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BIBLIOTECA DE HISTORIA UNIVERSAL DEL CRISTIANISMO

Y DE LA IGLESIA

 

 

PRUDENCIO DAMBORIENA

 

FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA

 

CAPITULO VII

DIVISIONISMO PROTESTANTE

 

¿Es que Cristo está dividido?, se preguntaba citando una frase paulina William Temple, primado de la iglesia anglicana, en presencia del espectáculo que ofrecen las iglesias de la Reforma. Y la preocupación es explicable cuando se mira a los Anuarios publicados por algunas de las grandes naciones de tradición protestante. Así, por ejemplo, Frank S. Mead en su Handbook of Denominations in the Unites States (1957), menciona las siguientes escisiones internas que dividen a los grandes grupos protestantes norteamericanos. Los adventistas están divididos en cinco grupos; los bautistas en veintisiete; los Hermanos en cinco; las iglesias de santidad en dieciséis; los congregacionalistas en cuatro; los Amigos en tres; los mormones en seis; los luteranos en veinte; los menonitas en quince; los metodistas en veintiuno; los mor ovos en tres; los pentecostales en once; los presbiterianos en doce; las iglesias reformadas en cuatro, etc. Esto sin meter en cuenta a diversos grupos independientes, en número muy superior, aunque difícil de calcular.

Estudiemos, pues, el fenómeno del divisionismo de las iglesias de la Reforma. Los protestantes lo abordan sin excepción por tratarse de uno de los puntos neurálgicos del que, en parte, depende su misma existencia. El católico lo debe hacer sin apasionamientos y con objetividad no sólo con el fin de constatar a dónde ha venido a parar la obra de sus fundadores, sino también porque a su lado la unidad del catolicismo constituye un argumento apologético de primera magnitud. Su estudio nos mostrará también la faz verdadera del protestantismo moderno y evitará que nos ilusionemos con un protestantismo ideal, el que figura en muchos de nuestros manuales de teología y limitado a las tres ramas originales del luteranismo, del calvinismo y del anglicanismo. Finalmente, este conocimiento nos es necesario para captar el por qué de las tendencias ecuménicas y unionistas prevalentes en una gran parte de sus iglesias.

Empecemos por fijar, en la medida de lo posible, la nomenclatura empleada para designar las organizaciones religiosas incluidas en el seno del protestantismo. Se las designa a veces con el nombre de confesiones, aludiendo a los formularios de fe empleados por ellas. En Norteamérica es muy corriente hablar de corporaciones religiosas (Religious Bodies) o también de comuniones, aunque ambos vocablos se apliquen también a organizaciones no protestantes. Un número cada día mayor de autores se refiere a ellas con el nombre de denominaciones religiosas. La palabra Iglesia, que para el católico tiene un significado bien determinado (sociedad instituida por Cristo como continuadora de su obra de redención y jerárquicamente constituida bajo la autoridad del Sumo Pontífice) reviste para nuestros hermanos separados sentidos muy distintos. Para algunos el epíteto se reserva a las instituciones surgidas directamente de la Reforma o a las que, por su prestigio y fuerza numérica, pueden equipararse a las mismas. (Reciben también el nombre de: iglesias históricas; iglesias mayores; iglesias establecidas; iglesias madres = parent churches, etc.). Su lista se alarga o se acorta según las conveniencias de cada autor. Ciertamente el presbiterianismo, el congregacionalismo y el metodismo han entrado ya definitivamente en la categoría de honor. Respecto de los bautistas, la adjudicación depende un poco de las simpatías del compilador, aunque hoy día sean pocos los que se atreven a negarles este título. Notemos que, por regla general, los fundadores y seguidores de cualquier institución religiosa, por diminuta y excéntrica que parezca, no dudan en aplicar a sus engendros esa sagrada palabra. El «profeta» negro norteamericano Jones ha dado a su organización el pomposo nombre de: iglesia del triunfo universal de Dios.

 

LAS SECTAS

 

Algo parecido nos ocurre con la palabra secta. En la literatura latina el término puede encerrar matices distintos. Etimológicamente, dice Forcellini, el vocablo puede venir de la palabra secare (cortar) y entonces significa divissa ab aliis (dividida de las demás) o de la palabra sequi (seguir) y significa seguir algún instituto especial. En el lenguaje eclesiástico y cristiano ha prevalecido con mucho el primer sentido. La palabra aparece por primera vez en la Epístola a los Gálatas (5,20) para indicar uno de los pecados (tal vez el mayor de todos) que deben evitar los cristianos de San Pablo. Esta admonición cobra un tono todavía más severo en la Epístola de San Pedro (1,1) cuando el Príncipe de los apóstoles habla de los «falsos profetas que disimuladamente introducirán sectas de perdición» y preveyendo que serán muchos los que «se irán tras sus lascivias», los conmina con las amenazas de los castigos eternos. En la tradición católica existe unanimidad al equiparar a las sectas con todos aquellos núcleos, mayores o menores, que se apartan de su comunión. En este sentido son sinónimas de iglesias heréticas. Al verificarse la escisión, quedan separadas (muchas veces por la solemne excomunión) y abandonadas a sí mismas. Otros autores delimitan más la noción. Según Algermissen, secta es «toda colectividad religiosa considerada como cristiana por su fe en Cristo y por reconocer la Biblia como fuente de verdad revelada, pero que al mismo tiempo difiere en sus características esenciales de la verdadera Iglesia de Cristo».

Entre los protestantes no hay unanimidad de pareceres sobre la esencia de la secta en cuanto distinta de la iglesia. El Diccionario de Webster la define como «todo partido (religioso) que disiente de la iglesia madre o de la iglesia establecida. Otros escritores aplican el nombre a «los grupos religiosos menores, especialmente a aquellos que insisten en doctrinas peculiares». Los hay que restringen la palabra a las organizaciones que deben su origen «a algún profeta o visionario» que dice haber recibido revelaciones especiales que suplantan a la Biblia como a fuente de revelación e introducen elementos que están en conflicto con las tradiciones comúnmente aceptadas por el cristianismos En la Realencyklopädia für Religión se insiste mucho en este elemento antitradicionalista y se citan como ejemplos de novedad: el lavatorio de los pies antes de la comunión y las doctrinas milenaristas, abandonadas desde hace tiempo por la Iglesia. Su membresía está también restringida a aquellas personas que, tras alguna fuerte experiencia religiosa, se deciden a formar parte de ella. No les interesan la cultura ni las reformas sociales hacia las que, por lo general, observan una actitud de critica Finalmente, según Elmer T. Clark, el gran especialista en materia de sectas, todas éstas se distinguen más por su espíritu que por sus formas o por las dimensiones de su organización. Tienen un culto peculiar; se adhieren a una interpretación literalística de la Biblia; profesan el milenarismo; se oponen a las tendencias liberales, consideradas como verdaderas apostasías; y se consideran a si mismas como las auténticas iglesias de Dios llegando a negar el derecho de salvación a quienes no pertenecen a ellas.

Por estas y otras citas se ve que, aun a los ojos de los protestantes, la palabra secta ha adquirido una connotación peyorativa. Sus seguidores son auténticos rebeldes, no sólo porque se apartan de la Ecclesia más antigua y universal, que es la de Roma, sino porque han tenido la audacia de «abandonar los auténticos principios de la Reforma y desgajarse de alguna de las iglesias ya establecidas». El emplear ese vocablo, concluye Rule, para designar a las organizaciones de cierta categoría, es faltar claramente a la caridad.

¿Qué hacer, por lo tanto, con esas innumerables instituciones protestantes, pequeñas en número pero ardientemente proselitistas, que pululan por todas partes, muchas veces en abierta oposición a las iglesias de la Reforma? Para éstas se ha encontrado la expresión más despreciativa de cultos, cuando se trata de las organizaciones mismas, y de cultismo cuando se alude a sus doctrinas. El tipo religioso cultista, nos dice Tappert, tiene su origen en algún visionario o profeta que, para fundar su iglesia, dice haber recibido del cielo alguna revelación especial. Esta es, además, de tal naturaleza que tiende a suplantar la Biblia o a introducir elementos que están en contradicción con sus enseñanzas. De ahí que insistan también en la posesión de «doctrinas secretas» que no se comunican sino a los iniciados. El cultismo, añade W. A. Martin, se distingue por su adhesión a doctrinas que están en pugna abierta con las de la cristiandad. Es una desviación del cristianismo ortodoxo en sus doctrinas cardinales. Entre los «seis grandes» del cultismo, el autor menciona a los siguientes: los Testigos de Jehovah, el Christian Science, el mormonismo, el Unity Movement, la Misión de Paz del negro norteamericano Father Divine y el Espiritualismo.

A los católicos se nos ha acusado —aun por parte de cierta crítica de casa— de “alinear bajo una misma etiqueta protestante a sectas e iglesias”, dando con ello pruebas de ignorar hasta los rudimentos en materia de Reforma. Conviene, pues, que los mismos protestantes (al fin y al cabo mejores jueces en la materia) nos den en este punto alguna luz. ¿Qué es lo que piensan de esto? “Históricamente, escribe uno de ellos, la línea de distinción entre secta e iglesia no es clara ni fija. Toda secta incluye, es verdad, cierto grado de disentimiento y de alienación de los demás. Pero lo difícil es fijar su medida. Porque, de hecho, cada iglesia mayor tiene también conciencia de profesar doctrinas peculiares y opuestas a las demás. Sólo cuando el exclusivismo es muy marcado, la organización empieza a dar pruebas de sectarismo. Resultaría asimismo fácil señalar iglesias contemporáneas que hoy rechazan en absoluto ese nombre y que, sin embargo, eran auténticas sectas hace algún tiempos”. Y el profesor Neve va demostrando cómo a los principios de la Reforma, eran poquísimas las organizaciones que se salvaban de esa connotación. Respecto del luteranismo, escribe lo siguiente: “Cuando en 1530 el emperador Carlos V cerró la Dieta de Ausburgo, a los luteranos se les llamaba con el nombre de secta. El tratado del mismo nombre (15559 decidió que, junto con los católicos romanos, únicamente los afiliados a la confesión luterana, fueran designados como pertenecientes a una iglesia. Los calvinistas, los anabaptistas y los socinianos quedaban excluidos de ella. Solamente al terminarse la Guerra de los Treinta Años (1648) se aplicó a los calvinistas aquel apelativo. Tanto los menonitas como los anabaptistas se quedaron con el sambenito primitivo y mucho más tarde, aprovechando el carácter pacífico que fueron tomando, entraron a formar parte de la iglesia. Notemos que, por entonces, los bautistas, los metodistas, los irvingitas, los Hermanos de Plymouth y otros grupos de Inglaterra y de Alemania, eran todavía a los ojos del protestantismo ortodoxo auténticas sectas. Solamente en 1919 la Constitución del Weimar puso en pie de igualdad a luteranos y reformados”

Otros acuden a ciertas distinciones que, piensan ellos, pueden trazar una línea divisoria entre ambas organizaciones. El pastor E. Hoff, en su libro L'Eglise et les sectes, se aferra en asentar que la secta, al contrario de la iglesia, añade al testimonio de Cristo y de la Biblia, la autoridad de algún hombre inspirado. Pero, la distinción es falaz y los sectarios no han tenido dificultad en hallar en el luteranismo, en el calvinismo y en el anglicanismo (para no decir nada de los bautistas y metodistas) doctrinas y prácticas debidas exclusivamente a sus fundadores. Reinhold Niebuhr piensa que la iglesia es algo así como el grupo social (familia, patria) en el que el hombre viene al mundo, mientras que la secta representa aquellas asociaciones particulares a las que el hombre da su libre adhesión”. Sin embargo, la definición resulta manca ya que son muchos los millones que nacen y mueren dentro de una misma secta. El ya citado Neve piensa que las iglesias aparecen en la historia como resultado de las grandes revoluciones espirituales que cambian el rumbo de la humanidad. Poseen también su teología propia, «caracterizada por una profunda y orgánica consistencia doctrinal y práctica», mientras las organizaciones carentes de tales notas, deben quedar catalogadas como sectas. Lo de la «consistencia doctrinal» —lo hemos visto en el capítulo anterior— hay que tomarlo cum mica salis, ya que los mormones, los adventistas y los seguidores de Christian Science permanecen más aferrados a sus creencias originales que bastantes miembros de las iglesias protestantes. Aun como grupos que, en su teología, reflejan mejor el espíritu del Evangelio, las sectas se llevan con frecuencia la palma. Lo dice el presbiteriano H. Thomson Kerr .

Todo esto, como se ve, ayuda muy poco a disipar nuestras dudas. Primero por la razón histórica ya insinuada de que algunas de las grandes iglesias actuales empezaron siendo humildes y despreciables sectas y sólo a medida que fueron adquiriendo prestigio, multiplicando el número de sus seguidores, alcanzando una firmeza económica no vulgar y dejando caer en olvido las acusaciones de «traición» y de «apostasía» lanzadas contra las «iglesias madres», fueron admitidas por éstas en el círculo honorable que hoy ostentan. Y segundo porque el mismo proceso está a punto de verificarse en nuestros días. Hace treinta años, no había protestante que diera el nombre de iglesia al adventismo, al Ejército de Salvación o a la mayoría de las agrupaciones pentecostales. Hoy sabemos que los adventistas han recibido invitaciones para «coloquios fraternales» con miras a una posible amalgamación. El ejemplo de la Union of the South India Church en la que, olvidando diferencias, se unen en grupo común e intercambian sacramentos y órdenes sagradas gentes teológicamente tan incompatibles como los anglicanos, los bautistas y los congregacionalistas, es un índice de lo que puede ocurrir. Concluyamos, pues, con el profesor Tappert: «Cuando, al correr de los siglos, las sectas adquieren mayor desarrollo y cambian su carácter original (con frecuencia como resultado de la mejora de las condiciones económicas de sus miembros, de las concomitantes modificaciones de sus enseñanzas primitivas y de algunas de sus prácticas) se convierten espontáneamente en iglesias. Tal ocurrió con los metodistas. De estos, a su vez, se han desgajado nuevas sectas llamadas de santidad formadas con el fin de preservar las características originales del metodismo».

 

APARICIÓN HISTÓRICA DE LAS SECTAS

 

El protestantismo nació ya hondamente dividido en sí mismo. Basta leer la correspondencia cruzada entre sus fundadores para caer en la cuenta del poco afecto que mutuamente se conservaban. Es verdad que varios de ellos tuvieron premoniciones de lo que iba a ocurrir, pero fueron incapaces de evitarlo La razón, según el protestante Welter, era obvia: «La Reforma que tenía por causa y por efecto el examen libre de los textos sagrados, abrió el campo a todas las divergencias y a todas las fantasías. De ahí que sus productos nos ofrezcan también tanta variedad». Indiquemos brevemente los momentos históricos de su aparición en escena.

Durante el siglo XVI aparecieron en Alemania los luteranos, los schwenkfeldianos y los anabaptistas. En Suiza los zwinglianos, los anabaptistas y los calvinistas. En Holanda los menonitas y en Polonia los socinianos. En Inglaterra los anglicanos, los puritanos y los congregacionalistas. De estas primeras escisiones, la mayoría ha llegado hasta nosotros aunque se conserven de manera bastante desigual. Algunas llevan vida lánguida o se fusionaron con otras o apenas son más que un recuerdo histórico. En cambio, las demás no solamente viven sino que, a lo largo de los siglos, han dado pruebas de una extraña proliferación

El siglo XVIII fue tal vez el menos movido del protestantismo. Sus teólogos estaban dedicados a sistematizar los principios de la Reforma y a elaborar las constituciones de las grandes iglesias. El pietismo alemán no puede considerarse como una organización eclesiástica diversa (al menos en el sentido estricto de la palabra) sino como un movimiento de regeneración espiritual dentro del cuadro del luteranismo. En cambio Inglaterra dio lugar a varios conatos separatistas. Allí nacieron el presbiterianismo, el grupo de los cuáqueros y de los bautistas. La secesión religiosa ocurrida en Escocia fue de carácter más bien administrativo y la mayoría de los arminianos holandeses permanecieron adscritos al calvinismo.

En cambio, el siglo XVIII dio señales claras de fecundidad. En Alemania surgieron los Dunkers y los Hermanos moravos, estos últimos descendientes de los husitas; en Inglaterra los swdenborgianos, los unitarios y, sobre todo los wesleyanos que, al pasar al Nuevo Mundo, tomarían el nombre de metodistas. En los Estados Unidos aparecieron los universalistas, los Trepidantes (Shakers) y la familia de los Hermanos.

El proceso disruptivo continuó con mayor rapidez en el siglo XIX. La inquietud se mostró principalmente en Inglaterra y en Norteamérica. En el primero de los países nacieron los Irvingitas, los Hermanos de Plymouth y el Ejército de Salvación. En el segundo surgieron las iglesias de Cristo (pentecostales), los Discípulos, los Cristidelfos, los adventistas, los mormones, el Christian Science y una larga lista —difícil de catalogar— de sectas de curación.

Por fin, en lo que llevamos de siglo (Siglo XX), el proceso continúa. En la mayoría de los casos su país de origen es Norteamérica, pero con esta particularidad, que —a través de sus misiones— los nuevos brotes se extienden prácticamente al mundo entero, dando allí de nuevo lugar a otras proliferaciones. La catalogación se hace tan difícil, que los autores adoptan el sistema de reunirlas por familias poco más o menos emparentadas de: sectas pentecostales, iglesias de santidad, iglesias nazarenas, iglesias de Dios, grupos escatológicos, iglesias de color, etc.

