|  HISTORIA DELA IGLESIA. EDAD MEDIAJOSÉ SANCHEZ HERERO ÍNDICE GENERAL   Presentación. Bibliografía. Capítulo I. Las iglesias cristianas durante los siglos VI y VII.   1.   Las invasiones germanas y sus consecuencias para la   vida de la Iglesia.    a) Los germanos. b) Ulfíla, el apóstol amano de los germanos.   c) El arrianismo, religión nacional de los diferentes   5   reinos germano-romanos. d) La leve persecución en el reino visigodo de la Galia .   e) La sangrienta persecución de los vándalos en el norte      de África.    f) Teodorico, rey de los ostrogodos, entre el arrianismo y el catolicismo. g) Los burgundios, los arríanos más tolerantes.   2.   La vuelta de Occidente al catolicismo.   a) La Iglesia de las Galias. b) La rápida desaparición del arrianismo.   c) En los límites del Imperio romano.   3.   La continuación de las discusiones sobre el problema   trinitario. a) La cuestión cristológica. El nestorianismo.   b) El concilio o los concilios de Éfeso (431).   c) El monofisismo. El latrocinio de Éfeso (449).   d) El concilio de Calcedonia (451). 21   e) La historia posterior a Calcedonia. La separación de   las iglesias   4. El papado durante el siglo V y primer cuarto del siglo VI. a) El papa y su poder: control y centralización.   b) El primado romano y los patriarcas orientales a comienzos del siglo VI.    c) La rivalidad entre Roma y Constantinopla. El Henotikón. El cisma de Acacio. d) Italia ostrogoda. El primado romano en Occidente .      e) Teodorico (493-525), árbitro del papado. La doble   elección papal del año 498.    f) El proceso de Boecio y el papa Juan I.   5.   6.      La iglesia imperial bizantina en la era del emperador   Justiniano (527-565). a) Justiniano. 31   b) Los sucesores de Justiniano. El monoenergetismo.   c) El sínodo de Trullo (691-692) y la religiosidad de la   Iglesia de Oriente. 6   Las iglesias nacionales occidentales durante los siglos VI y VII. a) La Iglesia de la Hispania visigoda en el siglo VI.   Leovigildo (571/72-586). Recaredo (586-601)   b) Italia. c) África. d) Francia. 44   7. El pontificado de Gregorio I Magno (590-604).   a) Orígenes y formación de Gregorio Magno.   b) La romanidad de Gregorio. c) Las obras y tratados pastorales.    d) La obra disciplinar y jerárquica. e) La adaptación como principio de actuación misionera. f) El apostolado misionero. g) Las relaciones con Oriente. h) Gregorio y los comienzos del Patrimonio de San   Pedro.    i)   Gregorio, «servus servorum Dei». 8. El culto a los santos en Occidente.    I.   Los comienzos.    a) Los cuerpos de los santos y sus reliquias .   b) Los fundamentos del culto a los santos y su   suceso.    II.   El desarrollo del culto a los santos (430-604).   a) El desarrollo del culto a los santos.   b) Formas de culto. 60   c) El santo y sus fieles. d) Consecuencias. 9.La liturgia, la vida religiosa. Siglos IV al VIII.   I.   La liturgia durante los siglos iv al vi.   a) La liturgia de los sacramentos. La Eucaristía.   b) La iniciación cristiana.    c) Las ordenaciones sagradas. 68   d) El matrimonio. e) La liturgia de la muerte. II. La liturgia durante los siglos vn y viii.   a) La liturgia. 70   b) La pastoral popular. 10. El monacato en Occidente. a) La reglade san benito  b) La era monástica.    c) La expansión plural del monacato. Siglos VI, VII y VIII   XI   11. Las letras cristianas. a) Italia: Boecio (c.480-c.524), Casiodoro (c.490-583),   Gregorio I Magno (c.540-604). b) Francia: San Gregorio de Tours (538-594) y Venancio Fortunato (c.530-600). c) La aportación cultural hispana: San Isidoro de Sevilla (570-636).    d) Los medios culturales monásticos de las Islas Británicas. Beda el Venerable (672-725).   Capítulo II. Los dos imperios, Oriente y Occidente   (730-888) 1.   La Iglesia oriental. El iconoclasmo. a) La primera fase de la contienda (730-775).   b) La primera restauración del culto de las imágenes   95   (775-790). c) Pausa en el iconoclasmo (790-806). d) La segunda fase de la guerra de las imágenes (806-   815). 2.   El florecimiento de la Iglesia bajo los pipínidas. La   creación de los Estados de la Iglesia. a) Carlos Martel, un estratega militar contradictoriamente cristiano. b) Pipino, un político protector de la Iglesia, creador   de una nueva dinastía real franca. c) La creación de los Estados de la Iglesia (756)3. El imperio universal. Carlomagno.    a) Carlomagno (768-814). b) Luis el Piadoso, el rey de los obispos.    c) Los sucesores de Luis el Piadoso.4.El papado durante la época carolingia. a) El papado, sometido a los emperadores. León III   (795-816) y sus sucesores. 1b) El más grande de los papas del siglo IX: Nicolás I   (858-867). c) Los sucesores de Nicolás I hasta el año 882. 5. Los monjes. a) Las misiones de San Willibrordo y San Bonifacio .   b) La reforma y unificación benedictinas. San Benito   de Aniane y Luis el Piadoso. 6. La espiritualidad de los laicos.    a) Los laicos.    b) La pastoral de los laicos.  7.Las controversias teológicas. El renacimiento carolingio.    a) Las controversias teológicas.    b) El renacimiento carolingio. Capítulo III. Crisis y reforma en el siglo X. 1.   Europa durante las segundas invasiones. El Sacro   Imperio Romano Germánico. a) Las «segundas invasiones». b) La debilidad del prestigio imperial. La disolución   del Imperio. La desaparición de la línea dinástica   carolingia. c) El nuevo Imperio. 1d) El desarrollo del cesaropapismo otoniano. 2. El debilitamiento del papado. a) «El sínodo del cadáver». b) La dominación de Teodora y Marozia o «la pomo-   crazia». c) El principado de Alberico. d) Juan XII, papa indigno. 3. El milenio. El Imperio y el papado en tomo al año mil.   a) El año mil. b) El «milenio». c) Otón III y el Imperio universal. La cristiandad latina . d) La ascensión de Gerbeto de Aurillac. e) Silvestre II, papa del año mil. La expansión de la   cristiandad. f)   La evolución de la Iglesia imperial. g) Las asambleas de paz. 1 4. El monacato en la sociedad feudal. Cluny. I.   Cluny.    a) La historia cluniacense. b) La organización de la Orden de Cluny. c) La vida cluniacense. d) La influencia de Cluny en la sociedad. II.   La REFORMA LOTARINGIA. a) Gorze. b) Brogne. 5. La Iglesia oriental desde Focio a Miguel Cerulario. a) Focio. b) La conversión de los búlgaros. c) El final de la reyerta. El sínodo de 1867. El concilio   de Constantinopla (869-870). d) La personalidad y el papel de Focio. e) Hacia la ruptura definitiva de la Iglesia bizantina.f) El patriarca Miguel Cerulario (1043-1058). La ruptura con Roma.    Capitulo IV. La reforma gregoriana (1048-1125).  1.   Las ideas gregorianas. a) Las concepciones morales. b) La primacía romana. c) Las investiduras.  2. Los hechos. La Iglesia romana de 1048 a 1122: reforma   y afirmación del papado. a) La voluntad de reforma. El pontificado de León IX   (1049-1054). b) El papa en libertad. Nicolás II (1059-1061). c) La «Pataria» y la voluntad popular de reforma.    d) Una libertad difícil de mantener. Alejandro II   (1061-1073) y el antipapa Honorio II (Cadalus de   Parma). e) Gregorio VII (1073-1085). 3.   El final de la lucha de las investiduras. a) Hacia el final de la lucha de las investiduras.    b) El concilio I de Letrán (1123). 4   La renovación de la vida regular (1050-1120). a) Las reformas en el interior del régimen benedictino.   b) La renovación del cremitismo. ) Un nuevo sistema triunfante: la Cartuja.d) La vida comunitaria activa. Las reformas canonicales . 252   e) Una congregación de canónigos predicadores: Prémontré. Capítulo V. El movido siglo XII. 1.   La lucha del sacerdocio y del Imperio. Los papas de la   primera mitad del siglo XII.    a) Honorio II (1124-1130). b) El cisma de 1130: Inocencio II (1130-1143), Anacleto II (1130-1138).    c) La revolución democrática romana. 2.      El pontificado en la segunda mitad del siglo XII. a) Anastasio IV (1153-1154) y Adriano IV (1154-   1159). b) Alejandro III (1154-1181). El concilio III de Letrán   de 1179.    c) Los últimos papas del siglo XII. d) El pontificado en tiempos de Alejandro III. 3.   La cristiandad latina. a) La lucha de las investiduras en Inglaterra. Enrique II y Tomás Becket. b) La Península Ibérica. c) La cristianización de Pomerania, Prusia y los países   bálticos. 4.  El encuentro brutal de Occidente con Oriente. Las Cruzadas .    a) Antecedentes. Los orígenes de la cruzada.    b) Las ocho cruzadas. c) Las cruzadas: participación y consecuencias.   2d) Órdenes hospitalarias y militares. 2   5.El clero secular. a) Los obispos. b) El clero secular. 6.El císter. La crisis de Cluny. El monacato femenino.I. EL CISTER  a) Los comienzos del Cister. b) San Bernardo y su importancia. c) Expansión y organización de la Orden cisterciense.  II. La crisis de Cluny.    a) Poncio de Melgueil, abad de Cluny. b) Pedro el Venerable (1122-1157). III. Las MUJERES Y LA CLAUSURA. 7.Un cristiano del siglo XII camina hacia Dios. a) Los caminos de Dios, los caminos de la liturgia. b) El año litúrgico.    c) La predicación y la instrucción de los fieles. d) Otros medios de santificación. e) Las creencias. 8. Contestación y herejía en Occidente. 327   a) El anticlericalismo y el esplritualismo: los predicadores itinerantes. b) El catarismo. c) Los movimientos evangélicos y los conflictos en   tomo al derecho de predicar.    9.La Iglesia y la cultura en el siglo XII.    a) La cultura monástica. Los autores.    b) De los monasterios a las escuelas urbanas del siglo XII.   c) Nuevos métodos, nuevos centros.   d) Las nuevas disciplinas. El Derecho canónico. El   Decreto de Graciano.    e) La historia de Joachim de Fiore. f) Los orígenes de la mística occidental.    g) Nuevos problemas. Razón y fe.Capítulo VI. El apogeo del papado (1198-1274). Un nuevo   rostro de la Iglesia. 1: El pontificado en la cumbre de su poderI.   La elección de los papas. a) La evolución legislativa de la elección del   papa en el siglo XIII.    b) El nacimiento del cónclave. II. Los papas del siglo xiii (1198-1271): origen y   FORMACIÓN. a) Los papas romanos (1198-1261). b) Los papas franceses. 2, La obra conciliar (1215-1245). a) El concilio IV de Letrán (1215).    b) El concilio I de Lyón (1245). 3.   La supremacía pontificia (1198-1274). a) El papado y el concepto de cristiandad.    b) La «plenitudo potestatis». . c) El «Vicarius Christi». d) La infalibilidad del papa en el siglo XIII. e) El papado y la autoridad del concilio. f) La deposición del papa por el concilio. g) El poder temporal del papa. La doctrina de los dos   poderes. 4.El nacimiento de las órdenes mendicantes. a) Los hermanos predicadores.    b) Los hermanos menores. c) Otras órdenes mendicantes. 5. Realizaciones y problemas de las órdenes mendicantes   en el siglo XIII. a) Las principales realizaciones de los mendicantes . b) Las dificultades. 6. Las universidades medievales, el problema del aristotelismo y la teología escolástica.    a) La aparición de las universidades. b) El papado y las universidades.    c) El aristotelismo cristiano. 7.Herejías e Inquisición. a) Las nuevas herejías.    b) La Inquisición. 8.El concilio II de Lyón (1274).    a) La crisis de la sede romana. b) La decisión de Gregorio X.    c) El concilio II de Lyón (1274). Capítulo VII. El tiempo de los cismas (1294-1449).1.   El choque entre los Estados y el papado. a) La crisis de la sede romana. b) Una situación dramática. c) Bonifacio    d) El efímero pontificado de Benedicto XI. 2.   Clemente V (1305-1314) y el concilio de Vienne (1311-   1312). a) La elección de Clemente V. Su personalidad. b) El asunto de los templarios. c) El recurso al concilio.    d) El concilio de Vienne (octubre de 1311-mayo de   1312).  3. El papado de Aviñón.    a) Aviñón, residencia provisional del papado (1315-1334). b) Aviñón, residencia normal del papado. c) Aviñón, residencia en repliegue de los papas. 4. La obra de los papas de Aviñón. 462   a) El esplendor de la corte pontificia. b) Aviñón, capital de la cristiandad. c) La corte pontificia.  5. El gran cisma. El concilio de Constanza.   a) La doble elección. b) La cristiandad desgarrada: las dos obediencias. Las   vías de solución.    c) El fracaso del concilio de Pisa (1409). Un tercer   papa. d) El concilio de Constanza (1414-1418). 475e) La elección de Martín V y las últimas medidas conciliares .    f) El final del concilio de Constanza. 6. Los dos concilios (1418-1449). a) Hacia un nuevo concilio. 4b) La convocatoria del concilio de Pavía. c) Eugenio IV (1431-1447), el papa de dos concilios.   d) El concilio de Basilea-Lausana (1431-1449). e) El concilio de Ferrara-Florencia-Roma (1438-1445).   7. La secularización del Imperio. La ruptura de la cristiandad. a) Vuelta a la lucha entre el sacerdocio y el Imperio   (1314-1378).b) La ruptura de la cristiandad, siglo XV.    c) La caída de Constantinopla. 58. El desarrollo de la vida espiritual. 509   a) El contexto místico. b) Maestro Eckhart.    c) Los discípulos de Maestro Eckhart. d) Los hermanos de la vida común. La «devotio moderna». e) La «Imitación de Cristo» de Tomás de Kempis.   f) La importancia e influencia de Gerhart Groote.   9. Las órdenes monásticas y mendicantes durante los siglos XIVy XV. a) Las dificultades del siglo XIV.    b) Los intentos de renovación. 10. La religiosidad del pueblo fiel. a) La iglesia parroquial y la administración de los sacramentos .b) El progreso de la cura de almas. 11. Diferentes formas de disidencias religiosas. a) La escatología franciscana: espirituales, beguinos y   «fraticellos». b) Las nuevas herejías y los movimientos nacionales.   c) El beguinismo.     PRESENTACIÓN   1.   UNA DEFINICIÓN DE IGLESIA   Es lógico comenzar esta obra con una definición de Iglesia y   pensamos que ninguna será mejor que la que nos proporciona el actual Catecismo de la Iglesia Católica:   «La palabra “Iglesia” significa “convocación”. Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para formar el   Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo» (777).   «La iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y   Cuerpo místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento humano y divino. Ahi está su misterio que sólo la fe puede aceptar»   (779).   «Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatamos de toda   iniquidad y purificar para si un pueblo que fuese suyo (Tit 2,14)»   (802).   «Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. “Todos los   hombres están invitados al nuevo Pueblo de Dios” (LG 13), a fin de   que, en Cristo, “los hombres constituyan una sola familia y un único   Pueblo de Dios” (AG 1)» (804).   «En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros y de   funciones. Todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos» (806).   A partir de estas afirmaciones nos atrevemos a dar nuestra propia   definición de Iglesia que responda de manera especial a lo que fue la   historia de la Iglesia durante los siglos v al xv, o Edad Media, objeto   de este estudio: «La Iglesia es la comunidad de los hombres que, llamados por Cristo, creen en El y le siguen. Esta comunidad, a lo largo   de los siglos, se ha dotado de diferentes miembros, instituciones y   funciones, llegando a constituirse, durante los siglos medievales, en   un verdadero Estado, similar a los otros Estados feudales de la época, y se extendió desde Oriente al Occidente europeo». A partir de   esta definición exponemos nuestros objetivos.   2.   LO QUE SE HA INTENTADO   Pretendemos estudiar la Iglesia en su totalidad de miembros y   funciones —la jerarquía, el clero, los monjes, los frailes, los laicos—; la Iglesia de Oriente, la de Occidente y las que, desde el siglo v, se fueron separando. Intentamos realizar este estudio dentro de   una metodología científica actual, la denominada «historia total», según la cual, todo es historia, todo hace y conforma la historia: economía, sociedad, instituciones, política, cultura, antropología y, ¿cómo   no?, creencias y religiosidad, más en el caso de la historia de la Iglesia, puesto que la Iglesia es o debe ser ante todo y sobre todo una comunidad de fe.   Como historiadores, o aprendices de historiadores, queremos estudiar la historia de la Iglesia de «tejas abajo», como una realidad   humana, puesto que «es una comunidad de hombres». Sólo después   de haber estudiado lo más detenida, completa y científicamente posible los hechos que integran la historia de la Iglesia como realidad humana, pensamos que es posible comprender cómo la Providencia divina dirige la historia en general y más la historia de la Iglesia, cómo   «la Iglesia es a la vez camino y término del designio de Dios» (CIC   778), cómo la historia de la Iglesia es la historia de la salvación, o   cómo «la Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación»   (CIC 780). Si no se hiciera así, se falsearía a Dios, que habla por los   hechos de la historia; se callarían los hechos por los que Dios ha hablado; se colocaría la salvación —que es el fin cierto hacia donde la   Iglesia camina— en otros hechos, en otras realidades, en otros tiempos, en otros espacios.   La Iglesia y su historia no se produce en las nubes, en la estratosfera, en el mundo angélico, ni en un mundo distinto de este mundo   nuestro, con nuestras fobias y filias, con nuestros intereses, con   nuestras virtudes y vicios, con nuestras inquietudes. No acaece en   otro plano, sino en el humano, en el total y completamente humano.   Por ello, todo lo sucedido en la historia de la Iglesia tiene, ante el investigador, una explicación humana; sólo es necesario conocer esos   hechos de la forma más completa posible y preguntar a los mismos   desde los diferentes planos o niveles ya señalados —económico, social, político, cultural, antropológico, religioso—. Después, si el historiador es creyente, como creemos serlo, verá de manera más clara   la mano de Dios que conduce, siempre respetando lo humano, la historia y la historia de la Iglesia.   Pretendemos escribir un manual completo, inteligible. Por ello,   estos once siglos de historia los hemos dividido en diferentes partes;   cada una de ellas en diferentes capítulos; cada capítulo en varios   (bastantes) epígrafes, de manera que cada tema quede aislado, fácilmente identificable con su título y procurando que su contenido sea   inteligible.   En todo momento hemos seguido la que podemos denominar trayectoria fundamental del desarrollo de la Iglesia, pero siempre teniendo en cuenta la evolución de las Iglesias nacionales o la realización de la Iglesia en las diferentes naciones y, en este sentido, hemos   dado una cierta preferencia a la Iglesia de España.   3.   EL ESPACIO Y TIEMPO ESTUDIADOS La historia de la Iglesia en la Edad Media es la historia de Europa, está situada dentro de la historia total de Europa. La época que durante mucho tiempo venimos llamando Edad   Media coincide con el nacimiento y primeros desarrollos de las naciones europeas. Aunque el cristianismo y la Iglesia cristiana nacen   con su fundador, Jesucristo, a lo largo del siglo i y se extienden por   el Imperio romano durante los siglos i al v, adquiere una configuración más definida y progresivamente más extensa desde que los   francos se convierten al cristianismo a comienzos del siglo vi, o los   visigodos —primero cristianos arríanos y después cristianos católicos— traen por primera vez a Europa y a Hispania el sentido de nación, hasta que con el nuevo Imperio carolingio comienza la «dilatación de la cristiandad» por el norte y el este europeo, dando   lugar a sendos grupos de nuevas y cambiantes naciones europeas   cristianas.   Tan relacionado está el sentido de nación y de Imperio con la   Iglesia a partir del siglo v, que ella misma, durante estos siglos, quiso   ser, y fue, una nación o un Estado más: los Estados Pontificios; el   papa compitió con el emperador por el «dominio del mundo», no   sólo en el ámbito espiritual, sino también en el temporal. Es decir,   durante los siglos que llamamos medievales se produjo una interdependencia total, por otra parte normal, entre el desarrollo de la Iglesia y el de las otras naciones, estados o imperios que aparecen y se   suceden desde el año 500 en adelante y, más concretamente, con la   economía, la sociedad, los regímenes políticos, la cultura y la religiosidad de cada momento.   Por ello, aunque las afirmaciones en tomo al tiempo del inicio de   la Edad Media se extienden desde el Imperio de Constantino —a comienzos del siglo iv— al Imperio de Carlomagno —en el año 800—,   opinamos que si admitimos, como es nuestro caso, que la Edad   Media se extiende desde la presencia y cristianización de los pueblos germanos en el área del antiguo Imperio romano de Occidente   —desmembrado en naciones— y se mantiene en el Imperio romano   de Oriente —con sus variantes de todo tipo—, hasta la caída de   Constantinopla en 1453, y en Occidente hasta la consolidación de las   naciones en una nueva forma de gobierno, ya no la feudal, sino la   monarquía absoluta y el Imperio relegado a una nación o a poco más   XXII   que un título, sostenemos que la Edad Media de la Iglesia se extiende por ese mismo espacio, las citadas naciones, y durante ese mismo   período de tiempo, del año 500 a finales del siglo xv.   Antes de terminar esta breve presentación, queremos manifestar   nuestro agradecimiento sincero a doña Candelaria Vázquez Mendoza por su colaboración en la redacción final de este trabajo y por el   interés y cariño que en ello ha puesto. Gracias.    CAPÍTULO ILAS IGLESIAS CRISTIANAS DURANTE LOS 
            SIGLOS VI Y VII             l. LAS INVASIONES GERMANAS Y SUS CONSECUENCIAS 
            PARA LA VIDA DE LA IGLESIA            a) Los germanos!            El Imperio romano se desmoronó ante el choque de las tribus 
            germanas. Instalados en Escandinavia y al norte del Rin y del Danubio, comenzaron sus migraciones hacia el sur a partir del siglo v a.C. 
            Pertenecían a estos pueblos los anglos, los sajones, los francos, los burgundios, los vándalos (asdingos y silingos), los godos (visigodos 
            y ostrogodos) y los lombardos. Dedicados a la cría de ganado y a la 
            agricultura, consideraban la guerra como la única ocupación digna 
            del hombre. Adoraban a las fuerzas de la naturaleza y su divinidad 
            suprema era Odín, dios de la guerra. A partir del siglo IV d.C., empujados por los hunos —pueblo turco, quizás mongol, procedente de 
            Asia Central y que se desplazaba hacia Occidente—, los germanos 
            franquearon el Rin y el Danubio e invadieron el Imperio romano.            En el año 395, Teodosio había confiado el gobierno del Imperio a 
            sus dos hijos: al mayor, Arcadio, le concedió Oriente con Constantinopla como capital; el más joven, Honorio, recibió Occidente e hizo 
            de Ravena su capital. Esta división marcó el final del Imperio romano. El Imperio occidental cayó el primero. En el año 406, suevos, 
            vándalos, alanos y burgundios se establecieron en la Galia. En 409, 
            suevos, vándalos y alanos penetraron en Hispania: Galicia quedó 
            para los suevos y los vándalos asdingos, Lusitania y Cartaginensis para los alanos, la Bética para los vándalos silingos, mientras que 
            la Tarraconensis siguió en poder del Imperio. En 410, los visigodos, 
            mandados por Alarico, saquearon y tomaron Roma. En 450, Atila invadió Occidente. En 452, el papa León I Magno convencía a Atila, 
            «el azote de Dios», y a sus terribles hunos para que abandonaran Italia, pero en 455 Roma fue de nuevo saqueada por los vándalos de 
            Genserico que, venidos de África, después de haber atravesado la 
            Galia y España, desembarcaron en el estuario del Tíber. Entre los 
            años 440 y 470 los burgundios ocuparon Lyón y extendieron su dominio durante los quince años siguientes por los valles del Ródano y 
            el Saona; los visigodos establecieron su control a partir de 412 en las 
            llanuras del Garona, entre el Loira hasta más allá de los Pirineos en 
            Hispania, donde pasaron por primera vez en 415. Finalmente, en 
            476, Odoacro, jefe de la tribu germánica de los hérulos, depuso al joven emperador Rómulo Augusto y se hizo proclamar patricio de los 
            romanos y rey de los germanos de Italia.            Con las invasiones de los germanos se tomó conciencia del final 
            de un cierto orden. Senadores, comerciantes y colonos perdieron su 
            poder, su comercio y hasta sus dueños. Los cristianos, considerados 
            como la expresión de la romanidad, veían llegar asombrados a los 
            invasores que no eran católicos, precedidos de una reputación siniestra de pillaje, muertes y sacrilegios. No se trataba de una lucha familiar entre romanos por el control del poder, sino de una invasión que 
            terminaba con el orden establecido y que podía llevarse la religión 
            cristiana. Salvo excepciones, los cristianos se habían mostrado ardientes defensores del Imperio, tanto por razones políticas como religiosas. Veinte años después de la deposición de Rómulo Augusto, 
            ¿qué quedaba de la Ley de Cristo en la llamada Romania?            b) Ulfila, el apóstol arriano de los germanos El cristianismo franquea las fronteras del Imperio. A fines del siglo III, algunos prisioneros de Asía Menor lo llevan hasta los godos. 
            El arrianismo desapareció de Oriente bajo Teodosio en 383, pero conoció una gran difusión entre las diferentes ramas del pueblo godo y 
            entre los germanos vecinos, acantonados sobre los límites balcánicos 
            del Imperio, gracias a la predicación del infatigable obispo Ulfila 
            (311-383). Godo de nacimiento, Ulfila siguió las enseñanzas de un 
            adepto de Arrio, Eusebio de Nicomedia, que lo consagró obispo en 
            Constantinopla en 341. Ulfila enseña el arrianismo primitivo con su 
            monoteísmo rígido sin ninguna de las variantes introducidas, retomando, pues, las fórmulas populares de la predicación de Arrio. Traduce la Biblia y los textos litúrgicos al gótico, proporcionando medios a los catequistas y un alimento espiritual a las poblaciones 
            germanas. A su muerte, en 383, los godos en su mayoría se habían 
            hecho arrianos.            Debido a su contacto, los gépidos y los vándalos conocen el 
            arrianismo cuando atraviesan la región del Danubio medio, antes de 
            alcanzar las provincias occidentales del Imperio. Después el arrianismo es aceptado por los alamanes, los turingios y, finalmente, por 
            los lombardos. Alguna personalidad cristiana se les opuso e intentó 
            una obra de conversión de los arrianos, como San Severino, que predicó en las regiones danubianas entre 450 y 480. Pero la presencia de 
            individualidades cristianas no afectó para que, a comienzos del siglo VI, la mayoría de los pueblos germanos, a excepción de los francos que permanecían paganos, pasaran al arrianismo.            c) El arrianismo, religión nacional de los diferentes reinos 
            germano-romanos            Bajo apariencias comunes en las dos confesiones —cristiana y 
            arriana—, existían diferencias. En ambas se encuentran los mismos 
            ritos, pero diferenciados. Los arrianos administraban los mismos sacramentos que los católicos. En Ravena se encuentran, a algunas 
            centenas de metros de distancia, dos baptisterios calcados del mismo 
            modelo y decorados del mismo modo, el de los ortodoxos (católicos) 
            y el de los arrianos. Pero la fórmula del bautismo era diferente, los 
            
