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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMOY DE LA IGLESIA |
PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPITULO VIIDIVISIONISMO PROTESTANTE
¿Es que Cristo está
dividido?, se preguntaba citando una frase paulina William
Temple, primado de la iglesia anglicana, en presencia del espectáculo que
ofrecen las iglesias de la Reforma. Y la preocupación es explicable cuando
se mira a los Anuarios publicados por algunas de las grandes naciones de
tradición protestante. Así, por ejemplo, Frank S. Mead en su Handbook
of Denominations in the Unites States (1957), menciona las siguientes
escisiones internas que dividen a los grandes grupos protestantes norteamericanos.
Los adventistas están divididos en cinco grupos; los bautistas en
veintisiete; los Hermanos en cinco; las iglesias de santidad en
dieciséis; los congregacionalistas en cuatro; los Amigos en tres;
los mormones en seis; los luteranos en veinte; los menonitas en quince; los metodistas en veintiuno; los mor ovos en tres; los pentecostales en once; los presbiterianos en doce; las iglesias
reformadas en cuatro, etc. Esto sin meter en cuenta a diversos
grupos independientes, en número muy superior, aunque difícil de calcular.
Estudiemos, pues, el
fenómeno del divisionismo de las iglesias de la Reforma. Los protestantes lo
abordan sin excepción por tratarse de uno de los puntos neurálgicos del que, en
parte, depende su misma existencia. El católico lo debe hacer sin
apasionamientos y con objetividad no sólo con el fin de constatar a dónde
ha venido a parar la obra de sus fundadores, sino también porque a su lado
la unidad del catolicismo constituye un argumento apologético de primera magnitud.
Su estudio nos mostrará también la faz verdadera del protestantismo
moderno y evitará que nos ilusionemos con un protestantismo ideal, el que
figura en muchos de nuestros manuales de teología y limitado a las tres
ramas originales del luteranismo, del calvinismo y del anglicanismo.
Finalmente, este conocimiento nos es necesario para captar el por qué de
las tendencias ecuménicas y unionistas prevalentes en una gran parte de
sus iglesias.
Empecemos por fijar, en
la medida de lo posible, la nomenclatura empleada para designar las
organizaciones religiosas incluidas en el seno del protestantismo. Se las
designa a veces con el nombre de confesiones, aludiendo a los formularios de fe
empleados por ellas. En Norteamérica es muy corriente hablar de corporaciones
religiosas (Religious Bodies) o también de comuniones, aunque ambos
vocablos se apliquen también a organizaciones no protestantes. Un número cada día mayor
de autores se refiere a ellas con el nombre de denominaciones religiosas. La palabra Iglesia, que para el católico tiene un significado bien
determinado (sociedad instituida por Cristo como continuadora de su obra
de redención y jerárquicamente constituida bajo la autoridad del Sumo
Pontífice) reviste para nuestros hermanos separados sentidos muy
distintos. Para algunos el epíteto se reserva a las instituciones surgidas
directamente de la Reforma o a las que, por su prestigio y
fuerza numérica, pueden equipararse a las mismas. (Reciben también el
nombre de: iglesias históricas; iglesias mayores; iglesias
establecidas; iglesias madres = parent churches, etc.). Su lista se
alarga o se acorta según las conveniencias de cada autor. Ciertamente el
presbiterianismo, el congregacionalismo y el metodismo han entrado ya
definitivamente en la categoría de honor. Respecto de los bautistas, la
adjudicación depende un poco de las simpatías del compilador, aunque hoy día
sean pocos los que se atreven a negarles este título. Notemos que, por regla
general, los fundadores y seguidores de cualquier institución religiosa,
por diminuta y excéntrica que parezca, no dudan en aplicar a sus engendros esa
sagrada palabra. El «profeta» negro norteamericano Jones ha dado a su
organización el pomposo nombre de: iglesia del triunfo universal de
Dios.
LAS SECTAS
Algo parecido nos ocurre
con la palabra secta. En la literatura latina el término puede
encerrar matices distintos. Etimológicamente, dice Forcellini, el vocablo puede
venir de la palabra secare (cortar) y entonces significa divissa ab
aliis (dividida de las demás) o de la palabra sequi (seguir) y
significa seguir algún instituto especial. En el
lenguaje eclesiástico y cristiano ha prevalecido con mucho el primer
sentido. La palabra aparece por primera vez en la Epístola a los
Gálatas (5,20) para indicar uno de los pecados (tal vez el mayor de todos)
que deben evitar los cristianos de San Pablo. Esta admonición cobra un
tono todavía más severo en la Epístola de San Pedro (1,1) cuando el
Príncipe de los apóstoles habla de los «falsos profetas que
disimuladamente introducirán sectas de perdición» y preveyendo que serán muchos
los que «se irán tras sus lascivias», los conmina con las amenazas de los
castigos eternos. En la tradición católica existe
unanimidad al equiparar a las sectas con todos aquellos núcleos, mayores o
menores, que se apartan de su comunión. En este sentido son sinónimas de iglesias
heréticas. Al verificarse la escisión, quedan separadas (muchas veces por
la solemne excomunión) y abandonadas a sí mismas. Otros autores delimitan
más la noción. Según Algermissen, secta es «toda colectividad religiosa
considerada como cristiana por su fe en Cristo y por reconocer la
Biblia como fuente de verdad revelada, pero que al mismo tiempo difiere en
sus características esenciales de la verdadera Iglesia de Cristo».
Entre los protestantes
no hay unanimidad de pareceres sobre la esencia de la secta en cuanto distinta de la iglesia. El Diccionario de Webster la define como «todo partido (religioso)
que disiente de la iglesia madre o de la iglesia establecida. Otros escritores
aplican el nombre a «los grupos religiosos menores, especialmente a aquellos
que insisten en doctrinas peculiares». Los hay que restringen la palabra a las
organizaciones que deben su origen «a algún profeta o visionario» que dice
haber recibido revelaciones especiales que suplantan a la Biblia como a
fuente de revelación e introducen elementos que están en conflicto con las
tradiciones comúnmente aceptadas por el cristianismos En la Realencyklopädia
für Religión se insiste mucho en este elemento antitradicionalista y se
citan como ejemplos de novedad: el lavatorio de los pies antes de la
comunión y las doctrinas milenaristas, abandonadas desde hace tiempo por
la Iglesia. Su membresía está también restringida a aquellas personas que,
tras alguna fuerte experiencia religiosa, se deciden a formar parte de
ella. No les interesan la cultura ni las reformas sociales hacia las que, por
lo general, observan una actitud de critica Finalmente, según Elmer T. Clark,
el gran especialista en materia de sectas, todas éstas se distinguen más
por su espíritu que por sus formas o por las dimensiones de su
organización. Tienen un culto peculiar; se adhieren a una
interpretación literalística de la Biblia; profesan el milenarismo; se
oponen a las tendencias liberales, consideradas como verdaderas apostasías; y
se consideran a si mismas como las auténticas iglesias de Dios llegando
a negar el derecho de salvación a quienes no pertenecen a ellas.
Por estas y otras citas
se ve que, aun a los ojos de los protestantes, la palabra secta ha adquirido una connotación peyorativa. Sus
seguidores son auténticos rebeldes, no sólo porque se apartan de la Ecclesia más antigua y universal, que es la de Roma, sino porque han tenido la
audacia de «abandonar los auténticos principios de la Reforma y desgajarse de
alguna de las iglesias ya establecidas». El emplear ese vocablo, concluye Rule,
para designar a las organizaciones de cierta categoría, es faltar claramente a
la caridad.
¿Qué hacer, por lo
tanto, con esas innumerables instituciones protestantes, pequeñas en número
pero ardientemente proselitistas, que pululan por todas partes, muchas veces en
abierta oposición a las iglesias de la Reforma? Para éstas se
ha encontrado la expresión más despreciativa de cultos, cuando se trata de las organizaciones mismas, y
de cultismo cuando se alude a sus doctrinas. El tipo religioso cultista, nos dice Tappert, tiene su origen en algún visionario o profeta que, para fundar su iglesia, dice haber recibido del cielo alguna
revelación especial. Esta es, además, de tal naturaleza que tiende a
suplantar la Biblia o a introducir elementos que están en contradicción
con sus enseñanzas. De ahí que insistan también en la posesión de
«doctrinas secretas» que no se comunican sino a los iniciados. El cultismo, añade W. A. Martin, se distingue por
su adhesión a doctrinas que están en pugna abierta con las de la
cristiandad. Es una desviación del cristianismo ortodoxo en sus doctrinas
cardinales. Entre los «seis grandes» del cultismo, el
autor menciona a los siguientes: los Testigos de Jehovah, el Christian
Science, el mormonismo, el Unity Movement, la Misión de
Paz del negro norteamericano Father Divine y el Espiritualismo.
A los católicos se nos
ha acusado —aun por parte de cierta crítica de casa— de “alinear bajo una misma
etiqueta protestante a sectas e iglesias”, dando con ello pruebas
de ignorar hasta los rudimentos en materia de Reforma.
Conviene, pues, que los mismos protestantes (al fin y al cabo mejores
jueces en la materia) nos den en este punto alguna luz. ¿Qué es lo que
piensan de esto? “Históricamente, escribe uno de ellos, la línea de
distinción entre secta e iglesia no es clara ni fija.
Toda secta incluye, es verdad, cierto grado de disentimiento y de
alienación de los demás. Pero lo difícil es fijar su medida. Porque, de
hecho, cada iglesia mayor tiene también conciencia de profesar
doctrinas peculiares y opuestas a las demás. Sólo cuando el exclusivismo es muy marcado, la organización empieza a dar pruebas de sectarismo. Resultaría asimismo fácil señalar iglesias contemporáneas que hoy rechazan en
absoluto ese nombre y que, sin embargo, eran auténticas sectas hace algún tiempos”. Y el profesor Neve va demostrando cómo a los
principios de la Reforma, eran poquísimas las organizaciones que se
salvaban de esa connotación. Respecto del luteranismo, escribe lo
siguiente: “Cuando en 1530 el emperador Carlos V cerró la Dieta de
Ausburgo, a los luteranos se les llamaba con el nombre de secta. El
tratado del mismo nombre (15559 decidió que, junto con los católicos romanos,
únicamente los afiliados a la confesión luterana, fueran designados
como pertenecientes a una iglesia. Los calvinistas, los
anabaptistas y los socinianos quedaban excluidos de ella. Solamente al
terminarse la Guerra de los Treinta Años (1648) se aplicó a los
calvinistas aquel apelativo. Tanto los menonitas como los anabaptistas se
quedaron con el sambenito primitivo y mucho más tarde, aprovechando el carácter
pacífico que fueron tomando, entraron a formar parte de la iglesia. Notemos que, por entonces, los bautistas, los metodistas, los irvingitas, los
Hermanos de Plymouth y otros grupos de Inglaterra y de Alemania, eran todavía a
los ojos del protestantismo ortodoxo auténticas sectas. Solamente
en 1919 la Constitución del Weimar puso en pie de igualdad a luteranos y
reformados”
Otros acuden a ciertas
distinciones que, piensan ellos, pueden trazar una línea divisoria entre ambas
organizaciones. El pastor E. Hoff, en su libro L'Eglise
et les sectes, se aferra en asentar que la secta, al contrario de la iglesia, añade al
testimonio de Cristo y de la Biblia, la autoridad de algún hombre inspirado.
Pero, la distinción es falaz y los sectarios no han tenido
dificultad en hallar en el luteranismo, en el calvinismo y en el anglicanismo
(para no decir nada de los bautistas y metodistas) doctrinas y prácticas
debidas exclusivamente a sus fundadores. Reinhold Niebuhr piensa que la
iglesia es algo así como el grupo social (familia, patria) en el
que el hombre viene al mundo, mientras que la secta representa aquellas
asociaciones particulares a las que el hombre da su libre adhesión”. Sin
embargo, la definición resulta manca ya que son muchos los millones que
nacen y mueren dentro de una misma secta. El ya citado Neve piensa que las
iglesias aparecen en la historia como resultado de las grandes
revoluciones espirituales que cambian el rumbo de la humanidad. Poseen
también su teología propia, «caracterizada por una profunda y orgánica
consistencia doctrinal y práctica», mientras las organizaciones carentes
de tales notas, deben quedar catalogadas como sectas. Lo de la «consistencia doctrinal» —lo hemos visto en el
capítulo anterior— hay que tomarlo cum mica salis, ya que los
mormones, los adventistas y los seguidores de Christian Science permanecen más aferrados a sus creencias originales que bastantes miembros de
las iglesias protestantes. Aun como grupos que, en su teología,
reflejan mejor el espíritu del Evangelio, las sectas se llevan con
frecuencia la palma. Lo dice el presbiteriano H. Thomson Kerr .
Todo esto, como se ve,
ayuda muy poco a disipar nuestras dudas. Primero por la razón histórica ya
insinuada de que algunas de las grandes
iglesias actuales
empezaron siendo humildes y despreciables sectas y sólo a medida que fueron
adquiriendo prestigio, multiplicando el número de sus seguidores, alcanzando
una firmeza económica no vulgar y dejando caer en olvido las acusaciones de
«traición» y de «apostasía» lanzadas contra las «iglesias madres», fueron
admitidas por éstas en el círculo honorable que hoy ostentan. Y segundo
porque el mismo proceso está a punto de verificarse en nuestros días. Hace
treinta años, no había protestante que diera el nombre de iglesia al adventismo, al Ejército de Salvación o a la mayoría de las agrupaciones
pentecostales. Hoy sabemos que los adventistas han recibido invitaciones
para «coloquios fraternales» con miras a una posible amalgamación. El
ejemplo de la Union of the South India Church en la que, olvidando
diferencias, se unen en grupo común e intercambian sacramentos y órdenes
sagradas gentes teológicamente tan incompatibles como los anglicanos, los
bautistas y los congregacionalistas, es un índice de lo que puede ocurrir.
Concluyamos, pues, con el profesor Tappert: «Cuando, al correr de los siglos,
las sectas adquieren mayor desarrollo y cambian su carácter original (con
frecuencia como resultado de la mejora de las condiciones económicas de
sus miembros, de las concomitantes modificaciones de sus enseñanzas
primitivas y de algunas de sus prácticas) se convierten espontáneamente en iglesias. Tal ocurrió con los metodistas. De estos, a su vez, se han desgajado nuevas sectas llamadas de santidad formadas con el fin de preservar
las características originales del metodismo».
APARICIÓN HISTÓRICA DE
LAS SECTAS
El protestantismo nació
ya hondamente dividido en sí mismo. Basta leer la correspondencia cruzada entre
sus fundadores para caer en la cuenta del poco afecto que mutuamente se
conservaban. Es verdad que varios de ellos tuvieron premoniciones de lo que iba
a ocurrir, pero fueron incapaces de evitarlo La razón, según el
protestante Welter, era obvia: «La Reforma que tenía por causa y
por efecto el examen libre de los textos sagrados, abrió el campo a todas
las divergencias y a todas las fantasías. De ahí que sus productos nos ofrezcan
también tanta variedad». Indiquemos brevemente los momentos históricos de su
aparición en escena.
Durante el siglo XVI
aparecieron en Alemania los luteranos, los schwenkfeldianos y los anabaptistas.
En Suiza los zwinglianos, los anabaptistas y los calvinistas. En Holanda los
menonitas y en Polonia los socinianos. En Inglaterra los anglicanos, los
puritanos y los congregacionalistas. De estas primeras escisiones, la mayoría
ha llegado hasta nosotros aunque se conserven de manera bastante desigual.
Algunas llevan vida lánguida o se fusionaron con otras o apenas son más
que un recuerdo histórico. En cambio, las demás no solamente viven sino
que, a lo largo de los siglos, han dado pruebas de una extraña proliferación
El siglo XVIII fue tal
vez el menos movido del protestantismo. Sus teólogos estaban dedicados a
sistematizar los principios de la Reforma y a elaborar las constituciones
de las grandes iglesias. El pietismo alemán no puede considerarse como una
organización eclesiástica diversa (al menos en el sentido estricto de la palabra)
sino como un movimiento de regeneración espiritual dentro del cuadro del
luteranismo. En cambio Inglaterra dio lugar a varios conatos separatistas.
Allí nacieron el presbiterianismo, el grupo de los cuáqueros y de los
bautistas. La secesión religiosa ocurrida en Escocia fue de carácter más bien
administrativo y la mayoría de los arminianos holandeses permanecieron
adscritos al calvinismo.
En cambio, el siglo
XVIII dio señales claras de fecundidad. En Alemania surgieron los Dunkers y los Hermanos moravos, estos últimos descendientes de los husitas; en Inglaterra
los swdenborgianos, los unitarios y, sobre todo los wesleyanos que, al
pasar al Nuevo Mundo, tomarían el nombre de metodistas. En los
Estados Unidos aparecieron los universalistas, los Trepidantes (Shakers) y
la familia de los Hermanos.
El proceso disruptivo
continuó con mayor rapidez en el siglo XIX. La inquietud se mostró
principalmente en Inglaterra y en Norteamérica. En el primero de los países
nacieron los Irvingitas, los Hermanos de Plymouth y el Ejército de Salvación.
En el segundo surgieron las iglesias de Cristo (pentecostales), los
Discípulos, los Cristidelfos, los adventistas, los mormones, el Christian
Science y una larga lista —difícil de catalogar— de sectas de curación.
Por fin, en lo que
llevamos de siglo (Siglo XX), el proceso continúa. En la mayoría de los casos
su país de origen es Norteamérica, pero con esta particularidad, que
—a través de sus misiones— los nuevos brotes se extienden prácticamente al
mundo entero, dando allí de nuevo lugar a otras proliferaciones. La
catalogación se hace tan difícil, que los autores adoptan el sistema de
reunirlas por familias poco más o menos emparentadas de: sectas pentecostales, iglesias de
santidad, iglesias nazarenas, iglesias de Dios, grupos escatológicos, iglesias
de color, etc.
DIVISIONES TERRITORIALES
Este protestantismo fisionador,
está distribuido muy desigualmente en el mundo. Como vimos en otro lugar, las
naciones protestantes europeas conservan en gran parte su «iglesia
oficial»: Alemania y los países escandinavos son oficialmente luteranos;
en Suiza y Holanda dominan los calvinistas; las Islas Británicas son
la cuna del anglicanismo y del presbiterianismo. En todos ellos la fuerza
de los «grupos disidentes» es limitada. Hasta hace pocos decenios ofrecían un
excelente campo de acción a bautistas, metodistas y menonitas. Hoy éstas van
cediendo su puesto a los grupos más fanáticos de adventistas,
pentecostales y Testigos de Jehovah.