 

DIVISIONES TERRITORIALES

 

Este protestantismo fisionador, está distribuido muy desigualmente en el mundo. Como vimos en otro lugar, las naciones protestantes europeas conservan en gran parte su «iglesia oficial»: Alemania y los países escandinavos son oficialmente luteranos; en Suiza y Holanda dominan los calvinistas; las Islas Británicas son la cuna del anglicanismo y del presbiterianismo. En todos ellos la fuerza de los «grupos disidentes» es limitada. Hasta hace pocos decenios ofrecían un excelente campo de acción a bautistas, metodistas y menonitas. Hoy éstas van cediendo su puesto a los grupos más fanáticos de adventistas, pentecostales y Testigos de Jehovah.

En los países misionales, la situación ha sido desde los comienzos distinta. Como no eran feudo de ninguna iglesia particular, han visto entrar en tropel por sus puertas a todo un amasijo de iglesias, sectas y sociedades misioneras. Un estudio de sus últimas estadísticas oficiales nos viene a probar que prácticamente todos los territorios de alguna importancia (por su extensión, sus riquezas o su cultura) van siendo invadidos sistemáticamente por las mismas. China, antes de la ocupación comunista, daba cabida a un centenar de organizaciones. La India cuenta actualmente con 138 y ha sido superada por el Japón donde, a pesar de la escasez de conversiones, el protestantismo tiene colocados a más de 158 grupos diversos. El fenómeno se repite en el África, principalmente en el Congo belga, las antiguas o actuales colonias inglesas y en el África del Sur con sus cuatro organizaciones anglicanas y otras tantas bautistas; cinco congregacionalistas; doce dependientes de la iglesia calvinista reformada holandesa; cinco pentecostales; trece luteranas; cuatro metodistas; nueve pertenecientes a las iglesias de santidad; cinco presbiterianas y el resto (hasta ochenta) por «asociaciones diversas». Iberoamérica está siendo otro ejemplo de esta fragmentación. Hay repúblicas (por ejemplo el Brasil) donde el número de organizaciones se acerca al centenar. En muchas partes el conjunto de «sectas pentecostales y escatológicas» supera en fuerza misionera y en cifras de adeptos a las presentadas por la «iglesias históricas». El ejemplo clásico es el de Chile con sus potentes iglesias pentecostales. Pero no es caso único. Y tal como van las cosas, habrá pronto naciones que alcancen la misma situación. Los dirigentes protestantes indican esa prevalencia sectaria como uno de los síntomas peligrosos para sus trabajos en aquellas partes.

Las tierras misionales presentan a las iglesias de la Reforma otro problema de mayor gravedad. Han aprendido la lección de sus progenitores. Saben asimismo el significado exacto de la «interpretación individual de la Biblia» y caen en la cuenta de que todo protestante es «su propio Papa». Su contacto personal con las «iglesias madres» en Europa y en Norteamérica les ha enseñado la facilidad con que allí surgen los nuevos grupos religiosos. Probablemente la inteligencia imperfecta del cristianismo y de sus exigencias, así como la carencia absoluta de tradición histórica, les ha impelido también en la misma dirección. El resultado lo tenemos ante nuestros ojos. Las regiones evangelizadas por los protestantes están produciendo sus propias agrupaciones y sectas. El metodismo y las iglesias pentecostales se han mostrado las más fecundas. Pero, la regla es general y no hay iglesia que no tenga sus propias filiales. El límite más escandaloso se ha alcanzado en el África central y del Sur que, con más de un millar de sectas autóctonas, nos ofrece el triste espectáculo de a dónde puede llegar el protestantismo. Sus autores han tratado de estudiar las raíces del fenómeno, pero sin llegar al fondo, o, al menos, sin querer reconocer el origen auténtico de esa dispersión. Además, las fragmentaciones son geográficamente mucho más extensas para que se puedan atribuir a las características de una población. El cisma brota en sus misiones lo mismo en el Brasil, como en China, en el Japón o en Chile. Y es de temer —ya lo temen algunos de sus dirigentes— que a medida que esas naciones africanas alcancen su independencia y sus iglesias misionales su mayoría de edad, el peligro escisionista será todavía mayor.

 

LAS SECTAS DE LOS ESTADOS UNIDOS

 

En materia de fragmentación protestante, las iglesias de los Estados Unidos ocupan categoría especial. «La historia religiosa de los Estados Unidos, escribe el profesor Sperry, de Harvard, es de una fecundidad y fertilidad eclesiástica llevadas a extremos tales que deben ser desesperantes para cualquier teólogo de mentalidad maltusiana. Estamos sobrepoblados de denominaciones. Y este desabrido hecho es tan conocido, que a nadie se le ocurre negarlo. Hemos quedado convertidos, para usar la frase paulina, en teatro y espectáculo público del mundo entero. James Madison puede descansar tranquilo en su tumba ya que hemos superado con creces su anhelo de que multiplicáramos el número de sectas con el fin de preservar nuestras primitivas libertades religiosas». «El censo religioso de 1936, añade Braden, el último a nuestra disposición, aduce 256 denominaciones o sectas. Cuántas son las que realmente existen en 1943 no es fácil de saber, aunque los anuarios vuelven a hablarnos de doscientas cincuenta y ocho. Pero lo único que se deduce de aquí es que es ese el número de los grupos que se han inscrito en el censo. Elmer T. Clark asegura que ha compilado otras cien nuevas que faltan en la lista oficial. Las cifras aducidas muestran, además, que en cuarenta y seis años ha habido un aumento del 73 por 100, el mayor conocido hasta la fecha».

La presencia mutua —y con frecuencia antagónica— de tantas agrupaciones, se debe a causas múltiples. Muchas de las denominaciones actuales son producto de importación. El Viejo Mundo envió, junto con sus emigrantes, las divisiones heredadas de la Reforma. El miedo a que algunos de los grupos se erigieran en «iglesia estatal» contribuyó a la mejor preservación de las demás». Al aumento contribuyeron los reavivamientos religiosos. La experiencia religiosa directa ha sido siempre uno de los grandes atractivos de las gentes sencillas de Norteamérica. El motivo ha servido de verdadera válvula de escape para quienes estaban aburridos del árido culto de sus iglesias. La «voz de Dios» que les llama a apartarse del camino trillado ha constituido para otros la garantía de su «auténtica vocación». Muchos de los iniciadores de nuevas sectas han salido de esos reavivamientos. El liberalismo religioso de los siglos XVII y XVIII fue asimismo responsable en gran parte de las sucesivas divisiones. Con su llegada, las iglesias protestantes se dividieron en dos facciones (llamadas ortodoxa y liberal) que, a su vez, dieron origen a nuevas sectas. Los unitarios se separaron del congregacionalismo, los cuáqueros de la iglesia de Los Hermanos, los pentecostales del metodismo, etc. Las controversias contemporáneas entre fundamentalistas y modernistas van dando lugar a continuas proliferaciones.

En este mismo sentido habría que tomar nota de la audacia innovadora y del optimismo religioso del americano medio. A sus ojos la religión no solamente es un negocio personal, sino algo que puede elaborarse y propagarse por el esfuerzo humano —casi como una buena marca de productos o un gran plan de explotación. Basta que tenga cierto aire de honorabilidad; que satisfaga nuestros sentimientos hacia un Ser a quien debemos reverencia; que nos ayude a ser más «decentes» con nosotros mismos y con los demás; y que sepa infundir en sus seguidores hondos sentimientos de filantropía y de fraternidad universal. Cumplidos estos requisitos, cree él, lo demás vendrá por sus pasos. Todo está en el dinamismo personal y en la maña con que se arregle para vender sus ideas. El profesor Sperry aduce ejemplos curiosísimos de «iglesias», principalmente de color, nacidas como fruto de este sencillo raciocinio. Los casos podrían multiplicarse. Grupos tan selectos como el Christian Science de Mrs. Eddy Baker o el Rearme Moral de Frank Buchman entran de lleno en la categoría.

Lo dicho nos trae de la mano a las razones teológicas más profundas para diagnosticar el mal. Tendríamos que empezar por lo que ha sido siempre el fundamento último del disgregacionismo protestante: su principio de la inspiración personal y directa del Espíritu Santo en la interpretación de la Biblia. Pero ésta —que es la causa general— se amalgama en los Estados Unidos con la libertad religiosa absoluta que ha sido una de las características de su cultura. La presencia mutua de tantas iglesias y sectas poco acordes entre sí, contribuye grandemente a que todas ellas pierdan mucho en la estima de la población. «Una de nuestras libertades, escribe Braden, y la más preciosa de todas, a saber la libertad de cultos, es el verdadero fundamento del sectarismo. Pero, mientras creamos en esa libertad y la permitamos a los demás, tendremos entre nosotros divisiones y sectas. Finalmente, el americano, joven como pueblo, lo es todavía más en materias de protestantismo. El pasado, sobre todo en materia de historia religiosa, apenas le dice nada. Sus orígenes son de ayer. Su protestantismo, dividido ya al implantarse en suelo nacional, ha carecido siempre del sentido de grandeza unitaria que todavía caracteriza a varias de las grandes iglesias europeas de la Reforma. Su religión empieza y termina con el individuo. La Iglesia viene a convertirse para él en institución humana supeditada a sus necesidades —y casi a sus caprichos— en algo que puede abrazar o abandonar según le convenga. «No existe, escribe C. R. Richardson, del Union Theological Seminary, una idea de Iglesia que sea distinta del carácter local y de las opiniones de los individuos... El sentido de Iglesia como institución trascendente de Cristo, ha cedido a la idea de muchas iglesias debidas a la industria y al esfuerzo de los hombres. Al americano la Iglesia (con mayúscula) se le antoja como una especie de abstracción derivada de la presencia de un número mayor o menor de congregaciones particulares».

Este programa religioso peculiar de Norteamérica ha dado lugar a dos explicaciones un tanto contradictorias. A unos les parece que aquello es un maremagnum de iglesias, sectas y agrupaciones eclesiásticas totalmente desligadas entre sí o enzarzadas en mutuas luchas. La lectura de algunos libros escritos por tales autores —incluso ciertos capítulos del: Can Protestantism Win America?, de Clayton Morrison— dejan esa impresión. La existencia de 230.000 templos protestantes a lo largo y ancho de la nación «no porque el pueblo los necesite, sino porque el protestantismo los requiere y porque cada una de las doscientas y pico denominaciones se imagina tener que propagar su marca especial de cristianismo», podría sugerir la existencia de dichas condiciones. Otros, en cambio, tratan de rebajar el valor real de esas disgregaciones. «Es fácil, escriben Welsh-Dillenberg, exagerar la naturaleza y la extensión de las divisiones protestantes. Afirmar, por ejemplo, que en los Estados Unidos hay 250 denominaciones resulta en extremo engañoso si no se añade inmediatamente que el 80 por 100 de los americanos viven afiliados a trece de esas agrupaciones y que su proporción ascendería al 90 por 100 si se los incluyera en veinte de las mismas».

Nos permitimos opinar que la verdad pueda hallarse entre los dos extremos. Hay que admitir que, por razones diversas —de las que no hay que excluir la apatía religiosa —la mayoría de la población protestante prefiere permanecer en la iglesia de sus mayores. Ello le trae no pocas ventajas de orden económico, cultural y social. Lo cual tampoco es siempre indicio de apego «fanático» a la misma. Las conexiones del protestante medio con su iglesia son muy escasas. Nuestro hombre, si es de sentimientos religiosos, asistirá a los servicios religiosos de su propia iglesia cuando le venga bien o a los de cualquier otra denominación si ésta le cae más a mano. Caso de trasladarse de una población a otra, tampoco tendrá dificultad, en muchos de los casos, en frecuentar la iglesia que le venga mejor. Esta accederá también a admitir al bautismo a sus hijos, a casarlos cuando llegue el tiempo o a dejarlos participar en el «servicio de la comunión». Ocurre también con frecuencia que los padres pertenezcan a una iglesia —la de sus antepasados— y los hijos sean de otra porque acudieron a su escuela dominical o porque sus amigos y amigas así se lo recomendaron. En el protestantismo americano, la filiación eclesiástica no es causa de grandes fricciones, ni menos de separaciones y divorcios.

Pero esto tampoco nos ha de inducir a menospreciar la existencia de divisiones. Por desgracia, estas son demasiado patentes para quedar descartadas. Cada una de las grandes iglesias ha dado lugar a escisiones internas y, en la mayoría de los casos, éstas subsisten aunque se las quiera ocultar bajo «uniones» más o menos artificiales realizadas con fines prácticos. Dentro del presbiterianismo —reunido por hipótesis en una agrupación única— las diferencias dogmáticas y aun estructurales y sacramentales son reales. Y dígase algo parecido de las demás. Pero, sobre todo, la presencia de esos varios cientos de sectas y agrupaciones rebeldes constituyen un fenómeno innegable a todo el que quiera tener abiertos los ojos. Y su importancia —en cuanto son brotes heréticos salidos de las iglesias protestantes— continúa siendo grandísima. Decir que muchas de ellas apenas cuentan con más de pocos miles de seguidores, no hace al caso. El metodismo y algunas de las iglesias modernas tuvieron también humildes principios. El grupo adventista alcanza hoy más de un millón de seguidores, número casi igual al de los afiliados en el congregacionalismo. El hecho se repite con los pentecostales. El crecimiento numérico no pertenece a la esencia del divisionismo, sino que depende de otros factores externos .

Ya que no es posible la individualización de todas las confesiones protestantes, uno quisiera al menos catalogarlas según un esquema racional con el fin de tener una idea cabal de su situación dentro de lo que se ha llamado “la gran familia de la Reforma”. La tarea resulta ardua aun para sus mismos escritores y las clasificaciones adoptadas dependen en buena parte de las creencias o del propósito inmediato del compilador.

Los anglicanos —insulares aun en materias de religión— dan abultada importancia a la iglesia de Inglaterra— a la que designan simpliciter con el nombre de católica para distinguirla netamente de las iglesias protestantes (calvinista y luterana), de la romana católica y de la ortodoxa. En categoría inferior vienen las «iglesias libres», entre las que se incluyen el presbiterianismo, el congregacionalismo, las iglesias bautistas, los cuáqueros, los unitarios, los metodistas, los irvingitas y el Ejército de Salvación. El resto —del que se omiten las sectas pentecostales y escatológicas— queda relegado a la amorfa sección de «sectas y doctrinas varias».

El profesor N. P. Williams, mirando al problema bajo el aspecto eclesiológico y sacramentario, nos ofrece esta otra clasificación: 1) la Iglesia Católica romana que, por razón de sus grandes diferencias, ocupa un puesto especial; 2) las iglesias episcopales entre las que aparecen el anglicanismo, el episcopalismo, aquellos grupos luteranos que todavía tienen obispos, los cristianos orientales, los jansenistas y los «viejos católicos»; 3) los grupos presbiterianos que, rechazando el episcopado, sostienen que la administración de los sacramentos se hace por medio de los ancianos, reduciendo también a éstos toda la jerarquía de la cristiandad; 4) las iglesias de tipo congregacionalista o independiente, según las cuales cada fiel tiene derecho a administrar los sacramentos y la autoridad una vez que han sido elegidos para ello: así los bautistas, los congregacionalistas, los Hermanos; 5) las iglesias no sacramentales, es decir, aquéllas que o no admiten ningún sacramento o no los creen necesarios para la salvación del alma: por ejemplo, el Ejército de Salvación, los mormones, los cuáqueros, etc. Pero Williams prescinde en su lista del enjambre de sectas brotadas en el seno del protestantismo. Y la omisión, cualquiera que sea la opinión personal del autor sobre la materia, es de bulto ya que —quiérase o no— esos brotes forman hoy parte integral de la Reforma.

Un conocido autor norteamericano, Stanley I. Stuber, ha presentado un esquema que, si atrayente a primera vista, nos deja un tanto perplejos por lo poco apto para el análisis distintivo que buscamos en la materia. Hay, según él, una iglesia de autoridad (la de Roma), otra de la belleza (episcopaliana), otra de la doctrina (la presbiteriana), una cuarta que él denomina iglesia enseñante (la congregacionalista), la iglesia de la fe (la luterana), la iglesia conservadora, (la calvinista reformada), la iglesia de la libertad (la de los bautistas), la de la amistad (los Friends), la del método (la metodista), la de la armonía (la iglesia universalista), la de la razón (la unitaria), la del seguimiento (los Discípulos). Al margen de éstas halla Stuber doce denominaciones más, destinadas a cubrir el inmenso campo de las pequeñas sectas. Llamamos arbitraria a la clasificación porque no ve uno el título de enseñante y doctrinaria dado a dos iglesias que se distinguen por su liberalismo en materias teológicas, ni por qué los bautistas sean más libres en cuestiones de fe que los congregacionalistas y los unitarios.

Suele aducirse con frecuencia la división adoptada por Elmer T. Clark en su libro: The Small Sects of America. Se trata, ciertamente, de una de las más completas. Pero, no se olvide que la clasificación se limita a las sectas (excluyendo a las iglesias mayores) y que su campo visual es principalmente, si no exclusivamente, Norteamérica. La aducimos aquí con todas estas reservas.

