, los intereses de la iglesia reformada de Holanda». En
1957 esta rama calvinista tenía 3.192.837 adeptos de comunidad total, de
los que 829.000 se consideraban de la categoría de cristianos practicantes. El status de esta iglesia en sus relaciones con las autoridades
estatales permanece en realidad un poco vago. La Confesión de la religión
reformada a la que deben pertenecer los soberanos, impone al gobierno «el deber
de mantener en sus dominios la verdadera fe» (la protestante) y le recuerda que
«no en vano lleva la espada». La Corona tiene igualmente ciertos
privilegios en el nombramiento de algunos cargos eclesiásticos y
educativos. La constitución de 1877 «prevee el subsidio (por derechos de
tradición) a los ministros de las iglesias reformadas, aunque dando las
mayores oportunidades —incluso ayuda escolar— a las
demás confesionalidades y sin mantener todavía una iglesia propiamente
estatal». Con todo, el sentido común del pueblo holandés contribuye a que
se respeten los derechos de las minorías, entre las que no es ya tan fácil
contar al sólido bloque católico que sólo de por sí supone casi el 40 por
100 de la población.
La Iglesia
Cristiana Reformada fue el resultado de una controversia entre calvinistas holandeses cuyo meollo,
según E. T. Corwin, se reducía a saber «si las fórmulas doctrinales tienen
autoridad porque se conforman con la Palabra de Dios, o en tanto
en cuanto se conforman con la misma». En realidad, la disidencia era
más profunda y partía de la oposición de ciertos grupos calvinistas a la
creciente autoridad que los monarcas iban cobrando en materias
eclesiásticas. Ya en 1834 de Cock y otros se habían negado a aquel género
de gobierno aunque declarando de antemano que su acción no se
dirigía contra los principios de la religión reformada, sino contra la
administración burocrática a la que se le sometía. Aquel acto de rebelión
arrastró a muchísimos. Es verdad que la predicación bullanguera de los
nuevos reformados no gustó a la población en general, motivo por el cual
muchos debieron emigrar a los Estados Unidos. Pero los modales se fueron
suavizando y la nueva iglesia fue cobrando un aspecto de respectabilidad entre los conciudadanos hasta lograr poco a poco las mismas «libertades
cívicas» que las demás. Hoy esta nueva denominación se gloría de tener plena
independencia frente a las autoridades gubernamentales y de adherirse a la más
pura ortodoxia en materia doctrinal. Sus normas vienen dictadas por los Institutos de Calvino y por las severas regulaciones del sínodo de Dort. Tiene su
seminario principal en Kampen y su centro de educación superior en la
universidad libre de Amsterdam. En 1892 logró atraerse a varios grupos de
ideología similar. Posee unas 800 capillas e iglesias con un número casi
igual de pastores ordenados. Sus adeptos son 647.688. La circunstancia
de que casi la mitad de ellos (324.621) sean «practicantes» indica en la
iglesia un intenso clima de fervor. En misiones tienen a su cargo varios
territorios sudafricanos y asiáticos. Su liturgia es severa, sin música ni
ornamentación de ninguna clase. Sus seguidores se distinguen también por
el puritanismo de sus costumbres. Ejercen considerable influjo en la opinión
pública como resultado de las actividades ejercidas en el campo político,
educativo y en el de publicaciones.
E. Emmen, secretario de
la iglesia holandesa reformada, resumía en 1947 de este modo la situación del
calvinismo en su país. La iglesia reformada, decía, se halla en Holanda
tan dividida por sus internas escisiones como el panorama nacional por sus
ríos y canales. Esto que, por una parte, es índice del interés por la vida
eclesiástica, constituye por otra una continua fuente de conflictos.
En otro campo, el materialismo y el marxismo están penetrando muy hondo en
ciertas capas de nuestra población. Con todo, parece que las iglesias van
despertando también al peligro. La última guerra ha contribuido al
acercamiento de los diversos grupos. Hay un evidente resurgimiento bíblico y se
tiende a insistir en la predicación en aquellas verdades derivadas
directamente de las páginas del Libro Sagrado. No obstante la tendencia
natural del calvinismo holandés a permanecer aislado del resto del
protestantismo en materias doctrinales, las últimas experiencias mundiales van
mostrando a las iglesias que tal proceder va contra la irresistible corriente
de los tiempos. A ello ha contribuido también el movimiento ecuménico que,
no obstante las muchas dificultades encontradas en su camino, va
abriéndose paso en círculos cada vez más amplios. En Drierbergen se ha fundado
un movimiento que lleva por nombre «Iglesia y mundo» encaminado a la formación
de eclesiásticos de distintas confesionalidades. La juventud entrenada en
dichos centros se apresta a dirigir después obras sociales, a enseñar en
las escuelas y a ayudar a los pastores.
En general, los años de
la segunda post-guerra han favorecido el desarrollo del calvinismo holandés. La
presencia de un catolicismo militante dentro de las fronteras patrias ha
servido de estímulo para ello. Algunos de sus teólogos han visto sus obras
traducidas a varias lenguas occidentales. Si en punto a misiones
activas la pérdida de las antiguas Indias holandesas y los conflictos
raciales del África del Sur han dejado mal paradas sus actividades y su
renombre, estos han quedado compensados por la contribución que hombres
como Kraemer y Bavink han hecho a la ciencia misiológica. En el campo ecumenista
el mecenazgo de Wisser Hooft, secretario del Consejo mundial de iglesias,
ha senado igualmente a que grupos selectos de pastores y seglares tomen
parte cada vez más activa en el trabajo de acercamiento de los diversos
sectores cristianos. No obstante la labor negativa de ciertos ambientes,
la eliminación de prejuicios anti-católicos se va convirtiendo
en consoladora realidad. A ello contribuyen, además de la atmósfera
prevalente, los contactos amistosos de muchos calvinistas con miembros de
la Iglesia católica.
CALVINISMO ALEMAN Y
CENTRO-EUROPEO
Los reformados
penetraron en Alemania por dos vías. Los zwinglianos (aun después de quedar
absorbidos por el calvinismo) se extendieron por las tierras limítrofes a Suiza
y en particular por las ciudades libres de Estrasburgo, Constanza, Lindau y
Memmingen. En la Dieta de Augsburgo (1530) redactaron su Confessio Tetrapolitana, que es una combinación de doctrinas zwinglianas
y luteranas. En cambio, los calvinistas propiamente dichos se infiltraron
aprovechando una controversia surgida acerca de la Cena del Señor. El
Palatinado, y con él su Elector Federico III, se habían adherido a la
interpretación calvinista del misterio, y el príncipe no tardó en implantarlo
en sus territorios. Para conseguirlo, llamó en 1560 a Pedro Mártir, a
Zacarías Ursino y a otros grandes teólogos reformados. Eliminó de su
universidad de Heidelberg a las autoridades y al profesorado, que se resistían
al cambio, y puso al frente del famoso centro a Gaspar Olivetano,
calvinista acérrimo, formado por el mismo Calvino en Bourges y en Orleáns.
Ursino y Olivetano fueron los que de hecho más contribuyeron a
la redacción de la nueva fórmula de fe que por eso se llamó Catecismo
de Heidelberg. «El libro, comenta McNeill, ha de considerarse como una
de las más extraordinarias fórmulas de fe tanto por su contenido intrínseco
como por la extensión alcanzada en su original y en sus traducciones.
Recibió la aprobación de casi todas las iglesias calvinistas
convirtiéndose además en el gran manual de predicación para las comunidades
reformadas de Alemania y de los Países Bajos».
El reformismo alemán ha
pasado por muchas peripecias. Cuando las tropas de Luis XIV invadieron el
Palatinado, fueron muchos los adeptos que emigraron a los Estados Unidos.
Hasta 1817 la iglesia luterana y la reformada llevaron vida independiente como
ramas igualmente protegidas por el Estado. En varias de sus universidades
(por ejemplo en Erlangen y en Goettingen) existían cátedras de teología
reformada oficialmente retribuidas. Aquel año Federico III de Prusia
decidió reunirlas en una sola organización. Hubo resistencias de una y
otra parte, pero al fin el rey impuso su voluntad y en 1839 se creó
solemnemente la iglesia
evangélica unida. A los fieles de las agrupaciones componentes se les permitió la conservación de
sus propios libros litúrgicos, pero debían celebrar la Cena del Señor
en común según los ritos prescritos por el príncipe. Al separarse, después
de la primera guerra europea, la Iglesia y el Estado en Alemania, los
reformados volvieron a conseguir su antigua independencia. La Bund
Reformierter Deutschlands, al igual que otros grupos menores, llevó
durante años vida propia. Pero los pujos independistas no eran ya los de
otros tiempos y se sentía en muchos la necesidad de una mutua aproximación
a otras denominaciones con el fin de hacer frente a problemas que
eran de vida o muerte para sus iglesias. Así se formó en 1945 la Iglesia Evangélica Alemana. Desde entonces resulta difícil seguir los
pasos a los calvinistas alemanes. En las estadísticas aparecen en un bloque
común con el resto del protestantismo nacional. Forman igualmente parte
con todos en las grandes reuniones o Kirchentag, en las campañas
sociales, en los movimientos litúrgicos, etc. Casi el único punto donde
todavía conservan su sello propio es el plano parroquial con su liturgia
y su estructura administrativa que todavía son de tipo auténticamente
reformado. La mayor parte de sus adeptos reside en la Alemania occidental
y en las regiones colindantes con Francia y Suiza. Antes de la última amalgamación,
los reformados alemanes contaban con sólo medio millón de adeptos.
Hungría conoció el calvinismo en la segunda mitad del siglo XVI. Ya en 1557 sus
seguidores habían compilado una Confessio Czengerina, destinada a servir
de guía a la nueva comunidad. De Hungría se infiltraron en Rumania
consiguiendo allí ganar para su causa a muchos adeptos. Hoy la primera de
las naciones cuenta con una fuerte comunidad reformada de casi dos
millones de miembros a cargo de 1.800 pastores y distribuidos en 2.219 iglesias
y capillas. La formación de sus ministros se hacía en cinco academias
teológicas. La masa de los adeptos era pobre, pero se conservaba fiel a sus
creencias. Las iglesias reformadas húngaras han conservado el episcopado.
Cinco obispos estaban al frente de otros tantos distritos en que se
dividía su iglesia. La iglesia rumana reformada tiene unos 800.000 adeptos
a cargo de 686 pastores. Los reformados checoslovacos son 150.000.
Las noticias que poseemos de estas iglesias bajo el dominio comunista son
escasas y, por añadidura, poco dignas de crédito. Sabemos que las
consecuencias de la guerra y de la ocupación roja han empobrecido sobremanera
su fibra espiritual. La prensa controlada ha hablado de una supuesta total
subordinación de obispos, pastores y fieles al régimen vigente. Pero, como
hemos indicado, las fuentes de donde proceden las noticias, están
emponzoñadas. Esperemos a que hechos posteriores nos proporcionen un cuadro más
exacto de la realidad
LAS IGLESIAS REFORMADAS
DE NORTEAMERICA
Sus principales grupos
se reducen a tres: de ellos dos de origen holandés y uno de procedencia
alemana.
La
iglesia reformada de AmÉrica
Fue la primera en
arribar (1626) a la isla de Manhattan (Nueva York) donde permaneció aun después
de la ocupación de aquella colonia por los ingleses. Los emigrantes venían
bajo los auspicios de la Compañía Holandesa de Navegación y estaban
eclesiásticamente agregados a la clase de Amsterdam. Sin embargo, los lazos de
unión con la iglesia madre no fueron duraderos. En el siglo XVIII
los colonos se independizaron de sus progenitores, excluyeron el holandés
como idioma litúrgico y fundaron en Brunswick, New Jersey, su primer colegio de
Rutgers. En 1867 eliminaron también la palabra «Dutch» que hasta entonces
había sido distintivo de la iglesia. Hay adeptos de esta en las regiones
de la costa atlántica, en Iowa y en Michigan. Su teología es típicamente
calvinista, fundada en el Sínodo de Dort, en el Catecismo de Heidelberg y
en confesiones similares. Sin embargo, en su interpretación no llegan al
rigorismo de otros grupos. Por de pronto las doctrinas predestinacionistas
no figuran como esenciales en su credo. Y, en cuanto a las demás
creencias, la iglesia se contenta con pedir a sus seguidores el reconocimiento
de que la «autoridad final reside en las Sagradas Escrituras, y que
estas contienen la Palabra viviente de Dios hablada a cada uno de los
hombres por medio del Espíritu Santo». A su culto lo denominan semilitúrgico, lo que significa que no está vinculado a la severidad calvinista en lo
relativo a cantos, himnos, música religiosa, etc. La forma de gobierno es
la clásica entre las denominaciones reformadas: consistorio, clase, sínodo
local y sínodo general, compuesto este último a partes iguales por
pastores y seglares que se reunen una vez al año. Esta iglesia mantiene
misiones en las Islas Filipinas, en el Sur de la India, en el Japón, Iraq,
Arabia, Mesopotamia y Africa, aunque en todas las partes en grupos de
misioneros extremadamente reducidos puesto que su total no pasa de los
ciento setenta. Reuniendo a todas las personas bautizadas, este grupo
reformado tenía en 1955 nada más que 200.000 adeptos repartidos en 807
iglesias.
La
iglesia cristiana reformada
Es una filial de aquel
calvinismo holandés que en 1857 se separó de la iglesia oficial. La mayoría de
sus seguidores se estableció en el estado de Michigan, donde continúan
casi en el mismo estado de aislamiento que en la época de su llegada al
país adoptivo. Ha experimentado sus escisiones y sus nuevos retornos a la
unidad. Aunque las fórmulas de fe sean idénticas a las del grupo anterior,
existe una mayor rigidez en el modo de interpretarlas y llevarlas a la
práctica. Sus seguidores y dirigentes se consideran a sí mismos como los
auténticos herederos del calvinismo en los Estados Unidos. La iglesia cuenta
con unos 155.000 miembros. Tienen misiones en el Japón, en Nigeria y en
Ceilán. Se habla también a veces de sus trabajos en Iberoamérica. No
pueden ser muy grandes puesto que las estadísticas de 1957 no les asignan
sino dos misioneros solitarios, uno en la Argentina y otro en el Brasil.
El centro norteamericano principal de la iglesia está en Grand Rapids,
Michigan, cuyo seminario teológico mantiene su propia escuela de
pensadores, algunos de ellos tan conocidos como Boettner, Berkof y Mateer.
Respecto de los católicos, su actitud de adustez nos recuerda en no
pocos trazos la de sus progenitores holandeses de tiempos pasados.
LA IGLESIA REFORMADA DE
LOS ESTADOS UNIDOS
Esta trae sus orígenes
del reformismo alemán y de aquellos otros protestantes que, a pesar de ser
teológicamente calvinistas, estaban ya fuertemente influenciados por el
humanismo melanchtoniano. Fueron llamados a Pennsvlvania por
su gobernador, William Penn, a fines del siglo XVI. Como carecieran de
pastores propios, los pidieron a la iglesia de Amsterdam. Con todo, la
llegada de estos no contribuyó en modo alguno a la paz. Surgieron desavenencias
y muchos terminaron por dar su nombre a iglesias de tradición distinta de la
suya. Hoy día la mayoría de ellos vive integrada en una organización que
recibe el nombre de Sínodo
evangélico de Norteamérica. Resulta difícil saber hasta qué punto se conservan todavía en ella las
características calvinistas ya que el 80 por 100 de la nueva amalgamación
está compuesta de seguidores del luteranismo
Para no ser menos que en
Europa, los reformados húngaros emigrados a los Estados Unidos crearon allí su iglesia magyar libre norteamericana. Abraza a todos los emigrantes húngaros no
católicos ni ortodoxamente luteranos que les quieran dar el nombre. Tanto
en su gobierno como en sus fórmulas de fe, trata de complacer a todos por la
adopción de un credo y de una administración suficientemente elásticos.
Conserva el sistema de clases, pero estas quedan reunidas en diócesis.
Al frente de ambos organismos hay un deán y un celador.
Doctrinalmente sigue el Catecismo de Heidelberg y la segunda Confesión
helvética, pero sin obligar a sus seguidores a observarlas con fidelidad. Los
7.189 miembros de su comunidad viven desparramados entre New York,
Pennsylvania, Ohio y Michigan .
LAS IGLESIAS CONGREGACIONALISTAS
El protestantismo ha
tenido que pagar caras algunas de las consecuencias de su separación de la sede
romana. Al verificarse aquella ruptura, los reformadores que habían
proclamado tan alto el sacerdocio universal de todos los fieles y su libertad
de interpretación personal de la Biblia, cayeron en la cuenta de la
imposibilidad de conservar la unidad entre elementos tan dispares y
contradictorios. Decidieron, pues, constituir iglesias
oficiales (estatales)
para colocarlas bajo el patrocinio de los príncipes, como en el caso del
luteranismo, o en manos de monarcas autócratas como en el de Inglaterra. Esta
decisión disgustó a muchos que veían lo ilógico de una revolución
religiosa que, empezando por proclamar la doctrina del «contacto inmediato del
alma con Dios», terminaba por interponer entre ambos una potente
organización eclesiástica con toda la complicada jerarquía de obispos y
con un culto que externamente se diferenciaba poco del de la
Iglesia católica. «Los protestantes, decía uno de sus escritores, Chauncy,
que han arrojado la tiranía eclesiástica y el pastorado universal de uno,
conservan todavía en su mayor parte la noción de una iglesia visible y
universal, así como diversos pastores dividiendo entre sí mismos aquella
catolicidad que no quieren conceder al Papa y ejercitando cada uno el
oficio y los poderes de un verdadero y visible pastor». Esta
antinomia dio lugar a una reacción de extrema izquierda que limitaba
el papel de la Iglesia a comunidades locales y autocéfalas integradas por
miembros cuyo único lazo de unión fuera el de una fraternidad derivada del
hecho de servir todos a un mismo Dios y Señor. Primero los mennonitas,
luego los bautistas, los «cristianos», los universalistas, los hermanos de
Plymouth, los unitarios, los Discípulos y algunos grupos de adventistas,
pertenecían a esta categoría. Sin embargo, la iglesia que en este punto ha
servido de modelo a las demás, ha sido indudablemente la congregacionalista.
El congregacionalismo,
aunque oriundo de Inglaterra, ha echado sus verdaderas raíces en los Estados
Unidos. La rama inglesa continúa mostrando escaso vigor. Es verdad que en la
misma Norteamérica el desarrollo numérico de sus comunidades apenas le da
derecho para quedar clasificado entre las iglesias
mayores de la nación.
Hay, sin embargo, aspectos en los que su influjo es muy superior a su potencia
numérica. En el campo cultural y en el político, en educación y en obras
sociales, el congregacionalismo pesa no poco en la historia patria. Su
modo de pensar en materias religiosas ha dejado profunda huella entre
la población hasta el punto de que algunos se refieran al
congregacionalismo como a la «iglesia más típicamente norteamericana». En
la historia del protestantismo norteamericano, escribe Burton, no ha habido
influjo individual comparable al del congregacionalismo. El gobierno
eclesiástico de esta iglesia, apenas conocido en Europa, ha sido empleado
en los Estados Unidos por muchos grupos protestantes cuya feligresía total
llega casi a los veinte millones de personas. La libertad característica
de los americanos, tanto de pensamiento como de acción, que les permite crear
sus propias iglesias, escoger a sus ministros, redactar sus propios
credos, llevar a cabo sus negocios eclesiásticos, etc., todo esto es, en
gran parte, consecuencia e influjo del congregacionalismo».