En los países
misionales, la situación ha sido desde los comienzos distinta. Como no eran
feudo de ninguna iglesia particular, han visto entrar en tropel por sus
puertas a todo un amasijo de iglesias, sectas y sociedades misioneras. Un
estudio de sus últimas estadísticas oficiales nos viene a probar que
prácticamente todos los territorios de alguna importancia (por su
extensión, sus riquezas o su cultura) van siendo invadidos
sistemáticamente por las mismas. China, antes de la ocupación comunista, daba
cabida a un centenar de organizaciones. La India cuenta actualmente con
138 y ha sido superada por el Japón donde, a pesar de la escasez de
conversiones, el protestantismo tiene colocados a más de 158 grupos
diversos. El fenómeno se repite en el África, principalmente en el Congo
belga, las antiguas o actuales colonias inglesas y en el África del Sur
con sus cuatro organizaciones anglicanas y otras tantas bautistas; cinco
congregacionalistas; doce dependientes de la iglesia calvinista reformada
holandesa; cinco pentecostales; trece luteranas; cuatro metodistas; nueve
pertenecientes a las iglesias de santidad; cinco presbiterianas y el resto
(hasta ochenta) por «asociaciones diversas». Iberoamérica está siendo otro
ejemplo de esta fragmentación. Hay repúblicas (por ejemplo el
Brasil) donde el número de organizaciones se acerca al centenar. En muchas
partes el conjunto de «sectas pentecostales y escatológicas» supera en fuerza
misionera y en cifras de adeptos a las presentadas por la «iglesias
históricas». El ejemplo clásico es el de Chile con sus potentes iglesias
pentecostales. Pero no es caso único. Y tal como van las cosas, habrá
pronto naciones que alcancen la misma situación. Los dirigentes
protestantes indican esa prevalencia sectaria como uno de los síntomas peligrosos para sus
trabajos en aquellas partes.
Las tierras misionales
presentan a las iglesias de la Reforma otro problema de mayor gravedad. Han
aprendido la lección de sus progenitores. Saben asimismo el significado
exacto de la «interpretación individual de la Biblia» y caen en la cuenta
de que todo protestante es «su propio Papa». Su contacto personal con
las «iglesias madres» en Europa y en Norteamérica les ha enseñado la
facilidad con que allí surgen los nuevos grupos religiosos. Probablemente
la inteligencia imperfecta del cristianismo y de sus exigencias, así como la
carencia absoluta de tradición histórica, les ha impelido también en la
misma dirección. El resultado lo tenemos ante nuestros ojos. Las regiones
evangelizadas por los protestantes están produciendo sus propias agrupaciones y
sectas. El metodismo y las iglesias pentecostales se han mostrado las más
fecundas. Pero, la regla es general y no hay iglesia que no tenga sus
propias filiales. El límite más escandaloso se ha alcanzado en el África central
y del Sur que, con más de un millar de sectas autóctonas, nos ofrece
el triste espectáculo de a dónde puede llegar el protestantismo. Sus
autores han tratado de estudiar las raíces del fenómeno, pero sin llegar al
fondo, o, al menos, sin querer reconocer el origen auténtico de esa
dispersión. Además, las fragmentaciones son
geográficamente mucho más extensas para que se puedan atribuir a
las características de una población. El cisma brota en sus misiones lo
mismo en el Brasil, como en China, en el Japón o en Chile. Y es de temer
—ya lo temen algunos de sus dirigentes— que a medida que esas naciones
africanas alcancen su independencia y sus iglesias misionales su mayoría de
edad, el peligro escisionista será todavía mayor.
LAS SECTAS DE LOS
ESTADOS UNIDOS
En materia de
fragmentación protestante, las iglesias de los Estados Unidos ocupan categoría
especial. «La historia religiosa de los Estados Unidos, escribe el
profesor Sperry, de Harvard, es de una fecundidad y fertilidad eclesiástica
llevadas a extremos tales que deben ser desesperantes para cualquier teólogo de
mentalidad maltusiana. Estamos sobrepoblados de denominaciones. Y este desabrido hecho es tan conocido,
que a nadie se le ocurre negarlo. Hemos quedado convertidos, para usar la frase
paulina, en teatro y espectáculo público del mundo entero. James Madison puede descansar tranquilo en su tumba ya
que hemos superado con creces su anhelo de que multiplicáramos el número
de sectas con el fin de preservar nuestras primitivas libertades
religiosas». «El censo religioso de 1936, añade Braden, el último a
nuestra disposición, aduce 256 denominaciones o sectas. Cuántas son las
que realmente existen en 1943 no es fácil de saber, aunque los anuarios vuelven
a hablarnos de doscientas cincuenta y ocho. Pero lo único que se deduce de
aquí es que es ese el número de los grupos que se han inscrito en el
censo. Elmer T. Clark asegura que ha compilado otras cien nuevas que
faltan en la lista oficial. Las cifras aducidas muestran, además, que en
cuarenta y seis años ha habido un aumento del 73 por 100, el mayor conocido
hasta la fecha».
La presencia mutua —y
con frecuencia antagónica— de tantas agrupaciones, se debe a causas múltiples.
Muchas de las denominaciones actuales son producto de importación. El
Viejo Mundo envió, junto con sus emigrantes, las divisiones heredadas de la Reforma.
El miedo a que algunos de los grupos se erigieran en «iglesia estatal»
contribuyó a la mejor preservación de las demás». Al aumento contribuyeron los reavivamientos religiosos. La experiencia religiosa directa ha
sido siempre uno de los grandes atractivos de las gentes sencillas de
Norteamérica. El motivo ha servido de verdadera válvula de escape para
quienes estaban aburridos del árido culto de sus iglesias. La «voz de
Dios» que les llama a apartarse del camino trillado ha constituido para otros
la garantía de su «auténtica vocación». Muchos de los iniciadores de
nuevas sectas han salido de esos reavivamientos. El liberalismo religioso
de los siglos XVII y XVIII fue asimismo responsable en gran parte de las
sucesivas divisiones. Con su llegada, las iglesias protestantes se dividieron
en dos facciones (llamadas ortodoxa y liberal) que, a su vez, dieron
origen a nuevas sectas. Los unitarios se separaron del congregacionalismo,
los cuáqueros de la iglesia de Los Hermanos, los pentecostales del metodismo,
etc. Las controversias contemporáneas entre fundamentalistas y modernistas
van dando lugar a continuas proliferaciones.
En este mismo sentido
habría que tomar nota de la audacia
innovadora y del optimismo
religioso del americano medio. A sus ojos la religión no solamente
es un negocio personal, sino algo que puede elaborarse y propagarse por el
esfuerzo humano —casi como una buena marca de productos o un gran plan de
explotación. Basta que tenga cierto aire de honorabilidad; que satisfaga
nuestros sentimientos hacia un Ser a quien debemos reverencia; que nos
ayude a ser más «decentes» con nosotros mismos y con los demás; y que sepa
infundir en sus seguidores hondos sentimientos de filantropía y de
fraternidad universal. Cumplidos estos requisitos, cree él, lo demás
vendrá por sus pasos. Todo está en el dinamismo personal y en la maña con
que se arregle para vender sus ideas. El profesor Sperry aduce ejemplos
curiosísimos de «iglesias», principalmente de color, nacidas como fruto
de este sencillo raciocinio. Los casos podrían multiplicarse. Grupos tan
selectos como el Christian Science de Mrs. Eddy Baker o el Rearme
Moral de Frank Buchman entran de lleno en la categoría.
Lo dicho nos trae de la
mano a las razones teológicas más profundas para diagnosticar el mal.
Tendríamos que empezar por lo que ha sido siempre el fundamento último del
disgregacionismo protestante: su principio de la inspiración personal
y directa del Espíritu Santo en la interpretación de la Biblia. Pero ésta
—que es la causa general— se amalgama en los Estados Unidos con la
libertad religiosa absoluta que ha sido una de las características de su
cultura. La presencia mutua de tantas iglesias y sectas poco acordes entre
sí, contribuye grandemente a que todas ellas pierdan mucho en la estima de
la población. «Una de nuestras libertades, escribe Braden, y la más
preciosa de todas, a saber la libertad de cultos, es el
verdadero fundamento del sectarismo. Pero, mientras creamos en esa
libertad y la permitamos a los demás, tendremos entre nosotros divisiones
y sectas. Finalmente, el americano, joven como pueblo,
lo es todavía más en materias de protestantismo. El pasado, sobre todo en
materia de historia religiosa, apenas le dice nada. Sus orígenes son de
ayer. Su protestantismo, dividido ya al implantarse en suelo nacional,
ha carecido siempre del sentido de grandeza unitaria que todavía
caracteriza a varias de las grandes iglesias europeas de la Reforma. Su
religión empieza y termina con el individuo. La Iglesia viene a
convertirse para él en institución humana supeditada a sus necesidades —y casi
a sus caprichos— en algo que puede abrazar o abandonar según le convenga.
«No existe, escribe C. R. Richardson, del Union Theological
Seminary, una idea de Iglesia que sea distinta del carácter local y
de las opiniones de los individuos... El sentido de Iglesia como
institución trascendente de Cristo, ha cedido a la idea de muchas
iglesias debidas a la
industria y al esfuerzo de los hombres. Al americano la Iglesia (con mayúscula) se le antoja como una especie de abstracción derivada de
la presencia de un número mayor o menor de congregaciones particulares».
Este programa religioso
peculiar de Norteamérica ha dado lugar a dos explicaciones un tanto contradictorias.
A unos les parece que aquello es un maremagnum de iglesias, sectas y agrupaciones eclesiásticas totalmente desligadas entre sí
o enzarzadas en mutuas luchas. La lectura de algunos libros escritos por tales
autores —incluso ciertos capítulos del: Can
Protestantism Win America?, de Clayton Morrison— dejan esa impresión. La existencia de 230.000 templos
protestantes a lo largo y ancho de la nación «no porque el pueblo los
necesite, sino porque el protestantismo los requiere y porque cada una de
las doscientas y pico denominaciones se imagina tener que propagar su
marca especial de cristianismo», podría sugerir la existencia de dichas
condiciones. Otros, en cambio, tratan de rebajar el valor real de
esas disgregaciones. «Es fácil, escriben Welsh-Dillenberg, exagerar la
naturaleza y la extensión de las divisiones protestantes. Afirmar, por
ejemplo, que en los Estados Unidos hay 250 denominaciones resulta en
extremo engañoso si no se añade inmediatamente que el 80 por 100 de los
americanos viven afiliados a trece de esas agrupaciones y que su
proporción ascendería al 90 por 100 si se los incluyera en veinte de las
mismas».
Nos permitimos opinar
que la verdad pueda hallarse entre los dos extremos. Hay que admitir que, por
razones diversas —de las que no hay que excluir la apatía religiosa —la
mayoría de la población protestante prefiere permanecer en la iglesia de
sus mayores. Ello le trae no pocas ventajas de orden económico, cultural y
social. Lo cual tampoco es siempre indicio de apego «fanático» a la
misma. Las conexiones del protestante medio con su iglesia son muy
escasas. Nuestro hombre, si es de sentimientos religiosos, asistirá a los servicios
religiosos de su propia iglesia cuando le venga bien o a los de cualquier
otra denominación si ésta le cae más a mano. Caso de trasladarse de una
población a otra, tampoco tendrá dificultad, en muchos de los casos, en
frecuentar la iglesia que le venga mejor. Esta accederá también a admitir
al bautismo a sus hijos, a casarlos cuando llegue el tiempo o a dejarlos
participar en el «servicio de la comunión». Ocurre también con
frecuencia que los padres pertenezcan a una iglesia —la de sus antepasados—
y los hijos sean de otra porque acudieron a su escuela dominical o porque
sus amigos y amigas así se lo recomendaron. En el protestantismo
americano, la filiación eclesiástica no es causa de grandes fricciones, ni
menos de separaciones y divorcios.
Pero esto tampoco nos ha
de inducir a menospreciar la existencia de divisiones. Por desgracia, estas son
demasiado patentes para quedar descartadas. Cada una de las grandes iglesias ha dado lugar a escisiones internas y, en la
mayoría de los casos, éstas subsisten aunque se las quiera ocultar bajo
«uniones» más o menos artificiales realizadas con fines prácticos. Dentro
del presbiterianismo —reunido por hipótesis en una agrupación única— las
diferencias dogmáticas y aun estructurales y sacramentales son reales. Y dígase
algo parecido de las demás. Pero, sobre todo, la presencia de esos varios
cientos de sectas y agrupaciones rebeldes constituyen un fenómeno
innegable a todo el que quiera tener abiertos los ojos. Y su
importancia —en cuanto son brotes heréticos salidos de las iglesias
protestantes— continúa siendo grandísima. Decir que muchas de ellas apenas
cuentan con más de pocos miles de seguidores, no hace al caso. El
metodismo y algunas de las iglesias modernas tuvieron también humildes
principios. El grupo adventista alcanza hoy más de un millón de
seguidores, número casi igual al de los afiliados en el congregacionalismo. El
hecho se repite con los pentecostales. El crecimiento numérico
no pertenece a la esencia del divisionismo, sino que depende de
otros factores externos .
Ya que no es posible la
individualización de todas las confesiones protestantes, uno quisiera al menos
catalogarlas según un esquema racional con el fin de tener una idea cabal
de su situación dentro de lo que se ha llamado “la gran familia de la
Reforma”. La tarea resulta ardua aun para sus mismos escritores y las
clasificaciones adoptadas dependen en buena parte de las creencias o del
propósito inmediato del compilador.
Los anglicanos
—insulares aun en materias de religión— dan abultada importancia a la iglesia
de Inglaterra— a la que designan simpliciter con el nombre de católica para
distinguirla netamente de las iglesias protestantes (calvinista y
luterana), de la romana católica y de la ortodoxa. En categoría inferior vienen
las «iglesias libres», entre las que se incluyen el presbiterianismo, el
congregacionalismo, las iglesias bautistas, los cuáqueros, los unitarios, los
metodistas, los irvingitas y el Ejército de Salvación. El resto —del que se
omiten las sectas pentecostales y escatológicas— queda relegado a la
amorfa sección de «sectas y doctrinas varias».
El profesor N. P.
Williams, mirando al problema bajo el aspecto eclesiológico y sacramentario,
nos ofrece esta otra clasificación: 1) la Iglesia
Católica romana que, por razón de sus grandes diferencias, ocupa un puesto
especial; 2) las iglesias episcopales entre las que aparecen el anglicanismo,
el episcopalismo, aquellos grupos luteranos que todavía tienen obispos,
los cristianos orientales, los jansenistas y los «viejos católicos»; 3)
los grupos presbiterianos que, rechazando el episcopado, sostienen
que la administración de los sacramentos se hace por medio de los ancianos, reduciendo también a éstos toda la jerarquía de la cristiandad; 4) las iglesias de
tipo congregacionalista o independiente, según las cuales cada fiel tiene
derecho a administrar los sacramentos y la autoridad una vez que han sido
elegidos para ello: así los bautistas, los congregacionalistas, los
Hermanos; 5) las iglesias no sacramentales, es decir, aquéllas que
o no admiten ningún sacramento o no los creen necesarios para la salvación
del alma: por ejemplo, el Ejército de Salvación, los mormones, los
cuáqueros, etc. Pero Williams prescinde en su lista del enjambre de sectas
brotadas en el seno del protestantismo. Y la omisión, cualquiera que sea
la opinión personal del autor sobre la materia, es de bulto ya que —quiérase o
no— esos brotes forman hoy parte integral de la Reforma.
Un conocido autor
norteamericano, Stanley I. Stuber, ha presentado un esquema que, si atrayente a
primera vista, nos deja un tanto perplejos por lo poco apto para el análisis
distintivo que buscamos en la materia. Hay, según él, una iglesia de autoridad (la de Roma), otra de la belleza (episcopaliana), otra de la doctrina (la presbiteriana), una cuarta
que él denomina iglesia enseñante (la congregacionalista), la iglesia
de la fe (la luterana), la iglesia conservadora, (la calvinista
reformada), la iglesia de la libertad (la de los bautistas), la de la
amistad (los Friends), la del método (la metodista), la de
la armonía (la iglesia universalista), la de la razón (la
unitaria), la del seguimiento (los Discípulos). Al margen de éstas
halla Stuber doce denominaciones más, destinadas a cubrir el inmenso campo
de las pequeñas sectas. Llamamos arbitraria a la clasificación porque no
ve uno el título de enseñante y doctrinaria dado a dos iglesias
que se distinguen por su liberalismo en materias teológicas, ni por qué
los bautistas sean más libres en cuestiones de fe que los
congregacionalistas y los unitarios.
Suele aducirse con
frecuencia la división adoptada por Elmer T. Clark en su libro: The Small Sects of America. Se trata, ciertamente, de una de las
más completas. Pero, no se olvide que la clasificación se limita a las sectas (excluyendo a las iglesias mayores) y que su campo visual es
principalmente, si no exclusivamente, Norteamérica. La aducimos aquí con todas
estas reservas.
Según Clark, los grupos
principales son siete: 1) las sectas
adventistas o pesimistas, propias de gentes desheredadas de la fortuna que, para librarse de la sociedad en que viven, se acogen como a remedio a la catástrofe final,
a la segunda venida de Cristo y al juicio último: tales
son el adventismo en todas sus ramas, los Testigos de Jehová y
algunas iglesias pentecostales; 2) las sectas
subjetivas perfeccionistas, enderezadas a buscar la perfección, la santidad, la liberación del mal y de la
tentación, y todo ello sirviéndose de shocks y de fuertes emociones :
así lo era el metodismo primitivo y lo son actualmente la iglesias nazarena, el
Rearme Moral y el abigarrado conjunto de «iglesias de la santidad»; 3) las sectas carismáticas, que no son otra cosa que las del grupo anterior,
pero llevadas al extremo con miembros que dicen haber recibido «el segundo
bautismo», los dones carismáticos de «lenguas», de curaciones, de profecías, de
«trances y arrebatos»; al grupo pertenecieron antes los metodistas y los
mormones; hoy la técnica es casi exclusiva de las iglesias pentecostales;
4) las sectas comunitarias (llamadas también a veces comunistas) porque pretenden en todo volver al cristianismo primitivo, apartándose completamente del mundo, poseyendo sus bienes en común y
llevando vida nómada o independiente; tales son los Shakers y
algunas agrupaciones menores y excéntricas; 5) las sectas objetivistas y
jurídicas, denominadas así por la importancia dada a ciertos ritos
simbólicos (por ejemplo el lavatorio de los pies) y al puritanismo extremo
del culto, del que excluyen no solamente los instrumentos musicales, sino aun
el sacerdocio y los sacramentos: esto sucede, por ejemplo, con los mormones; 6)
las sectas egocéntricas, creadas para buscar al hombre la liberación del
pecado y de todos aquellos dolores y molestias que le impidan la posesión
de un cierto nirvana prometido a quienes sigan las prescripciones del
fundador o de la fundadora: caso típico el Christian Science; 7)
las sectas esotéricas y místicas que, con sus ritos de iniciación y no
obstante ciertas apariencias cristianas, proceden más del
paganismo asiático que de ninguna escuela de la Reforma protestante: v. gr. el teosofismo y cultos
similares.