Según Clark, los grupos principales son siete: 1) las sectas adventistas o pesimistas, propias de gentes desheredadas de la fortuna que, para librarse de la sociedad en que viven, se acogen como a remedio a la catástrofe final, a la segunda venida de Cristo y al juicio último: tales son el adventismo en todas sus ramas, los Testigos de Jehová y algunas iglesias pentecostales; 2) las sectas subjetivas perfeccionistas, enderezadas a buscar la perfección, la santidad, la liberación del mal y de la tentación, y todo ello sirviéndose de shocks y de fuertes emociones : así lo era el metodismo primitivo y lo son actualmente la iglesias nazarena, el Rearme Moral y el abigarrado conjunto de «iglesias de la santidad»; 3) las sectas carismáticas, que no son otra cosa que las del grupo anterior, pero llevadas al extremo con miembros que dicen haber recibido «el segundo bautismo», los dones carismáticos de «lenguas», de curaciones, de profecías, de «trances y arrebatos»; al grupo pertenecieron antes los metodistas y los mormones; hoy la técnica es casi exclusiva de las iglesias pentecostales; 4) las sectas comunitarias (llamadas también a veces comunistas) porque pretenden en todo volver al cristianismo primitivo, apartándose completamente del mundo, poseyendo sus bienes en común y llevando vida nómada o independiente; tales son los Shakers y algunas agrupaciones menores y excéntricas; 5) las sectas objetivistas y jurídicas, denominadas así por la importancia dada a ciertos ritos simbólicos (por ejemplo el lavatorio de los pies) y al puritanismo extremo del culto, del que excluyen no solamente los instrumentos musicales, sino aun el sacerdocio y los sacramentos: esto sucede, por ejemplo, con los mormones; 6) las sectas egocéntricas, creadas para buscar al hombre la liberación del pecado y de todos aquellos dolores y molestias que le impidan la posesión de un cierto nirvana prometido a quienes sigan las prescripciones del fundador o de la fundadora: caso típico el Christian Science; 7) las sectas esotéricas y místicas que, con sus ritos de iniciación y no obstante ciertas apariencias cristianas, proceden más del paganismo asiático que de ninguna escuela de la Reforma protestante: v. gr. el teosofismo y cultos similares.

Resulta arduo decidirse por ninguna de estas clasificaciones que, en opinión de sus mismos compiladores, pecan de incompletas. La solución ideal sería quizás la de colocar a un lado a todas las iglesias históricas (luteranismo, calvinismo, anglicanismo, metodismo, grupos bautistas, congregacionalistas, de los Discípulos, etc.), y al otro a todas las demás. Pero lo embarazoso es no solamente saber dónde está la línea divisoria entre las primeras y las segundas, sino también la de hallar algo que equivalga a un denominador común de estas últimas. Balmes comparaba al protestantismo conocido por él —y en el que apenas figuraban todavía las sectas— «al nuevo Proteo que, próximo a recibir un golpe, se elude cambiando de forma». «Hasta ahora, añadía, se le ha pedido en vano que asentase en alguna parte el pie y presentase un cuerpo uniforme y compacto. En vano será pedírselo en adelante porque, mal puede formarse un cuerpo compacto por medio de un elemento que tiende de continuo a separar las partes disminuyendo siempre su afinidad y comunicándoles vivas fuerzas para repelerse y rechazarse». Mientras no se nos traiga otra cosa mejor, la clasificación ofrecida por Clark sirve para guiarnos en tan espesa selva.

 

PROBLEMAS PLANTEADOS POR EL DIVISIONISMO

 

Se entiende que el divisionismo cause más de un dolor de cabeza a los teólogos e historiadores protestantes. Su mera yuxtaposición basta en ocasiones para desprestigiar ante el observador desapasionado los orígenes «cristianos» de agrupaciones mutuamente lacerantes y contradictorias. La primera impresión del hombre de la calle es la del aturdimiento y la segunda de desprecio. Se entiende, pues, que hayan sido muchos los que han tomado sobre sí la tarea de justificar ante sus seguidores dicha situación. Tal necesidad apologética, menos patente en países que en bloque se adhieren a la Reforma o donde prevalece una «iglesia oficial» (pensemos, por ejemplo, en los países escandinavos) es de urgencia inaplazable en naciones plagadas de denominaciones. Sobre todo si en éstas —como ocurre en los Estados Unidos— el contraste aparece mayor por la presencia de un pujante catolicismo.

La actitud protestante en presencia de estas divisiones suele ser diversa. En general, podemos distinguir dos posiciones netamente pronunciadas: la de aquellos que, al menos externamente, se sienten orgullosos del fraccionamiento existente; y la de quienes, aunque arrepentidos de la situación, buscan todavía explicaciones para justificar sus orígenes o su inevitabilidad. Como ejemplo de la primera posición, podemos citar estas palabras del profesor norteamericano, Horden. «El protestantismo, escribe, debe considerar las mutuas diferencias como auténtica gloria y no avergonzarse de ellas. Si no estuviéramos divididos, tendríamos una religión de tipo totalitario y esto sería mucho peor. Evidentemente, cuando las diferencias conducen a la intolerancia mutua y a las calumnias entre hermanos, debemos arrepentimos de ellas. Pero, aun entonces, nuestro arrepentimiento no debe referirse a las divisiones como tales, sino al hecho de no saber amarnos los unos a los otros en medio de las mismas». En la segunda categoría entran (como tendremos ocasión de verlo) muchos de los partidarios del ecumenismo.

Resultaría imposible encerrar en pocas páginas —y el plan de nuestra obra no permite mayor expansión— la defensa completa del secesionismo religioso hecha por los autores protestantes. He aquí, sin embargo, las razones aducidas con más frecuencia en sus publicaciones.

Quedan todavía unos pocos que pretenden deshacerse de la objeción con un desdeñoso argumento ad absurdum. Es la táctica empleada, aquí como en otras cuestiones, por el valdese Gay en su Diccionario de Controversia «Si Roma, leemos en otro libro impreso también en Buenos Aires, aduce el argumento de que Dios está de su parte por ser ella la iglesia que ostenta la más fuerte unidad, diremos, por nuestra parte, que, en tal caso, el reino del diablo es el más fuertemente unido». El razonamiento tiene, como se ve, poco de caritativo (a nadie le gusta ser equiparado como un engendro del maligno; y tal vez todavía menos de escriturístico. Pero, además, ¿no es precisamente la desunión («regnum in se divisum». Luc. 11,17) una de las características asignadas por Jesús al reino de Satán?

Con alguna mayor frecuencia se alude —en forma de respuesta «ad hominem»— a «las disensiones y laceraciones internas» dentro del catolicismo. Se traen a plaza las «escandalosas discusiones teológicas entre franciscanos, dominicos y jesuítas». Se habla de las «rencillas y aun de la oposición abierta» existente entre el clero secular y el regular, entre religiosos de diversas familias o entre escuelas teológicas opuestas... para concluir que «es preferible la unidad protestante en cosas esenciales y la libertad en las secundarias», a una «uniformidad impuesta por la fuerza», incapaz de suprimir esos desgarramientos internos.

Estamos ante un problema en el que conviene proceder con cautela y midiendo nuestras afirmaciones. Ha habido siempre en el catolicismo: unidad de fe (es decir, identidad de doctrinas profesadas); participación en los mismos sacramentos (sobre todo de la Eucaristía, símbolo de la unión de todos los cristianos; y obediencia a Cristo y a su Vicario en la tierra). En estas materias, no hay claudicaciones posibles. La Iglesia permite a sus hijos discusiones sobre cuestiones opcionales, pero corta por lo sano todo intento de desviación en doctrinas de fe y de moral. El criterio se aplica de modo parecido a las prácticas litúrgicas y a las devociones. De ahi la admirable uniformidad, que no obsta a los localismos de regiones y países, del culto y de las creencias católicas en todo el mundo —espectáculo que tanta impresión hace a los que que no son de nuestra Iglesia.

Que, dentro de esta auténtica comunidad («koinonia») católica, haya imperfecciones y faltas, pertenece a lo que se ha llamado muy bien «el lado humano de la Iglesia en su existencia terrenal». Sin embargo, su presencia no impide aquella unidad de base; ni los males acarreados son incorregibles. En muchos casos (por ejemplo tratándose de puntos doctrinales) bastará la intervención de los obispos locales o de las autoridades romanas para poner fin a las disensiones. La historia de la teología católica está llena de casos análogos. Otras veces, sobre todo allí donde interviene la voluntad humana, siempre libre para el bien como para el mal, la Iglesia empezará por exhortar a todos a vivir en conformidad con los principios religiosos que profesan. Solamente en casos de escándalo público o de perjuicios que afectan a una gran parte de los católicos, recurrirá a los castigos y a la excomunión. Con esto queda aclarada la diferencia esencial que media entre el divisionismo protestante (que escapa a toda autoridad y puede extenderse aun a las bases mismas del Cristianismo) y los «pecados contra la unidad» que no pocas veces afloran en el seno de las comunidades católicas.

Ciertos autores protestantes hablan de «las evidentes ventajas» que la variedad de organizaciones eclesiásticas aportan al cristiano. Fabricius nos asegura que las separaciones «son señal de una vigorosa salud y de un crecimiento normal del Cristianismo». Varios escritores norteamericanos piensan que la multiplicidad (religiosa) que poseen sus iglesias ha traído evidentes ventajas a sus conciudadanos: «En tal ambiente, comenta Batten, el mensaje evangélico reviste atractivo mayor en el sentido de que permite a cada individuo escoger la iglesia que más se amolda a su gusto. Por eso, precisamente, los emigrantes que llegan a este país quedan encantados al hallarse con los grupos religiosos a que habían, pertenecido en Europa».

No hay duda de que, aun en medio de las mayores desgracias, podemos hallar motivos de consuelo. «Nullum esse undequaque malum», decían los antiguos. El problema está en saber si, las pequeñas ventajas mencionadas compensan los males derivados de la escisión y, sobre todo, si tal estado de cosas corresponde a la mente de Cristo al fundar su Iglesia. Esta no es un instrumento humano que cada individuo puede escoger o dejar según su capricho, sino el arca de salvación puesta a mi alcance por el Divino Salvador. Y quedan ya pocos exegetas, aun dentro del protestantismo, que defienden la extraña posición de que las desmembraciones actuales son conformes a la letra y al espíritu de la Biblia.

Aparecen de vez en cuando escritores que acusan al catolicismo de haber sido, en el fondo, el causante de las disgregaciones presentes. El citado Fabricius alude a los tiempos de la primitiva Iglesia en que los fieles se reunían —en unión de espíritu y de corazón— para gritar juntos «Abba» y «Maranatha» y no estaban todavía ligados a dogmas ni a credos. Sólo más tarde, cuando éstos hicieron su aparición y se impusieron como obligatorios a todos los fieles, surgieron las divisiones y los cismas. Los congregacionalistas están convencidos de que el gran remedio para resolver la crisis divisionista moderna está en dejar que cada individuo y cada congregación local se fabriquen —siempre a la luz de la Biblia— las creencias que mejor se acoplan con sus personalidades. W. Garrison apunta al mismo fenómeno, aunque aplicándolo principalmente al campo de la política. En su opinión, las separaciones empezaron cuando la Iglesia, convertida en poder político, pretendió mantener bajo su obediencia a los fieles sujetándolos a la férrea disciplina de sus leyes. Muchos «cristianos libres» prefirieron separarse de la comunión oficial antes que sujetarse a aquella esclavitud»

Las explicaciones pecan de frágiles. Basta leer las epístolas paulinas y la literatura patrística para caer en la cuenta de la existencia de «herejes» y «disidentes» —y consiguientemente de expulsiones de los mismos del seno de la Iglesia— en un período en el que, según la hipótesis de nuestros autores, la comunidad cristiana era puramente carismática. Las imprecaciones de un San Cipriano, de un San Ireneo y de un San Agustín contra aquellos que se atreven a romper la unidad del Cuerpo de Cristo, muestran a las claras la importancia máxima que atribuían a aquella nota de la Iglesia. Por otro lado, la teoría cara a los modernistas relativa a la situación amorfa del dogma cristiano en aquellos siglos, tiene muy escasos fundamentos históricos ya que los Evangelios y los escritos de los Padres contienen, aunque no todavía en forma sistemática, las grandes líneas de la teología católica. Finalmente es curioso constatar que haya sido precisamente el protestantismo —no obstante el amplísimo margen dado a la libertad individual en materias doctrinales— el que más cismas y desmembraciones ha originado en sus cuatro siglos de existencia.

En una gran parte de los casos, la «justificación» del fenómeno de las divisiones tiene su origen en el concepto diverso de «Iglesia» profesada por católicos y protestantes. William Horden confiesa que las diferencias doctrinales y la variedad de estructuraciones eclesiásticas existentes han de aparecer perturbadoras al cristiano persuadido de que su Iglesia posee un cuerpo preciso de doctrinas reveladas «Si uno parte de esta hipótesis, dice, evidentemente tiene que concluir que todos cuantos disienten de él, se hallan (objetivamente) en el error. Son herejes y sólo merecen el anatema. Por el contrario, añade, si admitimos que la verdad humana es siempre limitada, tenemos que dar la bienvenida a las diferencias. Si pensamos que la infalibilidad es algo que nunca se alcanza en las cosas humanas, tenemos que recibir esas diversidades de opinión como otros tantos correctivos a nuestras propias limitaciones».

Tenemos aquí uno de los grandes abismos que impiden nuestra inteligencia mutua. Lo que para un católico resulta absurdo por ir contra las bases mismas de nuestra eclesiología, se convierte para muchos protestantes en «la cosa más natural». Nosotros creemos firmemente que Cristo quiso, preparó y fundó la Iglesia dándole promesas de perdurabilidad, rogando al Padre (con oración eficaz) para que la conservase una y comisionándola para que fuese a través de los siglos, portadora de su infalible verdad. En cambio, muchos de nuestros hermanos separados parten de bases muy distintas. Ante todo, entre sus filas reina la desorientación más absoluta respecto de la esencia de la Iglesia, de su Fundador inmediato y aun de su papel en la tierra. H. T. Kerr confiesa que, en este particular, su situación es deplorable. El único punto en que todos parecen coincidir es en rechazar la concepción católica: «En el proceso de esta negación, el protestantismo no ha sabido con qué sustituirla. La estratagema de la iglesia visible e invisible ha sido de escasa ayuda y los protestantes han sucumbido a la línea de la menor resistencia entregándose afanosamente a fundar sus propias y desgraciadas (ill-conceived) sectas y organizaciones... Hoy la confusión está muy lejos de desaparecer y aun puede seriamente dudarse si es susceptible de solución»

Después, son numerosos los teólogos que quieren excluir a Cristo, Nuestro Señor, de la tarea —para nosotros esencial— de la fundación inmediata de su Iglesia: «En los Actos de los Apóstoles y en San Pablo, nos dice J. C. Burleigh, uno de los mejores teólogos contemporáneos escoceses, encontramos continuamente las palabras Iglesia (en singular y en plural), mientras que ambos términos brillan por su ausencia en los Evangelios. El significado de este contraste es obvio: Jesús vivía preocupado con la idea del Reino de Dios y era un maestro de moral con sus tendencias radicales e individualistas, mientras que los Apóstoles, y sobre todo Pablo, eran organizadores natos de Iglesias. Por lo tanto, la responsabilidad de su fundación recae sobre Pedro y Pablo, no sobre Cristo» «La Iglesia, se pregunta el metodista Foster Stockwell, ¿fue fundada por Jesús? Sí, responde, pero sólo en el sentido de ser El autor de la vida espiritual que en la Iglesia se manifiesta. Jesús no ha dictado los estatutos de la Iglesia, ni marcado sus límites, ni nombrado a sus primeros dirigentes. Pero sí proclamó el mensaje y realizó la obra que sirve de fundamento inconmovible a la comunidad cristiana. ¿No tendrá entonces la Iglesia ninguna forma concreta y visible? Sí, la tiene en las comunidades humanas (¡muy humanas a veces!) que se forman espontáneamente a raíz de la fe de los creyentes en Cristo... Ya que el cristianismo es fe personal y vida espiritual, esos grupos de cristianos, sean pequeños, sean grandes, sirven para trasmitir esa fe y vida de un ser a otro. La Iglesia es la cadena viviente que nos une a Cristo y permite que la vida de Cristo llegue a ser nuestra vida».

Esta «Iglesia», rebajada en la práctica al nivel de una gran organización humana —aunque «inspirada en Cristo»— sufre de todos los inconvenientes de instituciones análogas en la tierra. Como el contacto del alma se entabla directamente con Dios, el protestante puede —si así le place— abandonar una organización y alistarse en otra; recibir los «sacramentos» en ésta y frecuentar el «servicio religioso» en aquélla; o afirmar sencillamente que puede prescindir de todas ellas. En su opinión, y muy lógicamente, piensa que la «Iglesia» puede errar y de hecho se equivoca con frecuencia o se hace inservible para los fieles... actitudes que se reflejarán en el abandono de aquella organización o, si las presiones e inspiraciones son muy intensas, en la fundación de otra nueva. Trátase de actitudes fundamentales diversas que es siempre preciso tener en cuenta si queremos explicar las reacciones diametralmente distintas de católicos y protestantes en materia eclesiológica.

Admitido este principio «humano» de los orígenes de la Iglesia, el protestante halla más de una justificación para sus divisiones. «El secesionismo, escribe Braden, es fenómeno que existe en todas las religiones que han pasado su estadio primitivo. Hay más de cincuenta sectas hindúes; el budismo —en sus dos tendencias— se divide y subdivide en infinidad de ramas; dígase lo mismo sobre el Islam, el judaísmo y el shintoísmo». El hecho histórico, respondemos, es innegable. Pero, con esta diferencia esencial: que, o ninguna de las religiones mencionadas es de origen divino, o tratándose del judaísmo, no tiene consigo promesas de perennidad y de indefectibilidad como las tiene la Iglesia fundada por Cristo.

«Pero, nos objeta A. K. Rule, siendo los hombres limitados y pecadores, la creación de una nueva iglesia o secta pueda convertirse en verdadera necesidad y contribuir positivamente a la purificación de un estado de cosas y a un genuino progreso». La respuesta católica es sencilla: para nosotros la Iglesia no es una institución humana como otra cualquiera que una vez caída en desuso (y en esto juega papel importantísimo el juicio de individuo) puede quedar sustituida por otra de apariencia y aun eficacia humana superior. Es una institución divino-humana, debida a la voluntad amorosa de Cristo y garantizada por su promesa infalible de que: «las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella. Habrá épocas en las que, por deficiencias de su parte humana, se impondrá una reforma. Pero, ésta tendrá que ser interna. No fruto de la rebelión, sino obra conjunta emprendida dentro de los moldes jerárquicos a los que Cristo quiso amoldar su institución; en otras palabras, una reforma llevada a cabo por los hijos de la Iglesia, bajo la mirada de su Vicario en la tierra. Lo demás sería pensar que Jesús ha dejado de proteger alguna vez a su gran obra.