            
             
            
            
            arrianos lo administran «en nombre del Padre, por el Hijo, en el 
            Espíritu Santo». A partir de esta misma fórmula del bautismo se afirman las divergencias: en el contenido de la fe, en la sensibilidad religiosa, en la calidad de los clérigos.            Entre romanos católicos y germanos invasores se produjo un en. 
            frentamiento. Los romanos católicos eran culturalmente superiores, 
            lo que engendraba por parte de los germanos invasores un desprecio 
            y un odio envidioso. En el contacto de las dos civilizaciones el arrianismo aparecía como la religión de los incultos. Esta calidad inferior 
            se apreciaba más en el clero. Los arrianos, hostiles a la vida monástica, no tenían clero regular, sus sacerdotes estaban casados y poco 
            instruidos; sus teólogos eran mediocres, no se conocen apenas santos 
            entre ellos; los obispos arrianos dependían estrechamente del príncipe que los había elegido, su autoridad se extendía sobre la gente de 
            su tribu y apenas si existían ligazones entre ellos; no se reunían en 
            concilios y, en la práctica, no constituían una jerarquía como la Iglesia romana. El día en que los obispos arrianos fueron privados del 
            apoyo de sus soberanos, no pudieron oponerse al episcopado católico, mucho más cultivado y fuertemente unido. Las relaciones entre 
            ambas religiones o entre ambos grupos de creyentes, con la excepción de algunos matrimonios mixtos, no existieron.            El carácter estrechamente nacional del arrianismo, mantenido 
            por los principes, contribuyó a salvaguardar la cohesión de la etnia y 
            oponerse a la fusión entre los invasores y las poblaciones romanas 
            católicas. Para guardar el control de su Iglesia, muchos soberanos intentaron convertir por la fuerza a sus nuevos súbditos al arrianismo. 
            La vida religiosa del siglo VI estuvo marcada por episodios violentos, algunas veces sangrientos, de la lucha entre los príncipes arrianos y las antiguas poblaciones romanas católicas.            d) La leve persecución en el reino visigodo de la Galia            Apenas vencidas las convulsiones provocadas por el priscilianismo, la cristiandad hispana se vio sometida, a lo largo del siglo V, a la 
            violencia de las invasiones. Alanos y vándalos no hicieron otra cosa 
            que atravesar el país y pasar a África en 429. Los suevos, que se habían mantenido paganos, se instalaron en el noroeste de la Península 
            Ibérica, en Galicia. En el año 448, un católico, Requiario, se convierte en su rey, consigue numerosas conversiones y extiende su autoridad sobre todo el país.            Los visigodos, arrianos, en un primer momento (hacia 415) se 
            instalaron en Cataluña, y expulsaron a los suevos en el curso de una 
            segunda invasión. Su rey, Eurico, fanático arriano, que había ya ocupado Aquitania y el mediodía francés, interviene en Hispania, donde 
            penetran sus ejércitos en el año 468 para establecerse definitivamente. Mientras un ejército ocupa Pamplona y Zaragoza para evitar las 
            correrías de vascos y bagaudas, otro se establece en Tarragona y en 
            las ciudades marítimas de las costa catalana entre los años 470 
            y 475. Estableció su capitalidad en Toulouse. Deportó numerosos 
            obispos. Provocó la apostasía de los suevos cuando, después de su 
            derrota, fueron empujados hacia Galicia, enviándoles un misionero 
            activo, el sacerdote Ajax. El rey Remismundo acepta casarse con 
            una mujer de la familia real visigoda y convertirse al arrianismo. La 
            defección masiva de los suevos fue un rudo golpe para al catolicismo 
            español, que conoció situaciones precarias hasta la derrota de los visigodos por Alarico II en Vouillé en el año 507 ante las tropas de 
            Clodoveo.            La conversión de los suevos al catolicismo tuvo lugar, según 
            una narración de Gregorio de Tours, en época del rey Kharriarico 
            (5507?-559), a causa de la curación de un hijo del citado rey por mediación de San Martín de Tours. Para San Isidoro de Sevilla la conversión tuvo lugar bajo el rey Teodomiro (565-5707). Hacia el año 
            550, llegó a Galicia San Martín de Dumio o de Braga.            Conocemos algunos datos de la persecución en Aquitania y Provenza. Los conflictos entre el rey visigodo arriano y los obispos fueron frecuentes, mientras que la población galo-romana permanecía 
            fiel a sus pastores. Dos obispos de Tours, Volusianus y Verus, fueron 
            sucesivamente deportados. El enfrentamiento constante de los visigodos frente a los católicos se pone de manifiesto en la actitud de los 
            oficiales godos ante el monje Cesáreo. Convertido en obispo de 
            Arlés en 503, se manifestó muy pronto como jefe del episcopado 
            provenzal y fue designado por el obispo de Roma como su represen- 
            tante en la Galia. Tres años antes de su elección fue arrestado y exiliado en Burdeos. Después del asedio de Arlés, en el año 508, por los 
            francos y los burgundios coligados, se lanzó sobre Cesáreo la suposición de su colaboración con los enemigos. Mientras estaba en prisión su casa fue saqueada. Cuando la Provenza estuvo administrada 
            por el prefecto Liberio, funcionario romano enviado por el rey de los 
            ostrogodos, el obispo de Arlés fue arrestado de nuevo y enviado a 
            Ravena, cerca del rey Teodorico, para ser juzgado. Este incidente se 
            volvió en su favor. Teodorico reenvió al obispo justificado y lleno de 
            presentes y puso fin a sus dificultades administrativas. Desde entonces, apoyado por Liberio, que era católico, Cesáreo se pudo consa- 
            grar a la restauración religiosa de Provenza. Pero, en 536, los últimos soberanos ostrogodos, amenazados por la conquista bizantina, 
            vendieron la Provenza a los francos. El rey Childeverto I hizo su entrada en Arlés en medio de aclamaciones en el año 538.             e) La sangrienta persecución de los vándalos 
            en el norte de África Cuando los vándalos asediaban la ciudad de Hipona, en 430, moría San Agustín. Antes de morir, en una carta al obispo Honoratus, 
            quien le había preguntado cuál debía ser su deber frente a las invasiones, dejó unas consignas inflexibles de resistencia espiritual.            La persecución se desata muy fuerte y se prolonga durante los 
            reinados de Genserico y Hunerico de 429 a 484. Después de un breve descanso con Gundemaro (485-496), se reanima con Trasamundo 
            (497-523). Solamente los últimos diez años del siglo de ocupación 
            vándala —el reinado de Hilderico (523-533)— permitieron a la Iglesia católica restablecer sus fuerzas.            El obispo bizantino Víctor de Vite, exiliado, nos ha dado a conocer la historia de la persecución de Genserico y Hunerico. A comienzos del siglo vi, la antigua cristiandad romana de Africa del Norte se 
            encontraba en un estado lamentable.f) Teodorico, rey de los ostrogodos, entre el arrianismo 
            y el catolicismo La simpatía de los católicos por el basileus y su nostalgia del 
            Imperio fueron la causa de los malos entendimientos en las relaciones del rey de los ostrogodos, Teodorico, con el papado y los católicos de la península italiana. Personalidad excepcional, fue injustamente tratado por la «contrapropaganda» bizantina. Teodorico, muy 
            superior en inteligencia y cultura a los soberanos visigodos y vándalos, en sus comienzos no mantendrá sentimientos violentos de hostilidad contra los católicos. Educado en la corte de Constantinopla, 
            pues su padre, Teodomiro, lo había colocado en la corte del basileus 
            León I (457-474), recibió una esmerada educación que lo introdujo 
            en el gusto por las letras y las artes. 
            
            El emperador Zenón (474-491) le confía, con el objeto de desha- 
            cerse de él, la sumisión de Italia que se encontraba bajo el poder de 
            Odoacro. En el año 493, Teodorico había terminado la conquista y 
            había eliminado a Odoacro. El rey de los ostrogodos mantuvo con 
            los romanos la ficción de una delegación imperial para el mando en 
            Italia. Soberano absoluto en la práctica, realiza una política familiar 
            inteligente, aliándose con todos los príncipes bárbaros de Europa. 
            Supo contener los progresos de Clodoveo y, después de la victoria de Vouillé contra los visigodos, socorrió al hijo de Alarico II, el joven 
Amalarico. Guarda para éste la Provenza que Teodorico administró 
directamente por funcionarios romanos y restableció el orden en 
España.Teodorico había permanecido arriano por fidelidad a las tradiciones de su pueblo. En Italia quiso evitar la amalgama entre romanos y 
            godos manteniendo una cierta segregación funcional y geográfica, y 
            atribuyó a los godos las comunidades militares en las fronteras de 
            Italia, pero mantuvo excelentes relaciones con el episcopado, pues 
            deseaba que los obispos colaboraran con los funcionarios en el mantenimiento de la paz. Tuvo por poeta oficial a Enodio, que murió 
            siendo obispo de Pavía (474.521-525). Cuando el emperador Zenón 
            publicó el Henotikón (edicto de unión) en 482 y el papa lo condenó 
            como un texto monofisita, Teodorico sostuvo la posición pontificia, 
            mantenida también por la mayor parte de los oficiales romanos. Pero 
            la llegada al poder en el año 518 del emperador Justino I, favorable a 
            la ortodoxia calcedonense, hizo que crecieran de nuevo las simpatías 
            por el basileus, que perseguía a los arrianos y a los monofisitas. El 
            miedo de una traición de los católicos en provecho del basileus volvió a Teodorico sospechoso y perseguidor.            g) Los burgundios, los arrianos más tolerantes De entre los pueblos bárbaros arrianos instalados en la Romania, 
            los burgundios se manifestaron como los menos intolerantes. A finales del siglo V, el reino de los burgundios se extendía sobre las tierras 
            del Jura, el Ródano y los Vosgos. Su romanización fue rápida, y su 
            rey Gondebaldo, que había establecido su capital en Lyón, no cesa 
            de afirmar, hasta su muerte en 517, su fidelidad al lejano emperador. 
            Por fidelidad a la religión ancestral, rehusó abjurar del arrianismo 
            «el error popular», como le invitaba a hacerlo el obispo más eminente de su reino, Avito, obispo de Vienne. Pero el príncipe, que se apoyaba en los concilios, lo mismo que Avito, deja entera libertad a 
            la Iglesia para organizar su vida administrativa y su acción pastoral. 
            El heredero de Gondebaldo, Segismundo, abrazó la fe católica en el 
            año 505.            2. LA VUELTA DE OCCIDENTE AL CATOLICISMO            a) La Iglesia de las Galias  De todas las tribus germánicas establecidas en el territorio del 
            Imperio romano hubo una que se colocó a la cabeza y dominó el futuro gracias al Estado por ella creado: los francos. Dos circunstancias fueron decisivas: primera, que los francos fueron los únicos germanos que, por no proceder de tierras lejanas sino por ser vecinos 
            inmediatos, recogieron la herencia del Imperio romano, en parte internándose pacificamente, en parte combatiendo, sin llegar a abandonar su patria; segunda, el hecho de que mientras la mayoría de los 
            otros germanos recibieron el cristianismo primeramente como arrianismo, ellos lo recibieron de inmediato en su forma católica. Esto les 
            permitió integrarse en una unidad con la población romana nativa, 
            que era católica. La falta de esta indispensable unidad cristiana fue 
            una de las causas de la caida de los estados germánicos arrianos.            Clodoveo, el fundador del reino (c.466.481/482-511) A la muerte de Chilperico (481), rey franco de Tournai, su hijo 
            Clodoveo, de unos quince años de edad, le sucedió sin dificultad. De 
            su infancia y de su formación intelectual y religiosa apenas si sabemos algo cierto. Sus contemporáneos le asignan una gran habilidad 
            política, habría sido astutissimus, según afirma el obispo Nizier de 
            Tréveris. A los treinta años, Clodoveo extendió su autoridad a todos 
            los francos, masacrando a los otros reyezuelos de su raza; después 
            conquistó el conjunto de la Galia al vencer al general-emperador 
            Siagrio (486), a los alamanes (494) y, finalmente, a los visigodos, y 
            logra que aceptaran su hegemonía los bretones de la Armórica. Después de él sólo Dagoberto y con posterioridad Carlomagno alcanzaron el mismo poder. En el momento de su muerte (511) no había dominado Borgoña y Provenza y, quizás, preparaba un plan de lucha 
            contra Teodorico, su único adversario serio, aunque jamás se encontró con él en el campo de batalla.            Con Clodoveo el catolicismo occidental perdió su primer defensor y los obispos su hombre de confianza. Ningún príncipe de su 
            sangre ocupó su lugar excepcional. Sus cuatro hijos anularon la obra 
            de unidad territorial y política de su padre, pero subsistió la reconquista católica sobre los principes arrianos. Las consecuencias reli- 
            giosas de la conversión de Clodoveo fueron más duraderas que las 
            políticas. Los obispos no perdieron con el cambio.            El bautismo de Clodoveo, causas y consecuencias Las relaciones del episcopado con el rey germano comenzaron 
            después de la victoria sobre Siagrio en 486. Clodoveo se convirtió en 
            dueño del país entre el Somme y el Loire. El príncipe franco traslada 
            en esta fecha su capital de Tournai a Soissons y, quizás, se encontró 
            ya en esta ocasión con los obispos. La instalación de los francos en 
            las ciudades del Rin y del norte de la Galia provocó terribles destrucciones y, en el siglo V, numerosas sedes episcopales permanecieron 
            durante largo tiempo sin obispo, como la antigua capital de Clodoveo, Tournai, o Cambrai, Amiens, Arras, Colonia y Maguncia. En 
            estas regiones las diócesis eran muy grandes y los obispos poco 
            numerosos.            Después del año 486, los obispos se interesaron por Clodoveo. 
            Remigio, obispo de Reims, le escribió para felicitarlo y aconsejarlo. 
            Clodoveo aceptó los consejos de Remigio y le contestó comprendiendo que la lealtad de sus nuevos súbditos católicos era para él una 
            garantía para atender a los obispos.            Su matrimonio con la católica Clotilde y su conversión se sitúan 
            más tardíamente, durante las guerras de conquista que Clodoveo emprendió para extender su reino. Hacia el año 501, después del descalabro de la primera campaña contra los burgundios, como acto de 
            reconciliación contrajo matrimonio con Clotilde, la sobrina de Gon- 
            debaldo, rey de Lyón. La nueva soberana, inteligente y adoctrinada, 
            creó un centro de influencia católica en la misma casa del príncipe. 
            Clotilde consiguió bautizar a su primer hijo. Después de un voto secreto de «convertirse», formulado en el curso de una batalla contra 
            los alamanes en Zulpich (Tolbiac) en el verano de 506, Clodoveo 
            aceptó hacerse instruir en la fe católica y recibió el bautismo en 
            Reims con muchos millares de «fieles», probablemente en la Navidad de 506. 
            
            
            2 G. Tessier, Le Baptéme de Clovis: 25 décembre 496 (2) (París 1964). 
            
            10 El bautismo de Clodoveo, después del voto de Tolbiac, ha sido fijado durante 
            mucho tiempo en el año 496, interpretando de manera fiel los datos proporcionados 
            por Gregorio de Tours (540-596) en su Historia Francorum. Investigaciones recien- 
            tes han llegado a la conclusión que esta batalla tuvo lugar en el verano de 506, en el 
            curso de una campaña contra los alamanes. El bautismo espectacular de un jefe bárbaro seguido de sus gue- 
            rreros, que veremos repetirse en numerosas ocasiones hasta el siglo X, lleva consigo, con algunas defecciones, la conversión de todo 
            su pueblo. La unión entre francos católicos y galo-romanos se produjo desde aquel momento con gran rapidez. 
            