Resulta arduo decidirse
por ninguna de estas clasificaciones que, en opinión de sus mismos
compiladores, pecan de incompletas. La solución ideal sería quizás la de
colocar a un lado a todas las iglesias
históricas (luteranismo,
calvinismo, anglicanismo, metodismo, grupos bautistas,
congregacionalistas, de los Discípulos, etc.), y al otro a todas las demás. Pero lo embarazoso es no solamente saber dónde está la línea divisoria
entre las primeras y las segundas, sino también la de hallar algo que
equivalga a un denominador común de estas últimas. Balmes comparaba al
protestantismo conocido por él —y en el que apenas figuraban todavía las sectas— «al nuevo Proteo que, próximo a recibir un golpe, se elude cambiando de forma».
«Hasta ahora, añadía, se le ha pedido en vano que asentase en alguna parte
el pie y presentase un cuerpo uniforme y compacto. En vano será pedírselo
en adelante porque, mal puede formarse un cuerpo compacto por medio de un
elemento que tiende de continuo a separar las partes disminuyendo
siempre su afinidad y comunicándoles vivas fuerzas para repelerse y
rechazarse». Mientras no se nos traiga otra cosa mejor, la clasificación
ofrecida por Clark sirve para guiarnos en tan espesa selva.
PROBLEMAS PLANTEADOS POR
EL DIVISIONISMO
Se entiende que el
divisionismo cause más de un dolor de cabeza a los teólogos e historiadores
protestantes. Su mera yuxtaposición basta en ocasiones para desprestigiar ante
el observador desapasionado los orígenes «cristianos» de agrupaciones
mutuamente lacerantes y contradictorias. La primera impresión del hombre de la
calle es la del aturdimiento y la segunda de desprecio. Se entiende, pues,
que hayan sido muchos los que han tomado sobre sí la tarea de
justificar ante sus seguidores dicha situación. Tal necesidad apologética,
menos patente en países que en bloque se adhieren a la Reforma o donde
prevalece una «iglesia oficial» (pensemos, por ejemplo, en los países escandinavos)
es de urgencia inaplazable en naciones plagadas de denominaciones. Sobre todo
si en éstas —como ocurre en los Estados Unidos— el contraste aparece mayor
por la presencia de un pujante catolicismo.
La actitud protestante
en presencia de estas divisiones suele ser diversa. En general, podemos
distinguir dos posiciones netamente pronunciadas: la de aquellos que, al menos
externamente, se sienten orgullosos del fraccionamiento existente; y la de
quienes, aunque arrepentidos de la situación, buscan todavía explicaciones para
justificar sus orígenes o su inevitabilidad. Como ejemplo de la
primera posición, podemos citar estas palabras del profesor
norteamericano, Horden. «El protestantismo, escribe, debe considerar las
mutuas diferencias como auténtica gloria y no avergonzarse de ellas. Si no
estuviéramos divididos, tendríamos una religión de tipo totalitario y esto
sería mucho peor. Evidentemente, cuando las diferencias conducen a la
intolerancia mutua y a las calumnias entre hermanos, debemos arrepentimos
de ellas. Pero, aun entonces, nuestro arrepentimiento no debe referirse a
las divisiones como tales, sino al hecho de no saber amarnos los unos a
los otros en medio de las mismas». En la segunda
categoría entran (como tendremos ocasión de verlo) muchos de los
partidarios del ecumenismo.
Resultaría imposible
encerrar en pocas páginas —y el plan de nuestra obra no permite mayor
expansión— la defensa completa del secesionismo religioso hecha por los
autores protestantes. He aquí, sin embargo, las razones aducidas con
más frecuencia en sus publicaciones.
Quedan todavía unos
pocos que pretenden deshacerse de la objeción con un desdeñoso argumento ad absurdum. Es la táctica empleada, aquí como en
otras cuestiones, por el valdese Gay en su Diccionario de Controversia «Si Roma, leemos en otro libro impreso también en Buenos Aires, aduce el
argumento de que Dios está de su parte por ser ella la iglesia que ostenta
la más fuerte unidad, diremos, por nuestra parte, que, en tal caso, el
reino del diablo es el más fuertemente unido». El razonamiento tiene, como se
ve, poco de caritativo (a nadie le gusta ser equiparado como un engendro
del maligno; y tal vez todavía menos de escriturístico. Pero, además, ¿no
es precisamente la desunión («regnum in se divisum». Luc. 11,17) una de
las características asignadas por Jesús al reino de Satán?
Con alguna mayor
frecuencia se alude —en forma de respuesta «ad hominem»— a «las disensiones y
laceraciones internas» dentro del catolicismo. Se traen a plaza las
«escandalosas discusiones teológicas entre franciscanos, dominicos y jesuítas».
Se habla de las «rencillas y aun de la oposición abierta» existente entre
el clero secular y el regular, entre religiosos de diversas familias o
entre escuelas teológicas opuestas... para concluir que «es preferible la
unidad protestante en cosas esenciales y la libertad en las secundarias», a una
«uniformidad impuesta por la fuerza», incapaz de suprimir esos desgarramientos
internos.
Estamos ante un problema
en el que conviene proceder con cautela y midiendo nuestras afirmaciones. Ha
habido siempre en el catolicismo: unidad
de fe (es decir, identidad de doctrinas profesadas); participación en los
mismos sacramentos (sobre todo de la Eucaristía, símbolo de la unión de
todos los cristianos; y obediencia a Cristo y a su Vicario en la tierra). En estas materias, no hay claudicaciones posibles. La Iglesia permite a sus
hijos discusiones sobre cuestiones opcionales, pero corta por lo sano todo
intento de desviación en doctrinas de fe y de moral. El criterio se aplica
de modo parecido a las prácticas litúrgicas y a las devociones. De ahi la
admirable uniformidad, que no obsta a los localismos de regiones y países,
del culto y de las creencias católicas en todo el mundo —espectáculo que tanta
impresión hace a los que que no son de nuestra Iglesia.
Que, dentro de esta
auténtica comunidad («koinonia») católica, haya imperfecciones y faltas,
pertenece a lo que se ha llamado muy bien «el lado humano de la Iglesia en su
existencia terrenal». Sin embargo, su presencia no impide aquella unidad
de base; ni los males acarreados son incorregibles. En muchos casos (por
ejemplo tratándose de puntos doctrinales) bastará la intervención de los
obispos locales o de las autoridades romanas para poner fin a las disensiones. La
historia de la teología católica está llena de casos análogos. Otras veces,
sobre todo allí donde interviene la voluntad humana, siempre libre para el bien
como para el mal, la Iglesia empezará por exhortar a todos a vivir en
conformidad con los principios religiosos que profesan. Solamente en casos
de escándalo público o de perjuicios que afectan a una gran parte de los
católicos, recurrirá a los castigos y a la excomunión. Con esto queda aclarada
la diferencia esencial que media entre el divisionismo protestante (que
escapa a toda autoridad y puede extenderse aun a las bases mismas del
Cristianismo) y los «pecados contra la unidad» que no pocas veces afloran
en el seno de las comunidades católicas.
Ciertos autores
protestantes hablan de «las evidentes ventajas» que la variedad de
organizaciones eclesiásticas aportan al cristiano. Fabricius nos asegura que
las separaciones «son señal de una vigorosa salud y de un crecimiento
normal del Cristianismo». Varios escritores norteamericanos
piensan que la multiplicidad (religiosa) que poseen sus iglesias ha traído
evidentes ventajas a sus conciudadanos: «En tal ambiente, comenta Batten, el
mensaje evangélico reviste atractivo mayor en el sentido de que permite a cada
individuo escoger la iglesia que más se amolda a su gusto. Por eso,
precisamente, los emigrantes que llegan a este país quedan encantados al
hallarse con los grupos religiosos a que habían, pertenecido en Europa».
No hay duda de que, aun
en medio de las mayores desgracias, podemos hallar motivos de consuelo. «Nullum
esse undequaque malum», decían los antiguos. El problema está en saber si,
las pequeñas ventajas mencionadas compensan los males derivados de la
escisión y, sobre todo, si tal estado de cosas corresponde a la mente de
Cristo al fundar su Iglesia. Esta no es un instrumento humano que cada
individuo puede escoger o dejar según su capricho, sino el arca de salvación
puesta a mi alcance por el Divino Salvador. Y quedan ya pocos exegetas,
aun dentro del protestantismo, que defienden la extraña posición de que
las desmembraciones actuales son conformes a la letra y al espíritu de la
Biblia.
Aparecen de vez en
cuando escritores que acusan al catolicismo de haber sido, en el fondo, el
causante de las disgregaciones presentes. El citado Fabricius alude a los
tiempos de la primitiva Iglesia en que los fieles se reunían —en unión
de espíritu y de corazón— para gritar juntos «Abba» y «Maranatha» y no
estaban todavía ligados a dogmas ni a credos. Sólo más tarde, cuando éstos
hicieron su aparición y se impusieron como obligatorios a todos los
fieles, surgieron las divisiones y los cismas. Los
congregacionalistas están convencidos de que el gran remedio para resolver
la crisis divisionista moderna está en dejar que cada individuo y cada
congregación local se fabriquen —siempre a la luz de la Biblia—
las creencias que mejor se acoplan con sus personalidades. W. Garrison
apunta al mismo fenómeno, aunque aplicándolo principalmente al campo de la
política. En su opinión, las separaciones empezaron cuando la Iglesia,
convertida en poder político, pretendió mantener bajo su obediencia a los
fieles sujetándolos a la férrea disciplina de sus leyes. Muchos
«cristianos libres» prefirieron separarse de la comunión oficial antes que
sujetarse a aquella esclavitud»
Las explicaciones pecan
de frágiles. Basta leer las epístolas paulinas y la literatura patrística para
caer en la cuenta de la existencia de «herejes» y «disidentes» —y
consiguientemente de expulsiones de los mismos del seno de la Iglesia—
en un período en el que, según la hipótesis de nuestros autores, la
comunidad cristiana era puramente carismática. Las imprecaciones de un San
Cipriano, de un San Ireneo y de un San Agustín contra aquellos que se
atreven a romper la unidad del Cuerpo de Cristo, muestran a las claras la
importancia máxima que atribuían a aquella nota de la Iglesia. Por otro
lado, la teoría cara a los modernistas relativa a la situación amorfa del dogma
cristiano en aquellos siglos, tiene muy escasos fundamentos históricos ya que
los Evangelios y los escritos de los Padres contienen, aunque no todavía en
forma sistemática, las grandes líneas de la teología católica. Finalmente
es curioso constatar que haya sido precisamente el protestantismo —no obstante
el amplísimo margen dado a la libertad individual en materias doctrinales— el
que más cismas y desmembraciones ha originado en sus cuatro siglos de existencia.
En una gran parte de los
casos, la «justificación» del fenómeno de las divisiones tiene su origen en el
concepto diverso de «Iglesia» profesada por católicos y protestantes. William
Horden confiesa que las diferencias doctrinales y la variedad de
estructuraciones eclesiásticas existentes han de aparecer perturbadoras
al cristiano persuadido de que su Iglesia posee un cuerpo preciso de
doctrinas reveladas «Si uno parte de esta hipótesis, dice, evidentemente tiene
que concluir que todos cuantos disienten de él, se hallan (objetivamente)
en el error. Son herejes y sólo merecen el anatema. Por el
contrario, añade, si admitimos que la verdad humana es siempre limitada,
tenemos que dar la bienvenida a las diferencias. Si pensamos que la
infalibilidad es algo que nunca se alcanza en las cosas humanas, tenemos
que recibir esas diversidades de opinión como otros tantos correctivos a nuestras
propias limitaciones».
Tenemos aquí uno de los
grandes abismos que impiden nuestra inteligencia mutua. Lo que para un católico
resulta absurdo por ir contra las bases mismas de nuestra eclesiología, se
convierte para muchos protestantes en «la cosa más natural». Nosotros creemos
firmemente que Cristo quiso, preparó y fundó la Iglesia dándole promesas de
perdurabilidad, rogando al Padre (con oración eficaz) para que la conservase
una y comisionándola para que fuese a través de los siglos, portadora de
su infalible verdad. En cambio, muchos de nuestros hermanos separados parten de
bases muy distintas. Ante todo, entre sus filas reina la desorientación
más absoluta respecto de la esencia de la Iglesia, de su
Fundador inmediato y aun de su papel en la tierra. H. T. Kerr confiesa
que, en este particular, su situación es deplorable. El único punto en que
todos parecen coincidir es en rechazar la concepción católica: «En el
proceso de esta negación, el protestantismo no ha sabido con qué sustituirla.
La estratagema de la iglesia visible e invisible ha sido de escasa ayuda y
los protestantes han sucumbido a la línea de la menor resistencia
entregándose afanosamente a fundar sus propias y desgraciadas (ill-conceived) sectas y organizaciones... Hoy la confusión
está muy lejos de desaparecer y aun puede seriamente dudarse si es susceptible
de solución»
Después, son numerosos
los teólogos que quieren excluir a Cristo, Nuestro Señor, de la tarea —para
nosotros esencial— de la fundación inmediata de su Iglesia: «En los Actos
de los Apóstoles y en San Pablo, nos dice J. C. Burleigh, uno de los
mejores teólogos contemporáneos escoceses, encontramos continuamente las
palabras Iglesia (en singular y en plural), mientras que ambos
términos brillan por su ausencia en los Evangelios. El significado de este
contraste es obvio: Jesús vivía preocupado con la idea del Reino de
Dios y era un maestro de moral con sus tendencias radicales e
individualistas, mientras que los Apóstoles, y sobre todo Pablo, eran
organizadores natos de Iglesias. Por lo tanto, la responsabilidad de su
fundación recae sobre Pedro y Pablo, no sobre Cristo» «La
Iglesia, se pregunta el metodista Foster Stockwell, ¿fue fundada por
Jesús? Sí, responde, pero sólo en el sentido de ser El autor de la vida
espiritual que en la Iglesia se manifiesta. Jesús no ha dictado los
estatutos de la Iglesia, ni marcado sus límites, ni nombrado a sus
primeros dirigentes. Pero sí proclamó el mensaje y realizó la obra que sirve de
fundamento inconmovible a la comunidad cristiana. ¿No tendrá entonces la
Iglesia ninguna forma concreta y visible? Sí, la tiene en las comunidades
humanas (¡muy humanas a veces!) que se forman espontáneamente a raíz de la fe
de los creyentes en Cristo... Ya que el cristianismo es fe personal y vida
espiritual, esos grupos de cristianos, sean pequeños, sean grandes, sirven para
trasmitir esa fe y vida de un ser a otro. La Iglesia es la cadena viviente
que nos une a Cristo y permite que la vida de Cristo llegue a ser nuestra vida».
Esta «Iglesia», rebajada
en la práctica al nivel de una gran organización humana —aunque «inspirada en
Cristo»— sufre de todos los inconvenientes de instituciones análogas en la
tierra. Como el contacto del alma se entabla directamente con Dios, el
protestante puede —si así le place— abandonar una organización y alistarse en
otra; recibir los «sacramentos» en ésta y frecuentar el «servicio religioso» en
aquélla; o afirmar sencillamente que puede prescindir de todas ellas. En
su opinión, y muy lógicamente, piensa que la «Iglesia» puede errar y
de hecho se equivoca con frecuencia o se hace inservible para los
fieles... actitudes que se reflejarán en el abandono de aquella
organización o, si las presiones e inspiraciones son muy intensas, en la
fundación de otra nueva. Trátase de actitudes fundamentales diversas que
es siempre preciso tener en cuenta si queremos explicar las reacciones
diametralmente distintas de católicos y protestantes en
materia eclesiológica.
Admitido este principio
«humano» de los orígenes de la Iglesia, el protestante halla más de una
justificación para sus divisiones. «El secesionismo, escribe Braden, es
fenómeno que existe en todas las religiones que han pasado su
estadio primitivo. Hay más de cincuenta sectas hindúes; el budismo —en sus
dos tendencias— se divide y subdivide en infinidad de ramas; dígase lo mismo
sobre el Islam, el judaísmo y el shintoísmo». El hecho histórico,
respondemos, es innegable. Pero, con esta diferencia esencial: que, o
ninguna de las religiones mencionadas es de origen divino, o tratándose
del judaísmo, no tiene consigo promesas de perennidad y de indefectibilidad
como las tiene la Iglesia fundada por Cristo.
«Pero, nos objeta A. K.
Rule, siendo los hombres limitados y pecadores, la creación de una nueva
iglesia o secta pueda convertirse en verdadera necesidad y contribuir
positivamente a la purificación de un estado de cosas y a un
genuino progreso». La respuesta católica es sencilla: para nosotros la
Iglesia no es una institución humana como otra cualquiera que una vez
caída en desuso (y en esto juega papel importantísimo el juicio de
individuo) puede quedar sustituida por otra de apariencia y aun eficacia
humana superior. Es una institución divino-humana, debida a la voluntad amorosa
de Cristo y garantizada por su promesa infalible de que: «las puertas del
infierno no prevalecerán contra Ella. Habrá épocas en las que, por
deficiencias de su parte humana, se impondrá una reforma. Pero, ésta
tendrá que ser interna. No fruto de la rebelión, sino obra conjunta emprendida
dentro de los moldes jerárquicos a los que Cristo quiso amoldar
su institución; en otras palabras, una reforma llevada a cabo por los
hijos de la Iglesia, bajo la mirada de su Vicario en la tierra. Lo demás
sería pensar que Jesús ha dejado de proteger alguna vez a su gran obra.