«¿Por qué no admitir, se nos pregunta, la teoría de que todas las iglesias cristianas forman parte de la Iglesia total?» El razonamiento, aunque formulado de diverso modo, se va haciendo cada vez más común. Su forma clásica es la «teoría de las tres ramas» prevalente en círculos anglicanos. Con todo, hay quienes le dan todavía mayor amplitud. «Las iglesias ortodoxas, la católica-romana, la presbiteriana y las demás, escribe Stockwell, aparecen en la historia como concretizaciones locales y parciales de la Iglesia cristiana, pero el protestante se niega a restringir a una cualquiera de estas iglesias, aun cuando fuera la suya propia, los privilegios que le parecen pertenecen a la Iglesia, es decir, a las fuerzas espirituales de la Cristiandad». Los presbiterianos limitan de tal manera el papel de esa organización visible, que prácticamente la hacen innecesaria: «El axioma de San Cipriano: ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, leemos en uno de sus documentos oficiales, es inaceptable a los presbiterianos cuando esa palabra se entiende de manera exclusiva de modo que trate a las demás ramas como a heréticas... La adhesión a una iglesia no es una condición para la salvación. El hombre se salva solamente cuando entra en unión con Cristo en una nueva, vida de liberación. Esa comunidad nuestra con Cristo es lo que se entiende por la palabra Iglesia y no otra cualquiera institución visible y exterior».

No era esta, como sabemos por la historia, la idea que de sus iglesias se habían formado los fundadores de la Reforma. Lutero lanzó maldiciones contra los anabaptistas, contra Calvino y contra Zwinglio —y no se diga nada de Roma— por estar persuadido de que todos ellos «habían corrompido la verdad del Evangelio». La presente teoría es, en gran parte, fruto del liberalismo teológico prevalente y de la desesperación de los jefes de las iglesias al no hallar salida a sus mutuas desavenencias. Por eso muchas de las pequeñas sectas no quieren oír nada de ella. Su embarazo crece también al surgir iglesias poderosas a las que, a pesar de diferir en importantes puntos doctrinales, se ven obligadas a admitir en su compañía... Para el católico, esta posición aparece erizada de dificultades, ya que no se ve cómo aplicarla a organizaciones que admiten doctrinas contradictorias. Cuando no hay identidad de fe ni un mismo concepto del bautismo (Efes. 4,5); cuando a los fieles no se enseñan «todas las cosas» que Cristo confió a sus Apóstoles y a su Iglesia (Mat. 28,19); cuando la misma Eucaristía encierra significados tan distintos de los enseñados en los Evangelios (Juan 6,53; 22,19-20), no puede hablarse de participación en una misma verdad. Al menos si ésta tiene algún valor objetivo (derivado de la revelación) y no se deja al arbitrio de cada individuo.

«Pues, bien, escribe en un arranque de sinceridad Braden, la raíz misma del sectarismo deriva de una de nuestras libertades y de la más preciosa de todas: la libertad de religión. Por tanto, mientras creamos en esta libertad y la permitamos a los hombres, tendremos entre nosotros sectas que no nos gustan y que hacen violencia al verdadero cristianismo». «A quien nos replique, escribía Harnack, vosotros los protestantes estáis divididos y profesáis tantas opiniones como cabezas, les respondemos sin vacilar: así es, y no deseamos cambiar. Al contrario, querríamos todavía mayor libertad e individualismo de doctrina y de manifestación de la misma». Ante esta actitud, no nos queda más que decir con tristeza que hemos dado con una de las más hondas raíces del mal. Mientras se exalte la voluntad humana y «sus inalienables fueros» por encima de la voluntad expresa de Cristo, no hay sino deplorar un criterio semejante, aun en sus detalles, al non serviati de los ángeles rebeldes frente a Jehovah. Lo que en tal caso se debiera pedir a sus propugnadores es que, al menos, no recurrieran al Evangelio para justificar su manera de obrar. Cristo Jesús no formuló primero las características de su Iglesia o las condiciones de su membresía para afirmar después que todo ello quedaba sujeto a la voluntad soberana de los hombres. Esto podrá ajustarse tal vez a los principios de la revolución francesa, pero no a las doctrinas evangélicas.

 

EXPLICACIONES DE LOS ECUMENISTAS

 

Por lo común, los partidarios del ecumenismo se muestran avergonzados ante el fraccionamiento en que han venido a parar las instituciones de la Reforma. «El Cristo de una de nuestras iglesias, decía en 1928 en Lausana el episcopaliano Charles Brent, niega con frecuencia categóricamente al Cristo de la iglesia vecina. La situación sería ridícula si no fuera trágica. Esto es un suicidio y yo estoy aquí para protestar solemnemente de ello... Porque resulta poco menos que absurdo pretender traer a la Iglesia a las grandes naciones del Extremo Oriente, si no logramos presentar un frente común... Los centenares de sociedades misioneras protestantes de China son para la Cristiandad tan criminales como la guerra civil lo es para la paz y la prosperidad de aquella gran nación». El eco de aquella voz se va repitiendo en todos los tonos. «Apenas hay aldea o ciudad norteamericana, escribe Morrison, que no esté escandalosamente poblada de iglesias distintas: de seis a diez iglesias en poblaciones de menos de diez mil habitantes; con frecuencia más de cincuenta en pequeñas ciudades de veinte a cincuenta mil personas; y no menos de un centenar en poblaciones de doscientos mil a medio millón de almas» «El hecho trágico, concluye Outler, es que nuestras separadas tradiciones no han hecho más que dividimos... Tenemos tantas tradiciones cristianas y son tan divisivas entre sí, que la primera y obvia conclusión del historiador moderno es la de preguntarse si el cristianismo se ha convertido en incurablemente pluralístico y relativista».

Sin embargo, uno se siente a veces tentado de dudar de si el arrepentimiento es totalmente sincero y radical. De lo contrario, no serían tantos los conatos de explicar por la historia o por la teología que, al fin y al cabo, se trata de «fenómenos naturales». Tampoco comprende uno su empeño en demostrar que, no obstante la presencia de esos óbices, el protestantismo tiene lazos más profundos de convivencia y de unidad. Véanse algunas de las soluciones propuestas por autores bien conocidos en el mundo del ecumenismo.

Según el profesor Henry Van Dusen, uno de los primeros requisitos en el presente problema «es el abandono del mito comúnmente admitido de la unidad primitiva de la Iglesia. La historia desconoce en absoluto tal hecho». Lo que entonces existía era una koinonia o comunidad familiar y nada más. La unidad que enlazaba a los cristianos era de orden espiritual. La figura del Cuerpo de Cristo aducida por Pablo, no puede identificarse con una institución de tipo estructural como el de nuestras iglesias. «Es un error, además, pensar que la Iglesia se conservó indivisa hasta la llegada del protestantismo». Las pruebas de las diferentes aserciones empiezan con la aparición del gnosticismo y del marcionismo en la época apostólica, para continuar en la era patrística con el arrianismo y el nestorianismo y completarse más tarde con las grandes herejías y con el cisma oriental. Solamente en nuestros tiempos de euforia ecuménica, cuando protestantes y orientales tratan de unir sus esfuerzos en favor de una organización común, se vislumbra la aurora de un nuevo día y la posibilidad de que —por fin— se realice la comunidad cristiana querida por el Señor.

Nuestro autor prescinde en absoluto de la eficacia de la oración sacerdotal de Cristo en la Ultima Cena. Sus afirmaciones sobre el significado del Cuerpo de Cristo como figura de la Iglesia tienen a su contra muchos textos y símiles evangélicos así como toda la tradición patrística. Su raciocinio derivado de la existencia de disensiones en el seno de la primitiva comunidad cristiana —y lo mismo se diga de la de épocas posteriores— se basa en un sofisma fácil de detectar. Es como si dijéramos que, por haber disidentes en el seno de una nación, ésta deja de perder su unidad. Lo que se debe preguntar más bien es qué hacen las autoridades del país con tales elementos díscolos. Probablemente si su rebelión no interrumpe para nada la vida normal de los ciudadanos, les dejarán que arrastren allí su existencia. Si, por el contrario, los principios profesados van contra la esencia misma de la vida nacional, los expulsarán de sus fronteras para continuar la nación —con su unidad intacta— por la senda que se ha trazado. Es lo que la Iglesia, muy a pesar suyo, pues es siempre madre aun de los descarriados, ha hecho con los elementos disgregativos surgidos en su comunidad sin perder para nada aquella unidad recibida de su Fundador en el momento en que todavía no era más que «pusillus grex». La prerrogativa —o «nota de la Iglesia» como la llaman los teólogos— no desaparece por más que se multiplique el número de disidentes, ya que éstos quedan —ipso facto— eliminados de aquel centro de unidad.

Otros se acogen a la teoría de la «Iglesia invisible» formulada de manera distinta según los distintos presupuestos teológicos. Para Lutero la Iglesia era la «congregario sanctorum», o sea la reunión de los justos, entendiendo por éstos aquellos que, por medio de la fe fiducial, sienten que Cristo les ha perdonado los pecados. En este sentido, el fundamento de la Iglesia es la fe, y como ésta es invisible a los sentidos humanos, así lo es también la comunidad formada por los que creen: «La comunidad de los verdaderos creyentes, escribe, no se puede ver aun con los instrumentos más precisos; es necesario creer en ella». En cambio Calvino ponía su esencia en el hecho de que sea: «la compañía de aquellos a quienes Dios ha ordenado y elegido para la vida eterna». En cuanto tal no se puede conocer a simple vista, ya que los electos pueden subsistir fuera de lo que nosotros llamamos estructuraciones eclesiásticas. Dentro del protestantismo moderno son muchos los teólogos, sobre todo de tradición calvinista, que mantienen la misma posición. «La Iglesia, nos dice W. S. Robertson, de Edimburgo, es la reunión de aquellos que han sido llamados por Cristo y le reconocen como a Señor. Allí donde hay un grupo de cristianos congregados que se unen a Cristo en fe y amor, allí está la Iglesia... Ubi Christus, ibi Ecclesia. Existe una Iglesia, no porque todos los cristianos crean las mismas doctrinas, reconozcan la misma forma de gobierno eclesiástico y obedezcan a un Vicario en la tierra, sino únicamente porque hay un solo Señor que se ocupa de nuestras necesidades. La Iglesia no es más que la compañía de hombres (seglares o pastores) que son fieles al Señor». La concepción da —con su enorme amplitud— lugar a la coexistencia de comunidades distintas sin más lazo de unión que el de esa fe vaga en Cristo.

Pero la posición es extremadamente vulnerable por no decir otra cosa. Toda la tipología del Antiguo Testamento, sobre todo en el lenguaje de los grandes profetas mesiánicos, apunta a ese carácter de visibilidad. En los Evangelios la Iglesia se compara a una grey donde el pastor llama, guía, reconoce una por una a sus ovejas y éstas le reconocen a Él (Juan 10,11-16; Luc. 12,32); a un reino que puede ser atacado por el adversario (Mat. 11,12); al campo en el que crecen —como la cizaña y el trigo— los buenos y los malos (Mat. 13,24-30; 36-43); y al convite nupcial en el que entran convidados con vestido de boda y otros sin él. Estos símiles sólo pueden verificarse en una Iglesia visible. La existencia, querida y constituida por Cristo, de una jerarquía dispensadora, por medio de la administración de los sacramentos, de la gracia de la Redención, supone también como fundamento una Iglesia visible y fácil de comprobar. Por otro lado, esta visibilidad tiene que concretizarse en un determinado organismo ya que, de lo contrario, su presencia mutua sólo serviría para inducimos a inextricable confusión. Por fin, al católico se le ocurre preguntar si, admitida la hipótesis de estos protestantes, no estarán de más la estructuración externa, la organización financiaría y hasta ese proselitismo con que los enviados de la Reforma tratan de arrancar miembros al catolicismo para enrolarlos después en sus propias instituciones eclesiásticas. El empeño nos parece inútil si es «la unión con Cristo» la que, al fin y al cabo, constituye la esencia de la Iglesia.

Es ya antigua entre los protestantes que quieren salvar sus divisiones el recurso a ciertos «vínculos más potentes» de unidad que esa meramente externa aducida por los católicos. Entre éstos figura, en primer lugar, la Biblia que todos reconocen como regla suprema de fe. El recurso a las Sagradas Escrituras ha constituido desde los comienzos la piedra de toque, la razón suprema, de su fidelidad a una concepción de la vida y al rechazo de otra. Suele citarse con frecuencia la frase de Chillingsworth: «la Biblia y sola ella constituye la religión de los protestantes». Cuando a un protestante se le mencionan las divisiones que laceran su cuerpo, tiene a flor de labios la estereotipada respuesta: «sí; pero los evangélicos tenemos nuestro gran lazo de unión: la fe común en la palabra revelada de la Biblia». «El carácter auténticamente cristiano de un principio de pensamiento o de acción, escribe el protestante francés A. N Bertrand, tiene para nosotros garantía de verdad sólo cuando se conforma con los documentos primitivos del cristianismo. No es la Iglesia sino la Biblia la que asegura la permanencia de la orientación dada a la historia cristiana: es ésta la depositaria de la autoridad y la que se pronuncia sobre el carácter cristiano de las formas que puede revestir la doctrina o la vida de la Iglesia. No es la Iglesia la que se juzga a si misma en los diversos momentos de su historia: es la Biblia la que juzga a la Iglesia porque la Biblia es, sobre el río del tiempo, el punto fijo y la Iglesia la que fluye».

Por desgracia, se trata de un vínculo más aparente que real. Las disensiones internas sobre su integridad, sobre la naturaleza y extensión de la inspiración, sobre aquellas doctrinas que son de origen divino y aquellas que se derivan exclusivamente del intelecto humano, etc., se han multiplicado hasta el punto de hacer del «Libro» por antonomasia una fuente de disensiones doctrinales. «Un cristiano creyente puede tomarse la libertad de ser agnóstico en una extensa esfera de doctrinas bíblicas, tales como las relacionadas con el sufrimiento y el pecado, las desigualdades del destino humano, la naturaleza de la vida de ultratumba, toda la cuestión de! fuego del infierno, los problemas concernientes a los ángeles, a los demonios, a muchos tipos de milagros, etc.» La historia de la teología reformada nos ha mostrado la existencia de numerosos teólogos que fundados en la Biblia, dudan de la misma divinidad de Nuestro Señor sin que por ello sean objeto de persecuciones molestias. Hoy va aumentando el número de los que —en contradicción a los postulados de la primitiva Reforma— nos aseguran que la Biblia no es infalible.

Respecto del divisionismo, son ya muchos quienes lo atribuyen en parte a la libertad sin límites de interpretación bíblica permitida a sus seguidores. «El recurso a las Escrituras, escribe Garrison, ha reavivado nuestra teología, pero ha separado a nuestros teólogos. Una confesión de fe puede convertirse en lazo de unión para aquéllos que aceptan su interpretación bíblica, pero para bien o para mal. se convierte en barrera de separación para quienes no la admiten. Digamos, pues, que los sistemas protestantes de fe (basados en la Biblia) han separado de hecho a los protestantes entre sí —tanto o más que de la Iglesia Católica»—. «El protestantismo, añade Morrison ha quedado confundido por su empleo erróneo de la Biblia. La ha puesto donde no le corresponde, allí donde no debe figurar según la mente de Cristo. En mi opinión, este falso biblicismo está a la raíz de la debilidad del protestantismo La hipótesis de que la Biblia serviría para unirnos, ha sido una desilusión. Ya en los días de Lutero cuando éste confirió en Marburg con Zwinglio para unir las tendencias de Suiza y de Alemania, la reunión terminó en mal humor y en fracaso total y todo ello por no estar de acuerdo acerca de una frase bíblica: «Este es mi Cuerpo». Desde entonces el mal uso de las Escrituras ha viciado el protestantismo estrechando sus perspectivas y dividiéndolo en infinitas sectas... Los fundadores de todas éstas acuden a la Biblia para justificar sus decisiones. Esto nos debiera bastar para probar que la Biblia no constituye tal autoridad puesto que, al ser empleada de ese modo, habla de manera tan contradictoria a distintos, aunque sinceros, individuos. Una concepción bíblica que ha dado como resultado la infinita fragmentación de la Iglesia, tiene que ser, por fuerza, falsa».

A fortiori, no puede hablarse de una unidad derivada de la profesión común de «doctrinas fundamentales» del protestantismo, por ejemplo, la justificación por la sola fe, la doctrina de la Iglesia invisible, la total corrupción de la naturaleza humana, el dogma de la predestinación, etc. En primer lugar, la lista de esas «doctrinas fundamentales» es muy elástica y se alarga o acorta según las tendencias de cada iglesia o de cada autor. Pero, además, no hay ni un solo punto de los indicados (ni otros que se quisieran escoger) en el que pueda hablarse, ni siquiera aproximadamente, de unidad de criterios. Los conatos llevados a cabo por Wilfred Garrison en su Protestant Manifesto o por Hugh T. Kerr en su Positive Protestantism resultan ilusorios cuando uno se enfrenta con la realidad, y no se diga nada cuando consulta a sus teólogos. Welsh-Dillenberg se quejan de la «falsa impresión» existente entre muchos de que en el protestantismo cada uno piensa como le parece en materias religiosas. «No es así, responden. Los protestantes mantenemos que cada individuo debe tener sus ideas y ser responsable de ellas ante Dios. Pero, al mismo tiempo decimos que los pensamientos y la vida del individuo han de inspirarse para ello en la tradición bíblica, cualquiera que sea el modo de interpretar de los Libros Santos». Con perdón de los autores, creemos que la respuesta no arroja demasiada luz al problema.