Históricamente uno de
los primeros en proclamar en Inglaterra estas ideas congregacionalistas fue el
clérigo de la iglesia anglicana, Roberto Browne (1550-1633). Su crítica contra
la iglesia establecida fue siempre dura. Hacia 1588 escribió además una serie
de pequeños tratados en los que defendía la urgencia de la nueva reforma.
El público los leyó con avidez y pronto se formaron a su alrededor grupos
de ardientes discípulos. Pero el anglicanismo no estaba para aguantar a
los rebeldes que ya habían abierto capillas en diversas
partes del país. La mayoría de los propagandistas conoció en un período o
en otro los horrores de las cárceles y varios de ellos —«los mártires»—
pagaron con su vida la audacia de la disensión. Los jefes que quedaron libres,
decidieron entonces pasar a Holanda, convertida en refugio de los
descontentadizos religiosos del resto de Europa. Browne (unido ya a John
Robinson, otro de los fundadores del congregacionalismo) vivió durante algún
tiempo en Amsterdam y después en Leyden. La permanencia holandesa les
sirvió para empaparse en el auténtico calvinismo y para madurar los planes
de su futura organización. Sin embargo, la nueva tierra tampoco les
satisfizo. Sus autores achacan aquella falta de adaptación al idioma y a
las costumbres de Holanda que, nos dicen, hallaron siempre tan distintos
de los de su patria. Uno llega a pensar además si la regimentación eclesiástica
entonces prevalente en los Países Bajos podía satisfacer a
quienes buscaban una «mayor flexibilidad» para sus creencias y sus
prácticas religiosas.
El hecho es que hacia
1617 los nuevos disidentes decidían tomar nuevos rumbos: unos volverían a su
patria, en tanto que otros probarían fortuna en las tierras vírgenes del
otro lado del Atlántico. Los grupos vueltos a Inglaterra, hallaron modo de
infiltrarse en diversas regiones y de fundar sus comunidades que pronto
empezaron a llamar la atención de la iglesia oficial. Cuando en
1625 Carlos I de Inglaterra subió al trono, los independientes pensaron llegada la hora de
la acción. Contra el rey y el arzobispo Laúd (defensores acérrimos del anglicanismo)
los disidentes hicieron causa común y, enrolados en el ejército de Cromwell,
lucharon por el triunfo de sus ideas. Representantes
congregacionalistas tomaron parte activa en la Asamblea de Westminster
(1645) y externamente firmaron las resoluciones allí adoptadas. Pero, al ver
que en muchos puntos no estaban de acuerdo con los demás reformados (sobre
todo presbiterianos), se reunieron en 1658 en un lugar cercano a Londres
llamado Savoy y proclamaron la declaración que lleva dicho nombre (The
Savoy Declaration), adoptada más tarde por sus comunidades de Nueva
Inglaterra.
Estos independientes ingleses, a pesar de la libertad que se les concedía,
hallaron arduo el camino de su progreso. Las tentativas de unificación con los no-conformistas resultaron siempre infructuosas por causa principalmente de la teología
liberal profesada por una gran parte de los congregacionalistas.
La iglesia oficial hizo asimismo lo posible para aislarlos de la sociedad.
Así, al quedar excluidos de las grandes universidades de Oxford y Cambridge,
decidieron fundar sus propias academias. Una de estas sería con el tiempo
la célula de la futura universidad de Londres. En el campo misionero, los
independistas debieron proceder por su propia cuenta logrando fundar la potente London Missionary Society, una de las organizaciones misioneras
protestantes más valiosas del siglo XIX. De modo parecido, la imposibilidad de
proceder en todo aisladamente, les impulsó a intentar ciertas federaciones con sus comunidades esparcidas por las Islas. En 1832 se llevó a cabo la
unión entre las de Inglaterra y Gales; y algo más tarde las de Escocia e
Irlanda. La base de aquel acercamiento era el reconocimiento del «derecho
que cada iglesia local posee (y por cierto derivado de la Biblia) para
mantener una independencia perfecta en el gobierno y en la administración
de sus propios negocios». Según recientes estadísticas, la fuerza global
del congregacionalismo en las Islas Británicas es de 450.000 adeptos.
De ellos unos 35.000 viven en Escocia y solamente 1.725 en Irlanda .
Los congregacionalistas
que desde Holanda emigraron al actual territorio estadounidense tienen una
historia en extremo interesante que, por desgracia, aquí no podemos narrar con
la extensión que se merece. Se han estudiado los motivos que movieron a
aquellos exilados a tomar la memorable decisión. Como apunta Selbie, junto
con el deseo aventurero de ver nuevas tierras y de probar en ellas
fortuna, entraban también otras razones de carácter patriótico y religioso. No
querían que ellos, ni menos sus hijos, quedasen en pocos años absorbidos por el
pueblo holandés. Estaban decididos a permanecer ingleses y a trasmitir a sus descendientes
los tesoros de su lengua y de su cultura. Las estrecheces económicas a que
se veían impuestos a medida que llegaban nuevos desterrados desde
Inglaterra, les empujaban a buscar alguna solución. Entraba, por fin,
al menos entre algunos de los dirigentes, el motivo religioso y misionero.
Como diría muchos años después (por eso el testimonio no es irrecusable)
su gobernador Bradford, llevaban aquellos emigrantes «una gran esperanza y un
celo interno de poder asentar algún fundamento, o al menos de abrir un camino,
a la propagación y al avance del Reino de Cristo en tan apartadas tierras»
Los expedicionarios del Mayflower —los famosos Padres Peregrinos— (The Pilgrim
Fathers) arribaron a las costas del Massachussets el año 1620. Entre
los 120 recién llegados había un grupo, tal vez el mayor, de gentes que
podían llamarse, al menos sensu lato, congregacionalistas. Uno de
los que más habían trabajado para organizar aquella expedición había sido
el ya citado John Robinson. Los autores protestantes atribuyen gran importancia
religiosa y política a su llegada. «Aquellos hombres, exclama Mead,
arribados a una tierra hostil, con el desierto de frente y el ancho mar a
sus espaldas, contribuyeron a echar las bases de la mancomunidad
norteamericana; los ideales democráticos de la colonia de Plymouth,
elaborados con calma y no sin trabajo, fueron en realidad la piedra
angular de la estructura que nos dio un estado libre y una vida político-social
fundada en el respeto a los derechos de todos». Tal es, digamos, la versión oficial de la llegada
e instalación de aquellos emigrantes. Crece, con todo, el número de
historiadores que trabajan para quitar de la narración la
pátina legendaria con que se la ha querido adornar. Los primeros
congregacionalistas (que en esto hicieron causa común con los puritanos)
se mostraron tan intolerantes como cualquier otra facción de la época.
Lograron, por de pronto, convertirse en la práctica en la auténtica religión
estatal de Nueva Inglaterra. Recibían salarios del gobierno, limitaban el
sufragio del voto a los miembros de su comunidad (esto hasta 1834) y
trataban con mano dura a cuantos se les oponían. «Los primeros
congregacionalistas, les dice el luterano Mayer, no iban a América en
busca de la libertad para todos, sino tras una libertad que les permitiera
(y sólo a ellos) poner en práctica sin ser molestados sus propios ideales.
La tolerancia era para ellos virtud desconocida. Roger Williams fue juzgado y
condenado por oponerse a la esclavitud eclesiástica y política del individuo. A
Mrs. Ann se le llevó a los tribunales por sus tendencias místicas. Y los
cuáqueros fueron condenados, exilados (y algunos sumariamente ejecutados)
por rechazar los ritos y las ceremonias congregacionalistas. En 1692 el
congregacionalismo la emprendió con las prácticas hechiceras de Salem».
Los grupos
congregacionalistas de Nueva Inglaterra fueron creciendo gracias a las
expediciones europeas y también como resultado de la adición de otros núcleos
religiosos que decidieron unirse a dicha iglesia. La «liberalidad» de
las condiciones de entrada y de permanencia constituyeron siempre un
atractivo para personas que hallaban demasiado rígida la perseverancia en
otras organizaciones eclesiásticas. Sus comunidades se fueron extendiendo por Vermont. Nueva
York y regiones limítrofes. Pero tampoco tardaron en sentirse los
efectos de aquella «política liberal» al extenderse a materias
disciplinares y religiosas. «En 1700, escribe Dexter, se notaba ya una
clara decadencia espiritual. La negligencia en exigir las condiciones de
admisión, así como el influjo del deísmo prevalente entonces en Europa,
fueron causa de que sus miembros se preocuparan exclusivamente de la busca de
los bienes materiales. Los sentimientos políticos originados por la revolución
(norteamericana) disminuyeron igualmente en muchos la piedad, la fe y la
experiencia religiosa». Esta frialdad quedó,
al menos en parte, contrarrestada por los famosos reavivamientos
religiosos de 1734 y 1740 en los que tomaron parte principal hombres «de
tendencias congregacionalistas» como Jonathan Edwards y G. Whitefield. Pero es
más que dudoso que aquellas excitaciones de masa, un poco histéricas y
contagiosas en la forma, dejaran huella profunda en la vida de la iglesia.
Los congregacionalistas
tuvieron parte importante en la revolución norteamericana y en las declaraciones de independencia de la misma. En sus anales se hace siempre
mención honorífica de un tratado escrito por Thomas Hooker en 1636 (An
Exposition of the Principles of Religion), considerado como «el más
antiguo escrito constitucional de la historia por su influjo en la
adopción de un gobierno democrático». A partir de aquellos años, los
congregacionalistas, siguiendo la ruta de los pioneros, se extendieron por
el Centro y el Oeste del país. Pero su penetración en dichas regiones ha sido
siempre esporádica. Todavía hoy su predominio no va más allá de Nueva Inglaterra
y de las comarcas circunvecinas.
Piensa F. Mead que han
sido principalmente cinco las esferas en las que el congregacionalismo ha
contribuido a la tarea de la cristianización del país: la de la educación
superior; la de las actividades misioneras; la de la mutua comprensión de
los cristianos; la de la formación de una teología propia y la del fomento
del ecumenismo. La tercera y la quinta de las características son mutuamente
complementarias. Veremos hasta qué punto puede hablarse de «contribuciones
positivas».
No se puede dudar del
interés del congregacionalismo por todas las fases de la educación. Los Peregrinos, apenas desembarcados en Plymouth,
abrieron escuelas para sus hijos. La preocupación de entrenar debidamente
a sus futuros ministros, les impulsó a abrir colegios y seminarios en que
educarlos. Uno de los primeros fue el de Harvard, fundado en 1636. «De
este modo, nos dice la Enciclopedia Británica, comenzó la gran obra
congregacionalista de educación que, con el tiempo, se extendería a todos
los demás estados». Los congregacionalistas han sido los fundadores, o al menos
los promotores activos, de más de quince universidades entre las que
descuellan Yale, Amherst y Darmouth para varones, y Wellesley y Smith para
mujeres. La mayoría de ellos se ha distinguido por dos notas: la de su
alta eficiencia educativa y la de su escaso influjo religioso positivo. En
la actualidad, los congregacionalistas, defensores en teoría de
la libertad de educación, son enemigos acérrimos (basta para ello hojear
su revista The Christian Century) de las escuelas parroquiales
católicas.
La actividad misionera
de las iglesias congregacionalistas data desde los primeros años de su
permanencia en tierras americanas. Las familias de los Mayhew, David Brainerd y
John Elliot son de las figuras misioneras más amables en una época en la
que el protestantismo oficial tenia descuidada la conversión de
los paganos. Su interés por aprender las lenguas nativas, de traducir a
las mismas la Biblia y aun hasta de pensar en la formación de un clero
indígena para ellos, hacen honor a su celo y a la solidez de sus métodos
de apostolado. Al tener lugar —a principios del siglo XIX— el
reavivamiento misionero de las iglesias separadas, fueron de nuevo los
congregacionalistas los primeros en organizar la American
Board of Commissioners for Foreign Missions, asociación de tipo interdenominacional, pero
valiosísima en toda la historia de sus misiones. Sus enviados se esparcieron
por todo el mundo. En cambio, en la actualidad los congregacionalistas como
tales ocupan un lugar bien modesto en las empresas misioneras de la Reforma
norteamericana .
El problema de la teología congregacionalista merece un apartado especial. Toda contribución
auténtica de una iglesia al acerbo cristiano ha de empezar por aquí y no
sabe uno si la del congregacionalismo es muy aprovechable. Ya su punto de
partida era peligroso: la absoluta libertad concedida a la congregación local
y al individuo en materias teológicas. Las primeras comunidades americanas
adoptaron la Declaración de Savoy y la llamada Plataforma de
Cambridge, compilada en 1648, y basada en la Confesión de Westminster,
pero advirtiendo que ninguno de sus seguidores estaba obligado a seguir
aquellas creencias. Con ello su aceptación quedó en letra muerta y las
comunidades continuaron forjándose sus propios credos. No es extraño, pues, que
el congregacionalismo haya pasado por una serie de crisis doctrinales a lo
largo de su existencia. La más célebre fue la surgida entre ciertos grupos
anti-trinitarios que. dirigidos por W. Channing, se separaron de su
iglesia para formar un movimiento radical conocido por el nombre del
unitarismo. Por entonces (1825) el congregacionalismo quedó diezmado. La
pérdida de más de cien iglesias; de la universidad de Harvard y de ricos
legados; así como el miedo de que, por aquel camino, iban al desastre,
sirvió de freno para futuras escisiones y de acicate para un intento
de renovación interna con la vuelta a los principios del calvinismo.
Es, con todo, más que
dudoso hablar de una recuperación en toda línea. «El congregacionalismo, nos
dice una autorizada publicación protestante, ha provisto al protestantismo
de un muy elevado número de teólogos liberales. Empezando por la llamada teología de Nueva Inglaterra, la vanguardia de la teología liberal ha estado
formada por congregacionalistas. El unitarismo y el modernismo han sido en
gran parte el fruto maduro de la indiferencia congregacionalista en
materia de doctrina y su insistencia en la libertad de expresión al margen
de la autoridad eclesiástica... Horace Bushnell, H. Ward Beecher, Lymann
Abbott, Washington Gladden y otros han salido de las filas del
congregacionalismo... La posición doctrinal de su Plan de Unión con
los presbiterianos es tan latitudinaria, que el liberal y el conservador
pueden hallarse dentro de ella a su gusto. Prácticamente podemos asegurar que
el congregacionalismo admite en su seno a hombres de toda clase de creencias
sin otra base común que la de cierta unidad fraternal (fellowship)
de los individuos y de las comunidades a las que, por lo demás, se les
deja amplio margen de divergencia y de opinión».
Después de lo dicho,
parecerá inútil todo intento de clasificación de creencias
comunes a los
congregacionalistas. «No tenemos, se lee en uno de sus programas de invitación,
ningún libro de disciplina, ni preceptos ni regulaciones obligatorias. La
conciencia educada de nuestros seguidores debe constituir la regla única
de su conducta... No hacemos declaraciones doctrinales que puedan violentar el
entendimiento humano deseoso de conocer la verdad. A ninguno de nuestros
miembros se le dice lo que tiene que creer sobre un punto concreto
antes de pertenecer a nuestra iglesia. Basta que participe en nuestro
común propósito y tenga deseos de comunicar con otros que buscan también
una experiencia religiosa genuina, lo que es mejor para su vida, para ser un
miembro digno de nuestra organización. Esta es la razón por la que muchas
personas liberales y de miras abiertas en el campo social, en el moral y
en el religioso se sienten atraídas hacia nosotros».
Por otra parte, los
congregacionalistas se resienten cuando se les dice que no poseen un credo, y pretenden hacer una distinción entre las creencias
oficiales impuestas por la iglesia como obligatorias y las que de
hecho son común posesión de sus adeptos. Además, nos añaden, lo que
nosotros rechazamos son los credos de fabricación humana y las
elucubraciones teológicas. Con todo, la respuesta deja mucho que desear,
sobre todo cuando se ve su modo de proceder en la práctica. «Algunas de
nuestras iglesias, dice uno de sus autores, emplean el Credo de
los Apóstoles. Otras han abandonado su uso a causa de una o dos sentencias
de su texto que les parecen falsas. Los congregacionalistas, aun con su
pasión por la verdad, no quieren atarse a símbolos de la fe. Nuestra
fidelidad se dirige, no a una lista de fórmulas estereotipadas, sino a la
fe en la persona viviente de Jesucristo». Pero, ¿qué decir —caso que ocurre
entre ellos con bastante frecuencia— cuando la personalidad divina de ese
Cristo, dejado a la interpretación individual, queda rebajado de su
excelso pedestal hasta convertirse en nada más que «el hombre más grande
de la historia»
Del estudio de sus
fórmulas de la fe (la Declaración de
Kansas, 1913, o la
posterior de 1944) no se saca mucho en limpio respecto de sus convicciones
religiosas. Tal vez el método negativo, es decir, la enumeración de lo
que, en contraposición con los demás cristianos, no creen, nos ayude un
poco a dilucidar la cuestión. Empecemos por la autoridad de la Biblia
proclamada por ellos, como lo es por la mayor parte del protestantismo,
como «fuente única de sus creencias». No se crea, sin embargo, que el
Libro Sagrado tiene a sus ojos el mismo valor que para la mayoría de
nosotros. Las iglesias congregacionalistas, tomadas en bloque, son
de tendencias modernistas, niegan la inspiración verbal de las Escrituras,
restringen arbitrariamente los pasajes que pueden considerarse como
«inspirados —de una manera vaga— por Dios» y admiten la existencia de
mitos, errores y creencias meramente humanas en sus páginas. «La Biblia,
nos dirá D. Horton, es considerada por los congregacionalistas como un libro en
el que Dios se nos revela de una manera inigualable. Lo importante en ella
es el conocer que Dios, tal como se nos revela en Cristo, es amor. Todo el
resto de su contenido es sencillamente una elaboración de esta verdad
fundamental. Es la gran verdad que Dios nos enseña en las páginas de la
Escritura. Los congregacionalistas aplican de buena gana los métodos de
la ciencia moderna al estudio de la Biblia. Como resultado de estas
investigaciones, piensan que conocen los secretos de los Libros Sagrados
mejor de lo que acaecía a sus antepasados de épocas precientíficas». Esta
declaración en apariencia un tanto sibilina, se ilumina siniestramente
cuando se ven las aplicaciones que sus teólogos hacen del texto sagrado a
doctrinas de importancia capital para la conservación de nuestra fe.
Los congregacionalistas
no creen en el nacimiento virginal de Cristo. Consideran que se trata de una
«doctrina libre», sujeta a la investigación histórica y de escasa importancia
para la Cristología. Precisamente la inserción de esta doctrina en el
Credo de los Apóstoles contribuye a que muchos de los suyos se nieguen a
rezarlo en sus servicios religiosos. Por lo visto, el punto más céntrico de la
divinidad de Cristo no supera en importancia al anterior. Sería demasiado decir
que, fuera de casos aislados, se atrevan a negar abiertamente dicho misterio.
Pero tampoco nos dan fórmulas inconfundibles y netas para definir esa verdad.