«¿Por qué no admitir, se
nos pregunta, la teoría de que todas las iglesias cristianas forman parte de la Iglesia total?» El razonamiento, aunque formulado de diverso
modo, se va haciendo cada vez más común. Su forma clásica es la «teoría de
las tres ramas» prevalente en círculos anglicanos. Con todo, hay quienes le dan todavía
mayor amplitud. «Las iglesias ortodoxas, la católica-romana, la presbiteriana y las demás, escribe Stockwell, aparecen en la historia como concretizaciones
locales y parciales de la Iglesia cristiana, pero el protestante se niega a
restringir a una cualquiera de estas iglesias, aun cuando fuera la suya propia,
los privilegios que le parecen pertenecen a la Iglesia, es decir, a las
fuerzas espirituales de la Cristiandad». Los presbiterianos limitan de tal
manera el papel de esa organización visible, que prácticamente la hacen
innecesaria: «El axioma de San Cipriano: ‘fuera de la Iglesia no hay
salvación’, leemos en uno de sus documentos oficiales, es inaceptable a los
presbiterianos cuando esa palabra se entiende de manera exclusiva de modo
que trate a las demás ramas como a heréticas... La adhesión a una iglesia
no es una condición para la salvación. El hombre se salva solamente cuando
entra en unión con Cristo en una nueva, vida de liberación. Esa comunidad
nuestra con Cristo es lo que se entiende por la palabra Iglesia y no otra
cualquiera institución visible y exterior».
No era esta, como
sabemos por la historia, la idea que de sus iglesias se habían formado los
fundadores de la Reforma. Lutero lanzó maldiciones contra los anabaptistas,
contra Calvino y contra Zwinglio —y no se diga nada de Roma— por estar
persuadido de que todos ellos «habían corrompido la verdad del Evangelio». La
presente teoría es, en gran parte, fruto del liberalismo teológico prevalente
y de la desesperación de los jefes de las iglesias al no hallar salida a
sus mutuas desavenencias. Por eso muchas de las pequeñas sectas no quieren
oír nada de ella. Su embarazo crece también al surgir iglesias poderosas a
las que, a pesar de diferir en importantes puntos doctrinales, se ven obligadas
a admitir en su compañía... Para el católico, esta posición aparece
erizada de dificultades, ya que no se ve cómo aplicarla a organizaciones
que admiten doctrinas contradictorias. Cuando no hay identidad de fe ni un
mismo concepto del bautismo (Efes. 4,5); cuando a los fieles no se enseñan
«todas las cosas» que Cristo confió a sus Apóstoles y a su Iglesia (Mat.
28,19); cuando la misma Eucaristía encierra significados tan distintos de
los enseñados en los Evangelios (Juan 6,53; 22,19-20), no puede hablarse
de participación en una misma verdad. Al menos si ésta tiene algún
valor objetivo (derivado de la revelación) y no se deja al arbitrio de
cada individuo.
«Pues, bien, escribe en
un arranque de sinceridad Braden, la raíz misma del sectarismo deriva de una de
nuestras libertades y de la más preciosa de todas: la libertad de
religión. Por tanto, mientras creamos en esta libertad y la permitamos a los
hombres, tendremos entre nosotros sectas que no nos gustan y que hacen
violencia al verdadero cristianismo». «A quien nos replique, escribía Harnack,
vosotros los protestantes estáis divididos y profesáis tantas opiniones
como cabezas, les respondemos sin vacilar: así es, y no deseamos cambiar.
Al contrario, querríamos todavía mayor libertad e individualismo de
doctrina y de manifestación de la misma». Ante esta actitud, no nos queda más
que decir con tristeza que hemos dado con una de las más hondas raíces del
mal. Mientras se exalte la voluntad humana y «sus inalienables fueros» por
encima de la voluntad expresa de Cristo, no hay sino deplorar un criterio
semejante, aun en sus detalles, al non
serviati de los ángeles
rebeldes frente a Jehovah. Lo que en tal caso se debiera pedir a sus
propugnadores es que, al menos, no recurrieran al Evangelio para
justificar su manera de obrar. Cristo Jesús no formuló primero las
características de su Iglesia o las condiciones de su membresía para afirmar
después que todo ello quedaba sujeto a la voluntad soberana de los
hombres. Esto podrá ajustarse tal vez a los principios de la revolución
francesa, pero no a las doctrinas evangélicas.
EXPLICACIONES DE LOS
ECUMENISTAS
Por lo común, los
partidarios del ecumenismo se muestran avergonzados ante el fraccionamiento en
que han venido a parar las instituciones de la Reforma. «El Cristo de una
de nuestras iglesias, decía en 1928 en Lausana el episcopaliano Charles Brent,
niega con frecuencia categóricamente al Cristo de la iglesia vecina.
La situación sería ridícula si no fuera trágica. Esto es un suicidio y yo
estoy aquí para protestar solemnemente de ello... Porque resulta poco
menos que absurdo pretender traer a la Iglesia a las grandes naciones del
Extremo Oriente, si no logramos presentar un frente común... Los centenares de
sociedades misioneras protestantes de China son para la Cristiandad tan
criminales como la guerra civil lo es para la paz y la prosperidad de
aquella gran nación». El eco de aquella voz se va
repitiendo en todos los tonos. «Apenas hay aldea o ciudad
norteamericana, escribe Morrison, que no esté escandalosamente poblada de
iglesias distintas: de seis a diez iglesias en poblaciones de menos de
diez mil habitantes; con frecuencia más de cincuenta en pequeñas ciudades
de veinte a cincuenta mil personas; y no menos de un centenar en
poblaciones de doscientos mil a medio millón de almas» «El
hecho trágico, concluye Outler, es que nuestras separadas tradiciones no
han hecho más que dividimos... Tenemos tantas tradiciones cristianas y son tan divisivas entre sí, que la
primera y obvia conclusión del historiador moderno es la de preguntarse si
el cristianismo se ha convertido en incurablemente pluralístico y
relativista».
Sin embargo, uno se
siente a veces tentado de dudar de si el arrepentimiento es totalmente sincero
y radical. De lo contrario, no serían tantos los conatos de explicar por
la historia o por la teología que, al fin y al cabo, se trata de «fenómenos
naturales». Tampoco comprende uno su empeño en demostrar que, no obstante
la presencia de esos óbices, el protestantismo tiene lazos más
profundos de convivencia y de unidad. Véanse algunas de las soluciones
propuestas por autores bien conocidos en el mundo del ecumenismo.
Según el profesor Henry
Van Dusen, uno de los primeros requisitos en el presente problema «es el
abandono del mito comúnmente admitido de la unidad primitiva de la
Iglesia. La historia desconoce en absoluto tal hecho».
Lo que entonces existía era una koinonia o comunidad familiar y nada más. La
unidad que enlazaba a los cristianos era de orden espiritual. La figura
del Cuerpo de Cristo aducida por Pablo, no puede identificarse con una
institución de tipo estructural como el de nuestras iglesias. «Es un error,
además, pensar que la Iglesia se conservó indivisa hasta la llegada del
protestantismo». Las pruebas de las diferentes aserciones empiezan con la
aparición del gnosticismo y del marcionismo en la época apostólica, para
continuar en la era patrística con el arrianismo y el nestorianismo y
completarse más tarde con las grandes herejías y con el cisma oriental.
Solamente en nuestros tiempos de euforia ecuménica, cuando protestantes y
orientales tratan de unir sus esfuerzos en favor de una organización
común, se vislumbra la aurora de un nuevo día y la posibilidad de que —por
fin— se realice la comunidad cristiana querida por el Señor.
Nuestro autor prescinde
en absoluto de la eficacia de la oración sacerdotal de Cristo en la Ultima
Cena. Sus afirmaciones sobre el significado del Cuerpo de Cristo como
figura de la Iglesia tienen a su contra muchos textos y símiles evangélicos
así como toda la tradición patrística. Su raciocinio derivado de
la existencia de disensiones en el seno de la primitiva comunidad
cristiana —y lo mismo se diga de la de épocas posteriores— se basa en un
sofisma fácil de detectar. Es como si dijéramos que, por haber disidentes en el
seno de una nación, ésta deja de perder su unidad. Lo que se debe
preguntar más bien es qué hacen las autoridades del país con tales
elementos díscolos. Probablemente si su rebelión no interrumpe para nada
la vida normal de los ciudadanos, les dejarán que arrastren allí su existencia.
Si, por el contrario, los principios profesados van contra la esencia
misma de la vida nacional, los expulsarán de sus fronteras para continuar la
nación —con su unidad intacta— por la senda que se ha trazado. Es lo que
la Iglesia, muy a pesar suyo, pues es siempre madre aun de los
descarriados, ha hecho con los elementos disgregativos surgidos en su comunidad
sin perder para nada aquella unidad recibida de su Fundador en el momento
en que todavía no era más que «pusillus grex». La prerrogativa —o «nota de la
Iglesia» como la llaman los teólogos— no desaparece por más que se
multiplique el número de disidentes, ya que éstos quedan —ipso
facto— eliminados de
aquel centro de unidad.
Otros se acogen a la
teoría de la «Iglesia invisible» formulada de manera distinta según los
distintos presupuestos teológicos. Para Lutero la Iglesia era la «congregario
sanctorum», o sea la reunión de los justos, entendiendo por éstos aquellos que,
por medio de la fe fiducial, sienten que Cristo les ha perdonado los
pecados. En este sentido, el fundamento de la Iglesia es la fe, y como
ésta es invisible a los sentidos humanos, así lo es también la comunidad
formada por los que creen: «La comunidad de los verdaderos creyentes,
escribe, no se puede ver aun con los instrumentos más precisos; es necesario
creer en ella». En cambio Calvino ponía su esencia en el hecho de que sea:
«la compañía de aquellos a quienes Dios ha ordenado y elegido para la vida
eterna». En cuanto tal no se puede conocer a simple vista,
ya que los electos pueden subsistir fuera de lo que nosotros llamamos
estructuraciones eclesiásticas. Dentro del protestantismo moderno son muchos
los teólogos, sobre todo de tradición calvinista, que mantienen la misma
posición. «La Iglesia, nos dice W. S. Robertson, de Edimburgo, es la
reunión de aquellos que han sido llamados por Cristo y le reconocen como a
Señor. Allí donde hay un grupo de cristianos congregados que se unen a
Cristo en fe y amor, allí está la Iglesia... Ubi Christus, ibi
Ecclesia. Existe una Iglesia, no porque todos los cristianos crean las
mismas doctrinas, reconozcan la misma forma de gobierno eclesiástico y
obedezcan a un Vicario en la tierra, sino únicamente porque hay un solo Señor
que se ocupa de nuestras necesidades. La Iglesia no es más que la compañía
de hombres (seglares o pastores) que son fieles al Señor».
La concepción da —con su enorme amplitud— lugar a la coexistencia de
comunidades distintas sin más lazo de unión que el de esa fe vaga en
Cristo.
Pero la posición es
extremadamente vulnerable por no decir otra cosa. Toda la tipología del Antiguo
Testamento, sobre todo en el lenguaje de los grandes profetas mesiánicos,
apunta a ese carácter de visibilidad. En los Evangelios la Iglesia se
compara a una grey donde el pastor llama, guía, reconoce una por una a sus
ovejas y éstas le reconocen a Él (Juan 10,11-16; Luc. 12,32); a un
reino que puede ser atacado por el adversario (Mat. 11,12); al campo en el
que crecen —como la cizaña y el trigo— los buenos y los malos (Mat.
13,24-30; 36-43); y al convite nupcial en el que entran convidados con
vestido de boda y otros sin él. Estos símiles sólo pueden verificarse en
una Iglesia visible. La
existencia, querida y constituida por Cristo, de una jerarquía
dispensadora, por medio de la administración de los sacramentos, de la
gracia de la Redención, supone también como fundamento una Iglesia visible
y fácil de comprobar. Por otro lado, esta visibilidad tiene que
concretizarse en un determinado organismo ya que, de lo contrario, su presencia
mutua sólo serviría para inducimos a inextricable confusión. Por fin, al
católico se le ocurre preguntar si, admitida la hipótesis de
estos protestantes, no estarán de más la estructuración externa, la
organización financiaría y hasta ese proselitismo con que los enviados de la
Reforma tratan de arrancar miembros al catolicismo para enrolarlos después en
sus propias instituciones eclesiásticas. El empeño nos parece inútil si es
«la unión con Cristo» la que, al fin y al cabo, constituye la esencia de
la Iglesia.
Es ya antigua entre los
protestantes que quieren salvar sus divisiones el recurso a ciertos «vínculos
más potentes» de unidad que esa meramente
externa aducida por los católicos. Entre éstos figura, en primer lugar, la Biblia
que todos reconocen como regla suprema de fe. El recurso a las Sagradas
Escrituras ha constituido desde los comienzos la piedra de toque, la razón
suprema, de su fidelidad a una concepción de la vida y al rechazo de otra.
Suele citarse con frecuencia la frase de Chillingsworth: «la Biblia y sola
ella constituye la religión de los protestantes». Cuando a un protestante
se le mencionan las divisiones que laceran su cuerpo, tiene a flor de
labios la estereotipada respuesta: «sí; pero los evangélicos tenemos nuestro
gran lazo de unión: la fe común en la palabra revelada de la Biblia». «El
carácter auténticamente cristiano de un principio de pensamiento o de
acción, escribe el protestante francés A. N Bertrand, tiene para nosotros
garantía de verdad sólo cuando se conforma con los documentos primitivos
del cristianismo. No es la Iglesia sino la Biblia la que asegura la
permanencia de la orientación dada a la historia cristiana: es ésta la
depositaria de la autoridad y la que se pronuncia sobre el carácter cristiano
de las formas que puede revestir la doctrina o la vida de la Iglesia. No
es la Iglesia la que se juzga a si misma en los diversos momentos de su
historia: es la Biblia la que juzga a la Iglesia porque la Biblia
es, sobre el río del tiempo, el punto fijo y la Iglesia la que fluye».
Por desgracia, se trata
de un vínculo más aparente que real. Las disensiones internas sobre su
integridad, sobre la naturaleza y extensión de la inspiración, sobre
aquellas doctrinas que son de origen divino y aquellas que se derivan
exclusivamente del intelecto humano, etc., se han multiplicado hasta el punto
de hacer del «Libro» por antonomasia una fuente de disensiones
doctrinales. «Un cristiano creyente puede tomarse la libertad de ser
agnóstico en una extensa esfera de doctrinas bíblicas, tales como las
relacionadas con el sufrimiento y el pecado, las desigualdades del destino
humano, la naturaleza de la vida de ultratumba, toda la cuestión de! fuego
del infierno, los problemas concernientes a los ángeles, a los demonios, a
muchos tipos de milagros, etc.» La historia de la teología reformada nos ha
mostrado la existencia de numerosos teólogos que fundados
en la Biblia, dudan de la
misma divinidad de Nuestro Señor sin que por ello sean objeto de
persecuciones molestias. Hoy va aumentando el número de los que —en
contradicción a los postulados de la primitiva Reforma— nos aseguran que
la Biblia no es infalible.
Respecto del
divisionismo, son ya muchos quienes lo atribuyen en parte a la libertad sin
límites de interpretación bíblica permitida a sus seguidores. «El recurso
a las Escrituras, escribe Garrison, ha reavivado nuestra teología, pero ha
separado a nuestros teólogos. Una confesión de fe puede convertirse en
lazo de unión para aquéllos que aceptan su interpretación bíblica, pero
para bien o para mal. se convierte en barrera de separación para quienes
no la admiten. Digamos, pues, que los sistemas protestantes de fe (basados en
la Biblia) han separado de hecho a los protestantes entre sí —tanto o más que
de la Iglesia Católica»—. «El protestantismo, añade Morrison ha quedado
confundido por su empleo erróneo de la Biblia. La ha puesto donde no le
corresponde, allí donde no debe figurar según la mente de Cristo. En mi
opinión, este falso biblicismo está a la raíz de la debilidad del
protestantismo La hipótesis de que la Biblia serviría para unirnos, ha sido una
desilusión. Ya en los días de Lutero cuando éste confirió en Marburg con
Zwinglio para unir las tendencias de Suiza y de Alemania, la reunión terminó en
mal humor y en fracaso total y todo ello por no estar de acuerdo acerca de
una frase bíblica: «Este es mi Cuerpo». Desde entonces el mal uso de las
Escrituras ha viciado el protestantismo estrechando sus perspectivas y
dividiéndolo en infinitas sectas... Los fundadores de todas éstas acuden a
la Biblia para justificar sus decisiones. Esto nos debiera bastar
para probar que la Biblia no constituye tal autoridad puesto que, al ser
empleada de ese modo, habla de manera tan contradictoria a distintos,
aunque sinceros, individuos. Una concepción bíblica que ha dado como resultado
la infinita fragmentación de la Iglesia, tiene que ser, por fuerza, falsa».
A fortiori, no
puede hablarse de una unidad derivada de la profesión común de «doctrinas
fundamentales» del protestantismo, por ejemplo, la justificación por la
sola fe, la doctrina de la Iglesia invisible, la total corrupción de la
naturaleza humana, el dogma de la predestinación, etc. En primer lugar, la
lista de esas «doctrinas fundamentales» es muy elástica y se alarga o
acorta según las tendencias de cada iglesia o de cada autor. Pero, además, no
hay ni un solo punto de los indicados (ni otros que se quisieran escoger)
en el que pueda hablarse, ni siquiera aproximadamente, de unidad de criterios.
Los conatos llevados a cabo por Wilfred Garrison en su Protestant
Manifesto o por Hugh T. Kerr en su Positive Protestantism resultan ilusorios cuando uno se enfrenta con la realidad, y no se diga
nada cuando consulta a sus teólogos. Welsh-Dillenberg se quejan de la
«falsa impresión» existente entre muchos de que en el protestantismo cada
uno piensa como le parece en materias religiosas. «No es así, responden.
Los protestantes mantenemos que cada individuo debe tener sus ideas y ser
responsable de ellas ante Dios. Pero, al mismo tiempo decimos que los
pensamientos y la vida del individuo han de inspirarse para ello en la
tradición bíblica, cualquiera que sea el modo de interpretar de los Libros
Santos». Con perdón de los autores, creemos que la
respuesta no arroja demasiada luz al problema.
