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TRISTÁN E ISOLDA
Anónimo
I. LA INFANCIA DE TRISTÁN
Señores, ¿os gustaría escuchar una hermosa historia de amor y de muerte?
Es de Tristán y de la reina Isolda. Sabréis del goce y del dolor con que se
amaron y cómo murieron, en el mismo día, él por ella, ella por él.
En aquel tiempo, el rey
Marés reinaba en Cornualles. Sabiendo que sus enemigos le habían declarado la
guerra, Rivalén, rey de Leonís, atravesó el mar para prestarle ayuda. Le sirvió
con la espada y con el consejo, como lo hubiera hecho un vasallo, y con tal
fidelidad que Marés le otorgó en recompensa a la hermosa Blancaflor, su
hermana, a quien el rey Rivalén amaba con un amor maravilloso.
Acababan de celebrarse los esponsales en el monasterio de Tintagel cuando
llegó la noticia de que su antiguo enemigo el duque Morgan se había lanzado
sobre el Leonís, arrasando sus castillos, sus campos y sus ciudades. Rivalén equipó sus naves a toda prisa y llevó consigo a
Blancaflor, que estaba encinta, hacia sus lejanas tierras.
Desembarcó ante su castillo de Kanoel, confió la reina a la salvaguarda
de su mariscal Rohalt, a quien todos, por su lealtad, apodaban con un hermoso
nombre, Rohalt el Fidelísimo, y luego, habiendo reunido a sus barones, partió
para hacer la guerra.
Blancaflor le esperó mucho tiempo. Mas, ¡ay!, jamás había de volver. Un
día supo que el duque Morgan le había matado a traición. No le lloró: ni una
lágrima, ni un lamento, pero sus miembros se volvieron débiles y flojos; su
alma quiso, con deseo intenso, escapar del cuerpo. Rohalt se esforzaba en
consolarla.
—Reina —le decía—, no conseguiremos nada ensartando pena sobre pena; todo
el que nace, ¿no ha de morir acaso? ¡Que Dios acoja a los muertos y guarde a
los vivos!...
Pero ella no quiso escucharle. Tres días deseó ir a reunirse con su dueño
amado. Al cuarto día dio a luz un hijo y tomándolo en sus brazos:
—Hijo —exclamó—, mucho tiempo he deseado verte, y veo en ti a la más
hermosa criatura nacida de mujer. Con tristeza alumbro y triste es mi primera
caricia, por ti siento la tristeza de morir. Y como has venido al mundo con
tristeza, te llamarás Tristán.
Una vez pronunciadas estas palabras, le besó y falleció después de
haberle besado.
Rohalt el Fidelísimo recogió al huérfano. Ya los hombres del duque Morgan
cercaban el castillo de Kanoel. ¿Hubiera podido Rohalt sostener mucho tiempo la
guerra? En verdad se dice: «Temeridad no es valentía. Hubo de rendirse a merced
del duque Morgan. Pero temiendo que Morgan degollara al hijo de Rivalén, el
mariscal le hizo pasar por hijo suyo y le educó entre sus propios hijos.
Cumplidos los siete años y no necesitando ya cuidados de mujer, Rohalt
confió a Tristán a un sabio maestro, el buen escudero Gorvalán. Gorvalán le
enseñó en pocos años las artes propias de los barones. Le enseñó a manejar la
lanza, la espada, el escudo y el arco, a lanzar discos de piedra, a franquear
de un salto los fosos más anchos; le inculcó el odio a la felonía y a la
mentira, y le acostumbró a socorrer a los débiles, a guardar la fe jurada; le
enseñó diversas clases de canto, el manejo del arpa y el arte de la montería; y
cuando el niño cabalgaba entre los jóvenes escuderos, parecía como si su
caballo, sus armas y él formaran un solo cuerpo y nunca hubieran estado
separados. Al verle tan noble y gallardo, ancho de espaldas, estrecho de
caderas, fuerte, fiel y valeroso, todos alababan a Rohalt por semejante hijo.
Pero Rohalt, pensando en Rivalén y en Blancaflor, de quienes revivía la
juventud y la gracia, amaba a Tristán como a un hijo y secretamente le
reverenciaba como a su señor.
Mas sucedió que toda su alegría quedó desvanecida cuando unos mercaderes
de Noruega atrajeron a Tristán a bordo de su nave y se lo llevaron como una
hermosa presa. Mientras se hacían a la vela hacia ignotas tierras, Tristán se
debatía como un lobezno cogido en la trampa. Pero es verdad probada, y todos
los marineros lo saben, que el mar lleva a disgusto las naves desleales y no
protege los raptos ni las traiciones. Sublevóse furiosa, sumergió a la nave en tinieblas y la arrastró durante ocho días y ocho
noches a la ventura. Al fin los marineros vislumbraron a través de la niebla
una costa escarpada y erizada de escollos, contra la cual se estrellaría la
quilla. Se arrepintieron; comprendiendo que la furia del mar provenía de aquel
niño en mala hora arrebatado, hicieron, voto de liberarle y aparejaron una
barca para llevarlo a la orilla. De súbito aplacóse el viento, decreció el oleaje y mientras la nave de los noruegos desaparecía en
lontananza, las olas risueñas y apacibles condujeron la barca de Tristán hasta
la arena de una playa.
Con un gran esfuerzo escaló el acantilado y vio que más allá de una landa
hundida y desierta se extendía una selva sin fin. Se lamentaba añorando a
Gorvalán, a Rohalt, su padre, y la tierra de Leonís, cuando el bullicio lejano
de una cacería, a toque de cuerno y con gran algazara, regocijó su corazón. De
entre la espesura surgió un hermoso ciervo. La jauría y los monteros le seguían
el rastro con gran tumulto de voces y trompetas, pero como los sabuesos
colgaban ya en racimos de la piel de su crucero, la bestia, a algunos pasos de
Tristán, dobló las patas, agonizante. Un montero la remató con el venablo.
Mientras los cazadores alineados en círculo señalaban pieza cobrada a toque de
cuerno, Tristán, atónito, vio que el montero mayor rajaba ampliamente el cuello
del ciervo como para cortarlo. Exclamó:
—¿Qué hacéis, señor? ¿Está bien descabezar esta bestia tan noble, como si
fuera un cerdo degollado? ¿Es costumbre del país?
—Buen hermano —respondió el montero—, ¿qué hago que pueda sorprenderte?
Sí, corto primero la cabeza de este ciervo, después dividiré el cuerpo en
cuatro partes y las llevaremos colgadas de los arzones de nuestras sillas al
rey Marés, nuestro señor. Así lo hacemos y desde el tiempo de los más antiguos
monteros se ha venido haciendo en Cornualles. Pero si tú conoces alguna
costumbre más loable, enséñanosla: toma este cuchillo, buen hermano, y nosotros
la aprenderemos con mucho gusto.
Tristán se hincó de rodillas y quitó la piel al ciervo antes de
deshacerlo; después despedazó a la bestia dejando intacto el hueso sacro, según
costumbre; luego separó las extremidades, el morro, la lengua, las criadillas y
la vena del corazón.
Y monteros y lacayos de jauría, inclinados sobre él, le contemplaban
arrobados:
—Amigo —dijo el montero mayor—, bellas costumbres son éstas; ¿en qué
tierra las aprendiste? Dinos tu país y tu nombre.
—Buen señor, me llamo Tristán y aprendí estas costumbres en mi tierra de
Leonís.
—¡Tristán —dijo el montero—, que Dios recompense al padre que te ha
criado tan noblemente! ¿Es sin duda barón rico y poderoso?
Pero Tristán, que sabía hablar bien y callar mejor, contestó con astucia:
—No, señor, mi padre es un mercader. He huido secretamente de casa a
bordo de una nave que partía para comerciar en lejanas tierras, pues querría
aprender cómo se comportan los hombres de los países extranjeros. Pero si me
aceptáis entre vuestros monteros, os seguiré de buena gana y os enseñaré,
señor, otros pasatiempos de montería.
—Hermoso Tristán, me admira que haya una tierra donde los hijos de los
mercaderes sepan cosas que en otra ignoran los hijos de los caballeros. Pero
ven con nosotros, si así lo deseas, y sé bienvenido. Te llevaremos al rey
Marés, nuestro señor.
Tristán acabó de descuartizar el ciervo. Dio a los perros el corazón, los
despojos de la cabeza y las entrañas y enseñó a los cazadores cómo debe
prepararse la porción destinada a los perros y la que ha de servir de cebo.
Después enristró los trozos bien divididos y los confió a los diferentes
monteros: la cabeza a uno, a otro la grupa y los grandes filetes; a éste
espaldas, a aquél las ancas, a este otro los lomos. Les enseñó cómo habían de
alinearse de dos en dos para cabalgar en buen orden, según la categoría de los
pedazos de caza enristrados en las horquillas.
Luego se pusieron en camino, conversando, hasta que al fin divisaron un
rico castillo. Estaba rodeado de prados, jardines, surtidores, pesquerías y
tierras de labrantío. Numerosas naves fondeaban en el puerto. El castillo se
erguía sobre el mar, fuerte y hermoso, bien fortificado contra todo asalto y
toda artimaña de la guerra; y la torre del homenaje, erigida por gigantes en
remotos tiempos, estaba construida con bloques de piedra, grandes y bien
tallados, dispuestos como un tablero de verde y azul.
Tristán preguntó el nombre de este castillo.
—Hermoso mancebo, se llama Tintagel.
—Tintagel —exclamó Tristán—, ¡bendito seas de Dios y benditos sean tus
moradores!
Señores, era allí donde en otro tiempo, con gran júbilo, su padre Rivalén
celebró sus desposorios con Blancaflor. Mas, ¡ay!, Tristán lo ignoraba.
Llegados al pie de la torre maestra, las charangas de los monteros
atrajeron a las puertas a los barones y al mismo rey Marés.
Después que el montero mayor lo hubo contado la aventura, Marés admiró
los hermosos arreos de caballería, el ciervo bien despedazado y el gran acierto
en los usos de la montería. Pero admiraba sobre todo al hermoso muchacho
extranjero y sus ojos no podían separarse de él. ¿De dónde provenía tan honda
ternura? El rey interrogaba a su corazón y no podía comprenderlo. Señores, era
su sangre que se conmovía y hablaba dentro de sí y el amor que en otro tiempo
sintiera por Blancaflor, su hermana.
Por la noche, una vez levantados los manteles, un juglar galés, maestro
en su arte, avanzó entre los barones reunidos y cantó layes de arpa. Tristán
estaba sentado a los pies del rey y como el arpista preludiara una nueva
melodía, Tristán le habló así:
—Maestro, este romance es bello entre los más bellos: los antiguos
bretones lo compusieron antaño para celebrar los amores de Graelent.
Dulce es su tono y dulces sus palabras. Maestro, tu voz es hábil, acompáñalo
bien con tu arpa.
El galés cantó y respondió luego:
—Chiquillo, ¿qué sabes tú del arte de los instrumentos? Si los mercaderes
de la tierra de Leonís enseñan también a sus hijos a tocar el arpa, la cítara y
la vihuela, toma el arpa y muéstranos tu habilidad.
Tristán tomó el arpa y cantó tan bellamente que los barones se
enternecieron al oírle. Y Marés admiraba al arpista venido de aquel Leonís
adonde antaño Rivalén se llevó a Blancaflor.
Acabado el canto, el rey permaneció largo rato callado.
—Hijo —exclamó al fin—, ¡bendito sea el maestro que te enseñó y bendito de
Dios seas tú! Dios ama a los buenos cantores. Su voz y el arpa penetran en el
corazón de los hombres, desvelan los recuerdos amables y hacen olvidar los
duelos y las vilezas. Has venido a esta mansión para alegría nuestra. ¡Quédate
por mucho tiempo a mi lado, amigo!
—De buena gana os serviré, señor —respondió Tristán—, como arpista, como
montero y como súbdito vuestro.
Así lo hizo y, durante tres años, un mutuo afecto creció en sus
corazones. Durante el día, Tristán seguía a Marés a la audiencia o a la caza y,
por la noche, como dormía en la cámara real con los privados y los fieles, si
el rey estaba triste tocaba el arpa para mitigar sus penas. Los barones le
querían y, más que ninguno, como os enseñará la historia, el senescal Dinas de Lidán. Pero más tiernamente que los barones y que Dinas de Lidán le amaba el rey. A pesar de su afecto, Tristán no se
consolaba de haber perdido a su padre, a su maestro Gorvalán y la tierra de
Leonís.
Señores, el narrador, para no ser enojoso, debe evitar los relatos demasiados
largos. Muy bellos y muy diversos son los elementos de esta historia: ¿qué
ganaríamos con prolongarla? Diré, pues, brevemente, que tras haber vagado largo
tiempo por tierras y por mares, Rohalt el Fidelísimo atracó en Cornualles y
enseñando al rey el carbunclo dado por él a Blancaflor en otro tiempo como rico
presente nupcial, le dijo:
—Rey Marés, éste es Tristán de Leonís, vuestro sobrino, hijo de vuestra
hermana Blancaflor y del rey Rivalén. El duque Morgan gobierna su tierra contra
toda razón: es hora de que vuelva a su heredero.
Y diré brevemente cómo Tristán, ya armado caballero por su tío, atravesó
el mar en las naves de Cornualles, se hizo reconocer por los antiguos vasallos
de su padre, desafió al asesino de Rivalén, le dio muerte, y recobró su tierra.
Pensó luego que el rey Marés ya no viviría feliz sin él, y como la
nobleza de su corazón le revelaba siempre la decisión más acertada, llamó a sus
condes y barones y les habló de esta manera:
—Señores de Leonís, he reconquistado este país y he vengado al rey
Rivalén con la ayuda de Dios y la vuestra. Así he reivindicado a mi padre. Pero
dos hombres, Rohalt y el rey Marés de Cornualles, han sostenido al huérfano y
al niño errante y debo también llamarles padres, ¿No les debo prestar, también,
mi ayuda? Ahora bien, el hombre de alto rango posee dos cosas: su tierra y su
cuerpo. A Rohalt, que veis aquí, cederé mi tierra: padre, vuestra será y de
vuestro hijo después de vos. Al rey Marés cederé mi cuerpo; abandonaré este
país, aunque muy amado, e iré a servir a Marés, mi señor, en Cornualles. Esta
es mi idea; pero vosotros sois mis leales, señores de Leonís, y me debéis
consejo. ¡Sí alguno de vosotros quiere enseñarme otra resolución, que se
levante y que hable!
Pero todos los barones le ensalzaron con sus lágrimas y Tristán, llevando
consigo únicamente a Gorvalán, se dispuso a partir hacia la tierra de Marés.
II. MOROLT DE IRLANDA
Al regreso de Tristán, Marés y toda la baronía estaban consternados.
Porque el rey de Irlanda había equipado una flota para devastar Cornualles, si
Marés se negaba, como venía haciendo durante quince años, a satisfacer un
tributo que pagaban sus antepasados. Pues sabréis que, según se convenía en
antiguos tratados, los irlandeses podían recaudar en Cornualles, trescientas
libras de cobre el primer año, trescientas libras de plata fina el segundo, y
trescientas libras de oro el tercero. Llegado el cuarto año, llevábanse trescientos mancebos y trescientas doncellas de
quince años escogidos a suerte entre las familias de Cornualles. Este año el
rey había enviado a Tintagel, para presentar su mensaje, a un caballero
gigante, Morolt, con cuya hermana estaba casado y a
quien nadie había vencido jamás en batalla. Pero el rey Marés, por medio de
cartas selladas, había convocado en la corte a todos los barones de su tierra
para tomar consejo.
Llegado el tiempo señalado y cuando los barones estuvieron reunidos en la
sala abovedada del palacio, y Marés se hubo sentado bajo el dosel, Morolt habló así.
—Rey Marés, escucha por última vez la orden del rey de Irlanda, mi señor.
Te conmina a pagar ya el tributo que le debes. Y como lo has demorado con
exceso, requiere que me sean entregados en este día trescientos mancebos y
trescientas doncellas de quince años de edad, elegidos a suerte entre las
familias de Cornualles. Mi nave anclada en el puerto de Tintagel se los llevará
para hacerlos súbditos nuestros. Con todo, y no hago excepción más que de ti,
rey Marés, como es debido, si alguno de tus barones quiere probar en batalla
que el rey de Irlanda recaba este tributo contra razón, aceptaré su reto. ¿Cuál
de entre vosotros, señores de Cornualles, quiere combatir por el honor de su
país?
Los barones mirábanse unos a otros a hurtadillas; luego bajaron la
frente. El uno se decía:
—Observa, desdichado, la estatura de Morolt de
Irlanda: es más fuerte que cuatro hombres robustos. Mira su espada: ¿ no sabes
acaso que por sortilegio ha hecho saltar la cabeza de los más intrépidos
campeones, durante los muchos años que el rey de Irlanda envía a este gigante a
llevar sus desafíos por vasallas tierras? Infeliz: ¿quieres ir a buscar la
muerte? ¿Para qué tentar a Dios?
Otro pensaba: «¿Os he criado, hijos míos, para tareas de siervos, y a
vosotras, amadas hijas, para mujeres de placer? ¡Mi muerte, no obstante, no
podría salvaros!»
Y todos callaban. Morolt insistió:
—¿Quién de vosotros, señores de Cornualles, acepta mi reto? Le ofrezco
una hermosa batalla, pues dentro de tres días llegaremos en barca a la isla de
San Sansón, más allá de Tintagel. Allí vuestro caballero y yo lucharemos de
hombre a hombre, y la gloria de haber aceptado el desafío recaerá sobre sus
allegados.
Seguían callando y Morolt parecía un gerifalte
a quien se encierra en una jaula de pajarillos: al entrar, todos enmudecen. Morolt habló por tercera vez:
—Pues bien, señores de Cornualles, ya que esta solución os parece más
noble, ¡elegid vuestros hijos a suerte y me los llevaré! No creí que este país
estuviera habitado solamente por siervos.
Entonces Tristán se arrodilló a los pies del rey Marés y dijo:
—Señor rey, si queréis concederme esta gracia, yo libraré batalla.
En vano quiso el rey disuadirle. ¡Era un caballero tan joven! ¿De qué le serviría su intrepidez? Pero Tristán dio su prenda a Morolt y Morolt la recibió.
El día señalado, Tristán, de pie sobre una colcha de rojo cendal, se hizo
armar para la gran aventura. Revistióse de la coraza
y del yelmo de acero bruñido. Lloraban los barones de pena por el osado y de
vergüenza de ellos mismos.
—¡Ah, Tristán! —se decían—, intrépido barón, juventud en flor..., ¿por
qué no he emprendido yo antes que tú esta batalla? ¡Mi muerte arrojaría un
duelo menor sobre esta tierra!
Suenan las campanas y toda la baronía con la gente menuda, viejos, niños
y mujeres, rogando y llorando, escoltan a Tristán hasta la playa. Esperan, pues
la esperanza anida en el corazón, del hombre, por mísero que sea el pasto.
Tristán subió a una barca y se hizo a la mar hacia la isla de San Sansón.
Pero Morolt había prendido en su mástil una vela de
rica púrpura y llegó el primero a la isla. Atracaba su barca en la playa,
cuando Tristán, tomando tierra a su vez, empujó con el pie la suya hacia el
mar.
—Vasallo, ¿qué haces? —dijo Morolt—, ¿por qué
no has amarrado como yo tu barca?
—Vasallo, ¿para qué? —respondió Tristán—. Sólo uno de nosotros ha de
quedar vivo aquí, ¿no basta una sola barca?
Y los dos, hostigándose con palabras injuriosas, se adentraron en la
isla.
Nadie vio la áspera batalla; pero por tres veces pareció como si la brisa
del mar trajera a la playa un grito furioso. Entonces, en señal de duelo, las
mujeres batían palmas a coro y los compañeros de Morolt,
reunidos aparte ante sus tiendas, se reían. Al fin, hacia la hora nona, vieron
a lo lejos ondear la vela de púrpura; la barca del irlandés abandonó la isla y
resonó un clamor de angustia:
—¡Morolt! ¡Morolt!
Pero cuando la barca destacóse de súbito en la
cresta de una ola mostró a un caballero erguido en la proa; blandía una espada
en cada mano: era Tristán. Inmediatamente veinte barcas volaron a su encuentro
y los jóvenes se arrojaron a nado hacia él. El valiente se lanzó sobre la playa
y mientras las madres, de hinojos, besaban su cota de hierro, gritó a los
compañeros de Morolt:
—Señores de Irlanda, Morolt ha peleado bien.
Ved: mi espada está mellada, un fragmento de la hoja quedó hundido en su
cráneo. Llevaos este trozo de acero, señores: es el tributo de Cornualles.
Luego subió hacia Tintagel. A su paso los niños liberados agitaban ramas
verdes dando grandes voces; ricas colgaduras pendían de las ventanas. Pero
cuando entre cantos de alegría, tañido de campanas, trompetas y bocinas, tan
sonantes que no se hubiera oído el trueno de Dios, Tristán se encaminó al
castillo, desplomóse en los brazos del rey Marés; y
la sangre brotaba de sus heridas.
Con hondo desaliento los compañeros de Morolt llegaron a Irlanda. Antaño, cuando Morolt entraba de
nuevo en el puerto de Weisefort, se regocijaba
volviendo a ver a sus hombres que le aclamaban en tropel, y a la reina su
hermana y a su sobrina Isolda la Rubia, la de los cabellos de oro, cuya belleza
resplandecía como el alba. Ellas le acogían tiernamente y si había recibido
alguna herida le curaban, pues sabían de bálsamos y brebajes que reaniman a los
heridos en trance de muerte, ¿Pero de qué les servirían ahora las recetas
mágicas, las hierbas cortadas en horas propicias, los filtros? Yacía muerto,
cosido en una piel de ciervo, con el fragmento de espada enemiga clavado aún en
el cráneo. Isolda la Rubia lo recogió para guardarlo en su cofrecillo de
marfil, precioso como un relicario, inclinadas sobre el gran cadáver, madre e
hija, repitiendo sin cesar el elogio del muerto y lanzando sin tregua la misma
imprecación contra el matador, dirigían cada una a su turno, entre las mujeres,
el fúnebre lamento. Desde aquel día Isolda la Rubia aprendió a odiar el nombre
de Tristán de Leonís.
Pero Tristán languidecía en Tintagel: manaba de sus heridas sangre
envenenada. Los médicos reconocieron que Morolt había
hincado en su carne un venablo emponzoñado y, como sus bebidas y su triaca no
podían salvarle, lo dejaron a la mano de Dios. Sus llagas exhalaban un hedor
tan odioso que sus amigos más caros huían de él, todos menos el rey Marés,
Gorvalán y Dinas de Lidán. Sólo ellos podían permanecer
a su cabecera y el amor que sentían superaba a su horror. Al fin, Tristán se
hizo llevar a una cabaña construida en un lugar apartado de la playa y tendido
ante las olas esperaba la muerte. Pensaba:
«¿Me habéis, pues, abandonado, rey Marés, a mí que he salvado el honor de
vuestra tierra? No, ya lo sé, buen tío, que daríais vuestra vida por la mía;
pero ¿qué podría vuestro afecto? Debo morir. Es dulce, no obstante, ver el sol,
y mi corazón, es valiente aún. Quiero probar el mar azaroso... Quiero que me
lleve lejos, solo. ¿Hacia qué tierra? No sé; pero tal vez allí encontraré a
alguien que me cure. Y tal vez otro día vuelva a serviros como arpista, montero
y vasallo»
Suplicó tanto, que el rey Marés asintió a su deseo. Llevóle a una barca sin vela ni remos, y quiso Tristán que solamente colocaran el arpa
a su vera. ¿Para qué los remos? ¿Para qué la espada? Como un marino, que en el
curso de una larga travesía arroja por la borda el cadáver de un viejo
compañero, así Gorvalán con trémulos brazos empujó hacia el mar la barca donde
yacía su hijo querido, y el mar se la llevó.