Frases como «Dios está en Cristo»; «Cristo está tan cerca de su Padre
como un hijo puede estarlo del suyo»; «Cristo se parece a Dios tanto como
un hijo se puede parecer a su padre», etc., son tan equívocas que, o
resultan heréticas, o distan mucho de darnos la plenitud del sentimiento
cristiano. Horton nos asegura que los congregacionalistas creen en el
Espíritu Santo. Por desgracia, la mera aserción de la frase no tiene —en
el vocabulario del modernismo— excesivo valor y uno busca inútilmente en los
escritos congregacionalistas la confirmación de su fe en una tercera Persona de la Santísima
Trinidad, consustancial al Padre y coigual a Él en la divinidad.
En la teología
congregacionalista, la Iglesia en el sentido clásico de la palabra carece de
significado y se reduce a la presencia conjunta de cierto número de fieles que
se reúnen en el nombre de Cristo. Por consiguiente los congregacionalistas no
creen en la sucesión apostólica, ni en la existencia de ninguna autoridad
jerárquica y visible en su Iglesia. «La pureza de ésta, escribe H. P. Pruter,
sólo puede mantenerse si Cristo es su única Cabeza. El gobierno de
obispos, de sínodos o de conferencias es sencillamente una usurpación de
su poder y constituye un insulto para los creyentes... Cristo manifiesta
su voluntad a la Iglesia, no particularmente a sus oficiales, a los
obispos o a cualesquiera otras autoridades humanas por mucho que estas
invoquen su sagrado nombre. La Iglesia es la reunión de los creyentes en
su nombre y en eterna amistad. La revelación de Cristo se hace directamente a
todos y a cada uno de ellos. Este ha sido el genio del congregacionalismo
y el negarlo equivale a rechazar todo lo demás».
La única sucesión apostólica admisible es la que cada uno de los fieles
lleva y trasmite a las siguientes generaciones.
Sus doctrinas
sacramentales son raquíticas. Afirman la existencia de dos sacramentos, pero
dando a ambos una interpretación más liberal que la mayoría del protestantismo.
El bautismo se reduce a «un rito por el cual la iglesia recibe al niño o
al adulto como miembro de la comunidad». No es necesario para la salvación y
puede administrarse según el rito que plazca al candidato o a sus padrinos.
«Nadie, escribe Micklem, se salva por haberse sujetado al rito bautismal ni se
pierde por no haberlo recibido. Nuestra salvación descansa en las eternas
promesas de Dios y no en un rito administrado por la Iglesia. Esto,
por otro lado, no hace inútil aquella ceremonia. Los hijos nacidos de
familias cristianas pertenecen al pacto (covenant) de la gracia y la promesa de Dios, hecha
a los padres, alcanza también a los hijos... dándoles fuerzas para que los
eduquen de modo debido... Sin embargo, rechazamos para siempre la idea
supersticiosa de que la ceremonia (del bautismo) altera la actitud de Dios
respecto del bautizado o que determina de cualquier manera que sea su
eterno destino. El bautismo no se nos da para ayudar a Dios, sino para
consolarnos a nosotros». Algo semejante ocurre con sus concepciones sobre
la Eucaristía. El congregacionalista no cree en la presencia real. Se
trata «sencillamente:* de una ceremonia simbólica de nuestra unión con
Cristo y de nuestra mutua caridad. Su único valor es para aquellos que lo
reciben con la fe. «La Sagrada Comunión, escribe Horton, es el banquete
ritual en el que Cristo es el huésped y por medio del cual se confirma y se
robustece la fe de la Iglesia». Por eso es un rito que puede ser administrado
por los mismos seglares: «es la Iglesia la que celebra, no el ministro; éste
se contenta con presidir la celebración».
En materias de
moralidad, los congregacionalistas quieren evitar «el rigidismo que ha dictado
las normas de las demás iglesias». Afirman que no pueden prescribirse a los
fieles reglas generales respecto del uso del tabaco, de las
bebidas alcohólicas, de los juegos de azar, etc. A pesar de creer que el
matrimonio es «un estado santo», sostienen que es lícito a los esposos, y
no contrario a la voluntad de Dios, «hallar medios para impedir la venida
al mundo de nuevos hijos». El congregacionalismo prefiere no pronunciarse
oficialmente sobre el divorcio. Pero tampoco se opone a admitirlo «después de
que los esposos han entrado en la tragedia del divorcio espiritual de sus
voluntades».
Antes de hablar de las
tendencias ecumenistas del congregacionalismo, digamos dos palabras sobre la
organización eclesiástica del mismo. Su sistema se funda en dos principios: el
de la independencia de la iglesia local y el de la ya mencionada unión
fraternal (fellowship) de varias de ellas. Ambos principios parecen
fundamentales a su estructura. En la Declaración de Kansas (1913) se decía
expresamente. «Creemos en la libertad del individuo; en su derecho
al juicio privado; en la autonomía de la iglesia local; y en la
independencia de ésta de todo control ajeno». La razón aducida por algunos
de sus autores para defender esta «inviolabilidad» es que, según sus
teorías, «la congregación local puede conocer la mente de Cristo sobre sí
misma mejor que cualquier otro grupo externo... La relación entre Cristo y
los dos o tres congregados en su nombre es sagrada». Los oficiales de estas
congregaciones locales (la única Iglesia según ellos) son los
pastores y los diáconos. La mayoría de las comunidades de congregacionalistas
no tienen ancianos, a no ser que se dé este nombre al pastor de más
edad encargado de la enseñanza religiosa. En cambio, los diáconos revisten
entre ellos un rango y unos poderes no comunes a otras iglesias de la
Reforma. Son los consejeros del pastor; ejercen vigilancia sobre sus miembros;
y llevan una buena parte de los negociones de orden espiritual. En
otros tiempos recibían también la ordenación, cosa que ahora ha caído
mucho en desuso. Tampoco son ya vitalicios, sino que sirven para un número
determinado de años. El pastor es «un miembro escogido por sufragio común,
solemnemente separado del resto de la comunidad y ordenado por la
imposición de manos hecha por los pastores de más edad, mientras los
hermanos acompañan la ceremonia con sus ayunos y oraciones». El no recibe
ningún sigilo especial que lo distinga del resto de los fieles
quienes ya gozan de voz activa y de amplios derechos en la iglesia. Una
vez terminado su mandato, se reunirá con el resto de la comunidad para
continuar viviendo como uno cualquiera de los fieles.
El principio de la unión fraternal tiene por objeto evitar la atomización que
amenaza al congregacionalismo. Las asociaciones supralocales son de diversa
categorías: el distrito (county); el estado de la Unión; y la nación. Sobre todos ellos está una organización todavía más universal que recibe
el nombre de Concilio general de las iglesias congregacionalistas. La
razón de ser de todos estos organismos se limita a su cooperación amistosa y a
la consulta mutua. «Mientras afirmamos, se decía en el documento antes citado,
la libertad de nuestras iglesias locales y la validez de nuestro
ministerio, sin embargo, nos asociamos a la unidad y a la catolicidad de
la Iglesia de Cristo aunando para ello todas nuestras ramas con miras a
una cordial cooperación, pidiendo además al Señor que, por cuanto a
nosotros toca, tenga realización su plegaria de que todos seamos una
misma cosa». Se ha dicho que «la fusión de estos dos elementos manifiesta
por una parte la fuerza y por otra la debilidad de los principios
congregacionalistas: la fuerza, en cuanto que hace tanto hincapié en la
responsabilidad del individuo; y la debilidad en cuanto que esa misma
situación lo hace incapaz de controlar las aberraciones doctrinales al dar
alas al más extremado liberalismo».
Es obvio que el
congregacionalismo —que «acepta miembros de otras iglesias sin volverlos a
confirmar y pastores de otras denominaciones sin volverlos a ordenar»— figure
entre las ramas protestantes más abiertas a la cooperación con otras
iglesias. En sus obras se citan las muchas fusiones y uniones intentadas
o efectuadas a lo largo de estos decenios. Ha habido también casos en los
que el congregacionalismo ha admitido en su seno a denominaciones
distintas de la suya. En 1924 su Concilio general decidió recibir a la Iglesia evangélica protestante
de Norteamérica. En 1931 tuvo lugar su fusión con la iglesia cristiana. En 1957
hizo lo mismo con la iglesia evangélica y la reformada. En la vida
ordinaria, los congregacionalistas no parecen ofrecer dificultad en aceptar
para la comunión eucarística a miembros de otras iglesias, cualesquiera
que éstas sean. Los congregacionalistas han tomado
siempre parte activa en las organizaciones que, de una manera o de otra,
suponen una colaboración interdenominacional. Al congregacionalista Francis E.
Clark se debe la fundación, en 1881, del Christian Endeavour, una de sus
asociaciones más potentes de nuestro tiempo. Sus miembros cooperan
activamente con el Young Men’s Christian Association (o con su
rama femenina) así como con agrupaciones en favor de la paz, de los
refugiados, contra la prostitución y el vicio, etc. Tomaron también parte
activa en el Federal Council of Churches of the U. S. A. y en su
brote internacional, el Consejo mundial de las iglesias. Sin
embargo, respecto de este último organismo, su actitud aparece un tanto
vacilante. Están a favor del ecumenismo y lo ensalzan hasta las nubes.
Pero temen que el presente andamiaje —a pesar de todas sus protestas oficiales
de que no es más «que un canal» y «un instrumento» de la unificación— se
convierta de hecho en una super-iglesia que paulatinamente vaya privando
de libertad a los miembros participantes. El Consejo mundial les agrada
mientras se conserve en el humilde puesto de unión federativa, pero
se les hace insoportable desde el momento en que empieza a hablar de unión
orgánica. «Por lo que toca a las iglesias congregacionalistas. nos dice
Burton, es evidente que una buena parte del movimiento ecuménico es
totalmente contrario a nuestras libertades intelectuales y espirituales y que
—de llevarse un día a cabo en toda su amplitud— constituiría una auténtica
amenaza a la administración completa y directa de nuestras comunidades
locales»
Según el último censo
(1953), el número de adeptos del congregacionalismo norteamericano es de
1.283.754, repartidos en 5.573 iglesias. Estos totales incluyen a los miembros
de esas denominaciones que, como las iglesias
cristianas, se han
amalgamado con ellos en diversas ocasiones. A los totales se pueden
añadir los grupos de independistas (unos 30.000) que en 1921 se desgajaron
de la rama principal y constituyeron la iglesia congregacionalista de
la santidad. Por lo que uno vislumbra de sus estatutos, se trata de un
sector que ha querido escapar del liberalismo a ultranza de la iglesia
madre. En su nueva estructura, ha adoptado varios elementos tomados del
pentecostalismo. Cree en la Santísima Trinidad, defiende la inspiración literal
de la Biblia, la santificación, las curaciones espirituales, la inminente
segunda venida de Cristo, etc. Usa el lavatorio de los pies y cree en el
segundo bautismo con todo el acompañamiento de dones y de carismas que
siguen a los que han sido de verdad regenerados. Por lo demás, es posible que
no haya dentro del congregacionalismo muchas escisiones de este
género. Sus miembros están en general satisfechos con su situación. Las
prescripciones morales impuestas por su iglesia son de «las más
tolerables» y apenas hallan conflicto alguno con la mentalidad de los tiempos
modernos. Doctrinalmente los dogmas cristianos no les causan grandes dolores de
cabeza. «El liberalismo, escribe Foster, ha sido para ellos una cosa de
interna necesidad y fruto de ser iglesias libres, de no estar
sometidos a ninguna autoridad eclesiástica y de unirse libremente con quienes
piensan como ellos en materias de religión»
EL PRESBITERIANISMO
En cuanto grupo
protestante aparte, el presbiterianismo se distingue por dos características
principales: una negativa, de oposición a todo régimen episcopal —y, a
fortiori, pontificio— y otra positiva, la aceptación de un orden
eclesiástico en el que la autoridad reside en un consejo de ancianos (presbyterium), compuesto casi a partes iguales por pastores ordenados y
por representantes seglares. La participación activa de estos últimos en los
negocios de la iglesia constituye la esencia misma del sistema. Con frecuencia,
las escisiones internas han tenido como causa la convicción —por parte del
grupo disidente— de que se había atentado contra aquellos «inviolables
derechos».
Históricamente el
presbiterianismo es de origen calvinista y los conatos de algunos de sus
defensores por retrasar sus comienzos «hasta la misma era apostólica», han
resultado nulos. La historiografía seria tampoco está dispuesta a aceptar, sin
pruebas bien contundentes, que un supuesto gobierno eclesiástico
prevalente en exclusiva durante el primer siglo de la era cristiana
desapareciera súbitamente de la Iglesia Universal para volver a resucitar
mil quinientos años después por obra y gracia de unos cuantos dirigentes
religiosos. Muchos presbiterianos caen ya en la cuenta de lo frágil de su
antigua posición y prefieren mantener que «en la Iglesia primitiva no
existió un tipo de gobierno eclesiástico obligatorio para todos» y que, en
consecuencia, «ninguna de las iglesias modernas puede llamarse en
este sentido divinamente ordenada».
Dejando de lado la
discusión del problema, tratemos de seguir el hilo de la historia. Al estallar
la revolución protestante, el sistema presbiteriano no figuraba aún en el
programa de los dirigentes. Lutero, es verdad, había insistido en
el «sacerdocio universal» de todos los creyentes y había entregado a estos
«el poder de las llaves». Pero, tenía escasa fe en los seglares y prefirió
encomendar las riendas de la iglesia a «los buenos príncipes». En el
zwinglianismo, el poder eclesiástico había quedado en manos del consejo de la
ciudad, en otras palabras, de nuevo con la autoridad civil. Calvino
abrigaba en este particular sus propias concepciones. También él hablaba de
«sacerdocio universal» y de una total separación del
poder civil del eclesiástico. La potencia espiritual debía quedar encomendada,
no a un solo individuo, sino «a una compañía de hombres deputados
para aquel oficio». Como, por otra parte, la regla de conducta estatal
había de ser la Biblia y esta no tenía otro instrumento autorizado de
interpretación que «la noble compañía», todo se reducía a encomendar a
aquel cuerpo de ancianos las riendas de la nación. El poder
verdadero estaría centralizado en el organismo compuesto por tales
elementos, es decir, por el consistorio. Las amonestaciones y excomuniones dictadas por éste (y reforzadas cuando hiciera falta por juicios sumarísimos y
con penas de muerte) servían de norma para aquella disciplina a la que el
fundador atribuyó siempre capital importancia
Sabemos por la historia
que el plan calvinista (al menos tomado en su conjunto) no resultó práctico.
Durante su vida, Calvino dominó con mano férrea los destinos de Ginebra. En
cambio, sus sucesores no fueron ya capaces de mantener la misma disciplina
convertida en insoportable aun a sus mismos seguidores. La inaplicabilidad
del método resultó todavía más patente en otros países donde las autoridades
civiles no estaban dispuestas a ceder el mando. Holanda y Alemania lo
rechazaron desde los comienzos. En Inglaterra hubo un conato de implantar
el sistema ginebrino para que, dominando en el Parlamento, controlara
desde él a la nación entera. Pero el intento fracasó. Desde entonces el
presbiterianismo se ha contentado con proclamar la separación absoluta de
ambos poderes y con insistir en una forma de gobierno a base de un consejo
de ancianos
La primera chispa del
auténtico presbiterianismo brotó en las Islas Británicas, y su caudillo fue John Knox (1517-1572) sacerdote inglés que, después de
haber apostatado del catolicismo, se dedicó primero a los negocios
particulares y más tarde a la predicación de los principios de la Reforma.
Acusado de complicidad en el asesinato del cardenal Beatón, Knox fue
encarcelado y condenado a 18 años de galeras. Pero, puesto pronto en
libertad, volvió en 1549 a Inglaterra. Dos años después era ya capellán de
Eduardo VI; tomaba parte activa en la composición del segundo Prayer Book e insertaba en las fórmulas vocablos en los que se negaba la presencia real. Al
subir María Tudor al trono, Knox huyó con otros muchos al continente donde
se ocupó en escuchar a Calvino mientras hacía también de capellán
de los disidentes ingleses en la ciudad de Frankfurt. Vuelto a Escocia en 1555,
predicó las nuevas doctrinas con tanta aceptación que llamó la atención de
la policía de la reina y hubo de volver a andar el camino de Ginebra. La
nueva estancia transcurrió en calma fuera del incidente del libro escrito
contra el gobierno de las mujeres, cosa que molestó mucho a la reina Isabel.
Confiando, sin embargo, en los muchos partidarios con que contaba en las
islas volvió a entrar en ellas en 1559. Se estableció en Escocia y a
fuerza de trabajos y predicaciones, logró sin tardar (1560) que el mismo
Parlamento aprobara su Confesión de Fe y un Primer Libro de Disciplina, aunque la experiencia le viniera a demostrar que la aceptación no había
sido, ni mucho menos, completa.
La primera Asamblea
General, reunida el 20 de diciembre de 1560, decidió aceptar las líneas
generales del sistema eclesiástico calvinista, pero con una importante
excepción. Con el fin de disfrutar de las antiguas rentas episcopales
del dominio, Knox se inclinó a dejar intacto el cargo de obispo, por
supuesto sin atribuirle el carácter de sucesión apostólica que había conservado
en el resto de la Iglesia. El Libro
de la Disciplina señalaba en el
capítulo V los fines a los que, al menos teóricamente, debían dedicarse
aquellos bienes: el sustento de los ministros; la educación del pueblo, sobre
todo en los principios de la religión reformada; y la ayuda a los pobres. Pero
las decisiones dieron origen a muchas controversias. La oposición surgió de dos
partes: de los gobernantes y nobles que querían aprovecharse de aquellos
bienes para su lucro personal; y de los calvinistas ortodoxos que criticaron a
Knox por contemporizar en una materia que parecía incompatible con el
espíritu de la Reforma. El retomo de Ginebra de Andrés Melville en 1570
indicó el comienzo de una verdadera contraofensiva. En 1580 la Asamblea
declaró que las pretensiones episcopales de Knox carecían de fundamento en
la Palabra de Dios. Todos menos cinco de los obispos presentaron su
dimisión. Al año siguiente Melville redactó un Segundo Libro de
Disciplina que, a pesar de la oposición de ciertos sectores, sirvió de
base a la proclamación (1592) del presbiterianismo como religión oficial
del Estado.
Con esto, la iglesia
presbiteriana entró en períodos de crisis, en disgregaciones y uniones
eclesiásticas de cuya descripción podemos prescindir en este lugar. Durante el
reinado de Carlos I de Inglaterra el arzobispo primado Laúd trató a
sus seguidores con extrema crueldad. Luego unieron sus fuerzas con el
ejército de Cromwell, tomaron parte activísima en la Asamblea de
Westminster y aun creyeron por un momento que, derrocado el episcopado
anglicano, les quedaba abierto el camino de la victoria. Pero no fue así.