Para no pocos protestantes, «la unidad impuesta por la Iglesia Católica es un yugo injusto, inhumano, y en consecuencia llamado a desaparecer bajo el influjo de la filosofía moderna». Sería así en el caso de que nos fuera impuesto por los hombres, no cuando miramos al origen divino de su proveniencia. Cristo, quien nos los impuso y habló del «camino estrecho que conduce al cielo» y de «la cruz con que tenemos que cargar cada día», nos dijo también que «su yugo era suave y su carga ligera». Lo es cuando contamos con su gracia. El cristianismo no tiene sentido cuando se le mira con los ojos de la carne, pero es el más admirable hecho de la historia cuando sus seguidores se acuerdan de aquel: «nolite timere» y del «ecce Ego vobiscum sum».

Hasta ahora nos hemos limitado a responder a las razones aducidas por el protestantismo en defensa de sus desmembraciones. Pero nuestra tarea no ha de ser meramente defensiva. Es necesario buscar en las Sagradas Escrituras y en la teología una solución más positiva al problema. En otras palabras, hay que exponer cuál es —en la concepción católica— la explicación de la existencia y de la perduración de esos divisionismos.

Vemos por los Evangelios que Cristo quiso a su Iglesia una; que la dotó de ese carisma para que fuese distintivo de su elección y que, en consecuencia, será solamente Ella quien lo posea en su plenitud. Hijo unigénito del Padre, Jesús pensó siempre en una sola Iglesia que poseyera estricta unidad social: era un reino (Mt. 13.31-33; 16,17, ss.) y éste había de ser por definición unido, ya que cualquier división habría sido signo cierto de su disolución (1Mt. 12,25); era un edificio construido sobre un único fundamento, la Roca que es Pedro (Mt. 16, 18; 1 Cor. 3,9; Rom. 15, 20); era un rebaño bajo un solo pastor (Juan, 10,16); una vid con la cual los miembros de la Iglesia, cual otros tantos sarmientos, estarían unidos por vínculos orgánicos (Juan, 15,1 ss.). Todas estas imágenes sacramentales, antropológicas, pastorales o arquitectónicas, excluyen cualquier idea de pluralidad y de división: «Se podrá suprimir el Evangelio antes de encontrar en él un principio de desintegración o los gérmenes de un posible divisionismo»

Esta unidad deseada por Cristo para su Iglesia comprende tres grandes propiedades, fuertemente concatenadas entre sí y esenciales a su conservación. La primera se refiere a la fe por la cual todos los cristianos deben profesar las mismas verdades reveladas propuestas por el auténtico magisterio. «Id, pues, dice el Señor a los apóstoles, y enseñad a todas las gentes... enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado». Si una es la predicación, una también ha de ser la fe recibida y profesada: ya que hay «solo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef. 4,5). Por este motivo San Pablo insiste en diversos lugares de su correspondencia epistolar (1 Cor. 1,10; Gal. 1,8,9, etc.), en que sus cristianos huyan de los cismas y «permanezcan concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir» .

La segunda toca a la unidad jerárquica por la que los miembros de la sociedad por Él fundada, han de sujetarse a una sola autoridad suprema. El principio general en que se basa la sujeción nos queda indicada por el mismo Divino Maestro: ¿Quien a vosotros (los apóstoles) escucha, a Mí me escucha; y quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Y la persona concreta en quien encarna la autoridad viene designada por Jesús en Pedro sobre quien El fundará su Iglesia (Mt. 16, 18) y a cuyos cuidados confiará su mística grey para que la conserve en la unidad (Juan, 21,15-17) y la confirme en la fe (Lc. 22,31-2) para que así se edifique el cuerpo de Cristo y todos nos reunamos en la unidad de unas mismas creencias (Ef. 4,11-13).  

La tercera es la unidad cultual gracias a la cual los cristianos usufructuamos los mismos medios de salvación por una participación común de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía. El mandato de bautizar a toda criatura (Mt. 28,19) y de alimentamos del mismo pan eucarístico (Juan, 6,53) son los ejemplos típicos aducidos por el Señor para significar esta comunidad sacramentaría de la Iglesia, quizás tanto más bella cuanto que las expresiones externas de la misma —a través de los diversos ritos— sirven para resaltar mejor los inseparables vínculos que nos unen. Gracias a éstos, continuamos siendo, como en tiempos de San Cipriano: «el pueblo redimido que vive unido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

A imitación de San Pablo cuya descripción del Cuerpo Místico recoge en magnífica síntesis esta teología unitaria, los Padres de la Iglesia se convierten en panegiristas o en acérrimos defensores —según los casos— de la doctrina de la unidad. «Acuérdate, Señor, rezaban los primeros cristianos, de tu Iglesia para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor; y congrégala de los cuatro vientos, esa Iglesia santificada en el reino que Tú le has preparado». «Todas las gentes que habitan el mundo, leemos en el Pastor Hermas, después de haber oído y creído, han sido llamados en el nombre del Hijo de Dios. Recibido después el sigilo (bautismal) han tenido un solo pensamiento y un sentido, una fe y una sola caridad». San Ambrosio, comentando la frase del Génesis, «y se reunieron las aguas», dice: limitemos esta agua que es la única congregación del Señor y su Iglesia una... El pueblo católico se congrega desde todos los vahes. No son muchas las congregaciones, sino una sola, a saber, la Iglesia». «Uno es, añade Clemente Alejandrino, el Padre de todos; uno el Verbo y uno el Espíritu Santo: una es también y única la madre virgen a quien me complazco en llamarla Iglesia... Puesto que uno es el Dios y el Señor, por eso lo que es sumamente precioso (la Iglesia) se llama única... Y es esta la unidad que se pretende romper suscitando herejías». «La Iglesia de Dios, proclama San Cipriano, inundada de luz, envía por todo el mundo sus rayos, pero es una luz que se difunde por todas partes, ni se separa la unidad del cuerpo. Con abundante fecundidad extiende sus rayos sobre la tierra, la extiende más ampliamente que los ríos más torrenciales. Sin embargo, una es la cabeza y uno el origen y una la madre en felices éxitos de fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, con su vida somos vivificados». «La Iglesia, concluye San Hilario, es un cuerpo, no una mezcla resultante de la confusión de cuerpos, ni un acerbo informe e indiscreto formado por muchos. Somos uno por la unidad de la fe, por comunidad de amor, por la concordia de las obras y de las voluntades y por el don del sacramento (eucarístico) hecho a todos».

Lo dicho no obsta para que el Divino Maestro cayera en la cuenta de las dificultades aparentemente insuperables que habría de encontrar aquella unidad. La circunstancia de que fueran hombres débiles, imperfectos y pecadores quienes habían de regir los destinos de la Iglesia, resolver sus desavenencias o promulgar sus leyes, ponía en peligro su misma existencia. Toda sociedad humana está, a la larga, condenada al desgaste y a la disgregación. Los hombres somos demasiado egoístas —o demasiados miopes— para' permitir que prevalezcan en todo los puntos de vista de los demás. Y llega un momento en que, sin poder ya resistir, optamos por la mutua separación aunque esta nos lleve al borde del abismo. Si hiciera falta confirmación de lo dicho, bastaría recurrir a las instituciones políticas, culturales y religiosas que se han sucedido durante los siglos y que han sido incapaces de resistir a esa ley universal de la descomposición y del desgaste.

 

LA ORACIÓN DE CRISTO POR LA UNIDAD

 

El Señor lo sabía bien. «Habrá divisiones y herejías» es una de las «frases desconocidas de Jesús» que San Justino atribuye al Divino Maestro. A su Iglesia le había predicho días difíciles, tempestades, traiciones y luchas internas que pondrían en peligro su vitalidad. Había hablado a los suyos de aquella cizaña, sembrada por el maligno, que en el campo de su padre crecería junto al buen trigo (Mt. 13,24-30). Podría, es verdad, arrancarla por el método simplista de exterminar a los que la sembraban. Pero, eso no entraba en sus designios ni convenía para sus seguidores que —en su marcha hacia la patria— tenían que imitar al Divino Maestro cuya vida, desde Belén hasta el Calvario, había estado señalada por cruces y sufrimientos.

En recompensa, iba a dotar a su Iglesia de una especial protección y además del carisma de la unidad. De suyo, hubiera bastado que El, omnipotente e igual al Padre, así lo desease. Pero, lo mismo que en otros momentos de su apostolado y para inculcar a los apóstoles la trascendencia de aquella gracia, quiso pedirla en voz alta al Padre en una de las ocasiones más solemnes de su vida: durante la Última Cena. La plegaria (Juan, cap. XVII) ha recibido el nombre de «oración sacerdotal». «Es, comenta el P. Prat, una larga oración pronunciada solemnemente por el Pontífice de la nueva alianza a punto ya de ser inmolado por nuestra salvación y en presencia de aquellos hombres a quienes acaba de investir con los poderes de perpetuar el sacrifico de la Cruz... Jesús reza en voz alta, no tanto para amoldarse a un uso corriente, cuanto para instruir a sus discípulos y a nosotros en ellos».

Contiene tres partes. La primera es una efusión con el Padre en la que le pide que glorifique al Hijo como éste le ha glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que Él le encomendó y manifestándola, a su vez, a los hombres. La segunda contiene la presentación que Jesús hace de sus discípulos al Padre. Estos, le dice, han recibido su doctrina y están deseosos de comunicarla a los demás hombres. Pero la tarea es difícil y erizada de dificultades. Jesús se va del mundo y ellos se quedan en él. Por eso los recomienda al Padre, no para que los arranque del mundo, sino para que en medio de las persecuciones y del aborrecimiento de aquél, Él los tome a su cuidado, los santifique y los mantenga unidos: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado para que sean, uno como nosotros... Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es la verdad». La unidad que para ellos pide es la más estrecha y sublime que se puede imaginar: análoga —no puede ser igual— a la que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad. «Sería imposible, escribe de nuevo Prat, expresar con palabras más enérgicas la unión que Jesús pide a sus fieles: que sean uno como el Padre y el Hijo son uno; que se compenetren, por decirlo así, como el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre. No solamente todo es común entre ellos: el pensamiento, la voluntad y la acción; no solamente son las tres Personas una sola e indivisa sustancia, sino que gozan además de la maravillosa propiedad de que cada una de ellas contenga la perfección de las otras, como en un triángulo —si es lícito emplear símiles tan groseros —cada uno de los ángulos abraza y une y cubre la superficie de los otros dos».

En la tercera parte del discurso, la mirada de Jesús traspasa el velo de los siglos y se posa sobre aquellos hombres que han de continuar en el mundo la obra de los apóstoles. Diríase que el abandono de éstos (o más bien el nuestro) que no han conocido personalmente al Divino Maestro, que han de vivir una vida de continua fe sobrenatural, que han de verse rodeados de enemigos de todo género, le causa todavía mayor preocupación. Por eso aquí su plegaria es más tierna. Repite, con fórmulas casi idénticas, sus peticiones y toma la defensa de nuestras acciones como queriendo asegurar al Padre que le seremos fieles: «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí y éstos conocieron que tú me enviaste y yo les di a conocer tu nombre y se lo haré conocer». La gracia pedida para ellos es la misma: «Yo les he dado la gloria que tú me diste a fin de que sean uno como nosotros somos uno». Además este carisma tendrá lo que pudiéramos llamar su finalidad apologética enunciada por Jesús. En otras palabras, cuando el mundo contemple sin prejuicios la unidad existente en la Iglesia, podrá concluir: «He aquí la obra de Jesús; he ahí el único rebaño digno de tal Pastor»

La Iglesia de todos los tiempos ha creído en las palabras de Jesús poniendo en ellas su esperanza —o mejor dicho su certeza— de unidad. Esta no es el resultado de esfuerzos humanos, ni de inteligencias geniales, ni de la mejor buena voluntad de quienes la procuran. A lo largo de la historia ha habido demasiados experimentos de este género y todos ellos terminaron en fracaso. Baste, para confirmación, una mirada a la Reforma. El luteranismo comenzó como un intento de purificación de «la corrompida Iglesia medieval». Con el fin de mantenerla unida, Lutero pidió al elector de Sajonia que «tomase en sus manos el cuidado del Evangelio y la salvación de sus súbditos, delegando para este efecto hombres de valor y de conciencia». Conocemos los resultados de aquel intento: «En manos de sus universitarios, de sus sabios y aun de sus pastores, la Iglesia luterana vio poco a poco la disminución de los tesoros espirituales que se le habían encomendado» Primero fueron los símbolos, no siempre concordes entre sí; luego vino la distinción entre verdades fundamentales y accidentales; después el sentimentalismo de Schleiermacher; el personalismo de Ritschl y el racionalismo de la escuela de Wellhausen, el mitologismo de Bultmann, etc.

En el anglicanismo el proceso —aunque más lento— fue muy semejante. Hoy tenemos una High Church que dogmáticamente se acerca al catolicismo y rechaza el apelativo de protestante; una Low Church que se despreocupa de los dogmas para poner su acento en la predicación y en el activismo de las buenas obras; y una Broad Church que, como indica su nombre, se distingue por el racionalismo de muchos de sus seguidores y dirigentes, sin excluir a aquéllos que niegan la divinidad de Nuestro Señor. «Estas tres facciones, escribe Hugueny, están encuadradas sin distinción en la unidad administrativa de la iglesia anglicana de manera que sus pastores y obispos se codean o se suceden —con sus enseñanzas contradictorias— según el turno que toque a cada una de ellos. Cuando surge algún conflicto, se recurre al consejo real que se pronuncia generalmente por la solución más liberal, favorable a la paz mutua, aunque sea destructiva de la fe tradicional.

El calvinismo ha llevado las disgregaciones hasta el punto de que, en la actualidad, apenas haya una sola iglesia calvinista importante fuera de Holanda, que abrace sin distinciones ni atenuantes las doctrinas y las prácticas —incluso eclesiásticas del fundador—. Entre los grupos originados de la reforma calvinista (presbiterianismo, congregacionalismo, Discípulos, iglesias de Cristo, iglesias retomadas) la primitiva teología de Ginebra queda muy diluida, en ocasiones rotundamente rechazada.

La razón profunda que late bajo estas mutaciones estructurales o teológicas, hay que buscarla en los Evangelios: la unidad es un carisma reservado por Cristo a su Iglesia fundada sobre Pedro y sobre sus sucesores en el pontificado. Aquellas organizaciones eclesiásticas que no gozan del carisma, están abocadas a la disgregación. Los católicos sabemos y casi palpamos en esa unidad de nuestra Iglesia la eficacia de aquella oración de Jesús al Padre que si siempre fue escuchada («Yo sé que Tú siempre me escuchas», Juan, 11,42), más eficaz todavía había de ser en un momento tan solemne como aquél en que pedía la preservación de la sociedad que El mismo dejaba en la tierra como continuadora de su obra de redención. «La historia de los fundadores del protestantismo, escribe Hugueny, es la demostración siempre viva y actual de la necesidad de una fuerza sobrenatural que sea capaz de mantener unidos en un credo único a los cristianos de toda raza y de toda nación. Los reformadores tuvieron y tienen todavía jefes geniales, cuentan con el apoyo de las autoridades civiles y aun sienten dentro de sí un anhelo de dar satisfacción por medio de la unión a sus corazones atormentados. Pero, aun en el supuesto de que algunas de esas fuerzas basten para asegurar temporalmente la frágil unidad de una iglesia nacional, no son —no pueden ser— capaces de dar existencia a una Iglesia verdaderamente católica»

 

PERSPECTIVA CATOLICA DEL DIVISIONISMO

 

Aquí tenemos también el fundamento de la concepción católica de las escisiones y de las sectas. Son males permitidos por la Providencia, respetuosa siempre de la libertad individual de los hombres. Son la verificación —en el tiempo y en el espacio— de la parábola de Jesús sobre la cizaña sembrada en el campo de la mies y de los escándalos que han de tener lugar en el mundo (Mt. 18,7; Le. 17,1). San Pablo habla casi de su «necesidad»: «oportet haereses esse» (1 Cor. 11,19). «No, responde San Juan Crisóstomo, que el apóstol quiera destruir nuestro libre albedrío o introduzca en la vida una especie de fatalismo, sino en el sentido de que tales males habrán de ocurrir dadas las inclinaciones perversas de los hombres».

¿Cuáles pueden ser las finalidades de tal permisión divina? «A fin de que se destaquen los de probada virtud entre vosotros», responde el Apóstol. Este es uno de los objetivos. Dios, dice Santo Tomás, no permitiría tales males si no redundaran de algún modo en beneficio de sus servidores. De hecho, en el momento de la prueba, cuando muchos aun de los que se decían más leales, claudican en la fe, se ve quiénes aman verdaderamente a Cristo. En este sentido, las herejías fortalecen nuestra inquebrantable adhesión a la verdad. Por otra parte, esas desviaciones sirven para aclarar no pocas verdades de nuestro depósito revelado. «Muchos puntos relativos al dogma, escribe San Agustín, precisamente porque son objeto de fuertes ataques por parte de los herejes, sirven para que nosotros los estudiemos más a fondo y los prediquemos con más entusiasmo». «Si nuestra doctrina, decía Orígenes, se desembarazara de todas las afirmaciones de los herejes, nuestra fe aparecería menos brillante y menos sólida. Si las contradicciones de los herejes asaltan por todas partes la doctrina católica, es con el fin de que nuestra fe no quede anquilosada por el reposo, sino que agitada por el ejercicio, se haga más pura. Por eso dice también el Apóstol que es necesario que haya herejías». Digamos, pues, a modo de conclusión con el P. Marco Sales: «Permitiendo las herejías, Dios trae con ellas este bien: el de que sirvan para poner a la luz del día la firmeza de la fe de los buenos cristianos que ya por ningún motivo se dejan apartar de la doctrina de Jesús. En semejantes pruebas, se purifica el oro y se destruye la paja»

Esta perspectiva nos mostrará esa especie de horror y de tristeza que se mezcla en la tradición católica siempre que se toca el punto de las disensiones de doctrina (herejías propiamente dichas) o rupturas del vínculo social y de la obediencia a los legítimos pastores (cisma). Es un aspecto en que conviene insistir para deshacer ciertos prejuicios relativos a la posición de la Iglesia cuando se trata de nuestros hermanos separados.