Durante siete días y siete noches, le arrastró dulcemente. A veces,
Tristán pulsaba el arpa para calmar su angustia. Por fin, el mar, sin saberlo
él, le acercó a la orilla. Y he aquí que aquella noche unos pescadores habían
salido del puerto para echar sus redes y remaban, cuando oyeron una melodía
dulce, vigorosa y brillante, que corría a ras de las olas. Inmóviles, con los
remos suspendidos sobre las olas, escuchaban; al primer albor de la aurora
percibieron la barca errante.
—Así —se decían—, una música sobrenatural envolvía la nave de San Brandano cuando bogaba hacia las Islas Afortunadas sobre la
mar blanca como la leche.
Remaron para alcanzar la barca: navegaba a la deriva; nada parecía vivir
en ella sino el tañido del arpa; pero a medida que se acercaban, la melodía se
debilitó, extinguióse, y cuando la alcanzaron, las
manos de Tristán, inertes, cayeron de nuevo sobre las cuerdas temblorosas. Recogiéronle y retornaron al puerto para ponerle en manos
de su compasiva señora, quien acaso sabría curarle.
¡Ay!, aquel puerto era Weisefort, donde yacía Morolt; su señora era Isolda la Rubia. Sólo ella, maestra
en filtros, podía salvar a Tristán; pero, entre las mujeres, ella era la única que
deseaba su muerte. Cuando Tristán, reanimado por su arte, volvió en sí,
comprendió que las olas le habían arrojado sobre una tierra de peligro. Pero
animoso aún para defender su vida, supo encontrar rápidamente bellas y hábiles
palabras. Contó que era un juglar que había tomado pasaje a bordo de una nave
mercante, y que, navegando hacia España para aprender el arte de leer en las
estrellas, unos piratas habían asaltado la nave: herido, escapó en aquella
barca. Creyéronle: ninguno de los compañeros de Morolt reconoció al hermoso caballero de la isla de San
Sansón, tan feamente el veneno había deformado sus rasgos. Pero cuando, después
de cuarenta días, Isolda la de los cabellos de oro le hubo casi curado, cuando
ya en sus miembros, de nuevo flexibles, empezaba a renacer la gracia de la
juventud, comprendió que era preciso huir; escapó, y después de correr muchos
peligros, reapareció un, día ante el rey Marés.
III. EN BUSCA DE LA BELLA DE LOS CABELLOS DE ORO
Había en la corte del rey Marés cuatro barones, de lo más felón que
imaginarse pueda y que odiaban de muerte a Tristán por sus proezas y por el
tierno amor que el rey le profesaba. Recuerdo sus nombres: Andret,
Canelón, Gondoino y Denoalén.
El duque Andret era, como Tristán, sobrino del rey
Marés. Comprendiendo que el rey procuraba envejecer sin hijos para dejar su
tierra a Tristán, se agudizó su envidia y con mentiras incitaba contra Tristán
los sentimientos de los personajes de Cornualles.
—¡Cuántas maravillas en su vida! —decían los traidores—. Pero vosotros
sois hombres de gran juicio, señores, y sin duda sabréis demostrarlo. Que haya
triunfado de Morolt, es un gran prodigio; pero, ¿por
qué suerte de hechizos ha podido, casi moribundo, bogar solo por el mar? Los
magos pueden hacerlo, decimos. Además, ¿en qué embrujado país ha podido
encontrar remedio a sus llagas? Ciertamente, es un hechicero. ¡Sí, su barca, su
espada y su arpa están encantadas y cada día vierten venenos en el corazón del
rey Marés! ¡Cómo ha sabido domar este corazón con poder y artes de brujería!
¡Será rey, señores, y vosotros tendréis vuestras tierras a feudo de un mago!
Convencieron por fin a la mayor parte de los barones, pues muchos hombres
ignoran que lo que parece poder de magos, el corazón puede alcanzarlo por la
fuerza del amor y de la osadía. Y fue por esto que los barones instaron al rey
Marés a tomar por esposa una hija de rey, que le diera herederos; si rehusaba, retiraríanse a sus fortalezas para hacerle la guerra. El
rey se resistía y juraba en su corazón que mientras viviera su amado sobrino
ninguna hija de rey entraría en su lecho. Pero, a su vez, Tristán, que
soportaba con gran vergüenza la sospecha de amar a su tío con interesado amor,
le apremió diciéndole que se rindiera a la voluntad de la baronía; si no,
abandonaría la corte, e iría a servir al rico rey de Gavoya.
Entonces Marés fijó un plazo a sus barones: pasados cuarenta días, expresaría
su pensamiento.
El día señalado, solo en su cuarto, el Rey esperaba la llegada de los
barones y pensaba tristemente:
«¿Dónde encontrar hija de rey tan lejana e inaccesible a quien pueda
fingir, pero fingir tan sólo, que la quiero por esposa?»
En aquel instante, por la ventana abierta al mar, dos golondrinas que
hacían su nido entraron jugueteando; luego, espantadas, desaparecieron. Pero de
sus picos había escapado un largo cabello de mujer, más fino que un hilo de
seda y brillante como un rayo de sol.
Habiéndolo cogido Marés, hizo entrar a Tristán y a los barones y les
dijo:
—Para complaceros, señores, tomaré mujer, siempre que vosotros queráis
buscar a la que he escogido.
—Ciertamente, la buscaremos, buen señor; pero, ¿quién es la elegida?
—Escogí aquella a quien perteneció este cabello y sabed que no quiero a
ninguna otra.
—¿Y de dónde, buen señor, os viene este cabello de oro? ¿Quién os lo ha
traído? ¿Y de qué país?
—Viene, señores, de la Bella de los cabellos de oro; dos golondrinas me
lo han traído: ellas saben de qué país.
Los barones comprendieron que eran víctimas de una burla y un engaño.
Miraban a Tristán con desdén; porque sospechaban que él había aconsejado tal
astucia. Pero Tristán, habiendo examinado el cabello de oro, acordóse de Isolda la Rubia. Sonrió y habló así:
—Rey Marés, hacéis muy mal; ¿no veis que las sospechas de estos señores
me avergüenzan? Pero en vano habéis preparado esta burla; yo iré a buscar a la
Bella de los cabellos de oro. Sabed que la busca es peligrosa y que me será más
difícil regresar de su país que de la isla donde he matado a Morolt; pero de nuevo quiero poner por vos, buen tío, mi
cuerpo y mi vida a la ventura. Para que vuestros barones comprendan que os amo
con amor leal, empeño mi fe en este juramento: O moriré en la empresa o conduciré
a este castillo de Tintagel a la Reina de los cabellos de oro.
Equipó una hermosa nave y la abasteció de trigo, vino, miel y toda clase
de buenos manjares. Hizo subir en ella, además de Gorvalán, a cien jóvenes
caballeros de alta alcurnia, escogidos entre los más audaces, vistióles con cotas de buriel y capas de tela basta, de tal
modo que parecían mercaderes; pero bajo el puente de la nave ocultaban las
ricas vestiduras de tisú de oro, de cendal y de escarlata que corresponden a
los mensajeros de un rey poderoso.
Cuando la nave se hubo hecho a la mar, el piloto preguntó:
—Buen, señor, ¿hacia qué tierra navegamos?
—Amigo, ve con rumbo a Irlanda, derecho al puerto de Weisefort.
El piloto se estremeció, ¿Ignoraba Tristán que desde la muerte de Morolt el rey de Irlanda perseguía las naves de Cornualles,
apresaba a los marineros y los colgaba en la horca? El piloto obedeció, no
obstante, y alcanzó la tierra peligrosa.
Tristán supo persuadir a los hombres de Weisefort de que sus compañeros eran unos mercaderes de Inglaterra venidos para comerciar
en paz. Pero como estos raros mercaderes pasaban el día en los nobles juegos
del chaquete y del ajedrez y parecían más hábiles en manejar los dados que en
medir el trigo, Tristán temió ser descubierto y no sabía cómo iniciar su
empresa.
Cierta mañana, al rayar el alba, oyó una voz tan espantosa que se hubiera
podido confundir con el grito de un demonio. Jamás había oído chillar a una
bestia de un modo tan horrible y maravilloso a la vez. Llamó a una mujer que
pasaba por el puerto.
—Decidme —exclamó—, señora, ¿de dónde viene esta voz que he oído? No me
lo ocultéis.
—No, señor, os lo diré sin engaño. Sale de una bestia fiera, la más
horrorosa que pueda haber en el mundo. Cada día baja de su caverna y se para en
una de las puertas de la ciudad. Nadie puede entrar ni salir sin haber
entregado al dragón una doncella; y así que la tiene entre sus garras la devora
en un santiamén.
—Buena dama —dijo Tristán—, no os burléis de mí, pero decidme si sería
posible a un hombre nacido de madre vencerle en batalla.
—No sé, hermoso y dulce señor; lo cierto es que veinte esforzados
caballeros han intentado ya la aventura; porque el rey de Irlanda ha hecho
proclamar por sus heraldos que concedería su hija Isolda la Rubia a quien
aniquilara al monstruo; pero el monstruo los ha devorado a todos.
Tristán deja a la mujer y vuelve hacia la nave. Se arma en secreto, y
¡qué asombro habría causado ver salir de aquel bajel mercante a un guerrero tan
ricamente ataviado y tan apuesto caballero! Pero el puerto estaba desierto,
pues acababa de apuntar el día, y nadie vio al valiente cabalgando hasta la
puerta que la dama le había mostrado. De súbito bajaron por el camino cinco
hombres, que espoleaban a sus caballos, sueltos los frenos, y huían hacia la ciudad.
Tristán asió a uno de ellos por la roja melena trenzada, con tanta fuerza, que
le derribó sobre la grupa de su caballo y le mantuvo inmóvil.
—¡Salve, buen señor! —dijo Tristán—, ¿por dónde viene el dragón?
Y cuando el fugitivo le hubo enseñado el camino, Tristán le soltó.
El monstruo se acercaba. Tenía cabeza de bicha, los ojos rojos corno
carbones encendidos, dos cuernos en la frente, las orejas largas y peludas,
garras de león, cola de serpiente y el cuerpo escamoso como el de un grifo.
Tristán arrojó contra él su corcel con tal furia, que éste, a pesar del
miedo que le dominaba, arremetió contra el monstruo. La lanza de Tristán chocó
contra las escamas y voló hecha añicos. Al punto el osado saca su espada, la
levanta, la descarga sobre la cabeza del dragón, pero... ¡ni llega a cortar la
piel!... El monstruo ha sentido el golpe y se enfurece, lanza sus garras contra
el escudo, las hinca en él y hace volar las ligaduras. A pecho descubierto
Tristán le hostiga todavía con la espada y pega, por fin, sobre sus flancos un
golpe tan violento que hace retumbar el aire. Todo en vano: no puede herirle.
Entonces el dragón vomita por las ventanas de la nariz un doble chorro de
llamas venenosas; la cota de Tristán se torna negra como un carbón apagado, su
caballo se desploma y muere. Pero el héroe, levantándose de súbito, hunde su
buena espada en la garganta del monstruo: la clava entera y le parte el corazón
en dos pedazos. El dragón lanza por última vez su horrible rugido y muere.
Tristán le cortó la lengua y la metió en su jubón. Después, aturdido por
la acre humareda se encaminó, para calmar su sed, hacia un estanque que
brillaba a lo lejos. Pero el veneno que destilado por la lengua del dragón le
impregnaba ardía por su cuerpo y, entre las altas hierbas que bordeaban el
pantano, el héroe cayó inanimado.
Sabed, pues, que el fugitivo de la roja cabellera trenzada era el cobarde Aguinguerrán el Rojo, el senescal del rey de Irlanda,
que codiciaba a Isolda la Rubia. Pero tal es la fuerza del amor, que cada
mañana se emboscaba, armado, para atacar al monstruo; sin embargo, con sólo oír
de lejos su grito, el valiente huía.
Aquel día, seguido de sus cuatro compañeros, osó desandar el camino.
Encontró al dragón derribado, el caballo muerto, el escudo roto y pensó que el
vencedor acababa de morir por allí cerca. Entonces cortó la cabeza del
monstruo, la llevó al rey y reclamó el hermoso salario prometido.
El rey desconfió un tanto de su proeza; pero queriendo hacerle justicia,
ordenó a sus vasallos que acudieran a la corte al cabo de tres días. Ante la
baronía reunida, el senescal Aguinguerrán exhibiría
la prueba de su victoria.
Cuando Isolda la Rubia supo que sería concedida su mano a aquel cobarde,
soltó primero una larga carcajada y luego se deshizo en lamentos. Pero a la mañana
siguiente, sospechando la impostura, tomó consigo a su paje, el rubio y fiel Perinís, y a Brangania, su joven
sirvienta y compañera, hasta que Isolda notó en el camino unas huellas de
caballo de forma singular; sin duda éste no era del país. Después encontró el
monstruo descabezado y el caballo muerto: no iba enjaezado según la costumbre
de Irlanda. Con toda seguridad era un extranjero quien había matado al dragón:
pero ¿vivía aún?
Isolda, Perinís y Brangania le buscaron largo rato; por último, entre las hierbas del pantano, Brangania vio brillar el yelmo del valiente. Respiraba aún, Perinís lo montó en su caballo y lo llevó
secretamente a la cámara de las mujeres. Allí Isolda contó la aventura a su
madre, y le confió el extranjero. Cuando la reina le despojaba de su armadura,
la lengua envenenada del dragón cayó de entre las ropas. Entonces la reina de
Irlanda hizo volver en sí al herido por la virtud de una hierba y le dijo:
—Extranjero, yo sé que tú eres el verdadero matador del dragón. Pero
nuestro senescal, un felón, un cobarde, le ha cortado la cabeza y reclama a mi
hija Isolda la Rubia en recompensa. ¿Sabrás dentro de dos días probarle su
injusticia en batalla?
—Reina —dijo Tristán—, el plazo es corto. Pero sin duda vos podéis
curarme en dos días. He conquistado a Isolda luchando con el dragón; tal vez la
conquistaré luchando con el senescal.
Entonces la reina le alojó espléndidamente y preparó para él remedios
eficaces. Al día siguiente Isolda la Rubia le preparó un baño y ungió
dulcemente su cuerpo con un bálsamo que su madre había compuesto. Deteniendo la
mirada sobre el rostro del herido, vio que era hermoso y sumergióse con placer en estos pensamientos:
«Ciertamente, si su valentía es tanta como su hermosura, mi campeón
librará ruda batalla»
Tristán, reanimado por el calor del agua y la fuerza de los aromas, la
miraba y, pensando qua había conquistado a la Reina de los cabellos de oro,
inició una sonrisa. Isolda lo notó y dijo para sí:
«¿Por qué ha sonreído este extranjero? ¿He cometido alguna inconveniencia?
¿He olvidado alguno as los servicios que una doncella debe prestar a su
huésped? Habrá reído porque he olvidado pulir sus armas empañadas por el
veneno»
Fue, pues, adonde la armadura de Tristán estaba guardada:
«Este yelmo es de buen acero —pensó—; no cederá en lo mejor del combate.
Y esta cota es fuerte, ligera y muy digna de ser ceñida por un valiente»
Asió la espada por la empuñadura:
«He aquí una hermosa espada, como tan intrépido caballero requiere»
Saca de la rica vaina, para enjugarla, la hoja ensangrentada. Pero ve que
tiene mellas profundas. Repara en la forma del mellado: ¿no sería aquella la
hoja que se rompió en la cabeza de Morolt? Vacila,
mira una y otra vez para cerciorarse de lo que imagina. Corre a la cámara donde
guarda el fragmento de acero extraído en otro tiempo del cráneo de Morolt. Junta el fragmento al mellado; apenas se perfila
señal de rotura.
Entonces se precipitó hacia Tristán y, blandiendo sobre la cabeza del
herido la enorme espada, le gritó:
—Tú eres Tristán de Leonís, el matador de Morolt, mí tío amado. ¡Muere, pues, tú también!
Tristán hizo un esfuerzo para detener su brazo: pero fue en vano; su
cuerpo estaba tullido aunque su espíritu se conservara ágil. Habló, pues,
ingeniosamente, de esta manera:
—Sea, moriré, pero para ahorrarte eternos remordimientos, escucha, hija
de rey: sabe que no solamente tienes el poder sino el derecho cíe matarme. Sí,
tú tienes derecho sobre mi vida pues por dos veces me la has conservado y
devuelto. La primera vez, no ha mucho; yo era el juglar herido que tú salvaste
al expulsar de mi cuerpo el virus con que el venablo de Morolt lo había emponzoñado. No te sonrojes, doncella, por haber curado estas heridas,
¿Acaso no las recibí en leal combate? ¿Acaso he matado a Morolt a traición? ¿No me había desafiado? ¿No había de defender mi cuerpo? Yendo a
recogerme al pantano me has salvado por segunda vez. ¡Ah! Es por ti, doncella,
por quien he combatido al dragón... Pero dejemos estas cosas: quería probarte
solamente que habiéndome librado del peligro de la muerte por dos veces, tienes
derecho sobre mi vida. Mátame, pues, si piensas ganar con ello loor y gloria.
Acaso cuando estés en brazos del valeroso senescal, te será dulce pensar en tu
huésped herido, el que arriesgó su vida para conquistarte y al que habrás
matado, indefenso, en este baño.
Isolda exclamó:
—Oigo palabras maravillosas. ¿Por qué el matador de Morolt ha querido conquistarme? ¡Ah! Ya que Morolt había
intentado arrebatar en su nave a las doncellas de Cornualles, quieres tomar hermosas
represalias y te jactarías llevándote como sierva aquella a quien Morolt amaba por encima de todas...
—No, hija del rey —dijo Tristán—. Un día, dos golondrinas volaron hasta
Tintagel llevando allí uno de tus cabellos de oro. Creí que venían a anunciarme
paz y amor. Por esto he venido a buscarte al otro lado del mar. Por esto he
afrontado al monstruo y su veneno. Mira este cabello cosido entre los hilos de
oro de mi brial; el oro de los hilos se ha desvanecido; el oro del cabello
brilla con toda su hermosura.
Isolda tiró la gran espada y, tomando en sus manos el brial de Tristán,
vio el cabello de oro. Permaneció largo rato callada; después besó al huésped
en los labios en señal de paz y le revistió de ricas prendas.
El día de la asamblea de los barones, Tristán envió a Perinís,
el paje de Isolda, para ordenar a sus compañeros que se trasladaran a la corte,
ataviados como correspondía a los mensajeros de un gran rey, porque esperaba
conseguir aquel mismo día el término de la aventura. Gorvalán y los cien
caballeros, que hacía cuatro días se hallaban desolados por la pérdida de
Tristán, se regocijaron con la noticia.
Entraron uno a uno en la sala donde se agolpaban, incontables, los
barones de Irlanda, y se sentaron en una sola hilera. Las pedrerías centelleaban
a lo largo de sus ricas vestiduras de escarlata, de cendal y de púrpura. Los
irlandeses decían para sí:
—¿Quiénes son, estos magníficos señores? ¿Quién les conoce? ¡Ved esos
mantos suntuosos adornados con ofre y cebellina! ¡Ved
en el puño de las espadas, en el broche de las pellizas, rutilar los rubíes,
los berilos, las esmeraldas y tantas piedras preciosas de las que ni siquiera
sabemos el nombre! ¿Quién vio jamás semejante esplendor? ¿De dónde vendrán
estos señores? ¿De quién son vasallos?
Pero los cien caballeros permanecían silenciosos, inmóviles en su sitio,
sin levantarse por nadie.
Cuando el rey de Irlanda se hubo sentado bajo el dosel, el senescal Aguinguerrán el Rojo se ofreció a probar con testigos y a
sostener en batalla eme había matado al monstruo y que en consecuencia Isolda
la Rubia le debía ser entregada. Entonces Isolda se inclinó ante su padre, y
dijo:
—Rey, ahí está un hombre que pretende convencer al senescal de mentira y
felonía. A este hombre, dispuesto a probar que él ha librado a vuestra tierra
del azote y que vuestra hija no debe ser abandonada a un cobarde, ¿prometéis
perdonarle sus antiguos agravios, por grandes que sean, y concederle vuestro
favor y vuestra paz?
El rey quedó pensativo, sin apresurarse a responder, tero sus barones
gritaron á un tiempo:
—¡Otorgadlo, señor, otorgadlo!
Y el rey dijo:
—Otorgado.
Entonces Isolda se arrodilló a sus pies:
—Padre, dadme primero a mí el beso de gracia y de paz en señal de que lo
daréis también a este hombre.
Cuando hubo recibido el beso, fue a buscar a Tristán y lo llevó de la
mano a la asamblea. A su vista, los cien caballeros se levantaron a la vez, le
saludaron con los brazos en cruz sobre el pecho, alineáronse a su lado y los irlandeses comprendieron que era su señor. Muchos de ellos le
reconocieron entonces y resonó un grito atronador:
—¡Es Tristán de Leonís, es el matador de Morolt!
Las espadas desnudas brillaron y voces furiosas repetían:
—¡Que muera!
Isolda exclamó:
—Rey, besa a este hombre en la boca como me has prometido.
El rey le besó en la boca. Y el clamor se aplacó.
Entonces Tristán mostró la lengua del dragón y presentó batalla al
senescal, que no osó aceptarla, reconociendo su impostura.
Tristán habló así:
—Señores, yo he matado a Morolt, pero he
cruzado el mar para ofreceros un hermoso desquite. A fin de compensar el
desaguisado, he puesto mi cuerpo en peligro de muerte, librándoos del monstruo.
De esta manera he conquistado a la bella y rubia Isolda. Tengo, pues, derecho a
llevarla en mi nave. Pero a fin de que en tierras de Irlanda y de Cornualles no
reine jamás el odio sino el amor sabed que el rey Marés, mi caro señor, la
tomará por esposa. Ved aquí cien caballeros de alta alcurnia dispuestos a jurar
sobre las reliquias de los santos, que el rey Marés os envía paz y amor, que su
deseo es honrar a Isolda como a su esposa amada y que todos los hombres de
Cornualles la servirán como a su reina y señora.
Trajeron los cuerpos santos, con gran júbilo, y los cien caballeros
juraron que había dicho verdad.
El rey tomó a Isolda de la mano y preguntó a Tristán si la conduciría
lealmente a su señor. Y ante sus cien caballeros y ante los barones de Irlanda,
Tristán lo juró.
Isolda la Rubia temblaba de vergüenza y de angustia. Una vez conquistada
por Tristán, éste la desdeñaba; el hermoso cuento del cabello de oro era una
mentira y el triunfador la entregaba a otro... El rey puso la mano derecha de
Isolda en la diestra de Tristán, y éste la retuvo en señal de que se
posesionaba de ella en nombre del rey de Cornualles.
De este modo, por amor al rey Marés, con su ingenio y su bravura, Tristán
llevó a cabo la búsqueda de la Reina de los cabellos de oro.
IV. EL FILTRO
Llegado el tiempo de entregar a Isolda a los caballeros de Cornualles, su
madre recogió hierbas, raíces y flores, las mezcló con vino y compuso un
poderoso brebaje. Acabado éste con ciencia y magia, lo vertió en un frasco y
dijo a Brangania.