El Acta de Uniformidad de 1662 fue un intento de arrancarles sus
creencias. Muchos cedieron ante las presiones, pero otros prefirieron
perder sus parroquias antes de claudicar en la fe y quedaron eliminados de
la vida eclesiástica de la nación. Con todo, la revolución de 1688 les dio
un respiro y pudieron empezar a vivir sin graves cortapisas. Quedaban
por regular, cosa ya más difícil, las disensiones internas. La reina Ana
se había dado a sí misma el título de «protectora» de la iglesia,
nombramiento que dio lugar a dos secesiones en 1737 y 1745. Un siglo
después (1843) ocurrió otra nueva disgregación con la retirada en masa de
pastores y fieles y la formación de una iglesia presbiteriana libre. En aquella ocasión fueron muchos los que sufrieron malos tratos y aun la
misma muerte (los mártires por equivocación) en defensa de sus
principios religiosos. La revocación, por parte del Parlamento británico,
de la irritante cláusula de las intervenciones reales, favoreció en modo
sensible la reunificación de las diversas tendencias. En 1850 se formó el
«Sínodo de la iglesia presbiteriana de Inglaterra y de Escocia». A principios
del presente siglo, y en medio de un gran alborozo popular, Aolvieron a
unirse la iglesia libre y las iglesias presbiterianas unidas. Pero el titulo no fue duradero ya que en 1929 hubo de abreviarlo por el de iglesia de Escocia. Jurídicamente esta continúa siendo la iglesia
estatal (regida por unos reyes de Inglaterra que son jefes espirituales de
la iglesia anglicana), y la «independencia espiritual» de que goza, parece
colmar sus deseos. Hay, sin embargo, grupos rebeldes que todavía prefieren
mantenerse al margen de estas uniones eclesiásticas. El prebisterianismo
escocés cuenta con 300.000 miembros.
Escocia continúa siendo,
sin género de duda, el centro y la meca del presbiterianismo mundial. Las
constituciones de su iglesia sirven de modelo a las demás y es en Edimburgo,
sobre todo en la universidad de St. Andrews, donde se beben todavía las
puras esencias del presbiterianismo. Una estancia más o menos prolongada en la
capital escocesa continúa siendo la meta de todo auténtico discípulo de
John Knox. En punto a doctrina, el presbiterianismo escocés sigue la
pauta trazada por el Sínodo de Westminster (1642-9). Durante siglos sus
teólogos se han atenido a la interpretación rígida de sus cánones y de sus
principios doctrinales. Hoy no todos observan la misma fidelidad y existen
conatos de acomodar «a las exigencias actuales» algunas de las más
difíciles doctrinas calvinistas empezando por la del predestinacionismo. En su
régimen eclesiástico observamos la presencia, con muy escasas variantes,
de los oficiales y ministros de toda iglesia reformada. La autoridad está
en manos de los pastores y de los ancianos —o regidores— «Ruling
Elders». Este título
indica que su poder es administrativo mientras que el del pastor comprende
además el oficio de enseñar (Rulers and Pastors). Ambos reciben el nombre
de presbíteros. El organismo en que estos oficiales ejercen sus
funciones, se llama iglesia-sesión (Kirk-Session) y opera en
cuatro planos distintos, unos superiores a otros. Viene en primer lugar el
organismo local o parroquial, compuesto por un pastor y dos o más
asesores seglares (ancianos). La elección de ambos se hace por votación,
aunque el estado conserve en teoría ciertos derechos de superintendencia.
Viene en segundo lugar el presbiterio que es una especie de
tribunal de segunda instancia, compuesto igualmente de ministros y
ancianos provenientes de una extensión territorial más o menos limitada. En un
tercer plano aparece el sínodo, integrado por cierto número de
presbiterios de una superficie mayor que se llama provincia, así como el
sínodo formado se llama sínodo provincial. A medida que se asciende
en estas categorías, aumenta también la autoridad ejercitada sobre cada
una de las dependencias inferiores. Viene, por fin, el organismo
supremo del presbiterianismo que es la Asamblea
General.
El presbiterianismo
escocés —y veremos que el caso se aplica a todas sus demás ramas— tiene poco de liturgista o ritualista. Sus teólogos enseñan que
en las Sagradas Escrituras se encuentra poco de estas materias a excepción
de la regla de la oración y de la recepción de ciertos sacramentos. En su
opinión, la máxima simplicidad litúrgica «es más conforme con el espíritu
y la práctica de Cristo». Hubo un tiempo en que sus seguidores emplearon
para el culto religioso un Libro del Orden Común (denominado
también la Liturgia de Knox) compuesto por el fundador durante su estancia
en Ginebra. Pero su empleo fue siempre facultativo y no tardó mucho en caer en
desuso para quedar sustituido, después de la Asamblea de Westminster, por
un Directorio del culto presbiteriano. Sin embargo, tampoco éste ha
alcanzado nunca el rango de los grandes manuales de culto y menos todavía
el del Prayer Book. El presbiterianismo deja en todo esto mucha
libertad. A la primitiva severidad (en la que se excluía toda imagen y
todo símbolo por miedo a la idolatría romana) siguieron en el siglo
pasado ciertas atenuaciones de consideración. Hoy, al menos en muchas partes,
las tendencias litúrgicas van ganando terreno. «Aunque la predicación continúa
ocupando el puesto central de su culto, nos dice N. H. Hope, no se puede
negar el influjo ejercido en Escocia por el despertar litúrgico que afecta
a toda la cristiandad. Hasta tenemos entre nosotros un partido presbiteriano
católico escocés que, en contacto con el movimiento norteamericano del lona Community, trabaja activamente en la revitalización de la iglesia
y por atraer a los muchos que sólo nominalmente pertenecen a ella».
La iglesia presbiteriana
de Escocia se ha distinguido siempre por la preparación teológica dada, sobre
todo en Edimburgo, a sus pastores. Ha sido asimismo rigurosa en la selección y
en la admisión de nuevos candidatos. La circunstancia de que su admisión y
su permanencia en una parroquia estén sometidas a la votación popular,
contribuye asimismo a una mejor selección de los aspirantes al cargo. La
iglesia escocesa ha tomado también parte activa en los trabajos y estudios
misioneros. Entre sus grandes figuras de primera hora descollaron Alexander
Duff, fundador y promotor de las obras de educación en la India;
David Livingstone, el explorador misionero de las selvas africanas; John
Ross, el roturador de sus grandes misiones en el Norte de la China y en
Manchuria, etc. En la actualidad el presbiterianismo escocés tiene más de
300 misioneros esparcidos en la India, Pakistán, África, Arabia del Sur,
Indias occidentales y Malaya. La proporción, aunque baja en relación con el
empuje del presbiterianismo estadounidense, indica que la tradición misionera
conserva todavía parte de su fuerza en la iglesia. Respecto de los
movimientos ecuménicos, los teólogos de Edimburgo han intervenido con
frecuencia en Ginebra, aunque adviniendo a todos la necesidad de permanecer
fieles a «las tradiciones peculiares de cada iglesia». Por esta misma
razón, terminaron en fracaso los intentos de amalgamación llevados a
cabo todavía recientemente con el anglicanismo .
Del resto del
presbiterianismo continental, bastarán las siguientes brevísimas indicaciones.
Hemos hablado en varias partes de las vicisitudes del presbiterionismo
inglés. Fuera del
paréntesis del reinado de Cromwell, su situación nunca ha sido próspera.
«Al presbiterianismo inglés, escribe Loetscher, lo han salvado
los escoceses. Aun en el siglo XVIII los tres condados del Norte de la
Isla llevaron una vida más próspera que en el resto de la nación merced a
la continua afluencia de ministros formados en Escocia y de feligreses
escoceses que ocupaban los bancos de sus capillas». En el mismo siglo XVIII la
iglesia sintió las convulsiones del deísmo y del racionalismo, para ver
además que muchos de sus adeptos se pasaban al unitarismo o a la iglesia
de Escocia. En 1878 sus partidarios constituyeron, con la adición de grupos
autónomos, la iglesia presbiteriana de Inglaterra. Aunque
últimamente parecen notarse señales de cierto rejuvenecimiento
espiritual, todavía muchas de sus comunidades están imbuidas de
modernismo. Para cubrir la falta de aspirantes masculinos al pastorado.
sus dirigentes están pensando en establecer para las mujeres una nueva
categoría eclesiástica: la de "hermana de iglesia» (Church
Sister). Sus misioneros trabajan en Formosa. Pakistán y Malaya. En
1953 la iglesia contaba solamente con 68.599 miembros .
Los presbiterianos
entraron en Irlanda en tiempos de Jacobo I quien les mostró su
generosidad con las propiedades arrebatadas a los católicos. Durante la
persecución que los Estuardos levantaron —sirviéndose de ordinario de la
iglesia oficial— contra ellos, muchos emigraron a
ultramar mientras otros se instalaban en el Norte de Irlanda. Esta —el
famoso Ulster— se convirtió así en nido de rabioso presbiterianismo. En
1840, con objeto de formar un frente común contra los católicos, sus dos
sínodos (hasta entonces no muy amigos) se unieron para formar la iglesia
presbiteriana de Irlanda. Parece haber en el mundo protestante un gran
empeño en conservar intacta esta porción de su herencia y la
propaganda (aun la política) de las grandes naciones protestantes se
muestra siempre a su favor. Para estrechar sus lazos con el resto del
protestantismo internacional, los presbiterianos irlandeses están
abandonando algunas de las formas más severas de su culto y de su disciplina.
Han emprendido trabajos misioneros en la India, Jamaica y Singapore. En
1953 la iglesia contaba con 477.564 miembros, incluidos los presbiterianos de
Eire. En el Canadá el presbiterianismo ha trabajado para unificar
sus diferentes y desperdigadas ramas. Algunos de sus grupos se unieron con los
metodistas y congregacionalistas para formar (1925) la iglesia
unida del Canadá. Otros han preferido conservarse independientes. Los
demás conservan su nombre anterior (180.000 adeptos) y se niegan a
amalgamarse con los otros. Entre Australia, Nueva Zelanda y el Africa del
Sur, el presbiterianismo cuenta con una fuerza global de más de 200.060
seguidores, de ellos más de la mitad en el primero de los países
mencionados.
«Esta, escribe E. T.
Thompson, es el producto eclesiástico de la hermandad y del compromiso entre
los refugiados calvinistas que procedían del continente europeo huyendo de la
persecución religiosa y de los infortunios económicos que les ayudaron a mirar
al nuevo país como a su única esperanza de liberación y de prosperidad. Los
refugiados llegaron del Palatinado alemán, de la Francia de los hugonotes,
de Holanda, de Inglaterra y del país de Gales, pero sobre todo de Irlanda
y de Escocia. Así forjarían su destino en un país que estaba por desarrollarse
y en el que podrían adorar a Dios según las doctrinas y la liturgia
presbiteriana recogiendo de aquel modo los frutos de su creativa labor».
Durante el primer siglo de su permanencia en la nueva patria, los
presbiterianos apenas figuraron en el mapa religioso norteamericano. Los
pequeños grupos esparcidos en Virginia, Massachussets, Long Island y Nueva
York, eran insignificantes y se hallaban desorganizados. El verdadero
trabajo fundacional se debió al Rdo. Francis Makemie, venido de Irlanda
para ocuparse de los correligionarios que se instalaban en Maryland y en las
regiones circunvecinas. Casado con la hija de un rico dueño de
plantaciones de Virginia, Makemie puso sus riquezas al servicio de
la causa presbiteriana. Recorrió el país de Norte a Sur y fue el verdadero
creador de muchas de sus comunidades. En varios viajes a Irlanda, reclutó
pastores que le asistieran en su trabajo. El primer sínodo general se celebró
en Filadelfia (1729) adoptándose allí la Confesión de Fe de Westminster
«como forma y sistema del todo aceptable», en cosas esenciales, de la
doctrina cristiana. Entre 1707 y y 1775 tuvo lugar la gran ola de
emigración escocesa e irlandesa a los Estados Unidos. Se calcula que más
de medio millón de ellos se instaló por entonces en las colonias de New
Jersey, Pennsilvania, Maryland, Virginia y Carolinas.
No faltaron a la iglesia
roces y disidencias. Los recién venidos de Europa insistían en la sólida formación
teológica de los candidatos al ministerio y rechazaban toda predicación de
emocionalismo exagerado. Los ya nacidos y educados en América, se preocupaban
menos de la formación académica con tal de que los aspirantes tuvieran
otras cualidades y, sobre todo, mostraran destreza para predicar y
organizar nuevas comunidades. A los primeros se les llamó partidarios de
la «Vieja Escuela» y a los segundos de la «Nueva». En el presbiterianismo
americano se discutió también mucho sobre los «artículos esenciales» y los «no
esenciales» de la religión y de la medida en que su observancia debía de
exigirse a quienes se preparaban para el ministerio. Tales incidentes, al
igual que los causados por el Gran Despertar religioso que unos calificaron de
«el mayor beneficio del cielo» y otros de «auténtica farsa del mensaje
evangélico», causaron más de una ruptura temporal que, sin embargo, no tardaba
en curarse, aunque sólo fuera para dar lugar a otra peor.
La parte activa tomada
por los presbiterianos en favor de la Independencia aumentó su popularidad. Sus
predicadores eran los primeros en proclamar en alto que el rey de
Inglaterra, al romper tiránicamente los contratos que le ataban con sus
súbditos norteamericanos, había desligado a éstos de todo vínculo
jurídico hacia él. En 1781 sus ministros, reunidos en sínodo, declararon
solemnemente que «renunciaban y aborrecían de la intolerancia y creían que
se debía proteger siempre y en todo la libertad de religión». Pronto empezó su
penetración por los estados del Sur. Con todo, sus escritores se quejan de no
haber sabido aprovecharse de aquella ocasión, perdiendo así a una gran
parte de los primeros emigrantes del Ulster que fueron uniéndose a otras
iglesias distintas de la presbiteriana. Los reavivamientos religiosos de
Kentucky (1798-1801), en los que muchos de ellos tomaban parte,
disgustaron a otros que se separaron de la rama principal para formar la
llamada iglesia presbiteriana
de Cumberland que todavía
hoy conserva su independencia. En 1837, 1857 y 1861 tuvieron lugar otras
secesiones, unas debidas a materias doctrinales, otras causadas por cuestiones
raciales. Estas últimas dieron como resultado la formación de la iglesia
presbiteriana del Sur. No todas estas rupturas fueron duraderas y
algunas pudieron restañarse en Filadelfia (1870) a base de la adopción
común de la Confesión westminsteriana. En cambio, la ocasionada por las
disensiones raciales queda todavía en pie agravada por otros malentendidos
que nada tienen que ver con la primitiva controversia. Las iglesias del
Sur se mantienen conservadoras, mientras las del Norte han sufrido
rudos golpes por las luchas internas entre fundamentalistas y modernistas. Estos últimos, para olvidar aquellos males, han preferido darse de lleno a
obras sociales y a la conquista de nuevos adeptos. Muchos de sus
dirigentes esperan, además, que la neo-ortodoxia (muy en boga en sus
seminarios) resuelva el conflicto doctrinal que todavía roe internamente a
una buena parte de sus comunidades.
En 1955 el
presbiterianismo norteamericano estaba todavía dividido en once denominaciones.
De éstas, fuera de las dos ya mencionadas, la mayoría tiene
escasa importancia numérica. La iglesia
presbiteriana asociada continúa
manteniendo su rigorismo; expulsa a los miembros que pertenecen a
las sociedades secretas; y emplea solamente el canto de los salmos (por
supuesto sin acompañamiento de música) en sus funciones litúrgicas. El Sínodo
general de la iglesia asociada presbiteriana vegeta todavía en algunos
de los estados del Sur. La iglesia presbiteriana bíblica continúa
protestando contra las tendencias modernistas de todas las demás
denominaciones. Los presbiterianos
de Cumberland están
fraccionados en dos porciones: la del Sur y la del Norte liberal en
teología y arminiana en la cuestión predestinacionista. Digamos, con todo,
que el grueso del presbiterianismo norteamericano está integrado por
dos facciones casi homónimas: la iglesia presbiteriana de los Estados
Unidos de América (con énfasis en la última palabra) y la iglesia presbiteriana
de los Estados Unidos (así a secas) que representa a los seguidores de
los estados centrales v meridionales. En 1955 se hablaba para las dos
ramas de una comunidad total de casi tres millones de adeptos .
Aun con peligro de
generalizar, podemos resumir las características del presbiterianismo
norteamericano del siglo XX del modo que sigue.
Doctrinalmente, y
aun manteniendo como válida la distinción ya hecha entre sus grupos del Norte y
del Sur, hay que admitir la tendencia norteamericana a abandonar el
calvinismo rígido de los principios. La Enmienda de 1903 por la que
se abandonaba oficialmente el predestinacionismo estricto de Westminster,
fue una muestra clara de ello. En teología, la crítica bíblica, las
teorías de la neo-ortodoxia, y la aceptación de «fórmulas más amplias de
pensar» —asi como la ausencia de requisitos doctrinales para sus
candidatos al pastorado— son una confirmación más de lo que decimos. No
obstante algunas afirmaciones en sentido contrario, continuamos creyendo que
una buena parte de sus grandes teólogos (y por lo tanto de la enseñanza
impartida en sus seminarios) están muy impregnados de modernismo 103.
Litúrgicamente no
hay duda de que el presbiterianismo va evolucionando. La aridez de otros
tiempos va dando lugar al fomento de una vida de más externa devoción. Se
publican devocionarios, manuales de canto comunitario y de liturgia, etc. La
adopción de simbolismos litúrgicos y el empleo de una arquitectura más
devota y atractiva están cambiando la estructura de sus capillas y de
sus iglesias. En algunas partes el influjo de la liturgia católica es
indudable. Sus dirigentes parecen haber caído en la cuenta de que el hombre es
algo más que un ser puramente racional y que su devoción requiere algunos
incentivos para acercarlo a Dios. Después describiremos en concreto el
culto litúrgico presbiteriano.
Sus actividades en el campo educativo han sido siempre muy extensas. Durante la época
colonial los presbiterianos fueron los fundadores y promotores de varias de las
grandes universidades de la nación y principalmente de la de Princeton. En la marcha
al Oeste su paso quedó marcado por la creación de otros muchos centros
de educación, en Pennsylvania, Tennessee, Kentucky, Ohio, Carolina del Sur,
etc., aunque ninguno de ellos alcanzara la fama de los situados en la costa atlántica. Esta labor les era
posible gracias al clero bien educado aun en estudios superiores que les
llegaba de la Irlanda del Norte. Por las mismas razones, los
presbiterianos se dedicaron a la fundación de seminarios teológicos, de
los que los principales son: Auburn, Lane, Western, Louisville, San Francisco,
Dubuque, McCormick y el conocido Union Theological Seminary de Nueva York.
La creación de tales centros educativos ha contribuido indudablemente
al nivel más elevado de su clero y aun digamos a la clase intelectual de
una buena parte de los feligreses. Se podría discutir si, desde el punto
de vista religioso, esos centros han sido siempre focos de luz y de
religión, en otras palabras, verdaderos auxiliares de la iglesia en su
labor de llevar las almas hacia Dios. Pero este es un problema que rebasa
los límites de estas páginas. Los misioneros presbiterianos han llevado a
ultramar y a sus misiones este interés por la educación, sobre todo por la
media y superior. La lectura de sus grandes anuarios nos confirma el
hecho de que una buena parte de las universidades protestantes de misión
están dirigidas por presbiterianos, o sus misioneros toman parte activa en las
mismas.
La acción
social es igualmente
una de las notas típicas del presbiterianismo norteamericano. Sus dirigentes
toman parte activa en las campañas de mejoras sociales, económicas y
políticas dirigidas por las iglesias o por organismos internacionales
dependientes de las Naciones Unidas. Toda iniciativa nacional surgida con
este propósito puede estar segura de encontrar apoyo en los
presbiterianos. Algunos de sus dirigentes tomaron parte activa en la
promoción del movimiento conocido por el nombre del Evangelio Social. En la actualidad su actitud respecto de las naciones esclavizadas por el
comunismo es un tanto ambigua: escriben y hablan de la necesidad de
arrancarlos de la situación actual, mientras por otra parte envían delegaciones
amistosas de pastores y de seglares notables a visitar esos países
contribuyendo con ello así a reforzar el poder de los perseguidores de la
religión. Respecto del problema doméstico racial, el presbiterianismo
participa de las debilidades de la mayor parte de las demás iglesias
separadas. Loetscher nos dice que su Asamblea General se está preocupando
del problema; que ha aprobado la fusión de alguna región (el Sínodo de Oklahoma
y otro de color); y que existen en el país algunas comunidades locales que
admiten en sus iglesias a fieles de ambas razas. A esto llama «señales de
promesa» para el futuro.