            El bautismo de Clodoveo tuvo incalculables repercusiones en la 
            historia de la Iglesia. La primera consecuencia fue nada menos que 
            la cristianización y catolización de las otras tribus germánicas ane- 
            xionadas a su imperio por los francos. Surgió una Iglesia nacional 
            franca desde la que fueron cristianizados los nuevos territorios del 
            reino franco a la derecha del Rin (hesienses, turingios, bávaros, alamanes), todavía paganos o semipaganos. Más tarde, con Dagoberto 
            (+ 639), cayeron también los frisones bajo la influencia de la misión 
            católica.             b) La rápida desaparición del arrianismo Bajo la autoridad del rey franco católico, después de su victoria 
            sobre los visigodos —(Vouillé, en el año 507)—, no se emprendió 
            persecución contra los arrianos. Si lo deseaban, los sacerdotes arrianos eran integrados entre el clero católico después de una ceremonia 
            de reconciliación y sus iglesias reconsagradas antes de dedicarlas al 
            culto católico.            Hacia el año 540, en menos de un siglo, el arrianismo había desaparecido de Europa occidental sin dejar trazas. Sólo España permanecería arriana hasta el año 587. La reconquista bizantina convirtió a 
            Africa del Norte e Italia a la ortodoxia católica, aunque a un precio 
            muy alto. La guerra gótica fue, en la Península Itálica, una de las 
            más horribles que se hayan dado. Por contra, la conversión de Clodoveo y sus victorias prolongadas por las adquisiciones de sus hijos 
            restablecieron la posición dominante del catolicismo en la Galia.            La rápida desaparición del arrianismo se explica en parte por el 
            efecto de los príncipes arrianos vencidos por el basileus bizantino o 
            por el rey franco. Pero no es una razón suficiente. Tres siglos más 
            tarde los sajones, sometidos por Carlomagno, se resistieron durante 
            más de medio siglo a la conversión. La poca profundización de la 
            implantación arriana es lo que especialmente permite comprender su 
            total anulación. El arrianismo en la antigua Romania católica no fue 
            sino un artículo de importación intrínsecamente germana. Los antiguos católicos opusieron al arrianismo una resistencia feroz, teñida 
            de menosprecio por un cristianismo de segundo orden. Los convertidos recientemente, como los suevos, no fueron más fieles al arrianismo de lo que lo habían sido al catolicismo, eran demasiado jóvenes 
            para mantener una fe. El arrianismo permaneció como la religión de 
            los ocupantes y los sacerdotes arrianos eran los capellanes de las tropas bárbaras. La debilidad de la organización jerárquica aceleró la 
            desintegración de una Iglesia y de una fe muy poco estructurada.            c) En los límites del Imperio romano 
            
            
            La cristiandad celta de Britania            La Iglesia más antigua de las Islas Británicas es la formada por la 
            cristiandad celta de Britania. Nació en el curso de la conquista romana, tal vez con cristianos fugitivos de Lyón y de Vienne, pero según 
            el testimonio de Tertuliano se extendió más allá de las regiones ocupadas por los romanos a finales del siglo II. La presencia de tres obispos británicos (de Londres, Lincoln y York) en los concilios del 
            siglo IV en la Galia (Arlés, 314), Bulgaria (Sárdica, 347) e Italia (Ariminianum, 358) confirma la existencia de una organización 
            eclesiástica en las Islas Británicas. En el año 407 las tropas de ocupación romanas eligieron como 
            emperador a su general en jefe, quien tomó el nombre de Constantino I1II. Para sostener su causa hizo pasar a sus soldados al continente, 
            abandonando la isla sin defensa. Con las legiones romanas vinieron 
            por primera vez al continente los nativos de la isla (los celtas), a 
            quienes encontramos no sólo en la Bretaña continental, sino también 
            en el siglo VI en Galicia, con sus propios obispos británicos. El cristianismo británico se derrumbó como Iglesia (y con él la cultura romana) al mismo tiempo que la soberanía romana, como consecuencia de los ataques del norte (pictos), del oeste (iro-galos) y del este 
            (anglos y sajones) a finales del siglo IV y comienzos del siglo V.            Los cristianos que quedaron en Inglaterra se retiraron hacia la 
            zona montañosa del oeste, donde muy temprano se reorganizaron 
            como Iglesia: Germán de Auxerre actuó allí contra la herejía pelagiana hacia el año 429. De la vitalidad de este floreciente resto de la 
            Iglesia británica dio testimonio su fuerza misionera. De ella procedió, directa o indirectamente, la misión de Escocia y de Irlanda. De 
            gran importancia fue también, ya en estos primeros tiempos, la influencia de Roma. El británico Ninian, formado en Roma y consagrado obispo por el papa Siricio, fundó en 395 el monasterio de Cándida Casa (Escocia suroccidental, frente a la isla de Man), siguiendo 
            
            
             
            
            
            el modelo de San Martín de Tours, como central misionera para los 
            pictos asentados en Escocia.            A mediados del siglo V los sajones y los anglos, partiendo del 
            norte de Germania, después de haber desembarcado sobre la costa 
            oriental, acabaron por ocupar el país y empujaron las poblaciones 
            celtas hacia la Domnonee (Cornouilles, Devon, Dorset, Somerset) y 
            el País de Gales. Numerosos bretones pasaron el mar y encontraron 
            refugio en la Armórica (actual Bretaña francesa), donde fundaron 
            nuevas comunidades cristianas.            Para el catolicismo de la gran isla el choque fue terrible. Pequeños reinos paganos se constituyeron por todo el este y centro de Gran 
            Bretaña. Los residuos de las poblaciones católicas, refugiadas en las 
            regiones montañosas, lucharon desesperadamente contra los invasores hasta mediados del siglo VI. Se encuentra el eco de estas luchas 
            confusas en el testimonio del obispo celta Gildas, y a través de la leyenda posterior del rey Arturo. Reducido hacia Armórica, el catolicismo bretón conoció un descenso de vitalidad. Se olvidó el latín, 
            que se mantuvo difícilmente en la liturgia. La desmoralización reinó 
            en medio de un clero poco numeroso y poco instruido, separado de 
            Roma durante más de un siglo.            La conversión de Irlanda. Su originalidad. San Patricio 
            (c.390-c.460)            En los confusos inicios de la misión irlandesa podemos descubrir 
            la influencia de Roma. Aparte de Ninian, se preocupó de los escoceses de Irlanda el obispo Palladius por encargo del papa Celestino 
            (432).            La auténtica conversión de Irlanda fue obra del hijo de un diácono británico, San Patricio. Raptado por los piratas irlandeses y llevado a Erín, logró huir al continente; llegó hasta Italia y completó su 
            formación teológica probablemente en Lérins y en Auxerre. Desde 
            aquí, junto con otros compañeros británicos y galos, partió a la mi- 
            sión de Irlanda, alrededor del año 431. Desarrolló su actividad primeramente en Irlanda del Norte, y hacia el año 444 fundó la que luego sería sede metropolitana de Armagh. En el sudoeste y el sudeste 
            trabajaron obispos galos, discípulos de Patricio.            Siguiendo el modelo galo, Patricio dio a Irlanda originariamente 
            una constitución diocesana, pero ésta no pudo mantenerse luego 
            por una doble razón: Irlanda nunca había sido ocupada por los romanos, por lo que le faltaba la división administrativa en que se apoyó 
            la organización eclesiástica en las zonas romanas u ocupadas por los 
            romanos, y en segundo lugar, las fuerzas monásticas eran tan preponderantes, que, desde mediados del siglo VI en adelante, se impusieron en la constitución eclesiástica. Se llegó a la formación de una 
            Iglesia puramente monacal, de modo que los monasterios eran los 
            únicos centros de la administración eclesiástica, y los monjes, como 
            obispos y sacerdotes, los encargados de la cura de las almas.            La vitalidad religiosa de la Iglesia irlandesa está marcada por 
            el predominio absoluto del monacato en sus estructuras religiosas, 
            lo que lleva consigo, como corolario, un vivo gusto por la ascesis y 
            los estudios. La diócesis episcopal, geográficamente delimitada, no 
            existió en Irlanda durante el siglo VI. Los jefes de los grandes monas- 
            terios acumulaban las funciones de abad y de obispo en relación con 
            los territorios de los alrededores. Los monjes, muy numerosos, la 
            mayoría no eran sacerdotes, combinaban el ascetismo y el apostolado en medio de la población. En algunos monasterios el ayuno era 
            perpetuo. Entre las mortificaciones más rudas, los monjes celtas 
            practicaban la oración con los brazos en cruz y permaneciendo de rodillas durante largas horas y el baño en el agua helada en los estanques y rios para calmar las tentaciones del cuerpo. El estudio ocupaba el tiempo que les dejaba libre la ascesis o la predicación. En los 
            monasterios se enseñaba el latín, que se conservó más puro que en el 
            continente. Lejos de Roma, a la que Irlanda permanece unida, la 
            Iglesia irlandesa en el siglo VI constituye un oasis católico original y 
            ferviente            3. LA CONTINUACIÓN DE LAS DISCUSIONES SOBRE 
            EL PROBLEMA TRINITARIO            a) La cuestión cristológica. El nestorianismo            El problema es, sencillamente, el de encontrar el lenguaje adecuado para referirse a la singularidad y trascendencia de Jesucristo. 
            El problema se origina en la importancia salvífica de Jesucristo, lo 
            que lleva a preguntarse sobre su ser peculiar. ¿Cómo afirmar la unidad de Cristo cuando en él se daban dos realidades: lo divino y lo humano? ¿Cómo ambas realidades podían coexistir sin mezclarse en el 
            único y mismo Cristo? 
            
            La cuestión cristológica ya se había planteado en los siglos II y III 
            a propósito del arrianismo, que en su concepción trinitaria entendía a 
            Cristo como una criatura y no como Dios. Pero cuando se agudizó 
            realmente la cuestión cristológica fue en el siglo II. Un niceno, Apolinar de Laodicea (f h.390), la encendió. Sostenía la divinidad de 
            Cristo con el Padre y defendía la opinión de que el Logos al «encarnarse» no había asumido a un hombre «entero» y completo, sino 
            
            
             
            
            
            sólo una naturaleza humana incompleta, sin el alma, cuyas funciones 
            respecto del cuerpo las desempeñó en Jesucristo el Logos. Desde el 
            año 362 el apolinarismo fue enérgicamente rechazado con el siguiente argumento: sólo lo que había sido asumido por el Logos 
            (Cristo) podía ser redimido por él. Luego si sólo había asumido un 
            torso de naturaleza humana (sin alma), estaba claro que no podía ser 
            redimido el hombre completo. El apolinarismo fue condenado en los 
            sínodos de Roma (377), de Alejandría (378), de Antioquía (379) y en 
            el segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381).            Diodoro de Tarso (f antes de 394) acentuó contra el arrianismo la 
            divinidad de Cristo, y contra Apolinar la integridad de una naturaleza humana completa que el Logos había asumido. La divinidad y humanidad netamente separadas en Cristo vino a ser desde entonces 
            una nota característica de la «escuela» antioquena a la que Diodoro 
            pertenecía. Los antioquenos mantenían la clara distinción: Jesucristo 
            era Hijo de Dios y también hijo de una madre humana. Con ello no 
            querían establecer una división en Cristo, sino que confesaban a la 
            vez la divinidad y la humanidad. Sus contemporáneos, sin embargo, 
            y especialmente los alejandrinos, les consideraban sospechosos y 
            hasta les acusaban de «dividir» y «romper» a Cristo. Y éste fue desde entonces el problema cristológico que aguardaba una explicación: 
            la dualidad y la unidad en Cristo. Y en dicho problema, lo típico de 
            los antioquenos fue el énfasis en la distinción entre lo divino y lo humano, mientras que los alejandrinos acentuaban la unidad a costa de 
            la dualidad (o así lo entendían los antioquenos).            La línea antioquena de la cristología la prolongó Teodoro de 
            Mopsuestia (428). En el Logos encarnado distinguía claramente 
            la naturaleza divina de la humana. Remachando contra arrianos y 
            apolinaristas que el Logos había asumido una naturaleza humana 
            completa, pensaba al mismo tiempo en la unidad de ambas naturalezas, aunque subrayándola con el concepto de «unión». A los ojos de 
            sus adversarios, esta exposición resultó extremadamente débil e imprecisa. A título póstumo, Teodoro fue condenado en el quinto concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en 553.            Por parte de Alejandría se consideró una debilidad de los antioquenos que un discípulo de Teodoro, Nestorio —un monje procedente de la lejana Germanicia, en la provincia de Siria Eufratensis, 
            nacido hacia el año 381, quizás de padres persas, y muerto después 
            de 451—, ocupase la sede episcopal de Constantinopla (428), cuyo nombramiento siempre había sido una cuestión política, y Alejandría 
siempre luchó con Constantinopla por cuestiones de preeminencia.Ya desde los mismos comienzos de su episcopado, Nestorio suscitó una controversia acerca de la conveniencia del titulo de madre 
            de Dios (theotókos), aplicado a María. Como antioqueno tenía sus 
            dificultades no sobre la legitimidad dogmática de tal título, sino 
            acerca de los malentendidos a que podía dar lugar. Lo consideraba 
            equívoco por cuanto que sólo del hombre que hay en Cristo, pero no 
            de Dios, podía decirse que había nacido de María. Temía, además, 
            que el título pudiera inducir a representaciones míticas de una madre 
            de Dios. Por ello intentó Nestorio una vía media con el título de 
            «madre de Cristo» (christotókos), ya que el nombre de Cristo indicaba ambas naturalezas unidas. Pero los alejandrinos alzaron una pro- 
            testa dramática por parecerles que con ello se negaba tajantemente la 
            unidad de Cristo, se «dividía» a Cristo. Y protestas surgieron tam- 
            bién de la piedad popular que amaba el viejo título de «madre de 
            Dios» aplicado a María.            Es interesante tener en cuenta que, al distinguir los antioquenos 
            tan netamente las dos naturalezas en Cristo, tenían sus reservas frente a cualquier empleo espontáneo del lenguaje cristológico (sobre 
            todo en Alejandría), lo que se denomina comunicación de idiomas. 
            Es decir, dada la estrecha unidad en Jesucristo, las propiedades de 
            sus dos naturalezas pueden predicarse de él recíprocamente de forma 
            que, bajo el único nombre de Cristo, que sólo se refiere a una de las 
            dos naturalezas, se predican también las propiedades de la otra, por 
            ejemplo cuando se dice: «El Logos de Dios fue crucificado», o «el 
            Logos ha padecido». Del mismo modo también se puede decir: «María, madre de Dios» o «Dios nació de María». Por ello los alejandrinos vieron en las reservas de Nestorio frente al título susodicho la 
            negación de esa unión de las naturalezas. «Dividia» a Cristo, por lo 
            que fue tachado de hereje. Los investigadores de Nestorio han demostrado que la herejía que se le atribuye en el sentido de «separar» 
            o «dividir» a Cristo en dos seres no la defendió Nestorio, sino un 
            pensador ortodoxo.            Las protestas e irritación contra Nestorio llegaron sobre todo de 
            la Iglesia de Alejandría y de su patriarca Cirilo. Su cristología, alejandrina, que fue defendida también en otras partes, como en Constantinopla, se puede calificar de teocéntrica. El arranque de todas las 
            afirmaciones es la divinidad del Logos. Los antioquenos descubrieron ahí una deficiencia de enorme peligrosidad: si en la cristología 
            dominaba hasta este punto la divinidad y si apenas cabía hablar del 
            ser humano de Cristo, la imagen del Cristo hecho hombre resultaba 
            incompleta y «mutilada». Por ello, los mismos antioquenos advertían que, para mantener la ortodoxia, era preciso evitar que la humanidad de Cristo se disolviese en la divinidad.            b) El concilio o los concilios de Éfeso (431) Cirilo reaccionó pronto y de forma enérgica contra Nestorio. Un 
            primer éxito lo obtuvo cuando el sinodo romano celebrado el 11 de 
            agosto de 430 condenó a Nestorio y le instó a retractarse de su doctrina bajo la amenaza de privarle de la sede episcopal. Cirilo reforzó 
            su argumentación dogmática conocida de todos con la fórmula tradi- 
            cional de «una es la naturaleza del Logos divino encarnado». Los antioquenos le reprocharon no hacer hincapié en la dualidad de Dios y 
            de hombre; para ellos las tesis de Cirilo contenían muchos aspectos 
            confusos y sospechosos, por lo cual Nestorio no se retractó.            Mediante cartas, intervenciones diplomáticas e intrigas se fomentó la agitación, estallando por todas partes las discordias y hostilidades. Todo ello aconsejó al emperador convocar un sínodo general 
            para restablecer la unidad que él mismo deseaba. El 19 de noviembre de 430 convocó el emperador de Oriente 
            Teodosio II (401-450) un concilio, que debería reunirse al año siguiente en Efeso. La preparación fue turbulenta. Dentro de la rivalidad de los partidos eclesiásticos, Cirilo demostró tener mejor táctica 
            y ser un tanto menos escrupuloso que la parte contraria en el empleo de la fuerza y hasta de la violencia. Con todo ello se procuró ya 
            desde el principio una ventaja decisiva en Efeso. Los obispos de Siria y territorios adyacentes, que bajo la capitanía del obispo Juan de 
            Antioquía formaron un partido favorable a Nestorio, no mostraron 
            prisa alguna por ponerse en marcha hacia un concilio del que nada 
            bueno se esperaba. Tampoco los delegados de Roma habían llegado 
            todavía.            Cirilo aprovechó la circunstancia para abrir por su cuenta y riesgo el concilio, el 22 de junio de 431, antes de que estuvieran presentes los obispos orientales (los de Siria y Palestina) y los representantes romanos. Los orientales llegaron cinco días después y los 
            delegados de Roma dos semanas más tarde. El sínodo de Cirilo condenó a Nestorio, que se negó a comparecer ante el mismo y fue depuesto. Los representantes romanos confirmaron la sentencia por 
            cuanto que coincidía con la del sínodo romano de 430, mientas que 
            los obispos orientales abrieron, también en Éfeso, otro sinodo y depusieron a Cirilo, así como al obispo del lugar, Memnón. El sínodo 
            de Cirilo reaccionó deponiendo a su vez a Juan de Antioquía y a sus 
            partidarios. La confusión fue grande.            Como ambos bandos apelaron al emperador, éste hizo encarcelar 
            a Nestorio, a Cirilo y a Memnón. Las negociaciones al respecto re- 
            sultaron inútiles. El pueblo y los monjes participaron en los acontecimientos porque su fe se sentía afectada por las cuestiones teológicas. El emperador acabó entonces por inclinarse hacia el partido 
            mayoritario de los alejandrinos, aunque sin condenar a los orientales. 
            Como la unión y la reconciliación no eran posibles, profundamente 
            desilusionado y con graves recriminaciones, dejó libres a los obispos 
            orientales y clausuró el concilio en octubre de 431.            En definitiva, había ganado el partido de Cirilo, pues el emperador sólo mantuvo encarcelado a Nestorio y lo sustituyó en Constantinopla con un obispo del agrado de los alejandrinos. Nestorio murió 
            desterrado en Egipto no antes de 451.            ¿Cómo valorar este tercer concilio ecuménico? En realidad hubo 
            dos concilios paralelos, uno y otro profundamente partidistas y nada 
            ecuménicos, aunque se ha incluido en la serie de los mismos al de 
            Cirilo. ¿Dónde radica su importancia? El único resultado fue la condena de Nestorio y la confirmación del título de «Madre de Dios» 
            aplicado a María, pero no se formuló ningún símbolo. En esta época antigua hubo concilios teológicamente más importantes, y fue 
            su prestigio posterior en la Iglesia antigua lo que lo alzó a tan alta 
            categoría.            El concilio de Éfeso tuvo su historia posterior. El nuevo papa 
            Sixto II (432-440) y el emperador hicieron esfuerzos por restablecer la paz y la unión. Hubo nuevas y largas negociaciones entre Cirilo y Juan de Antioquía. Ambas partes se hicieron concesiones: los 
            antioquenos nada opusieron a la condena de Nestorio, mientras que 
            
            
             
            
            
            Cirilo renunció a imponer en las decisiones del concilio determinadas frases.            El año 436 se llegó a una importante fórmula de unión, fruto tardío de los sucesos de Éfeso de 431. Teológicamente manifiesta un 
            avance acentuando por igual tanto la distinción entre la divinidad y 
            humanidad en Cristo como la unidad que en él se da. La fórmula de 
            unión dice así:            «Confesamos [...] a nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios perfecto y hombre perfecto [...] el mismo consustancial con 
            el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros según 
            la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual 
            confesamos a un solo Señor, a un solo Hijo y a un solo Cristo. Según 
            la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la Santa 
            Virgen por madre de Dios».            c) El monofisismo. El latrocinio de Éfeso (449)  Nuevos nombres aparecen en la palestra cristiana. En Roma es 
            papa León I Magno (440-461) —Juan de Antioquía había muerto en 
            441/442— y a Cirilo (+ 444) le sucede, como obispo de Alejandría, 
            Dióscoro, más duro que Cirilo. En estos años en Constantinopla gobierna Flaviano (447/448).            La disputa estalló de nuevo cuando por ese mismo año un anciano monje llamado Eutiques propuso en Constantinopla una cristología provocativa. Se trataba de un furibundo antinestoriano, seguidor 
            de Cirilo y enemigo de la fórmula unionista de 436. Defendía su posición tan tajante que hay que hablar de un verdadero monofisismo: 
            la humanidad y la divinidad sólo forman en Cristo una naturaleza, en 
            
            Cristo no hay más que una naturaleza, que es la divina. Hasta qué 
            punto desaparecía en la cristología eutiquiana la naturaleza humana 
            de Cristo lo pone de manifiesto una imagen habitual entre los monofisitas: en Cristo la humanidad se disuelve en la divinidad como una 
            gota de agua dulce en el océano salado.            Todo esto, a los ojos de las poblaciones orientales, no podía sino 
            reforzar la maternidad divina de María. El monofisismo, más allá de 
            las luchas de escuelas teológicas, se convirtió en una adhesión popular profunda. En Egipto, donde estaba latente, tomó el aspecto de 
            una religión nacional. En este sentido, el monofisismo tuvo a lo largo del siglo VI, para muchas regiones de Oriente, el mismo carácter 
            popular que tuvo el arrianismo entre los germanos de Occidente.            Un sínodo reunido en Constantinopla el 2 de noviembre de 448, 
            condenó a Eutiques, quien, sin embargo, obtuvo el apoyo incondicional de Dióscoro de Alejandría, defensor de hecho de la misma 
            teología. Eutiques consiguió que el emperador Teodosio II convocase en el año 449 un concilio ecuménico en Efeso. El papa León I 
            Magno no sólo intervino, como habian hecho sus antecesores, sino 
            que además redactó un tratado dogmático sobre el problema cristológico y sobre su propia posición, que envió al obispo Flaviano de 
            Constantinopla, tratado que luego sería el famoso Tomus Leonis o 
            Epistola dogmatica ad Flavianum. Es un escrito claro que tendrá 
            posteriormente una gran influencia.            Convocado el concilio, fue preparado de tal modo por las gentes 
            de Eutiques que aseguraron la presidencia para el partidista Dióscoro, mientras que los representantes de otras tendencias quedaban 
            excluidos —Teodoreto de Ciro, por ejemplo, recibió una prohibición 
            de participar—. Los obispos del concilio no eran monofisitas, pero 
            Dióscoro los intimidó por completo, no permitió que se dejara sentir 
            oposición alguna e impidió contra las repetidas propuestas de los legados de Roma que se leyese el Tomus Leonis con el que no comulgaba dogmáticamente. El concilio rehabilitó a Eutiques, depuso 
            a todos los antioquenos importantes, como Flaviano y Teodoreto, calificándolos de herejes como los nestorianos. Muchos protestaron: 
            los antioquenos, el papa de Roma, el episcopado galo e itálico, 
            el emperador de Occidente Valentiniano III, pero el emperador de 
            Oriente, Teodosio II, refrendó el concilio en 449. En la historiografía 
            ha entrado como el sínodo del latrocinio.            d) El concilio de Calcedonia (451) En el año 450 moría Teodosio II y se produce un cambio político 
            y religioso. Bajo la emperatriz Pulqueria, hermana de Teodosio Il, y 
            su marido, el emperador Marciano, se invirtieron los papeles, de 
            modo que perdieron unos la influencia que ganaron los otros. 
            