—Hija mía, has de seguir a Isolda al país del rey Marés, ya que le
profesas un amor fiel. Toma, pues, este frasco de vino y recuerda mis palabras.
Ocúltalo de manera que ningún ojo lo vea, ni ningún labio se le acerque.
Llegada la noche nupcial y en el instante en que quedan solos los esposos,
verterás este vino de hierbas en una copa y la presentarás al rey Marés y a la
reina Isolda para que apuren su contenido entre los dos. Procura, hija mía, que
sólo ellos prueben este brebaje porque tal es su virtud que quienes lo beban
juntos, se amarán con todos sus sentidos, con todo su espíritu, para siempre,
en la vida y en la muerte.
Brangania prometió a la reina que lo
haría según su voluntad.
La nave se llevaba a Isolda, cortando las profundas olas. Cuanto más se
alejaba de la tierra de Irlanda, más tristemente se lamentaba la doncella.
Sentada bajo la tienda donde se había encerrado con Brangania,
su sirvienta, lloraba de nostalgia; ¿Adónde la arrastraban aquellos extranjeros?
¿Hacia dónde la empujaba el destino? Cuando Tristán se le acercaba y quería
calmarla con dulces palabras, se irritaba, le rechazaba y sentía el corazón
henchido de odio. Había venido él, el raptor, el matador de Morolt;
la había arrancado con astucia de su madre y de su país y no se había dignado
guardarla para sí. ¡La llevaba como un raro botín, a través de las olas, hacia
la tierra enemiga!
—¡Mísera! —decía ella—. ¡Maldita sea la mar que me lleva! ¡Más me valdría
morir en la tierra donde nací que vivir allá abajo!
Cierto día amainaron los vientos; las velas colgaban fláccidas, a lo
largo del mástil. Tristán hizo tomar tierra en una isla y, cansados del mar,
los cien caballeros y los marineros bajaron a la playa. Sólo Isolda permanecía
en la nave con una pequeña sirvienta. Tristán llegóse hasta la reina tratando de apaciguar su corazón. Ardía un sol de fuego, y
abrasados ambos por la sed pidieron de beber. La pequeña buscó algún brebaje,
hasta que descubrió, escondido, el frasco confiado a Brangania por la madre de Isolda.
—¡He encontrado vino! —les gritó.
No, no era vino; era la pasión, era el bárbaro goce y la angustia sin
fin; era la muerte. La muchacha llenó una copa y la presentó a su ama. Bebió a
grandes tragos y luego la tendió a Tristán, que también bebió.
En este instante entró Brangania y vio con
asombro que se miraban calladamente con loco embeleso. Ante ellos estaba la
copa casi vacía. Cogióla, corrió a popa y la arrojó
por la borda, gimiendo:
—¡Desgraciada! ¡Maldito sea el día en que nací y maldito el día que subí
a esta nave! ¡Isolda, amiga, y vos, Tristán, habéis bebido vuestra muerte!
De nuevo la nave se encaminaba a Tintagel. Le parecía a Tristán que una
zarza viva de agudas espinas, de olorosas flores hincaba sus raíces en la
sangre de su corazón y con fuertes lazos ligaba el hermoso cuerpo de Isolda a
su cuerpo, a todo su espíritu y a todos sus deseos. Pensaba:
«Andret, Denoalén, Guenelón y Gondoíno, felones que
me acusabais de codiciar la tierra del rey Marés, ¡ah! ¡Soy más vil todavía, y
no es su tierra lo que codicio ya! Buen tío, que me habéis amado huérfano, aun
antes de reconocer la sangre de vuestra hermana Blancaflor; vos que me
llorabais tiernamente mientras vuestros brazos me llevaban a la barca sin velas
ni remos, buen tío, ¿por qué desde el primer día no habéis arrojado lejos de
vos al niño errante venido para traicionaros? ¡Ah! ¿Qué he pensado? Isolda es
vuestra mujer y yo vuestro vasallo. Isolda es vuestra mujer y yo vuestro hijo.
Isolda es vuestra mujer y no debe amarme»
Isolda le amaba y quería odiarle, sin embargo: ¿no la había desdeñado
vilmente? Y se torturaba el corazón por este amor más doloroso que el odio.
Brangania les observaba con angustia,
más cruelmente atormentada aún, pues sólo ella sabía el daño que había causado.
Les espió durante dos días, violes rehusar todo alimento, toda bebida y todo
refrigerio, v buscarse mutuamente como ciegos que caminan uno hacia otro.
Infelices cuando languidecían separados, más infelices todavía cuando,
reunidos, temblaban ante el horror de la primera confesión.
Al tercer día, al encaminarse Tristán hacia la tienda levantada sobre el
puente de la nave, Isolda le vio acercarse y le dijo humildemente:
—Entrad, señor.
—Reina —dijo Tristán—, ¿por qué me habéis llamado señor? ¿ No soy, por el
contrario, vuestro súbdito y vuestro vasallo para reverenciaros, serviros y
amaros como a reina y señora?
Isolda respondió:
—No, ¡ tú sabes que eres mi señor y mi dueño! ¡Tú sabes bien que tu
fuerza me domina y que soy tu sierva! ¡Ojalá hubiera avivado en su día las
llagas del juglar herido! ¡Ojalá hubiera dejado morir al matador del monstruo
en las hierbas del pantano! ¡Ojalá hubiera descargado sobre él la espada
empuñada cuando yacía en el baño! ¡Ay! ¡Yo no sabía entonces lo que ahora sé!
—Isolda, ¿qué sabéis, pues, hoy? ¿Qué es lo que os atormenta?
—¡Ah! Todo lo que sé me atormenta y todo lo que veo; ¡y también este
cielo, y este mar, y mi cuerpo, y mi vida!
Apoyó un brazo en el hombro de Tristán; las lágrimas extinguieron el
fulgor de sus ojos y sus labios temblaron. Él repitió:
—Amiga, ¿qué es, pues, lo que os atormenta?
Ella respondió:
—Vuestro amor.
Y entonces él puso los labios sobre los suyos.
Pero cuando por primera vez saboreaban juntos un goce de amor, Brangania, que les espiaba, lanzó un grito, y con los
brazos extendidos y con la faz enrojecida por las lágrimas, se arrojó a sus
pies:
—¡Desdichado! ¡Deteneos, volved hacia atrás si podéis todavía! Pero no,
el camino no tiene vuelta. Ya la fuerza del amor os arrastra y no tendréis
jamás goce sin dolor. Es el vino de hierbas que os embriaga, es el brebaje de
amor que vuestra madre, Isolda, me había confiado. Sólo el rey Marés lo había
de beber con vos; pero el Enemigo se ha burlado de los tres y vosotros habéis
apurado la copa. ¡Amigo Tristán, Isolda amiga, en castigo de la mala custodia
que he hecho, os abandono mi cuerpo y mi vida; ya que por mi culpa, en la copa
maldita, habéis bebido el amor y la muerte!
Los enamorados se abrazaron; sus hermosos cuerpos palpitaban de deseo y
de vida. Tristán dijo:
—¡Venga, pues, la muerte!
Y al morir el día, sobre la nave que avanzaba más rápida que nunca hacia
la tierra del rey Marés, unidos para siempre, se abandonaron al amor.
V. BRANGANIA ENTREGADA A LOS SIERVOS
El rey Marés salió a la playa para recibir a Isolda la Rubia. Tristán la
asió de la mano y la condujo ante el rey; el rey tomó posesión de ella,
cogiéndola a su vez de la mano. Con grandes honores la llevó hacia el castillo
de Tintagel y, al aparecer en la sala entre los vasallos, su belleza irradió
una claridad tan maravillosa que los muros se iluminaron, como dorados por el
sol naciente. Entonces el rey Marés ensalzó a Tristán y a los cien caballeros
que, en la nave aventurera, habían ido a buscar la alegría de sus ojos y de su
corazón. ¡Ay! La nave os trae, a Vos también, noble rey, el bárbaro duelo y los
fuertes tormentos.
Dieciocho días después, habiendo convocado a todos sus barones, tomó por
mujer a Isolda la Rubia. Pero llegada la noche, Brangania,
a fin de ocultar el deshonor de la reina y salvarla de la muerte, ocupó el
lugar de Isolda en el lecho nupcial. En castigo a la mala custodia que había
hecho en el mar, y por amor a su amiga, sacrificó, fiel, la pureza de su
cuerpo; y la oscuridad de la noche ocultó al rey su ardid y su vergüenza.
Los cronistas pretenden que Brangania no había
arrojado al mar el frasco de vino de hierbas no apurado por completo por los
amantes; sino que, al amanecer, después que su señora hubo entrado en el lecho
del rey Marés, Brangania vertió en una copa el resto
del filtro y la presentó a los desposados; cuentan que Marés bebió bastante de
él y que Isolda tiró su parte, a escondidas. Pero sabed, señores, que estos
cronistas han corrompido la historia, falseándola. Si han imaginado esta
mentira es por no haber sabido comprender el maravilloso amor que Marés profesó
siempre a la reina. Es muy cierto, como vais a oír pronto, que a pesar de las
angustias, el tormento y las terribles represalias, nunca pudo Marés arrancar
de su corazón, a Isolda ni a Tristán; pero sabed, señores, que no había bebido
el vino de hierbas, ni hubo veneno ni sortilegio; sólo la tierna nobleza de su
corazón inspiróle su cariño.
Isolda es reina y parece vivir con alegría. Isolda es reina y vive con
tristeza. Isolda posee la ternura del rey Marés, los barones la honran y es
amada por la servidumbre. Isolda pasa el día en sus habitaciones ricamente
pintadas y tapizadas de flores. Isolda tiene los nobles joyeles, las telas de
púrpura y los tapices venidos cíe Tesalia, los cantos de loa arpistas y las
cortinas con bordados representando leopardos, águilas, papagayos y todos los
animales del mar y de los bosques. Isolda tiene sus ardientes, sus bellos
amores. Y Tristán a su vera, a su antojo, de día y de noche; porque como
requiere la costumbre de los grandes señores, duerme en la cámara real, entre
los privados y los fieles. Isolda tiembla, sin embargo. ¿Por qué temblar? ¿No
guarda secretos sus amores? ¿Quién sospecharía de Tristán? ¿Quién llegaría a
sospechar de su hijo? ¿Quién la ve? ¿Quién la espía? ¿Acaso hay testigos? Sí,
hay un testigo que la espía: Brangania; Brangania la acecha, Brangania sola sabe su vida, Brangania la tiene a su merced.
¡Santo Dios! ¡Si, cansada de preparar cada día, como sirvienta, el lecho donde
ella había dormido primero, los denunciara al rey! ¡Si Tristán muriera por su
deslealtad! Y el miedo enloquece a la reina. No, no es de Brangania,
la fiel; es de su propio corazón de donde viene su tormento. Escuchad, señores,
la gran traición que meditó; pero Dios, como oiréis, se apiadó de ella:
¡compadecedla vosotros también! Aquel día Tristán y el rey estaban lejos,
cazando, y Tristán nada supo de este
crimen. Isolda mandó llamar a dos
siervos, les prometió la emancipación y sesenta monedas de oro si juraban cumplir su voluntad. Prestaron juramento.
—Yo os daré, pues —dijo—, una doncella; os la llevaréis al bosque, cerca
o lejos, pero en tal lugar, que nadie descubra jamás la aventura. Allá la
mataréis y me traeréis su lengua. Retened, para repetírmelas, las palabras que
pronuncie. A la vuelta, seréis libres y ricos.
Y después llamó a Brangania:
—Amiga, ya ves cómo languidece y enferma mi cuerpo; ¿quieres ir al bosque
a buscar las hierbas apropiadas para este mal? Allí hay dos siervos que te
guiarán; ellos saben dónde crecen las hierbas eficaces. Sígueles, hermana, y
convéncete de que si te mando al bosque es porque en ello va mi reposo y mi
vida.
Los siervos se la llevaron. Llegada al bosque quiso detenerse, pues las
plantas salutíferas crecían, en abundancia a su alrededor. Pero la arrastraron
más lejos.
—Ven, muchacha, no es este el lugar adecuado.
Uno de los siervos caminaba delante de ella; el otro la seguía. Iba
cerrándose el sendero; sólo encontraban zarzas y cardos enmarañados. Entonces,
el hombre que iba delante sacó su espada y se volvió. La desgraciada se acercó
al otro pidiéndole ayuda; éste también tenía la espada desnuda en su mano, y
dijo:
—Muchacha, hemos de matarte.
Brangania cayó sobre la hierba y sus
brazos trataban de apartar la punta de las espadas. Pedía clemencia con voz tan
lastimera y tierna, que no pudieron por menos que exclamar:
—Doncella, si la reina Isolda, señora tuya y señora nuestra, quiere que
mueras, sin duda habrá recibido de ti un gran agravio.
Ella respondió:
—No lo sé, amigos; sólo recuerdo una mala acción. Cuando partimos de
Irlanda, nos llevamos cada una, como la más preciada de las galas, una camisa
para nuestra, noche de bodas. En el mar, Isolda rasgó su camisa nupcial y en la
noche de sus bodas le presté la mía. Amigos: he ahí todo el mal que le he
hecho. Pero ya que quiere mi muerte, decidle que le envío Salud y amor y que le
doy las gracias por el bien y el honor que me ha dispensado desde niña, cuando,
arrebatada por unos piratas, fui vendida a su madre y consagrada a su servicio.
¡Que Dios, en su bondad, guarde su honor, su cuerpo y su vida! Hermanos: ¡herid
ahora!
Los siervos se apiadaron. Discutieron unos instantes y, juzgando que tal
maldad no merecía la muerte, la ataron a un árbol.
Mataron luego a un perrito; uno de ellos le cortó la lengua, metióla en el faldón de su gonela y los dos comparecieron
ante Isolda.
—¿Ha hablado? —preguntó ella, ansiosa.
—Sí, reina, ha hablado. Ha dicho que estabais enfurecida por un solo
agravio: que rasgasteis en el mar una camisa traída do Irlanda, fina y blanca
como la nieve; ella os prestó la suya la noche de vuestra boda y éste fue,
según dice, su único crimen. Ha dado las gracias por los muchos beneficios
recibidos de vos desde la infancia, ha rogado a Dios que proteja vuestro honor
y vuestra vida. Os envía salud y amor. Reina, he aquí su lengua.
—¡Asesinos! —gritó Isolda—; ¡devolvedme a Brangania,
mi amada sirvienta! ¿No sabéis acaso que era mi única amiga? ¡Asesinos,
devolvédmela!
—Reina, con razón se dice: «La mujer cambia en pocas horas; la mujer ríe
y llora, ama y odia al mismo tiempo» ¡La hemos matado, pues que vos lo
mandasteis!
—¿Cómo he podido mandarlo? ¿Por qué razón? ¿No era mi amada compañera, la
dulce, la fiel, la bella? Vosotros lo sabíais, asesinos. Yo la había enviado a
buscar hierbas curativas y os la he confiado para que la custodiarais por el
camino. Diré que la habéis matado y os mandaré quemar vivos.
—Reina, sabed que vive y os la traeremos sana y salva.
Pero ella no lo creía; enloquecida, ora maldecía a los asesinos, ora se
maldecía a sí misma. Retuvo consigo a uno de los siervos, mientras el otro
corría hacia el árbol donde había sido atada Brangania.
—Hermosa, Dios os ha concedido su gracia y vuestra señora os llama.
Y al comparecer ante Isolda. Brangania se
arrodilló, pidiéndole perdón por sus errores; la reina, a su vez, había caído
de hinojos y las dos se abrazaron, confundidas en un mismo éxtasis.
VI. EL GRAN PINO
No es de la fiel Brangania, sino de ellos
mismos de quien los enamorados han de desconfiar. Pero, ¿cómo pueden estar
alerta sus embriagados corazones? El amor les empuja, al igual que la sed
precipita hacia el río en sus últimos momentos al ciervo moribundo, y el hambre
precipita al gavilán agotado por un largo ayuno sobre su presa. ¡Ay!, el amor
no puede ocultarse. Es cierto que por la prudencia de Brangania nadie sorprendió a la reina entre los brazos de su amigo; pero a todas horas y
en todo lugar, ¿no ve todo el mundo cómo el deseo les agita, cómo les oprime,
cómo desborda de todos sus sentimientos como el mosto de la cuba?
Ya los cuatro traidores de la corte, que odian a Tristán por sus proezas,
rondan en tomo a la reina y conocen la verdad de sus bellos amores. Arden de
codicia; de odio y de alegría. Llevarán la nueva al rey. Verán la ternura
mudarse en furor, verán a Tristán expulsado o entregado a la muerte, y el
tormento de la reina. Temen, no obstante, la cólera de Tristán; pero al fin su
odio supera al terror; un día, los cuatro barones llaman al rey Marés a
parlamento y Andret le dice:
—Bueno rey, sin duda tu corazón se indignará y nosotros sentimos gran
pena por ello; paro vamos a revelarte lo que sabemos. Has dado tu confianza a
Tristán, y Tristán quiere afrentarte. En vano te advertimos ya; por el amor de
un solo hombre desprecias a tus familiares, a toda la baronía y nos abandonas a
todos. Sabrás, pues, que Tristán ama a la reina; es verdad probada y traída
entre lenguas.
El noble rey vacila y al fin responde:
—¡Cobarde! ¿Qué felonía has meditado? Sin duda alguna llevo a Tristán en
el corazón. El día en que Morolt os presentó batalla,
los tres bajasteis la frente, trémulos y mudos de pavor. Tristán dio la cara
por el honor de esta tierra y por cada una de sus heridas habría podido volar
su alma. Por esto le odiáis y por esto yo le amo más que a ti, Andret, más que a todos vosotros, más que a nadie. ¿Pero
qué pretendéis haber descubierto? ¿Qué habéis oído?
—Nada, en verdad, señor, nada que tus ojos no puedan ver, nada que tus
oídos no puedan escuchar. Danos crédito, gran señor; quizá llegues a tiempo
aún.
Y retirándose le dejaron saborear el veneno a sus anchas. El rey no pudo
ahuyentar el maleficio. Y contra su propio corazón, espió a su sobrino, espió a
la reina. Pero Brangania se dio cuenta, les advirtió
y en vano el rey intentó sorprender a Isolda con astucias. Se indignó contra
este vil forcejeo, y comprendiendo que no podía librarse jamás de la sospecha,
hizo venir a Tristán y le dijo:
—Tristán, aléjate de este castillo; y cuando lo hayas abandonado no oses
franquear jamás los fosos ni sus barreras. Unos felones te acusan de gran
traición. No me interrogues: no sabría repetirte sus palabras sin que nos
avergonzáramos los dos. No busques palabras que me aplaquen; siento que serían
vanas. Con todo, no creo a los felones. De no ser así, ¿no te habría ya
entregado a una afrentosa muerte? Pero sus maléficos discursos han trastornado
mi corazón y sólo tu partida puede calmarlo. Vete; seguramente volveré, a
llamarte pronto, ¡Vete, hijo mío, siempre amado!
Cuando los felones oyeron la noticia, dijeron entre ellos:
—¡Ha marchado, ha marchado el hechicero, expulsado como un ladrón! ¿Qué
va a suceder ahora? ¡Sin duda pasará el mar para buscar aventuras y llevar sus
desleales servicios a algún lejano rey!
No, Tristán no tuvo fuerzas para partir. Franqueados loa fosos y las
barreras del castillo, comprendió que ya no podría alejarse más; se detuvo en
la misma villa de Tintagel; se hospedó con Gorvalán en casa de un burgués y
languideció, devorado por la fiebre, más profundamente herido que en otros
tiempos cuando el venablo de Morolt había emponzoñado
su cuerpo. Antaño, cuando yacía en la cabaña construida al borde de las olas y
todos huían del hedor de sus llagas, tres hombres le asistían a pesar de todo:
Gorvalán, Dinas de Lindan y el rey Marés. Ahora, Gorvalán y Dinas se hallaban a
su cabecera, pero el rey Marés no venía ya y Tristán gemía:
—Es cierto, buen tío; mi cuerpo despide ahora el olor de un veneno más
repugnante y vuestro amor no sabe vencer vuestro horror.
Pero sin alivio posible, en el ardor de la fiebre, el deseo le
arrastraba, como un caballo desbocado, hacia las bien guardadas torres que
tenían encerrada a la reina; caballo y caballero se estrellaban contra los
muros de piedra; pero caballo y caballero volvían a levantarse y emprendían el
regreso.
Tras las altas torres, Isolda la Rubia languidece también. Más
desventurada todavía; pues ante los extraños que la espían tiene que fingir
alegría y reír. Por la noche, tendida al lado del rey Marés, ha de domar,
inmóvil, la agitación de sus miembros y los sobresaltos de la fiebre. Quiere
huir hacia Tristán. Sueña que se levanta y que corre hacia la puerta; pero en
el dintel oscuro los traidores han tendido unas grandes hoces, las viles y
afiladas hojas se hincan en sus piernas. Sueña que cae y que de sus rodillas
desgarradas brotan dos rojas fuentes.
Pronto morirán los enamorados si nadie les socorre. ¿Y quién les va a
socorrer sino Brangania? Con peligro de su vida se
desliza hacia la casa donde languidece Tristán, Gorvalán le abre radiante y
fiel siempre, para salvar a los enamorados, Brangania enseña una astucia a Tristán.
No, señores, jamás habréis oído hablar de un tan bello y amoroso ardid.
Tras del castillo de Tintagel se extendía un vasto vergel cercado de
empalizadas. Incontables y hermosos árboles crecían allí, cargados de frutas,
de pájaros y de perfumados racimos. En el lugar más alejado del castillo, cerca
de las estacas de la empalizada, se erguía un pino alto y recto, cuyo tronco
sostenía un frondoso ramaje. A sus pies había un surtidor. El agua se esparcía
primero, como un amplio espejo claro y apacible cerrado por una gradería de
mármol; luego, contenido en un angosto cauce, corría por el vergel y,
penetrando hasta el interior del castillo, atravesaba las habitaciones de las
mujeres. Por indicación de Brangania, Tristán cortaba
con arte pedazos de corteza y menudas ramitas, franqueaba las puntiagudas
estacas y todos los días, al amparo del pino, arrojaba las virutas en la
fuente. Ligeras como la espuma, sobrenadaban y corrían con ella y en las
habitaciones de las mujeres Isolda espiaba su llegada. Las noches que Brangania conseguía alejar al rey Marés y a los traidores,
la enamorada corría al encuentro de su amigo.
Viene ágil pero temerosa, acechando a cada paso si los felones se han
emboscado tras la arboleda. Pero en cuanto Tristán la ve, se lanza hacia ella
con los brazos abiertos. Entonces la noche les protege y la sombra amiga del
gran, pino les presta cobijo.
—Tristán —dice la reina—, ¿no asegura la gente de mar que este castillo
de Tintagel está encantado y que por sortilegio, dos veces al año, en invierno
y en verano, se esfuma y desaparece de la vista? Está perdido ahora, ¿No es
éste el jardín maravilloso del que hablan los layes de arpa? Una muralla de
aire lo encierra por todas partes; árboles floridos, tierra embalsamada; el héroe
vive allí sin envejecer entre los brazos de su amiga y ninguna fuerza hostil
puede quebrar el mágico vallado.
Sobre las torres de Tintagel resuenan ya las trompas de los vigías que
anuncian el alba.