MISIONES PRESBITERIANAS DEL MUNDO
En el terreno de las misiones entre paganos (o en su mentalidad también en
naciones de tradición católica) el presbiterianismo figura como uno de los
más proselitistas. A principios del siglo XIX sus dirigentes colaboraron
activamente en la fundación del American Board of Missions. En 1837
fundaron su propia sociedad misionera: la Presbyterian Foreign Missionary
Society. Al presente colaboran con la mayoría de las sociedades de
tipo interdenommacional y más en concreto con el International
Missionary Council. Cuentan también con importantes grupos de sociedades
misioneras femeninas. El área de su expansión misionera es amplísima. La
iglesia presbiteriana U. S. A. mantiene misiones en China (ahora en
Formosa), Corea, Japón, Filipinas, Siam, India, Iraq, Siria y Líbano, así
como en varias regiones del Oeste africano. En 1953 este grupo contaba con
1.274 misioneros (incluidos los de Iberoamérica) que dirigían, a veces solos,
otras en colaboración con otras denominaciones, 43 centros superiores de
enseñanza; 124 colegios medios; 1.775 escuelas elementales y 77
hospitales. Los presbiterianos del Sur trabajaban en Formosa, Japón, Corea
y Africa con un personal conjunto de 400 misioneros. Su labor educativa es
inferior a la de la rama anterior. En cambio, trabajaban incansablemente
en la predicación y en las obras de beneficencia. Los demás grupos también se
mueven por diferentes países. No es tampoco este el lugar de hacer a los
lectores la presentación de algunos de los grandes misioneros
presbiterianos. El historiador Latourette lo ha hecho con
verdadera fruición. La lista presentada por él corresponde, en líneas
generales, a la realidad, aunque casos como el de Leighton Stuart, pastor
presbiteriano y último embajador norteamericano de la China continental,
merezcan de nuestra parte serias reservas, tanto por haberse metido en un
oficio ajeno al de un misionero como por su desastrosa actuación en
vísperas de la ocupación comunista del país.
Las actividades
proselitistas del presbiterianismo en Iberoamérica requieren de nosotros un
párrafo aparte. Sus misioneros penetraron desde primera hora en muchas de
las repúblicas; tomaron parte decisiva en los congresos y reuniones de carácter
internacional; forman a la vanguardia del Connnittee
of Cooperaron in Latin America y sostienen algunas de las empresas benéfico-educativas más importantes
del hemisferio. Entre los impulsores de la invasión
sistemática protestante de sus pueblos, figuran en primer lugar Samuel
Inman, John Mackay y Stanley Rycroft, todos ellos miembros activos de las
iglesias presbiterianas, y los dos últimos llegados de la misma
Escocia con ese fin. El segundo es además el autor de la tesis del «fracaso
total» del catolicismo en aquellas tierras y de la urgencia de sustituirlo
por un cristianismo «más activo y evangélico», uno de cuyos resultados
sería «una identificación mayor de miras» —en todas las esferas de la vida—
entre las dos Américas.
Una breve revista a sus
fuerzas en las diversas repúblicas nos dará una idea del empuje de su
penetración y de los medios principales empleados para ello. Otros
detalles más concretos habrán de consultarse en las monografías que
han ido publicando sobre algunas de las zonas más importantes del
hemisferio.
En Méjico trabajaban sus dos ramas: la del Norte desde
1874 y la del Sur desde 1888. Tras algunas disensiones sobre el territorio que
correspondía a cada cual, los primeros se quedaron con la capital,
Veracruz, península de Yucatán y Oaxaca; y los segundos con Guerrero, Morelos,
Michoacán y parte del distrito federal. En 1929 los presbiterianos
mejicanos les pidieron se convirtiera el territorio en un presbiterio
independiente con el fin de promover un mejor entendimiento con las
autoridades civiles. En la actualidad han venido a añadírseles tres o
cuatro pequeñas iglesias presbiterianas independientes. Las actividades de
todas ellas se desarrollan, además de los puntos antes mencionados, en
Aguascalientes, Chiapas, Campeche, Durango, Hidalgo, Nueva León, Puebla,
Quintana Roo, San Luis de Potosí, Tabasco, Tamalipas y Zacatecas.
Mantienen colegios de segunda enseñanza en Mérida y en cuatro ciudades
más; un colegio técnico en Toluca; ocho escuelas bíblicas repartidas en
distintos puntos de la nación; y dos seminarios, uno en Yucatán y otro en la
capital federal. Su comunidad total asciende a los 100.000 adeptos, de los
que nada menos que 60.000 figuran como «practicantes». En comparación de los
cinco mil miembros que aducían en 1925, el aumento debe considerarse como
muy notable, colocando al presbiterianismo a la cabeza de todas las demás
denominaciones protestantes del país.
Entre las repúblicas
centro-americanas es preciso empezar por Guatemala que constituye sin género de duda su punto principal
de penetración. Entrados en 1882 bajo la protección del presidente Rufino
Barrios, sus misioneros han llevado a cabo una obra sistemática de
penetración cuyos resultados se van percibiendo en nuestros días. Con el
fin de afianzar la labor proselitista, una buena parte de las sociedades
misioneras (la Central American Mission, los Amigos, los
nazarenos, los metodistas primitivos, etc.), se han arrimado al
presbiterianismo con el que han integrado una nueva entidad: el Sínodo
de la iglesia evangélica de Guatemala. Sus dos colegios de segunda
enseñanza (el Norton Hall de la capital y el Patria de Quezaltenango) han
servido para atraer, sobre todo con el cebo del inglés, a muchos alumnos
que más tarde, desde sus puestos gubernamentales, se han convertido en
protectores de sus maestros. Tienen además algunos hospitales de importancia,
clínicas móviles, ambulatorios, etc. No es fácil saber cuántos evangélicos» están
alistados en el presbiterianismo. El desfile de «cien mil evangélicos»
que, según sus informes, paseó el 29 de mayo de 1957 por las calles de la
capital para celebrar los setenta y cinco años de su llegada al país, es
para los presbiterianos todo un símbolo del avance de su iglesia que hace
un cuarto de siglo contaba apenas con diez mil afiliados. De las demás
repúblicas vecinas, solamente Honduras muestra un contingente
modesto de medio millar de miembros. En la zona del Caribe mencionemos sus
trabajos en la isla de Cuba a donde llegaron al proclamarse su
independencia. Tienen allí más de 30 centros (sesiones) esparcidos
principalmente en la parte central y septentrional del país. Pero su
actividad principal se centra en la educación: el colegio La Progresiva de
Cárdenas, el Colegio Presbiteriano de Camaguey y otros atraen a sus aulas
a muchos alumnos, sobre todo de la clase media y trabajadora a la que se
le facilita la admisión por medio de generosas becas de estudio. Los
presbiterianos toman parte activa en la dirección del seminario unido de
Matanzas. Las estadísticas de 1957 hablan de la existencia de unos 21.000
adeptos en la isla. Esto comparado con los 2.500 que figuraban en 1925
puede parecer ganancia fenomenal. No olvidemos, con todo, que de todo el
conjunto actual solamente unos 3.500 se llaman cristianos practicantes.
El gran campo del presbiterianismo sudamericano está en el Brasil. Su misión, inaugurada ya a mediados del siglo pasado por ambas ramas norteamericanas, se convirtió en 1910 en la Igreja Presbiteriana do Brasil. Sus dos primeros sínodos (el del Norte y el del Sur) han ido aumentando con los años. Uno de sus primeros empeños consistió en encomendar la dirección de sus obras a sus mismos seguidores brasileños. «Casi todas las iglesias presbiterianas, escribía en 1933 el P. Crivelli, están a cargo de pastores nacionales. Los auxilios que reciben de las iglesias norteamericanas se dedican para los colegios, las obras educativas y el sustento de los misioneros norteamericanos que ayudan a los nacionales o fundan nuevas misiones». Desde entonces el ritmo del progreso ha sido ininterrumpido aun para los mismos protestantes que hablan de su «milagro del Brasil». No es fácil designar las regiones abrazadas por su actividad pues tienen, además de los puestos fijos, otros muchos más o menos erráticos en los que su labor se reduce a repartir libros y folletos, predicar sermones y colaborar con otros misioneros. Al igual que en otras partes, sus preferencias van a aquellas zonas más abandonadas por la acción del sacerdote católico. La comunidad presbiteriana brasileña es hoy día de las más importantes del país por el número de seguidores y por el empuje y solidez de su organización. La iglesia presbiteriana nacional cuenta con 137.234 adeptos; y la iglesia presbiteriana independiente 45 400. Poseen colegios de segunda enseñanza en Bahía, Ponte Nova, Curitiba, Burití, Lavras, Recife, Campo Belo, etc., hasta un número de veinticinco. Entre sus bien montados seminarios merecen descollar el de Campiñas para el Centro y Recife para el Norte. La universidad de Mackenzie, fundada por presbiterianos, se ha convertido en interdenominacional, pero con prevalencia de misioneros y profesorado de tipo presbiteriano-reformado. Sus casas editoras de Río y de Sao Paulo publican gran cantidad de revistas, folletos y libros, muchos de ellos rabiosamente anticatólicos. Merced a estas obras educativas, el presbiterianismo ejerce un gran influjo en ciertas capas altas y dirigentes de la nación. Una buena parte de los grupos presbiterianos (al menos por familia) se han unido en una potente asociación que lleva por nombre: Alianza Evangélica Brasileira.
LAS GRANDES LINEAS DE LA TEOLOGÍA REFORMADA
Como quedó indicado al
principio del capítulo, las doctrinas calvinistas forman, aun hoy día, la base
de la teología de las iglesias reformadas. No el calvinismo puro que salió de
la mente analítica del maestro de Ginebra. Aquello no bastó o no satisfizo del
todo a muchos de sus seguidores. Por eso vinieron después las Confesiones de fe —entre la que es preciso hacer resaltar por su
importancia la de Westminster y la de Dort— junto con los dos grandes
catecismos westminsterianos. En el decurso de su existencia, las iglesias
reformadas han pasado además por fuertes crisis doctrinales: el arminianismo,
el deísmo, el racionalismo, el evangelio social y el modernismo, que han asestado
duros golpes a su teología. En los Estados Unidos los reavivamientos
religiosos han modificado también —si no la letra, al menos el espíritu— del
calvinismo original, introduciendo la doctrina de la salvación gratuita y
universal, así como la importancia de las buenas obras, en otras palabras,
un activismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Esto ha traído como
resultado que en nuestros días las iglesias reformadas se hallen internamente
divididas por corrientes doctrinales tan antagónicas como la
fundamentalista y la liberal.
No obstante lo dicho, el
observador puede y debe acudir todavía a las fuentes del primitivo calvinismo
para trazar, a la luz de sus más importantes Confesiones de Fe, las líneas
maestras de su edificio teológico. Esto se debe, por una parte, a la
existencia de unas cuantas verdades básicas que siempre permanecen inmutables,
y por otra, a la presencia de una Confesión como la de Westminster
que supo plasmar en fórmulas claras y de madurez casi escolástica una
teología que había sido ya objeto de duras pruebas por parte del
arminianismo y estaba siendo acaloradamente discutida entre los puritanos
y los defensores del episcopado anglicano. «La Confesión de Westminster, junto
con sus catecismos —escribe en tono exultante y con frases a veces
exageradas Philip Schaff— constituye la más completa y madura de las
afirmaciones doctrinales de la teología calvinista. Iguala en habilidad y
mérito teológico lo mejor que se ha producido en la materia y no queda
superado ni por la Fórmula luterana de Concordia, ni por los decretos tridentinos
ni vaticanos. Este valor suyo intrínseco nos puede explicar que
haya suplantado con mucho a las fórmulas escocesas y que haya sido
adoptada por distintas denominaciones: por los presbiterianos, por los congregacionalistas
y. con escasas modificaciones, por los mismos bautistas... Sus doctrinas
conservan en el día de hoy mayor vitalidad que las de cualquier otra
Confesión de la Reforma... La Confesión westminsteriana, tomada en su conjunto,
representa la forma más vigorosa, y por otra parte moderada, del calvinismo que
(al igual que el cristianismo) ha encontrado su verdadero hogar más entre
las naciones anglosajonas que en su propio país de origen
Esquemáticamente, la
teología reformada procede por estos pasos. Calvino ofrece, ante todo, a sus
seguidores los medios de que disponemos para llegar al conocimiento de
Dios. De hecho, nos responde, no existe más que uno: la Sagrada Escritura. Esta
nos muestra por una parte los atributos del Soberano Ser y, por otra, la
posición del hombre frente a su Dios. Entre esos atributos hay uno que se
relaciona especialmente con mi eterno destino: el de la predestinación
de unos para el cielo y de otros para el infierno. En el camino del hombre
hacia su Dios existen dos medios que le ayudarán a conseguir esa meta
final: la Iglesia y los sacramentos administrados por la misma. Calvino y los
suyos nos dirán en qué consiste su esencia, sobre todo en contraste con el
resto del pensamiento de la Reforma.
EL BIBLICISMO CALVINISTA
En teoría Calvino fue un
ardiente defensor de la religión natural y de las posibilidades que tiene el
hombre para conocer a su Hacedor por las maravillosas obras de la creación.
Según él, «todos tenemos una inclinación natural y un sentimiento de
divinidad dentro de nosotros»
(Inst. I, III, 1); «el conocimiento de Dios está naturalmente enraizado en
el corazón de los hombres»; es como «una primera semilla plantada en nosotros y
que jamás puede morir». Tales conocimientos no son algo que aprendemos en
la escuela, sino cosas que «traemos desde el seno de nuestras madres» (I, III, 1). Calvino acude para confirmarlo al testimonio histórico de los
pueblos y a la misma idolatría que, en el fondo, no es otra cosa que una
búsqueda de ese Dios sin el que no podemos vivir.
Sin embargo, todo ello nos va a ser de escaso provecho puesto que, a causa del pecado, nos hemos vuelto absolutamente incapaces de conocer a ese Dios. Las «locuras de nuestra carne», las «vanidades» nos impiden llegar cognoscitivamente hasta El. Y esto, no sólo tratándose del pueblo ignorante, sino aun de genios intelectualmente tan dotados como el mismo Platón que «terminaron equivocándose groseramente» en estas materias. Por eso, a los ojos de Calvino, «aquellos paganos que hacen profesión de adorar al Dios creador, en realidad se inclinan ante verdaderos ídolos. Desde el momento en que el hombre abandona el fundamento sólido de la revelación, sigue forzosamente su inclinación natural de fabricarse dioses a su propia imagen». «Los hombres que no conocen el verdadero camino (el de las Escrituras), escribe en otro lugar, trabajan en vano por servir a Dios. Por eso las religiones que no tienen (por vía bíblica) un verdadero y completo conocimiento de Dios, no solamente son vanas, sino positivamente viciosas». Somos, ni más ni menos, como las personas ancianas (o como los llorones) incapaces de apreciar con sus débiles ojos la bella escritura de un libro. Para lograrlo, necesitamos de cristales de aumento que vigoricen nuestra facultad de percepción, y esto nos vendrá dado por la Biblia. Esta posición parece anular el valor de los conocimientos humanos, al menos en la esfera de la religión y de todo aquello que se llamaba hasta ahora la «ley natural». El calvinismo ortodoxo de nuestros días no tiene dificultad en admitirlo. «Si, escribe uno de ellos, aceptando el testimonio de los profetas y de los apóstoles, tomamos seriamente la autoridad de la Biblia como Palabra de Dios, debemos —tras madura consideración crítica— rechazar toda clase de teología natural o, al menos, ponerla entre paréntesis... Eso sería hacer al hombre a la medida de todas las cosas, lo que nos haría ante Dios culpables de falta y de imperdonable relativismo... Por eso, las iglesias de la Reforma tienen en sus conversaciones ecuménicas el ineludible deber de asegurar el principio de la soberanía total de la Biblia en contraposición con la ley natural». Calvino era un gran
admirador de la Palabra revelada. «Había adquirido, nos refiere uno de sus
biógrafos, gran familiaridad y dominio de los Libros Sagrados. Es verdad
que aquel conocimiento no podía compararse al de los especialistas
de nuestros días. Con todo, su talento, su formación y su acumen religioso
eran tales, que muchas de sus interpretaciones se han mantenido incólumes
ante la crítica de nuestros tiempos». Al igual
que los demás reformadores, Calvino hizo de la Biblia el fundamento de
todas sus enseñanzas teológicas. «Afirmamos solemnemente que
para regla de nuestra fe y de nuestra religión, queremos tomar como guía única
a la Sagrada Escritura sin mezclar con ella cosas inventadas por la humana
razón. Declaramos asimismo que para nuestro gobierno espiritual, no
recibiremos otra doctrina que la que nos ha sido enseñada por esta Palabra
tal como nos lo manda nuestro Señor». Respecto de la
integridad de las partes bíblicas, sobre el valor de los libros deuterocanónicos,
etc., el ginebrino mantenía prácticamente las posiciones de los demás
dirigentes de la Reforma. «No perdamos tampoco de vista, nos advierte Wendel,
que Calvino estudió e interpretó las Sagradas Escrituras no en plan de
sabio desinteresado, sino como teólogo, lector de San Agustín y de Lutero,
y preocupado siempre de hallar en sus páginas una confirmación a sus
posiciones dogmáticas ya tomadas».
Todo esto, como decimos,
era común a los demás reformados y no tema necesidad de ponerse a probarlo. Había,
sin embargo, otra cosa que le traía muy preocupado, primero, por la
dificultad intrínseca del problema, y segundo, para poder responder a las
múltiples objeciones que de todas partes le llegaban. Los católicos habían
defendido siempre que la Iglesia es la verdadera intérprete y guardiana de los
Libros Sagrados. Calvino atacó aquella
posición con frases ásperas e injuriosas que mostraban a las claras lo
mucho que le molestaba la autoridad que la Iglesia se había atribuido
siempre en la interpretación de las Escrituras. El admitirlo, decía, sería
rebajar la grandeza de Dios, revelada en sus páginas, «al capricho de los
hombres». Temía también que los impíos hiciesen burla de la Biblia al
saber que todo su valor dependía «de una pobre autoridad pedida de prestado
a tales seres humanos». A sus ojos, la única actitud de la Iglesia era la
de «aceptar y reverenciar sin dilaciones los Libros Sagrados».