            La corte imperial estableció contacto con el papa de Roma y se 
            preparó un nuevo concilio. En efecto, la pareja imperial convocó el 
            concilio, que se celebró en Calcedonia, junto a Constantinopla, desde el 8 de octubre al 1 de noviembre de 451, y que se considera el 
            cuarto concilio ecuménico. Con la asistencia de más de quinientos 
            
            
            obispos, predominantemente de las iglesias orientales, y bajo la dirección de los comisarios imperiales, la primera parte se centró en 
            hacer olvidar el «sínodo del latrocinio» de 449, que no fue reconocido como un sínodo ecuménico. Flaviano fue rehabilitado y Dióscoro 
            depuesto.            Más importante fue la búsqueda de una confesión que pudiera 
            unir a todos. En las negociaciones jugó un papel decisivo el Tomus 
            Leonis, pero de forma que se puso de relieve su coincidencia con Cirilo. Efectivamente, en Calcedonia se evocó la figura de Cirilo como 
            testigo de la ortodoxia, y con él, el concilio de Efeso de 431.            Tras largas discusiones se aceptó la confesión de fe de Calcedonia del año 451. Comienza por un preámbulo que cita en favor de la 
            tradición ortodoxa a los dos sínodos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). Expone después los dos errores del nestorianismo y del 
            monofisismo para rechazarlos, siguiendo finalmente la fórmula de fe 
            propiamente dicha. Esta fórmula describe primero la unidad y distinción en Cristo a la vez que confirma el título de «Madre de Dios», en 
            el mismo estilo de la fórmula unionista del año 436:            «Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos 
            que ha de confesarse a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre 
            [...] consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, (...] engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo en los últimos días [...] engendrado de María Virgen, madre de Dios en cuanto a 
            la humanidad [...] en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin 
            división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión [o: mediante la unión], sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad, y concurriendo en una 
            sola persona y en una sola hipóstasis, no partido ni dividido en dos 
            personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo (Logos), Señor, Jesucristo».            En este texto se reconocen las delimitaciones frente al nestorianismo y al monofisismo, pues se acentúan la unidad y la dualidad en 
            Cristo: se trata de «una persona» en «dos naturalezas». Los dos 
            conceptos definitorios decisivos, persona (prósopon) y naturaleza 
            (physis), son filosóficos. En sus concilios, la Iglesia antigua se preguntaba al modo griego por la importancia salvífica de Jesús, interrogándose por el peculiar ser y esencia del Señor. Y a la pregunta 
            correspondía la respuesta: Cristo es un ser único de singular estructura ontológica. 
            
            
            El 25 de octubre de 451 esta confesión fue proclamada solemnemente como la confesión del concilio imperial, ligada a un ceremonial asimismo imperial y evocando la hora grande de la ortodoxia. 
            Pero Calcedonia no significó en modo alguno el final de las controversias cristológicas.            e) La historia posterior a Calcedonia. La separación 
de las IglesiasLa historia posterior a Calcedonia es la historia de un amplio no 
            reconocimiento del concilio. Este va a ser en buena medida el tema 
            de la segunda mitad del siglo V y todo el siglo VI: la crisis provocada 
            por el concilio. La doctrina del concilio de Calcedonia pareció a la 
            población como una apostasía, una vuelta al abominable nestorianismo. Bajo la presión popular, muchos obispos orientales, vueltos a 
            sus sedes, se retractaron, y lo que siguió fue una serie ininterrumpida 
            de luchas políticas y religiosas. El Estado hizo todo lo posible por 
            imponer las fórmulas conciltares, aunque en vano. Los decenios siguientes al concilio de Calcedonia figuran entre los más tristes de la 
            historia de la Iglesia. Es entonces cuando empezaron las grandes 
            apostasías orientales, a las que contribuyeron diversas causas. Muchos obispos se declararon posteriormente disconformes con Calcedonia porque seguían temiendo que la condena del monofisismo pudiera desembocar en una reviviscencia del nestorianismo, pero lo 
            peor era la falta de una conciencia clara de la indisoluble unidad 
            de la Iglesia. Se habían habituado demasiado, desde los tiempos de 
            Constantino, a ver en el emperador al jefe efectivo de la Iglesia. Para 
            ellos, ser fiel a la Iglesia y serlo al emperador eran una misma cosa, y 
            cuando empezó a desvanecerse la idea de la unidad del Imperio, se 
            aflojó también el sentimiento de la unidad eclesiástica. No es que 
            fuera un nacionalismo en el sentido moderno: nadie pensaba, en Siria o en Egipto, en erigir estados nacionales, pero no se sentían dis- 
            puestos a obedecer en todo, y hasta sus convicciones religiosas, los 
            dictados del gobierno de Bizancio. La Iglesia de Oriente, bastante 
            plural desde el principio, experimentó desgarros, pérdidas y adquisi- 
            ciones, fruto de herejías y de cismas.            4. EL PAPADO DURANTE EL SIGLO V Y PRIMER CUARTO 
            DEL SIGLO VI            a) El papa y su poder: control y centralización            Al mismo tiempo que se producían los debates que oponían 
            Oriente y Occidente sobre la definición del primado romano y sobre 
            el papel del obispo de Roma en el mantenimiento de la tradición ortodoxa, se desarrolló también una reflexión sobre la extensión de la 
            autoridad disciplinar de Roma. Desde el pontificado de León l al de 
            Simaco, los papas afirmaron bajo diferentes formas su autoridad sobre las Iglesias de Occidente.            León I (440-461), en los sermones que pronuncia con ocasión de 
            su elección al pontificado, enuncia la síntesis clásica de la idea del 
            primado romano. Dirigiéndose a los obispos reunidos para la fiesta, 
            se afirma como el heredero de Pedro, en cuya veneración se han reunido los obispos. En la persona de León sus colegas «ven y honran a 
            Pedro», rinden homenaje «principalmente a aquel que ellos saben 
            que es no solamente el obispo de esta sede, sino el primado de todos 
            los obispos» (Sermón 93). Cuando León habla, es Pedro quien habla 
            por su boca (Sermón 94) y «en todo el universo sólo Pedro es elegido para ser encargado de llamar a todos los pueblos, sólo él está 
            puesto a la cabeza de todos los Apóstoles y de todos los Padres de la 
            Iglesia; de manera que, aunque en el pueblo de Dios hay numerosos 
            sacerdotes y pastores, sin embargo Pedro debe gobernar en particular 
            sobre todos aquellos que, por principio, Cristo gobierna» (Sermón 
            95). Cristo ha hecho de Pedro el princeps de la Iglesia, y el obispo de 
            Roma es su sucesor. La noción de herencia, en la acepción que tiene 
            en el derecho romano, funda las prerrogativas romanas no solamente 
            en el enunciado de la fe, sino en el gobierno de la Iglesia. El obispo 
            de Roma actúa vice Pedro, es su vicario. La fórmula es nueva, aun- 
            que la idea no lo es. La noción del principado se toma del vocabulario político, designa claramente una autoridad de gobierno y no solamente una autoridad moral.            Gelasio I (492-496) mantuvo una correspondencia importante, 
            realizó una acción pastoral eficaz y desarrolló una obra doctrinal 
            considerable. En sus cartas a los obispos de Oriente, a los magnates 
            del reino, al mismo emperador, reivindica la independencia y preeminencia de la sede romana. A finales del año 493, Gelasio, siempre en tono cortés, se enfrentó al conde godo Teia a propósito de un 
            obispo falsario y prevaricador, Eukaristus. En la primera carta que 
            Gelasio dirige al funcionario godo, le pide que se mantenga lejos de 
            este asunto y que no obligue al papa a dar cuenta al rey. Los argumentos de Gelasio son de dos órdenes: por una parte, puesto que el 
            
            
             
            
            
            conde es «de otra comunión», no debe inmiscuirse en asuntos que no 
            le conciernen; por la otra, debe imitar al rey, señor e hijo del papa, 
            quien, en su gran sabiduria, no quiere mezclarse en asuntos eclesiásticos. Según Gelasio, el emperador y el papa tienen diferentes funciones en la misma y única comunidad. El emperador tiene sólo auctoritas civil, el papa sólo sacerdotal, pero la autoridad espiritual es 
            superior a la civil. Ella es competente para la administración de los 
            sacramentos y responsable ante Dios también de los soberanos civiles. Se trata de un texto que define perfectamente las relaciones entre 
            el poder bárbaro y arriano, y la Iglesia, en términos que preservan ín- 
            tegramente la autonomía de ésta última. A sus ojos, la retirada del 
            Henotikon debe significar tanto el reconocimiento de que era erróneo como el signo de la sumisión de Oriente a Roma.            Gelasio escribió contra el pelagianismo, que subsistía en algunas 
            regiones como Dalmacia, y contra el monofisismo oriental. El Liber 
            Pontificalis nos recuerda que tuvo que luchar contra los maniqueos, 
            a cuyos adeptos hizo deportar y quemar sus libros. Su gesto pastoral 
            más recordado fue la prohibición a los cristianos de participar en la 
            fiesta pagana de las Lupercales, cuya celebración a mediados de febrero se había mantenido o se había restablecido en Roma.            b) El primado romano y los patriarcas orientales a comienzos 
            del siglo VI            Los concilios de Constantinopla (381) y Éfeso (431) habían confirmado la primacía ya adquirida del obispo de Roma, pero el concilio de Calcedonia (451), en el canon 28, que completa lo legislado en 
            el concilio de Constantinopla (canon 3), concede al obispo de Constantinopla el derecho a juzgar, en última instancia, todos los litigios 
            de los obispos de Oriente, salvo los de Egipto, que correspondían al 
            patriarca de Alejandría; los de Siria, que pertenecían al patriarca de 
            Antioquia; y los de Palestina, que reclamaba el patriarca de Jerusalén. Esta decisión define y asigna una estructura jerárquica a los 
            patriarcados orientales, organizados por el emperador Justiniano 1 
            (527-565).            El citado canon 28 precisa que el obispo de Constantinopla viene 
            inmediatamente después del de Roma, primado de honor justificado 
            por el papel político de la ciudad de Constantinopla. Los Padres conciliares, orientales casi en su totalidad, escribieron respetuosamente 
            a Roma para solicitar la aprobación pontificia del conjunto de decre- 
            tos, comprendido este último canon dificultoso, votado sin la presencia de los legados del papa. Pidiendo la aceptación por parte del 
            papa, reconocían explícitamente el primado romano, pero León  
            
            
            Magno (440-461) rehusó categóricamente ratificar la promoción del 
            obispo de Constantinopla. De una parte y de otra se quedan a la ex- 
            pectativa.            c) La rivalidad entre Roma y Constantinopla. El Henotikón.            El cisma de Acacio 
            
            
            Ante las malas consecuencias seguidas de la celebración del concilio de Calcedonia (451) y la proclamación de su «símbolo de la 
            fe», estudiadas anteriormente, el patriarca de Constantinopla Acacio 
            pensó que era más importante restablecer la unidad religiosa de 
            Oriente que seguir la autoridad del papa de Roma, debilitado por las 
            invasiones y bajo el control político de los bárbaros.            Bajo la presión de Acacio, el basileus Zenón (474-491) publicó 
            una confesión de fe con el título de Henotikón (henosis = unión; por 
            tanto Edicto de unión) en el verano de 482, investida del carácter de 
            ley imperial. Este texto, singularmente conciliador, condenaba por 
            igual a Nestorio y Eutiques, rechazaba el concilio de Calcedonia e, 
            implícitamente, el tomus de León I que no mencionaba, y sólo se 
            admitían como normas de fe el concilio de Nicea y los anatematismos de Cirilo contra Nestorio, lo que agravó la confusión.            Para los católicos el Henotikón era inaceptable, puesto que en él 
            se desautorizaba el concilio de Calcedonia. Cuando la publicación 
            del Henotikón llegó a Italia acababa de ser elegido papa Félix HI 
            (483-492), quien envió inmediatamente una delegación a Constantinopla, cargada de cartas de recomendación, aunque nadie atendió a 
            estos embajadores.            En julio de 484, Félix pronunció la deposición de Acacio de 
            Constantinopla. La comunión entre Roma y Constantinopla se había 
            roto, el cisma acaciano duraría hasta el año 519.            d) Italia ostrogoda. El primado romano en Occidente            No se engañaba Acacio al tener en poco el prestigio del pontífice romano en Oriente. Al declive político de Roma se unió el eclipse 
            de su influencia pontificia. Para los orientales el primado de Roma 
            no procedía específicamente del hecho de que Pedro se hubiese instalado allí, sino de su papel de capital del Imperio. La caída del 
            Imperio en Occidente marca el ensombrecimiento de la sede romana. Félix III (483-492) y sus sucesores —Gelasio I (492-496), 
            Anastasio (496-498) y Símaco (498-514)— reinaron separados de 
            
            
            Constantinopla, sin influencia práctica en Oriente. ¿Qué sucedió en 
            Occidente?            Desde el año 476, los pontífices romanos debieron cohabitar con 
            los reyes bárbaros. Los papas no tuvieron autoridad política alguna 
            en Roma ni en Italia, no disponían sino de un gran prestigio moral, 
            acrecentado por el recuerdo cercano de León I Magno, que había detenido en 452 la marcha de Atila sobre Roma y que había salvado la 
            ciudad de la destrucción completa cuando el saqueo de Genserico, 
            rey de los vándalos, en 455.            Teodorico, rey de los ostrogodos, asedió a Odoacro en la ciudad 
            de Ravena, y fue el obispo Juan quien se encargó de negociar la rendición de Odoacro, en febrero de 493. Según la crónica de Andreas 
            Agnellus, Teodorico prometió no solamente perdonar a su adversario, sino también compartir con él la dominación de Italia. El 5 de 
            marzo, el obispo abrió las puertas de la ciudad e hizo entrar al nuevo 
            rey. Sin embargo, diez días más tarde Teodorico asesinó a Odoacro 
            durante un banquete, conservando para él solo el poder en Italia.            Odoacro primero y después Teodorico, hasta el año 520, mantuvieron para con las instituciones eclesiásticas el mismo respeto que 
            para todo lo que fuera romano. Se convirtieron en los auxiliares de 
            las sentencias romanas, concedieron el apoyo del brazo secular a las 
            peticiones de los funcionarios pontificios, salvo contra el arrianismo. 
            En el año 500, si se cree lo escrito en la Vida de San Fulgencio, Teodorico habría viajado a Roma para orar solemnemente sobre la tumba de los Apóstoles; pero en la medida en que el rey germano se tenía en principio como el mandatario del basileus y en la práctica su 
            heredero, podía justificar el derecho de control que ejercía de hecho 
            sobre el papado. Su injerencia fue facilitada por el modo de elección 
            del soberano pontífice y por los conflictos que esto provocó.            e) Teodorico (493-525), árbitro del papado. La doble elección 
            papal de 498            El principio de la elección del obispo de Roma por el clero y el 
            pueblo de la ciudad permanecía en vigor. De hecho, la elección se 
            acompañaba frecuentemente de disturbios, intrigas, presiones políticas; diferentes facciones se disputaban la sede pontificia, llegando, 
            en ocasiones, a la corrupción. Las diferencias inherentes al procedi- 
            miento electivo fueron el origen de una grave crisis de la cristiandad 
            romana: el cisma de Lorenzo.            Para evitar la vuelta a las intrigas y la doble elección, como había 
            ocurrido con la de Eulalio y Bonifacio en 418, el papa Simplicio 
            (468-483) decidió que a su muerte una asamblea de senadores y de 
            
            
             
            
            
            miembros del clero romano se reuniera lo antes posible para elegir al 
            nuevo pontífice. Esta fue la primera medida que tendió a restringir 
            progresivamente el cuerpo electoral del pontífice romano, pero, por 
            contra, se introdujo con ello un elemento político en la elección. En 
            marzo de 483, el delegado de Odoacro, el prefecto del pretorio, Cécina Basilius, preside el colegio restringido que, antes de la elección 
            del nuevo papa, hizo adoptar una reglamentación sobre el uso del patrimonio eclesiástico: los bienes de la Iglesia son absolutamente inalienables; los bienes muebles que no puedan ser utilizados en el curso de la liturgia deben ser vendidos y utilizados en limosnas y no 
            tesaurizados; toda infracción a estas reglas es nula y condenada 
            como anatema. Inmediatamente designa al diácono Félix como so- 
            berano pontífice. En caso de división del colegio electoral, el monarca se convertía así en el árbitro de la situación, lo que ocurrirá en la 
            sucesión de Anastasio II (496-498).            Anastasio II, contrariamente a sus predecesores inmediatos, Félix II (483-492) y Gelasio I (492-496), había intentado resolver el 
            cisma del patriarca de Constantinopla Acacio mediante la negociación. A la muerte de Anastasio, un partido intransigente, mayoritario 
            dentro del clero, surgió frente a Anastasio. Este partido, reunido en 
            San Juan de Letrán, designó como papa al diácono Símaco, el 22 de 
            noviembre de 498; en tanto que los partidarios de la política de conciliación del papa difunto, reunidos en Santa María la Mayor, eligieron al sacerdote Lorenzo. Las luchas estallaron inmediatamente en 
            Roma. En medio de esta situación, las dos partes acordaron solicitar 
            el arbitraje de Teodorico, lo que se manifiesta como un testimonio 
            indiscutible de la legitimidad reconocida por la Iglesia al poder real, 
            aunque era arriano. Es verdad que, en esta circunstancia, la Iglesia 
            de Roma no tenía la posibilidad de llamar a otra persona.            Teodorico convocó en Ravena a los dos competidores y enunció 
            la siguiente regla: aquel de los dos candidatos que haya sido elegido 
            el primero y por la mayor parte del clero es el papa legítimo, sentencia que favorecía a Símaco. El 1 de marzo de 499, Símaco reunió en 
            Roma un concilio en el que decidió que nadie tendría derecho, fuera 
            del papa reinante, a ocuparse de la elección de su sucesor. Lorenzo 
            tomó parte en el concilio, firmó las actas y recibió poco tiempo después el obispado de Nocera, en la Campania. 
            