Para no pocos
protestantes, «la unidad impuesta por la Iglesia Católica es un yugo injusto,
inhumano, y en consecuencia llamado a desaparecer bajo el influjo de la
filosofía moderna». Sería así en el caso de que nos
fuera impuesto por los hombres, no cuando miramos al origen divino de su
proveniencia. Cristo, quien nos los impuso y habló del «camino estrecho
que conduce al cielo» y de «la cruz con que tenemos que cargar cada día»,
nos dijo también que «su yugo era suave y su carga ligera». Lo es cuando
contamos con su gracia. El cristianismo no tiene sentido cuando se le mira con
los ojos de la carne, pero es el más admirable hecho de la historia cuando
sus seguidores se acuerdan de aquel: «nolite timere» y del «ecce Ego
vobiscum sum».
Hasta ahora nos hemos
limitado a responder a las razones aducidas por el protestantismo en defensa de
sus desmembraciones. Pero nuestra tarea no ha de ser meramente defensiva.
Es necesario buscar en las Sagradas Escrituras y en la teología una
solución más positiva al problema. En otras palabras, hay que exponer cuál es —en
la concepción católica— la explicación de la existencia y de
la perduración de esos divisionismos.
Vemos por los Evangelios
que Cristo quiso a su Iglesia una; que la dotó de ese carisma para que fuese
distintivo de su elección y que, en consecuencia, será solamente Ella
quien lo posea en su plenitud. Hijo unigénito del Padre, Jesús pensó
siempre en una sola Iglesia que poseyera estricta unidad social: era un reino (Mt. 13.31-33; 16,17, ss.) y éste había de ser
por definición unido, ya que cualquier división habría sido signo cierto
de su disolución (1Mt. 12,25); era un edificio construido sobre un
único fundamento, la Roca que es Pedro (Mt. 16, 18; 1 Cor. 3,9; Rom. 15,
20); era un rebaño bajo un solo pastor (Juan, 10,16); una vid con la cual los miembros de la Iglesia, cual otros tantos
sarmientos, estarían unidos por vínculos orgánicos (Juan, 15,1 ss.). Todas
estas imágenes sacramentales, antropológicas, pastorales o
arquitectónicas, excluyen cualquier idea de pluralidad y de división: «Se
podrá suprimir el Evangelio antes de encontrar en él un principio de
desintegración o los gérmenes de un posible divisionismo»
Esta unidad deseada por
Cristo para su Iglesia comprende tres grandes propiedades, fuertemente
concatenadas entre sí y esenciales a su conservación. La primera se refiere a la fe por la cual todos los cristianos deben profesar
las mismas verdades reveladas propuestas por el auténtico magisterio. «Id,
pues, dice el Señor a los apóstoles, y enseñad a todas las gentes... enseñándoles
a observar todo cuanto yo os he mandado». Si una es la predicación, una
también ha de ser la fe recibida y profesada: ya que hay «solo un Señor,
una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef. 4,5). Por este motivo
San Pablo insiste en diversos lugares de su correspondencia epistolar (1 Cor.
1,10; Gal. 1,8,9, etc.), en que sus cristianos huyan de los cismas y
«permanezcan concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir» .
La segunda toca a la unidad jerárquica por la que los miembros de la sociedad por Él
fundada, han de sujetarse a una sola autoridad suprema. El principio general en
que se basa la sujeción nos queda indicada por el mismo Divino
Maestro: ¿Quien a vosotros (los apóstoles) escucha, a Mí me escucha; y
quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Y la persona concreta en
quien encarna la autoridad viene designada por Jesús en Pedro sobre quien El
fundará su Iglesia (Mt. 16, 18) y a cuyos cuidados confiará su mística
grey para que la conserve en la unidad (Juan, 21,15-17) y la confirme en
la fe (Lc. 22,31-2) para que así se edifique el cuerpo de Cristo y todos
nos reunamos en la unidad de unas mismas creencias (Ef. 4,11-13).
La tercera es la unidad cultual gracias a la cual los cristianos usufructuamos
los mismos medios de salvación por una participación común de los
sacramentos, sobre todo de la Eucaristía. El mandato de bautizar a toda
criatura (Mt. 28,19) y de alimentamos del mismo pan eucarístico (Juan,
6,53) son los ejemplos típicos aducidos por el Señor para significar esta
comunidad sacramentaría de la Iglesia, quizás tanto más bella cuanto que
las expresiones externas de la misma —a través de los diversos ritos—
sirven para resaltar mejor los inseparables vínculos que nos unen. Gracias
a éstos, continuamos siendo, como en tiempos de San Cipriano: «el pueblo
redimido que vive unido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo».
A imitación de San Pablo
cuya descripción del Cuerpo Místico recoge en magnífica síntesis esta teología
unitaria, los Padres de la Iglesia se convierten en panegiristas o en
acérrimos defensores —según los casos— de la doctrina de la unidad.
«Acuérdate, Señor, rezaban los primeros cristianos, de tu Iglesia
para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor; y congrégala de
los cuatro vientos, esa Iglesia santificada en el reino que Tú le has
preparado». «Todas las gentes que habitan el mundo, leemos en el Pastor
Hermas, después de haber oído y creído, han sido llamados en el nombre del
Hijo de Dios. Recibido después el sigilo (bautismal) han tenido un solo
pensamiento y un sentido, una fe y una sola caridad». San Ambrosio,
comentando la frase del Génesis, «y se reunieron las aguas», dice:
limitemos esta agua que es la única congregación del Señor y su Iglesia
una... El pueblo católico se congrega desde todos los vahes. No son muchas
las congregaciones, sino una sola, a saber, la Iglesia». «Uno es, añade Clemente
Alejandrino, el Padre de todos; uno el Verbo y uno el Espíritu Santo: una
es también y única la madre virgen a quien me complazco en llamarla Iglesia...
Puesto que uno es el Dios y el Señor, por eso lo que es sumamente
precioso (la Iglesia) se llama única... Y es esta la unidad que se pretende
romper suscitando herejías». «La Iglesia de Dios, proclama San Cipriano,
inundada de luz, envía por todo el mundo sus rayos, pero es una luz que se
difunde por todas partes, ni se separa la unidad del cuerpo. Con abundante
fecundidad extiende sus rayos sobre la tierra, la extiende más ampliamente
que los ríos más torrenciales. Sin embargo, una es la cabeza y uno el
origen y una la madre en felices éxitos de fecundidad. De su seno nacemos,
con su leche nos alimentamos, con su vida somos vivificados». «La Iglesia,
concluye San Hilario, es un cuerpo, no una mezcla resultante de la
confusión de cuerpos, ni un acerbo informe e indiscreto formado por
muchos. Somos uno por la unidad de la fe, por comunidad de amor, por
la concordia de las obras y de las voluntades y por el don del sacramento
(eucarístico) hecho a todos».
Lo dicho no obsta para
que el Divino Maestro cayera en la cuenta de las dificultades aparentemente
insuperables que habría de encontrar aquella unidad. La circunstancia de que
fueran hombres débiles, imperfectos y pecadores quienes habían de regir
los destinos de la Iglesia, resolver sus desavenencias o promulgar sus
leyes, ponía en peligro su misma existencia. Toda sociedad humana está, a
la larga, condenada al desgaste y a la disgregación. Los hombres somos
demasiado egoístas —o demasiados miopes— para' permitir que prevalezcan en
todo los puntos de vista de los demás. Y llega un momento en que, sin poder ya
resistir, optamos por la mutua separación aunque esta nos lleve al borde del
abismo. Si hiciera falta confirmación de lo dicho, bastaría recurrir a las
instituciones políticas, culturales y religiosas que se han sucedido durante
los siglos y que han sido incapaces de resistir a esa ley universal de la
descomposición y del desgaste.
LA ORACIÓN DE CRISTO POR
LA UNIDAD
El Señor lo sabía bien.
«Habrá divisiones y herejías» es una de las «frases desconocidas de Jesús» que
San Justino atribuye al Divino Maestro. A su Iglesia le había predicho
días difíciles, tempestades, traiciones y luchas internas que pondrían en
peligro su vitalidad. Había hablado a los suyos de aquella cizaña, sembrada por
el maligno, que en el campo de su padre crecería junto al buen trigo (Mt.
13,24-30). Podría, es verdad, arrancarla por el método simplista de exterminar
a los que la sembraban. Pero, eso no entraba en sus designios ni
convenía para sus seguidores que —en su marcha hacia la patria— tenían que
imitar al Divino Maestro cuya vida, desde Belén hasta el Calvario, había
estado señalada por cruces y sufrimientos.
En recompensa, iba a
dotar a su Iglesia de una especial protección y además del carisma de la
unidad. De suyo, hubiera bastado que El, omnipotente e igual al Padre, así
lo desease. Pero, lo mismo que en otros momentos de su apostolado y para
inculcar a los apóstoles la trascendencia de aquella gracia, quiso
pedirla en voz alta al Padre en una de las ocasiones más solemnes de su
vida: durante la Última Cena. La plegaria (Juan, cap. XVII) ha recibido el
nombre de «oración sacerdotal». «Es, comenta el P. Prat, una larga oración
pronunciada solemnemente por el Pontífice de la nueva alianza a punto ya
de ser inmolado por nuestra salvación y en presencia de aquellos hombres a
quienes acaba de investir con los poderes de perpetuar el sacrifico de la
Cruz... Jesús reza en voz alta, no tanto para amoldarse a un uso
corriente, cuanto para instruir a sus discípulos y a nosotros en ellos».
Contiene tres partes. La
primera es una efusión con el Padre en la que le pide que glorifique al Hijo
como éste le ha glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que Él le
encomendó y manifestándola, a su vez, a los hombres. La segunda contiene
la presentación que Jesús hace de sus discípulos al Padre. Estos, le dice,
han recibido su doctrina y están deseosos de comunicarla a los demás hombres.
Pero la tarea es difícil y erizada de dificultades. Jesús se va del mundo
y ellos se quedan en él. Por eso los recomienda al Padre, no para que
los arranque del mundo, sino para que en medio de las persecuciones y del
aborrecimiento de aquél, Él los tome a su cuidado, los santifique y los
mantenga unidos: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado
para que sean, uno como nosotros... Santifícalos en la verdad, pues tu
palabra es la verdad». La unidad que para ellos pide es la más estrecha y
sublime que se puede imaginar: análoga —no puede ser igual— a la que existe entre las
tres personas de la Santísima Trinidad. «Sería imposible, escribe de nuevo
Prat, expresar con palabras más enérgicas la unión que Jesús pide a sus fieles:
que sean uno como el Padre y el Hijo son uno; que se compenetren, por
decirlo así, como el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre. No solamente
todo es común entre ellos: el pensamiento, la voluntad y la
acción; no solamente son las tres Personas una sola e indivisa sustancia, sino
que gozan además de la maravillosa propiedad de que cada una de ellas
contenga la perfección de las otras, como en un triángulo —si es
lícito emplear símiles tan groseros —cada uno de los ángulos abraza y une
y cubre la superficie de los otros dos».
En la tercera parte del
discurso, la mirada de Jesús traspasa el velo de los siglos y se posa sobre
aquellos hombres que han de continuar en el mundo la obra de los
apóstoles. Diríase que el abandono de éstos (o más bien el nuestro) que
no han conocido personalmente al Divino Maestro, que han de vivir una vida
de continua fe sobrenatural, que han de verse rodeados de enemigos de todo
género, le causa todavía mayor preocupación. Por eso aquí su plegaria es
más tierna. Repite, con fórmulas casi idénticas, sus peticiones y toma la
defensa de nuestras acciones como queriendo asegurar al Padre que le
seremos fieles: «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí
y éstos conocieron que tú me enviaste y yo les di a conocer tu nombre y se
lo haré conocer». La gracia pedida para ellos es la misma: «Yo les he dado
la gloria que tú me diste a fin de que sean uno como nosotros somos uno».
Además este carisma tendrá lo que pudiéramos llamar su finalidad apologética enunciada por Jesús. En otras palabras, cuando
el mundo contemple sin prejuicios la unidad existente en la Iglesia, podrá
concluir: «He aquí la obra de Jesús; he ahí el único rebaño digno de tal
Pastor»
La Iglesia de todos los
tiempos ha creído en las palabras de Jesús poniendo en ellas su esperanza —o
mejor dicho su certeza— de unidad. Esta no es el resultado de esfuerzos
humanos, ni de inteligencias geniales, ni de la mejor buena voluntad de
quienes la procuran. A lo largo de la historia ha habido
demasiados experimentos de este género y todos ellos terminaron en fracaso.
Baste, para confirmación, una mirada a la Reforma. El luteranismo comenzó como
un intento de purificación de «la corrompida Iglesia medieval». Con el fin
de mantenerla unida, Lutero pidió al elector de Sajonia que «tomase en sus
manos el cuidado del Evangelio y la salvación de sus súbditos, delegando
para este efecto hombres de valor y de conciencia».
Conocemos los resultados de aquel intento: «En manos de sus
universitarios, de sus sabios y aun de sus pastores, la Iglesia
luterana vio poco a poco la disminución de los tesoros espirituales que se
le habían encomendado» Primero fueron los símbolos, no siempre concordes entre
sí; luego vino la distinción entre verdades fundamentales y accidentales;
después el sentimentalismo de Schleiermacher; el personalismo de Ritschl y el
racionalismo de la escuela de Wellhausen, el mitologismo de Bultmann, etc.
En el anglicanismo el
proceso —aunque más lento— fue muy semejante. Hoy tenemos una High Church que dogmáticamente se acerca al catolicismo y
rechaza el apelativo de protestante; una Low Church que se
despreocupa de los dogmas para poner su acento en la predicación y en el
activismo de las buenas obras; y una Broad Church que, como indica
su nombre, se distingue por el racionalismo de muchos de sus seguidores y
dirigentes, sin excluir a aquéllos que niegan la divinidad de Nuestro
Señor. «Estas tres facciones, escribe Hugueny, están encuadradas sin distinción
en la unidad administrativa de la iglesia anglicana de manera que sus
pastores y obispos se codean o se suceden —con sus enseñanzas contradictorias—
según el turno que toque a cada una de ellos. Cuando surge algún
conflicto, se recurre al consejo real que se pronuncia generalmente por
la solución más liberal, favorable a la paz mutua, aunque sea destructiva
de la fe tradicional.
El calvinismo ha llevado
las disgregaciones hasta el punto de que, en la actualidad, apenas haya una
sola iglesia calvinista importante fuera de Holanda, que abrace sin
distinciones ni atenuantes las doctrinas y las prácticas
—incluso eclesiásticas del fundador—. Entre los grupos originados de la
reforma calvinista (presbiterianismo, congregacionalismo, Discípulos,
iglesias de Cristo, iglesias retomadas) la primitiva teología de Ginebra queda
muy diluida, en ocasiones rotundamente rechazada.
La razón profunda que
late bajo estas mutaciones estructurales o teológicas, hay que buscarla en los
Evangelios: la unidad es un carisma reservado por Cristo a su Iglesia fundada sobre Pedro y sobre sus sucesores en el
pontificado. Aquellas organizaciones eclesiásticas que no gozan del
carisma, están abocadas a la disgregación. Los católicos sabemos y casi
palpamos en esa unidad de nuestra Iglesia la eficacia de aquella oración
de Jesús al Padre que si siempre fue escuchada («Yo sé que Tú siempre me
escuchas», Juan, 11,42), más eficaz todavía había de ser en un momento tan
solemne como aquél en que pedía la preservación de la sociedad que El mismo
dejaba en la tierra como continuadora de su obra de redención. «La historia de
los fundadores del protestantismo, escribe Hugueny, es la demostración
siempre viva y actual de la necesidad de una fuerza sobrenatural que
sea capaz de mantener unidos en un credo único a los cristianos de toda
raza y de toda nación. Los reformadores tuvieron y tienen todavía jefes
geniales, cuentan con el apoyo de las autoridades civiles y aun sienten dentro
de sí un anhelo de dar satisfacción por medio de la unión a sus corazones
atormentados. Pero, aun en el supuesto de que algunas de esas fuerzas
basten para asegurar temporalmente la frágil unidad de una iglesia nacional, no
son —no pueden ser— capaces de dar existencia a una Iglesia verdaderamente
católica»
PERSPECTIVA CATOLICA DEL
DIVISIONISMO
Aquí tenemos también el
fundamento de la concepción católica de las escisiones y de las sectas. Son
males permitidos por la Providencia, respetuosa siempre de la libertad
individual de los hombres. Son la verificación —en el tiempo y en
el espacio— de la parábola de Jesús sobre la cizaña sembrada en el campo
de la mies y de los escándalos que han de tener lugar en el mundo (Mt.
18,7; Le. 17,1). San Pablo habla casi de su «necesidad»: «oportet haereses
esse» (1 Cor. 11,19). «No, responde San Juan Crisóstomo, que el apóstol
quiera destruir nuestro libre albedrío o introduzca en la vida una especie
de fatalismo, sino en el sentido de que tales males habrán de ocurrir
dadas las inclinaciones perversas de los hombres».
¿Cuáles pueden ser las
finalidades de tal permisión divina? «A fin de que se destaquen los de probada
virtud entre vosotros», responde el Apóstol. Este es uno de los objetivos.
Dios, dice Santo Tomás, no permitiría tales males si no redundaran de
algún modo en beneficio de sus servidores. De hecho, en el momento de la
prueba, cuando muchos aun de los que se decían más leales, claudican en la fe,
se ve quiénes aman verdaderamente a Cristo. En este sentido, las herejías
fortalecen nuestra inquebrantable adhesión a la verdad. Por otra
parte, esas desviaciones sirven para aclarar no pocas verdades de nuestro
depósito revelado. «Muchos puntos relativos al dogma, escribe San Agustín,
precisamente porque son objeto de fuertes ataques por parte de los
herejes, sirven para que nosotros los estudiemos más a fondo y los
prediquemos con más entusiasmo». «Si nuestra
doctrina, decía Orígenes, se desembarazara de todas las afirmaciones de
los herejes, nuestra fe aparecería menos brillante y menos sólida. Si las
contradicciones de los herejes asaltan por todas partes la doctrina católica,
es con el fin de que nuestra fe no quede anquilosada por el reposo, sino
que agitada por el ejercicio, se haga más pura. Por eso dice también el
Apóstol que es necesario que haya herejías».
Digamos, pues, a modo de conclusión con el P. Marco Sales: «Permitiendo
las herejías, Dios trae con ellas este bien: el de que sirvan para poner a
la luz del día la firmeza de la fe de los buenos cristianos que ya por ningún
motivo se dejan apartar de la doctrina de Jesús. En semejantes pruebas,
se purifica el oro y se destruye la paja»
Esta perspectiva nos
mostrará esa especie de horror y de tristeza que se mezcla en la tradición
católica siempre que se toca el punto de las disensiones de doctrina (herejías
propiamente dichas) o rupturas del vínculo social y de la obediencia a los
legítimos pastores (cisma). Es un aspecto en que conviene insistir para deshacer
ciertos prejuicios relativos a la posición de la Iglesia cuando se trata
de nuestros hermanos separados.