Excluida la autoridad de
la Iglesia, a Calvino le quedaba la ardua tarea de sustituirla por otra que
verdaderamente satisfaciera a la inquisidora mente humana. Creyó encontrarla en
su famosa doctrina del «testimonio
interno del Espíritu Santo». Lutero había asentado los principios teológicos de los que se
podía deducir su presencia y su necesidad. Pero nadie la enunció con la
nitidez de Calvino. «Este, dice el luterano Staelhin, que fue el primero en
poner autoridad de las Sagradas Escrituras al frente de su dogmática, fue
al mismo tiempo el que en su doctrina del testimonio del Espíritu
Santo, dio a esta autoridad el fundamento religioso que, desde aquel
tiempo, ha servido de base a la doctrina de la Biblia en ambas
confesiones». He aquí el famoso texto:
«Si queremos que las
conciencias no estén siempre agitadas por la duda, es menester tomar la
autoridad de la Escritura desde más arriba que de las razones, de los
indicios o de las conjeturas humanas, en otras palabras, es menester que
la fundemos en el testimonio interior del Espíritu Santo. Porque, aunque
yo sepa que en su propia majestad hay bastantes pruebas para que la
reverencie, sin embargo, las Escrituras empiezan verdaderamente a tocarnos
(convencernos) cuando están selladas en nuestros corazones por el Espíritu
Santo. Estando, pues, iluminados por El, no creemos ya que las Escrituras son
divinas por nuestro propio juicio ni por el de otros. Al contrario, y por
encima de todo testimonio humano, nos convencemos sin género de duda que
vienen a nosotros de la boca misma de Dios por
el ministerio de los hombres. Todo sucede como si estuviésemos
contemplando con nuestros ojos la esencia misma de Dios en las páginas del
Libro».
Se trata, como se ve, de
una iluminación directa y divina. En cierto modo, de una iluminación repentina
que tiene lugar cuando menos lo pensamos. En ocasiones puede tratarse de una
inspiración sensible que deja profunda huella en nuestras almas. Sus
efectos son el convencimiento inconfundible de que aquello está inspirado
por Dios y de que toda vacilación carece totalmente de sentido. Cuando a
los calvinistas se les objeta que todo esto tiene trazas de algo ciego
e irracional y, por consiguiente, carente de certeza universal, responden
de diversos modos. Calvino personalmente creía que la misma Escritura es «autosuficiente». Otros nos replican: «No se olvide que estamos
ante el primer principio de la fe protestante; y que los primeros principios
nunca se prueban; y que la verdad es el juez de sí misma y de la falsedad».
Esta regla del testimonio del Espíritu Santo, se aplica de modo igual a
todas las partes de la Escritura, y a ningún otro documento escrito fuera
de ella. «Si alguno, decía Calvino, dejando de lado la sabiduría divina, nos
ofrece cualquier otra doctrina, lo tendremos como sospechoso de vanidad y
de mentira» (Inst. I, IX, 2). «Dios, decía en uno de sus sermones, ha encerrado
de tal manera en su Ley cuanto pertenece a la regla del bien vivir, que no
ha dejado que los hombres añadan cosa alguna a ello». ¿A quiénes comunica
el Espíritu Santo ese testimonio? —Calvino temía las interpretaciones
demasiado personales. Por eso no tuvo escrúpulo en restringir más que Lutero y
Zwinglio el número de los que entraban en dicha categoría. Por de pronto,
no todos los que tomaban en sus manos el Libro. Tampoco todos aquellos que
pertenecen externamente a la Iglesia, aunque esta sea la reformada o aunque se
trate de los ministros de la misma. Sino solamente aquellos que han sido
predestinados, puesto que el testimonio interno es ya en sí una arra de
elección.
Las demás Confesiones de
Fe, pero sobre todo la de Westminster, repitieron de forma sistemática estas
mismas verdades. Ph. Schaff dice, refiriéndose a la formulación de esta
última Asamblea, que «no hay símbolo protestante que contenga una declaración
tan clara, juiciosa, exhaustiva y concisa sobre la material». Insiste en
que el principio de la suficiencia de la Biblia y de su interpretación por
la sola luz interior del Espíritu Santo, son las verdaderas columnas sobre
las que descansa el protestantismo. «La crítica, la filosofía y la
ciencia, puedan dar al traste con las tradiciones humanas, las confesiones
de fe, los credos y toda clase de obras externas, pero no pueden destruir
la fortaleza de la Palabra de Dios que permanece para siempre». He aqui la
famosa declaración westminsteriana : «El testimonio de la Iglesia puede a
la verdad hacer que tengamos un alto aprecio de la Escritura; así como por
otra parte lo elevado de la materia, la majestad del estilo, la armonía de
las partes, el fin de todos los libros que no es otro que la gloria de
Dios; el descubrimiento que nos hace de la única vía que conduce a Dios;
finalmente, sus grandes excelencias y su entera perfección son
argumentos que prueban abundantemente que allí se contiene la Palabra de
Dios. Sin embargo, la plena persuasión y certeza, tanto de su inefable
bondad como de la autoridad divina de que goza, sólo proceden de la
interna operación del Espíritu Santo que testifica en nuestros corazones
por la Palabra y con la Palabra».
IDEA DE DIOS Y DEL
HOMBRE EN CALVINO
Se ha dicho que el
reformador ginebrino fue, «si no un hombre intoxicado de Dios», al menos «un
hombre totalmente poseído por El». Si Lutero, impulsado por su experiencia
íntima, va derecho hacia Cristo considerado como el redentor que nos
justifica por la gracia y por la fe; en cambio la mirada de Calvino va directamente
a Dios constituido en objeto de suma adoración». En
este sentido los autores califican al calvinismo como religión teocéntrica, en contraste con la de Lutero que quedaría
catalogada de cristocéntrica. Notemos, con todo, que la teodicea
calvinista es —en cuanto se refiere a conocimientos— bastante
limitada. Por de pronto, los problemas metafísicos de la divinidad, le
tienen sin cuidado. «Quienes se aplican a estudiar lo que es Dios (quid
est Deus) no hacen más que perder el tiempo en vanas especulaciones». Baste para nosotros saber que, por su naturaleza,
«Dios es incomprensible y que permanece oculto a la inteligencia humana».
El querer penetrar en su conocimiento, es un «delirio y audacia inaudita».
Nuestro deber debe consistir en «adorarlo más bien que en
inquirir curiosamente sobre su esencia y su ser».
Dios se nos revela por
medio de sus atributos. A Calvino se ha acusado con frecuencia de presentarnos
una divinidad de tipo paleotestamentario que sólo pretende llevar por medio de
amenazas y de castigos a los hombres a su servicio. A los comentaristas
del reformador les ha sido fácil contestar a la objeción acumulando pasos y
frases en las que Calvino habla con verdadera ternura de la bondad y de la
paternidad de Dios. Su biógrafo Doumergue ha recogido una larga lista
de ellas. «No permanezcamos en ese temor servil; reconozcamos que Dios es
nuestro Padre y gocémonos de estar junto a Él». «Dios nos quiere tanto y
nos profesa un amor tan ardiente, que un padre no se goza tanto como Él
cuando puede educar a su hijo o cuando le puede hacer otro cualquier
bien». «Si Dios fuera un mortal, no podría guardar con mayor cuidado la
niña de sus ojos, de lo que Él ha guardado a su pueblo». «Nadie, concluye el presbiteriano Hunter, ha hablado o
escrito con mayor calor o con sentimientos más genuinos de la
paternidad de Dios y de todo lo que esto encierra de amor, de cuidado y de
compasión... Para Calvino el verdadero conocimiento de Dios se resume en
el conocimiento de su paternidad».
Sin embargo, y aun
admitiendo el valor de los textos aducidos, hay que reconocer que la producción
calviniana contiene otras muchas proposiciones que oscurecen ese aspecto del
amor. El Dios de Calvino está demasiado lejos de nosotros para acercarnos a Él
con los sentimientos de afecto filial. La consideración de su voluntad
inmutable que confiere la bondad o la moralidad a las acciones humanas no
contribuye a aumentar nuestra confianza en El. Así, por ejemplo, si
los egipcios hubieran despojado a los hebreos por su propia voluntad,
aquel acto habría constituido pecado. Pero, como lo hicieron por Dios, se
convirtió en acción excelente y digna de ser contada en las páginas de la
Biblia Las mismas frases en que parece subordinar la salvación humana a la sola gloria divina suenan duras a los oídos de quienes
miserables nos arrastramos por la tierra. Hay una cosa, escribía el reformador al
rey de Navarra, que es más digna y preciosa que vuestra salvación
personal; es la gloria de Dios y el progreso del reino de Cristo en
la tierra; en esto consiste vuestra salvación y la de todo el mundo». Esto
podrá ser teológicamente profundo, pero difícilmente se dirá apto para
aumentar nuestra confianza en El.
Al lado, y en
contraposición con esta majestad divina, aparece la insignificante pequeñez del
hombre. Diríase que Calvino apenas encuentra epítetos suficientes para
rebajarlo. Es verdad que fue creado por Dios y dotado con dones
naturales y sobrenaturales. Pero ambos eran tan ingénitos a su ser, que la
pérdida de unos llevaba forzosamente la admisión de los otros. Es lo que
de hecho ocurrió. Pecaron los primeros padres (porque Dios así lo quiso) y
aquel pecado se transmite después (de modo también arbitrario) a toda la
posteridad. «No sucedió naturalmente que todos cayeron por la caída de
uno... Esto no puede atribuirse a la naturaleza misma... Luego hay que
atribuirlo al admirable consejo de Dios... Confieso que se trata de un
decreto horrible, pero hay que admitirlo». Y con aquel pecado, el hombre
se precipita hasta el abismo quedando convertido en «apóstata», en «bestia
indomable y feroz», en un ser «privado de toda verdad y bondad», en
«estercolero de todos los vicios», etc. Como consecuencia de ese estado del
alma, ya no tiene libertad para obrar y siempre estará sujeto a
dos fuerzas: al deleite que le conducirá inexorablemente al mal y a la
gracia que, también de modo incontenible, le llevará al bien. El mismo
«libre albedrío» es «un vocablo abusado por los doctores de París». Los
Padres de la Iglesia, a excepción de San Agustín, no llegaron a comprender su
significado (Inst. II, II, 3). A los que le objetan que la teoría
convierte a Dios en autor del pecado, responde Calvino que no hay tal:
Dios quiere que el hombre peque; pero es el hombre el autor de su pecado.
No tiene libertad interna para evitarlo, pero goza de libertad externa (a coactione) y ello basta para constituirlo en autor del
pecado. Pero entonces, ¿no es cruel que Dios nos inculque preceptos que no
podemos cumplir porque sencillamente superan nuestras fuerzas? De ningún
modo; tales mandatos tienen por fin «hacemos totalmente conscientes de
nuestra impotencia». «Tout homtne est en soi perdu et désesperé», era la conclusión obvia que dictaba aquella teología.
Sin embargo, este
hundimiento del hombre en su propia miseria, no constituye una finalidad en sí.
El Dios que no es deudor de nadie, nos da también todas las cosas: «la
bondad está tan unida a su divinidad, que no le es menos necesaria que su
mismo ser de Dios». Y este atributo, visible ya en la creación, recibe
su corona y su pleno perfeccionamiento en la obra de la redención. No es
este el lugar para adentramos en las doctrinas soteriológicas de Calvino.
Los luteranos le han reprochado que, por razón de su énfasis en la
soberanía del Dios Padre, el concepto suyo de encamación deje bastante que
desear y que la comunicación de las dos naturalezas, la divina y la
humana, en la persona de Cristo se haga de una manera muy incompleta. Si,
por una parte, Cristo «baja milagrosamente del cielo, pero de tal manera
que no abandona nunca aquel lugar», y por otra tiene que mantenerse el
axioma calvinista de que «finitum non est capax infiniti» aplicándolo a la
naturaleza humana de Cristo, la obra de la redención dista bastante de la
admitida por la tradición cristiana. Sea de ello lo que fuere —y la confusión
puede hallarse en los términos, no en la doctrina misma— Calvino
admite sin restricciones que es la bondad infinita de Dios la que, en
sustitución de su justicia ofendida, «nos reconcilia totalmente consigo y
destruye nuestro pecado por la expiación ofrecida por Cristo en la Cruz».
Para apropiárnosla, se requieren dos condiciones: una de parte nuestra, la
fe fiducial de que Cristo nos ha perdonado los pecados; y otra mucho más
importante y que condiciona la primera: nuestra elección y predestinación
por parte de Dios.
PREDESTINACIONISMO
Espinosa cuestión que
trae divididos a los mismos especialistas y que aquí ocupará solamente el
espacio necesario para dar al lector una idea suficientemente clara de los
elementos que integran el problema. El misterio de la predestinación había
preocupado desde muy antiguo a los teólogos cristianos, desde San
Agustín a los escolásticos. Entre los iniciadores del protestantismo,
tanto Lulero como Zwinglio lo habían abordado, pero sin tratarlo
exhaustivamente ni darle una solución más o menos definitiva. En el mismo Calvino,
el interés por el predestinacionismo fue creciendo con el tiempo. I.as primeras
ediciones del Instituciones, y lo mismo se diga de los Catecismos, trataban
de ello como cuestión puramente marginal. Ciertas afirmaciones audaces del
maestro ginebrino habían suscitado una fuerte reacción en el campo
luterano y aun entre los humanistas. Calvino sintió amargamente aquellas
críticas. A Castellion, que le había atacado en algunos de sus opúsculos,
le replicó con escritos y con epítetos que no hacían honra a su dignidad
de fundador de nueva iglesia. La controversia llegó a tanto, que
el predestinacionismo se convirtió pronto en banderín de las luchas
políticas que separaban a Ginebra de Berna. No extraña, pues, que en los
últimos años de su vida, el predestinacionismo adquiriera proporciones que
sus modernos críticos piensan exageradas para lo que se merecía la cuestión.
En cualquier hipótesis,
Calvino llegó a convencerse de que se trataba de un punto central de cuya
solución dependía en gran parte la solidez de su edificio teológico. Eran
muchas las razones que le conducían a aquella conclusión. Ante todo, lo que
él llamaba «la doctrina clara de Dios revelada en las Escrituras». «Niltil nte unquatn impediet quiit
profitear iiigeitue quod ex verbo Dei didicii respondía a quienes le acusaban de excesiva
insistencia. Lo contrario le hubiera parecido «injuriar gravemente a un testimonio
tan evidente del Espíritu Santo». Además, aquella
glorificación suya de la majestad divina parecía defenderse mejor si a Dios «no se
le ataba» ni siquiera en aquel punto de la elección dejándolo libre para
actuar a su voluntad. Por otra parte, ni la historia del mundo ni su
experiencia personal se le hacían comprensibles sin una solución clara del
problema. La transmisión del pecado original y la salvación actual de unos
o la condenación de otros, sólo tenían explicación acudiendo a su divino
beneplácito. Así como para los que se salvan todo
constituye una ayuda, así aquellos mismos medios producen efectos
diametralmente opuestos en los demás. «La semilla de la palabra de Dios,
escribe Calvino, echa raíces y fructifica en aquellos a quienes el Señor,
por su eterna elección, ha predestinado para hijos y herederos suyos en la
patria celeste. A todos los demás que, por consejo divino y antes de la creación del
mundo, han sido ya reprobados, la predicación clara y evidente de la
verdad no puede ser otra cosa que olor de condenación». Con la misma frialdad dividía al mundo entre pueblos
que habían escuchado la predicación evangélica y habían abrazado la fe (por lo
tanto, estaban predestinados) y aquellos otros a quienes se habían negado
misioneros o, aunque estos llegaran, no habían conseguido fruto alguno. A quienes le objetaban el carácter cruel de aquella
elección, Calvino —prescindiendo de los que se hallaban entre la massa
damnata— respondía que para los elegidos su doctrina se convertía en
fuente de inexhausta paz y seguridad. Nada, ni los pecados ni los más
horribles crímenes, podían dañarles ni impedir la consecución de aquella
felicidad a la que habían estado destinados.
¿Cómo concebía Calvino
su predestinacionismo? También él como Lutero buscaba la seguridad
de la salvación. Pero la vía
tomada por el alemán, la fe fiducial en Cristo quien con su manto cubre
nuestros pecados, no llegaba a satisfacerle. La explicación no solucionaba la
antinomia de la inmutabilidad divina. Pero, sobre todo, hacía intervenir
en todo el proceso a la voluntad del hombre de manera que parecía influir en las mismas decisiones de la divinidad. Había que buscar un medio para
dejar intactas su majestad y los demás divinos atributos. He aquí cómo.
Dios, nos enseña
Calvino, es a la vez infinito y causa de todas las cosas. Los acontecimientos
de la vida tienen lugar porque así le place a El. Ahora bien, sabemos que
algunos hombres vienen a Dios y de ese modo hallan su salvación, mientras
que otros —al apartarse de El— se condenan. Ni la salvación ni la perdición
pueden ser resultados de la libre decisión humana, porque entonces
Dios tendría que esperar a que nosotros tomásemos una determinación antes
de que El empezara a actuar, lo que es absolutamente contrario a su honor
y majestad divinas. Por consiguiente, no queda otro camino que admitir que la
causa única de la salvación de unos y de la perdición de otros reside
únicamente en el decreto inmutable de Dios. «Predestinación es, pues, el
consejo eterno de Dios por el que ha determinado lo que quiere hacer de
cada hombre, pues El no los ha creado en la misma condición, sino que a
unos conduce a la vida eterna y a otros a la perdición, también eterna». Puesto
que esta doctrina se aplica del mismo modo a nuestros primeros padres, es
preciso concluir que su caída estuvo también sujeta a dicho decreto
condenatorio.
Partiendo de esta
hipótesis —o si queremos que esta hipótesis se realice— hemos de concluir que
Cristo murió por solos los elegidos, ya que estos serán los únicos beneficiados
por su sangre redentora. A Calvino le cuesta admitir esta terrible verdad
de la limitación de la obra redentora de Cristo, pero la lógica le fuerza
allí, añadiendo sin embargo explicaciones que espera le salven de
aquella imposible posición. En cambio, a los que
Dios ha elegido, les da toda clase de gracias y el impulso necesario para
que obtengan aquella meta feliz. «Dios, dice Calvino, no solamente nos da
las gracias de manera que podamos rechazarlas o aceptarlas, sino que al
mismo tiempo induce nuestros corazones a seguir aquellos movimientos
produciendo en nosotros tanto la elección (de lo bueno) como la voluntad
(de ejecutarlo) y esto hasta el punto de que las obras buenas que
se siguen, sean verdaderamente fruto de aquella voluntad». Pero, la teoría
se aplica también —en sentido contrario— a los réprobos. «Si decimos que
Dios separa a aquellos que se van a salvar, sería una gran insensatez afirmar que los que no han sido elegidos
obtienen por casualidad o por su propia industria lo que el cielo no ha
concedido sino a aquellos pocos. Por eso, a aquellos a quienes Dios deja
de elegir, El mismo los reprueba, y no por otra razón sino porque quiere
excluirlos de la herencia que ha preparado a los elegidos».
Estos infelices no son rechazados porque pecaron, sino más bien
pecan porque Dios los destinó a la perdición. Ya pueden escuchar el
Evangelio, llevar una vida intachable o ser modelos de cristianos en la
iglesia reformada. Nada les servirá. Dios cegó sus corazones y se hallan
bajo el poder del demonio a quien El ha elegido como instrumento de su
condenación.
La exposición no
necesita comentario. ¿Qué juzgó el calvinismo posterior de esta doctrina que
algunos de sus contemporáneos juzgaron indispensable a su misma
existencia? La lucha que se entabló a su alrededor no se decidió en seguida. A
los arminianos que la atacaban furiosamente, se opuso el sínodo de Dort
(1619) en el que se sancionó la primitiva interpretación.