—No —dice Tristán—, la muralla de aire está rota ya y no es éste el
jardín maravilloso. Pero un día, amiga, iremos al País Afortunado, del cual
nadie regresa. Allí se eleva un castillo de mármol blanco; en cada una de sus
ventanas un cirio arroja su luz; en cada una de ellas un juglar toca y canta
una melodía sin fin; el sol no brilla allí y, sin embargo, nadie añora sus
rayos; es el dichoso país de los escogidos.
Pero en las cimas de las torres de Tintagel el alba ilumina los grandes
bloques intercalados de verde y azul.
Isolda ha recobrado la alegría: la sospecha de Marés se desvanece y los
felones comprenden, por el contrario, que Tristán ha vuelto a ver a la reina.
Pero Brangania hace tan buena guardia que espían en
vano.
Al fin, el duque Andret -¡Dios le confunda!-
dice a sus compañeros:
—Señores, tomemos consejo de Frocino, el enano
jorobado. Conoce las siete artes, la magia y toda clase de hechicerías. Cuando
nace un niño, sabe observar tan bien los siete planetas y el curso do las
estrellas, que relata por anticipado todos los puntos de su vida. Descubre, por
el poder de Bugibus y de Noirón,
las cosas secretas. Nos enseñará, si quiere, las astucias de Isolda la Rubia.
Por odio a la belleza y al valor, el hombrecillo malo trazó los signos
cabalísticos, echó sus suertes y hechizos, observó el curso de Orión y de
Lucifer, y dijo:
—Alegraos, grandes señores; esta noche podréis cogerles.
Le llevaron ante el rey:
—Señor —dijo el hechicero—, mandad a vuestros monteros que pongan la
traílla a los sabuesos y ensillen los caballos; anunciad que durante ocho días
y ocho noches viviréis en el bosque para dirigir la caza, y muera yo en la
horca si esta misma noche no oís las palabras que Tristán dirige a la reina.
El rey lo hizo así, con dolor de su corazón. Llegada la noche, dejó a sus
monteros en el bosque, cogió al enano a cuestas y regresó a Tintagel. Por una
entrada secreta penetró en el jardín y el enano le condujo bajo el gran pino.
—Buen rey, es preciso que subáis por las ramas de este árbol. Llevaos
arriba el arco y las flechas; tal vez puedan serviros. Permaneced quieto. No
tendréis que esperar mucho.
—¡Vete, perro del demonio! —respondió Marés.
Y el enano se fue, llevándose el caballo.
Había dicho la verdad; el rey no tuvo que esperar mucho. La luna
brillaba, clara y bella, en la noche inmaculada. Oculto en el ramaje, el rey
vio a su sobrino saltar por encima de las estacas agudas. Tristán llegó bajo el
árbol y arrojó en el agua astillas y ramitas. Pero al inclinarse sobre la
fuente para arrojarlas, vio reflejada en el agua la imagen del rey. ¡Ah! ¡Si
pudiera detener las virutas que huyen! Pero no, corren raudas por el jardín.
Allá en las habitaciones de las mujeres, Isolda acecha su llegada; ya, sin
duda, las ve y corre. ¡Dios proteja a los amantes!
Ella se acerca. Sentado, inmóvil, Tristán la mira, y oye en el árbol el
rechinar de la flecha, empulgada en la cuerda del arco.
Llega, por fin, ágil y prudente como tiene por costumbre.
«¿Qué es esto? ¿Por qué Tristán no corre a mi encuentro esta noche?
¿Habrá visto algún enemigo?»
Se detiene, registra con la mirada los negros macizos. De súbito, a la
luz de la luna distingue, a su vez, la sombra del rey dentro de la fuente. Se
muestra muy mujer en la prudencia y no levanta ni un momento los ojos hacia las
ramas del árbol.
—¡Dios mío! —dice en voz baja—, concededme tan sólo que pueda hablar yo
primero.
Se acerca aún más. Escuchad cómo se adelanta y avisa a su amigo:
—Caballero Tristán, ¿cómo habéis osado? ¡Llamarme a tal lugar y a tales
horas! Muchas veces lo habíais hecho ya para dirigirme una súplica, según
decís, ¿Qué ruego es éste? ¿Qué esperáis de mí? Al fin he venido, pues no puedo
olvidar que sí soy reina a vos lo debo. Heme aquí, pues: ¿qué queréis?
—Pediros gracias, reina, a fin de que calméis al rey.
Ella tiembla y llora, pero Tristán alaba a Dios que ha mostrado el
peligro a su amiga.
—Sí, reina, con frecuencia os he mandado llamar y siempre ha sido en
vano; jamás desde que he sido expulsado por el rey os habéis dignado acudir a
mi llamada. Pero apiadaos del miserable que tenéis delante; el rey me odia, ignoro
por qué; pero tal vez vos lo sabéis; y ¿quién podría apaciguar su cólera, sino
vos sola, reina franca, Isolda cortés, en quien su corazón descansa?
—En verdad, caballero Tristán, ¿ignoráis todavía, que sospecha de los
dos? ¡Y de qué traición! ¿Y para mayor vergüenza he de ser yo quien os lo haga
saber? Mi señor cree que yo os amo con amor culpable. Dios lo sabe, sin
embargo, y si miento ¡que envilezca mi cuerpo!: jamás he dado mi amor a ningún,
hombre; sólo al primero que me ha estrechado, virgen, entre sus brazos. ¿Y vos
queréis, Tristán, que yo implore al rey vuestro perdón? ¡Si llegara a saber que
he venido bajo este pino, mañana haría aventar mis cenizas!
Tristán gime:
—Buen tío, en verdad decimos: «Nadie es villano si no comete villanías»
Pero ¿en qué corazón ha podido nacer tal sospecha?
—Caballero Tristán, ¿qué queréis decir? No, el rey, mi señor, no habría
imaginado nunca tal vileza. Pero los traidores de esta tierra le han hecho dar
crédito a esta mentira, pues es fácil engañar a los corazones leales. Se aman,
le han dicho, y los felones lo han presentado como un crimen. Sí, vos me amáis,
Tristán; ¿por qué negarlo? ¿No soy la esposa de vuestro tío y no os he salvado
dos veces de la muerte? Sí, yo os amaba en justa correspondencia: ¿no sois
acaso del linaje del rey y no he oído muchas veces decir a mi madre que una
mujer no ama a su señor si no ama también a sus parientes? ¡Es por el amor del
rey que yo os amaba, Tristán! Y ahora, si os concede su gracia, estaré
contenta. Pero estoy temblando, tengo mucho miedo. He estado aquí demasiado
tiempo.
Desde el ramaje el rey se apiadó y sonrió dulcemente. Isolda huye,
Tristán vuelve a llamarla:
—Reina, en nombre del Salvador, ¡venid en mi auxilio, por caridad! Los
cobardes quieren apartar del rey a todos los que le aman; lo han conseguido y
ahora se burlan de él. Sea: partiré, pues, fuera de este país, muy lejos,
miserable, como vine antaño; pero, por lo menos, obtened del rey que en pago de
mis pasados servicios y para que pueda, sin afrenta, cabalgar lejos de aquí, me
dé dinero suficiente para pagar mis gastos, para recobrar mi caballo y mis
armas.
—No, Tristán, vos no hubieseis debido dirigirme este ruego. Sola estoy en
esta tierra, sola en este palacio donde nadie me ama, sin ningún apoyo y a
merced del rey. ¿No veis que me expongo a una muerte vergonzosa si le digo una
sola palabra por vos? ¡Amigo, que Dios os proteja! El rey os odia contra toda
razón. Pero dondequiera que vayáis, Dios Nuestro Señor será vuestro verdadero
amigo.
Ella marcha y huye hasta su cuarto donde Brangania la toma, temblorosa, entre sus brazos. La reina explica la aventura. Brangania exclama:
—¡Isolda, señora mía, Dios ha hecho por vos un gran milagro! Es Padre
compasivo y no quiere el mal de los que Él sabe inocentes.
Bajo el gran pino, Tristán, apoyado en la gradería de mármol se
lamentaba:
—¡Que Dios se apiade de mí y repare la gran injusticia que sufro por mi
amado señor!
Y cuando hubo saltado la empalizada del jardín, el rey dijo sonriendo:
—Buen sobrino, bendita sea esta hora. Mira: la larga cabalgada que
imaginaste esta mañana ha terminado ya.
Allá abajo, en un claro del bosque, el enano Frocino interrogaba el curso de las estrellas. Leyó en ellas que el rey le amenazaba de
muerte; volvióse negro de vergüenza y de miedo, hinchóse de rabia y se apresuró a huir hacia el país de
Gales.
VII. EL ENANO FROCINO
El rey Marés ha hecho las paces con Tristán. Le ha dado permiso para
volver al castillo y, como antes, Tristán se acuesta en la cámara del rey entre
los validos y los fieles. Puede entrar y salir a su
gusto; el rey no recela ya de él. Pero, ¿quién puede mantener por mucho tiempo
secretos sus amores? ¡Ay! El amor no puede permanecer oculto.
Marés había perdonado a los felones, y como el senescal Dinas de Lidán encontrara un día, en el bosque al jorobado enano,
errante y miserable, le llevó otra vez al rey, quien se apiadó de él y le
perdonó su mala acción.
Pero su bondad no hizo más que excitar el odio de los barones que
habiendo sorprendido nuevamente a Tristán y a la reina, se coligaron con este
juramento: o el rey arrojaba a su sobrino fuera del país, o se retiraban a sus
fortalezas para hacerle la guerra. Convocaron al rey a parlamento:
—Señor, ámanos o aborrécenos, a tu elección; pero queremos que expulses a
Tristán, porque ama a la reina, y todo el mundo lo ve; pero nosotros no lo
soportaremos más.
El rey les oye, suspira, inclina la frente y calla.
—No, rey, no lo soportaremos más, porque sabemos que esta nueva, extraña
un tiempo, para ti, no puede ya sorprenderte, y que tú consientes su crimen.
Por otra parte, si no alejas a tu sobrino para siempre de tu lado, nos
retiraremos a nuestros dominios y arrastraremos también a nuestros vecinos
fuera de tu corte, pues no podemos soportar que permanezcan en ella. Tal es la
elección que te ofrecemos: escoge, pues.
—Señores; una sola vez be creído en las feas palabras que decíais de
Tristán, y he tenido que arrepentirme. Pero vosotros sois mis leales y no
quiero perder el servicio de mis hombres. Aconsejadme, pues. A vosotros lo
demando, ya que me debéis consejo. Pero sabed que rechazo todo orgullo y todo
descomedimiento.
—Señor, mandad venir aquí al enano Frocino.
Desconfiáis de él por la aventura del jardín. Sin embargo, ¿no había leído en
las estrellas que la reina acudiría aquella noche bajo el pino? Sabe muchas
cosas; escuchad su consejo.
Corrió hacía ellos el jorobado maldito, y Denoalén le abrazó. Escuchad qué traición aconsejó al rey:
—Señor, ordena a tu sobrino que mañana, al rayar el alba, al galope,
cabalgue hacia Carduel para llevar al rey Arturo un
mensaje sobre pergamino, bien sellado con cera. Rey, Tristán se acuesta cerca
de tu cama. Sal de tu cuarto a la hora del primer sueño y yo te juro por Dios y
por la ley de Roma que si ama a Isolda con loco amor, querrá venir a hablarle
antes de su partida; pero si viene sin que yo lo sepa y sin que tú lo veas,
entonces mátame. Por lo demás, déjame guiar la aventura a mi antojo y guárdate
solamente de hablar a Tristán de este mensaje antes de la hora de acostarse.
—¡Bien —respondió Marés—, sea hecho así!
Entonces el enano urdió una cruel felonía. Entró en casa de un panadero y
compró cuatro dineros de flor de harina que ocultó en el faldón de su traje,
¡Ah! ¿Quién se hubiera enterado jamás de tamaña traición? Llegada la noche,
cuando el rey hubo cenado y sus hombres dormían en la vasta sala contigua a su
cámara, Tristán se encaminó, como tenía por costumbre, al lecho del rey Marés.
—Buen sobrino, haced mi voluntad: cabalgaréis hacia el rey Arturo hasta Carduel y le haréis desplegar este mensaje. Saludadle en mi
nombre y no permanezcáis más que un día con él.
—Rey, se lo llevaré mañana.
—Sí, mañana, antes de rayar el alba.
He aquí a Tristán intensamente emocionado. De su cama a la de Marés había
seguramente la longitud de una lanza. Sintió un deseo furioso de hablar a la
reina, y se prometió en su corazón que, hacia el amanecer, si Marés dormía, se
acercaría a ella. ¡Ah! ¡Señor! ¡Qué loco intento!
El enano se acostaba, como tenía por costumbre, en la cámara del rey.
Cuando creyó que todos dormían se levantó y esparció entre la cama de Tristán y
la de la Reina la flor de harina: si uno de los dos amantes iba al encuentro
del otro, la harina conservaría la huella de sus pasos. Pero cuando la
esparcía, Tristán, que permanecía despierto, le vio.
«¿Qué quiere decir esto? El enano no acostumbra a obrar con buen fin:
pero quedará engañado; ¡loco sería quien le dejara coger la huella de sus
pasos!
A medianoche, el rey se levantó y salió seguido del enano jorobado. La
cámara estaba oscura, ni lámpara, ni cirio encendido. Tristán se puso en pie
sobre su cama. ¡Señor! ¿Por qué tuvo esta idea? Junta los pies, calcula la
distancia, da un salto y cae sobre el lecho del rey. ¡Ay! La víspera, en el
bosque, el hocico de un enorme jabalí le había llagado la pierna y, para
desgracia suya, la herida no estaba vendada. Con el esfuerzo el salto se abre,
sangra; pero Tristán no ve la sangre que corre y enrojece el lienzo. Fuera, al
claro de luna, el enano, por su arte de sortilegio, supo que los amantes
estaban reunidos. Tembló de alegría y dijo al rey:
—¡Ve, y ahora, si no los sorprendes juntos, que me lleven preso!
Van, pues, hacia la cámara, el rey, el enano y los cuatro felones. Pero
Tristán les ha oído; vuelve a levantarse, se tira, alcanza su lecho... ¡Ay! Al
pasar, la sangre ha brotado de la herida y ha caído sobre la harina.
He aquí al rey, a los barones y al enano, que lleva una luz. Tristán e
Isolda fingen dormir; habían quedado solos en la cámara con Perinís,
que estaba acostado a los pies de Tristán y no se movía. Pero el rey vio sobre
la cama el lienzo coloreado, y en el suelo la flor de harina, mojada de sangre
fresca.
Entonces los cuatro barones, que odian a Tristán por su valentía, le
sostienen sobre la cama y amenazan a la reina; y la escarnecen, se befan de
ella y le prometen hacer justicia. Habían descubierto la herida que sangraba.
—Tristán —dice el rey—, ningún mentís valdrá en lo sucesivo; moriréis
mañana.
Él exclama:
—¡Concededme gracia, señor! ¡En el nombre del Dios que sufrió la Pasión,
pido piedad para nosotros!
—¡Señor, véngate! —responden los felones.
—Buen tío, no es por mí por quien imploro; ¿qué me importa morir?
Ciertamente, si no fuera el temor de irritaros vendería cara esta afrenta a los
cobardes que sin vuestra salvaguardia no habrían osado tocar mi cuerpo con sus
manos; pero por respeto y por amor a vos, me inclino a vuestra merced; obrad
conmigo a vuestro antojo. Aquí me tenéis a mí, señor pero tened piedad de la
reina.
Y Tristán se inclina y se humilla a sus pies:
—Piedad para la reina, porque si hay un hombre en su casa bastante osado
para sostener que la he amado con amor culpable, me encontrará en pie y en
campo cerrado. ¡Señor, gracia para ella, en nombre de Dios Nuestro Señor!
Pero los tres barones los han atado con cuerdas, ¡Ay! Si hubiera sabido
que no le sería dado probar su inocencia en singular combate, hubieran tenido
que descuartizarle vivo antes que soportar el ser vilmente atado.
Pero confiaba en Dios y sabía que en la liza nadie osaría blandir un arma
contra él.
Y sin duda alguna confiaba en Dios con justicia. Cuando juraba que no
había amado jamás a la reina con amor culpable, los felones reían de la
insolente impostura. Pero apelo a vosotros, señores, los que sabéis la verdad
del filtro bebido en el mar y comprendéis cuanto acontece. ¿Decía mentira? No
es el hecho lo que prueba el crimen, sino el juicio. Los hombres ven el hecho,
pero Dios ve los corazones y sólo Él es juez verdadero. Él ha establecido,
pues, que todo hombre acusado podría sostener su derecho en batalla, y Él mismo
combate con el inocente. Por esto Tristán reclamaba justicia y batalla y se
guardó de faltar en nada al rey Marés. Pero si hubiera podido prever lo que
sucedió, habría matado a los felones. ¡Ah! ¡Señor! ¿Por qué no los mató?
VIII. EL SALTO DE LA CAPILLA
Por la ciudad, en la noche oscura, la noticia corre: Tristán y la reina
han sido sorprendidos: el rey quiere matarlos. Ricos burgueses y gente humilde,
lloran todos.
—¡Ay! ¡Bien podemos llorar! Tristán, barón intrépido, ¿moriréis, pues,
por tan fea traición? Y vos, reina franca, reina querida, ¿en qué tierra nacerá
jamás hija de rey tan bella, tan amada? Aquí tienes, enano jorobado, la obra de
tus adivinanzas. ¡Que no vea jamás la faz de Dios quien habiéndote encontrado
no hunda su venablo en tu cuerpo! Tristán, buen, amigo, querido, cuando Morolt, venido para arrebatar a nuestros hijos, tomó tierra
en esta ribera, ninguno de nuestros barones osó armarse contra él y todos
callaban como si estuvieran mudos. Pero vos, Tristán, vos habéis librado
combate por todos nosotros, hombres de Cornualles, habéis estado a punto de
morir por nosotros. Hoy, recordando estas cosas, ¿podemos consentir vuestra
muerte?
Los lamentos, los gritos, suben por la ciudad, y corren todos al palacio.
Pero es tal la cólera del rey que no hay barón lo bastante fuerte y arrogante
que ose arriesgar una sola palabra para disuadirle.
El día se acerca, la noche se va. Antes de salir el sol, Marés cabalga
fuera de la villa, al lugar donde acostumbra a celebrar sus audiencias y sus
juicios. Manda abrir un foso en tierra y amontonar en él sarmientos nudosos y
cortantes y espinos blancos y negros arrancados hasta la raíz.
A la hora prima, hace proclamar un bando para convocar inmediatamente a
los barones de Cornualles. Se reúnen con gran tumulto; no hay nadie que no
llore, excepto el enano de Tintagel. Entonces el rey les habló así:
—Señores, he hecho levantar esta hoguera de espinos para Tristán y para
la reina, puesto que han delinquido.
Pero todos exclamaron:
—¡Juicio, rey! ¡El juicio primero, la acusación y la defensa! Matarles
sin juicio es vergüenza y crimen. Rey, tregua y merced para ellos.
Marés respondió en su cólera;
—¡No! ¡Ni merced, ni tregua, ni defensa, ni juicio! ¡Por Nuestro Señor,
que creó el mundo, si nadie osa aún requerirme tal cosa, arderá él primero en
esta hoguera!
Y ordena que enciendan, el fuego y que vayan al castillo en busca de
Tristán.
Los espinos llamean, todos callan, el rey espera.
Los criados han corrido hasta la cámara donde los amantes se hallan
estrechamente vigilados. Arrastran a Tristán por las manos atadas con cuerdas.
¡Por Dios! ¡Qué villanía trabarlo así! Llora bajo la afrenta; pero, ¿de qué le
sirven las lágrimas si le llevan vergonzosamente? La reina grita, casi loca de
angustia:
—¡Morir, amigo, para que vos os salvarais, sería para mí un gran placer!
Los guardias y Tristán bajan de la ciudad hacia la hoguera. Pero tras
ellos se precipita un caballero, les alcanza y salta del corcel que corre
todavía. Es Dinás, el buen senescal. Al conocer la
aventura, vino de su castillo de Lidán; y la espuma,
el sudor y la sangre corrían por las ancas de su caballo.
—Hijo, me apresuro hacia la audiencia del rey. Dios me concederá tal vez
que pueda ayudaros a los dos. Ya me permite al menos servirte en esta leve
cortesía. Amigos —dijo a los criados—, quiero que le conduzcáis sin ataduras —y Dinás cortó las cuerdas vergonzosas—: Si intenta
escapar, ¿acaso no tenéis vuestras espadas?
Besa a Tristán en los labios, monta de nuevo en la silla y su caballo le
lleva hasta el rey.
Escuchad cuan piadoso es Dios Nuestro Señor. Él, que no quiere la muerte
del pecador, recibió con agrado las lágrimas y el clamor de las pobres gentes
que le suplicaban por los amantes torturados. Cerca del camino por donde
Tristán pasaba, en la cumbre de un peñasco y vuelta hacia el aquilón, una
capilla se erguía sobre el mar.
El muro del presbiterio estaba situado rasando un acantilado alto,
pedregoso y de agudos escarpados. En el ábside, sobre el precipicio, había una
vidriera, obra hábil de un santo, Tristán dijo a los que le conducían:
—Señores, ved esta capilla; permitid que entre. Mi muerte está próxima:
rogaré a Dios que tenga piedad de mí, ya que le he ofendido tanto. Señores, la
capilla no tiene otra salida que ésta; cada uno de vosotros tiene su espada;
sabéis bien que no puedo pasar más que por esta puerta y cuando habré rogado a
Dios no tendré más remedio que entregarme de nuevo en vuestras manos.
—Bien, podemos permitírselo —dijo uno de los guardias.
Le dejaron entrar. Corre entonces él por la capilla, atraviesa el coro,
llega hasta la vidriera del ábside, alcanza la ventana, la abre y se lanza...
¡Antes que la muerte en la hoguera y ante tal asamblea, la trágica caída!
Pero sabed, señores, que Dios le concedió una hermosa gracia. El viento
se cuela por tus vestiduras, le levanta y le deposita sobre una ancha piedra al
pie, del peñasco. Las gentes de Cornualles llaman todavía, a esta piedra el
«Salto de Tristán»
Ante la iglesia, los otros le están esperando. Pero en vano. Es Dios
quien lo tiene ahora bajo su protección. Huye. La arena movediza se hunde bajo
sus pies. Cae, mira hacia atrás, ve a lo lejos la hoguera: la llama zumba, la
humareda se eleva. Huye.
La espada al cinto, a rienda suelta, Gorvalán escapa de la ciudad; el rey
le habría hecho quedar en lugar de su señor. Alcanzó a Tristán por la landa y
éste exclamó:
—Maestro, Dios me ha concedido su favor. ¡Ay, miserable de mí! ¿Para qué?
Si no tengo a Isolda nada me importa. ¡Ojalá me hubiera destrozado al caer! He
escapado yo. Pero te matarán a ti, Isolda, a ti. Si la queman por mí, también
moriré yo por ella.
Gorvalán le dijo:
—Buen, señor, sosegaos, frenad vuestra cólera. Ved este matorral espeso
cercado por un ancho foso; encendámonos en él. Pasa mucha gente por este
camino; nos informarán y, si queman a Isolda, juro por Dios, Hijo de María, no
dormir jamás bajo techo hasta haberla vengado.
—Querido maestro, no tengo mi espada.
—Hela aquí, ya te la traigo,
—Bien, maestro; ya no temo a nada fuera de Dios.
—Hijo, tengo todavía bajo mi gonela una cosa que te alegrará. Esta cota
sólida y ligera, que podrá servirte.