Por una parte, los
apóstoles sienten verdadera repulsa hacia tales desgarramientos y lanzan duros
anatemas contra quienes los fomentan y propagan. San Pablo pide a sus
cristianos de Corinto que todos hablen igualmente, que no haya entre ellos
cismas, antes sean concordes en un mismo pensar y sentir (1 Cor.
1.10). Amonesta también a los Colosenses para que «no se dejen engañar con
argumentos capciosos... con filosofías falaces y vanas fundadas en tradiciones
humanas y no en Cristo (Cor. 2,4,8). Cuando por desgracia, algunos de sus
cristianos claudican y se pasan al bando contrario «pervirtiendo la fe de
algunos», el Apóstol los entrega a Satanás (1 Tim. 1,20), en otras
palabras, lanza contra ellos la excomunión. A los presbíteros de Éfeso les
escribe se prevengan contra “los lobos rapaces para arrastrar a los discípulos
en su seguimiento” (Act. 20.29).
La preocupación de
defender a los fieles contra los falsos doctores es uno de los temas centrales
de los mensajes dirigidos a las siete iglesias del Apocalipsis. Su acción
nefasta se extendía por doquier y no parece que todos los
pastores mostraran la misma solicitud en rechazarlos: «Tengo, dice el ángel
a la iglesia de Pérgamo, algo contra ti: que toleras ahí a quienes siguen
la doctrina de Balam, el que enseñaba a Balac a poner tropiezos delante de
los hijos de Israel... Así también toleras tú a quienes siguen de igual
modo la doctrina de los nicolaítas. Arrepiéntete pues, si no, vendré a ti
pronto y pelearé contra ellos con la espada de mi boca» (Apoc. 2,14,15).
Las epístolas joaneas
(1, Juan, 1,18 ss.; 11. Juan, 1,4 ss.), la segunda de San Pedro (cap. 1,1 ss.)
y la de San Judas (1,3 ss.) vuelven a insistir en la materia con frases
tajantes y duras que muestran a las claras su preocupación de ver a la
Iglesia limpia de aquellos errores y libre de tales propagadores. En
concreto, la epístola de San Judas «fue escrita para atajar la expansión
de una peligrosa herejía que amenazaba minar la vida y las creencias
cristianas; un grupo de impíos que negaban la soberanía de Dios y con su vida
inmoral estaban engañando y extraviando a muchos». El escritor sagrado los conmina con epítetos y
con castigos que no son precisamente irénicos y que, sin embargo, tienen a
su favor la garantía de la inspiración. Señal evidente del horror que a
todos causaban la herejía y el cisma.
Los Padres de la Iglesia
participaban de los mismos sentimientos. En la práctica consideraban la herejía
íntimamente ligada al cisma y a ambos como a intentos criminales de rasgar
aquella vestidura inconsútil de Jesús, imagen perfecta de su Iglesia. «Los
Padres, explica Congar, emplean en la presente materia expresiones sobremanera
duras... La razón hay que buscarla en la Sagrada Escritura que usa
palabras terribles y sobre todo castigos excepcionales para casos de
cisma. Así la blasfemia se pagaba con la muerte a pedradas mientras que
para los cismáticos era la misma tierra la que se abría y los tragaba».
El hecho de la dureza de
las expresiones es innegable. Tal vez los ejemplos bíblicos inspiraran su
actitud respecto de los castigos. Pero la explicación nos parece menos
plausible respecto del concepto patrístico acerca de la herejía y
del cisma en cuanto faltas de lealtad a la verdad del Evangelio y en
cuanto a desgarramientos de la unidad de la Iglesia. Aquí la motivación era
otra. Como se expresa el P. de Lubac, en la mente de los Santos Padres:
«el que causa un cisma o provoca una discordia, comete un atentado a lo
que más ama Cristo, ya que atenta contra aquel 'cuerpo espiritual’ por el
que Cristo sacrificó su cuerpo de carne; falta a la caridad más esencial,
aquella que vela por la unidad; no es caridad auténtica la que no se
preocupa de la unidad. Por otro lado, herir a cualquiera de esas dos
virtudes, es lacerar la Iglesia, la túnica inconsútil que Él quiso
vestirse para permanecer entre nosotros; es lacerar, en cuanto esto es
dado al hombre, al Cuerpo mismo de Cristo; es condenarse a perecer,
arrancándose a sí mismo del árbol de la vida ya que ‘si un miembro se
separa del Todo’, cesa de vivir».
Ya Clemente Romano
advierte a quienes no quieren escuchar lo que Jesús dice por medio de los
obispos que «pecan y se exponen a graves peligros».
Ignacio de Antioquía felicita a los cristianos de Éfeso porque no están
manchados de errores. A los de Tralla les manda huir del docetismo «esa
planta extraña que es la herejía». Ireneo se ve
obligado a prevenir a sus seguidores contra Marción y otros herejes que,
sirviéndose de engaños, trastocan el sentido de las doctrinas («farsantes
verba Domini») y llevan a muchos por el camino de la perdición. Para todos
ellos sólo tiene expresiones duras. Los llama «vanidosos», «indoctos»,
«audaces», «hombres que conocen las Escrituras, pero las desnaturalizan»,
«desertores de la casa paterna e inflados de Satanás».
Tertuliano se enfrenta con los herejes de su tiempo para probarles que, como
miembros expulsados de la Iglesia, no tienen derecho a ser admitidos a la
discusión de las Sagradas Escrituras: «Si son herejes, luego ya no pueden
ser cristianos puesto que las doctrinas que profesan no vienen de Cristo.
Por lo tanto, ni siquiera participan de nuestras fuentes escritas de
revelación... Yo soy sucesor de los apóstoles... A vosotros os
desheredaron para siempre y os rechazaron como a extraños y a enemigos». Cipriano, más pastoral en todos sus escritos, mira
la herejía como herida profunda —y agravio sin nombre— contra el Cuerpo de
Cristo: «¿Qué crimen puede haber mayor o qué culpa más deforme que el
sublevarse contra Cristo, o disipar aquella Iglesia que El compró a precio
de sangre o luchar —olvidándose de la paz y del amor evangélico— con furor
de adversario contra la humanidad y la concordia del pueblo de Dios?». No
sabe lo mucho que peca el que rompe la paz y la unidad». Para San Ambrosio,
los herejes son: “enemigos de la verdad e impugnadores de nuestra fe”.
Con San Jerónimo y San
Agustín, la doctrina católica sobre la herejía cobra su definitiva estabilidad.
Para ambos se trata de un gran mal en sí y para los que lo cometen. Las
herejías son para el anacoreta de Belén «enemigos de Dios», sólo contienen
falsedades que se originan con frecuencia de las malas interpretaciones de las
Escrituras. Sus propagadores «son peores que los paganos», con
su voluntaria separación de la Iglesia, «ya se han dictado sentencia
condenatoria contra sí mismos», hablan de ganar almas «cuando de hecho no
es ganancia, sino pérdida matar las almas de aquellos a quienes engañan».
San Agustín escribe un tratado sobre las herejías y responde por medio de
otros escritos a los muchos que le hacían preguntas sobre la materia. El
santo podía hablar con conocimiento de causa ya que él mismo había
militado en las filas del maniqueísmo, engañado por hombres que le decían
que, «superada la terrible autoridad, querían con razones sencillas llevarnos a
Dios y librarnos de todo error». En la concepción agustiniana, la esencia
de la herejía consiste en que separa al cristianismo del centro de toda unidad,
de la Iglesia que es nuestra madre como Dios es nuestro padre: «Lo que el
alma es respecto al cuerpo, esto es el Espíritu Santo respecto del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia... Ved, pues, lo que tenéis que saber y temer: sucede
que en el cuerpo humano se desgaja un miembro (una mano, un pie, un dedo).
¿Es que aquello desgajado sigue al alma? De ningún modo: mientras estaba
en el cuerpo, tenía vida: ahora la ha perdido del todo. De la misma manera el
cristiano es católico (a saber, miembro de la verdadera Iglesia)
mientras está unido al cuerpo; pero, al separarse, se convierte en hereje;
es el miembro amputado que no sigue al Espíritu».
De ahí la bellísima exhortación que hace el Santo a los que, desde dentro
o desde fuera, se llaman cristianos «Amemos a Dios nuestro Señor y amemos
a su Iglesia: a Aquél como a padre; a ésta como a madre; a Aquél como a
Señor, a ésta como a su servidora... Pero fijaos que se trata de un
matrimonio fundado en un gran amor. Por eso, nadie ama al uno y ofende al
otro. No me digas: me vuelvo "a los ídolos y consulto a los
agoreros, pero no abandono la Iglesia de Dios, permanezco católico. Te
equivocas: tienes al padre pero has ofendido a la madre. Otro, en cambio,
me dirá: Oh, no; yo no consulto a los adivinadores, ni voy a adorar
demonios, pero sí soy de la facción donatista. ¿Qué te aprovecha que no ofendas
al Padre, si ofendes a la madre?... Carísimos míos: manteneos unidos a los dos,
a Dios como a Padre y a la Iglesia como a madre».
Por estos mismos
motivos, la Iglesia no puede menos de sentir aversión hacia esos
desgarramientos causados en su ser por las herejías y los cismas. Sus
teólogos, al mismo tiempo que contribuían a iluminar facetas doctrinales
de un problema muy complejo, no han cesado de inculcar la gravedad de esos
pecados. Según Santo Tomás, en el orden de los pecados y como oposición
directa a la virtud de la fe, la herejía es el más grave de todos —junto
con el del odio contra Dios del que procede, ya
que comporta una soberana injuria a la soberanía de Dios. «La herejía,
dice en otra parte el Santo Doctor, es un error en materia de fe, pero
un error que nace de la pertinacia. Esta, a su vez, tiene su origen en el
orgullo: es un gran orgullo, que empuja al hombre a preferir su parecer al
de la verdad revelada». Suárez, en su tratado De Fide, escrito en respuesta a la Apología con que Jacobo I de Inglaterra pretendía defender la secesión religiosa de
su reino, contiene material abundantísimo sobre el origen, las
características y los tristes efectos de este género de rebeliones contra
nuestra fe. La legislación canónica ha hecho, por
su parte, otro tanto para impedir por medio de sanciones adecuadas que se
extienda el mal y que el contagio imprudente de los fieles con sus autores
resulte peligroso a sus almas. Si, en otros tiempos,
las sanciones alcanzaron a los culpables en sus bienes temporales y hasta
en sus propias vidas, fue debido en la mayoría de los casos al concepto
político-social (además del religioso) que entonces llevaba consigo la herejía. De modo parecido, los Concilios y Sínodos de
la Iglesia se han encargado en todos los tiempos de que tales desviaciones
doctrinales no manchen la puridad del tesoro de la revelación. El Concilio
Vaticano, saliendo al paso de ciertas tendencias que afloraban en el campo
católico, condenó el parecer de aquellos que pensaban que, en determinadas
circunstancias, podía haber motivo para cambiar de religión o poner en
duda algunos de sus dogmas.
Toda esta severidad se
explica teniendo en cuenta la importancia de la fe en toda la vida cristiana
así como los desastrosos efectos —constatados por ejemplo en el
protestantismo —a que las confusiones de la misma pueden dar lugar: «La fe
es el más precioso de todos los bienes, ya que es el fundamento y la raíz
de toda justificación y sin ella es imposible complacer a Dios y salvar para
la eternidad el alma. Por esto la herejía es un crimen abominable y, en cierto
sentido, el mayor de todos. Cristo, al enviar a sus apóstoles a la
predicación, impuso a sus seguidores la obligación de creer so pena de ser
condenados: “el que creyendo se bautizare, se salvará; el que no crea,
será condenado’. Obligación fácil de comprenderse para quien tenga una
noción exacta de Dios, del hombre, de sus mutuas relaciones y del precio
de la verdad revelada. Por eso también los apóstoles tuvieron por la
herejía la misma repulsión que el Divino Maestro. San Juan veía en ella la
obra del anticristo y prohibía a sus discípulos que recibiesen o siquiera
saludasen a los herejes; San Pedro y San Judas hablan de él con extrema
energía y San Pablo lanza anatemas contra quienes voluntariamente la profesan».
COMPASION DE LA IGLESIA
POR LOS HEREJES
Lo dicho no debe
inducirnos a pensar que la Iglesia experimenta una especie de hedonismo en
descubrir y perseguir todo lo herético y cismático. Hay intransigencia con el
error y severidad con los que pertinazmente se adhieren al mismo. Pero su
actitud es totalmente diversa con los que yerran por debilidad o
con quienes, por causas ajenas a su querer, se ven envueltos en las redes
de la herejía. Desarrollemos un poco este aspecto de la eclesiología
católica, ignorado o maliciosamente interpretado por los que acusan al
catolicismo de «inauditas crueldades» frente a los que no pertenecen a su
redil.
Observemos, ante todo,
que la aparición de toda nueva desviación doctrinal o jerárquica constituye
para la Iglesia causa de profunda tristeza. «La
Iglesia, escribe Mochler, se ha sentido siempre inundada de alegría cada
vez que se apaciguaron sus insurgentes o quedaron arregladas las discordias en
su seno. Recordemos la vuelta de los novacianos a la casa del Padre, descrita
con frases emotivas por San Dionisio Alejandrino... Véase también cómo
exteriorizaba el Papa Eugenio IV su profundo gozo al verificarse en
Florencia (1439) la reunión de las iglesias del Oriente con Roma: ‘Alegraos,
cielos, y saltad de vivísimo gozo, oh tierra’. Se ha desplomado el muro
que dividía a la Iglesia del Oriente y del Occidente; han aparecido de
nuevo la paz y la concordia; Jesucristo, piedra angular, ha reunido los dos
muros y los tiene estrechamente unidos —en paz y en amor— por los vínculos
de la eterna unidad. Después de infinitas amarguras y de negras tinieblas de
una larga separación, ha brillado para todos el día sereno de la unión, el
día ansiado. Alégrese nuestra Madre común al ver a sus lujos, separados
hasta ahora, vueltos a ella en paz y en unidad. Ella que, durante la
amarga separación, derramó tantas lágrimas, se ve ahora llenar de gozo y dar gracias
al Omnipotente Dios. Que todos los fieles se alegren y que cuantos
llevan el nombre de cristianos, feliciten a la Madre por la dicha que le
ha cabido».
La razón latente en esta
actitud es obvia: si el cuerpo humano sufre indecibles dolores cuando le
arrancan alguno de sus miembros, la Iglesia tiene que sentir semejante
desgarramiento cuando el error o el engaño apartan de su ser a
aquellas partes vivas que hasta ahora formaban indivisible unidad. Gozarse
en tales separaciones, sería pecar contra el Espíritu Santo.
Esto nos explica también
los conatos llevados a cabo por sus grandes teólogos con el fin de limitar, en
la medida de lo posible, el número de aquellos que deben quedar incluidos en
esas categorías de herejes y cismáticos. Es una desgracia demasiado grande para
no tratar de disminuir su proporción. Ya en San Agustín, empleado durante
su vida pastoral en una lucha sin cuartel contra desviaciones de diverso
género (maniqueos, donatistas, pelagianos, novacianos, etc.), se
notaba aquel empeño: «Aquellos, escribía, que defienden su opinión, aunque
falsa y funesta, sin espíritu de pertinacia sobre
todo cuando no es fruto de su audacia y de su presunción, sino heredada de
padres que sucumbieron al error, y si, además, buscan la verdad con prudente
solicitud y se muestran dispuestos a corregir sus errores si alguna vez
los descubren, tales personas no pueden en manera alguna ser catalogadas de
heréticas». La línea de benignidad» dará pie,
apoyada en la gran autoridad del obispo de Hipona, a muchos teólogos
posteriores para profundizar en las posibles consecuencias de tal
principio para la vida práctica.
Ha habido siempre en la
Iglesia una especie de venerable tradición —aunque un tanto empañada en la
última parte de la Edad Media y comienzos de la contemporánea— de ser paciente
con los que yerran, de mostrarles los peligros del camino que han
emprendido, de amonestarles una y otra vez con benignidad. Con ello no ha
hecho sino seguir el consejo de San Pablo a su discípulo Tito sobre las
repetidas amonestaciones que había de dirigir al sectario antes de evitarlo
definitivamente «considerado que está pervertido, que peca y que por su pecado
se condena» (Tit. 3,10-11). La historia nos dice que todos los grandes
heresiarcas, desde Arrio hasta Lutero, fueron objeto de repetidas y
paternales admoniciones por parte de la Santa Sede o de las autoridades
eclesiásticas. Sólo cuando éstas resultaron fallidas, se recurrió a los
anatemas y a la excomunión. Esta manera de proceder no tendría sentido si
la Iglesia hubiera abrigado, respecto de los disidentes, las entrañas de odio y
de venganza que a veces se le atribuyen. Los castigos no han sido sino un
último y desesperado remedio consecuente al fracaso de las medidas de
bondad empleadas anteriormente.
En nuestros días se nota
igualmente una marcada tendencia a suavizar los modales y las expresiones cuando
nos dirigimos a aquellos que no participan de nuestra fe. No se trata
evidentemente de hacer concesiones imposibles ni de claudicar en materias
doctrinales. Aquí la Iglesia da muestras de una severidad y de una firmeza
que son las mejores garantías de su origen sobrenatural. Pero se quiere
tentar la posibilidad de modificar la vía de acceso a nuestros interlocutores.
El mundo del siglo XX —aun el que se llama cristiano— no es ya aquel bloque sólidamente católico
de la Europa de la Edad Media. Vivimos rodeados de ortodoxos y
protestantes, a veces como minorías de escasa fuerza política y cultural.
El resto de la población se muestra indiferente en materias
religiosas. Nuestro empeño más caro ha sido —y continua siéndolo— el
retorno de nuestros hermanos separados al seno de la Iglesia. Una ley
elemental de psicología nos enseña que, para entablar contacto con quienes
no sienten como nosotros, hemos de empezar por ganar su benevolencia. Y
ésta no puede conseguirse si las expresiones que empleamos para designar los
sistemas o las desviaciones de que les hacemos cómplices, son duras e
injuriosas. Tal es la tarea, ardua pero digna de todo elogio, que se han
propuesto esos teólogos contemporáneos.