En la Asamblea de Westminster, los redactores (más sensibles a las
críticas que les llegaban de todas partes) tuvieron cuidado de excluir a
Dios de toda participación en el pecado (art. 1) y aun de hablar de cierta
«permisibilidad divina» (y no de una causa impulsiva) en el decreto de la
reprobación (art. 7). Sin embargo, la fraseología no logró cambiar el
fondo del problema y la predestinación conservó toda su adusta faz.
En tiempos posteriores
la doctrina ha ido perdiendo (fuera de los dos focos del calvinismo ortodoxos:
Holanda y Escocia) gran parte de su vigor. La más importante rama
calvinista, el presbiterianismo norteamericano, lo abandonó prácticamente
primero como una necesidad impuesta por los reavivamientos religiosos y
luego por la obra misionera emprendida entre los paganos. Muchos de sus propios
dirigentes empezaron a referirse a aquella doctrina como a «la tumba de
las misiones» y a exigir que, para evitar el escándalo de catecúmenos y
neófitos, quedara borrada de sus formularios. Así se hizo en la Asamblea
General de 1903 al desligar a los candidatos al pastorado de aquel rígido
predestinacionismo:
«Siendo deseo expresado
por muchos y aprobado por la iglesia la revisión de ciertos pasajes de la
Confesión de Fe y por exigirlo así la puesta en punto de ciertos textos de
la verdad revelada... la iglesia presbiteriana de los Estados Unidos declara
con la autoridad que le compete: que en lo concerniente a los que se
salvan en Cristo, la doctrina del decreto de predestinación está en
consonancia con la de su amor a toda la humanidad; que por lo que se
refiere a los que se condenan, está en armonía con la doctrina de que Dios
no desea la muerte del pecador, sino que ha previsto en Cristo una
salvación suficiente para todos, adaptada a todos y libremente ofrecida en el
Evangelio; que los hombres son totalmente responsables de su traición a la
oferta graciosa de Dios; que su decreto no impide aceptar esta oferta y
que, finalmente, ninguno se condena sino a causa de su propio pecado».
La concesión era sin
duda importante, pero no parece que bastó para satisfacer esta «rebelión
silenciosa» surgida de muchas esferas del calvinismo moderno contra una de las
doctrinas favoritas de su fundador. Como ha advertido juiciosamente Boettner
(el gran abogado moderno del predestinactonismo). para averiguar la aceptación
de estas doctrinas no basta mirar a las constituciones oficiales de las
diversas iglesias reformadas. Todas estas, de una u otra forma, la
incluyen entre sus principales artículos de fe. Diríase que no tienen
valor para dejar de lado un punto de tanta importancia dentro de su
tradición. Hay que examinar más bien cuál es la actitud de los creyentes
de la iglesia, empezando por sus pastores, en relación con la misma. Y aquí sus
conclusiones son pesimistas. «Las iglesias presbiterianas y reformadas de
hoy, escribe, no tienen una idea clara de estos tesoros doctrinales de su
herencia... Son muchos los jóvenes que entran en el pastorado sin
conocimiento adecuado de estas doctrinas profesadas por la iglesia en la
que tienen que servir. Y cuando alguno predica puntos como este que están en
consonancia con la Confesión de Fe de Westminster, le tachan de propugnador de extrañas doctrinas... Parece cierto que la mayoría de nuestros
ministros no cree ya en estos postulados calvinistas y que muchos de
ellos, no obstante la promesa hecha en el momento de su ordenación, están
haciendo —a veces por métodos ilícitos— todo lo posible para destruir la fe que
han prometido defender de manera tan solemne. Si estas doctrinas son
verdaderas, debieran enseñarse y defenderse valientemente en nuestras
iglesias, colegios y seminarios. Si no lo son, arránquense de nuestros
formularios y Confesiones de fe. La honradez debe ser en el campo
religioso tan importante como en el político».
LA IGLESIA
De cuanto llevamos dicho
se deduce la escasa importancia que en el programa teológico calvinista puede
tener un tratado De Ecclesia en el sentido clásico de esta palabra. Y
esto por varias razones. Si a sus ojos, la única autoridad verdaderamente
decisiva es la Biblia, entonces las enseñanzas de la Iglesia pierden
gran parte de su valor y han de considerarse siempre subordinadas a la
Palabra revelada. «La posición de estas dos autoridades nunca puede invertirse
porque ello sería la negación de la esencia misma de la Reforma». Pero,
además, concretamente en el calvinismo, aquella elección inexorable de Dios
para la salvación o la condenación, hace casi innecesario el
funcionamiento de cualquier organismo externo dirigido a encauzar al
hombre por los caminos de la eternidad. Lo más que podrá reservársele es
un papel secundario y auxiliar que sirva para evitar que el hombre se
aparte de su propio fin. Con ello satisfará además dos
exigencias ineludibles: una de carácter histórico (después de todo, quince
siglos de tradición eclesiástica pesan mucho) y otro bíblico, surgido de
la evidente doctrina neotestamentaria sobre la Iglesia como continuadora de la
obra redentora de Cristo en la tierra. Personalmente Calvino sentía la
necesidad de montar una institución del género para no abandonar a los
suyos a sus propias veleidades y a una ilimitada libertad. Su carácter
metódico se oponía a ello. Los desastres de la anarquía estaban allí para
confirmarle en lo justo de su decisión. Creará, pues, una iglesia aunque
cercenando sus funciones a una esfera marginal que no interfieran con
el contacto directo del alma con Dios ni con las premisas de su
predestinacionismo.
A los comienzos Calvino
defendió, y de modo casi exclusivo, la necesidad de una iglesia
invisible: era, después
de todo, la que mejor encajaba con sus teorías predestinacionistas, con su poca
simpatía hacia la autoridad jerárquica y dentro del limitado puesto
reservado por él a la liturgia. «Creemos, escribía en la edición de 1536
de sus Institutiones, en la Santa Iglesia Católica, es decir, en
el número universal de los electos, ya sean ángeles, ya hombres, ya vivos,
ya muertos, cualquiera que sea el país en que están dispersos». Esta
organización quedaba identificada frecuentemente por él con la comunión de
los santos y con el Cuerpo místico de Cristo. «Se
llama invisible, leemos en su Catecismo, porque la mayor parte de los que
la forman están en el cielo o no han venido aún a la tierra. Aun entre los
que viven aquí, no nos es posible saber quiénes pertenecen a Cristo y
quiénes no. Por eso, esta iglesia invisible continúa siendo para
nosotros un objeto de fe y algo imperceptible a los ojos humanos». En este
sentido, la iglesia imaginada por Calvino se convertía en una especie de refugio para sus predestinados durante su peregrinación por la tierra. Siendo la
iglesia, dice, el pueblo de los elegidos, no puede suceder que quienes
son verdaderamente miembros suyos, terminen en la perdición». Los elegidos
«podrán titubear y aun caer, pero no podrán perecer»
Entre 1539 y 1543
ocurrió una fuerte crisis en la concepción eclesiológica de Calvino. Para
explicarla, habría que recurrir a los sucesos históricos de aquellos años:
la organización dictatorial de su iglesia de Ginebra; su expulsión y
su vuelta triunfante en la que, seguro ya de sí mismo y con muchas
lecciones aprendidas en aquella experiencia, trató no solamente de organizar la
vida de la comunidad, sino también de revisar en cuanto fuera necesario sus
antiguas doctrinas eclesiológicas. En el cambio intervino también Bucer
quien, aun aceptando las teorías luteranas de la invisibilidad, tendió a
insistir cada vez más en los aspectos visibles, positivos y de orden
organizacional. Por todo esto, las ediciones siguientes de sus Institutiones, y sobre todo la de 1559, nos dan una
eclesiología muy distinta de las anteriores. Las diferencias son tantas,
que uno siente ahora casi a un teólogo católico explayarse en un
comentario destinado a los fieles de su propia Iglesia. «Calvino, comenta
Mayer, tiene ya poco que decir sobre la Santa Iglesia Católica
(invisible); en cambio, se le va el tiempo en describir a la Iglesia visible
a la que dedica nada menos que 200 páginas de su obra».
Sólo —añadimos nosotros— cuando nos acordamos de que, tras toda esa insistencia
en los aspectos visibles, es todavía lo invisible lo que imprime
carácter a toda su doctrina, caemos en la cuenta del limitado alcance de muchos
de los retoques hechos a la concepción anterior.
Calvino empieza en 1543
por justificar su título. «Hemos dicho, escribe, que la Escritura habla de la
Iglesia de dos maneras: como de aquella
que es la Iglesia de verdad y en la que no toman parte sino los que por la predestinación son hijos de
Dios y por la santificación de su Espíritu miembros de Jesucristo (y
con ello nos referimos a los santos que están en la tierra y a todos los
elegidos que han vivido aquí desde los comienzos del mundo); y como de aquella
que comprende toda la multitud de los hombres esparcidos por el mundo, que
hacen la misma profesión de fe y consienten en la misma Palabra de Dios...
En esta última (Iglesia) hay, mezclados con los buenos, muchos hipócritas
que nada tienen con Jesucristo, a pesar de haber recibido el mismo
bautismo, participar de la misma Cena y protestar de tener la unidad en el
espíritu y en la fe... Sin embargo, así como nos es necesario creer en la
Iglesia que es invisible para nosotros y conocida a solo Dios, así también se
nos manda honrar a esta otra Iglesia visible y mantenernos en comunión con
ella». Después le dará algunos de los más honoríficos
títulos tributados en otros tiempos por los Santos Padres. Dirá que «todos
aquellos que tienen a Dios por Padre, deben tener a la Iglesia por Madres»
(Inst. IV, I, 1); que «no hay otro medio de entrar en la vida si Ella
no nos concibe en su seno y no nos nutre a sus pechos» (Inst. IV, I, 4);
que, «aparte de este Cuerpo y de la compañía de los fieles, no hay
esperanza de reconciliación» (Cat. 36, 578); que «Dios, no obstante poder
levantar a los suyos directamente a la perfección, quiere que todo ello se
haga dentro de la Iglesia» (Inst. IV, I, 5), etc. Enseñará que la Iglesia
visible es necesaria por razón de nuestra ignorancia y de nuestra rudeza
(Inst. IV, I, 1); para despertar nuestra fe y para continuar con los
elegidos el contacto interrumpido al concluirse la obra de la Encarnación,
etc. En concreto, el perdón de los pecados «es un beneficio tan peculiar
de la Iglesia, que no podemos usufructuarlo si no permanecemos en contacto
con ella» (Inst. IV, I, 22). Calvino tampoco tiene dificultad en aceptar la
fórmula clásica: «extra Ecclesiam nidia salus», aunque dándole un
significado distinto del aceptado por la tradición católica.
El reformador ginebrino
atribuye a la verdadera Iglesia cierto número de notas
distintivas. Lutero había
trazado ya la pauta con la recta predicación del Evangelio y la recta
administración de los sacramentos. Bucer y Calvino, escarmentados por la
indisciplina de muchas de las iglesias luteranas, creen necesario añadir
una nota más: el ejercicio de una vigilante disciplina eclesiástica, ya que —en su opinión— las dos anteriores dependen en gran parte de esta.
A la disciplina eclesiástica competen tres principales objetivos: 1) la guarda
del honor divino (para que Cristo no sea blasfemado, la Iglesia debe tener
autoridad y medios con que castigar a quienes lo intenten); 2) la
evitación de la corrupción de los miembros de la Iglesia a causa de las
malas conversaciones y del contacto con hombres perversos; y 3) la vuelta a la
Iglesia de aquellos que habían sido castigados por la excomunión .
Calvino hubo de abordar
la cuestión de la autoridad jerárquica en la Iglesia y
lo hizo de manera parecida a la de los demás reformados. En la parte
destructiva, acusó a la Iglesia Católica de «hacer una grave injuria a Cristo»
atribuyendo a los sucesores de San Pedro una autoridad suprema sobre los
miembros de la comunidad. Positivamente exaltó a Cristo como «autoridad
suprema y única» de la Iglesia. «Esta, decía, es el reino de Cristo en el
que El reina con el cetro de su Palabra» (Inst. IV, 2, 4); «Él es el único
Obispo de la Iglesia» (ib., IV, II, 6); y los hombres no son más
que «débiles instrumentos a quienes ha hecho entrega de las llaves» (ib., IV, III, 1); lo que le vino a convencer de que la autoridad que se
«arrogan» el Papa y los obispos, no les viene «ni de Cristo, ni de sus
apóstoles, ni de los Padres, ni de la primitiva Iglesia» (ib., IV, 4,
2). Es decir que, después de muchos rodeos, venimos a parar en una Iglesia sustancial y especialmente invisible que, por consiguiente, no
necesita de autoridad visible para su gobierno y dirección. «Para Cal
vino, escribe Henderson, la Iglesia no era la jerarquía ni tenía relación
alguna con ella. Se trataba sencillamente de la familia de Dios, de una
comunidad de fieles y de creyentes a quienes Dios ha predestinado para la vida
eterna».
El gobierno actual de las iglesias reformadas se rige lógicamente
según estos principios. Al menos en muchas de ellas, la autoridad se reduce a
poco más que a llevar adelante la rutina de la administración sin
entrometerse demasiado en asuntos dogmáticos ni ejercer sobre los súbditos un
poder de compulsión moral. Sólo que esto es muy distinto de lo que era la
auténtica comunidad de Ginebra.
LOS SACRAMENTOS
«La doctrina sacramentaría
de Calvino, comenta Mayer, está dominada por sus ideas de la majestad divina...
Esta es de tal grandeza, que su sola manifestación bastaría para hundir al
hombre, criatura finita, en la nada. Con el fin de mostrársele. Dios
condesciende a bajar hasta él. La condescendencia tuvo ya lugar en la Encarnación
cuando Dios se enfrentó con el hombre en la finitud de la humana carne. Se
repite hoy día cuando bajando a nuestro nivel, se digna hablamos de modo que
podamos escuchar la declaración de su voluntad». Esto se aplica igualmente
a los sacramentos que tienen por objeto principal la comunicación de esa Verdad
al hombre que los recibe. Para Calvino, los sacramentos no son
instrumentos de gracia. Esta doctrina católica se le aparece como
«una opinión totalmente perniciosa y diabólica». Pero su esencia tampoco
se reduce, como para Zwinglio, a que sean meros símbolos de la fe. Son
«signos externos por medio de los cuales Dios confirma sus promesas de
buena voluntad reforzando al mismo tiempo la debilidad de nuestra fe»
(Inst. IV, XIV, 3). En otra parte los compara a una «ayuda semejante a la
de la predicación del Evangelio, destinada a sostener y a consolidar
nuestra fe» (Inst. IV, XIV, 31). Son como unos cuadros y unos espejos con
los que, de una manera sensible, por imágenes aptas a nuestros sentidos,
Dios nos enseña verdades que de otro modo serían para nosotros muy
difíciles de comprender. Sus efectos son igualmente muy diversos de los
atribuidos por la Iglesia Católica. «Dios, escribe, alimenta y nutre
espiritualmente nuestra fe por medio de los sacramentos; éstos no tienen otro oficio que el de representarnos sus promesas». Por
la misma razón, no existe diferencia esencial entre los sacramentos de la
Antigua Ley y los de la Iglesia actual: aquéllos prefiguraban al Mesías que tenía que venir;
mientras éstos nos muestran al Cristo ya llegado al mundo».
Cualquier otra eficacia que se quiera atribuir a aquellos signos resulta
ficticia y contraria a las Escrituras. Como explica él mismo al comentar
aquellas palabras del Apóstol, «baptisma salvos nos fecit»: «no quiere
decirnos (San Pablo) que la ablución y la salvación de nuestra alma se
hagan por medio del agua o que ésta tenga el poder de lavar los pecados,
sino solamente que esto nos hace conocer y tener certeza del Dador de
aquellos bienes».
En esta hipótesis del
valor simbólico de los sacramentos, Calvino puede prescindir de averiguar quién
es el autor inmediato de los sacramentos o de las circunstancias de su
institución. Acepta el número binario de los demás reformados. En su recepción
es la fe la que ocupa prominente lugar ya que, sólo cuando ponemos este
acto, los signos sacramentales producen el único fruto de que son capaces.
«Así como el receptáculo debe estar abierto para recibir el aceite, así también
nuestra fe debe de estar en acto si queremos que la Palabra y los sacramentos vengan
hasta nosotros». De la necesidad de su recepción, Calvino emplea expresiones
que son todo menos claras. Lógicamente debiera concluir a la no necesidad de aquel acto. Sin embargo, como son también
los signos externos por los que obtenemos las promesas divinas, puede
decirse que en alguna manera su recepción es necesaria como acto público de
nuestra fe, que internamente será el medio de alcanzar la amistad de Dios
y la santificación de nuestra alma.
Bautismo.—Reviste
indudable importancia ya que es el sacramento por el que el creyente se
introduce en la Iglesia. ¿Qué valor tiene? No el de un instrumento de la
gracia por el que se nos lavan los pecados (tal sería la última posición
de Lutero aunque negando la fórmula «ex opere operato») sino un
valor meramente simbólico (pedagógico) destinado a mostrar la unión
del alma con Dios y el perdón alcanzado ya por la fe. Es una especie de
instrumento legal por el que Dios confirma a los elegidos con la
convicción de que sus pecados están perdonados. «El bautismo, nos dice también
Calvino, es la señal de nuestra condición de cristianos por la que
quedamos recibidos en la compañía de la Iglesia con el fin de que,
incorporados en Cristo, seamos reputados en el número de sus hijos. Nos ha
sido dado por Dios, primeramente para servir a nuestra fe en El y segundo para
que nos sirva de testimonio ante los hombres». Sus efectos perduran toda
la vida. Ya puede el bautizado pecar cuanto quiera. «El bautismo no
queda borrado por los pecados siguientes». Más aún, el recuerdo del
sacramento recibido basta para alcanzar el perdón caso de que hayamos
recaído o queramos asegurarnos de nuestra propia salvación». El bautismo es
«como un documento sellado por el que Dios nos confirma que todos nuestros
pecados están ya borrados, cancelados y tachados; que ya nunca pueden venir a
la vista de Dios ni se nos pueden de ninguna manera imputar en el
porvenir». Lo dicho no incluye, sin embargo, la destrucción del pecado en
nosotros ya que éste, al igual que la concupiscencia, permanece dentro de
nuestro ser y aun en los mismos niños bautizados queda una cierta semilla de
pecado. «En otras palabras, concluye Wendel, el bautismo no nos restituye
al estado de integridad que había sido el de Adán, pero sí nos asegura la
remisión del pecado y haber aplicado considerándosenos además justos por la imputación
de la justicia de Cristo».
La necesidad del
bautismo es solamente relativa. Normalmente todos estamos obligados a
recibirlo. Sería fácil hallar en los escritos del reformador
expresiones que parecen arrancadas de nuestros manuales católicos de
teología. «Tenemos que luchar aun a costa de la muerte para retenerlo». «Si lo dejamos por
negligencia, quedamos excluidos de la salvación y en este sentido lo retengo
como cosa necesaria». La Asamblea de Westminster
retendrá prácticamente y en las mismas condiciones la necesidad de su recepción. Pero pronto se ve el escaso alcance de tales
afirmaciones cuando el sacramento puede ser sustituido tanto por las
palabras de Cristo como por nuestra fe en sus promesas. «Cristo, explica
el reformador, dice que todo aquél que cree en el Hijo, tiene la vida
eterna y no será condenado, sino que pasará de la muerte a la vida. En
cambio, el Señor no condena en ninguna parte a quienes no se han
bautizado. No es que el bautismo sea algo que podamos abandonar con
negligencia, pero sí afirmamos que no es algo tan necesario que, quien
esté legítimamente excusado de recibirlo, tampoco será entregado por ello
a la perdición».