Por una parte, los apóstoles sienten verdadera repulsa hacia tales desgarramientos y lanzan duros anatemas contra quienes los fomentan y propagan. San Pablo pide a sus cristianos de Corinto que todos hablen igualmente, que no haya entre ellos cismas, antes sean concordes en un mismo pensar y sentir (1 Cor. 1.10). Amonesta también a los Colosenses para que «no se dejen engañar con argumentos capciosos... con filosofías falaces y vanas fundadas en tradiciones humanas y no en Cristo (Cor. 2,4,8). Cuando por desgracia, algunos de sus cristianos claudican y se pasan al bando contrario «pervirtiendo la fe de algunos», el Apóstol los entrega a Satanás (1 Tim. 1,20), en otras palabras, lanza contra ellos la excomunión. A los presbíteros de Éfeso les escribe se prevengan contra “los lobos rapaces para arrastrar a los discípulos en su seguimiento” (Act. 20.29).

La preocupación de defender a los fieles contra los falsos doctores es uno de los temas centrales de los mensajes dirigidos a las siete iglesias del Apocalipsis. Su acción nefasta se extendía por doquier y no parece que todos los pastores mostraran la misma solicitud en rechazarlos: «Tengo, dice el ángel a la iglesia de Pérgamo, algo contra ti: que toleras ahí a quienes siguen la doctrina de Balam, el que enseñaba a Balac a poner tropiezos delante de los hijos de Israel... Así también toleras tú a quienes siguen de igual modo la doctrina de los nicolaítas. Arrepiéntete pues, si no, vendré a ti pronto y pelearé contra ellos con la espada de mi boca» (Apoc. 2,14,15).

Las epístolas joaneas (1, Juan, 1,18 ss.; 11. Juan, 1,4 ss.), la segunda de San Pedro (cap. 1,1 ss.) y la de San Judas (1,3 ss.) vuelven a insistir en la materia con frases tajantes y duras que muestran a las claras su preocupación de ver a la Iglesia limpia de aquellos errores y libre de tales propagadores. En concreto, la epístola de San Judas «fue escrita para atajar la expansión de una peligrosa herejía que amenazaba minar la vida y las creencias cristianas; un grupo de impíos que negaban la soberanía de Dios y con su vida inmoral estaban engañando y extraviando a muchos». El escritor sagrado los conmina con epítetos y con castigos que no son precisamente irénicos y que, sin embargo, tienen a su favor la garantía de la inspiración. Señal evidente del horror que a todos causaban la herejía y el cisma.

Los Padres de la Iglesia participaban de los mismos sentimientos. En la práctica consideraban la herejía íntimamente ligada al cisma y a ambos como a intentos criminales de rasgar aquella vestidura inconsútil de Jesús, imagen perfecta de su Iglesia. «Los Padres, explica Congar, emplean en la presente materia expresiones sobremanera duras... La razón hay que buscarla en la Sagrada Escritura que usa palabras terribles y sobre todo castigos excepcionales para casos de cisma. Así la blasfemia se pagaba con la muerte a pedradas mientras que para los cismáticos era la misma tierra la que se abría y los tragaba».

El hecho de la dureza de las expresiones es innegable. Tal vez los ejemplos bíblicos inspiraran su actitud respecto de los castigos. Pero la explicación nos parece menos plausible respecto del concepto patrístico acerca de la herejía y del cisma en cuanto faltas de lealtad a la verdad del Evangelio y en cuanto a desgarramientos de la unidad de la Iglesia. Aquí la motivación era otra. Como se expresa el P. de Lubac, en la mente de los Santos Padres: «el que causa un cisma o provoca una discordia, comete un atentado a lo que más ama Cristo, ya que atenta contra aquel 'cuerpo espiritual’ por el que Cristo sacrificó su cuerpo de carne; falta a la caridad más esencial, aquella que vela por la unidad; no es caridad auténtica la que no se preocupa de la unidad. Por otro lado, herir a cualquiera de esas dos virtudes, es lacerar la Iglesia, la túnica inconsútil que Él quiso vestirse para permanecer entre nosotros; es lacerar, en cuanto esto es dado al hombre, al Cuerpo mismo de Cristo; es condenarse a perecer, arrancándose a sí mismo del árbol de la vida ya que ‘si un miembro se separa del Todo’, cesa de vivir».

Ya Clemente Romano advierte a quienes no quieren escuchar lo que Jesús dice por medio de los obispos que «pecan y se exponen a graves peligros». Ignacio de Antioquía felicita a los cristianos de Éfeso porque no están manchados de errores. A los de Tralla les manda huir del docetismo «esa planta extraña que es la herejía». Ireneo se ve obligado a prevenir a sus seguidores contra Marción y otros herejes que, sirviéndose de engaños, trastocan el sentido de las doctrinas («farsantes verba Domini») y llevan a muchos por el camino de la perdición. Para todos ellos sólo tiene expresiones duras. Los llama «vanidosos», «indoctos», «audaces», «hombres que conocen las Escrituras, pero las desnaturalizan», «desertores de la casa paterna e inflados de Satanás». Tertuliano se enfrenta con los herejes de su tiempo para probarles que, como miembros expulsados de la Iglesia, no tienen derecho a ser admitidos a la discusión de las Sagradas Escrituras: «Si son herejes, luego ya no pueden ser cristianos puesto que las doctrinas que profesan no vienen de Cristo. Por lo tanto, ni siquiera participan de nuestras fuentes escritas de revelación... Yo soy sucesor de los apóstoles... A vosotros os desheredaron para siempre y os rechazaron como a extraños y a enemigos». Cipriano, más pastoral en todos sus escritos, mira la herejía como herida profunda —y agravio sin nombre— contra el Cuerpo de Cristo: «¿Qué crimen puede haber mayor o qué culpa más deforme que el sublevarse contra Cristo, o disipar aquella Iglesia que El compró a precio de sangre o luchar —olvidándose de la paz y del amor evangélico— con furor de adversario contra la humanidad y la concordia del pueblo de Dios?». No sabe lo mucho que peca el que rompe la paz y la unidad». Para San Ambrosio, los herejes son: “enemigos de la verdad e impugnadores de nuestra fe”.

Con San Jerónimo y San Agustín, la doctrina católica sobre la herejía cobra su definitiva estabilidad. Para ambos se trata de un gran mal en sí y para los que lo cometen. Las herejías son para el anacoreta de Belén «enemigos de Dios», sólo contienen falsedades que se originan con frecuencia de las malas interpretaciones de las Escrituras. Sus propagadores «son peores que los paganos», con su voluntaria separación de la Iglesia, «ya se han dictado sentencia condenatoria contra sí mismos», hablan de ganar almas «cuando de hecho no es ganancia, sino pérdida matar las almas de aquellos a quienes engañan». San Agustín escribe un tratado sobre las herejías y responde por medio de otros escritos a los muchos que le hacían preguntas sobre la materia. El santo podía hablar con conocimiento de causa ya que él mismo había militado en las filas del maniqueísmo, engañado por hombres que le decían que, «superada la terrible autoridad, querían con razones sencillas llevarnos a Dios y librarnos de todo error». En la concepción agustiniana, la esencia de la herejía consiste en que separa al cristianismo del centro de toda unidad, de la Iglesia que es nuestra madre como Dios es nuestro padre: «Lo que el alma es respecto al cuerpo, esto es el Espíritu Santo respecto del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia... Ved, pues, lo que tenéis que saber y temer: sucede que en el cuerpo humano se desgaja un miembro (una mano, un pie, un dedo). ¿Es que aquello desgajado sigue al alma? De ningún modo: mientras estaba en el cuerpo, tenía vida: ahora la ha perdido del todo. De la misma manera el cristiano es católico (a saber, miembro de la verdadera Iglesia) mientras está unido al cuerpo; pero, al separarse, se convierte en hereje; es el miembro amputado que no sigue al Espíritu». De ahí la bellísima exhortación que hace el Santo a los que, desde dentro o desde fuera, se llaman cristianos «Amemos a Dios nuestro Señor y amemos a su Iglesia: a Aquél como a padre; a ésta como a madre; a Aquél como a Señor, a ésta como a su servidora... Pero fijaos que se trata de un matrimonio fundado en un gran amor. Por eso, nadie ama al uno y ofende al otro. No me digas: me vuelvo "a los ídolos y consulto a los agoreros, pero no abandono la Iglesia de Dios, permanezco católico. Te equivocas: tienes al padre pero has ofendido a la madre. Otro, en cambio, me dirá: Oh, no; yo no consulto a los adivinadores, ni voy a adorar demonios, pero sí soy de la facción donatista. ¿Qué te aprovecha que no ofendas al Padre, si ofendes a la madre?... Carísimos míos: manteneos unidos a los dos, a Dios como a Padre y a la Iglesia como a madre».

Por estos mismos motivos, la Iglesia no puede menos de sentir aversión hacia esos desgarramientos causados en su ser por las herejías y los cismas. Sus teólogos, al mismo tiempo que contribuían a iluminar facetas doctrinales de un problema muy complejo, no han cesado de inculcar la gravedad de esos pecados. Según Santo Tomás, en el orden de los pecados y como oposición directa a la virtud de la fe, la herejía es el más grave de todos —junto con el del odio contra Dios del que procede, ya que comporta una soberana injuria a la soberanía de Dios. «La herejía, dice en otra parte el Santo Doctor, es un error en materia de fe, pero un error que nace de la pertinacia. Esta, a su vez, tiene su origen en el orgullo: es un gran orgullo, que empuja al hombre a preferir su parecer al de la verdad revelada». Suárez, en su tratado De Fide, escrito en respuesta a la Apología con que Jacobo I de Inglaterra pretendía defender la secesión religiosa de su reino, contiene material abundantísimo sobre el origen, las características y los tristes efectos de este género de rebeliones contra nuestra fe. La legislación canónica ha hecho, por su parte, otro tanto para impedir por medio de sanciones adecuadas que se extienda el mal y que el contagio imprudente de los fieles con sus autores resulte peligroso a sus almas. Si, en otros tiempos, las sanciones alcanzaron a los culpables en sus bienes temporales y hasta en sus propias vidas, fue debido en la mayoría de los casos al concepto político-social (además del religioso) que entonces llevaba consigo la herejía. De modo parecido, los Concilios y Sínodos de la Iglesia se han encargado en todos los tiempos de que tales desviaciones doctrinales no manchen la puridad del tesoro de la revelación. El Concilio Vaticano, saliendo al paso de ciertas tendencias que afloraban en el campo católico, condenó el parecer de aquellos que pensaban que, en determinadas circunstancias, podía haber motivo para cambiar de religión o poner en duda algunos de sus dogmas.

Toda esta severidad se explica teniendo en cuenta la importancia de la fe en toda la vida cristiana así como los desastrosos efectos —constatados por ejemplo en el protestantismo —a que las confusiones de la misma pueden dar lugar: «La fe es el más precioso de todos los bienes, ya que es el fundamento y la raíz de toda justificación y sin ella es imposible complacer a Dios y salvar para la eternidad el alma. Por esto la herejía es un crimen abominable y, en cierto sentido, el mayor de todos. Cristo, al enviar a sus apóstoles a la predicación, impuso a sus seguidores la obligación de creer so pena de ser condenados: “el que creyendo se bautizare, se salvará; el que no crea, será condenado’. Obligación fácil de comprenderse para quien tenga una noción exacta de Dios, del hombre, de sus mutuas relaciones y del precio de la verdad revelada. Por eso también los apóstoles tuvieron por la herejía la misma repulsión que el Divino Maestro. San Juan veía en ella la obra del anticristo y prohibía a sus discípulos que recibiesen o siquiera saludasen a los herejes; San Pedro y San Judas hablan de él con extrema energía y San Pablo lanza anatemas contra quienes voluntariamente la profesan».

 

COMPASION DE LA IGLESIA POR LOS HEREJES

 

Lo dicho no debe inducirnos a pensar que la Iglesia experimenta una especie de hedonismo en descubrir y perseguir todo lo herético y cismático. Hay intransigencia con el error y severidad con los que pertinazmente se adhieren al mismo. Pero su actitud es totalmente diversa con los que yerran por debilidad o con quienes, por causas ajenas a su querer, se ven envueltos en las redes de la herejía. Desarrollemos un poco este aspecto de la eclesiología católica, ignorado o maliciosamente interpretado por los que acusan al catolicismo de «inauditas crueldades» frente a los que no pertenecen a su redil.

Observemos, ante todo, que la aparición de toda nueva desviación doctrinal o jerárquica constituye para la Iglesia causa de profunda tristeza. «La Iglesia, escribe Mochler, se ha sentido siempre inundada de alegría cada vez que se apaciguaron sus insurgentes o quedaron arregladas las discordias en su seno. Recordemos la vuelta de los novacianos a la casa del Padre, descrita con frases emotivas por San Dionisio Alejandrino... Véase también cómo exteriorizaba el Papa Eugenio IV su profundo gozo al verificarse en Florencia (1439) la reunión de las iglesias del Oriente con Roma: ‘Alegraos, cielos, y saltad de vivísimo gozo, oh tierra’. Se ha desplomado el muro que dividía a la Iglesia del Oriente y del Occidente; han aparecido de nuevo la paz y la concordia; Jesucristo, piedra angular, ha reunido los dos muros y los tiene estrechamente unidos —en paz y en amor— por los vínculos de la eterna unidad. Después de infinitas amarguras y de negras tinieblas de una larga separación, ha brillado para todos el día sereno de la unión, el día ansiado. Alégrese nuestra Madre común al ver a sus lujos, separados hasta ahora, vueltos a ella en paz y en unidad. Ella que, durante la amarga separación, derramó tantas lágrimas, se ve ahora llenar de gozo y dar gracias al Omnipotente Dios. Que todos los fieles se alegren y que cuantos llevan el nombre de cristianos, feliciten a la Madre por la dicha que le ha cabido».

La razón latente en esta actitud es obvia: si el cuerpo humano sufre indecibles dolores cuando le arrancan alguno de sus miembros, la Iglesia tiene que sentir semejante desgarramiento cuando el error o el engaño apartan de su ser a aquellas partes vivas que hasta ahora formaban indivisible unidad. Gozarse en tales separaciones, sería pecar contra el Espíritu Santo.

Esto nos explica también los conatos llevados a cabo por sus grandes teólogos con el fin de limitar, en la medida de lo posible, el número de aquellos que deben quedar incluidos en esas categorías de herejes y cismáticos. Es una desgracia demasiado grande para no tratar de disminuir su proporción. Ya en San Agustín, empleado durante su vida pastoral en una lucha sin cuartel contra desviaciones de diverso género (maniqueos, donatistas, pelagianos, novacianos, etc.), se notaba aquel empeño: «Aquellos, escribía, que defienden su opinión, aunque falsa y funesta, sin espíritu de pertinacia sobre todo cuando no es fruto de su audacia y de su presunción, sino heredada de padres que sucumbieron al error, y si, además, buscan la verdad con prudente solicitud y se muestran dispuestos a corregir sus errores si alguna vez los descubren, tales personas no pueden en manera alguna ser catalogadas de heréticas». La línea de benignidad» dará pie, apoyada en la gran autoridad del obispo de Hipona, a muchos teólogos posteriores para profundizar en las posibles consecuencias de tal principio para la vida práctica.

Ha habido siempre en la Iglesia una especie de venerable tradición —aunque un tanto empañada en la última parte de la Edad Media y comienzos de la contemporánea— de ser paciente con los que yerran, de mostrarles los peligros del camino que han emprendido, de amonestarles una y otra vez con benignidad. Con ello no ha hecho sino seguir el consejo de San Pablo a su discípulo Tito sobre las repetidas amonestaciones que había de dirigir al sectario antes de evitarlo definitivamente «considerado que está pervertido, que peca y que por su pecado se condena» (Tit. 3,10-11). La historia nos dice que todos los grandes heresiarcas, desde Arrio hasta Lutero, fueron objeto de repetidas y paternales admoniciones por parte de la Santa Sede o de las autoridades eclesiásticas. Sólo cuando éstas resultaron fallidas, se recurrió a los anatemas y a la excomunión. Esta manera de proceder no tendría sentido si la Iglesia hubiera abrigado, respecto de los disidentes, las entrañas de odio y de venganza que a veces se le atribuyen. Los castigos no han sido sino un último y desesperado remedio consecuente al fracaso de las medidas de bondad empleadas anteriormente.

En nuestros días se nota igualmente una marcada tendencia a suavizar los modales y las expresiones cuando nos dirigimos a aquellos que no participan de nuestra fe. No se trata evidentemente de hacer concesiones imposibles ni de claudicar en materias doctrinales. Aquí la Iglesia da muestras de una severidad y de una firmeza que son las mejores garantías de su origen sobrenatural. Pero se quiere tentar la posibilidad de modificar la vía de acceso a nuestros interlocutores. El mundo del siglo XX —aun el que se llama cristiano— no es ya aquel bloque sólidamente católico de la Europa de la Edad Media. Vivimos rodeados de ortodoxos y protestantes, a veces como minorías de escasa fuerza política y cultural. El resto de la población se muestra indiferente en materias religiosas. Nuestro empeño más caro ha sido —y continua siéndolo— el retorno de nuestros hermanos separados al seno de la Iglesia. Una ley elemental de psicología nos enseña que, para entablar contacto con quienes no sienten como nosotros, hemos de empezar por ganar su benevolencia. Y ésta no puede conseguirse si las expresiones que empleamos para designar los sistemas o las desviaciones de que les hacemos cómplices, son duras e injuriosas. Tal es la tarea, ardua pero digna de todo elogio, que se han propuesto esos teólogos contemporáneos.