            
            Un rebrote largo y espinoso refuerza aún esta primera manumisión de Teodorico sobre el papado. Los partidarios de Lorenzo lanzaron contra Símaco una campaña de calumnias: le acusaron de corrupción y de malas costumbres. Teodorico llamó de nuevo al papa a 
            Ravena en 501. En Rímini, un día que Símaco paseaba por la playa 
            mientras esperaba la convocación real, vio pasar un carruaje que se 
            dirigía hacia Ravena, llevando las mujeres con las que se le acusaba 
           de vivir criminalmente. Símaco comprendió entonces el complot, regresó a Roma y se encerró en San Pedro. Teodorico, desfavorablemente impresionado por esta huida, nombró un visitador apostólico 
en la persona de Pedro, obispo de Altino, en Italia del Norte; un sufragáneo de Aquilea, encargado de administrar la Iglesia de Roma 
hasta que Símaco se justificara. Al mismo tiempo, el rey convocó un 
concilio para tratar el asunto. Estos métodos, enojosos y sin prece- 
dente, venian a suspender al papa y hacerle juzgar por un tribunal 
eclesiástico. El 23 de octubre de 502, los obispos del concilio decretaron que no podían juzgar a Símaco y lo reenviaron ante el tribunal 
de Dios; en consecuencia, el papa quedaba restablecido en sus funciones y en su dignidad. Teodorico, después de haber dejado que el 
partido de Lorenzo actuase libremente, ordenó en el año 507 desarmar y someter a los opositores. Lorenzo vivió en un retiro austero 
hasta su muerte.Bajo el pontificado de Hormisdas (514-523), antiguo diácono de 
            Simaco elegido sin competición, el cisma terminó por desaparecer. 
            Pero estos sucesos consagraron la tutela política total de Teodorico 
            sobre el papado: el papa debía comportarse como un súbdito fiel. 
            
            Por haber despertado las sospechas y la cólera del rey a causa del 
            choque de la misión que Teodorico envió a Constantinopla ante el 
            basileus Justino I, el papa Juan I (523-526) murió en prisión. Para 
            sucederle, después de una sede vacante de dos meses, Teodorico 
            hizo designar a Félix IV en 526. Aún se debe anotar que Bonifacio 
            Il, elegido en el año 530, varios años después de la muerte del rey, 
            era godo de nacimiento. La autoridad del papa no podía sino salir 
            disminuida de esta situación. Por otra parte, la división política de 
            Europa y las rivalidades de los reinos germano-romanos terminaron 
            por comprometer el edificio precario de la centralización, puesto en 
            pie por el papado a lo largo del siglo VI.            f) El proceso de Boecio y el papa Juan I            Aunque el proceso de Boecio  (c.480-524) apenas tenga carácter religioso, no puede ser disociado de las desventuras del papa 
            
            
             
            
            
            Juan l, a causa del papel primordial que jugó en Constantinopla en 
            dos ocasiones. En un primer tiempo, el senador Albinus, un miembro de la familia de los Decii, fue acusado por el referendarius 
            Cyprianus de haber dirigido al emperador Justino I una carta hostil a 
            Teodorico. Boecio tomó su defensa afirmando a la vez la falsedad de 
            la acusación y su solidaridad, como la de todo el senado, con el acusado. Cyprianus dio a conocer unos documentos, falsos según los 
            partidarios de Boecio, y este último fue encarcelado, juzgado, condenado a muerte y ejecutado en el año 524. En la prisión escribió La 
            consolación de la filosofía, importante síntesis de la filosofía antigua 
            y del pensamiento cristiano, destinado a tener un gran suceso en la 
            Edad Media.            Boecio fue acusado por unos ignorantes que no comprendían su 
            actividad filosófica, en primer lugar por haber deseado la libertad de 
            los romanos, y en segundo lugar por practicar artes mágicas. El propósito de Boecio era afirmar la futilidad de la acusación dirigida 
            contra él, pero el ilustre personaje no podía ignorar el concepto de la 
            «libertad» para los romanos. Todas las empresas de la reconquista de 
            Occidente por los bizantinos fueron hechas en nombre de esta libertas, verdadera palabra llave de la propaganda imperial. El proceso de 
            Albinus y de Boecio deja adivinar la existencia de un grupo de aristócratas favorables a la restauración imperial, en un período en que 
            el emperador Justino y su sobrino Justiniano comenzaron a poner en 
            práctica los medios de esta política. Por el mismo Boecio podemos 
            apreciar la calidad del cristianismo de estos últimos romanos, una religión culta, nutrida de filosofía, fiel a la tradición clásica; pero una 
            fe auténtica, perfectamente al corriente de los problemas teológicos 
            y canónicos de la Iglesia de su tiempo.            Dentro de este contexto, Teodorico envió a Constantinopla una 
            embajada, compuesta por cuatro senadores y cuatro obispos, uno de 
            ellos el de Roma. Las fuentes antiguas se interesan por el papel del 
            papa. El rey lo convocó a Ravena y le pidió que exigiera al emperador que dejara a los arrianos, convertidos al catolicismo, volver a su 
            primera confesión arriana. El papa aceptó el resto de la legación, 
            pero rehusó pedir al emperador que aceptara a los apóstatas. Según 
            el testimonio del Liber Pontificalis, la inquietud de Teodorico estaría 
            fundada en la existencia de un decreto de Justino por el que se confiscaban las iglesias arrianas para donarlas al culto católico.            Las fuentes atestiguan el suceso político de la embajada. Recogen, también, la suntuosa recepción del papa en Constantinopla. Al 
            regresar la embajada a Ravena, a pesar del suceso diplomático obtenido, el rey recibió muy mal a sus legados. Durante su ausencia, 
            Boecio había sido ejecutado y Teodorico estaba convencido de la 
            existencia de un complot contra él entre los senadores. El eco del 
            
            
             
            
            
            buen entendimiento entre el papa y el emperador pudo persuadirle de 
            un enfrentamiento entre el clero católico y sus adversarios políticos, 
            así como le hizo pensar que la población arriana en adelante estaba 
            amenazada. Los legados fueron hechos prisioneros en Ravena y el 
            papa Juan murió durante su cautividad. Muy pronto adquirió una reputación de mártir. Teodorico, en cambio, dejó de ser el soberano 
            bienquerido, que celebra el panegírico del diácono Enodio, para encarnar en adelante la figura del perseguidor.            5. LA IGLESIA IMPERIAL BIZANTINA EN LA ERA DEL 
EMPERADOR JUSTINIANO (527-565) a) Justiniano 
            Personalidad politica y religiosa            El 1 de abril de 527, Justino hizo coronar coemperador a su sobrino Justiniano, quien le había asistido desde el comienzo de su reinado hacía 44 años. Cuatro meses más tarde, el 1 de agosto, moría el 
            emperador, dejándole todo el poder. Justiniano persiguió con constancia a lo largo de los 38 años de reinado un único objetivo: restablecer el Imperio romano en su integridad y prosperidad. Este objetivo inspira su política interior —reforzar el Estado por medio de una 
            reforma legislativa y administrativa—, inspira su política exterior 
            —reconquistar las provincias perdidas en Occidente: África del Norte, Italia, una parte de España—, e inspira, finalmente, su política re- 
            ligiosa —rehacer y favorecer la unidad de la Iglesia.            Para Justiniano, en efecto, el Imperio era una estructura administrativa única, establecida por Dios, a cuya cabeza se hallaba el emperador, que aceptaba la verdad de una sola ortodoxia cristiana, la definida por los concilios ecuménicos. Por tanto, Justiniano no podía 
            tolerar las disidencias de la ortodoxia; su deber era defender la ver- 
            dadera fe. De aquí proceden las numerosas leyes que promulgará 
            contra todas las disidencias religiosas, sobre todo contra las herejías, 
            que consideraba como más dañosas que el paganismo y el judaísmo. 
            Sólo los monofisitas encontraron gracia a sus ojos, porque su mujer, 
            la emperatriz Teodora, era de origen monofisita y protegió abiertamente a sus correligionarios.            El deber de defender la fe concede al emperador el derecho de in- 
            tervenir en la Iglesia, puesto que él debe ser el garante, el organizador de su unidad. Justiniano intervino más que sus predecesores en 
            la vida de la Iglesia, en la definición de su doctrina. Su modo de actuar es el designado por la historiografía con el término de «cesaro- 
            papismo». No es que ignorara la teoría de los dos poderes, que el 
            papa Gelasio (492-496) había formulado de manera clara; Justiniano 
            conocía la distinción, pero, durante su largo reinado, impuso la uni-dad del poder en la persona del emperador.            La cristiandad reconquistada (536-590)            Los emperadores de Oriente se habian esforzado por mantener 
            relaciones personales con los reyes germano-romanos de Occidente. 
            En el año 507, Anastasio nombró a Clodoveo cónsul a título honorífico. Teodorico, que había sido adoptado por el emperador Zenón, 
            llevó el título de patricio; pero a estas ficciones jurídicas no corres- 
            pondió ninguna subordinación política real. Sin embargo, estos títulos prolongaban la unidad imperial y ponían de manifiesto las diferencias que se acentuaban entre el Occidente, dividido en reinos 
            germano-romanos, y el imperio de Oriente. Esta situación sustentaba 
            entre los griegos la idea de su superioridad y la seguridad de que una 
            reconquista militar sería suficiente para restablecer el antiguo Imperio.            En este espíritu, Justiniano concibe el proyecto de restaurar la 
            unidad. Las expediciones militares se desarrollaron de 533 a 535 y, 
            como consecuencia de estas campañas, el Mediterráneo volvió a ser 
            un lago romano.            Pero esta reconstrucción fácil no tuvo nada en común con el 
            Imperio romano. En África del Norte, donde la reconquista fue fácil, 
            la ocupación bizantina se limitó, a excepción de Túnez y Constantina, a una pequeña banda costera hasta el Atlántico. En cambio, en 
            Italia la reconquista fue casi total, la guerra gótica resultó tan atroz 
            que dejó a la península exangue. En España el rey Atanagildo cedió 
            a Justiniano, en la antigua provincia de la Bética, un estrecho territorio que iba de Cartagena a Cádiz por debajo de Córdoba y Sevilla. 
            Todas las islas —Sicilia, Cerdeña, Córcega, las Baleares— fueron 
            ocupadas por los bizantinos. Pero por todas partes, aun cuando en los 
            comienzos, como era el caso de África o de España, se había llamado en socorro al emperador, la presencia bizantina fue rápidamente 
            percibida por las poblaciones romanas y germanas no como una liberación, sino como una ocupación, aunque la mayor parte de España, 
            toda la Galia y las dos Bretañas siguieron independientes.             Justiniano y el papado            En relación con el papado, Justiniano se encontraba lleno de buenas intenciones; le reconocía el primado de honor, pero también una 
            autoridad privilegiada en la Iglesia. Busca, para sus empresas teológicas, marchar de acuerdo con la Santa Sede; pero considera que los 
            dos titulares, sacerdocio e imperio, iguales en dignidad en su espíritu, no lo eran en autoridad. Como en todo cesaropapismo, no existe 
            paridad verdadera entre los dos participantes, pues el emperador 
            nombra al papa, sin que el papa pueda nombrar al emperador.            En estas condiciones, el conflicto con el papado era inevitable. 
            Comenzó con la entrada de las tropas bizantinas en Roma en diciembre de 536. El papa reinante, Silverio (536-537), había sido elegido 
            bajo presión del rey de los ostrogodos. Belisario, el comandante en 
            jefe bizantino, se aprovechó de las relaciones de Silverio con los os- 
            trogodos para acusarlo de traición y deponerlo. Parece que, durante 
            el primer trimestre de 537, el basileus intentó sondear al pontífice 
            para saber si estaría dispuesto a admitir algunas concesiones en relación con los monofisitas para restablecer la unidad religiosa del 
            Imperio. Su intransigencia fue el verdadero motivo de su deposición. 
            El emperador buscó un papa más dócil.            b) Los sucesores de Justiniano. El monoenergetismo          Bajo Focas (602-610) y en los primeros años del gobierno de Heraclio (610-641), la irrupción de los persas, que ocupaban varias regiones de Asia Menor, de Siria y de Egipto, planteó tales problemas 
            a los emperadores que les quedaba poco tiempo para las querellas confesionales. Además, la ocupación persa sustrajo a los monofisitas del poder imperial.          Una vez que Heraclio logró vencer a los persas, pensó remediar 
            la situación y de nuevo la buscó en la unión eclesiástica, teniendo un 
            leal auxiliar en el patriarca Sergio (610-638). Si la laguna del concilio de Calcedonia había consistido en haber destacado poco claramente la unidad por fijarse demasiado en la dualidad —aunque, por 
            otro lado, no se podía ya renunciar a las dos naturalezas en Cristo, 
            mientras que el concepto de persona seguía siendo algo impreciso—, 
            se podía buscar la unidad en la voluntad y en la acción de Cristo. 
            Algunos teólogos neocalcedonianos apuntaban ya la fórmula que 
            afirma la existencia en Cristo de una única virtud operativa divina. 
            
            
             
            
            
            Esta fórmula pareció muy prometedora al patriarca, que trató de 
            compilar un florilegio patrístico que multiplicara los testimonios en 
            este sentido. Sergio confió en el obispo Teodoro de Farán, fiel a Calcedonia; pero también en el obispo Ciro de Fasis, designado patriarca de la iglesia imperial de Alejandría (631). Ciro plasmó estas ideas 
            en el «pacto» proclamado en Alejandría el 3 de junio de 633, en nueve piezas, siendo la central la doctrina del uno y mismo Cristo, que 
            opera lo divino y lo humano «con la energía una, humano-divina». 
            Los monofisitas triunfaron.          La oposición no se hizo esperar. El monje Sofronio —poco después patriarca de Jerusalén (634-638)— protestó contra la fórmula 
            de unión. Para él contaba el principio aristotélico según el cual la 
            energía y la consiguiente operación dimanan de la naturaleza, y, por 
            tanto, hay que admitir en Cristo dos energías, dos operaciones. 
            
            Sofronio se entrevistó con el patriarca Sergio y convinieron que 
            en adelante no se hablara de operaciones, sino del Cristo uno operante. Sofronio, en su encíclica, se atuvo al acuerdo con el patriarca, 
            pero no dejó la menor duda de que teóricamente a dos naturalezas siguen dos capacidades operativas. El patriarca Sergio publicó el Judicatum en el que se refería a la fórmula concreta y personal de Cristo 
            uno operante. Incluso Máximo el Confesor consideró la fórmula 
            como buena. Sergio expuso el contenido de su decisión doctrinal en 
            un escrito al papa Honorio. El papa se mostró de acuerdo en que no 
            se hablara de dos operaciones, pues eso sólo traería confusiones terminológicas; aceptó la fórmula del patriarca y sacó la conclusión de 
            que era conveniente hablar de «una voluntad» en Cristo. Pero el 
            papa cita las palabras de Jesús: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió», con lo que reconoce una radical facultad volitiva humana en Cristo.          Sergio quedó encantado con la ayuda del papa que prefería la 
            fórmula «una voluntad». El patriarca logró ganar al emperador que 
            promulgó un decreto, el Ectesis («profesión de fe»), en 638, año de 
            muerte del patriarca y del papa. En él se formulaba la prohibición 
            de hablar de una o de dos operaciones, y en cambio se decretaba la 
            única voluntad en Cristo como fórmula de fe, explicada a su vez en 
            el sentido de que Cristo en la carne no quiso nunca nada separadamente de la voluntad del Logos. Lo que falló no fue la teología, sino 
            la terminología.          Máximo el Confesor, primero al servicio de Heraclio y después 
            monje en África, como era un adepto entusiasta de Calcedonia, rechazó la fórmula del papa Honorio y de la Ectesis.          La lucha continuó entre la parte oriental del imperio, partidaria 
            de la unión sobre la base del Ectesis, y el África bizantina, donde 
            surgió un foco de resistencia contra la política imperial. En vista de 
            
            
             
            
            
            la situación, el emperador Constante II (641-668) dictó una nueva 
            disposición. Su Tipo, del año 648, prohibió toda clase de discusión 
            sobre una o dos operaciones, sobre una o dos voluntades, y derogó el 
            Ectesis.          Máximo se dirigió, por fin, a Roma, donde el nuevo papa, Martín 
            I (649-655), comprendió sus razonamientos. En 646 se celebró un 
            concilio Lateranense bajo las ideas de Máximo, en el que se reprobó 
            tanto el Ectesis como el Tipo. Definieron la doctrina de las dos voluntades en Cristo y excomulgaron a Sergio y sus sucesores.          El emperador Constante reaccionó violentamente. Logró que el 
            papa Martín I se trasladara de Roma a Constantinopla en 653. Allí 
            fue procesado de alta traición, quizás se mezclaron otras razones políticas: entendimiento del papa con el exarca de Ravena, que se había 
            hecho proclamar antiemperador en Roma. Al fin, el papa fue condenado a muerte por delito de alta traición, pena que se le fue computada por la de destierro en Crimea, donde el papa murió en el año 655. En 653 la policía imperial logró detener también a Máximo y trasladarlo a Constantinopla, donde fue igualmente condenado por delito 
            de alta traición. Máximo, mutilado de manos y lengua, murió en el 
          destierro el año 662. Constante II quiso hacer sentir su autoridad en 
            Occidente, pero fue asesinado en Sicilia en 668. Le sucedió Constantino IV (668-685), que no tenía el menor interés en continuar una 
            disputa que había terminado sin resultado alguno. No se podía pensar en ganar a los monofisitas.          Varios sínodos en el siglo VII condenaron el monotelismo, incluso el sínodo local Laterano de Roma (649) y el sínodo Romano celebrado bajo el papa Agatón (678-681). El emperador Constantino IV 
            convocó el que sería el sexto concilio Ecuménico, II de Constantinopla (680-681). En su octava sesión, éste aceptó la doctrina del 
            papa Agatón, y  condenó el monotelismo en un decreto firmado por 174 padres conciliares. Honorio fue censurado expresamente. El concilio no promulgó ningún decreto disciplinar; esto se 
            haría en el sínodo de Trullo (692). El papa León H (682-683), sucesor de Agatón, aprobó las decisiones del concilio en 682.                      c) El sínodo de Trullo (691-692) y la religiosidad de la Iglesia 
            de Oriente          Los cánones del sínodo in Trullo (691-692) 2, así llamado a causa del salón del palacio imperial de Constantinopla donde se celebró, 
            informan de manera especial sobre la vida interior de la comunidad. 
            Los asistentes entendieron esta asamblea como un complemento 
            ecuménico de los concilios de Constantinopla V y VI que no habían 
            dictado cánones disciplinares. Los cánones de este concilio (102 en 
            total) representan, sin orden sistemático, una colección amplia y 
            muy instructiva de prescripciones sobre la vida intraeclesial de la 
            época y la aparición de nuevas herejías. La vida que aquí se muestra 
            es muy variada: aparecen elementos judíos y paganos, y prosperan 
            rasgos de usanzas precristianas y de religiosidad acristiana. Hallamos clérigos conviviendo con vírgenes, taberneros y prestamistas, 
            que frecuentan los juegos del circo y las carreras de caballos o que se 
            reúnen para conspirar contra sus obispos. También encontramos tipos de ascetas o de pseudoascetas, que recuerdan las carnavaladas de 
            los «locos en Cristo»; judios, que son los médicos más apreciados 
            de la época; festejos carnavalescos con turbulento ajetreo de estudiantes de derecho; baños de hombres y mujeres en común; falsos 
            martirologios; ritos picantes, mordaces y alusivos, etc.          Es indudable que el sínodo tenía la intención de legislar para la 
            Iglesia universal; pero en una serie de cánones se pronunció contra 
            los usos de la Iglesia occidental, como en el canon 13, sobre el matrimonio de los clérigos; en el canon 55, contra el ayuno en sábado durante la Cuaresma, en el canon 67, que prohíbe comer carne de animales degollados, confirma el rito judío, y la repetición del anatema 
            contra el papa Honorio en el canon 1.          El emperador Justiniano II quiso exigir por la fuerza la firma de 
            este concilio al papa Sergio 1 (687-701), pero sus emisarios fracasaron frente a las milicias italianas, y el emperador mismo marchó al 
            destierro. Cuando en 705 volvió al trono hizo un intento pacífico. El 
            papa Constantino I (708-715) se trasladó a Oriente y llegó a un 
            acuerdo con el emperador para reconocer los cánones, siempre que 
            se suprimieran los dirigidos contra Roma.                      6. LAS IGLESIAS NACIONALES OCCIDENTALES DURANTE 
            LOS SIGLOS VI Y VII          a) La Iglesia de la Hispania visigoda en el siglo VI. Leovigildo 
            (571/72-586). Recaredo (586-601) 2El futuro de los visigodos en Hispania no estuvo tan amenazado 
            por los peligros exteriores como por las disensiones internas. Contra 
            el rey Agila, entronizado en diciembre de 549, se reveló Atanagildo, 
            que solicitó primeramente apoyo del emperador. Atanagildo se impuso sobre Agila, pero tuvo que aceptar que los bizantinos, que en 
            552 habían desembarcado en el sur de Hispania, ocuparan parte de la 
            Bética y de la Cartaginense y las organizaran como provincia imperial. No obstante, el gobierno de Atanagildo (551/554-567) significó 
            un nuevo comienzo en la historia de los visigodos. Bajo este soberano, la ciudad de Toledo se destacó claramente como capital. Sin embargo, quien realmente fundó el nuevo reino visigodo hispano de Toledo fue el sucesor de Atanagildo, Leovigildo (571/572-586). En su Crónica el abad Juan de Biclara, que recoge los sucesos de 
            567 a 590, no escatima su aprecio por la obra de Leovigildo: «Leovigildo, hermano del rey Liuva, fue instituido rey de la España citerior 
            viviendo aún su hermano el rey Liuva; tomó por esposa a Goswita, 
            la viuda de Atanagildo, y llevó admirablemente a sus límites la pro- 
            vincia de los Godos, que se encontraba dividida por la rebelión de algunos súbditos». En efecto, Leovigildo eliminó a sus oponentes, sometió a la obediencia a todas las regiones insumisas, anexionó el 
            reino suevo, rechazó a los bizantinos a una franja costera meridional 
            de donde fueron expulsados algunos decenios más tarde.          El matrimonio de Leovigildo con una arriana hostil al cristianismo, Goswita, viuda de Atanagildo, le asegura la fidelidad de los partidarios de su antecesor, pero la reina le inspira una política agresiva 
            en relación con los católicos. Al fundar en el centro-este de España 
            la ciudad de Recópolis, con el nombre de su hijo Recaredo, mani- 
            fiesta con este nombre compuesto, germánico y griego, su intención 
            de imitar en todo al emperador de Bizancio en sus formas exteriores 
            de poder: trono, manto real y diadema y emisión de monedas con su 
          propia efigie.En cuanto a la religión, intenta imponer a todos sus súbditos la 
            unidad religiosa bajo el arrianismo de los visigodos. Esta política se 
            