—Dádmela, buen maestro. Por el Dios en quien creo, voy ahora a rescatar a
mi amiga.
—No, no te precipites —dice Gorvalán—; Dios te reserva sin duda más
segura venganza. Piensa que está fuera de tu alcance acercarte a la hoguera;
los burgueses la rodean y temen al rey; el que más quería tu liberación será el
primero en herirte. Hijo, en verdad decimos: locura no es valentía. Espera...
Cuando Tristán se había arrojado por el acantilado, un pobre plebeyo le
había visto levantarse de nuevo y huir. Había corrido hacia Tintagel y se había
deslizado hasta la cámara de Isolda.
—Reina, no lloréis más. Vuestro amigo ha escapado.
—¡Alabado sea Dios! —dijo ella—. Ahora que me aten o me desaten, que me
perdonen o me condenen: me tiene sin cuidado.
Los felones habían apretado tan cruelmente las cuerdas a sus muñecas que
de éstas chorreaba sangre. Pero sonreía, y dijo:
—Si yo llorara por este sufrimiento, cuando Dios en su bondad acaba de
arrancar a mi amigo de estos villanos, sin duda alguna valdría bien poco.
Cuando llegó al rey la noticia de que Tristán se había escapado por la
vidriera, palideció de cólera y ordenó a sus hombres que le trajeran a Isolda.
La arrastran, y fuera de la sala, en el umbral, aparece ella; tiende sus
manos delicadas por donde brota la sangre y un clamor se eleva por la calle:
—¡Oh, Dios, piedad para ella! Reina franca, reina querida, ¡qué duelo han
arrojado sobre esta tierra los que os han entregado! ¡La maldición caiga sobre
ellos!
La reina es arrastrada hasta la llameante hoguera de espinos. Entonces Dinás, señor de Lidán, se deja
caer a los pies del rey:
—Señor, escúchame, te he servido largo tiempo, sin villanía, con lealtad,
sin sacar ningún provecho. No hay un hombre, ni un huérfano, ni una vieja, que
dieran un céntimo por la senescalía que he regentado toda mi vida. En
recompensa, concédeme piedad para la reina. Tú quieres quemarla sin juicio;
esto es delinquir, pues ella no confiesa el crimen del cual la acusáis.
Reflexiónalo, por otra parte. Si quemas su cuerpo, no habrá ya seguridad en tu
tierra: Tristán ha escapado, conoce bien las llanuras, los bosques, los vados,
los pasos, y es audaz. Cierto; tú eres su tío y no te atacará; pero matará a
todos los barones, vasallos tuyos, que pueda sorprender.
Y los cuatro felones palidecieron al oírle; ven a Tristán emboscado que
les acecha.
—¡Oh, rey! —dice el senescal—; si es verdad que te he servido bien toda
mi vida, entrégame a Isolda; respondo de ella como su guardián y fiador.
Pero el rey tomó a Dinás por la mano y juró por
el nombre de los santos que haría inmediata justicia.
Entonces Dinás se incorporó:
—¡Oh, rey!, me vuelvo a Lidán y abandono
vuestro servicio.
Isolda le sonrió tristemente. Monta en su corcel y se aleja, pesaroso y sombrío, con la frente baja.
Isolda permanece en pie ante las llamas. La muchedumbre, a su alrededor,
grita, maldice al rey, maldice a los traidores. Las lágrimas corren por el
rostro de Isolda. Viste un estrecho brial gris, por donde corre un hilillo de
oro fino; otro hilo de oro se entrelaza por sus cabellos, que le caen hasta los
pies. ¡Aquel que pudiera verla tan hermosa sin apiadarse de ella, tendría
corazón de traidor! ¡Cuan fuertemente atados están sus brazos!
Luego, cien leprosos, deformados, con la carne roída y blancuzca,
apoyados en sus muletas, haciendo sonar sus tablillas, se apretujaban ante la
hoguera y, bajo los párpados hinchados, sus ojos sangrientos gozaban del
espectáculo.
Iván, el más horroroso de los enfermos, gritó al rey con voz aguda:
—Señor, tú quieres arrojar a tu mujer en este brasero; es buena justicia,
pero demasiado breve. Este gran fuego la habrá quemado enseguida, este fuerte
viento dispersará rápidamente sus cenizas. Y, así que esta llama se extinga,
acabará su pena, ¿Quieres que te enseñe otro castigo, para que viviendo siempre
con gran deshonor anhele siempre la muerte? Di, rey, ¿lo quieres?
El rey respondió:
—Sí, la vida para ella; pero vida con deshonor, vida peor que la
muerte... Estimare a quien me enseñe semejante suplicio.
—Señor, te diré brevemente mi pensar. ¿Ves?, allá tengo cien compañeros.
Entréganos a Isolda y que sea de todos nosotros. El mal espolea nuestros
deseos. Dala a tus leprosos; jamás dama alguna habrá tenido más horrendo fin.
Mira: los harapos cuelgan de nuestras llagas supurantes. Ella, que a tu lado se
gozaba con las ricas telas forradas de piel, en las joyas, en las salas
adornadas de mármoles; ella, que disfrutaba de los buenos vinos, del honor, de
la alegría, cuando vea la corte de tus leprosos, cuando tenga que entrar en
nuestros cuchitriles infectos y acostarse con nosotros, entonces Isolda la
Bella, la Rubia, reconocerá su pecado y echará de menos esta hermosa hoguera de
espinos.
El rey le oye, se levanta y permanece largo rato inmóvil. Al fin corre hacia la reina y la coge de la
mano. Ella exclama:
—Señor, piedad, antes quemadme, ¡quemadme!
El rey la suelta. Iván la coge y los cien enfermos se apretujan a su
alrededor. Al oírles gritar y rugir, todos los corazones se deshacen de piedad;
pero Iván está contento. Iván se lleva a Isolda. Fuera de la ciudad desciende
la repugnante comitiva.
Han tomado el camino donde Tristán está emboscado. Gorvalán lanza un
grito:
—Hijo, ¿qué vas a hacer? ¡He aquí a tu amiga!
Tristán empuja su caballo fuera de la maleza y grita:
—Iván, ya le has hecho bastante compañía; suéltala ahora si quieres
vivir.
Pero Iván desabrocha su túnica.
—¡Animo, compañeros! ¡A vuestros bastones! ¡A vuestras muletas! Ha
llegado el momento de mostrar valor.
Y entonces fue cosa de ver a los leprosos arrojar sus capas, plantarse
sobre sus pies enfermos, resoplar, gritar, blandir sus muletas: uno amenaza y
otro gruñe. Pero repugna a Tristán herirlos; los cronistas pretenden que
Tristán mató a Iván; villano fuera; no, era demasiado valeroso para matar a
semejante ralea. Pero Gorvalán arrancó una fuerte rama de encina, la descargó
sobre el cráneo de Iván, la negra sangre brotó y corrió hasta sus pies
deformes.
Tristán vuelve a apoderarse de la reina. Y desde entonces ella no siente
ya ningún daño. Cortó las cuerdas de sus brazos y, abandonando la llanura, se internaron
por la selva del Morois. Allí, en los grandes
bosques, Tristán se siente tan seguro como tras la muralla de un poderoso
castillo.
Al declinar el día se detienen al pie de un monte; el pavor ha agotado a
la reina; reclina su cabeza sobre el cuerpo de Tristán y se duerma.
A la mañana siguiente, Gorvalán robó a un guardabosque su arco y dos
flechas bien emplumadas y arpadas y las dio a Tristán, que, como buen arquero,
sorprendió a un corzo y lo mató.
Gorvalán amontonó ramas secas, frotó el eslabón, hizo saltar la chispa y
encendió una gran hoguera para asar la caza; Tristán cortó ramajes, construyó
una choza y la recubrió de follaje; Isolda la tapizó con espesas hierbas.
Y entonces, en el fondo de la selva bravía, empezó para los fugitivos una
vida dura y, sin embargo, bella.
IX. LA SELVA DE MOROIS
En el fondo del bosque salvaje los dos enamorados, afanosos como las
bestias acosadas, van errantes y rara vez osan volver por la noche al albergue
de la víspera. No comen más que la carne de las fieras y echan de menos el
sabor de la sal. Sus semblantes adelgazados empalidecen; sus vestidos caen en
harapos, desgarrados por las zarzas. Se aman, no sufren.
Un día, recorriendo estos grandes bosques que jamás habían sido talados,
llegaron por azar a la ermita del hermano Ogrín.
Tomando el sol, bajo un bosquecillo de arces, el anciano, apoyado en su
muleta, caminaba a pasos menudos:
—Caballero Tristán —exclamó—, ved qué gran juramento han pronunciado los
hombres de Cornualles. El rey ha hecho proclamar un bando por todas las
parroquias. Quien se apodere de vos recibirá cien marcos de oro como salario, y
todos los barones han jurado entregaros vivo o muerto. Arrepentíos, Tristán;
Dios perdona al pecador arrepentido.
—¿Arrepentirme, micer Ogrín? ¿De qué crimen?
Vos que nos jugáis, ¿sabéis qué bebida hemos tomado en el mar? Sí, el buen
licor nos embriaga, y preferiría mendigar toda mi vida por los caminos y vivir
de hierbas y raíces con Isolda a ser soberano de un hermoso reino sin ella.
—Caballero Tristán, Dios os ayude, porque, habéis perdido este mundo y el
otro. Al que traiciona a su señor se lo debe hacer descuartizar por dos
caballos y quemar en una hoguera. Y allá donde cae su ceniza no crece más la
hierba, y el cultivo es inútil. Perecen los árboles y el césped. Tristán,
devolved la reina a quien ella ha tomado por esposo según la ley de Roma.
—Ya no le pertenece: la ha dado a sus leprosos; es a los leprosos de
quienes la he conquistado. Desde aquel momento fue mía: yo no me puedo separar
de ella, ni ella de mí.
Ogrín se había sentado. A sus
pies Isolda lloraba con la cabeza sobre las rodillas del hombre que sufría por
Dios. El ermitaño le repetía las santas palabras de las Escrituras; pero hecha
un mar de lágrimas sacudía la cabeza y no quería creerlas.
—¡Ay! —dice Ogrín— ¿qué aliento puede darse a
los muertos? Arrepiéntete, Tristán, porque el que vive en el pecado sin
arrepentirse es un muerto.
—No, yo vivo y no me arrepiento. Volvamos a la selva que nos protege y
nos guarda. ¡Ven, Isolda amiga!
Isolda se incorporó; se cogieron de las manos. Fuéronse por entre las altas hierbas y los brezales; los árboles cerraron sobre ellos
sus ramajes; desaparecieron tras la fronda.
Escuchad, señores, una bella aventura, Tristán había criado un perro,
hermoso, vivo, ligero: ni conde ni rey lo ha tenido jamás igual. Le llamaban «Husdán». Le tuvieron que encerrar en el torreón, sujeto por
el cuello a un tajo; desde el día en que había dejado de ver a su dueño
rehusaba toda pitanza, escarbando la tierra con la pata; lloraba y ladraba
tristemente. Muchos tuvieron compasión de él.
Todos dijeron:
—¡Ah! Nunca hubo bestia capaz de semejante afecto. Salomón tenía razón al
decir que su verdadero amigo era su galgo. «Husdán»
da prueba de ello cuando se niega a comer como consecuencia del arresto de su
amo. Señor, destáquelo.
Y el rey Mares, evocando los días pasados, meditaba en su corazón:
—Este perro llora con razón a su señor. ¿Acaso hay alguien en Cornualles
que valga lo que Tristán?
Tres barones fueron al encuentro del rey. Dicen:
—Señor, mandad desatar a «Husdán»; sabremos si
la pena que siente es por añoranza de su dueño; de abierta, la lengua fuera a
perseguir a personas y bestias lo contrario, lo veréis, apenas desatado, con la
boca para morderlas.
—¡«Husdán»! —decían—, ninguna bestia ha sabido.
Lo desatan. Salta por la puerta y corre al cuarto donde antes encontraba
a Tristán. Gruñe, gime, busca, descubre al fin la huella de su señor. Recorre
paso a paso el camino que Tristán ha seguido hacia la hoguera. Todos le siguen.
Lanza un sonoro ladrido y trepa hacia el acantilado. Helo en la capilla y
saltando por el altar: de súbito se arroja por la vidriera, cae al pie del
peñasco, vuelve a la pista sobre el arenal, se detiene un instante en el bosque
florido donde Tristán se había ocultado. Vuelve luego a partir hacia la selva.
Todos los que le ven se enternecen.
—Buen rey —dijeron entonces los caballeros—, cesemos de seguirle, nos
podría conducir a un lugar de difícil retorno.
Le dejaron y emprendieron el regreso. Dentro del bosque, el perro se pone
a ladrar y a sus ladridos retiembla la selva. A lo lejos, Tristán, la reina y
Gorvalán le están oyendo.
—¡Es «Husdán»!
Se asustan; sin duda el rey les persigue; ¡les hace acosar como a fieras
por los sabuesos! Se hunden entre la maleza. En el lindero, Tristán se yergue,
tenso el arco. Pero cuando «Husdán» ha visto y
reconocido a su señor, salta hasta él, menea cabeza y cola, dobla el espinazo,
da vueltas a su alrededor. ¿Quién ha visto jamás alegría semejante? Después
corre hacia Isolda la Rubia, hacia Gorvalán, hace también halagos al caballo.
Tristán siente gran ternura.
—¡Ay! ¿Por qué desgracia nos ha encontrado? ¿Qué puede hacer con este
perro, que no sabe estar quieto, un hombre acosado? Por las llanuras y por los
bosques, por toda su tierra, el rey nos persigue: «Husdán»
nos descubrirá con sus ladridos. ¡Ah! Es por amor y por nobleza natural que ha
venido a buscar la muerte. Hay que vigilar, sin embargo. ¿Qué hacer?
Aconsejadme.
Isolda acarició a «Husdán» con la mano y dijo:
—Señor, perdonadle. He oído hablar de un guardabosque galés que había
acostumbrado a su perro a seguir, sin, ladrar, el rastro de sangre de los
ciervos heridos. Amigo Tristán, ¡qué alegría si lográramos a fuerza de trabajo
amaestrar así a «Husdán»!
Meditó un instante, mientras el perro lamía las manos de Isolda. Tristán
sintió piedad y dijo:
—Quiero probarlo; es demasiado duro para mí tener que matarle.
Tristán se entrega enseguida a la caza, localiza un, gamo, le hiere con
una flecha. El perro quiere arrojarse sobre la pista del gamo, y ladra con tal
fuerza que el bosque retumba. Tristán le hace callar pegándole; «Husdán» levanta la cabeza hacia su dueño, asombrado. No osa
ya ladrar, abandona el rastro, Tristán le coloca debajo de sí, luego golpea en
su bota con su varilla de castaño, como hacen los monteros para excitar a los
perros; a esta señal «Husdán» quiere gritar aún, y
Tristán le corrige. Enseñándole así, transcurrido un mes apenas le tuvo
amaestrado para cazar a la muda; cuando su flecha había herido un corzo o un
gamo, «Husdán», sin levantar la voz jamás, seguía el
rastro sobre la nieve, el hielo o la hierba; si alcanzaba al animal por el
bosque, sabía marcar el sitio con ramajes; si lo cogía por la landa, amontonaba
hierba sobre el cuerpo derribado y volvía, sin un ladrido, a buscar a su dueño.
El verano se va, el invierno se acerca. Los amantes viven agazapados en
el hueco de un peñasco; y sobre el suelo endurecido por el frío, los témpanos
cubren su lecho de hojas muertas. Por el poder de su amor, ni uno ni otro
sienten las inclemencias de aquel duro vivir.
Pero cuando volvió el buen tiempo, levantaron bajo los grandes árboles su
choza de ramas reverdecidas. Tristán, conocía desde su infancia el arte de
remedar el canto de los pájaros del bosque; a voluntad imitaba la oropéndola,
el abejaruco, el ruiseñor y a toda la población alada; y a veces, sobre las
ramas de la choza, acudiendo a su llamada, numerosos pájaros, tensa la
garganta, lanzaban sus gorjeos al sol.
Los amantes no huían ya por la selva, errantes sin cesar, pues ninguno de
los barones se arriesgaba a perseguirles, comprendiendo que Tristán lea hubiera
colgado de las ramas de los árboles. Cierto día, sin embargo, uno de los cuatro
traidores, Guenelón, que Dios maldiga, arrastrado por
el ardor de la caza, osó aventurarse por los alrededores del Morois. Aquella mañana, a la entrada del bosque, en la
oquedad de un torrente, Gorvalán había desensillado su caballo y le dejaba
pacer la hierba tierna; allá abajo, en la choza de follaje, sobre el tapiz
florido, Tristán tenía a la reina estrechamente abrazada. Y dormían los dos...
De súbito, Gorvalán oyó el tumulto de una jauría; a marcha veloz, los
perros perseguían a un ciervo que se arrojó al torrente. A lo lejos, por la
landa, apareció un jinete. Gorvalán le reconoció: era Guenelón,
el hombre a quien su señor odiaba entre todos los hombres. Solo, sin escudero,
las espuelas en los flancos sangrantes de su corcel y golpeándole sin cesar,
corría locamente. Emboscado tras un árbol, Gorvalán le acecha: viene
rápidamente: irá más despacio al regresar.
Pasa; Gorvalán salta de su escondite, coge el freno y, recordando en este
instante todo el mal que aquel hombre ha hecho, le derriba, le decapita y se
lleva la cabeza cortada.
Allá abajo, en la choza de follaje, sobre el tapiz florido, Tristán y la
reina duermen, estrechamente abrazados. Gorvalán llega sin ruido con la cabeza
del muerto en la mano. Cuando los monteros encontraron debajo del árbol el
tronco sin cabeza, creyeron que Tristán les perseguía y escaparon aterrorizados,
temiendo a la muerte. Desde entonces bien pocos fueron a cazar en aquel bosque.
Para regocijar, cuando despertara, el corazón de su señor, Gorvalán ató
por los cabellos la cabeza al techo de la choza; el ramaje espeso le servía de
guirnalda.
Tristán despierta y ve, medio oculta tras de las hojas, la cabeza que le
mira. Reconoce a Guenelón, se incorpora, asustado.
Pero su maestro, exclama:
—¡Tranquilízate, está muerto! Le he matado con esta espada. Hijo, era tu
enemigo.
Y Tristán se alegró. El odiado Guenelón estaba
muerto.
En lo sucesivo nadie osa penetrar en el bosque agreste; el terror guarda
su entrada y los amantes son dueños de él. Fue entonces cuando Tristán
construyó el arco infalible, el cual alcanzaba siempre el blanco, hombre o
animal, en el lugar apuntado.
Señores, era un día de verano, en tiempo de la siega, poco después de
Pentecostés, y los pájaros cantaban sobre el rocío, a la aurora cercana.
Tristán salió de la choza, ciñó su espada, dispuso el arco infalible y, solo,
se fue a cazar por el bosque. Antes de caer la tarde había de sufrir una gran
pena. No, jamás hubo amantes que se quisieran tanto y lo expiaran tan
duramente.
Cuando Tristán llegó de caza anonadado por el ardiente calor, tomó a la
reina entre sus brazos.
—Amigo, ¿dónde habéis estado?
—Persiguiendo a un ciervo que me ha rendido de fatiga. Mirad cómo corre
el sudor por todo mi cuerpo; querría acostarme y dormir.
Bajo la casita de verde enramada, tapizada de hierbas frescas, Isolda se
echó primero. Tristán se acostó a su lado y colocó la espada desnuda entre sus
cuerpos. Felizmente, no se habían quitado las ropas. La reina llevaba en el
dedo la sortija de oro y hermosas esmeraldas que Marés le había dado el día de
sus esponsales; sus dedos habían adelgazado tanto, que el anillo apenas podía
sostenerse en ellos. Dormían así, uno de los brazos de Tristán bajo el cuello
de su amiga, el otro abandonado sobre su hermoso cuerpo, estrechamente
abrazados pero sus labios no se tocaban. Ni un hálito de brisa, ni el temblor
de una hoja. A través del techo de follaje, un rayo de sol descendía sobre el
rostro de Isolda que brillaba como la nieve.
Un guardabosque encontró un lugar en el cual las hierbas habían sido
holladas; los amantes se habían acostado allí la víspera; pero no distinguió la
huella de sus cuerpos; siguió las pisadas y llego a su albergue. Vio que
dormían, les reconoció y se fue, temiendo el despertar terrible de Tristán.
Llegó a Tintagel, a dos leguas de allí, subió los peldaños de la sala y
encontró al rey que celebraba audiencia entre sus vasallos reunidos.
—Amigo, ¿qué vienes a buscar aquí dentro? Te veo casi sin aliento.
Pareces un mozo de sabuesos que haya corrido mucho tiempo tras los perros,
¿Quieres tú también pedirnos gracia contra alguna injusticia? ¿Quién te ha
expulsado de mi bosque?
El guardabosque le llamó aparte y, en voz muy baja, le dijo:
—He visto a la reina y a Tristán. Dormían. He cogido miedo.
—¿Dónde?
—En una choza del Morois. Duermen uno en brazos
del otro. Ven enseguida, si quieres venganza.
—Ve a esperarme a la entrada del bosque, al pie de la Cruz Encarnada. No
hables a nadie de lo que has visto; yo te daré todo el oro y la plata que
quieras.
El guardabosques va y se sienta bajo la Cruz Encarnada. ¡Maldito sea el
espía! Pero morirá vergonzosamente, como muy pronto os contará esta historia.
El rey hizo ensillar su caballo, ciñó su espada y sin acompañamiento
alguno salió da la ciudad. Solo, mientras cabalgaba, se acordó de la noche en
que había sorprendido a su sobrino: ¡qué ternura había mostrado entonces por Tristán
Isolda la Bella, la del claro semblante! Si los coge castigará estos pecados;
se vengará de los que le han afrentado...
En la Cruz Encarnada halló al guardabosque.
—Pasa adelante; guíame recto y
aprisa.
La sombra negra de los grandes árboles les envuelve. El rey sigue al
espía. Fía en su espada que en otro tiempo ha dado buenos golpes. ¡Ahí Si
Tristán despierta, uno de los dos, ¡Dios sabe cuál!, quedará muerto allí. Al
fin el guardabosque dice en voz baja:
—Rey, nos acercarnos.
Le sostuvo el estribo y ató las bridas del caballo a las ramas de un
manzano verde. Se acercaron todavía, más y de súbito, en un claro del bosque
bañado de sol, vieron la choza florida.
El rey desabrocha las ligaduras de oro fino de su manto, se lo quita y
aparece su hermoso, cuerpo. Desenvaina la espada y se repite, en su corazón,
que quiere morir si no los mata. El montañés le sigue: con un signo le hace
volver atrás.
Penetra solo en la choza, blandiendo la espada desnuda... ¡Ah! ¡Qué pena
si descarga este golpe! Pero vio que sus bocas no se tocaban y que una espada
desnuda separaba sus cuerpos.
—¡Dios mío! —dijo para sí—, ¿qué es lo que veo? ¿He de matarlos? Después
de tanto tiempo de vivir en este bosque, si se amaran con loco amor, ¿habrían
colocado esta espada entre ellos? ¿No saben todos que una hoja desnuda que
separa dos cuerpos es garantía y guardadora de castidad? Si se amaran con loco
amor, ¿descansarían con tanta pureza? No, no les mataré. Sería un gran pecado.