Las precisiones se refieren a veces al fondo de las doctrinas, otras a la nomenclatura empleada para individualizarlas. Se quiere, por ejemplo, investigar las condiciones requeridas para que una doctrina sea herética o para que personalmente haya verdadero pecado de herejía. Esta determinación nos lleva de la mano a estudiar la situación concreta de quienes, por razones totalmente ajenas a su voluntad, viven dentro de las comunidades protestantes y ortodoxas. Ello nos da pie para averiguar cuáles son las posibilidades de su participación en el Cuerpo Místico de Cristo y, por consiguiente, de su pertenencia a la Iglesia.

Los autores distinguen, ante todo, entre la herejía en cuanto doctrina y la herejía en cuanto pecado. Para que la primera tenga lugar, han de concurrir los siguientes factores: tratarse de una doctrina que se opone directamente y contradictoriamente a una verdad revelada por Dios y propuesta auténticamente como tal por la Iglesia. La enseñanza auténtica de que se trata, no debe tener siempre el carácter de solemnidad reservado a las definiciones conciliares o ex cathedra: basta, como lo enseña el Concilio Vaticano, el magisterio explícito, ordinario y universal. Pero, aun así, fácil es de ver cómo las limitaciones indicadas pueden de hecho contribuir a disminuir el número de errores doctrinales que se incluían en dicha categoría.

La herejía en cuanto pecado (hablamos del objetivo pues sólo Dios puede entrar en el santuario de la conciencia humana) consiste en profesar una doctrina herética y requiere también una serie de condiciones. Supone un error voluntario del entendimiento, relativo a alguna de las grandes verdades de la revelación. La conciencia completa tanto de la doctrina negada como del pleno asentimiento personal, pertenecen a la esencia misma del pecado. No se trata tampoco de una veleidad o de afirmaciones hechas sin apenas caer en la cuenta. El pecado de herejía lleva consigo otra cualidad: la pertinacia. Es una faceta que, indicada claramente en los Santos Padres, se inculca repetidamente en los documentos eclesiásticos y halla su confirmación solemne en el Derecho Canónico: «Hereje es aquél que, después de la recepción del bautismo, y reteniendo el nombre de cristiano, niega o pone en duda con pertinacia una de las verdades de fe católico-divinas propuestas a nuestra fe». Precisamente la carencia de esta cualidad ha obligado a los teólogos a distinguir entre herejía material (no culpable) y herejía formal (culpable) llamada también de mala fe. La distinción —parece inútil indicarlo— ayuda no poco a emplear con cautela frases que, tomadas globalmente, podrían ser contrarias a la justicia y a la caridad.

Dejando de lado la cuestión de las sanciones canónico-morales impuestas por la Iglesia para los culpables de herejía, pasemos a considerar el status legal, si nos es permitida la expresión, de las iglesias disidentes y de los miembros afiliados a ellas. Es un aspecto en que la eclesiología moderna ha abierto nuevas y consoladoras perspectivas, incluso para quienes no forman parte de nuestra Iglesia jerárquica. Formulado en sus líneas esquemáticas, el problema se plantea de la siguiente forma: ¿cuál es la situación de los muchos millones de personas que han nacido en el protestantismo, que viven y mueren en su seno? El desarrollo de la doctrina del Cuerpo Místico —debido en gran parte a las iniciativas del Papa Pío XII— nos ayudará a solucionar la cuestión.

«Las iglesias disidentes, escribe Journet, al separarse de la de Cristo, llevan consigo una porción mayor o menor de los tesoros de aquélla. Tal vez conservan todos los libros de la Biblia y aun toda la fórmula del Símbolo de la fe. En cambio, la caridad queda destruida por el pecado del cisma; la fe y la esperanza teologales quedan arrancadas de raíz por el pecado de la herejía. Los caracteres sacramentales permanecen intactos. La administración de los sacramentos puede perpetuarse con tal de que no existan aberraciones heréticas que lo impidan... Pero aun estos sacramentos, conferidos y recibidos por personas que viven en el pecado de la herejía y del cisma, se confieren y se reciben sacrílegamente; por lo que sus efectos santificadores quedan impedidos por las malas disposiciones de quienes los reciben. Una armadura visible, un esqueleto sin la vida de la gracia v del amor, he ahí lo que es —en su estado puro— el concepto de una iglesia cuyos miembros están infeccionados por el cisma y la herejía».

Dentro de estas iglesias puede haber miembros que se hallan en muy distintas condiciones. No faltarán algunos que han pasado a sus filas tras una apostasía formal del catolicismo. Otros habrán tenido en su vida ocasiones de conocer la verdad, pero han preferido resistir a las llamadas de la gracia para permanecer conscientemente en el error. Un tercer grupo no solamente conoce la verdad de la Iglesia Católica, sino que se ha tomado el triste deber de impugnarla por todos los medios posibles, incluso el de las groseras calumnias gracias a las cuales logra sembrar la duda o conseguir apostasías entre los católicos. En estos y parecidos casos (no tan infrecuentes como a veces se supone) resulta difícil excusarlos, al menos objetivamente, de mala voluntad. Probablemente tendrían que ser incluidos en la definición general de herejes en el pleno sentido de la palabra.

Pero, junto a éstos, hallamos otra masa de fieles situada en circunstancias bien distintas. Nacieron en aquellas iglesias, recibieron válidamente el bautismo en ellas y se abren a la vida en las mismas. ¿Qué les ocurre al correr de los años? «Por el bautismo, escribe Congar, aquel niño queda incorporado verdaderamente a Cristo y a su Iglesia. En este punto, la doctrina tradicional es unánime e inconmovible: los niños bautizados válidamente en las iglesias separadas son auténticos cristianos y miembros de la única Iglesia de Jesucristo: «Si alguno dijere que el bautismo administrado aun por los herejes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero, sea anatema». Nuestro pequeño protestante ha recibido en su bautismo el sello de Cristo (el carácter bautismal), la gracia santificante, la fe y la caridad infusa. Por razón de estos dones y de estos principios, está destinado un día a la profesión de fe, a la participación de los sacramentos, a la plena expansión de su vida cristiana en el seno de la Iglesia, en la concordia y la comunión católica y bajo la influencia de la jerarquía apostólica. Si no ocurre así, se deberá a una anomalía respecto de la gracia de su bautismo.

Una vez llegado al uso de la razón y al pleno desarrollo de sus facultades, empieza también la tragedia de su vida. Las hipótesis que pueden ocurrir son varias. Unos pertenecerán al grupo ya descrito de los que, a sabiendas, «rechazan la luz», o se entregan en un esfuerzo vano a luchar contra ella. Otros, debido a la escasa firmeza o a las positivas contradicciones doctrinales de muchas iglesias, así como por la falta de medios sacramentales, litúrgicos o pastorales que reciben, caerán en el indiferentismo religioso o en el ateísmo. A otros será su misma existencia desarreglada en materias de moral, la que los empujará al abandono de toda práctica religiosa, aunque todavía conserven el nombre de cristianos... Pero, habrá también núcleos que se encuentren en muy distintas circunstancias: hombres y mujeres de buena voluntad que hacen lo que está de su parte y siguen practicando la religión en que nacieron y en la que han crecido: «Este disidente de buena fe no hallará nunca en su secta o en su iglesia la totalidad de los principios de vida-con-Cristo que son también los principios de realización y de unidad de la Iglesia. Y, sin embargo, a la medida que encuentre algunos de ellos, el disidente será —a causa de ellos— miembro de la Iglesia: lo será por su carácter bautismal, por la gracia, por la fe sobrenatural, por los dones sacramentales si es que su iglesia posee verdaderos sacramentos. En cambio, no lo será por una profesión expresa de la verdadera fe, ni por la plena vida sacramental, ni por la animación interior de la comunión católica de la fe, del amor y de la ayuda fraternal que, reguladas por la jerarquía apostólica, constituyen el verdadero sello de la unidad».

¿Cuál es, en definitiva, su situación? Según varios eminentes teólogos, la siguiente: «Si el disidente, incorporado por el bautismo a la Iglesia Católica, no peca en ningún momento de su vida contra la luz; si en la adhesión a su iglesia o secta procede de buena fe, es decir, si el error suyo relativo a la verdadera forma del cristianismo es invencible... entonces su adhesión, objetivamente desviada, se dirige moral y realmente a Cristo y a su Iglesia, aunque no lo haga externamente; honra a Dios, aunque no en verdad. La ignorancia invencible le excusa de la falta de no adherir expresamente a la Iglesia de Jesucristo.

Aquí, lo mismo que hemos indicado en otra ocasión, es inútil conjeturar sobre el número de protestantes incluidos en esta categoría. Pío IX nos aconseja callarnos y no tratar de imponer límites a la misericordia divina. Todo depende «de la variedad de pueblos y de regiones, así como de las circunstancias de los individuos». El trato con personas protestantes sugiere, a primera vista, la existencia de un número elevado de almas que se encuentran en esta situación.

En todo caso, la doctrina contiene muchos aspectos consoladores para nuestros hermanos separados. La Iglesia de Cristo posee numerosos miembros que parecen serle extraños pero que, de hecho, le pertenecen. San Ambrosio pedía a sus oyentes no llorasen la muerte de Valentiniano, muerto catecúmeno y sin poder recibir el bautismo: «Pero, decidme, ¿qué otra cosa hay en nuestra mano si no el pedir? Ahora bien; Valentiniano quiso ser iniciado en el cristianismo y, aun antes de venir a Italia, me significó que deseaba recibir el bautismo después de mí. ¿Creéis que no habrá recibido la gracia? Ciertamente... pues si los mártires han sido purificados en su sangre, él lo ha sido en su deseo» San Agustín habla —refiriéndose en concreto a los herejes— de «almas que parecen estar fuera de la Iglesia cuando a la verdad están dentro de ella?. «Hay, concluye San Gregorio Nazianceno, muchos cristianos a quienes no podemos considerar como nuestros; su género de vida los aleja del cuerpo de la comunidad. En compensación, muchos extraños son de los nuestros: todos aquéllos que reciben primeraramente la virtud y luego la fe. A éstos les falta solamente el nombre (de cristianos) pero están ya en posesión de la realidad».

Su situación —como individuos y como instituciones— es, a la verdad, anormal, violenta y de continua tensión, ya que Cristo desea positivamente que formen parte de su Iglesia. Lo exigen, aun por el lado personal, la provisión de medios para salvarse, las dificultades de todo género que encuentran a su paso, las incertidumbres o las auténticas falsedades doctrinales que con frecuencia se le ofrecen en la comunidad disidente en que vive. Por otro lado los medios de salvación que en su propia iglesia consigue, le vienen por la relación que ella tiene con la verdadera Iglesia de Cristo: «Nadie, dice San Agustín, puede conseguir la vida eterna si no tiene por Cabeza a Cristo; y nadie tiene a Cristo por Cabeza si no es miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia». Las explicaciones teológicas de esta relación de los no católicos con la Iglesia pueden variar, pero en el fondo, todos coinciden en admitirla como secreto explicativo del influjo misterioso pero continuo que reciben de ella. Como escribía no hace mucho el Santo Oficio al arzobispo de Boston: «Para que una persona obtenga la salvación eterna, no es siempre indispensable que esté de facto incorporado a ella a título de miembro, pero sí es necesario que le esté unida al menos mediante el deseo y el anhelo. Todavía, tampoco es siempre necesario que estos deseos sean explícitos como en el caso de los catecúmenos. Cuando alguno se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así por quedar incluido en la buena disposición de ánimo, mediante la cual desea conformar la propia voluntad con la de Dios.

Concluyamos, pues, con estas líneas de Journet: «Lo que importa saber es que la Iglesia es el nudo de la vida espiritual de la humanidad. Todas las criaturas tienden a unirse en la unidad de la Iglesia. Todos los hombres en los que se esconde algo de sagrado, están en marcha —sépanlo ellos mismos o no— hacia aquella Jerusalén, en cuyo centro se ofrece realmente cada día el Santo Sacrificio de la Cruz y del que desciende sobre cada generación fugitiva la secreta lluvia de los cielos. La Iglesia es, pues, la oscura bienhechora de todas las almas, de las que están dentro y de las que yacen fuera de su abrazo. En la noche que cubre el mundo, Ella atrae hacia sí todo aquello que se niega a morir. La Iglesia es la epifanía (manifestación) perpetua y el anuncio realizado del profeta Isaías: «Mira que sobre ti se levanta la gloria de Yavé y se manifiesta su gloria; las naciones andan a tu luz y los reyes a la claridad de tu aurora».

Estos teólogos que han trabajado tan meritoriamente en clarificar las relaciones existentes entre los no católicos y la Iglesia, se han esforzado también en suavizar la nomenclatura empleada al referirnos a ellos. Hay expresiones que, con el correr de los siglos y por adjuntos históricos diversos, se han convertido en injuriosas. Tal ocurre con las palabras herejía y cisma y sus correspondientes hereje, cismático, protestante, etc. Tanto Journet como Congar han propuesto que las primeras queden sustituidas por el término general de disidencia (dissidence) y las segunda por disidentes, hermanos separados, etc. Congar ha compilado los textos pontificios y litúrgicos que refrendan su posición. La tendencia merece nuestro aplauso y son ya muchos los autores que se adhieren a ella —aunque sin comprometerse a omitir siempre palabras tan consagradas por la historia y exigidas a veces por el contexto.

Otra cosa es la de saber si las personas a quienes dirigimos esas expresiones, se sienten satisfechas con ellas. Limitando nuestras consideraciones a los protestantes, hay entre éstos muchos que se niegan a renunciar a las palabras protestante y protestantismo para designar su verdadero status dentro de las comunidades cristianas. Existen muchos trabajos —sobre todo en Norteamérica— redactados para justificar estos apelativos que consideran como «auténticos timbres de gloriar». En esta hipótesis, sería ridículo de parte nuestra abandonar sistemáticamente un término que ellos emplean. Por otra parte, ocurre también preguntar si las palabras propuestas son realmente sustitutivos honorables a los ojos de aquellos a quienes se aplican. De la palabra disidencia y disidentes nos permitimos sinceramente ponerlo en duda. Y pensamos que el razonamiento se deba aplicar, aunque quizás en menor proporción, a la expresión de iglesias separadas y hermanos separados. Es verdad que. en nuestra intención, significan, a la vez que el hecho del desgarramiento suyo de la Iglesia madre, nuestra afirmación de que —a pesar de todo— continúan siendo hermanos nuestros. Temo, por una experiencia personal con protestantes de muy diversos orígenes, que no todos ellos le atribuyan el mismo sentido. Al menos eso es lo que se deduce de algunas publicaciones

Hay —por lo que parece— una sola palabra que les halagaría de verdad: la de cristianos. Pero ésta es demasiado sagrada para que, sitie additamento, se la podamos aplicar por tratarse de un apelativo que primo et per se pertenece a quienes somos miembros de la Iglesia Católica. No es que a ellos se la queramos negar; pero ha de ir acompañada de un adjetivo que indique su situación de separados de la Catholica. Por eso nos parece que no hemos dado todavia con la expresión que solucione nuestras mutuas relaciones. Lo importante, como se ve, es que la terminología empleada y los vocablos usados estén inspirados por la caridad que siempre ha de distinguir a los discípulos de Cristo-Jesús.

 

ECUMENISMO Y DIVISIONISMO

 

Para los católicos, la única solución viable al divisionismo reinante en las iglesias separadas, está en su retorno al seno de la Madre de la que un día se apartaron. La Iglesia rechaza la teoría de la coexistencia de varias instituciones y sociedades del mismo origen divino y de su semejante participación en la verdad evangélica. Durante el Concilio Vaticano se había preparado un canon en el que se condenaba a quienes defendieran que: «la Iglesia verdadera no es un cuerpo compacto, sino que se compone de sociedades cristianas, diversasseparadas» en desacuerdo en materias de fe o en cuanto a la comunión, pero, no obstante todo ello, formando como miembros parte de la Iglesia universal. Respecto a las modalidades del retomo, los últimos Papas han enseñado cuáles son los caminos que Ella no puede aprobar y por qué medios se ha de procurar: «La unión de los cristianos, escribía Pío XI en su encíclica Mortalium animos (1928) sólo se puede fomentar promoviendo la vuelta de los disidentes a la verdadera Iglesia de Cristo que en otro tiempo desgraciadamente abandonaron. A aquella única Iglesia, decimos, patente a todos y que ha de permanecer perpetuamente como El la instituyó para común salud de todos los hombres... Y puesto que el Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia, es a la manera de su cuerpo físico, uno, compacto y unido consigo mismo, resulta inepto y absurdo decir que el Cuerpo Místico puede constar de miembros dislocados y separados. Por consiguiente, todo aquel que no está unido con él, ni es miembro suyo ni está unido a Cristo como Cabeza».

Los protestantes, tomados en bloque, rechazan esta solución. En opinión de un número creciente de ellos, la respuesta adecuada al angustioso problema divi-sionista se debe buscar en el movimiento ecuménico que, durante estos últimos decenios, se ha apoderado de una buena parte de sus comunidades. Sus palabras adquieren acentos de verdadero lirismo cada vez que abordan el tema: «El ecumenismo, dice el obispo episcopaliano F. McConnell, significa el principio del fin de nuestras divergencias denominacionales». «Durante dieciocho siglos, añade Van Dusen, la vida de iglesias cristianas ha estado señalada por la ininterrumpida sucesión de divisiones y cismas... Con pocas excepciones, la tendencia de la cristiandad ha sido claramente centrífuga... En cambio, durante los últimos cien años no ha habido ruptura de importancia entre los grupos cristianos. Al contrario, hemos sido testigos de notables esfuerzos —y de muchos positivos resultados— en el camino de la reunión. Este es el significado profundo de la ola montante de unionismo’ que los futuros historiadores habrán de señalar como el suceso más importante del siglo XX». «El embarazo protestante, concluye Kerr, en presencia de sus divisiones sólo puede medirse con el rápido progreso del movimiento ecuménico de nuestros días. Como fenómeno religioso contemporáneo, dicho movimiento es signo certero de que el protestantismo ha dejado de ser centrifugo para convertirse en centrípeta. Estamos viviendo un gran momento: las denominaciones protestantes se están uniendo a paso acelerado; los fragmentos dispersos empiezan a unirse; nuestra historia está cambiando y hay un movimiento de gravitación que va de la periferia al centro; finalmente los miembros separados de nuestras antiguas familias eclesiásticas responden al llamamiento de la reunión con una alegría y una rapidez que hubieran sido inconcebibles en otros tiempos. Indudablemente, la tendencia protestante moderna es de signo unitivo y cooperativo».