            
             
            
            
            agrava cuando su hijo primogénito, Hermenegildo, al cual había designado corregente en la Bética, conforme al modelo imperial de consors regni, se convierte al catolicismo y se rebela contra su padre, esperando el apoyo de los bizantinos. Leovigildo convoca entonces un concilio de obispos arrianos en Toledo y le encarga elaborar un arrianismo mitigado al que los hispano-romanos católicos se 
            pudiesen fácilmente convertir. Pero estas concesiones no obtuvieron 
            los resultados deseados: Vicente de Zaragoza fue el único obispo que 
            se pasó al arrianismo. Los obispos arrianos eran muy pocos como 
            para convertir a los hispano-romanos católicos que constituían la 
            mayor parte de la población. Ciertamente, se produjeron algunos hechos contra el catolicismo: se tomaron algunas medidas de exilio y 
            de confiscación de ciertos prelados católicos. Hermenegildo fue vencido, encarcelado en Valencia y llevado más tarde a Tarragona, donde fue asesinado por su carcelero Sisberto en el año 585, al negarse a 
            recibir la comunión de manos de un obispo arriano. Goswita intentó 
            convertir por la fuerza a la católica Ingunda, viuda de Hermenegildo, 
            pero la política religiosa de Leovigildo no consiguió su efecto. Por el 
            contrario, el rey promovió la unificación del reino en el orden político, jurídico y social; eliminó el edicto de Valentiniano, que prohibía 
            los matrimonios mixtos entre germanos y romanos; revisó el Codex 
            de Eurico y reforzó la romanización del reino.          La rebelión de su hijo primogénito, Hermenegildo (580), inaugura en la Bética un cambio definitivo de la política religiosa de Leovigildo. El artífice fue un hispano-godo, Leandro, salido de una familia «desplazada» de Cartagena a Sevilla como consecuencia de la 
            invasión bizantina de su patria, convertido en arzobispo de Sevilla, 
            antes de la conversión de Hermenegildo. Leandro viaja a Constantinopla para solicitar el apoyo del emperador al rebelde. De esta embajada ineficaz quedaría su amistad con el futuro Gregorio I Magno, 
            enviado por el papa cerca del emperador. Gregorio le dedicará los 
            Moralia. Leandro, por otra parte, produjo una obra literaria extensa: 
            dos tratados antiarrianos, un opúsculo de espiritualidad monástica 
            (el único conservado) a su hermana Florentina, De institutione virginum, algunas piezas litúrgicas (texto y música) y una abundante correspondencia.          La desaparición de Leovigildo en 586 permitió a Leandro alcanzar con Recaredo, segundo hijo y sucesor del rey arriano, lo que no 
            había podido realizar con Hermenegildo. Recaredo se convirtió al 
            catolicismo en el año 586 y reunió en 589 el concilio III de Toledo, 
            donde el pueblo godo declaró públicamente su adhesión al catolicismo niceano. Al concilio asistieron 63 obispos y seis vicarios episcopales de toda España y la Galia (visigoda), a excepción de los de 
            la España bizantina: Cartagena y Málaga. La unidad fue la característica del primero de los concilios nacionales de Toledo de la época visigoda católica, que serán una institución original de la España 
            visigoda.          En el concilio III de Toledo, Recaredo hizo pública, junto con su 
            esposa la reina Bado, profesión de fe católica, para la que se tomaron 
            como norma de la fe ortodoxa los símbolos de los cuatro primeros 
            concilios ecuménicos y a continuación, secundando el exemplum regis, abjuraron el arrianismo los representantes cualificados del pueblo godo.          Los 23 cánones, que el concilio formuló después de recomendar 
            la observación de los cánones y las decisiones de los papas (canon 1), reforman los abusos, restauran la disciplina moral clerical, 
            definen la actitud a manifestar ante tres clases de disidentes: arrianos, judíos y paganos. Unos pocos cánones se refieren a las costumbres: se reitera la libertad de elección de vida para las viudas y las 
            vírgenes, la condenación del infanticidio (cánones 10 y 17), se invita 
            a los obispos a reemplazar la frivolidad de sus propias mesas por una 
            lectura de la Escritura (canon 7). Dos cánones litúrgicos imponen 
            la recitación del Credo del concilio de Constantinopla por todos los 
            fieles antes de la oración dominical y después de la consagración 
            (canon 2), y la observación de los ritos de la penitencia (cánones 11-12). Los cánones más numerosos tienen por objeto restaurar y 
            limitar los poderes de los obispos, y reglamentar la colaboración local de la Iglesia y el Estado, entre los obispos y los altos funcionarios 
            reales de la justicia y del fisco (cánones 2, 3, 6, 8, 13, 15, 16 y 17).          La liquidación del arrianismo fue el objeto de dos cánones particulares (5 y 9). Uno impone a los clérigos arrianos casados renunciar a cohabitar con sus mujeres después de su conversión; el otro 
            prescribe la transformación de las iglesias arrianas para el uso católico. En relación con los otros dos grupos de disidentes religiosos, a 
            los judíos se les prohíbe poseer concubinas o esposas cristianas, 
            aceptar esclavos cristianos, educar a los niños en el judaísmo y tener 
            cargos públicos (canon 14). Son condenadas antiguas prácticas paganas: en las exequias, nada de cantos fúnebres en honor de los difuntos, ni fuertes golpes dados sobre el pecho, sino enterrarlos en la tierra cantando salmos (canon 22); en las fiestas patronales, nada de 
            vigilias empleadas para bailar, ni canciones indecentes (canon 23).            La colaboración entre los obispos y los representantes del poder 
            visigodo queda asegurada por la firma de todos los grandes del reino, que sigue a la de los obispos, y por la común repudiación del 
            error arriano, asegurada por la profesión de fe católica. Esta profesión de fe se concretizará en todos los concilios anuales que los 
            metropolitanos están encargados de convocar en las calendas de noviembre (canon 18). b) Italia 
La invasión lombardaNinguno de los cuatro papas que se sucedieron desde el año 555 
            hasta el advenimiento de Gregorio I Magno en 590 —Pelagio I 
            (556-561), Juan II (561-574), Benedicto 1 (575-579) y Pelagio II 
            (579-590)/— fueron grandes personalidades ni gozaron de una gran 
            libertad de maniobra. Cada elección pontificia estuvo sometida a la 
            ratificación imperial y el nuevo elegido pagaba al fisco un tributo de 
            tres mil escudos de oro. La tutela imperial se hacía cada vez más pesada, al mismo tiempo que la presencia bizantina era cada vez más 
            discutida a causa de los nuevos invasores: los lombardos.            Bajo el pontificado de Juan HI los lombardos se apoderaron 
            de Milán (569), Pavia (573); devastaron la Emilia, la Toscana, la 
            Umbría y el centro de la Italia peninsular. Pelagio II fue elegido en el 
            año 579 mientras Roma era asediada por los lombardos. Los bizantinos ocupaban las islas, y en la península el exarcado de Ravena, 
            zona militar constituida por el emperador Mauricio (575-602); la Calabria y el ducado de Roma. Cercada por los lombardos, dueños de la 
            región de Espoleto y Benevento, Roma, a la muerte de Pelagio II 
            (590), se encontraba en una situación desesperada; las fuerzas bizantinas eran impotentes para defenderla materialmente, así como para 
            expulsar a los lombardos de Italia. La época de la reconquista bizantina se había terminado; replegados en sus bases, los bizantinos se 
            encontraban arrinconados a la defensiva.            El fin del arrianismo y el cisma de Aquilea            Desde el final de la guerra gótica en el año 555 hasta la aparición de los primeros lombardos hacia 568, Italia vivió durante algo 
            más de una decena de años bajo la autoridad bizantina. El arrianismo 
            que representaba a la Iglesia nacional gótica fue objeto de severas 
            medidas. Sus bienes fueron confiscados, sus sacerdotes exiliados y 
            
            
             
            
            
            los arrianos que rehusaron convertirse fueron excluidos de los cargos 
            públicos. Al mismo tiempo, la Iglesia católica recobró sus posesiones y privilegios.            Pero los otros aspectos de la política religiosa de Justiniano provocaron graves consecuencias. Fuertemente unidos a las definiciones de Calcedonia, los obispos italianos acogieron muy mal a Pelagio I, impuesto por el emperador. Los metropolitanos de Aquilea y 
            de Milán rehusaron comunicarse con él y pasaron a ser disidentes. 
            Con la relajación de las ligazones jerárquicas provocada por la invasión lombarda, el cisma de Aquilea persistió hasta finales del 
            siglo VI.            c) África. Las inquietudes religiosas en África          La reconquista de África por los bizantinos trajo consigo la eliminación de los arrianos y la vuelta a la situación anterior a Genserico. Con la victoria de Belisario, los obispos de Africa celebraron un 
            concilio pleno en la primavera de 535 para reorganizar la estructura 
            de la Iglesia católica, duramente castigada por las persecuciones 
            vándalas. Por una constitución de 1 de agosto de 535, Justiniano ordena la restitución a los católicos de inmuebles, tierras y vasos sagrados de los que habían sido despojados. Al mismo tiempo tomaron 
            medidas de confiscación y destierro para con los arrianos.          Pero cuando la Iglesia de África comenzaba a recobrar la vida, 
            las consecuencias del asunto de los Tres Capítulos dieron lugar a que 
            surgieran nuevas inquietudes. Los africanos eran muy hostiles al monofisismo y estaban muy unidos al concilio de Calcedonia. Reaccionaron unánime y hostilmente a la política imperial. Reparatus, obispo de Cartago, llamado a Constantinopla por Justiniano el año 551, 
            rehusó condenar los Tres Capítulos. Implicado injustamente en un 
            asunto de traición, Reparatus fue depuesto y enviado al exilio. Su 
            apocrisiario en la capital imperial, Primosus, fue enviado a Cartago 
            para sucederle. Su llegada suscitó un motín sangriento. La represión 
            se abatió sobre el episcopado africano y los recalcitrantes fueron depuestos y encerrados en los monasterios. El gobierno bizantino envió a un convertido del arrianismo, Mocianus Scholasticus, para preparar un movimiento episcopal a fin de colocar sobre las sedes de 
            Africa criaturas dóciles al emperador. De nuevo, a pesar del sobera- 
            no católico, África conocía la persecución.            La situación de la Iglesia de África en tiempos de Gregorio I 
            Magno          El pontificado de Gregorio 1 Magno (590-604) coincidió con la 
            reorganización del Africa bizantina por el emperador Mauricio 
            (575-602). Los efectos conjugados de dos políticas restauradoras habrían debido devolver a la cristiandad africana la vitalidad que tenía 
            antes de la invasión bizantina y la serenidad no encontrada bajo Jus- 
            tiniano. El exarca de Africa, creación de Mauricio, concentró prácticamente entre sus manos los poderes y gobernó como un viceemperador la fachada costera de Africa del Norte, la parte de España que 
            pertenecía aún al Imperio, las Baleares, Córcega y Cerdeña. Gregorio I Magno mantuvo con el exarca instalado el año 591, el patricio 
            Genadio, una continuada correspondencia administrativa en la que le 
            pedía sin cesar el restablecimiento del derecho. Gregorio intervino 
            directamente para defender a los clérigos injustamente condenados, 
            como Pablo, un obispo de Numidia, o para castigar a los obispos prevaricadores, como Jannuarius de Caglari. No obstante, el mayor problema que se presentaba al papa y al episcopado africano era el despertar de la vieja herejía donatista.          El despertar del donatismo          La cristiandad africana suscitó, desde el comienzo del cristianismo, excesivas sectas, dirigidas contra la moderación de la enseñanza 
            oficial. Tertuliano (1607-2407), el gran doctor africano del siglo III, 
            no resistió la tentación de la desmesura y abrazó el montanismo. El 
            frigio Montano, a partir del año 172, predicó la multiplicación de los 
            ayunos, el rechazo del segundo matrimonio y de la alimentación de 
            carne para alcanzar la pureza.          Los donatistas nacieron dentro de esta tradición de intransigencia 
            y se tiñeron muy pronto de nacionalismo religioso; de tal manera la 
            secta se enraizó en el pueblo que sobrevivió a la ocupación vándala. 
            El donatismo, del nombre de Donato, obispo de Cartago, apareció en 
            el siglo IV, como consecuencia del rechazo de una parte de la Iglesia 
            de África a recibir de nuevo a los apóstatas de la gran persecución de 
            Diocleciano en el año 305, y se convirtió en una especie de herejía 
            nacional y popular hostil a Roma, de tendencia ascética y mística.          Algunos han querido ver en este cisma-herejía un conflicto de razas. Los donatistas representarían el elemento beréber opuesto a la 
            ocupación romana. Esta opinión no es exacta, pero al menos se admite la existencia de un antagonismo social, ya que los cismáticos 
            procedían especialmente de las masas rurales, en particular de los 
            obreros agrícolas de Numidia, donde ciertamente formaron bandas 
            
            
             
            
            
            de «circunceliones» y se opusieron a los ciudadanos del proconsulado y de Bizancio.          Refutados en el siglo V por San Agustín, los donatistas volvieron 
            a levantar la cabeza a comienzos del siglo VI. Llevaban una vida 
            dura dirigida por obispos muy celosos, como aquel Pablo que defendió San Gregorio. Donde eran mayoría no toleraban la presencia del 
            clero oficial y presionaban sobre los católicos para que se bautizaran 
            siguiendo su rito.          Para evitar las luchas, el exarca Genadius y sus sucesores intentaron reconducir a los heréticos, que, al parecer, eran numerosos y tenían gran influencia. Los obispos no estaban muy preparados para 
            intervenir. Dos obispos fieles al papa, Hilarius, rector de los bienes 
            pontificios en África, y Columbus de Numidia, mantuvieron una lucha dificil contra la herejía y contra el particularismo local.          No obstante, el cristianismo de África, que se benefició de la 
            prosperidad suscitada por el reinado de Heraclio (609-641), retomó 
            sus fuerzas, construyó iglesias nuevas y envió misioneros entre los 
            mauritanos, prolongando hacia el sur la influencia de los cristianos. 
            El cristianismo penetró entre las tribus del Aurés y del Zab. Los 
            obispos y las nuevas iglesias se hicieron presentes en los concilios 
            africanos, prueba a la vez de la seguridad y de la facilidad de las comunicaciones y de las buenas relaciones entre los bizantinos y los 
            beréberes. Pero las secuelas de la lucha monofisita oscurecieron de 
            nuevo la atmósfera religiosa, al acercarse la amenaza musulmana.          La conquista musulmana de África A causa de la invasión victoriosa de los musulmanes, grupos 
            de clérigos, monjes y monjas huían, tratando de encontrar refugio, 
            hacia el año 640, en el Magreb oriental. El exarca Jorge acogió a los 
            refugiados bondadosamente, pero, entre ellos los monofisitas, muy 
            numerosos en Egipto, provocaron conversiones entre la población 
            local, suscitando graves movimientos. Jorge fue llamado a Constantinopla, Gregorio fue nombrado en su lugar, que se proclamó independiente en 646.          El mismo año fue vencido por los musulmanes que avanzaban 
            hacia Sufetula. Los árabes conquistaron el África romana durante la 
            segunda mitad del siglo VII. Las fortalezas bizantinas resistieron esporádicamente. La victoria total de los musulmanes no llevó consigo 
            una islamización inmediata y completa. Los cristianos conservaron 
            hasta el año 717 el derecho de practicar su religión mediante el pago 
            
            
             
            
            
            de la contribución de un quinto de sus bienes. A partir de ese momento, los cristianos tuvieron que elegir entre la conversión o el exilio y las iglesias fueron transformadas en mezquitas. Ciertamente, 
            se mantuvieron aún grupos residuales y algunos obispos hasta los 
            siglos X u X1, pero la precariedad de su situación, comparada con la 
            grandeza de la Iglesia de Africa en tiempos de San Agustín, señala el 
            carácter universal e irreversible de la islamización de África del Norte.          d) Francia. Las Iglesias francesas bajo los merovingiosLa anexión del reino burgundio (534) y la adquisición de la Provenza (537) por los hijos de Clodoveo supusieron la unidad religiosa 
            de la Galia. El país estaba uniformemente colocado bajo la autoridad 
            de los reyes católicos, a excepción de la Septimania. Pero la unanimidad espiritual reencontrada no significaba el retorno a la unidad 
            política. La división de la Galia en varios reinos frecuentemente rivales —Neustria (Francia del Noroeste), Austrasia (Francia del Noreste), Burgundia (Francia del Centro-Este) y Aquitania (Francia del 
            Centro-Oeste)— cesó solamente en tres ocasiones: bajo Clotario 1 
            (558-561), Clotario 1 (613-629) y Dagoberto (629-639). Las igle- 
            sias se vieron frecuentemente mezcladas a causa de las disputas de 
            los soberanos. Pretextato, obispo de Rouen, fue asesinado en el año 
            586 por la instigación de Fredegunda, reina de Neustria. Leger, obispo de Autún, fue asesinado en el año 678 por Ebroin, maestro de palacio de Neustria, por oponerse a su política. Leger fue honrado 
            como mártir.          Uno de los aspectos más llamativos de la sociedad merovingia 
            fue esta interdependencia de la política y de lo religioso. Los soberanos que conservaron su carácter laico (no se trataba de reyes consagrados) nombraban directamente a los obispos, algunos a precio de 
            dinero, o los deponían. Alguno de sus reyes quiso ser teólogo, como 
            Chilperico, rey de Neustria (567-584), que escribió un tratado sosteniendo que distinguir personas en Dios era indigno de la majestad divina. Pero los soberanos merovingios, si por una parte ejercían una 
            pesada tutela sobre sus obispos, por otra los llamaban para asumir 
            responsabilidades de poder.          La institución conciliar, que funcionó muy bien hasta mediados 
            del siglo VI, se detiene. En el año 614 se celebró en París el más importante de los concilios nacionales merovingios. Los ochenta prelados allí reunidos impusieron a Clotario Il algunas exigencias: la 
            
            
             
            
            
            libertad de las elecciones episcopales, el privilegio del foro eclesiástico y el carácter inviolable de los bienes de la Iglesia. En contrapartida fueron obligados a reconocer que era necesaria una orden expresa del rey para consagrar a un obispo nuevamente elegido. Hasta el 
            primer concilio general germánico del año 742 no se reunirá una 
            asamblea tan importante. Los reyes continuaron designando, por medio de asambleas electorales reunidas con motivo de la muerte de un 
            obispo, hombres de su confianza. No todas las elecciones fueron felices como las de San Ouen, San Didier o San Eloy; algunos candidatos se apoderaban de las sedes mediante la violencia o por simonía, como un tal Eusebio, que aceptó el obispado de París en el año 
            592. En la misma época fue necesario degradar a los obispos de 
            Embrun y de Gap, culpables de homicidios.          La moralidad del clero era dudosa. La mayoría de los clérigos rurales vivía en la ignorancia y en el concubinato. La decadencia religiosa iba a la par con la monarquía católica.          7. EL PONTIFICADO DE GREGORIO I MAGNO (590-604) a) Orígenes y formación de Gregorio Magno          Gregorio nació hacia el año 540 en una familia patricia donde se 
            vivían las virtudes cristianas; uno de sus antepasados había sido papa 
            de 483 a 492 con el nombre de Félix III, dos de sus tías eran religiosas y son honradas como santas, así como su propia madre, Silvia.          Recibió Gregorio una formación clásica y destacó en los estudios 
            de gramática, dialéctica y retórica. Fue nombrado praefectus urbi en 
            el año 572 y en este oficio adquirió o afinó las dotes administrativas 
            que luego demostraría en la reorganización del patrimonio de San 
            Pedro. En el año 574 firma con otros representantes de la nobleza romana el acta con que Lorenzo, obispo de Milán, acepta las deliberaciones del concilio de Constantinopla de 553 y la condenación de los 
            Tres Capítulos, reconciliándose así con la Sede Apostólica.          Tras una madura reflexión y largas dudas, Gregorio se convirtió a 
            la vida monástica (574-575). Renunció a su cargo, rindió cuentas al 
            
            
            exarca de Ravena y transformó su propia casa del clivus Scauri en un 
            pequeño monasterio (sobre el emplazamiento aproximado de la actual iglesia de San Gregorio sobre el monte Celio). Vivió bajo la Regla de San Benito, sometido al abad Valencio, porque no quiso tomar 
            la dirección de la comunidad. Además de este monasterio, Gregorio 
            fundó y dotó otros seis en territorios que poseía en Sicilia. Alcanzó, 
            mediante las prácticas ascéticas, una santidad delicada. Agapito II lo 
            distinguió a causa de sus cualidades excepcionales, le ordenó diácono y le envió como apocrisiario a Constantinopla. Allí permaneció 
            de 579 a 585 manteniendo una amistad con el emperador Mauricio y 
            con Leandro de Sevilla, a la sazón en la capital del imperio, para exponer la causa de la Iglesia hispana perseguida por los visigodos 
            arrianos. De sus conversaciones con Leandro nacieron sus Libros 
            Morales (Moralia in lob), dedicados a Leandro.          Vuelto a Roma, retornó a la vida religiosa en el monasterio de 
            San Andrés del clivus Scauri y a su trabajo de meditación sobre las 
            Sagradas Escrituras, pero también actuó como secretario y consejero 
            del papa Pelagio II. Al morir éste, víctima de la peste, el 7 de febrero 
            de 590, los romanos lo eligieron papa. Gregorio no quiso aceptar la 
            elección, pero el emperador Mauricio la confirmó y envió la orden 
            de proceder a la consagración del nuevo elegido, que se desarrolló el 
            3 de septiembre de 590. 
            