La doctrina se aplicaba
sobre todo al caso de los niños que morían sin bautismo. La controversia, como
sabemos por la historia, originó acaloradas discusiones entre Lutero, Calvino y
Zwinglio. Pero el reformador de Ginebra no cedió, sino que se mostró
siempre partidario de que «la salvación no depende del bautismo del niño»
puesto que ya ha sido predestinado infaliblemente mucho antes de nacer a
la vida o a la muerte y, por consiguiente, «aun los no bautizados pueden entrar
en el cielo». Lo mismo se deducía de la necesidad absoluta de la fe
para que el bautismo tuviera sus efectos. No obstante todo cuanto
antecede, tanto los infantes como los adultos deben bautizarse. En el
primero de los casos, la ceremonia constituye un motivo de gozo para los
padres que ven allí un gaje de la elección de sus hijos y éstos, una vez
crecidos, podrán traer a la memoria que fueron ya objeto de la elección divina.
En el caso de los adultos, dice Calvino, «quedamos beneficiados de dos
maneras: primero tenemos en ello la mejor seguridad de que Dios se nos
convierte en el más propicio Padre y que no nos imputará nuestros pecados; y
segundo caemos en la cuenta de que Dios estará siempre con nosotros por
medio de su Espíritu, preparándonos a resistir al demonio, al pecado y al
vicio de la carne, viviendo así en la libertad de su Reino de
justicia, hasta la obtención de la última victoria»
En la práctica, los
calvinistas modernos —tomemos por ejemplo a los presbiterianos— se atienen a
estas ideas. La norma general es que se bautice también a los niños «para
significar que también ellos quedan recibidos en la Iglesia v están unidos
a Cristo. Cuando lleguen a ser mayores de edad, tomarán sobre sí los
deberes que ahora han asumido sus padrinos». Al ser presentados por los padres
para la ceremonia, el ministro pronunciará algunas palabras sobre la
naturaleza, fines y uso de esta ordenanza. Los argumentos que se aducirán para bautizarlo
serán: «que fue instituido por Cristo; que es un sello de la justicia de
la fe; que la simiente de los fieles no tiene menos derecho al bautismo
bajo el Evangelio que el que tuvo la simiente de Abraham a la circuncisión
en el Antiguo Testamento; que Cristo mandó que todas las naciones fuesen
bautizadas; que El bendijo a los niños declarando que de tales es el Reino de
los cielos; que los niños son federalmente
santos; que por
naturaleza somos pecadores, culpables y corruptos y tenemos necesidad de ser
limpiados con la sangre de Cristo y por las influencias santificadoras del
Espíritu de Dios». Después de esta exhortación —en la que como se ve se
omite toda alusión a la limpieza del pecado original por el agua
bautismal— el ministro bautiza al niño por la aspersión y pronunciando la
fórmula trinitaria. En caso de adultos, la exhortación contiene algunos
elementos nuevos: el bautismo «significa y sella nuestra inserción
en Cristo y nuestra participación en los beneficios del pacto de la gracia
y nuestra sumisión al Señor»; viene a ser además «un medio eficaz de
salvación, no por virtud propia alguna (del sacramento) ni por virtud de
aquel que lo administra, sino solamente por la bendición de Cristo y la
obra de su Espíritu en aquellos que por la fe lo reciben».
Eucaristía.—Decía
Bossuet que la doctrina eucarística de Calvino resultaba tan oscura y
contradictoria, que era casi imposible reducir sus ideas a
unidad orgánica. En nuestros días, el luterano Mayer confiesa que «es
difícil saber lo que el maestro de Ginebra pensaba realmente sobre la
Presencia real». Al igual que los demás reformadores, empezaba por la
negación de la Eucaristía Sacrificio juzgándolo «blasfemia intolerable» y
comparando la celebración de la Misa privada, con su estipendio
correspondiente, a la venta que hizo Judas de su Maestro con treinta
monedas de plata. Cumplido con este triste requisito,
le quedaba la larga tarea de elaborar su doctrina sobre la presencia real
y sobre la Eucaristía en cuanto comunión.
Pronto cayó en la cuenta
de que se trataba de un terreno delicado en el que había sido precedido por
Lutero y por Zwinglio. Para ambos no tuvo sino palabras de desprecio. Las
teorías de este le parecían «totalmente inaceptables» y las de Lutero
«frívolas, absurdas, y llenas de ilusiones satánicas».
Su propia doctrina partía de una suposición que precisa mencionar para
entender adecuadamente su teología eucarística. Según él, la humanidad de
Cristo no había quedado penetrada en modo alguno (ni siquiera después de
la resurrección) por ninguna de las cualidades de su divinidad (Inst. IV, XVII,
29). Aun en el cielo (que es un lugar físico con dimensiones materiales
parecidas a las nuestras) Cristo retiene su Cuerpo real de carne y sangre.
«Su humanidad queda encerrada en su cuerpo y permanecerá así hasta que venga a
la tierra en el día del Juicio final». La
razón es que «no se puede asignar al Cuerpo de Cristo una propiedad que
sea inconsistente con su naturaleza humana». Esto crea una especie
de oposición irreductible entre el cielo y la tierra. La idea de la ubicuidad de Cristo le parece monstruosa y el afirmar que Dios pueda hacer
que un cuerpo de carne ocupe al mismo tiempo sitios distintos es como
decir que «Dios puede hacer que una cosa sea carne y no carne al mismo
tiempo», lo que, evidentemente, es contra el principio de contradicción. En tal
hipótesis, tanto la presencia real como la asunción del Cuerpo de Cristo
se convierten en imposibilidades. Y, sin embargo, la consecuencia aterraba
a Calvino que defendía machaconamente la doctrina de la presencia real de
Cristo en la Eucaristía. A Lutero que le acusaba de negar esta verdad, le
respondía afirmando que «es necesario que nos apropiemos aquel Cuerpo y que la
Carne de Cristo sea vivificada en nosotros ya que de El obtenemos la vida
espiritual».
¿Cómo explicar entonces
aquella especie de antinomia? Calvino responderá que por una especie de actio in distans que, por alguna intervención divina especial,
suprima los espacios y establezca un contacto directo entre el alma
y Dios. «Puesto que la distancia local parece impedir que el poder de la
Carne de Cristo llegue hasta nosotros, yo suelto el nudo diciendo que,
aunque Cristo no cambie de puesto, sin embargo desciende El hasta nosotros
por medio de su poder. Para Calvino, la esencia de una sustancia se
identifica con su poder (potentia); de tal manera que cualquier ser
que ejerza su acción sobre un objeto, ipso jacto se encuentra allí
por su sustancia. Ahora bien, «la sustancia del Cuerpo de Cristo se
identifica con sus propiedades vitales y vitalizadoras. Estas, por
su parte, pueden comunicarse sin la actual participación de aquella, pero
con la particularidad de que el participar de aquellas, sea equivalente a
la recepción de su sustancia. Su carne no queda en modo alguno unida
con nosotros, sino que El derrama en nosotros, por el secreto poder
de su Espíritu, su fuerza y su vigor» Calvino ilustraba su
pensamiento con la analogía del sol, que, al enviar sus rayos, penetra las
plantas y los frutos. De la misma manera, «el resplandor del Espíritu nos
comunica la comunión de la carne y de la sangre de Cristo (Inst. ib.,
ib., 12). Lo que recibimos de esa manera no es alguna partícula del Divino
Salvador, sino el Cristo total: «por obra del Espíritu, entramos en
posesión de todo Cristo (totum Christum) y le tenemos habitando entre
nosotros». «Aunque la carne de Cristo está en el cielo, escribía Calvino al fin
de su vida a Bullinger, sin embargo en la tierra nos alimentamos también
verdaderamente de Él ya que Cristo, por una virtud insondable difundida
por el Espíritu, se hace totalmente nuestro sin dejar todavía su
antiguo lugar».
Partiendo de estos
supuestos, podemos hacernos una idea de la doctrina eucarística de Calvino.
Esta, según él, contiene tres elementos: un significado; la materia de la
sustancia; y el efecto. El significado consiste en las promesas incluidas en los
signos. Las promesas se contienen en las palabras de la institución; «quod
pro vobis tradetur in remissionem peccatorum». Para que estas
promesas se graben todavía más hondamente en nuestras almas, Cristo emplea
los elementos sensibles del pan y del vino, de modo que al oír aquellas
palabras estemos seguros de que su muerte fue eficaz para nosotros. La materia
o sustancia del sacramento es «Cristo con su muerte y con su resurrección». Sin embargo, esto mismo tiene lugar de modo que el pan y el vino queden
realmente presentes en los elementos que nosotros vemos. Del mismo modo
que San Juan Bautista decía ver al Espíritu Santo, aunque de hecho
sólo viera la paloma que le mostraba el Paráclito. Finalmente, los efectos de la Eucaristía son la redención, la rectitud, la santificación, la vida
eterna y todos los beneficios que nos mereció Cristo en la redención.
La teoría daba lugar a
graves consecuencias, algunas patentes a sus contemporáneos y otras que sus
sucesores se encargarían de deducir. Ante todo, si la Eucaristía actúa en
nosotros por medio del Espíritu Santo (y este toca únicamente los corazones de
los predestinados) aquéllos que son indignos (es decir, los pecadores, los no
predestinados) dejan de recibirlo de cualquier manera que sea: «sería
gran injuria para Cristo suponer que su Cuerpo se distribuye también a los
no creyentes». Pero, lo que es peor, si no se da presencia real, tampoco existe
recepción eucarística verdadera. En este caso, es evidente que podemos
recibir las mismas gracias por otros medios, v. gr. por la lectura de las Sagradas Escrituras, escuchando un
sermón, etc. Calvino admitió lo lógico de la conclusión afirmando que los
cristianos reciben en la Eucaristía lo que los electos recibían en el
Antiguo Testamento por otros medios meramente simbólicos (Inst. IV, XIV,
23). Entonces, le objetaban sus adversarios: ¿qué sentido tiene la Comunión y
las graves palabras con que el Señor nos obliga a recibirla? -La Eucaristía,
replicaba fríamente Calvino, es el instrumento del que se sirve el Espíritu
Santo para confirmar nuestra fe y para corroborarnos en la sagrada unión
que tenemos con el Hijo de Dios, ya que formamos parte de su Cuerpo
cuantos de su Cuerpo nos alimentamos»
No extraña, pues, si
estas doctrinas ya confusas en el fundador, han ido dando lugar a mayores
confusiones entre sus sucesores. «En la actualidad, escribe un teólogo
luterano, hay en las iglesias reformadas una extrema variedad de
opiniones por lo que atañe a la presencia real. En algunos círculos se
habla de la Cena como de un simple memorial o como de un símbolo de la unidad de la Iglesia
o de un acto de fe comunitaria. En cambio, en otros documentos (por
ejemplo en el catecismo de Heidelberg) se emplea un lenguaje mucho más
realista... Sin embargo, cuando se examina el contexto de aquellas frases
en apariencia ortodoxas, se ve que las iglesias no se han apartado de la
posición calvinista inicial. Por eso, aun en aquellos círculos que
atribuyen un valor espiritual más elevado a la Cena, la presencia real no
pasa de ser una mera presencia espiritual». El examen de las expresiones
empleadas por algunos de sus más conocidos autores modernos nos confirman
en la misma opinión. El católico no puede menos de sentir que, en medio de
una fraseología a veces parecida a la nuestra y no obstante el rito litúrgico
que, en más de un detalle, quiere imitar al de la Iglesia romana, en el
fondo las diferencias son esenciales y profundísimas.
LITURGIA Y ECUMENISMO
«Los primeros puritanos,
escribe Loetscher, en su oposición al anglicanismo, fueron mucho más allá que
las iglesias de la Europa continental en punto a severidad y simplicidad de su
culto religioso. En vez de las preciosas catedrales e iglesias medievales,
prefirieron celebrar sus oficios religiosos en sencillas casas privadas.
Eliminaron con desprecio toda clase de ornamentación interior:
cuadros, estatuas, etc. Aun llegaron a suprimir, como dañino al alma, todo
lo que supiera a una liturgia bella y elaborada. Estas tendencias se
agudizaron todavía más en el puritanismo norteamericano, entre aquellos
hombres rudos que avanzaban hacia el Far
West o durante los
reavivamientos religiosos en los que sólo se buscaba la satisfacción del
emocionalismo».
Estos eran mis
pensamientos cuando, hace todavía pocos años, asistí acompañado de un ex-pastor
protestante al culto religioso presbiteriano de una elegante iglesia de
Copacabana, Río de Janeiro, Brasil. Mi amigo me advirtió que lo tocante a la
«severidad litúrgica» del calvinismo moderno no pasaba de ser un recuerdo
histórico. Pronto vi que tenía razón.
La iglesia, sin ser
grande, era externamente bella y estaba dentro pulcramente cuidada. La gente
fue entrando y colocándose en sus bancos. Se veía que la mayoría de la
congregación estaba formada por personas de la clase media o alta. Los
grandes ventanales adornados con motivos neotestamentarios; el
presbiterio donde se veían, además del armonium y el púlpito, un altar
adornado de flores y presidido por un hermoso crucifijo, me confirmaron
que se trataba de una comunidad abierta a las nuevas corrientes litúrgicas. La
entrada del pastor, revestido de un largo roquete y de estola, se hizo con
toda solemnidad. Le acompañaban unos acólitos y el coro mixto, ambos
revestidos con elegantes togas de color negro y rojo. A su ingreso, la
congregación se puso en pie, tomó en sus manos el libro de himnos y cantó
con el coro algunas de las estrofas señaladas para el día. Siguieron algunas
oraciones dichas por el pastor que la gente escuchaba con la
cabeza inclinada. A un canto, entonado esta vez por el coro, siguió la
lectura —entre pueblo y pastor— de algunos trozos de la Biblia. Hubo
todavía otra serie de oraciones recitadas por las diversas necesidades de la
iglesia, por los enfermos, por la paz del mundo, etc. Me gustó sobremanera
el modo de entonación sencilla con que recitaron el Gloria
in excelsis Deo.
El sermón, pronunciado
por un profesor de mucho prestigio en la ciudad, no se distinguió mucho de los
que había escuchado en otras partes. Exhortó a sus oyentes a dar pruebas,
en su vida privada y pública, de la fe que profesaban. Se refirió a la
política; habló contra los gobiernos dictatoriales y peroró un rato contra
los «vicios» y las pretensiones de dominio de la jerarquía católica.
La manera con que, al terminar, dio con la mano extendida la bendición a
sus oyentes no fue menos solemne de las que se hacen en nuestras
catedrales en los días de gran fiesta. Al descender del púlpito, se recitó
el Símbolo de los Apóstoles mientras unos hombres hacían la colecta entre los
asistentes. Las ofrendas se llevaron al altar. El pastor las tomó en sus
manos y, por medio de unas oraciones improvisadas, las ofreció al Señor. Entonces
tuvo lugar la ceremonia del bautismo de unos pocos niños. La exhortación
del pastor a los padrinos de los infantes; las bellas oraciones (todas en
lengua vulgar) que acompañaron la ceremonia y el acto mismo de la infusión
del agua sobre las cabecitas de los niños junto con la pronunciación clara de
la fórmula bautismal trinitaria, resultaron muy solemnes y pude ver que
gustaban a los asistentes. Luego vinieron más oraciones y más cantos. Aquel día
no hubo ceremonia eucarística. (Esta, por lo demás, es en el presbiterianismo
muy parecida a las de las demás iglesias reformadas; la pueden
recibir sentados en sus bancos o arrodillados en el comulgatorio). El
pastor dio a los fieles unas instrucciones prácticas sobre diversas
materias y la ceremonia terminó con otro himno en común. Para cuando
nosotros salimos de la iglesia, el pastor se hallaba a la puerta saludando
y charlando amablemente con cada uno de los fieles tal como estos iban
abandonando el recinto. Para un católico —no obstante la frialdad glacial
causada sobre todo por la falta del acto solemne de la consagración de las
especies y de la oferta de Jesús Hostia como víctima inmaculada al Padre—
el conjunto era revelador. El presbiterianismo empieza a caer en la
cuenta de que el pueblo fiel necesita algún culto y alguna pompa para
acercarse a su Dios. El Manual del
Culto Común, publicado por
la Asamblea General Presbiteriana y revisado en 1932 y 1946, se va convirtiendo
en algo indispensable para sus fieles. No sé si Calvino habría aprobado el
cambio o lo habría llamado desviación.
Hemos podido notar la
existencia en los diversos grupos reformados de un claro espíritu ecuménico.
Para explicarlo, acuden sus seguidores al espíritu
unitario de su propio
fundador, a los conatos llevados a cabo para componer diferencias y a las
frases que escribió a Cranmer expresándole que estaba dispuesto a
cruzar los mares con tal de poder unir a los que se habían separado de su
comunión. A sus seguidores de Ginebra les había enseñado que, «así como
hay una sola Cabeza de todos los creyentes, así también éstos deben
permanecer unidos en un cuerpo, de manera que la Iglesia, difundida por el
mundo, pueda ser una y nada más que una». Admiten, es verdad, que durante
muchos años aquellas voces apenas hallaron eco en el mundo reformado.
McNeill ha contado en un largo capítulo las tristes vicisitudes de lo que
él llama: «la fragmentación del calvinismo». Con todo, piensa que se trataba
más bien de accidentes que no afectaban a la esencia del calvinismo
o que, al menos, se deben interpretar como «eclipses pasajeros» sin
grandes repercusiones en el conjunto de su historia.
De todos modos, a partir
del siglo XIX asistimos de nuevo al resurgir de un espíritu unitivo entre las
diversas ramas reformadas. Se llevan a cabo uniones (o al menos
federaciones) en el presbiterianismo escocés, en el británico y en
el norteamericano. Loetscher habla de un presbiterianismo
mundial (World-Wide Presbyterianism) compuesto de unos diez millones de miembros comunicantes, lo que
supondría un gran total de cuarenta millones de adeptos. Ha
habido también conatos de unir, no solamente a los presbiterianos
propiamente dichos, sino a todos aquellos que pertenecen a la gran
familia reformada. Si lograran la meta, podrían contar con un total de
casi sesenta millones de adherentes. Con este objeto, funciona ya desde
1875 una Alianza mundial de iglesias reformadas de sistema
presbiteriano (Alliance Throughout the World of the Churches
Holding the Presbyterian System), pero, por todas las apariencias, se
trata de una organización de escaso valor práctico. Por eso, en general, los
presbiterianos prefieren trabajar con el Consejo mundial de las
iglesias, cantera de las experiencias unionísticas y radicada en la ciudad
donde Calvino fundó su propia iglesia. La participación presbiteriana en el
nuevo organismo es grande, no obstante las reticencias que algunas de sus
ramas, sin excluir la escocesa, profieren sobre algunas de las tácticas o
de los objetivos que allí se quieran perseguir. Su contribución es más notable
en el grupo de Life and Work donde el presbiterianismo tiene mucho
que aportar en materia de organización y de actuaciones prácticas. En
cambio, tenemos que su papel en el movimiento paralelo del Faith and Order sea siempre limitado. El calvinismo tiene poco que ofrecer al resto de la
Cristiandad en puntos tan esenciales como la noción de la Iglesia o de los
sacramentos.
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