Y si despertara este durmiente y uno de nosotros pereciera, se hablaría de ello
mucho tiempo y para vergüenza nuestra. Pero procuraré que al despertar sepan
que les he encontrado dormidos, que no he querido su muerte y que Dios se ha
apiadado de ellos.
El sol, filtrándose a través de la choza, quemaba la blanca faz de
Isolda: el rey cogió sus guantes ornados de armiño.
«Fue ella —pensaba— quien antaño me los trajo de Irlanda...»
Los colocó en el follaje para tapar el agujero por donde se filtraba el
rayo de sol; luego extrajo suavemente la sortija de esmeraldas que había dado a
la reina; antes había tenido que forzarla un poco para introducirla en el dedo.
Ahora sus dedos estaban tan afilados, que el anillo se soltó sin esfuerzo: en
su lugar el rey puso el anillo que en otro tiempo Isolda le había regalado. Llevóse la espada que separaba a los amantes; la misma; la
reconoció, que se había mellado en el cráneo de Morolt;
colocó la suya en su lugar, salió de la casita, montó a caballo y dijo al
guardabosque:
—Huye, ahora, y salva tu cuerpo si puedes.
Isolda tuvo una visión durante su sueño; se hallaba bajo una rica tienda,
en medio de un gran bosque. Dos leones se arrojaban sobre ella y peleaban para
poseerla... Lanzó un grito y despertó; los guantes adornados de blanco armiño
cayeron sobre su seno. Al oír el grito, Tristán se puso en pie, quiso alcanzar
su espada y reconoció por el puño de oro la espada del rey. Y la reina vio en
su dedo el anillo de Marés.
—¡Señor, desdichados de nosotros! El rey nos ha sorprendido.
—Sí —dijo Tristán—, se ha llevado mi espada. Estaba solo, ha tenido
miedo, habrá ido a buscar refuerzos. Volverá y nos hará quemar delante de todo
el pueblo. ¡Huyamos!
Y a largas jornadas, acompañados de Gorvalán, huyeron hacia el país de
Gales, hasta los confines de la selva del Morois.
¡Cuántas torturas sufrirán a causa de su amor!
X. EL ERMITAÑO OGRÍN
Al cabo de tres días, habiendo seguido Tristán largo rato la pista de un
ciervo herido, le sorprendió la noche y bajo el bosque oscuro se puso a pensar:
«No, no es por miedo que el rey nos ha perdonado. Había cogido mi espada,
yo dormía, estaba a su merced, podía herirme: ¿para qué los refuerzos? Y si
quería cogerme vivo, ¿por qué, desarmado ya, me hubiera dado su propia espada?
¡Ah! Te he reconocido, padre. No por temor, sino por ternura y por piedad, has
querido perdonarnos. ¿Perdonarnos? ¿Quién podría, sin envilecerse, perdonar tal
iniquidad? No, no ha perdonado, pero ha comprendido. Ha conocido que en la
hoguera, en el salto de la capilla, en la emboscada contra los leprosos, Dios
nos había acogido bajo su salvaguardia. Entonces se ha acordado del niño que
antaño tocaba el arpa a sus pies, y de mi tierra de Leonís abandonada por él, y
del venablo de Morolt, y de la sangre derramada por
su honor. Ha recordado que no había yo reconocido mi culpa sino reclamado, en
vano, juicio, derecho y batalla. Y la nobleza de su corazón le ha inclinado a
comprender las cosas que no comprenden los hombres que le rodean; no creo que
sepa ni jamás pueda saber la verdad de nuestro amor; pero duda, espera, siente
que no he dicho mentira, desea que mediante juicio pruebe mi razón. ¡Ah! ¡Mi
buen tío! ¡Vencer en batalla con la ayuda de Dios, alcanzar vuestra paz y por
vos revestir otra vez la coraza y el yelmo! ¿Qué he pensado? Tomaría de nuevo a
Isolda: ¿se la entregaría yo? ¡Ojalá me hubiera degollado mientras dormía!
Antes, perseguido por él, podía odiarle y olvidarle; había abandonado a Isolda
a los enfermos. Ya no era suya; era mía. He aquí que con su compasión ha hecho
renacer mi ternura y ha reconquistado a la reina. ¿La reina? Ella era reina a
su lado y en este bosque vive como una sierva. ¿Qué he hecho de su juventud? En
lugar de su cámara tapizada de telas de seda, le doy este bosque salvaje; una
choza en lugar de sus bellas cortinas; y es por mi amor que ella sigue este
duro camino. A Dios Nuestro Señor, rey del mundo, pido gracia y le suplico que
me dé fuerzas para devolver Isolda al rey Marés. ¿No es su mujer, desposada
según la ley de Roma, ante todos los gentilhombres de su tierra?»
Tristán se apoya en su arco y se lamenta largamente bajo la noche.
En la espesura cercada de zarzas que les servía de albergue, Isolda la
Rubia esperaba la vuelta de Tristán. A la claridad de un rayo de luna vio
brillar el anillo de oro que Marés había deslizado en su dedo. Y pensó:
«El que por bella cortesía me ha dado este anillo de oro no es el hombre
irritado que me entregaba a los leprosos. No; es el señor compasivo que desde
mi llegada a esta tierra me dio acogida y protección. ¡Cuánto amaba a Tristán!
Pero he venido yo y ¿qué he hecho? ¿Tristán no debería vivir, por ventura, en
el palacio del rey rodeado por cien donceles que formarían su mesnada y podrían
ser armados caballeros? ¿No debería recorrer cortes y baronías en busca de
soldados y aventuras? ¡Pero por mi amor olvida toda caballería, desterrado de
la corte, acosado en este bosque, arrostrando una vida salvaje!»
Entonces, sobre las hojas y las ramas muertas, oyó los pasos de Tristán
que se acercaba. Fue a su encuentro, como de costumbre, para cogerle las armas. Quitóle de las manos el arco infalible y sus flechas
y desató las correas de la espada:
—Amiga —dijo Tristán—, es la espada del rey Marés. Debía degollarnos y
nos ha perdonado.
Isolda cogió la espada, besó la empuñadura de oro y Tristán vio que
lloraba.
—Amiga —dijo—, ¡si yo pudiera reconciliarme con el rey Marés! Si me
permitiera sostener en batalla que nunca, ni de hecho ni de palabra, os he
amado con amor culpable, todo caballero de su reino, desde Lidán hasta Durham, que osara contradecirme, me hallaría armado en campo cerrado.
Después, si el rey consentía en guardarme en su mesnada, le serviría con gran
honor como a señor y padre mío. Y si prefiriera alejarme y reteneros a vos, yo
pasaría a Frisia o a la Bretaña con Gorvalán por único compañero. Pero donde
quiera que fuere, reina, y siempre, yo sería vuestro. Isolda, yo no pensaría en
esta separación si no fuera por la dura miseria que sufrís por mí hace tanto
tiempo, hermosa, en esta tierra desierta.
—Tristán, acordaos del ermitaño Ogrín.
¡Volvamos hacia él y ojalá podamos implorar favor al poderoso rey celestial,
Tristán amigo!
Despertaron a Gorvalán; Isolda montó el caballo que Tristán conducía por
el freno y toda la noche, atravesando por última vez los bosques amados,
caminaron sin decir palabra.
A la mañana se tomaron un descanso; luego caminaron todavía, hasta que
alcanzaron la ermita. En el umbral de su capilla, Ogrín leía un libro. Les vio y de lejos les gritó enternecido:
—¡Amigos! ¡Cómo os empuja Amor de miseria en miseria! ¿Cuánto durará
vuestra locura? ¡Valor! ¡Arrepentios de una vez!
Tristán le dijo:
—Escuchad, micer Ogrín, ayudadnos para ofrecer
un acuerdo al rey. Yo le devolveré a la reina. Después marcharía lejos, a
Bretaña o a Frisia y otro día, si el rey quisiera soportarme a su lado,
volvería y le serviría de buena gana.
Inclinada a los pies del ermitaño, Isolda dijo a su vez, quejumbrosa:
—Yo no viviré más así. No digo que me arrepienta de haber amado y de amar
a Tristán, ahora y siempre; pero nuestros cuerpos, por lo menos, estarán en
adelante separados.
El ermitaño lloró y adoró a Dios:
—¡Dios, hermoso Rey todopoderoso! Os doy las gracias por haberme dejado
vivir suficiente tiempo para socorrer a estos desgraciados.
Les aconsejó sabiamente, después cogió tinta y pergamino y escribió un
mensaje, en el cual Tristán ofrecía un ajuste al rey. Cuando hubo escrito todas
las palabras que Tristán le dictó, sellólas éste con
su anillo.
—¿Quién llevará este mensaje? —preguntó el ermitaño.
—Lo llevaré yo mismo.
—No, caballero Tristán, no intentaréis tan azarosa caminata; iré yo por
vos; conozco bien a los habitantes del castillo.
—Dejad, buen micer Ogrín; la reina quedará en
vuestra ermita; al anochecer iré yo con mi escudero, que me guardará el
caballo.
Cuando la oscuridad descendió por la selva, Tristán se puso en camino con
Gorvalán. A las puertas de Tintagel, le dejó solo. Sobre los muros los vigías
tocaron sus trompas. Se deslizó por el foso y atravesó la villa con peligro de
su vida. Atravesó como otras veces las empalizadas agudas del jardín, volvió a
ver la gradería de mármol, la fuente y el gran pino y se aproximó a la ventana
tras la cual el rey dormía. Le llamó suavemente. Marés despertó.
—¿Quién eres tú que me llamas en la noche, a tales horas?
—Señor, soy Tristán, os traigo un mensaje; aquí os lo dejo en el alféizar
de esta ventana. Haced prender vuestra respuesta en un brazo de la Cruz
Encarnada.
—¡Por amor de Dios, buen sobrino, espérame!
Cruzó el umbral y, por tres veces, gritó en la noche:
—¡Tristán! ¡Tristán! ¡Tristán! ¡Hijo mío!
Pero Tristán había huido. Fue al encuentro de su escudero y de un salto
rápido montó en la silla.
—¡Loco! —dijo Gorvalán—, ¡date prisa! Huyamos por este camino.
Llegaron finalmente a la ermita donde encontraron, esperándoles, al
ermitaño que rogaba y a Isolda deshecha en llanto.
XI. EL VADO DE LAS AVENTURAS
Marés hizo despertar a su capellán y le alargó la, carta. El clérigo
rompió la cera y saludó primeramente al rey en nombre de Tristán; después,
habiendo descifrado hábilmente las palabras escritas, le refirió lo que Tristán
le hacía saber. Marés le escuchó sin decir palabra y regocijándose en su
corazón, porque aún amaba a la reina.
Convocó de nuevo a los más apreciados de sus barones, y cuando estuvieron
reunidos, guardaron silencio y el rey habló así:
—Señores, he recibido este mensaje. Reino sobre vosotros y sois mis
fieles. Escuchad lo que me dicen; después aconsejadme, os lo requiero. Es
vuestro deber.
El capellán se levantó, desató el mensaje con sus dos manos y de pie ante
el rey:
—Señores —dijo—, Tristán envía primero salud al rey y a toda su baronía.
«Rey (añade), cuando hube matado al dragón y hube conquistado a la hija del rey
de Irlanda, a mí me fue entregada y era dueño de retenerla; pero no quise
hacerlo; la he llevado a vuestras tierras y os la he entregado. No obstante,
apenas la hubisteis tomado por esposa, unos traidores os hicieron creer sus
mentiras. En vuestra cólera, buen tío, mi señor, habéis querido hacernos quemar
sin someternos a juicio. Pero Dios ha tenido compasión de nosotros. Le hemos
suplicado, ha salvado a la reina, haciendo justicia de este modo. También yo,
precipitándome desde un elevado peñasco, logré escapar por el poder de Dios.
¿Qué he hecho luego que sea digno de reprobación? La reina era entregada a los
leprosos. Yo acudí en su auxilio y la llevé conmigo, ¿Acaso podía abandonar en
este trance a la que debía morir inocente por mi causa? He huido con ella por
los bosques: ¿podría, pues, para devolvérosla, salir del bosque y bajar a la
llanura? ¿No habíais mandado que se nos cogiera vivos o muertos? Pero, hoy como
entonces, estoy dispuesto, buen señor, a dar mi prenda y a sostener en lid
contra quien quiera que nunca la reina ha sentido por mí, ni yo por la reina,
amor que pudiera ofenderos. Ordenad el combate, no rehúso ningún adversario, y
si no puedo probar mi derecho hacedme quemar delante de vuestros hombres. Pero
si triunfo y os place tomar de nuevo a Isolda, la del Claro Semblante, ninguno
de vuestros barones os servirá mejor que yo; si, por el contrario, no os importa
mi servicio, cruzaré el mar, iré a ofrecerme al rey de Gavoya o al rey de Frisia, y no oiréis hablar de mí en la vida. Señor, tomad consejo,
y si no consentís en ningún acuerdo, conduciré a Isolda a Irlanda, de donde la
he tomado, y ella será reina en su país»
Cuando los barones de Cornualles oyeron que Tristán les retaba, dijeron,
todos al rey:
—Señor, toma de nuevo a la reina; son unos insensatos quienes la han
calumniado cerca de ti. En cuanto a Tristán, que se vaya, tal como ofrece, a
guerrear en Gavoya o al lado del rey de Frisia.
Mándale decir que te traiga a Isolda en breve plazo.
El rey preguntó por tres veces:
—¿Nadie se levanta para acusar a Tristán?
Todos callaban. Entonces dijo al capellán:
—Redactad, pues, un mensaje cuanto antes mejor: habéis oído lo que hay
que poner en él; apresuraos a escribirlo. Isolda ha sufrido ya demasiado en sus
años juveniles. Y que la carta sea prendida en el brazo de la Cruz Encarnada
antes de esta noche: daos prisa.
Añadió:
—Diréis además que envío a los dos salud y amor.
Hacia medianoche, Tristán atravesó la Blanca Landa, encontró el mensaje y
lo llevó sellado al ermitaño Ogrín. El ermitaño le
leyó el contenido. Marés consentía, con el consejo de todos sus barones, a
tomar de nuevo a Isolda; pero no a conservar a Tristán, a sueldo suyo. Tristán
debería cruzar el mar cuando, tres días después, en el Vado de las Aventuras,
habría entregado a la reina en manos de Marés.
—¡Dios mío! —dijo Tristán—, ¡qué pena tener que perderos, amiga! Es
preciso, no obstante, ya que del sufrimiento que arrostráis por mí, puedo
libraros ahora. Cuando llegue el momento de separarnos os haré un presente,
prenda de mi amor. Del país desconocido adonde voy os enviaré un mensajero; me
dirá de nuevo vuestro deseo, amiga, y, a la primera llamada, desde la tierra
lejana acudiré veloz.
Isolda suspiró y dijo:
—Tristán, déjame a «Husdán», tu perro. Jamás un
sabueso de precio habrá sido guardado con mayor honor. Viéndolo me acordaré de
ti y estaré menos triste. Amigo, tengo un anillo de jaspe verde: tómalo por mi
amor, llévalo en el dedo; si alguna vez un mensajero pretende venir de tu
parte, no le creeré, por más que haga y diga, hasta que me haya mostrado este
anillo. Pero así que lo haya visto, ningún poder, ninguna prohibición real,
impedirán que haga lo que me habrás mandado decir, sea discreción o locura.
—Amiga, os doy a «Husdán»
—Amigo, tornad este anillo en recompensa.
Y los dos se besaron en los labios.
Dejando a los amantes en la ermita, Ogrín,
apoyado en su bastón, había llegado hasta el Monte compró preciosas pieles de
adorno: telas de seda, púrpura y escarlata, un camisón más blanco que la flor
de lis y un palafrén enjaezado de oro que trotaba en suave balanceo. La gente
reía al verle malgastar en estas magníficas y extrañas compras sus dineros
durante tanto tiempo recogidos; pero el viejo cargó sobre el palafrén las ricas
telas y volvió al lado de Isolda:
—Reina, vuestros vestidos se caen de viejos; aceptad estos regalos para
estar más bella cuando vayáis al Vado de las Aventuras. Temo que os desagraden;
no soy experto en escoger semejantes galas.
El rey hacía pregonar por Cornualles la nueva de que al cabo de tres
días, en el Vado de las Aventuras, se reconciliaría con la reina. Damas y
caballeros se trasladaron en masa a la asamblea, deseosos todos de volver a ver
a la reina Isolda; todos la amaban, salvo los tres felones que aún sobrevivían.
Pero uno de estos tres morirá bajo la espada, otro perecerá traspasado
por una flecha, ahogado el otro; y en cuanto al montañés, Perinís,
el Franco, el Rubio, le matará a bastonazos por el bosque. Así Dios, que odia
todo descomedimiento, librará a los enamorados de sus enemigos.
En el día señalado por la asamblea en el Vado de las Aventuras, la
pradera brillaba a lo lejos, guarnecida con las ricas tiendas de los barones.
En el bosque, Tristán cabalgaba con Isolda y, por temor a una emboscada, había
ceñido la cota bajo los harapos. De súbito aparecieron los dos en el lindero de
la selva y vieron a lo lejos, entre los barones, al rey Marés.
—Amiga —dijo Tristán—, he aquí al rey vuestro señor con sus caballeros y
servidores. Vienen hacia nosotros; dentro de un instante no podremos hablarnos
ya. Por Dios glorioso y omnipotente, os conjuro: ¡si alguna vez os dirijo un
mensaje, haced lo que os mande decir!
—Amigo Tristán, cuando vuelva a ver el anillo de jaspe verde, ni torre,
ni muro, ni fuerte castillo me impedirán cumplir la voluntad de mi amigo.
—¡Isolda, Dios te lo pague!
Sus dos caballos marchaban uno al lado del otro; él la atrajo hacia sí y
la estrechó entre sus brazos.
—Amigo —dijo Isolda—, escucha mi último ruego. Vas a dejar este país.
Espera por lo menos algunos días; escóndete hasta que sepas cómo me trata el
rey en su cólera o en su bondad... Estoy sola: ¿quién me defenderá de los
felones? ¡Tengo miedo! Orri, el guardabosque, te albergará secretamente;
deslízate de noche hasta la bodega en ruinas. Enviaré a Perinís para decirte si soy maltratada.
—Amiga, nadie será osado. Permaneceré oculto en casa de Orri y,
quienquiera que te ultraje, ¡guárdese de mí como del Enemigo!
Las dos tropas se habían acercado lo bastante para cambiar sus saludos. A
un tiro de arco, delante de los suyos, el rey cabalgaba briosamente y con él Dinás de Lidán.
Cuando los barones le hubieron alcanzado, Tristán, teniendo por las
riendas el palafrén de Isolda, saludó al rey diciéndole:
—Rey, te devuelvo a Isolda la Rubia y ante los hombres de tu tierra te
requiero para que me permitas defenderme en tu corte. No he sido nunca juzgado.
Haz que pueda justificarme en batalla. Si quedo vencido, abrásame dentro del
azufre; si salgo vencedor, guárdame a tu lado; y si no quieres conservarme,
déjame partir hacia un país lejano.
Nadie aceptó el reto de Tristán. Entonces Marés cogió a su vez el
palafrén de Isolda por las riendas y, confiándola a Dinás,
se apartó para tomar consejo.
Gozoso, Dinás colmó a la reina de honores y
cortesías. Quitóle la suntuosa capa escarlata y su
cuerpo apareció gracioso bajo la fina túnica y el gran brial de seda. La reina
sonrió al recuerdo del viejo ermitaño, que no había reparado en gastos. Ricas
son sus ropas, aterciopelados sus ojos, delicados sus miembros, claros sus
cabellos como rayos de sol.
Cuando los felones la vieron tan bella y agasajada como antaño,
cabalgaron hacia el rey. En este momento un barón, Andrés de Nicole se
esforzaba en persuadirle:
—Señor —decía—, conserva a Tristán a tu lado y serás, gracias a él, un
rey más temido.
Y poco a poco ablandaba el corazón de Marés. Pero los felones fueron a su
encuentro diciéndole:
—Rey, escucha el consejo que lealmente te damos. Se ha hablado mal de la
reina, sin razón; concedido; pero si Tristán y ella regresan juntos a tu corte,
habrá nuevas habladurías. Deja que Tristán se aleje por una temporada. Otro
día, sin duda, volverás a llamarle.
Así lo hizo Marés y ordenó a Tristán por medio de sus barones que se
alejara sin demora. Entonces Tristán llegóse hasta la
reina y le dijo adiós. Se miraron. Diose cuenta la reina de la asamblea y se
ruborizó.
Pero el rey se conmovió y hablando a su sobrino por primera vez:
—¿Dónde —le dijo— irás con estos harapos? Toma de mi tesoro lo que
quieras: oro, plata, pieles, telas.
—Rey —dijo Tristán—, no cogeré ni un dinero ni nada. Iré como pueda y con
gran alegría a servir al rico rey de Frisia.
Volvió grupas y descendió hasta el mar. Isolda lo siguió con la mirada y
hasta que le perdió de vista no volvió la cabeza.
Habida noticia de la reconciliación, grandes y pequeños, mujeres y niños,
acudieron en tropel fuera de la ciudad al encuentro de Isolda y, con gran pena
por el destierro de Tristán, festejaban a su reina recobrada. Al tañido de las
campanas recorría las calles llenas de guirnaldas, cubiertas de alfombras de
seda, y el rey, los condes y los príncipes formaban su séquito. Las puertas del
palacio se abrieron para todos; ricos y pobres pudieron sentarse y comer, y,
para celebrar tan fausto día, Marés, que ya había libertado a cien de sus
siervos, dio la espada y la coraza a veinte bachilleres que fueron armados de
su mano.
Con todo, llegada la noche, Tristán, tal como había prometido a la reina,
se deslizó a la casa de Orri, el guardabosque, quien lo albergó secretamente en
la bodega en ruinas. ¡Ay de los felones¡
XII. EL JUICIO DEL HIERRO CANDENTE
Muy pronto Denoalén, Andret y Gondoíno se creyeron seguros. Sin duda Tristán
arrastraba su vida al otro lado del mar, en un país demasiado lejano para
alcanzarles. Un día de caza, mientras el rey escuchaba los ladridos de la
jauría, reteniendo a su caballo en medio de un terreno quebradizo, los tres
cabalgaron hacia él:
—Rey, escucha nuestra palabra. Tú habías condenado a la reina sin juicio
y esto era faltar al honor. Hoy la absuelves sin juicio: ¿no es falta mayor
todavía? Ella no se ha justificado nunca y los barones de tu país os censuran a
los dos. Aconséjale que reclame ella misma el juicio de Dios. ¿Qué le costará
jurar sobre los huesos de los santos que nunca ha faltado? ¿O coger un hierro
candente si está limpia de culpa? Así lo exige la costumbre y, con esta fácil
prueba, serán disipadas para siempre las añejas sospechas.
Marés, irritado, respondió:
—¡Que Dios os aniquile, señores de Cornualles que sin tregua andáis
buscando mi venganza! Por vosotros he expulsado a mi sobrino: ¿qué más exigís?
¿Que expulse a la reina Isolda? ¿Cuáles son vuestros
nuevos agravios? ¿No se ofreció Tristán a defenderla contra los antiguos? Para
justificarla os ha presentado batalla; todos lo habéis oído, ¿Por qué no habéis
esgrimido contra él escudos y lanzas? Señores, me habéis requerido contra todo
derecho. ¡Procurad, pues, que no vuelva a llamar al hombre expulsado por
vosotros!
Temblaron entonces los cobardes y creyeron ver a Tristán de regreso
haciéndoles derramar hasta la última gota de sangre.