            Gregorio tuvo que hacer frente a numerosas tareas materiales: 
            debió combatir la peste, el hambre, la invasión lombarda. En Roma 
            desarrolló una actividad desbordante como lo revela el registro de su 
            correspondencia. Se preocupó por la provisión de la ciudad, distribu- 
            yó muchas pero discretas limosnas, se ocupó con interés por las propiedades de la Iglesia dispersas en Italia y mantuvo con los intendentes de sus dominios una correspondencia asidua. Pero en ningún 
            momento se limitó a esta administración material de la Iglesia, sino 
            que desarrolló una actividad pastoral considerable en tres direccio- 
            nes: la redacción de tratados y cartas, el restablecimiento de la disciplina y el apostolado misionero.          b) La romanidad de Gregorio          Cuando se busca una razón capaz de explicar el carácter personal 
            del papa Gregorio, su programa y sus éxitos, no se halla otra que su 
            romanidad. Romanidad significa aquí no tanto cultura romana como 
            sabiduría romana y rica humanidad. Gregorio fue heredero del arte 
            de gobierno de la antigua Roma —lo había aprendido y ejercitado en 
            su anterior carrera al servicio del Estado— que había tenido bajo su 
            mando a pueblos de distinta raza respetando sus peculiaridades. Esta 
            
            
             
            
            
            romanidad, caracterizada por su capacidad práctica de buen orden y 
            mando, alcanzó en Gregorio extraordinaria profundidad en el sentido cristiano intentando realizar el lema de Mt 23,11: «el más grande 
            de vosotros sea servidor vuestro».            Durante toda su vida, el romano Gregorio permaneció íntimamente identificado con la antigua idea de imperio y de su representante, el emperador de Oriente. Pero no por eso dejó de querer la independencia de la Iglesia. Defendió a Roma contra los lombardos. 
            Pero luego prefirió, en vez de secundar las exigencias del emperador 
            y del exarca, conseguir la retirada del rey Agilulfo por medio de un 
            elevado tributo anual. Frente a sus enemigos no olvidó su carácter 
            sacerdotal, tratando de ganarlos para la fe católica, como lo hizo el 
            hijo mayor del rey.          c) Las obras y tratados pastorales          A través de una actividad incansable que tocó todos los dominios, Gregorio continuó teniendo tiempo para estudiar y escribir. Sus 
            obras están todas escritas con el deseo de la salvación de las almas. 
            Muestran a los clérigos y a los laicos el contenido del pensamiento 
            de los Padres. De hecho, tuvieron una importancia inmensa durante 
            toda la Edad Media.          De gran interés fue la reforma litúrgica intentada por Gregorio. 
            Redactó un Sacramentarium gregorianum, aunque de él no poseemos sino una copia que Adriano Í envió a Carlomagno hacia 
            785/786, que presenta el texto gregoriano con las innovaciones que 
            entre tanto se habían introducido en la liturgia romana. Se le atribuye 
            también un Antiphonarium, que queda confirmado por la reorganización llevada a cabo por el pontífice en la schola cantorum, a la que 
            asignó una sede dotada de medios para el sustento de sus miembros 
            que vivían en común.          La Expositio in Job, llamada también Moralia, fue comenzada en Constantinopla bajo forma de conversaciones con los monjes que con él vivían. Posteriormente reelaboró todo el material para 
          lograr una obra orgánica. Las Homiliae in Evangelium son una colección de 40 homilías 
            sobre otros pasajes evangélicos fruto de la predicación de Gregorio 
            durante los dos primeros años de su pontificado. En el año 593 Gregorio las reunió en dos libros. Son modelos de predicación popular 
            ricos en enseñanzas morales y místicas expuestas de manera sencilla 
            y natural. Diversas por su tono y nivel son las Homiliae in Hezechielem prophetam, pronunciadas a finales del año 593 y comienzos de 
            594, mientras Roma se hallaba amenazada de asedio por las tropas 
            de Agilulfo. El nivel de esta obra es superior a la anterior. Las Expositiones in Canticum canticorum (sobre los ocho primeros versícu- 
            los) e In Librum primum Regum (sobre 1 Sam 1-16) son, al parecer, 
            textos no redactados directamente por Gregorio, sino dictados por el 
            monje Claudio, que repetía de memoria lo que había oído de viva 
            voz del pontífice.          En la Regula pastoralis Gregorio trata de la sublimidad de la dignidad episcopal, expone las virtudes del pastor. En la tercera parte, 
            que es la más extensa, estudia la manera de educar a las diversas categorías de fieles, y en la cuarta exhorta a los pastores a renovarse interiormente de forma ininterrumpida. La obra conoció enorme difu- 
            sión en la Edad Media.          La obra que interesa hoy más a los estudiosos son sus cuatro libros de Dialogi, en los que Gregorio habla de la santidad de muchos 
            obispos, monjes, sacerdotes y gentes del pueblo de la Italia de su 
            tiempo. El libro segundo está consagrado por entero a Benito de 
            Nursia y no es exagerado afirmar que contribuyó de forma decisiva 
            al éxito de la tradición benedictina.          Por último, el Registrum epistolarum recoge en cuatro libros 814 
            cartas correspondientes a los 14 años de su pontificado, de contenido 
            y carácter muy diverso: instrucción espiritual, oficiales, nombramientos y asignación de cargos, autorizaciones, privilegios, etc.          d) La obra disciplinar y jerárquica          A causa de su sentido pastoral profundo, Gregorio ejerció su autoridad con firmeza. Inauguró su pontificado haciendo dimitir al diácono Lorenzo, muy indócil. Se descargó de la gestión del palacio de 
            Letrán encomendándola a un vicario (vicedominus), primera persona 
            del entorno del pontífice. En un concilio romano celebrado en julio 
            del año 595 decidió rodearse de un grupo de clérigos que, aun no 
            siendo consanguíneos, formarían la familia del Papa. Ejerció con 
            
            
             
            
            
            celo su función de metropolitano de Italia suburbicaria controlando 
            de cerca las elecciones episcopales por medio de un «visitador» 
            apostólico. Intervino directamente en la vida interior de las iglesias. 
            Según el uso, reunía a los obispos de la provincia metropolitana una 
            vez al año por la fiesta de San Pedro. A causa de la distancia, autorizó a los obispos de Sicilia a no asistir más que de cinco en cinco 
            años, e instituyó al obispo de Siracusa vicario de la Santa Sede para 
            juzgar los asuntos secundarios.          En el resto de Occidente el Papa ejerció una jurisdicción patriarcal y atendió, en apelación, las diferencias entre metropolitanos y entre éstos y sus obispos. Trabajó para resolver el cisma de Aquilea, lo 
            que no se logró hasta después de su muerte, en 607. Con el metropolitano de Ravena, sede del exarca, Gregorio tuvo en ocasiones relaciones difíciles hasta que uno de sus antiguos monjes, Marinio, recibió el pallium. Intervino en muchas ocasiones en el Illiricum y su 
            apocrisiario actuó ante el emperador para que los nombramientos y 
            las decisiones fuesen respetuosos con la autoridad pontificia.          e) La adaptación como principio de actuación misionera          Gregorio, como un auténtico conductor de hombres, sabía muy 
            bien que de la noche a la mañana no se podía lograr una transformación interior, una conversión real de todo un pueblo, y mucho menos 
            empleando la fuerza. Por eso defendió el principio genuinamente católico de que, en la medida de lo posible, hay que aceptar los usos y 
            las costumbres tradicionales de los pueblos y, en vez de eliminarlos, 
            llenarlos de espíritu cristiano: «No se les puede quitar nada a los incultos. Quien quiere alcanzar la cota más elevada, sube paso a paso, 
            no de una vez».          Gregorio enderezó la misión por el único camino fructífero que 
            para bien de la cristiandad jamás debió ser abandonado, y en vez de 
            una rígida uniformidad según el modelo de la Iglesia-madre romana, 
            autorizó y predicó una amplia y prudente adaptación (acomodación) 
            para que la fe cristiana se encarnara realmente en el pensamiento y 
            en la vida de los nuevos pueblos que se acercaban a Cristo. De este 
            espíritu están llenas muchas de las cartas que Gregorio escribió a 
            Mellitus, compañero de Agustín de Canterbury.           f) El apostolado misionero. Las dificultades del apostolado misionero con los lombardos          Aunque el papa era un súbdito bizantino, quiso ser el obispo no 
            sólo de los romanos, sino también de los lombardos. El exarca de 
            Ravena no había podido detener el avance de los lombardos y apenas 
            si tenía medios para intervenir. Para el papa, la presión lombarda 
            ocasionaba un doble problema: político y religioso. Ante las caren- 
            cias de los bizantinos, Gregorio tomó la iniciativa de negociar con el 
            nuevo rey de los lombardos, Agilulfo (590-616). En 593 se libró de 
            él mediante un tributo de 500 libras de oro y en 598 obtuvo una tregua, renovada en el año 603. 
            
            
            Fue menos feliz en el dominio religioso. Agilulfo no reconoció la 
            medida de su predecesor, Authario (584-590), que impedía la conversión de los lombardos al catolicismo. En contra de esta disposición, Agilulfo se casó con Teodolinda, viuda de Authario, una 
            princesa germana católica, quien fue para Gregorio una ayudante discreta y generosa. En junio de 604 trajo al mundo a su hijo 
            Adaloaldo, que recibió el bautismo católico. Llegaría a ser el primer 
            soberano católico de los lombardos. Sin embargo, las conversiones 
            permanecieron limitadas e individuales. A causa de sus relaciones 
            con los bizantinos, el papa no podía enviar misioneros entre los lombardos que corrían el peligro de ser considerados como agentes enemigos.          La evangelización de Inglaterra          Las mismas dificultades políticas y religiosas entre invasores e 
            invadidos afectaron a los misioneros que Gregorio envió a Gran Bretaña. En efecto, las poblaciones célticas refugiadas en la periferia 
            montañosa no mostraron ningún deseo de evangelizar a los sajones 
            
            
             
            
            
            para evitar así tener que repartir el paraíso con los bárbaros. Los mi- 
            sioneros irlandeses no habían aún comenzado esta tarea y los francos 
            tenían demasiadas ocupaciones.            Gregorio decidió obrar por propia iniciativa y despachó una misión dirigida por Agustín, el prior de su propio convento de San 
            Andrés. Después de haber reunido algunos compañeros en las cortes 
            francas, el grupo desembarcó, en la Pascua de 597, en la península 
            de Thanet, en la desembocadura del Támesis. El rey Ethelberto de 
            Kent, jefe de la confederación anglo-sajona, que había ya sufrido la 
            influencia de su mujer Berta, princesa franca católica, se convirtió al 
            catolicismo en junio de 597 y muchos de sus súbditos con él. Agustín retornó a Arlés para recibir de Virgilio, vicario pontificio para las 
            Galias, la consagración episcopal con el fin de tomar la dirección de 
            la nueva Iglesia de Inglaterra. En respuesta a las cuestiones planteadas por Agustín, le envió un verdadero tratado de pedagogía misionera. Deja a los anglos, nuevamente convertidos, la posibilidad de 
            constituir su propia liturgia sin imponerles el rito romano. Autoriza 
            los matrimonios entre parientes, prohibidos por el derecho canónico, 
            para evitar enfrentarse rápidamente con las costumbre de los insulares. Es famosa la Carta a Mellitus, compañero de Agustin. En toda 
            esta actuación Gregorio tuvo un solo fracaso: los obispos celtas 
            rehusaron reconocer el primado de Agustín, renunciar a sus usos litúrgicos y, sobre todo, colaborar en la conversión de los sajones. Después de la cristianización de Kent por Agustín y de Essex por 
            Mellitus, consagrado primer obispo de Londres en 604, la misión 
            tuvo que sufrir la muerte de su primado el 26 de mayo de 604, y del 
            pontífice el l de marzo de 604.          g) Las relaciones con Oriente          Las relaciones religiosas con el emperador fueron corteses pero 
            firmes. En 592, Mauricio hizo publicar una ley prohibiendo a los 
            funcionarios ser elevados a los oficios eclesiásticos o entrar en religión. La segunda medida se extendía a los soldados y a los curiales 
            (consejeros municipales), para los cuales la puerta del monasterio 
            permanecía cerrada mientras permanecieran en el servicio y no hubieran rendido cuentas. Gregorio aceptó que los funcionarios no fuesen elegidos para un cargo eclesiástico; pero protestó contra la prohibición de entrar en clausura, que era una violación de la libertad de 
            las almas.          Con los patriarcas de Antioquía, Alejandría y Jerusalén, Gregorio mantuvo relaciones frecuentes y cordiales. Hizo construir en Jerusalén un hospicio para los peregrinos en el año 600, creó una comunidad de monjes dirigida por su amigo el abad Probus y envió 
            subsidios al hospicio del monte Sinaí. 
            
            Dos sacerdotes griegos apelaron a Gregorio contra una sentencia 
          del patriarca de Constantinopla. Gregorio revocó la decisión y restableció a los clérigos en su dignidad. Tanto el patriarca como el emperador aceptaron este procedimiento legitimado por el uso. Pero el 
            conflicto, que estaba latente desde el cisma de Acacio a propósito 
            del título de patriarca ecuménico reivindicado por el metropolitano 
            de Constantinopla, resurgió cuando el papa vio que el título figuraba 
            en cada página de los procesos verbales venidos de Bizancio. A pesar de sus esfuerzos, Gregorio no logró de los patriarcas Juan el Ayunante y Ciriaco que renunciaran a este título. Gregorio escribió una 
            carta a su amigo el patriarca Juan, altamente respetado por su piedad. 
            En ella reivindica para sí el primado de la silla de Pedro, a la vez que 
            rechaza el título de «obispo universal» como expresión de una injusta y poco caritativa presunción. Pero el sucesor del emperador Mauricio, Focas (602-610), tomó el camino contrario de la política religiosa de su predecesor. Muy severo con los jacobitas, proclamó, por 
            un privilegio de 9 de enero de 607, al papa jefe de todas las Iglesias 
            (caput omnium ecclesiarum) y prohibió al patriarca de Constantinopla usar el título de ecuménico. Pero esta victoria póstuma del primado romano duró poco; a la muerte de Focas (610) volvió a la nada 
            su decisión.          h) Gregorio y los comienzos del Patrimonio de San Pedro          Sobre una personalidad semejante recayó, casi de manera automática, la dirección política de Roma al desaparecer el Senado. Además, como con el incremento de la riqueza del patrimonio de Pedro 
            había ido aumentando el poder externo del papa, es comprensible 
            que durante la invasión de los lombardos el exarca imperial de Ravena no fuese considerado como el verdadero representante del Imperio romano de Oriente, sino el papa, cuyo prestigio político crece. 
            Con la nueva ordenación económica del patrimonio de Pedro —posesiones en el triángulo formado por Perugia, Ceprano y Viterbo—, 
            Gregorio puso, de hecho, los cimientos de los futuros Estados de la 
            Iglesia. 
            
            
          C i) Gregorio, «servus servorum Dei»          En contra de la praxis bizantina, en conformidad con la Primera 
            carta de Pedro (5,1-3) y fiel a su propia exhortación al clero, «más 
            servir que mandar», Gregorio se llamó a sí mismo servus servorum 
            Dei. Pero en el caso de Gregorio este calificativo fue algo más que 
            una fórmula de devoción o una exaltación de su cargo por vía contraria. De su alcance nos informa una carta que dirigió en el año 598 al 
            patriarca Eulogio de Alejandría. En ella no solamente rechaza para sí 
            el título de universalis papa, sino que explícitamente rehúsa la expresión epistolar «como vos habéis mandado», que Eulogio había 
            empleado en una carta dirigida a Gregorio, porque, precisa Gregorio, 
            «él no ha mandado nada, sino simplemente se ha preocupado de comunicar al patriarca lo que le ha parecido útil». El primado debe 
            ejercerse, en opinión de Gregorio, en forma de servicio, no de dominio. Gregorio rige la Iglesia en cuanto que sirve a los hermanos. De esta forma de entender el servus servorum Dei, típica 
            de Gregorio, hay que distinguir la otra, según la cual el papa sirve a 
          la Iglesia en cuanto que la rige, propia de Gregorio VII. 3. ELCULTO A LOS SANTOS EN OCCIDENTE Una de las grandes novedades introducidas en la Iglesia cristiana, 
            con posterioridad a su fundación y, precisamente, durante los años 
            del paso de lo que hoy llamamos Edad Antigua a la Edad Media o 
            entre los siglos V y VI, fue el culto a los santos.            I. Los COMIENZOS            Hacia mediados del siglo V el culto a los santos se encuentra muy 
            extendido en Occidente, aunque de forma irregular. Nacido frecuentemente junto a una tumba, fruto de la piedad espontánea de los fieles, en adelante estará justificado por medio de una intensa reflexión 
            teológica y organizado y encuadrado por los obispos.            a) Los cuerpos de los santos y sus reliquias. 
            El culto predominante a los mártires cerca de sus tumbas            Los primeros santos que los fieles espontáneamente veneraron 
            fueron los mártires, los testigos por excelencia desde el día después 
            de la persecución de la que fueron víctimas. En su origen, su culto se 
            desarrolló a partir de su tumba extra muros, como en el caso de San 
            Pedro, en el Vaticano; San Pablo en la vía Ostiense; San Lorenzo, 
            San Hipólito o Santa Inés en sus catacumbas. En el resto de Italia y 
            en Sicilia, numerosos mártires fueron venerados antes de 430: Santa 
            Agueda en Catania y Santa Lucía en Siracusa.            En España, en los primeros decenios del siglo V, el Libro de las 
            coronas de Prudencio confirma la veneración de muchos mártires: 
            Vicente de Valencia, Félix de Gerona, Eulalia de Mérida, Cucufate 
            de Barcelona y Fructuoso y sus compañeros de Tarragona.            En África, a las víctimas de las persecuciones oficiales, muy violentas, se añadieron las del cisma donatista y, después, las de la 
            persecución vándala. La devoción espontánea a estos innumerables 
            mártires era tan grande que el concilio de Cartago de 348 sintió la 
            necesidad de controlar su autenticidad. En el año 430 la tumba de 
            mártir más venerada era la del célebre obispo Cipriano de Cartago, 
            muerto el 14 de septiembre del 258. El ejemplo de Africa muestra 
            que las ocasiones de martirio, aunque raras después de la paz de la 
            Iglesia, se prolongaron a lo largo del siglo IV, dando lugar al nacimiento de nuevos cultos.            En ocasiones, el culto no se remonta al momento de la muerte del 
            mártir, sino que resulta de la invención o descubrimiento de un cuerpo santo. Esto sólo lo podía hacerlo el obispo. Así, en Roma, San 
            Dámaso (366-384) descubrió, bajo la basílica Liberiana, las tumbas 
            de los santos Pedro y Marcelino. Pero las más importantes, dada la 
            personalidad del descubridor, fueron las de los santos Gervasio y 
            Protasio, descubiertas en Milán en el año 386 por San Ambrosio, y 
            las de los santos Agrícola y Vital en Bolonia en 393.            De este modo, el número de santos creció. No obstante, en algunas regiones, como la Bretaña, que no había padecido persecuciones, 
            a comienzos del siglo V no había mártires que ofrecer a la veneración 
            de los fieles.                        La aparición del culto de los confesores cerca de sus tumbas            Desde el siglo IV, un cierto número de cristianos excepcionales 
            fueron asimilados a los mártires según un principio expuesto por San 
            Agustín a propósito del apóstol Juan: «Si no hubiera sufrido, habría 
            sido capaz, Dios sabe que estaba presto» (Sermón 296,5). Tal asimilación nos permite hablar de tres categorías de santos: los que sufrieron por su fe pero sin llegar a morir, como Félix de Nola, que sufrió 
            «golpes, hierros, miedo y la noche terrible en una prisión oscura», 
            «un martirio sin derramamiento de sangre»; los ascetas que sometieron sus cuerpos a sufrimientos comparables a los de los mártires y 
            realizaron un martirio sin efusión de sangre, como San Martín de 
            Tours; y algunos grandes prelados, como Ambrosio, venerado desde 
            el día de su muerte en el año 397.            El culto a los santos separado de su tumba. El culto 
            a las reliquias            El culto a las reliquias se puede datar en Occidente en 430, El 
            concilio de Cartago de 401, para luchar contra la proliferación anárquica de altares en honor de los mártires, sólo autorizó su construcción sobre sus tumbas o sus reliquias, o en los lugares ligados a 
            episodios de su vida terrestre conocidos con certeza. Las reliquias 
            representan al santo, ya se trate de una parte de su cuerpo o de un objeto que hubiera estado en contacto con él. Las reliquias correspondientes a partes de un cuerpo únicamente podían proceder de 
            Oriente, pues en Occidente se respetó la ley romana relativa a la protección de la integridad de los cadáveres.            Las reliquias más antiguas de Occidente son todas importadas. 
            San Ambrosio acogió en Milán las de San Andrés, San Lucas y San 
            Juan, y las colocó en la basílica de la Porta Romana, llamada desde 
            entonces Basilica Apostolorum. Por mediación de San Ambrosio, 
            que las envió a sus amigos, las reliquias de San Gervasio y San Protasio se difundieron en Italia, en la Galia y en África. Más tarde, después del descubrimiento en Tierra Santa del cuerpo de San Esteban a 
            finales de 415, Orosio las llevó a Menorca y a África. Antes de su invención, Ancona veneraba una piedra de la lapidación del protomártir. A finales del siglo IV y comienzos del siglo v se produjo un movimiento de proliferación de reliquias.            El culto a un santo no ligado a un cuerpo santo o a su reliquia            Poco a poco, por todo el mundo romano eran celebradas las fiestas de algunos santos sin que se tuvieran sus reliquias; se trata de los grandes santos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento. San 
            Agustín afirma que los Macabeos se celebraban en Hipona (Sermón 
            300,2 y 6). Nadie preguntó por sus reliquias. Por otra parte, comenzó 
            a celebrarse la fiesta de algún santo cuya tumba se encontraba en 
            otro lugar, especialmente San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. b) Los fundamentos del culto a los santos y su Suceso            El culto a los santos reposa sobre un conjunto de creencias que 
            fueron bien expuestas por los Padres de la Iglesia anteriores a mediados del siglo V.            Los fundamentos teológicos            El primer fundamento del culto a los santos se basa en que durante su vida y combate terrestre —martirio, ascesis o renuncia al mundo— los santos fueron templo de Dios, por ello se explica su resistencia milagrosa al dolor y su aptitud para el bien. Es Cristo quien 
            combate y sufre en los mártires. De este modo ellos toman parte de 
            la sustancia de la divinidad; poseen ya el cuerpo espiritual que los 
            otros mortales no revestirán sino al fin de los tiempos.            Su triunfo sobre la muerte es evidente; los santos están, desde su 
            vida terrena, cerca de Dios. Su muerte es, en efecto, su dies natalis, 
            su nacimiento para el cielo; el culto de los santos se fundamenta en 
            la idea de que las almas de los justos están cerca de Dios, en la intimidad de Dios, desde antes de la resurrección. Su cuerpo terrestre 
            permanece después de su muerte, impregnando de sustancia divina 
            activa, de virtus, que da lugar a los numerosos milagros que ocurren 
            en sus tumbas. Poco importa que se trate de su cuerpo entero o de 
            unas cenizas, el santo está todo entero en su reliquia porque la sustancia divina es indivisible.            El fin del culto. Los santos, intercesores entre Dios y los fieles            El fin primero del culto fue honrar a los santos, testigos excepcionales de la potencia y del amor divino, y conmemorar su victoria 
            sobre la muerte, signo de esperanza para todos los hombres. La Iglesia no reza por los santos, sino que se encomienda a ellos en sus oraciones, puesto que los santos son los intercesores entre Dios y los 
            fieles a la vez, porque ellos están cerca de Dios y porque son hombres, próximos a nuestras debilidades. Sin duda, la muchedumbre les 
            pide intereses terrenales, sobre todo curaciones, pero para los Padres 
            