Las precisiones se
refieren a veces al fondo de las doctrinas, otras a la nomenclatura empleada
para individualizarlas. Se quiere, por ejemplo, investigar las condiciones
requeridas para que una doctrina sea herética o para que personalmente haya
verdadero pecado de herejía. Esta determinación nos lleva de la mano a
estudiar la situación concreta de quienes, por razones totalmente ajenas a
su voluntad, viven dentro de las comunidades protestantes y ortodoxas.
Ello nos da pie para averiguar cuáles son las posibilidades de su
participación en el Cuerpo Místico de Cristo y, por consiguiente, de su
pertenencia a la Iglesia.
Los autores distinguen,
ante todo, entre la herejía en cuanto doctrina y la herejía en cuanto pecado.
Para que la primera tenga lugar, han de concurrir los siguientes factores:
tratarse de una doctrina que se opone directamente y contradictoriamente a una
verdad revelada por Dios y propuesta auténticamente como tal por la Iglesia. La
enseñanza auténtica de que se trata, no debe tener siempre el carácter de
solemnidad reservado a las definiciones conciliares o ex
cathedra: basta, como lo
enseña el Concilio Vaticano, el magisterio explícito, ordinario y universal. Pero, aun así, fácil es de ver cómo las limitaciones
indicadas pueden de hecho contribuir a disminuir el número de errores
doctrinales que se incluían en dicha categoría.
La herejía en cuanto
pecado (hablamos del objetivo pues sólo Dios puede entrar en el santuario de la
conciencia humana) consiste en profesar una doctrina herética y requiere
también una serie de condiciones. Supone un error voluntario del
entendimiento, relativo a alguna de las grandes verdades de la revelación.
La conciencia completa tanto de la doctrina negada como del pleno asentimiento
personal, pertenecen a la esencia misma del pecado. No se trata tampoco de una
veleidad o de afirmaciones hechas sin apenas caer en la cuenta. El pecado de
herejía lleva consigo otra cualidad: la pertinacia. Es una faceta que, indicada claramente en los
Santos Padres, se inculca repetidamente en los documentos eclesiásticos
y halla su confirmación solemne en el Derecho Canónico: «Hereje es aquél
que, después de la recepción del bautismo, y reteniendo el nombre de
cristiano, niega o pone en duda con pertinacia una de las verdades
de fe católico-divinas propuestas a nuestra fe».
Precisamente la carencia de esta cualidad ha obligado a los teólogos a
distinguir entre herejía material (no culpable) y herejía formal (culpable) llamada también de mala fe. La distinción —parece inútil
indicarlo— ayuda no poco a emplear con cautela frases que, tomadas
globalmente, podrían ser contrarias a la justicia y a la caridad.
Dejando de lado la
cuestión de las sanciones canónico-morales impuestas por la Iglesia para los
culpables de herejía, pasemos a considerar el status
legal, si nos es
permitida la expresión, de las iglesias disidentes y de los miembros afiliados
a ellas. Es un aspecto en que la eclesiología moderna ha abierto nuevas y
consoladoras perspectivas, incluso para quienes no forman parte de nuestra
Iglesia jerárquica. Formulado en sus líneas esquemáticas, el problema se
plantea de la siguiente forma: ¿cuál es la situación de los muchos
millones de personas que han nacido en el protestantismo, que viven y
mueren en su seno? El desarrollo de la doctrina del Cuerpo Místico —debido
en gran parte a las iniciativas del Papa Pío XII— nos ayudará a solucionar
la cuestión.
«Las iglesias
disidentes, escribe Journet, al separarse de la de Cristo, llevan consigo una
porción mayor o menor de los tesoros de aquélla. Tal vez conservan todos
los libros de la Biblia y aun toda la fórmula del Símbolo de la fe. En cambio,
la caridad queda destruida por el pecado del cisma; la fe y la esperanza teologales
quedan arrancadas de raíz por el pecado de la herejía. Los
caracteres sacramentales permanecen intactos. La administración de los
sacramentos puede perpetuarse con tal de que no existan aberraciones
heréticas que lo impidan... Pero aun estos sacramentos, conferidos y
recibidos por personas que viven en el pecado de la herejía y del cisma,
se confieren y se reciben sacrílegamente; por lo que sus efectos
santificadores quedan impedidos por las malas disposiciones de quienes los
reciben. Una armadura visible, un esqueleto sin la vida de la gracia v del
amor, he ahí lo que es —en su estado
puro— el concepto de una
iglesia cuyos miembros están infeccionados por el cisma y la herejía».
Dentro de estas iglesias
puede haber miembros que se hallan en muy distintas condiciones. No faltarán
algunos que han pasado a sus filas tras una apostasía formal del
catolicismo. Otros habrán tenido en su vida ocasiones de conocer
la verdad, pero han preferido resistir a las llamadas de la gracia para
permanecer conscientemente en el error. Un tercer grupo no solamente
conoce la verdad de la Iglesia Católica, sino que se ha tomado el triste
deber de impugnarla por todos los medios posibles, incluso el de las
groseras calumnias gracias a las cuales logra sembrar la duda o conseguir
apostasías entre los católicos. En estos y parecidos casos (no tan
infrecuentes como a veces se supone) resulta difícil excusarlos, al menos
objetivamente, de mala voluntad. Probablemente tendrían que ser
incluidos en la definición general de herejes en el pleno sentido de la
palabra.
Pero, junto a éstos,
hallamos otra masa de fieles situada en circunstancias bien distintas. Nacieron
en aquellas iglesias, recibieron válidamente el bautismo en ellas y se
abren a la vida en las mismas. ¿Qué les ocurre al correr de los años? «Por
el bautismo, escribe Congar, aquel niño queda incorporado verdaderamente a
Cristo y a su Iglesia. En este punto, la doctrina tradicional es unánime e
inconmovible: los niños bautizados válidamente en las iglesias separadas son
auténticos cristianos y miembros de la única Iglesia de Jesucristo: «Si alguno
dijere que el bautismo administrado aun por los herejes en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace
la Iglesia, no es verdadero, sea anatema». Nuestro pequeño protestante ha recibido en su bautismo
el sello de Cristo (el carácter bautismal), la gracia santificante, la fe y la
caridad infusa. Por razón de estos dones y de estos principios, está
destinado un día a la profesión de fe, a la participación de los
sacramentos, a la plena expansión de su vida cristiana en el seno de la
Iglesia, en la concordia y la comunión católica y bajo la influencia de la
jerarquía apostólica. Si no ocurre así, se deberá a una anomalía respecto
de la gracia de su bautismo.
Una vez llegado al uso
de la razón y al pleno desarrollo de sus facultades, empieza también la
tragedia de su vida. Las hipótesis que pueden ocurrir son varias. Unos
pertenecerán al grupo ya descrito de los que, a sabiendas, «rechazan la
luz», o se entregan en un esfuerzo vano a luchar contra ella. Otros, debido
a la escasa firmeza o a las positivas contradicciones doctrinales de
muchas iglesias, así como por la falta de medios sacramentales, litúrgicos
o pastorales que reciben, caerán en el indiferentismo religioso o en el
ateísmo. A otros será su misma existencia desarreglada en materias de moral, la
que los empujará al abandono de toda práctica religiosa, aunque todavía
conserven el nombre de cristianos... Pero, habrá también núcleos que se
encuentren en muy distintas circunstancias: hombres y mujeres de buena
voluntad que hacen lo que está de su parte y siguen practicando la
religión en que nacieron y en la que han crecido: «Este disidente de buena
fe no hallará nunca en su secta o en su iglesia la totalidad de los
principios de vida-con-Cristo que son también los principios de
realización y de unidad de la Iglesia. Y, sin embargo, a la medida que
encuentre algunos de ellos, el disidente será —a causa de ellos— miembro de la
Iglesia: lo será por su carácter bautismal, por la gracia, por la fe
sobrenatural, por los dones sacramentales si es que su iglesia posee
verdaderos sacramentos. En cambio, no lo será por una profesión expresa de la
verdadera fe, ni por la plena vida sacramental, ni por la animación interior de
la comunión católica de la fe, del amor y de la ayuda fraternal que,
reguladas por la jerarquía apostólica, constituyen el verdadero sello de la unidad».
¿Cuál es, en definitiva,
su situación? Según varios eminentes teólogos, la siguiente: «Si el disidente,
incorporado por el bautismo a la Iglesia Católica, no peca en ningún momento de
su vida contra la luz; si en la adhesión a su iglesia o secta procede de
buena fe, es decir, si el error suyo relativo a la verdadera forma del
cristianismo es invencible... entonces su adhesión, objetivamente desviada,
se dirige moral y realmente a Cristo y a su Iglesia, aunque no lo haga
externamente; honra a Dios, aunque no en verdad. La ignorancia invencible
le excusa de la falta de no adherir expresamente a la Iglesia de
Jesucristo.
Aquí, lo mismo que hemos
indicado en otra ocasión, es inútil conjeturar sobre el número de protestantes
incluidos en esta categoría. Pío IX nos aconseja callarnos y no tratar de
imponer límites a la misericordia divina. Todo depende «de la variedad de
pueblos y de regiones, así como de las circunstancias de los individuos». El
trato con personas protestantes sugiere, a primera vista, la existencia de un
número elevado de almas que se encuentran en esta situación.
En todo caso, la
doctrina contiene muchos aspectos consoladores para nuestros hermanos
separados. La Iglesia de Cristo posee numerosos miembros que parecen serle
extraños pero que, de hecho, le pertenecen. San Ambrosio pedía a sus
oyentes no llorasen la muerte de Valentiniano, muerto catecúmeno y sin
poder recibir el bautismo: «Pero, decidme, ¿qué otra cosa hay en nuestra
mano si no el pedir? Ahora bien; Valentiniano quiso ser iniciado en el
cristianismo y, aun antes de venir a Italia, me significó que deseaba
recibir el bautismo después de mí. ¿Creéis que no habrá recibido la
gracia? Ciertamente... pues si los mártires han sido purificados en su
sangre, él lo ha sido en su deseo» San Agustín habla —refiriéndose en
concreto a los herejes— de «almas que parecen estar fuera de la Iglesia
cuando a la verdad están dentro de ella?. «Hay, concluye San Gregorio
Nazianceno, muchos cristianos a quienes no podemos considerar
como nuestros; su género de vida los aleja del cuerpo de la comunidad. En
compensación, muchos extraños son de los nuestros: todos aquéllos que reciben
primeraramente la virtud y luego la fe. A éstos les falta solamente el nombre
(de cristianos) pero están ya en posesión de la realidad».
Su situación —como
individuos y como instituciones— es, a la verdad, anormal, violenta y de
continua tensión, ya que Cristo desea positivamente que formen parte de su
Iglesia. Lo exigen, aun por el lado personal, la provisión de medios para
salvarse, las dificultades de todo género que encuentran a su paso, las
incertidumbres o las auténticas falsedades doctrinales que con frecuencia se
le ofrecen en la comunidad disidente en que vive. Por otro lado los medios
de salvación que en su propia iglesia consigue, le vienen por la relación que
ella tiene con la verdadera Iglesia de Cristo: «Nadie, dice San Agustín,
puede conseguir la vida eterna si no tiene por Cabeza a Cristo; y nadie
tiene a Cristo por Cabeza si no es
miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia». Las
explicaciones teológicas de esta relación de los no católicos con la
Iglesia pueden variar, pero en el fondo, todos coinciden en admitirla como
secreto explicativo del influjo misterioso pero continuo que reciben de
ella. Como escribía no hace mucho el Santo Oficio
al arzobispo de Boston: «Para que una persona obtenga la salvación eterna,
no es siempre indispensable que esté de facto incorporado a ella a
título de miembro, pero sí es necesario que le esté unida al menos
mediante el deseo y el anhelo. Todavía, tampoco es siempre necesario que
estos deseos sean explícitos como en el caso de los catecúmenos. Cuando
alguno se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo
implícito, llamado así por quedar incluido en la buena disposición de
ánimo, mediante la cual desea conformar la propia voluntad con la de Dios.
Concluyamos, pues, con
estas líneas de Journet: «Lo que importa saber es que la Iglesia es el nudo de
la vida espiritual de la humanidad. Todas las criaturas tienden a unirse
en la unidad de la Iglesia. Todos los hombres en los que se esconde algo de
sagrado, están en marcha —sépanlo ellos mismos o no— hacia
aquella Jerusalén, en cuyo centro se ofrece realmente cada día el Santo
Sacrificio de la Cruz y del que desciende sobre cada generación fugitiva
la secreta lluvia de los cielos. La Iglesia es, pues, la oscura
bienhechora de todas las almas, de las que están dentro y de las que yacen
fuera de su abrazo. En la noche que cubre el mundo, Ella atrae hacia sí
todo aquello que se niega a morir. La Iglesia es la epifanía
(manifestación) perpetua y el anuncio realizado del profeta Isaías:
«Mira que sobre ti se levanta la gloria de Yavé y se manifiesta su gloria;
las naciones andan a tu luz y los reyes a la claridad de tu aurora».
Estos teólogos que han
trabajado tan meritoriamente en clarificar las relaciones existentes entre los
no católicos y la Iglesia, se han esforzado también en suavizar la nomenclatura
empleada al referirnos a ellos. Hay expresiones que, con el correr de los
siglos y por adjuntos históricos diversos, se han convertido en
injuriosas. Tal ocurre con las palabras herejía y cisma y sus correspondientes hereje,
cismático, protestante, etc. Tanto Journet como Congar han propuesto
que las primeras queden sustituidas por el término general de disidencia (dissidence) y las segunda por disidentes, hermanos separados, etc.
Congar ha compilado los textos pontificios y litúrgicos que refrendan su
posición. La tendencia merece nuestro aplauso y
son ya muchos los autores que se adhieren a ella —aunque sin comprometerse
a omitir siempre palabras tan consagradas por la historia y exigidas a veces
por el contexto.
Otra cosa es la de saber
si las personas a quienes dirigimos esas expresiones, se sienten satisfechas
con ellas. Limitando nuestras consideraciones a los protestantes, hay entre
éstos muchos que se niegan a renunciar a las palabras protestante y protestantismo para designar su
verdadero status dentro de las comunidades cristianas. Existen
muchos trabajos —sobre todo en Norteamérica— redactados para justificar
estos apelativos que consideran como «auténticos timbres de gloriar». En esta
hipótesis, sería ridículo de parte nuestra abandonar sistemáticamente un
término que ellos emplean. Por otra parte, ocurre también preguntar si
las palabras propuestas son realmente sustitutivos honorables a los ojos
de aquellos a quienes se aplican. De la palabra disidencia y disidentes nos permitimos sinceramente ponerlo en duda. Y pensamos que el razonamiento se
deba aplicar, aunque quizás en menor proporción, a la expresión de iglesias
separadas y hermanos separados. Es verdad que. en nuestra
intención, significan, a la vez que el hecho del desgarramiento suyo de la
Iglesia madre, nuestra afirmación de que —a pesar de todo— continúan
siendo hermanos nuestros. Temo, por una experiencia personal con
protestantes de muy diversos orígenes, que no todos ellos le atribuyan el
mismo sentido. Al menos eso es lo que se deduce de algunas publicaciones
Hay —por lo que parece—
una sola palabra que les halagaría de verdad: la de cristianos. Pero ésta es demasiado sagrada para que, sitie
additamento, se la podamos aplicar por tratarse de un apelativo que primo
et per se pertenece a quienes somos miembros de la Iglesia Católica.
No es que a ellos se la queramos negar; pero ha de ir acompañada de un
adjetivo que indique su situación de separados de la Catholica. Por
eso nos parece que no hemos dado todavia con la expresión que solucione
nuestras mutuas relaciones. Lo importante, como se ve, es que la
terminología empleada y los vocablos usados estén inspirados por
la caridad que siempre ha de distinguir a los discípulos de Cristo-Jesús.
ECUMENISMO Y
DIVISIONISMO
Para los católicos, la
única solución viable al divisionismo reinante en las iglesias separadas, está
en su retorno al seno de la Madre de la que un día se apartaron. La
Iglesia rechaza la teoría de la coexistencia de varias instituciones y
sociedades del mismo origen divino y de su semejante participación en
la verdad evangélica. Durante el Concilio Vaticano se había preparado un
canon en el que se condenaba a quienes defendieran que: «la Iglesia verdadera no es un
cuerpo compacto, sino que se compone de sociedades cristianas, diversas y separadas» en desacuerdo en
materias de fe o en cuanto a la comunión, pero, no obstante todo ello,
formando como miembros parte de la Iglesia universal. Respecto
a las modalidades del retomo, los últimos Papas han enseñado cuáles son
los caminos que Ella no puede aprobar y por qué medios se ha de
procurar: «La unión de los cristianos, escribía Pío XI en su encíclica Mortalium
animos (1928) sólo se puede fomentar promoviendo la vuelta de los
disidentes a la verdadera Iglesia de Cristo que en otro tiempo desgraciadamente
abandonaron. A aquella única Iglesia, decimos, patente a todos y que ha de
permanecer perpetuamente como El la instituyó para común salud de todos los
hombres... Y puesto que el Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia, es
a la manera de su cuerpo físico, uno, compacto y unido consigo mismo,
resulta inepto y absurdo decir que el Cuerpo Místico puede constar de
miembros dislocados y separados. Por consiguiente, todo aquel que no está unido
con él, ni es miembro suyo ni está unido a Cristo como Cabeza».
Los protestantes,
tomados en bloque, rechazan esta solución. En opinión de un número creciente de
ellos, la respuesta adecuada al angustioso problema divi-sionista se debe
buscar en el movimiento ecuménico que, durante estos últimos decenios, se
ha apoderado de una buena parte de sus comunidades. Sus palabras adquieren
acentos de verdadero lirismo cada vez que abordan el tema: «El ecumenismo, dice
el obispo episcopaliano F. McConnell, significa el principio del fin de
nuestras divergencias denominacionales». «Durante
dieciocho siglos, añade Van Dusen, la vida de iglesias cristianas ha
estado señalada por la ininterrumpida sucesión de divisiones y cismas...