Uno de los autores que con mayor extensión —y casi con matemática precisión— ha estudiado y catalogado las diversas uniones realizadas en el seno de las iglesias de la Reforma, ha sido el ya citado profesor H. Van Dusen en su libro: World Christianity, Yesterday, Today, Tomorrow, New York, 1947. La lista cronológica de uniones —incluida la fundación de muchos organismos de mutua cooperación que nada tienen que ver con el ecumenismo propiamente dicho— abarca más de veinte páginas. Su mera lectura resulta impresionante al menos como índice del anhelo protestante de mayor unión— y también como ejemplo de organizaciones prácticas creadas por sus dirigentes en el campo misionero, eclesiástico y social.

El autor distingue ocho diferentes tipos de amistad (fellowship) y de cooperación promovidos por sus iglesias:

1) asociaciones de individuos pertenecientes a diversas iglesias (la London Missionary Society);

2) conferencias celebradas por individuos de diferentes organizaciones (así muchas de las reuniones que se celebraron durante la segunda mitad del siglo pasado en países de misión);

3) asociaciones integradas por personas provenientes de diversas iglesias (los ejemplos más claros son los de sus organizaciones juveniles: Y. M. C. A. y Y. W. C. A.); 

4) conferencias internacionales con miembros delegados oficialmente por las iglesias (las de Edimburgo —1910— y Amsterdam —1948—);

5) organizaciones internacionales de iglesias desparramadas en muchas partes (por ejemplo la Unión mundial bautista, presbiteriana, metodista, etc.);

6) asociaciones formadas por diversas iglesias, pero reunidas con fines universalistas (así las sociedades bíblicas, las de las escuelas dominicales);

7) federaciones de iglesias como tales (en general las National Christian Churches, el movimiento de Faith and Order, el mismo Consejo mundial de las iglesias);

8) las iglesias unidas orgánicamente entre sí (a veces entre miembros de una misma familia: luterana, presbiteriana, etc., otras por la unión de agrupaciones que estaban desligadas mutuamente, por ejemplo la Church of Christ in China, y últimamente la Union of the South India Church.

Como decimos, todo esto es hermoso y no seremos nosotros quienes escatimemos nuestra admiración y nuestras alabanzas a los esfuerzos y al progreso realizados. Indudablemente, como ha dicho un documento pontificio, en este remover de las conciencias de nuestros hermanos separados empujándolos a la busca de la unidad perdida, está trabajando la gracia del Espíritu Santo. Por eso: «este magnífico trabajo por la integración de todos los cristianos en una Fe y en una Iglesia tiene que formar parte cada día mayor de nuestro trabajo pastoral y convertirse en objeto de preocupación de todo el pueblo cristiano en sus oraciones y súplicas... Todos, pero principalmente los sacerdotes y religiosos, deben tratar de promover y fecundar esta labor con sus oraciones y sacrificios»

Pero aquí sólo tratamos del movimiento ecuménico en cuanto se nos propone —de parte de las iglesias separadas— como remedio eficaz para curar su desintegración. ¿Cuáles son, bajo este aspecto, las características que presenta? Las que indicamos a continuación, advirtiendo de antemano que la carencia de una voz autorizada, así como una teología demasiado fluctuante, dificultan enormemente el trabajo de compilación.

1) La unidad de las diversas iglesias —que por hipótesis se busca— es algo real que ya se posee, aunque su manifestación deje bastante que desear. Algunos de sus promotores hablan de esto como del verdadero «descubrimiento» que va a señalar un hito en la historia del ecumenismo. En Amsterdam (1948) se habló claramente del mismo: «Dios ha dado a su Pueblo en Jesucristo una unidad que es creación suya y no logro nuestro. Damos gracias al Señor porque su Santo Espíritu nos ha reunido haciéndonos ver que no obstante nuestras divisiones, somos uno en Jesucristo». Desde entonces la idea halla eco en todos sus dirigentes: «La Iglesia es una, exclama el obispo luterano Lille. Ningún esfuerzo humano sería capaz de hacerla, si es que ya no lo fuese. Todo lo que tenemos que hacer es reconocer y entender de nuevo este hecho básico». «Nuestro esfuerzo, continúa Wissert Hooft, presidente del Consejo Ecuménico, sería incapaz de hacer la Iglesia una. Si la voz de Dios que nos llama es una, eso quiere decir que Él nos mira ya como un pueblo y una familia. Podemos dividirnos en cuantas organizaciones, confesionalidades y denominaciones queramos: a los ojos de Dios, todos aquellos que responden a su llamada forman ya un cuerpo. La Iglesia de Dios no puede dividirse porque la unidad pertenece a su misma esencia... A nosotros nos toca manifestar lo que implica esta vocación común, liberar a la Iglesia de Dios de sus ataduras terrestres y hacer visible al mundo y a nosotros mismos que somos partícipes de un mismo llamamiento celestial»

2)  El ecumenismo es la única manera de hacer frente a la fuerza cada día mayor del catolicismo, aun en naciones en que antes su situación era precaria. La actitud parecerá un tanto extraña y seguramente no todos sus defensores la mantienen con la misma firmeza. Pero está latente en sectores muy influyentes del movimiento, aun de aquellos que externamente se muestran más condescendientes. Van Dusen indica este motivo entre los que hacen imperativo el ecumenismo moderno. En los Estados Unidos —parte integrante y fuerza financiadora del Consejo mundial de las iglesias— este sentimiento es muy común. Por ejemplo, Clayton Morrison lo ha expresado en términos amargos que no dan lugar a duda y aun se ha felicitado de que: «el movimiento ecuménico protestante se esté orientando en dirección opuesta a la que conduce a Roma». «Por lo que al protestantismo se refiere, nos vuelve a decir Kerr, el imperativo ecuménico se presenta como un ultimátum. No hay manera de oponerse al resurgente romanismo de nuestros días si nosotros, los protestantes, no podemos hablar con una sola voz. Hay que pensar por encima de nuestros particularismos y de nuestras diferencias históricas con el fin de formar ese frente común».

Esto nos explica el hecho inconcebible de que algunos de los más entusiastas ecumenistas en Ginebra, sean a la vez los mayores promotores de la penetración protestante en la Iberoamérica. O que, mientras unos hablan con fervor de neófitos de la necesidad de «restañar las heridas» causadas por la Reforma del siglo XVI, otros defiendan abiertamente la tesis de que aquel hecho histórico —en lo que se refiere a los países latinos— no fracasó, sino sencillamente se retrasó para empezar a actuar con nuevo empuje en la época contemporánea precisamente en aquellas repúblicas sudamericanas que «se creían incorporadas a la Iglesia de Roma». La prueba más evidente de esta actitud ambivalente —no empleamos otra palabra— se ha dado últimamente al elevar al cargo de uno de los presidentes del Consejo Ecuménico de las Iglesias al obispo metodista uruguayo, Sante Barbieri, apóstata del catolicismo y representante de las iglesias separadas de Iberoamérica.

3)  En el esquema presentado, las iglesias como corporaciones y los individuos como miembros de las mismas, habrán de conservar intactas las libertades y los particularismos «heredados de la Reforma». Es otro de los prerrequisitos de su participación dentro del ecumenismo. Las razones aducidas para mantener esta posición son varias. Para unos fue el «Espíritu de Dios» el que inspiró a sus iniciadores la adopción de aquellas peculiaridades, aunque fueran contrarias a toda la tradición cristiana. Según otros, refiriéndose sobre todo a materias teológicas, el ecumenismo no pretende imponer a sus miembros ninguna uniformidad dogmática o moral, sino que deja a sus participantes un margen suficiente en materia de «opiniones doctrinales». Después de todo, nos dice Leiper, tengamos en cuenta que: «Cristo nos dijo: ‘Seguidme a Mí’ y no añadió: ‘hallad la perfecta teología o la unanimidad en cuestiones de órdenes y de sacramentos’». Se nos repite continuamente que: «es necesario proteger la diversidad, la flexibilidad y la libertad dentro de cada una de las expresiones estructurales del unionismo cristiano». «Dentro de la iglesia (ecuménica) escriben dos de los miembros de la Conferencia de Oberlin (1957) tiene que haber libertad de expresión en lo que respecta a las verdades que el Espíritu Santo inspira a sus escogidos. Entre los equívocos prevalentes entre nosotros ninguno tiene menos fundamento que aquel que supone que la noción de unidad tiene que equipararse con el de uniformidad. Dios nos ha hecho distintos los unos de los otros para que nuestras vidas se enriquezcan con esa variedad. Y así como las naciones presentan su gloria y sus tesoros en la Ciudad Eterna, así también las iglesias contribuirán con sus diversas doctrinas y tradiciones al enriquecimiento total del pueblo de Dios». La magnitud de las divergencias no parecen asustarles, aunque éstas contengan materias como las siguientes: «las teorías de la revelación, de la razón y de la inspiración..., los diversos modos de concebir la divinidad de Cristo, la naturaleza de la Iglesia, los medios de la gracia, los sacramentos», etc.

4) No se puede pensar en un retorno a Roma ni en una sumisión incondicional a sus exigencias, totalmente inaceptables para las iglesias de la Reforma. Ya Pío XI, en el documento antes citado, se refería a la existencia de aquellos cristianos que, a pesar de hablar sin cesar de «nuestra comunión fraternal en Cristo Jesús», se niegan en absoluto a aceptar ninguna insinuación relativa a su obediencia al Vicario de Cristo. Creemos que la formación del Consejo mundial de las Iglesias, en vez de disminuir, ha aumentado el número de los que piensan de la misma manera. «Descartemos, dice Macfarland, la idea de un gran cuerpo central según el modelo de Roma con autoridad y poderes de intervención en los demás. Esto ni es posible, ni deseable». «La Iglesia visible del futuro, nos asegura McNeil, no será una imitación de ninguna de las iglesias del pasado, ni un remiendo de varias de ellas, ni un museo de viejos fragmentos teológicos. Será una comunión vital de miembros libres, cada uno consciente de ser parte de una sociedad santa y en comunión con innumerables hermanos esparcidos por toda la tierra» «Es un peligroso equívoco, advierte el presidente del Consejo mundial, pensar que la única alternativa a nuestra desunión se halla en la creación de una super-iglesia monolítica e imperialista —en una especie de leviatán. Nuestro objetivo consiste precisamente en mostrar al mundo la maravillosa combinación de autoridad y libertad, de unidad y de diversidad, de participación en una idéntica vocación y en la variedad de dones descritos por San Pablo en el capítulo doce de la primera epístola a los Corintios. Y sería imperdonable derrotismo pensar que éste es un mero sueño eclesiástico que nunca se verificará».

 

VALORACION CATOLICA DEL ECUMENISMO

 

En estas hipótesis —que son las reales aunque a veces ciertos escritores prefieran silenciarlas—, ¿cuál es el valor del ecumenismo como «cura radical» de los divisionismos existentes en las iglesias separadas?

Ante todo, es mucho decir que el protestantismo, tomado en su totalidad, se adhiera al movimiento. Quedan al margen del mismo la mayoría de las «sectas». Dentro del protestantismo oficial se han fundado organizaciones antagónicas, tales como la Asociación Nacional de Evangélicos, el Consejo Internacional de Iglesias cristianas de McIntire, etc. Ralph Roy ha podido hablar de ellos como de «apóstoles de la discordia» y «saboteadores de la cooperación protestante». Su fuerza no es despreciable y va extendiendo su influjo en el extranjero. Entre las mismas «iglesias históricas», el entusiasmo ecuménico —entendido al estilo de Ginebra— está en relación inversa a su deseo de conservar las enseñanzas dogmáticas trasmitidas por sus mayores. En general, el grupo llamado «fundamentalista» ha tributado una acogida muy fría al ecumenismo. Resulta, por el contrario, curioso comprobar el entusiasmo de los sectores liberales por todos estos conatos de unión, lo que ha impulsado a no pocos autores a lanzar un grito de alarma por miedo a que, con sus compromisos dogmáticos, quede mal parada la integridad doctrinal del cristianismo. Creemos, salvo meliori, que no les falta razón.

Nos parece totalmente antihistórico hablar de una «liquidación» del faccionismo religioso como consecuencia del ecumenismo. «Aunque el siglo XX, escribe Morrison, ha sido testigo de un número mayor de fusiones (mergers) que las ocurridas en toda la historia del protestantismo norteamericano, hay que tomar con tristeza nota de que estos últimos decenios han visto formarse en su periferia más sectas que ningún otro período anterior. El proceso integrativo queda anulado, por no decir otra cosa, por el desintegrante. La herencia de estos brotes divisiorios es una realidad de hoy aun en nuestras más conocidas iglesias». Una visita a los territorios de misión constituye en este punto un irrefutable alegato. Y eso que todavía nos hallamos en las primeras generaciones de cristianos —en el pleno campo de «iglesias jóvenes»— sin que haya habido tiempo de que envejezcan, se cansen del estado presente y opten por un cambio de posición. El responder con Van Dusen que: «ninguna de estas sectas se ha desarrollado todavía hasta el punto de constituir una iglesia mayor con garantías de permanencia» nos parece un fallo de lógica. La tendencia disgregativa de una iglesia —aquí la protestante— no se mide por la fuerza económica o numérica que sus engendros puedan alcanzar, ya que esto depende de múltiples factores externos, sino de esa especie de necesidad cuasi-física a la proliferación. Y ésta aparece en nuestros días con el mismo o mayor vigor de otros tiempos.

A los ojos del observador imparcial, esa unificación que se busca —aun en la hipótesis de una completa verificación— deja el problema del fraccionamiento protestante poco más o menos donde estaba. Es verdad que se han llevado a cabo numerosas reuniones, unas de tipo orgánico, las más de carácter federativo o simplemente fraternal. Con esto, el protestantismo aparece hoy ante el mundo mucho más unido de lo que estaba hace algunas generaciones. Y sus autores pueden gozarse en calcular el tiempo que, al ritmo actual, se habrá obtenido la «deseada unidad». No quisiéramos desilusionar a nuestros hermanos separados, pero tememos que —en buena parte— se estén engañando a sí mismos con el espejismo de una realidad que no existe todavía más que en deseo. Mientras no se aborden —y se resuelvan favorablemente— las grandes diferencias dogmáticas y las cuestiones de la autoridad, sus esfuerzos están condenados a quedarse a medio camino. «Sería un disparate, escribe Kerr, pensar que, al fin, se ha hallado el remedio del divisionismo protestante en el Consejo mundial de las iglesias. Las proclividades negativas del protestantismo, su confusión y su ambigüedad aun respecto de la meta que busca, su ineptitud en descubrir la razón misma de su protesta, todo esto queda en pie aun después de la creación de este organismos . La solución hallada en la Unión de la Iglesia del Sur de la India: libertad individual en materias doctrinales; compromisos en cuestión del episcopado, de órdenes y de sacramentos, aun conservando significados del todo diversos en las distintas confesionalidades, un sincretismo doctrinal y litúrgico contrario a los principios evangélicos... todo esto ha dejado fríos a muchos que habían abrigado grandes esperanzas sobre este movimiento.

Por todos estos motivos —y no obstante nuestras simpatías personales hacia un movimiento que indudablemente ha acarreado grandes beneficios al cristianismo— continuamos creyendo que el ecumenismo, al menos en su estadio actual y mientras no abandone su política presente, no puede por sí solo conducir a la eliminación de los divisionismos existentes. «Allí donde se opina de mil maneras, pero apenas se cree, escribe Moehler, no es presumible la unidad en la fe. El acuerdo en la indiferencia, es decir, en concedernos el derecho recíproco de pensar lo que se quiera, tiene que ser el único resultado de tal actitud. Ello significa, a su vez, que se trata de opiniones humanas». El ecumenismo servirá de hecho a no pocos para conocerse mutuamente, penetrar en los tesoros del Evangelio y de las Iglesia y para caer en la cuenta del anacronismo y de lo criminal de las propias separaciones. En tal ambiente, el Espíritu Santo podrá actuar en las almas con luces e inspiraciones que superan nuestra imaginación. La Iglesia lo espera así. Por eso contempla con simpatía los esfuerzos llevados a cabo en tales reuniones: «El Papa, escribía Benedicto XIV a los delegados de Lausana. no intenta en modo alguno desaprobar vuestro Congreso para aquéllos que no están en unión con la Cátedra de Pedro. Al contrario, desea ardientemente y pide que sus delegados puedan, con la gracia de Dios, ver la luz y venir a unirse con la cabeza visible de la Iglesia, por quien serán recibidas con los brazos abiertos».

Roma permanece en la misma actitud. Espera, observa y, sobre todo, pide al Señor que se cumplan los anhelos de todos. «Como lo muestran numerosos documentos pontificios, nos dice el Santo Oficio en 1949, la Iglesia nunca ha cesado ni cesará de promover y de preocuparse incesantemente con sus oraciones cualquier conato que tenga por objeto aquel deseo tan caro al corazón de Cristo Nuestro Señor: que todos cuantos creen en El, sean consumados en la unidad». He aquí el grande, el único remedio eficaz para los males de divisionismo que padecen las iglesias disidentes.