            
             
            
            
            de la Iglesia la auténtica intercesión impetrada a los santos es la ayuda a la salvación eterna.            II. EL DESARROLLO DEL CULTO A LOS SANTOS (430-604)            A mediados del siglo v el culto a los santos se había desarrollado 
            en todas las provincias de Occidente, y durante el siglo VI este desarrollo se aceleró por todas partes a causa de las crisis teológicas, de 
            las necesidades espirituales de los fieles y de un conjunto de razones 
            antropológicas, sociológicas, políticas y militares, que no actuaron 
            en todas partes de manera simultánea, sino según un ritmo irregular, 
            específico de cada una de las regiones.            a) El desarrollo del culto a los santos. Problemas teológicos            Con la presencia de los arrianos en los nacientes reinos de Occidente, se repitieron los tratados dogmáticos sobre el credo trinitario 
            y sobre la esencia de la santidad cristiana y de los santos. A finales 
            del siglo VI estos pensamientos animaban a Gregorio I Magno. 
            «Espejos de Dios» (Diálogos, IL, 31, 4), los santos no eran sino un 
            reflejo, ocupaban frente a Dios una posición secundaria, de manera 
            que en las oraciones eran invocados después de El. Con su muerte 
            los santos habían entrado victoriosos en el reino de los cielos donde 
            el Señor los había convidado. No esperaban el día del Juicio, vivían 
            para siempre «bajo la mirada de Cristo». Elementos tomados de la 
            tradición bíblica y de la filosofía antigua empujaron a los escritores a 
            imaginar que el más allá era una réplica feliz del mundo de aquí abajo con sus ciudades, sus jerarquías. Para Fortunato las vírgenes y los 
            santos eran los principes de Dios, la corte celestial se reunía en un 
            estrado de luz con el perfume de las flores y la dulce melodía del 
            coro de los ángeles (Poemas, VIIL, 3; V, 129).            Entre los santos se contaban, en primer lugar, los mártires, pero 
            también los que por las prácticas ascéticas y el servicio de la Iglesia 
            eran mártires sin efusión de sangre. A comienzos del siglo y, a través 
            de las discusiones que enfrentaron a Pelagio y sus amigos con San 
            Agustín, se debatió en Occidente la posibilidad de participar el cris- 
            tiano en su salvación. Juan Casiano, en sus Instituciones cenobíticas 
            y en sus Conferencias, impulsó al fiel a luchar contra sus pasiones, y 
            a convertirse en su propio verdugo para acceder al martyrium interior. En Africa, San Agustín en su tratado sobre La predestinación de 
            
            
             
            
            
            los santos afirma la prioridad y necesidad de la gracia para ser salvado, limitando el papel del hombre.            Las conversiones masivas            Al mismo tiempo, en algunas ciudades las conversiones al cristianismo se hicieron masivas. Los nuevos cristianos no participaron 
            en las discusiones doctrinales, pero sintieron la necesidad de protección y de consolación que, en otros tiempos, les habían concedido 
            las divinidades paganas. Exaltando el heroísmo de los mártires, la 
            vida angélica de los monjes, la eficacia de los obispos, se ofrecían a 
            su admiración nuevos ejemplos de fuerza sobrehumana. Como estos 
            santos habían vivido en la ciudad, su tumba podía ser visitada por 
            cualquiera. Por otra parte, se hacían mucho más accesibles que un 
            Dios impersonal y abstracto: conocer los lugares, ver el sepulcro, les 
            empujaba a la devoción. Los fieles, entusiasmados, se dirigían a estos santos familiares en la esperanza de que ellos transmitieran sus 
            deseos a Dios, cerca de quien se sentaban. Los santos asumían la 
            función de mediadores, con tal suceso que los obispos tuvieron que 
            predicar durante mucho tiempo que sólo Dios, y no los santos, podía 
            satisfacer las necesidades de los fieles.            La acción episcopal            Ni la reflexión teológica ni la piedad individual habrían dado al             culto de los santos el desarrollo que tomó hacia mediados del siglo V 
            sin la acción de los obispos y, en menor grado, de los abades monásticos. Salidos de las élites romanas convertidas al cristianismo, los 
            obispos heredaron la cultura y la fortuna de sus antepasados que pu- 
            sieron al servicio de sus iglesias. Los obispos lanzaron a sus ciudades al culto de los santos a través de las canonizaciones, la organización de las fiestas, la literatura y la construcción de monumentos.            En el siglo VI, los particulares podían traer de lejos preciosas reliquias, pero sólo los obispos podían consagrar el altar. En cuanto a los 
            nuevos santos, en esta época no existía ningún procedimiento de canonización, era el obispo quien la establecía. Los obispos escribieron 
            o mandaron escribir las Vidas que gozaron de gran reputación. Tam- 
            bién ellos se reservaron el derecho de autentificar los cuerpos santos. 
            Si se producían «invenciones», era porque los obispos, fieles a las 
            informaciones sobrenaturales que los guiaban, escudriñaban el suelo 
            y descubrian públicamente el cuerpo intacto y luminoso del santo en 
            presencia del clero y del pueblo cristiano. Finalmente, los obispos 
            enviaban misiones a los santuarios más famosos para obtener nuevas 
            
            
             
            
            
            reliquias que introducían en su ciudad mediante ceremonias de adventus. Los obispos, pues, se convirtieron en intermediarios entre el 
            mundo divino y su ciudad.            Los santos, modelos de vida cristiana.—Los obispos utilizaron 
            para fines diversos a los santos como modelos de vida cristiana. En 
            los sermones pronunciados por los obispos en las fiestas de los santos orientaban a su auditorio hacia una moral y una vida cristiana 
            proponiéndoles el santo como modelo. La difusión de las reliquias 
            les ayudó a evangelizar las zonas rurales. Una peregrinación que los 
            paganos organizaban cada verano al país de Gabales, cerca del monte Helarius, fue cristianizada por el prelado que construyó cerca del 
            lago una basílica donde instaló las reliquias de San Hilario, que se 
          convirtió en objeto de devoción local.            Los santos, patronos de su ciudad.—La eficacia de los santos se 
            manifestó en otros campos. «El ejército de los mártires trae la victoria» (Fulgencio, Sermones 8). Esta idea, ya formulada a finales del 
            siglo IV, se extendió por los obispos en el siglo siguiente, cuando la 
            guerra alcanzó numerosas ciudades. Según León Magno, Roma debía su salvación a la intercesión de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuyas tumbas se encontraban en las puertas de la ciudad, con lo 
            cual el 29 de junio se celebraba conjuntamente el natalis apostólico 
            y la liberación de Roma. Los santos eran capaces de luchar contra 
            los malhechores de la ciudad. Algunos obispos llamaron a los santos 
          para terminar con las epidemias.            Los santos, protectores de los obispos y de los abades.—Todas 
            estas iniciativas reforzaron la cohesión entre el santo, la ciudad y el 
            obispo. El obispo, cuyo poder podía ser en ocasiones contestado, de 
            repente aparecía como el protegido y el protector del santo. Así el 
            papa Símaco, que tuvo dificultades a causa del cisma de Lorenzo y 
            la hostilidad de una parte del clero y del pueblo romano, se presentó 
            como el mayor constructor de monumentos destinados a los santos 
            de su siglo. Por otra parte, los soberanos, autores de obras poco de 
            acuerdo con el ideario cristiano, sufrían la venganza del santo.            En menor medida, los abades defendieron las inmunidades de 
            que gozaban sus monasterios con la ayuda de los santos de quienes 
            poseían su tumba o sus reliquias. La Vida de Fulgencio de Ruspe 
            contribuyó a ello. Inversamente, un obispo podía extender su esfera 
            de influencia con la distribución de reliquias, lo que creaba relaciones espirituales sobre la iglesia beneficiaria de las mismas. Gregorio 
            Magno intentó consolidar el magisterio romano extendiendo a las 
            Iglesias occidentales los beneficia de los santos romanos. 
            
            Con estas prácticas, los obispos aparecieron como los amigos de 
            los santos, como sus sucesores; su prestigio era tanto mayor cuanto 
            más antiguo fuera el fundador y antes hubiera sufrido el martirio. 
            
            
            Así, la Iglesia narbonense defendió su superioridad bajo el pretexto 
            de haber sido fundada por Trofino, un discípulo del mismo Pedro. 
            Durante la querella de los Tres Capítulos, la Iglesia de Aquilea pretendió una fundación apostólica. A partir del siglo VI, estas leyendas 
            se multiplicaron. 
            
            Los obispos pertenecientes a la línea apostólica se convirtieron 
            en los mediadores entre el cielo y la tierra y, próximos a los santos, 
            podían asegurar la protección de los hombres por su intercesión cerca de ellos. Entre la ciudad y Dios se constituía una jerarquía de patronos de los que el obispo y el santo eran dos grados; el patronazgo, 
            aún existente en las relaciones sociales, se registraba en adelante entre las relaciones divinas. Como la mayor parte de los obispos habían 
            salido de la aristocracia, la sanctitas aparece como el corolario de la 
            nobilitas.            Los santos honrados en Occidente            Los santos honrados en Occidente fueron muy numerosos. El 
            santoral no tiene unidad, su contenido varía no sólo de un reino a 
            otro, sino de ciudad en ciudad. Hubo santos universales, Pedro y Pablo fueron honrados en todas partes. El suceso de Esteban, vivo en el 
            siglo v después de la invención de sus restos, se enfrió enseguida, 
            mientras que Juan Bautista, conocido como el «Precursor de Cristo», 
            tuvo un suceso continuo. 
            
            Por otra parte, en cada ciudad se celebraban sus patronos locales 
            cuyos restos o reliquias eran conservados allí. En Africa hubo muchos mártires. En Italia se celebraron con los mártires algunos grandes santos confesores: Ambrosio, Zenón, Apolinar. En la Galia, después de la llegada de las reliquias y de las invenciones martiriales, 
            los obispos se convirtieron en los santos más habituales. San Martín 
            se colocó en primer lugar debido a la precocidad de su Vida. En Hispania hubo mártires y confesores.            b) Formas de culto 
            
            
            Fiestas y fechas de las fiestas            El papel de los obispos fue esencial, pues fijaron las fechas de las 
            fiestas en honor de los santos y organizaron y presidieron las ceremonias. Además de las fiestas del tiempo litúrgico, que conmemoraban los diferentes episodios de la vida de Cristo y fueron, por ello, 
            comunes a toda la Iglesia; cada comunidad poseía su propio ciclo de 
            celebraciones en honor de los santos que ella escogía honrar, es decir, el santoral, donde se contienen todos los grandes santos universales, como los apóstoles y San Juan Bautista, y los santos locales. 
            Algunos raros documentos nos permiten conocer esos calendarios 
            locales. Gregorio de Tours nos ha transmitido la lista de fiestas para 
            las que el obispo Perpetuus de Tours instituyó vigilias (vigilia consagrada). La primera parte concierne a las fiestas comunes con toda la 
            Iglesia (Pedro, Pablo, Juan Bautista); la segunda, a las conmemoraciones propiamente locales: Martín (dos veces), su predecesor Litorius, su sucesor Bricio, Hilario de Poitiers y Sinforiano de Autun. En 
            España, el calendario de la iglesia de Carmona estaba grabado sobre 
            dos columnas de mármol, de las cuales sólo ha llegado hasta nosotros una, correspondiente a la primera mitad del año litúrgico a partir 
            de Navidad, donde se encuentran las fiestas de santos universales: 
            Esteban, Juan Apóstol, Juan Bautista; mártires españoles: Fructuoso, 
            Augurus y Elogius de Tarragona, Vicente de Valencia, Félix de Sevilla, Crispinus de Ecija, y la virgen Trepes; finalmente, mártires extranjeros: Macius de Constantinopla, Gervasio y Protasio. 
            
            
            Los aniversarios se repartían a lo largo de todo el año; pero pronto se impuso la idea de evitar la Cuaresma para preservar su carácter 
            penitencial. El canon 48 del segundo concilio de Braga (572) prohibe celebrar el dies natalis durante este período.            Las relaciones cada vez más numerosas entre las diferentes iglesias contribuyeron a aumentar el santoral con los préstamos recíprocos, y la conciencia de la universalidad del testimonio de Dios movió a reunir en una sola lista las fechas de las fiestas de todos los 
            santos. Este tipo de obra se llamó más tarde Martirologio, e indica 
            para cada día muchos nombres de santos, precisando, en general, sus 
            cualidades y el lugar donde se celebran. En Occidente el más antiguo 
            es el Martirologio de Jerónimo, falsamente atribuido a él. Las fechas 
            de las fiestas corresponden frecuentemente al aniversario de la muerte del santo, esto es, su nacimiento para el cielo. También era motivo 
            de conmemoración la invención de un cuerpo santo, una traslación de reliquias, la dedicación de una basílica o un milagro en beneficio de la ciudad.            Fiestas y servicio litúrgico permanente            Todas las grandes fiestas eran precedidas de vigilias como las 
            que el obispo Perpetuus instituyó en Tours. En Lyón, para la fiesta de 
            San Justo, una procesión conducía a los fieles a la basílica antes del 
            alba; allí los clérigos y monjes celebraban la vigilia cantando salmos, mientras la muchedumbre se dispersaba esperando los oficios 
            
            
            divinos a la hora de tercia. La liturgia eucarística constituía el momento esencial. Se reservaba un momento para la lectura de la vida o 
            pasión del santo, cuyo reflejo se encontraba en la homilía.            Construcciones o reconstrucciones de basilicas            El desarrollo del culto a los santos llevó consigo la construcción, 
            la reconstrucción o la renovación de los santuarios. Unos estaban ligados a la tumba, venerada desde el entierro del santo o desde la realización de algún milagro, como San Pedro de Roma. Otros santuarios se levantaron sobre lugares santificados no por la tumba, sino 
            por un episodio de la vida del santo, por ejemplo su pasión. En España, en Tarragona fue levantada una basílica en honor de Fructuoso y 
            sus compañeros en el anfiteatro, lugar de su martirio, a finales del siglo VI. Finalmente, y cada vez con más frecuencia, los santuarios recogieron las reliquias. De este modo, los edificios recuperados del 
            uso herético fueron santificados por el depósito de las reliquias; toda 
            reliquia, por pequeña que fuera, representaba al mártir o al confesor. 
            Las reliquias orientales podían ser fragmentos de cuerpos santos, 
            pero en Occidente se respetó la ley romana sobre la preservación de 
            los cadáveres, por lo que las reliquias consistían en maderas o telas 
            impregnadas de la sangre del mártir durante su pasión o reliquias de 
            segundo grado: tierra, telas o líquidos santificados por el contacto 
            con la tumba del santo. De este modo, el culto de estos santos se difundió enormemente. Las reliquias ya no eran colocadas sólo sobre 
            el altar, sino de otros varios modos.            c) El santo y sus fieles            Fuera de todo control episcopal, los hombres emprendieron relaciones privadas con los santos que consideraron como modelos o 
            protectores.            La expresión de la devoción de los fieles. Manifestaciones 
            de devoción individual            Las manifestaciones más frecuentes de la devoción en relación 
            con los santos fueron la oración, el don, la peregrinación y la sepultura ad sanctos. Frecuentemente, el don estaba asociado a un voto. 
            De manera general existía siempre una ofrenda material: un edificio, 
            una porción del pavimento del mosaico de la basílica del santo, bienes inmobiliarios cuyas rentas contribuían a la construcción de la basilica; también los objetos más diversos, la corona, la reproducción 
            del miembro curado por intercesión del santo. 
            
            Todos los santuarios construidos en honor de los santos atrajeron 
            peregrinos. En Occidente, el primer centro fue Roma, siendo también 
            de importancia San Martín de Tours, San Vicente en Valencia, Santa 
            Eulalia en Mérida. 
            
            La práctica de la sepultura ad sanctos muestra la importancia de 
            las preocupaciones espirituales que los fieles mantenían bajo su devoción al santo. En efecto, cuando un cristiano se hacia inhumar 
            «cerca de los santos» era, sin duda, para que su tumba fuese protegida de toda violación, pero también para beneficiarse de una intercesión eficaz el día de la resurrección de los cuerpos y obtener la salva- 
            ción. San Agustín y San Gregorio se manifestaron en contra de esta 
            costumbre. En España, el canon 18 del concilio de Braga (561) 
            prohíbe la inhumación en las basílicas de los santos, pero la autoriza 
            en el exterior.            Los milagros            El milagro tiene un lugar eminente, la muerte del santo no terminaba con su poder para hacer milagros, sino que trascendía más allá 
            en su tumba y en sus reliquias. Los santos podían interceder contra 
            todo tipo de desgracias individuales y colectivas: la sequía, la epidemia, la enfermedad, la pobreza, etc., todas atribuidas a Satanás, que 
            tomaba formas externas hasta llegar a la posesión. El santo no tenía 
            una especialidad. En vida, después de haberse dirigido fervorosamente a Dios, pues de El viene el socorro que se les pedía, realizaban 
            gestos salvíficos y curaban a los enfermos como Cristo, con el signo 
            de la cruz. 
            
            Por su acción, los santos se presentaban como los dueños de la 
            naturaleza: las rosas que en pleno invierno florecian, la lámpara que 
            permanecía siempre encendida junto a su tumba. En las curaciones 
            que se les atribuyen —curaban ciegos, sordos, paraliticos— se puede 
            ver una réplica de los milagros evangélicos, pero Gregorio de Tours 
            y Gregorio Magno suponen que los escritores se inspiraron en casos 
            concretos próximos a su público. Los milagros son la respuesta del 
            santo, un oraculum a la demanda de un fiel. 
            
            Pero no todos los milagros tenian un efecto benefactor. El malo 
            que había faltado a su palabra o que no había respetado a la Iglesia o 
            sus leyes sufría una sanción divina. Existía el «libro del Mal»: la parálisis que afectaba al perjuro, la fiebre y la muerte dolorosa que eran 
            infligidas al ladrón de los bienes del santo. A través del milagro se 
            expresaba el juicio de Dios que anticipaba la sentencia final.d) Consecuencias            Dos fueron las consecuencias más importantes. En primer lugar, 
            la aparición de una nueva imagen de la ciudad que se llenó de basílicas, criptas, pórticos, atrios en la fachada o a un lado, donde los fugitivos encontraban asilo, los enfermos curación y los pobres limosna. 
            Al lado de las basílicas se levantó un edificio para los pobres, los en- 
            fermos y los peregrinos: los xenodochia, igualmente las habitaciones 
            para los servidores de la basílica.            En segundo lugar, la aparición de una literatura para la gloria de 
            los santos. En el siglo III las Pasiones de los mártires. Las primeras 
            vidas de santos occidentales, la Vita Martini y la Vita Ambrosii, se 
            publicaron en 397 y en 411-412. En ellas cantan la gloria de los dos 
            obispos desaparecidos en el año 397.            9. LA LITURGIA, LA VIDA RELIGIOSA. SIGLOS IV AL VIII            I. LA LITURGIA DURANTE LOS SIGLOS IV AL VI                |