Con pocas excepciones, la tendencia de la cristiandad ha sido claramente
centrífuga... En cambio, durante los últimos cien años no ha habido
ruptura de importancia entre los grupos cristianos. Al contrario, hemos sido
testigos de notables esfuerzos —y de muchos positivos resultados— en el camino
de la reunión. Este es el significado profundo de la ola montante de
unionismo’ que los futuros historiadores habrán de señalar como el suceso
más importante del siglo XX». «El embarazo protestante, concluye Kerr, en
presencia de sus divisiones sólo puede medirse con el rápido progreso del
movimiento ecuménico de nuestros días. Como fenómeno religioso contemporáneo,
dicho movimiento es signo certero de que el protestantismo ha dejado
de ser centrifugo para convertirse en centrípeta. Estamos viviendo un gran
momento: las denominaciones protestantes se están uniendo a paso acelerado; los
fragmentos dispersos empiezan a unirse; nuestra historia está cambiando y hay
un movimiento de gravitación que va de la periferia al centro; finalmente
los miembros separados de nuestras antiguas familias eclesiásticas responden al
llamamiento de la reunión con una alegría y una rapidez que hubieran sido inconcebibles
en otros tiempos. Indudablemente, la tendencia protestante moderna es de
signo unitivo y cooperativo».
Uno de los autores que
con mayor extensión —y casi con matemática precisión— ha estudiado y catalogado
las diversas uniones realizadas en el seno de las iglesias de la Reforma, ha
sido el ya citado profesor H. Van Dusen en su libro: World
Christianity, Yesterday, Today, Tomorrow, New York, 1947. La lista cronológica de uniones —incluida la fundación de
muchos organismos de mutua cooperación que nada tienen que ver con el
ecumenismo propiamente dicho— abarca más de veinte páginas. Su mera
lectura resulta impresionante al menos como índice del anhelo protestante
de mayor unión— y también como ejemplo de organizaciones prácticas creadas por sus
dirigentes en el campo misionero, eclesiástico y social.
El autor distingue ocho diferentes tipos de amistad (fellowship) y de cooperación promovidos por sus iglesias: 1) asociaciones de individuos pertenecientes a diversas iglesias (la London Missionary Society); 2) conferencias celebradas por individuos de diferentes organizaciones (así muchas de las reuniones que se celebraron durante la segunda mitad del siglo pasado en países de misión); 3) asociaciones integradas por personas provenientes de diversas iglesias (los ejemplos más claros son los de sus organizaciones juveniles: Y. M. C. A. y Y. W. C. A.); 4) conferencias internacionales con miembros delegados oficialmente por las iglesias (las de Edimburgo —1910— y Amsterdam —1948—); 5) organizaciones internacionales de iglesias desparramadas en muchas partes (por ejemplo la Unión mundial bautista, presbiteriana, metodista, etc.); 6) asociaciones formadas por diversas iglesias, pero reunidas con fines universalistas (así las sociedades bíblicas, las de las escuelas dominicales); 7) federaciones de iglesias como tales (en general las National Christian Churches, el movimiento de Faith and Order, el mismo Consejo mundial de las iglesias); 8) las iglesias
unidas orgánicamente entre sí (a veces entre miembros de una misma
familia: luterana, presbiteriana, etc., otras por la unión de agrupaciones
que estaban desligadas mutuamente, por ejemplo la Church of Christ in
China, y últimamente la Union of the South India Church.
Como decimos, todo esto
es hermoso y no seremos nosotros quienes escatimemos nuestra admiración y
nuestras alabanzas a los esfuerzos y al progreso realizados. Indudablemente,
como ha dicho un documento pontificio, en este remover de las conciencias de
nuestros hermanos separados empujándolos a la busca de la unidad perdida,
está trabajando la gracia del Espíritu Santo. Por eso: «este magnífico trabajo
por la integración de todos los cristianos en una Fe y en una
Iglesia tiene que formar parte cada día mayor de nuestro trabajo pastoral
y convertirse en objeto de preocupación de todo el pueblo cristiano en sus
oraciones y súplicas... Todos, pero principalmente los sacerdotes y
religiosos, deben tratar de promover y fecundar esta labor con sus
oraciones y sacrificios»
Pero aquí sólo tratamos
del movimiento ecuménico en cuanto se nos propone —de parte de las iglesias
separadas— como remedio eficaz para curar su desintegración. ¿Cuáles son, bajo
este aspecto, las características que presenta? Las que indicamos a continuación,
advirtiendo de antemano que la carencia de una voz autorizada, así como
una teología demasiado fluctuante, dificultan enormemente el trabajo de
compilación.
1) La unidad de las
diversas iglesias —que por hipótesis se busca— es algo real que ya se posee, aunque su manifestación deje bastante
que desear. Algunos de sus promotores hablan de esto como del verdadero
«descubrimiento» que va a señalar un hito en la historia del ecumenismo.
En Amsterdam (1948) se habló claramente del mismo: «Dios ha dado a su Pueblo
en Jesucristo una unidad que es creación suya y no logro nuestro. Damos
gracias al Señor porque su Santo Espíritu nos ha reunido haciéndonos ver
que no obstante nuestras divisiones, somos uno en Jesucristo». Desde
entonces la idea halla eco en todos sus dirigentes: «La Iglesia es una, exclama
el obispo luterano Lille. Ningún esfuerzo humano sería capaz de hacerla,
si es que ya no lo fuese. Todo lo que tenemos que hacer es reconocer y
entender de nuevo este hecho básico». «Nuestro
esfuerzo, continúa Wissert Hooft, presidente del Consejo Ecuménico, sería
incapaz de hacer la Iglesia una. Si la voz de Dios que nos llama es una, eso
quiere decir que Él nos mira ya como un pueblo y una familia. Podemos
dividirnos en cuantas organizaciones, confesionalidades y denominaciones
queramos: a los ojos de Dios, todos aquellos que responden a su llamada
forman ya un cuerpo. La Iglesia de Dios no puede dividirse porque la
unidad pertenece a su misma esencia... A nosotros nos toca manifestar lo que
implica esta vocación común, liberar a la Iglesia de Dios de sus ataduras
terrestres y hacer visible al mundo y a nosotros mismos que somos partícipes de
un mismo llamamiento celestial»
2) El ecumenismo
es la única manera de hacer frente a la fuerza cada día mayor del
catolicismo, aun en naciones en que antes su situación era precaria.
La actitud parecerá un tanto extraña y seguramente no todos sus defensores
la mantienen con la misma firmeza. Pero está latente en sectores muy
influyentes del movimiento, aun de aquellos que externamente se muestran
más condescendientes. Van Dusen indica este motivo entre los que hacen imperativo
el ecumenismo moderno. En los Estados Unidos —parte integrante y fuerza
financiadora del Consejo mundial de las iglesias— este sentimiento es muy
común. Por ejemplo, Clayton Morrison lo ha expresado en términos amargos
que no dan lugar a duda y aun se ha felicitado de que: «el movimiento
ecuménico protestante se esté orientando en dirección opuesta a la que conduce
a Roma». «Por lo que al protestantismo se refiere, nos vuelve a decir Kerr, el
imperativo ecuménico se presenta como un ultimátum. No hay manera de
oponerse al resurgente romanismo de nuestros días si nosotros, los
protestantes, no podemos hablar con una sola voz. Hay que pensar por
encima de nuestros particularismos y de nuestras diferencias históricas
con el fin de formar ese frente común».
Esto nos explica el
hecho inconcebible de que algunos de los más entusiastas ecumenistas en
Ginebra, sean a la vez los mayores promotores de la
penetración protestante en la Iberoamérica. O que, mientras unos hablan
con fervor de neófitos de la necesidad de «restañar las heridas» causadas
por la Reforma del siglo XVI, otros defiendan abiertamente la tesis de que
aquel hecho histórico —en lo que se refiere a los países latinos— no
fracasó, sino sencillamente se retrasó para empezar a actuar con nuevo
empuje en la época contemporánea precisamente en aquellas repúblicas
sudamericanas que «se creían incorporadas a la Iglesia de Roma». La prueba
más evidente de esta actitud ambivalente —no empleamos otra palabra— se ha
dado últimamente al elevar al cargo de uno de los presidentes del Consejo
Ecuménico de las Iglesias al obispo metodista uruguayo, Sante Barbieri,
apóstata del catolicismo y representante de las iglesias separadas de
Iberoamérica.
3) En el esquema
presentado, las iglesias como corporaciones y los individuos como miembros
de las mismas, habrán de conservar intactas las libertades y
los particularismos «heredados de la Reforma». Es otro de los
prerrequisitos de su participación dentro del ecumenismo. Las razones
aducidas para mantener esta posición son varias. Para unos fue el
«Espíritu de Dios» el que inspiró a sus iniciadores la adopción de aquellas
peculiaridades, aunque fueran contrarias a toda la tradición cristiana.
Según otros, refiriéndose sobre todo a materias teológicas, el ecumenismo
no pretende imponer a sus miembros ninguna uniformidad dogmática o moral, sino
que deja a sus participantes un margen suficiente en materia de «opiniones
doctrinales». Después de todo, nos dice Leiper, tengamos en cuenta que:
«Cristo nos dijo: ‘Seguidme a Mí’ y no añadió: ‘hallad la perfecta
teología o la unanimidad en cuestiones de órdenes y de sacramentos’». Se nos repite continuamente que: «es necesario
proteger la diversidad, la flexibilidad y la libertad dentro de cada una de las
expresiones estructurales del unionismo cristiano». «Dentro de la iglesia
(ecuménica) escriben dos de los miembros de la Conferencia de Oberlin
(1957) tiene que haber libertad de expresión en lo que respecta a
las verdades que el Espíritu Santo inspira a sus escogidos. Entre los
equívocos prevalentes entre nosotros ninguno tiene menos fundamento que aquel
que supone que la noción de unidad tiene que equipararse con el de
uniformidad. Dios nos ha hecho distintos los unos de los otros para que
nuestras vidas se enriquezcan con esa variedad. Y así como las naciones
presentan su gloria y sus tesoros en la Ciudad Eterna, así también las
iglesias contribuirán con sus diversas doctrinas y tradiciones al enriquecimiento
total del pueblo de Dios». La magnitud de las
divergencias no parecen asustarles, aunque éstas contengan materias como las
siguientes: «las teorías de la revelación, de la razón y de la
inspiración..., los diversos modos de concebir la divinidad de Cristo, la
naturaleza de la Iglesia, los medios de la gracia, los sacramentos», etc.
4) No se puede pensar en
un retorno a Roma ni en una sumisión incondicional a sus exigencias, totalmente
inaceptables para las iglesias de la Reforma. Ya Pío XI, en el documento
antes citado, se refería a la existencia de aquellos cristianos que, a pesar de
hablar sin cesar de «nuestra comunión fraternal en Cristo Jesús», se
niegan en absoluto a aceptar ninguna insinuación relativa a su obediencia
al Vicario de Cristo. Creemos que la formación del
Consejo mundial de las Iglesias, en vez de disminuir, ha aumentado el
número de los que piensan de la misma manera. «Descartemos, dice
Macfarland, la idea de un gran cuerpo central según el modelo de Roma con
autoridad y poderes de intervención en los demás. Esto ni es posible, ni
deseable». «La Iglesia visible del futuro, nos
asegura McNeil, no será una imitación de ninguna de las iglesias del
pasado, ni un remiendo de varias de ellas, ni un museo de viejos fragmentos
teológicos. Será una comunión vital de miembros libres, cada uno
consciente de ser parte de una sociedad santa y en comunión con innumerables
hermanos esparcidos por toda la tierra» «Es un peligroso equívoco,
advierte el presidente del Consejo mundial, pensar que la única
alternativa a nuestra desunión se halla en la creación de una super-iglesia
monolítica e imperialista —en una especie de leviatán. Nuestro objetivo
consiste precisamente en mostrar al mundo la maravillosa combinación de
autoridad y libertad, de unidad y de diversidad, de participación en una
idéntica vocación y en la variedad de dones descritos por San Pablo en el
capítulo doce de la primera epístola a los Corintios. Y sería imperdonable
derrotismo pensar que éste es un mero sueño eclesiástico que nunca se
verificará».
VALORACION CATOLICA DEL
ECUMENISMO
En estas hipótesis —que
son las reales aunque a veces ciertos escritores prefieran silenciarlas—, ¿cuál
es el valor del ecumenismo como «cura radical» de los divisionismos existentes
en las iglesias separadas?
Ante todo, es mucho
decir que el protestantismo, tomado en su totalidad, se adhiera al movimiento.
Quedan al margen del mismo la mayoría de las «sectas». Dentro del
protestantismo oficial se han fundado organizaciones antagónicas,
tales como la Asociación Nacional de Evangélicos, el Consejo Internacional
de Iglesias cristianas de McIntire, etc. Ralph Roy ha podido hablar de ellos
como de «apóstoles de la discordia» y «saboteadores de la cooperación
protestante». Su fuerza no es despreciable y va extendiendo su influjo en
el extranjero. Entre las mismas «iglesias
históricas», el entusiasmo ecuménico —entendido al estilo de Ginebra— está en
relación inversa a su deseo de conservar las enseñanzas dogmáticas trasmitidas
por sus mayores. En general, el grupo llamado «fundamentalista» ha
tributado una acogida muy fría al ecumenismo. Resulta, por el contrario,
curioso comprobar el entusiasmo de los sectores liberales por todos estos
conatos de unión, lo que ha impulsado a no pocos autores a lanzar un grito
de alarma por miedo a que, con sus compromisos
dogmáticos, quede mal
parada la integridad doctrinal del cristianismo. Creemos, salvo
meliori, que no les falta razón.
Nos parece totalmente
antihistórico hablar de una «liquidación» del faccionismo religioso como
consecuencia del ecumenismo. «Aunque el siglo XX, escribe Morrison, ha sido
testigo de un número mayor de fusiones (mergers) que las ocurridas en toda la historia del
protestantismo norteamericano, hay que tomar con tristeza nota de que
estos últimos decenios han visto formarse en su periferia más sectas que
ningún otro período anterior. El proceso integrativo queda anulado, por no
decir otra cosa, por el desintegrante. La herencia de estos brotes divisiorios es
una realidad de hoy aun en nuestras más conocidas iglesias».
Una visita a los territorios de misión constituye en este punto un
irrefutable alegato. Y eso que todavía nos hallamos en las primeras
generaciones de cristianos —en el pleno campo de «iglesias jóvenes»— sin
que haya habido tiempo de que envejezcan, se cansen del estado presente y
opten por un cambio de posición. El responder con Van Dusen que: «ninguna
de estas sectas se ha desarrollado todavía hasta el punto de constituir
una iglesia mayor con garantías de permanencia» nos
parece un fallo de lógica. La tendencia disgregativa de una iglesia —aquí
la protestante— no se mide por la fuerza económica o numérica que sus
engendros puedan alcanzar, ya que esto depende de múltiples factores
externos, sino de esa especie de necesidad cuasi-física a la proliferación.
Y ésta aparece en nuestros días con el mismo o mayor vigor de otros
tiempos.
A los ojos del
observador imparcial, esa unificación que se busca —aun en la hipótesis de una
completa verificación— deja el problema del fraccionamiento protestante
poco más o menos donde estaba. Es verdad que se han llevado a
cabo numerosas reuniones, unas de tipo orgánico, las más de carácter
federativo o simplemente fraternal. Con esto, el protestantismo aparece hoy
ante el mundo mucho más unido de lo que estaba hace algunas generaciones.
Y sus autores pueden gozarse en calcular el tiempo que, al ritmo actual,
se habrá obtenido la «deseada unidad». No quisiéramos desilusionar a
nuestros hermanos separados, pero tememos que —en buena parte— se estén
engañando a sí mismos con el espejismo de una realidad que no existe todavía
más que en deseo. Mientras no se aborden —y se resuelvan favorablemente— las
grandes diferencias dogmáticas y las cuestiones de la autoridad, sus
esfuerzos están condenados a quedarse a medio camino. «Sería un disparate,
escribe Kerr, pensar que, al fin, se ha hallado el remedio del divisionismo
protestante en el Consejo mundial de las iglesias. Las
proclividades negativas del protestantismo, su confusión y su ambigüedad
aun respecto de la meta que busca, su ineptitud en descubrir la razón
misma de su protesta, todo esto queda en pie aun después de la creación de
este organismos . La solución hallada en la Unión de la Iglesia del Sur de
la India: libertad individual en materias doctrinales; compromisos en cuestión
del episcopado, de órdenes y de sacramentos, aun conservando significados del
todo diversos en las distintas confesionalidades, un sincretismo doctrinal y
litúrgico contrario a los principios evangélicos... todo esto ha dejado fríos a
muchos que habían abrigado grandes esperanzas sobre este movimiento.
Por todos estos motivos
—y no obstante nuestras simpatías personales hacia un movimiento que
indudablemente ha acarreado grandes beneficios al cristianismo— continuamos
creyendo que el ecumenismo, al menos en su estadio actual y mientras no
abandone su política presente, no puede por sí solo conducir a
la eliminación de los divisionismos existentes. «Allí donde se opina de
mil maneras, pero apenas se cree, escribe Moehler, no es presumible la
unidad en la fe. El acuerdo en la indiferencia, es decir, en concedernos
el derecho recíproco de pensar lo que se quiera, tiene que ser el único
resultado de tal actitud. Ello significa, a su vez, que se trata de
opiniones humanas». El ecumenismo servirá de hecho a no pocos para
conocerse mutuamente, penetrar en los tesoros del Evangelio y de las
Iglesia y para caer en la cuenta del anacronismo y de lo criminal de las
propias separaciones. En tal ambiente, el Espíritu Santo podrá actuar en
las almas con luces e inspiraciones que superan nuestra imaginación. La
Iglesia lo espera así. Por eso contempla con simpatía los esfuerzos
llevados a cabo en tales reuniones: «El Papa, escribía Benedicto XIV a los
delegados de Lausana. no intenta en modo alguno desaprobar vuestro Congreso
para aquéllos que no están en unión con la Cátedra de Pedro. Al contrario,
desea ardientemente y pide que sus delegados puedan, con la gracia de
Dios, ver la luz y venir a unirse con la cabeza visible de la Iglesia, por
quien serán recibidas con los brazos abiertos».
Roma permanece en la
misma actitud. Espera, observa y, sobre todo, pide al Señor que se cumplan los
anhelos de todos. «Como lo muestran numerosos documentos pontificios, nos dice
el Santo Oficio en 1949, la Iglesia nunca ha cesado ni cesará de promover
y de preocuparse incesantemente con sus oraciones cualquier conato que
tenga por objeto aquel deseo tan caro al corazón de Cristo Nuestro Señor:
que todos cuantos creen en El, sean consumados en la unidad». He aquí el grande, el único remedio eficaz para los
males de divisionismo que padecen las iglesias disidentes.
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