—Señor, os aconsejamos por vuestro honor, como corresponde a vuestros
fieles, pero callaremos en lo sucesivo. ¡Olvidad vuestra ira, suplicamos de
nuevo vuestra paz!
Pero Marés se incorporó sobre los arzones:
—¡Fuera de mi tierra, felones! ¡No tendréis ya mi paz! Por vosotros he
expulsado a Tristán. Ha llegado vuestra hora. ¡Fuerza de mi tierra!
—¡Sea, buen señor! ¡Nuestros castillos son fuertes, bien cercados de
estacas y sobre ariscos peñascos!
Y, sin saludarle, volvieron grupas.
Sin esperar sabuesos ni monteros, Marés empujó su caballo hacia Tintagel,
subió los peldaños de la sala y la reina oyó sobre las losas el resonar de sus
pasos precipitados.
Se levantó, corrió a su encuentro, cogió su espada como tenía por
costumbre y se inclinó profundamente. Marés le retuvo las manos y la atrajo
hacia sí, y cuando Isolda, alzando hacia él la mirada, vio sus nobles facciones
atormentadas por la cólera, creyó verle como le viera en otro tiempo, ante la
hoguera, loco de furor.
«¡Ah! —pensó ella—, mi amigo ha sido descubierto y apresado por el rey»
Sintió helársele el corazón en el pecho, y, sin decir palabra, se postró
a los pies de Marés. Él la tomó en brazos y la besó dulcemente. Poco a poco la
reina se fue reanimando.
—Amiga mía, ¿cuál es vuestro tormento?
—Señor, tengo miedo, ¡os veo enfurecido...!
—Sí, regresaba irritado de esta
caza.
—¡Ah! Señor, si vuestros monteros os han disgustado, ¿está bien tomarlo tan a pecho?
Marés sonrió a estas palabras:
—No, amiga, no son mis monteros quienes me han irritado, sino tres
felones que nos odian tiempo ha. Tú les conoces: Andret, Denoalén y Gondoíno. Les he
arrojado de mi tierra.
—Señor, ¿qué es lo que han osado decir de mí?
—¿Qué te importa? Les he expulsado.
—Señor, todos tienen derecho a expresar su pensamiento. Mas yo lo tengo a
conocer la afrenta arrojada sobre mí. ¿Y quién me la dirá sino vos? Sola en
este país extraño, no tengo a nadie, fuera de vos, señor, para defenderme.
—Sea. Pretendían, pues, que convendría te justificaras por el juramento y
por la prueba del hierro candente. «¿No es natural (decían) que solicite por sí
misma esto juramento? Leves son estas pruebas para el que se sabe inocente.
¿Qué le costaría? Dios es verdadero juez: disiparía para siempre los antiguos
agravios...» He aquí lo que pretendían. Pero dejemos estas cosas. Expulsados
están, te digo.
Isolda, estremeciéndose, miró al rey.
—Señor, ordenadles que vuelvan a la corte. Me justificaré por juramento.
—¿Cuándo?
—Pasados diez días.
—Corto es el plazo, amiga,
—Todavía demasiado largo para mí. Pero requiero que en este tiempo
mandéis decir al rey Arturo que cabalgue con monseñor Galvén,
con Girflet, con Ké el
senescal y cien de sus caballeros hasta el confín de vuestra tierra, en la
Blanca-Landa, sobre la orilla del río que separa vuestros reinos. Allí, ante
ellos, es donde quiero pronunciar el juramento y no sólo a presencia de los
barones. Sé que, apenas habría jurado, vuestros barones os requerirían todavía
para que me impusierais una nueva prueba y jamás acabarían nuestros tormentos.
Pero a nada se atreverán ya si Arturo y sus caballeros son fiadores del juicio.
Mientras se apresuraban a partir hacia Carduel los heraldos de armas, mensajeros de Marés al rey Arturo, Isolda envió en
secreto hacia Tristán a su paje Perinís, el Rubio, el
Fiel.
Perinís corrió por el bosque,
evitando los senderos concurridos, hasta que alcanzó la cabaña de Orri el
guardabosque, donde hacía muchos días que esperaba Tristán. Perinís le contó las cosas acaecidas, la nueva felonía, el plazo del juicio y la hora y
el lugar señalados:
—Señor, mi dama me manda deciros que en el día señalado, bajo un hábito
de peregrino y tan hábilmente disfrazado que nadie pueda reconoceros, os
presentéis sin armas en la Blanca-Landa. Ella ha de cruzar el río en barca para
alcanzar el lugar del juicio, sobre la orilla opuesta, donde veréis a los
caballeros del rey Arturo. La esperaréis allí. Sin duda podréis entonces
prestarle ayuda. Mi señora va con temor al juicio. Pero, con todo, fía en la
bondad de Dios que supo ya arrancarla de manos de los leprosos.
—Vuelve hacia la reina, bello y dulce amigo Perinís;
dile que cumpliré su voluntad.
Pues, señores, sucedió que al regresar Perinís hacia Tintagel, divisó por la espesura al mismo guardabosque que poco antes
había sorprendido a los amantes dormidos y los había denunciado al rey. Un día,
borracho, se había jactado de su traición. El hombre cavaba en la tierra un
hoyo profundo y lo recubría hábilmente de ramajes para coger lobos y jabalís.
Vio arrojarse sobre él al paje de la reina y quiso huir. Pero Perinís le acorraló al borde de la trampa.
—¡Espía!, tú has vendido a la reina, ¿por qué huyes? Quédate aquí al lado
de la tumba que has abierto con tus propias manos.
Su bastón volteó en el aire, zumbando. Bastón y cráneo se rompieron a la
vez, y Perinís el Rubio, el Fiel, empujó con el pie
el cuerpo en el foso cubierto de ramas.
En el día señalado para el juicio, Isolda y los barones de Cornualles,
cabalgando hasta la Blanca-Landa, llegaron al río en hermoso orden y, reunidos
a lo largo de la otra orilla, los caballeros de Arturo les saludaron con sus brillantes banderas.
Mezclados con ellos y sentados sobre el ribazo, un peregrino miserable,
envuelto en su capa cuajada de conchas marinas, alargaba su escudilla de madera
y pedía limosna con aguda y doliente voz.
Remando briosamente se acercaban las barcas de Cornualles. Cuando faltaba
poco para tomar tierra, Isolda pidió a los caballeros que la rodeaban:
—Señores, ¿cómo podría alcanzar tierra firme sin ensuciar mis largos
vestidos en este lodo? Quisiera, que alguien viniera a ayudarme.
Uno de los caballeros llamó al peregrino.
—Amigo, remanga tu capa, baja al agua y lleva a la reina si, de puro
débil, no temes doblarte a medio camino.
El hombre cogió a la reina en brazos. Y ella suspiró en voz muy baja:
—¡Amigo!
Luego, más bajo todavía:
—Déjate caer sobre la arena.
Llegado a la orilla, tropezó y cayó, teniendo a la reina sujeta entre sus
brazos. Escuderos y marinos, cogiendo remos y bicheros, perseguían al pobre
hombre.
—Dejadle —dijo la reina—, sin duda una larga peregrinación le ha agotado.
Y quitándose un precioso broche de oro, lo arrojó al peregrino.
Ante el pabellón de Arturo, una rica tela de seda de Nicea se extendía
por el verde césped, y las reliquias de los santos, retiradas de las urnas y de
las arquetas, se hallaban ya dispuestas. Monseñor Galvén, Girflet y Ké el senescal
las custodiaban.
Habiendo dirigido una súplica al Señor, la reina se quitó las joyas de la
garganta y de las manos y las dio a los pobres mendigos; desciñó su manto de
púrpura y su pañoleta fina y los regaló; dio también su camisolín y su brial y
los zapatos incrustados de pedrería. Conservó únicamente sobre su cuerpo una
túnica sin mangas y, con los brazos desnudos, avanzó entre los dos reyes. A su
alrededor, los barones la contemplaban llorando en silencio. Junto a las
reliquias ardía un brasero. Temblorosa, alargó la mano derecha hacia las
osamentas de los santos, diciendo:
—Rey de Logres y vos, rey de Cornualles, y vosotros, señor Galvén, señor Ké, señor Girflet, y todos los que seréis mis fiadores: os digo que
por estos cuerpos santos y por todos los cuerpos santos que hay en el mundo,
juro que jamás hombre nacido de mujer me ha tenido en sus brazos, excepto el
rey Marés, mi señor, y el pobre peregrino que ahora mismo habéis visto caer.
Rey Marés, ¿te parece bien este juramento?
—Sí, reina, y que Dios manifieste su verdadero juicio.
—Amén —dijo Isolda.
Se acercó al brasero, vacilante y pálida. Todos callaban. El hierro
estaba al rojo vivo. Entonces sumergió sus brazos desnudos en las brasas, cogió
la barra de hierro, dio nueve pasos sosteniéndola en sus manos, arrojóla luego, y extendió los brazos en cruz con las
palmas abiertas. Y vieron todos que su carne estaba más sana que la pulpa de la
fruta fresca. Y de aquellos pechos un gran murmullo de alabanza se elevó hacia
Dios...
XIII. LA VOZ DEL RUISEÑOR
De regreso a la cabaña de Orri el guardabosque, arrojado el bordón y
despojado de la capa de peregrino, Tristan comprendió
claramente que había llegado el día de mantener la fe jurada al rey Marés y de
alejarse del país de Cornualles.
¿Qué esperaba aún? La reina se había justificado, el rey la amaba y la
colmaba de honores. Arturo, si fuera preciso, la tomaría bajo su salvaguardia,
y de ahora en adelante ninguna traición podría prevalecer contra ella. ¿Por qué
vagar por más tiempo por los alrededores de Tintagel? Arriesgaba vanamente su
vida y la del leñador y la tranquilidad de Isolda. Era preciso: tenía que
partir; y fue por última vez, bajo su túnica da peregrino, en la Blanca-Landa,
que sintió el hermoso cuerpo de Isolda estremecerse entre sus brazos.
Tres días tardó todavía, no pudiendo desprenderse del país donde vivía la
reina. Pero llegado el cuarto día, se despidió del guardabosque que le había
albergado y dijo a Gorvalán:
—Buen maestro, ha llegado la hora de la gran partida; marcharemos hacia
la tierra de Gales.
Se pusieron en camino, tristemente, bajo la noche. Pero su camino seguía
a lo largo del jardín cercado de estacas donde en otro tiempo Tristán esperaba
a su amiga. La noche brillaba, límpida, cuajada de estrellas... En el recodo
del camino, no lejos de la empalizada, vio erguirse en la claridad del cielo el
tronco robusto del gran pino.
—Buen maestro, espera en el bosque cercano; vuelvo enseguida.
—¿Adónde vas, loco? ¿Quieres, sin tregua, seguir buscando tu muerte?
Pero de un salto ágil, Tristán había ganado la empalizada de estacas.
Llegó hasta el gran pino, cerca de la gradería de mármol claro. ¿De qué
serviría ahora arrojar a la fuente virutas bien talladas? ¡Isolda no vendría
ya! Con pasos ligeros y prudentes, por el sendero que antes siguiera la reina,
osó aproximarse al castillo. En su cámara, entre los brazos de Marés durmiente,
velaba Isolda. De pronto, por la ventana entreabierta, donde jugueteaban los
rayos de la luna, entró la voz de un ruiseñor.
Isolda escuchaba la sonora voz que venía a encantar la noche, y la voz se
elevaba, plañidera, tan inefablemente triste, que sólo un corazón cruel o
asesino hubiera dejado de enternecerse con ella.
«¿De dónde viene esta melodía?», pensó la reina.
Y comprendió, súbitamente...
«¡Ah! ¡Es Tristán! En la selva del Morois imitaba también a los pájaros cantores para complacerme. Va a partir y me da su
último adiós. ¡Cómo se lamenta! Como el ruiseñor cuando se despide, a fines de
verano, henchido de tristeza. ¡Amigo, jamás volveré a oír tu voz!»
La melodía vibró más ardiente.
«¡Ah!, ¿Qué exiges? ¿Que venga? ¡No! Acuérdate de Ogrín el ermitaño y de los juramentos pronunciados. Cállate, la muerte nos acecha...
Pero ¿qué importa la muerte? ¡Tú me llamas, tú me quieres, yo voy!»
Se desprendió de los brazos del rey y se echó un manto forrado de pieles
sobre su cuerpo casi desnudo. Debía atravesar la sala contigua donde cada noche
diez caballeros velaban, relevándose. Mientras cinco de ellos dormían, los
otros cinco, armados, de pie ante las puertas y las ventanas, vigilaban al
exterior... Pero, por azar, se hallaban todos dormidos, cinco en sus lechos,
cinco sobre las losas. Isolda sorteó sus cuerpos esparcidos, levantó la barra
de la puerta; sonó el anillo, pero sin despertar a ninguno de los vigías.
Franqueó el umbral y el cantor apagó su voz.
Bajo los árboles, sin palabras, él la estrechó contra su pecho. Los
brazos se anudaron firmemente en torno a los cuerpos, y hasta el alba y como
cosidos con misteriosos torzales, no se desasieron del abrazo. A pesar del rey
y de los guerreros, los amantes gozan su dicha y sus amores.
Aquella noche enloqueció a los amantes, y los días siguientes, como el
rey abandonara Tintagel para tener audiencia en San Lubín,
Tristán, de nuevo en casa de Orri, osó cada madrugada, al claro de luna,
deslizarse por el jardín hasta las habitaciones de las mujeres.
Un siervo le sorprendió y se fue a encontrar a Andret, Denoalén y Gondoíno:
—Señores, la bestia que creéis expulsada ha vuelto a la guarida.
—¿Quién?
—Tristán.
—¿Cuándo lo has visto?
—Esta madrugada; le he reconocido perfectamente. Mañana, al alba, podréis
verle venir, la espada al cinto, un arco en una mano, dos flechas en la otra.
—¿Por dónde le veremos?
—Por una ventana que he descubierto. Pero si os la enseño, ¿cuánto me
daréis?
—Treinta marcos de plata. Serás un rico campesino.
—Escuchad —dijo el siervo—. Se puede ver la estancia de la reina por una
ventana estrecha que la domina, abierta en lo alto de la muralla. Pero una gran
cortina colgada a través del cuarto disimula el agujero. Que mañana uno de
vosotros tres penetre lindamente en el jardín, corte una larga rama de espino y
la afile por el extremo; que trepe entonces hasta la alta ventana e hinque la
rama, como un alfiler, en la tela de la cortina; podrá así apartarla
ligeramente; y arda mi cuerpo, señores, si tras la colgadura no veis entonces
lo que acabo de deciros.
Andret, Gondoíno y Denoalén discutieron cuál de ellos gozaría primero
del espectáculo y convinieron al fin que fuera otorgado a Gondoíno.
Se separaron. A la mañana siguiente, al alba, volverían a encontrarse. ¡Mañana,
al alba, buenos señores, guardaos de Tristán!
Al día siguiente, noche cerrada todavía, Tristán, abandonando la cabaña
de Orri, trepó hacia el castillo bajo las espesas matas de espinos. Saliendo de
la maleza, miró por un claro y vio a Gondoíno que
venía de su mansión. Tristán se arrojó de nuevo en los espinos y se agazapó
emboscándose en el matorral.
—¡Ah! ¡Dios mío! Haz que el que avanza por allá abajo no se dé cuenta de
mí antes del instante favorable.
Con la espada en la mano le esperaba, pero, por casualidad, Gondoíno tomó otro camino y se alejó. Tristán salió de la maleza,
decepcionado, tendió el arco, apuntó: ¡ay!, el hombre estaba ya fuera de su
alcance.
En este momento, he aquí a Denoalén, a lo
lejos, descendiendo suavemente por el sendero, al trote de un pequeño palafrén
negro y seguido por dos grandes lebreles. Tristán le acechó oculto tras un
manzano. Vio que azuzaba a sus perros a levantar un jabalí en un soto. Pero
antes de que los lebreles le hayan desalojado de su cubil, su dueño habrá
recibido tal herida que no habrá médico capaz de curarle. Cuando Denoalén estuvo cerca de él, Tristán arrojó su capa, dio un
salto y se irguió ante su enemigo. El traidor quiso huir, pero fue en vano.
Apenas tuvo tiempo de gritar: «¡Me has herido!» Cayó del caballo. Tristán le
cortó la cabeza, cortó las trenzas que colgaban alrededor de su rostro y las
metió en su jubón; quería enseñarlas a Isolda para alegrar el corazón de su
amiga.
«¡Ay! —pensaba— ¿qué se ha hecho de Gondoíno?
Se ha escapado; ¡lástima que no le haya podido pagar con la misma soldada!»
Enjugó su espada, volvióla a su vaina, arrastró
sobre el cadáver un tronco de árbol y, abandonando el cuerpo sangrante, se fue,
el capuz en la cabeza, hacia su amiga.
En el castillo de Tintagel, Gondoíno le había
tomado la delantera; encaramado sobre la alta ventana, había hincado su rama de
espino en la cortina, y apartando ligeramente dos paños de la tela miraba de
soslayo la cámara tapizada. Primeramente no vio a nadie más que a Perinís, después a Brangania,
llevando aún el peine con que acababa de peinar a la reina de los cabellos de
oro.
Pero entró Isolda y luego Tristán. Llevaba en una mano su arco de blanca
madera y dos flechas, en la otra sostenía dos largas trenzas de hombre.
Dejó caer su capa, y su hermoso cuerpo apareció. Isolda la Rubia se
inclinó para saludarle, y al incorporarse, levantando la cabeza hacia él, vio,
proyectada sobre la tapicería, la sombra de la cabeza de Gondoíno.
Tristán le decía:
—¿Ves estas hermosas trenzas? Son de Denoalén.
Te he vengado de él. Nunca más podrá comprar o vender escudo ni lanza.
—Está bien, señor, pero tended este arco, os lo ruego; quiero ver si es
fácil de armar.
Tristán lo tendió, extrañado, pero comprendiendo a medias. Isolda cogió
una de las flechas, la empulgó, miró si la cuerda estaba bien. Y dijo con voz
rápida y baja:
—Veo algo que no me gusta. ¡Apunta bien, Tristán!
Él levantó la, cabeza y vio, en lo alto de la cortina, la sombra de la
cabeza de Gondoíno.
—¡Que Dios dirija esta flecha!
Dicho esto, se vuelve hacia el muro y dispara. La larga flecha silba en
el aire -ni esmerejón ni golondrina vuelan tan raudos-, revienta el ojo del
traidor, atraviesa su cerebro como si fuese una manzana y se detiene, vibrante,
contra el cráneo. Sin un grito, Gondoíno se desplomó
y cayó sobre una estaca.
Entonces Isolda dijo a Tristán:
—¡Huye ahora, amigo! Ya ves, los felones conocen tu refugio. Andret sobrevive, lo enseñará al rey. Ya no hay seguridad
para ti en la cabaña del leñador. ¡Huye, amigo! El fiel Perinís esconderá este cuerpo en el bosque, de tal suerte que el rey jamás tendrá
noticia de él. Pero debes huir de este país, por tu salvación y por la mía.
Tristán dijo:
—¿Cómo podría vivir?
—Sí, amigo Tristán, nuestras vidas están enlazadas y unidas una a otra. Y
yo, ¿cómo podría vivir? Mi cuerpo queda aquí, pero tú poseerás siempre mi
corazón.
—Isolda mía, yo parto, no sé hacia qué país. Pero si alguna vez vuelves a
ver el anillo de jaspe verde, ¿harás lo que por él te mande decir?
—Sí, ya lo sabes; si vuelvo a ver el anillo de jaspe verde, ni torre, ni
fuerte castillo, ni prohibición real, me impedirán hacer la voluntad de mi
amigo, sea locura o discreción.
—Amiga, que el Dios nacido en Belén te lo tenga en cuenta.
—Que Dios te guarde, amigo.
XIV. EL CASCABEL MARAVILLOSO
Tristán se refugió en Gales, en la tierra del noble duque Gilén. El duque era poderoso, joven, bondadoso y le acogió
como a un huésped distinguido. Para rendirle honor y darle alegría no escatimó
esfuerzo; pero ni las aventuras ni las fiestas pudieron calmar la angustia de
Tristán.
Un día, sentado al lado del joven duque, sintió su corazón tan dolorido
que suspiraba sin darse cuenta. El duque, para endulzar su pena, mandó traer a
su cámara privada su juego favorito, el cual, por sortilegio, en las horas
tristes, encantaba sus ojos y su espíritu. Sobre una mesa cubierta de noble y
rica púrpura colocaron a su perro «Petit Crú» Era un
perro encantado; se lo habían traído al duque de la isla de Avalón;
una hada se lo había mandado como regalo de amor. No hay palabras bastante
hábiles para describir su especie y su belleza. Su pelo estaba coloreado con
matices tan maravillosamente dispuestos que no se sabía definir su color; su
hocico parecía más blanco que la nieve, su lomo más verde que la hoja del
trébol; uno de sus flancos era rojo como la escarlata; el otro, amarillo como
el azafrán; su vientre, azul como lapislázuli; su dorso, rosado; pero cuando se
le miraba mucho tiempo, todos estos colores danzaban ante los ojos y se
transformaban alternativamente en blancos y verdes, amarillos, azules,
purpúreos, oscuros, o claros. Llevaba en el cuello, suspendido de una cadenilla
de oro, un cascabel de tintineo tan alegre, tan limpio, tan dulce, que al oírlo
el corazón de Tristán se estremeció, tranquilizóse y
se fundió su pena. No se acordó ya de tantas miserias soportadas por la reina,
pues tal era la maravillosa virtud del cascabel: el corazón, al oírle sonar,
tan dulce, tan alegre, tan claro, olvidaba toda pena. Y mientras Tristán,
emocionado por el sortilegio, acariciaba el animalito encantado que le quitaba
todo pesar y cuyo pelo, al tacto de su mano, parecía más suave que el
terciopelo, pensó que aquel sería un hermoso regalo para Isolda. Pero, ¿qué
hacer? El duque Gilén amaba a «Petit-Crú» por encima de todo y nadie habría podido lograrlo de
él ni con astucias ni con ruegos. Un día Tristán dijo al duque:
—Señor, ¿qué le daríais al que librara vuestra tierra del gigante Urgando el Velloso, que reclama de vos tan pesados
tributos?
—En verdad, daría a escoger a su vencedor, entre mis riquezas, la que él
tuviera por más preciosa: pero nadie osará, acometer al gigante.
—Maravillosas palabras —repuso Tristán—. El bien no se alcanza en un país
más que por las aventuras, y ni por todo el oro de Pavía renunciaría a mi deseo
de combatir al gigante.
—Entonces —dijo el duque Gilén—, que el Dios
nacido de María Virgen os acompañe y os preserve de la muerte.
Tristán alcanzó a Urgando el Velloso en su
guarida. Combatieron largo rato furiosamente. Al fin el ingenio salió
victorioso. Triunfó la espada ágil de la pesada maza, y Tristán cortó la mano
derecha del gigante y la presentó al duque.
—Señor, en recompensa, como habéis prometido, dadme a «Petit-Crú», vuestro perro encantado.
—Pero ¿qué has pedido, amigo mío? Déjamelo y en su lugar toma a mi
hermana y la mitad de mi tierra.
—Señor, vuestra hermana es bella y bella es vuestra tierra; pero
precisamente para lograr a vuestro perro-hada he atacado a Urgando el Velloso. ¡Acordaos de vuestra promesa!
Y el duque accedió:
—Tómalo, pues, pero sabe que te llevas la alegría de mis ojos y el júbilo
de mi corazón.
Tristán confió el perro a un juglar de Gales, prudente y astuto, que lo
llevó de su parte a Cornualles. El juglar llegó a Tintagel y lo entregó
secretamente a Brangania. La reina se regocijó en
gran manera, dio en recompensa diez marcos de oro al juglar y dijo al rey que
la reina de Irlanda, su madre, enviaba este rico presente. Hizo construir para
el perro, por un orfebre, una casilla preciosamente incrustada de oro y
pedrerías, y por todas partes lo llevaba consigo en recuerdo de su amigo. Y
cada vez que le miraba, tristezas, angustias y pesares se borraban de su
corazón.
No comprendió al principio la maravilla. Si encontraba tal dulzura al
contemplarle, era –pensaba- porque le venía de Tristán, era sin duda el
pensamiento de su amigo el que adormecía así su pena. Pero un día comprendió
que era un sortilegio y que sólo el tintineo del cascabel hechizaba su corazón.
«¡Ah! —pensó—, ¿es justo que conozca el consuelo mientras Tristán es
desdichado? Habría podido guardar este perro encantado y olvidar así todo
pesar; por bella cortesía, ha preferido enviármelo, darme su alegría y volver a
su miseria. Pero no está bien que así sea; Tristán, quiero sufrir tanto tiempo
como sufras tú»
Cogió el cascabel mágico, hízolo sonar por
última vez, desatólo suavemente y luego, por la
ventana abierta, lo arrojó al mar.
XV. ISOLDA LA DE LAS BLANCAS MANOS
Los amantes no podían ni vivir ni morir el uno fin el otro. La separación
no era ni vida ni muerte, sino la vida y la muerte a la vez.
Por marea, islas y países, Tristán quiso ahuyentar su miseria. Volvió a
ver su tierra de Leonís, donde Rohalt el Fidelísimo recibió a su hijo con
lágrimas de ternura; pero, no pudiendo soportar la descansada vida de su
tierra, Tristán se fue por los reinos y los ducados, buscando aventuras. De
Leonís a Frisia, de Frisia a Gavoya, de Alemania a
España, sirvió a muchos señores, acometió muchas empresas. ¡Ay! Durante dos
años, no le llegó de Cornualles ninguna noticia, ningún amigo, ningún mensaje.
Entonces creyó que Isolda había dejado de quererle y que le olvidado.
Acaeció que un día, cabalgando solo con Gorvalán, entró en tierras de
Bretaña. Atravesaron un llano devastado. Veíanse por
doquier muros derruidos, lugares despoblados, campos arrasados por el fuego.
Sus caballos pisaban cenizas y carbones. Por la landa desierta, Tristán pensó:
«Estoy fatigado y rendido. ¿De qué me sirven estas aventuras? Mi dama
está lejos y jamás volverá a verla. De dos años a esta parte, ¿por qué no me ha
hecho buscar por el mundo? Ni un mensaje ha mandado. En Tintagel, el rey la
honra y la sirve; ella vive con alegría. ¡Con toda seguridad el cascabel del
perro encantado cumple bien su misión! Ella me olvida y poco le importan los
duelos y las alegrías de antaño, nada le importa el miserable que vaga por este
país desolado, ¿No olvidaré yo nunca a aquella que me olvida? ¿No encontraré
nunca quien remedie mi desdicha?»
Durante dos días, Tristán y Gorvalán atravesaron campos y caseríos sin
ver ni un hombre, ni un gallo, ni un perro. Al tercer día, a la hora nona, se
acercaron a una colina donde se levantaba una vieja capilla y, muy cerca, la
estancia de un ermitaño. El ermitaño no llevaba vestidos tejidos, sino una piel
de cabra con harapos de lana en la espalda. Prosternado en tierra, con las
rodillas y los codos desnudos, rogaba a María Magdalena que le inspirara oraciones
eficaces. Dio la bienvenida a los que llegaban y mientras Gorvalán metía los
caballos en el establo desarmó a Tristán y luego dispuso la cena. No les
ofreció manjares, sino agua de la fuente y pan de cebada amasado con ceniza.
Acabaron de cenar entrada la noche y se sentaron alrededor del fuego. Tristán
preguntó cuál era aquella tierra arruinada.
—Buen señor —dijo el ermitaño—, es la tierra de Bretaña, que pertenece al
duque Hoel. Antes era un hermoso país, rico en
praderas y en tierras de labrantío; aquí molinos, allá manzanos, más allá
alquerías. Pero el conde Riol de Nantes lo ha
devastado todo; sus hombres han prendido fuego en todas partes y se han lanzado
a sus rapiñas. Sus hombres se han enriquecido por mucho tiempo. Así es la
guerra.
—Hermano —dijo Tristán—, ¿por qué el conde Riol ha afrentado a vuestro señor Hoel de esta manera?
—Os diré, señor, el motivo de la guerra. Sabed que Riol era el vasallo del duque Hoel. Ahora bien, el duque
tiene una hija, bella entre las más bellas hijas de los grandes señores, y el
conde Riol quería tomarla por esposa. Pero su padre
rehusó darla a un vasallo y el conde Riol probó de
llevársela a la fuerza. Ya han muerto muchos hombres por esta querella.
Tristán preguntó:
—¿Puede el duque Hoel sostener todavía su guerra?
—A duras penas, señor. Con todo, su último castillo, Carhaix,
resiste, todavía, pues las murallas son fuertes y fuerte es el corazón del hijo
del duque Hoel, Kaherdín, el buen caballero, pero el
enemigo los cerca y reduce por hambre: ¿podrán resistir mucho tiempo?
Tristán preguntó a qué distancia se hallaba el castillo de Carhaix.
—Señor, a dos millas solamente.
Se separaron y fuéronse a acostar. A la mañana
siguiente, cuando el ermitaño hubo cantado y se hubieron partido el pan de
cebada y ceniza, Tristán se despidió del prudente varón y cabalgó hacia Carhaix. Cuando se detuvo al pie de las murallas cerradas,
vio una multitud de hombres en pie sobre el camino de ronda y preguntó por el
duque. Hoel se encontraba entre estos hombres con su
hijo Kaherdín. Se dio a conocer, y Tristán le dijo:
—Yo soy Tristán, rey de Leonís, y Marés, el rey de Cornualles, es mi tío.
He sabido, señor, que vuestros vasallos os hacen la guerra y he venido a
ofreceros mis servicios.
—¡Ah, caballero Tristán! Seguid vuestro camino y que Dios os recompense.
¿Cómo acogeros aquí dentro? No tenemos más víveres; no queda ya ni un grano de
trigo; sólo tenemos habas y cebada para subsistir.
—¿Qué importa? —dijo Tristán—. He vivido en una selva durante dos años,
alimentándome con hierbas, raíces y venados, y sabed que esta vida me parecía
buena. Ordenad que me abran esta puerta.
Kaherdín dijo entonces:
—Recibidle, padre mío, si es tan valeroso, para que tenga parte en
nuestros bienes y en nuestros males.
Le recibieron con honor. Kaherdín mostró a su huésped las fuertes
murallas y la torre del homenaje, bien flanqueada de aspilleras reforzadas
donde se emboscaban los arqueros. Por las aspilleras le hizo mirar en la
llanura, a lo lejos, las tiendas y los pabellones plantados por el duque Riol. De regreso, en el umbral del castillo, Kaherdín dijo
a Tristán:
—Ahora, buen, amigo, subiremos a la sala donde se hallan mi madre y mi
hermana.
Los dos, cogidos de la mano, entraron a la cámara de las Mujeres. Madre e
hija, sentadas sobre una colcha, bardaban en oro un palio de Inglaterra y
cantaban una linda canción: decían cómo la Bella Doeta,
sentada al viento bajo el espino blanco, espera y añora a su amigo Dóón, qua tarda tanto «n volver. Tristán las saludó y ellas
correspondieron. Luego, los dos caballeros se sentaron a su vera. Kaherdín,
mostrando la prenda que bordaba su madre:
—¡Mirad —dijo—, buen amigo Tristán, qué delicada obrera es mi señora y
cuan maravillosamente sabe adornar las estolas y las casullas, para darlas en
limosna a los monasterios pobres! Y ved cómo las manos de mi hermana hacen
correr los hilos de oro sobre este blanco lienzo. ¡A fe mía, querida hermana,
con justicia lleváis el nombre de Isolda la de las Blancas Manos!
Entonces Tristán, oyendo que se llamaba Isolda, sonrió, mirándola con más
dulzura.
Ahora bien, el conde Riol había acampado a tres
millas de Carhaix desde hacía muchos días y los
hombres del duque Hoel no se atrevían, para
acometerle, a saltar las barreras. Pero a la mañana siguiente, Tristán,
Kaherdín y doce jóvenes caballeros salieron de Carhaix,
ceñida la cota, calados los yelmos, y cabalgaron por los bosques de abetos
hasta las proximidades de las tierras enemigas. Después, surgiendo del lugar de
acecho, arrebataron a la fuerza una formación de carros del conde Riol. Desde aquel día, alternando varias astucias y
proezas, derribaban los convoyes, herían y mataban a sus hombres y no volvían,
nunca a Carhaix sin llevarse alguna presa. Desde
entonces Tristán y Kaherdín empezaron a guardarse fe y afecto, tanto, que se juraron
amistad y compañerismo. Jamás traicionaron esta palabra, como os confirmará la
historia.
De regreso de estas cabalgadas, hablando de caballerías y de cortesanía,
con frecuencia Kaherdín loaba ante su querido compañero a su hermana Isolda la
de las Blancas Manos, la sencilla, la bella.
Una mañana, al rayar el alba, un vigía descendió de su torre y corrió por
las salas gritando:
—¡Señores, habéis dormido demasiado! Levantaos. ¡Riol viene al asalto!
Caballeros y burgueses se armaron y corrieron a las murallas; vieron por
la llanura brillar los yelmos, flotar los pendones de cendal y toda la hueste
de Riol que avanzaba en hermosa formación, El duque Hoel y Kaherdín dispusieron al punto ante las puertas las
primeras huestes de caballeros. Cuando se encontraron a la distancia de un tiro
de arco, encuadraron los caballos, con las lanzas bajas. Y las flechas les
caían encima como lluvia de abril.
Pero Tristán se armaba a su vez con los que el vigía había despertado
últimamente. Abrocha su jubón, se pone el brial, calza las estrechas polainas y
las espuelas de oro; cíñese la cota, fija el yelmo
sobre la celada. Monta y espolea a su caballo hasta la llanura y aparece con el
escudo erguido contra su pecho gritando: «¡Carhaix!»
Ya, era tiempo; ya los hombres de Hoel retrocedían hacia las fortificaciones. Entonces era de ver la mezcolanza de
caballos derribados y de vasallos heridos, los golpes asestados por los jóvenes
caballeros y la hierba que, bajo sus pasos, quedaba ensangrentada. Delante de
todos, Kaherdín se había detenido gallardamente, viendo arremeter contra él a
un audaz barón, el hermano del conde Riol. Chocaron
los dos con las lanzas bajas. El de Nantes rompió la suya sin hacer vacilar a
Kaherdín, quien, de un golpe seguro, destrozó el escudo del adversario y le
hincó su hierro bruñido en su costado hasta el gonfalón. Derribado de la silla,
el caballero se desprende del arzón y cae.
Al grito que lanzó su hermano, el duque Riol arremetió contra Kaherdín a rienda suelta. Pero Tristán le cerró el paso.
Cuando se enfrentaron, la lanza de Tristán se rompió entre sus manos, y la de Riol, tocando el pecho del caballo enemigo, se clavó en la
carne del animal y le derribó muerto en la hierba. Tristán, rápidamente
incorporado, con la bruñida espada en la mano, le gritó:
—¡Cobarde!, mala muerte
merece quien deja al caballero para herir al caballo. No
saldrás vivo de este prado.
—Creo que mentís —respondió Riol, arrojándole
su corcel encima.
Pero Tristán esquivó el ataque y levantando el brazo hizo caer
pesadamente su hoja sobre el yelmo de Riol, del cual
embarró el círculo y arrancó el nasal. La lanza se deslizó de la espalda, del
caballero al flanco del caballo, que vaciló y se desplomó a su vez. Riol consiguió desasirse y se incorporó; en pie los dos,
con el escudo agujereado y rajado, desmarrada la
cota, luchan cuerpo a cuerpo. Al fin Tristán hiere a Riol en el carbunclo del yelmo. El círculo cede y el golpe es asestado tan
fuertemente que el barón cae sobre las manos y las rodillas.
—Levántate, si puedes, vasallo —le gritó Tristán—; en mala hora has
venido a este campo; ¡vas a morir!
Riol se levantó de nuevo, pero
Tristán le derribó de un golpe que hendió el yelmo, cortó la cofa y descubrió
el cráneo. Riol imploró gracia, pidió merced de la
vida y Tristán recibió su espada. Cogióla a tiempo,
pues por todos lados acudían los nanteses en ayuda de
su señor. Pero ya éste se había rendido y entregado.
Riol prometió ir a la prisión
del duque Hoel, jurarle de nuevo homenaje y fe y
restaurar los caseríos y las villas arrasadas. Dio orden de que terminara la
batalla, y sus huestes se alejaron.
Cuando los vencedores hubieron regresado a Carhaix,
Kaherdín dijo a su padre:
—Señor, mandad llamar a Tristán y retenedle. No hay mejor caballero y
será útil a vuestro país un barón tan intrépido.
Habiendo tomado consejo de sus hombres, el duque Hoel llamó a Tristán.
—Amigo, nunca podré pagaros el bien que me habéis hecho restituyéndome
esta tierra. Quiero, pues, saldar esta deuda. Mi hija Isolda, la de las Blancas
Manos, es descendiente de duques, de reyes y de reinas. Tomadla, os la doy.
—La tomo, señor —dijo Tristán. ¡Ah, señores! ¿Por qué pronunció tal
palabra? Por ella había de venirle la muerte.
Marcado está el día y fijado el término. Viene el duque con sus amigos,
Tristán con los suyos. El capellán canta la misa. Delante de todos, en la
puerta del monasterio, según la ley de la Santa Iglesia, Tristán toma por
esposa a Isolda la de las Blancas Manos. Sus bodas fueron ricas y fastuosas.
Pero llegada la noche, mientras los hombres de Tristán le despojaban de sus
vestidos, sucedió que, al quitarle la angosta manga del brial, se llevaron e
hicieron salir del dedo el anillo de jaspe verde, el anillo de Isolda la Rubia.
Cae contra las losas con un claro sonido. Tristán mira y lo ve. Entonces renace
su antiguo amor y Tristán comprende su delito.
Le recuerda el día en que Isolda la Rubia le dio aquel anillo; fue en el
bosque donde, por él, ella, había arrostrado una vida durísima. Y acostado, al
lado de la otra Isolda, volvió a ver la cabaña del Morois.
¿Por qué locura había acusado en su interior de traición a su amiga? No, ella
sufría, por él toda clase de sinsabores y él la había abandonado.
Pero también sentía compasión por su esposa, la sencilla, la bella. Las
dos Isoldas le habían amado en mala hora.
Con todo, Isolda la de las Blancas Manos se extrañaba de oírle suspirar,
echado a su vera. Por último, se atrevió a decirle, toda encendida en rubor:
—Querido señor, ¿os he ofendido en alguna cosa? ¿Por qué no me dais un
solo beso? Decídmelo. Conozca yo mi ofensa y os ofreceré, si puedo, cumplido
desagravio.
—Amiga —dijo Tristán—, no os irritéis, pero tengo hecho un voto. Hace
poco tiempo, en otro país, combatí con un dragón, y ya iba a morir cuando me
acordé de la Virgen María; le prometí que, pues por su intercesión me libraba
del monstruo, como alguna vez tomara mujer, por todo un año me abstendría, de
besarla y abrazarla.
—Si es así —dijo Isolda la de las Blancas Manos—, lo sufriré con
paciencia.
Pero cuando las sirvientas le pusieron a la mañana siguiente el camisolín
de las desposadas, sonrió tristemente y pensó que no tenía mucho derecho a
tales galas.
XVI. KAHERDÍN
Pasados algunos días, el duque Hoel, su
senescal y todos los monteros, Tristán, Isolda la de las Blancas Manos y
Kaherdín salieron juntos del castillo para cazar en el bosque. Por un estrecho
sendero Tristán cabalgaba a la izquierda de Kaherdín, que con su diestra
sostenía por la brida el palafrén de Isolda la de las Blancas Manos. He aquí
que el palafrén tropezó con un charco de agua. Su casco hizo saltar el agua con
tal fuerza bajo los vestidos de Isolda, que ésta quedó toda mojada y sintió el
frío hasta más arriba de la rodilla. Lanzó un ligero grito y espoleando el
caballo partió riendo con tan aguda y sonora carcajada, que Kaherdín,
cabalgando apresuradamente hacia ella, y una vez la hubo alcanzado, le
preguntó:
—Bella hermana, ¿de qué reís?
—De un pensamiento que se me ha ocurrido, buen hermano. Cuando esta agua
ha saltado hasta mí, le he dicho: «Agua, eres más audaz que el audaz Tristán»
Por esto me reía. Pero ya he hablado demasiado, hermano, y me arrepiento de
ello.
Kaherdín, sorprendido, la instó tan vivamente, que ella al fin tuvo que
contarle la verdad de sus desposorios.
Entonces Tristán les alcanzó y los tres cabalgaron en silencio hasta la
mansión de caza. Allí Kaherdín llamó a Tristán aparte, y le dijo:
—Caballero Tristán, mi hermana me ha confesado la verdad de su boda. Yo
os tenía por par y compañero. Pero habéis faltado a vuestra fe y afrentado mi
parentesco. Desde ahora sabed que os desafío si no rectificáis vuestro
proceder.
Tristán respondió:
—Sí, he venido a vivir entre vosotros para desgracia vuestra, pero oye mi
desventura, querido y dulce amigo, hermano y compañero, y tal vez tu corazón se
apaciguará. Sabrás que tengo otra Isolda, más bella que todas las mujeres, que
ha sufrido y sufre aún por mí muchas penas. Cierto es que tu hermana me ama y
me honra; pero, por mi amor, la otra Isolda trata con más amor todavía que el
que me dispensa tu hermana, a un perro que yo le he dado. Ven, dejemos la caza,
sígueme y te contaré la tragedia de mi vida.
Tristán volvió la brida y espoleó su caballo. Kaherdín dirigió el suyo
sobre las huellas de Tristán. Sin decir palabra corrieron hasta lo más profundo
del bosque. Allí Tristán reveló su vida a Kaherdín. Contóle cómo en el mar había bebido el amor y la muerte; la traición de los barones y
del enano, la reina conducida a la hoguera y entregada a los leprosos, y sus
amores en el bosque salvaje; cómo la había devuelto al rey Marés, y cómo,
huyendo de ella, había querido amar a Isolda la de las Blancas Manos y cómo,
desde entonces, había descubierto que no podía vivir ni morir sin la reina.
Kaherdín calla, estupefacto. Siente que a su pesar su cólera se mitiga.
—¡Amigo —dijo al fin—, oigo maravillosas palabras y habéis movido mi corazón a piedad,
pues habéis soportado penas tales que Dios nos libre a todos de sufrir!
Regresemos a Carhaix. Al tercer día, si puedo, os
diré mi pensamiento.
En su habitación de Tintagel, Isolda la Rubia suspira por Tristán y le
llama anhelosa. Amarlo siempre: no tiene otra idea, otra esperanza, otra,
voluntad. En él cifra todo su afán y desde hace dos años nada sabe de él.
¿Dónde está? ¿En qué país? ¿Vive siquiera?
Sentada en su cuarto, Isolda la Rubia canta un triste romance de amor.
Dice cómo Gurón fue sorprendido y asesinado por el
amor de la dama que amaba por encima de todo y cómo el conde dio astutamente el
corazón de Gurón a comer a su mujer, y el dolor de
ésta.
La reina canta dulcemente; entona su voz con la del arpa. Las manos son
bellas, bueno el romance, el tono bajo y dulce la voz.
Ahora comparece Kariado, rico conde de una isla
lejana. Había venido a Tintagel para ofrecer sus servicios a la reina y, varias
veces desde la partida de Tristán, la había requerido de amores. Pero la reina
rehusaba sus requerimientos y los consideraba como una locura. Era apuesto
caballero, arrogante y altivo, muy bien hablado, pero más valeroso en las
habitaciones de las damas que en la batalla. Encontró a Isolda cantando su
romance. Le dijo riendo:
—Señora, ¡qué triste canto, tan triste como el de la lechuza! ¿No dicen
que la lechuza canta para anunciar la muerte? Es mi muerte, sin duda, la que
anuncia vuestro romance, pues me muero por vuestro amor.
—Sea —dijo Isolda—. Bien quiero que mi canto signifique vuestra muerte,
pues jamás habéis entrado aquí sin traerme una noticia dolorosa. Vos siempre
habéis sido lechuza o búho para hablar mal de Tristán. ¿Qué mala nueva me
traéis hoy todavía?
Kariado le respondió:
—Reina, estáis irritada y no sé de qué; pero loco es quien hace caso de
vuestras palabras. Aunque me sobrevenga la muerte que anuncia la lechuza, aquí
tenéis la mala nueva que os trae el búho. Tristán, vuestro amigo, está perdido
para vos, dama Isolda. Ha tomado mujer en otra tierra. De ahora en adelante
podréis surtiros en otra parte, pues él desdeña vuestro amor. Ha tomado por
mujer, con gran honor, a Isolda la de las Blancas Manos, la hija del duque de
Bretaña.
Kariado se marcha, enfurecido.
Isolda la Rubia baja la cabeza y llora.
Al tercer día, Kaherdín llama a
Tristán:
—Amigo, me he aconsejado con mi corazón. Sí, si vos habéis dicho la
verdad, la vida que lleváis en esta tierra es insensatez y locura y ningún bien
puede haber en ello ni para vos ni para mi hermana Isolda la de las Blancas
Manos. Escuchad, pues, mis palabras. Bogaremos juntos hacia Tintagel; volveréis
a ver a la reina y comprobaréis si os añora todavía y si os guarda fidelidad.
Si os ha olvidado, tal vez entonces améis más a mi hermana Isolda, la sencilla,
la bella. Os seguiré; ¿no soy vuestro par y vuestro camarada?
—Hermano —dijo Tristán—, en verdad se dice: «El corazón de un hombre vale
todo el oro de un país»
Muy pronto Tristán y Kaherdín cogieron el bordón y la capa de peregrinos,
como si quisieran visitar los cuerpos santos en lejanas tierras. Se despidieron
del duque Hoel. Tristán llevó consigo a Gorvalán, y
Kaherdín sólo un escudero. Secretamente equiparon una nave, y los cuatro
bogaron hacia Cornualles.
El viento fue ligero y bueno, hasta que tomaron tierra una mañana, antes
del alba, no lejos de Tintagel, en una cala desierta, vecina de Lidán. Allí, sin duda, Dinás de Lidán, el buen senescal, les albergaría y sabría ocultar su
llegada.
Al rayar el alba, los cuatro compañeros subían a Lidán cuando vieron venir hacia ellos un hombre que seguía el mismo camino, al trote
corto de su caballo. Se escondieron en el bosque y el hombre pasó sin verles,
dormitando sobre la silla. Tristán le reconoció:
—Hermano —dijo en voz baja a Kaherdín—, es el mismo Dinás de Lidán. Duerme. Sin duda regresa de casa de su
amiga y sueña todavía en ella: no sería cortés despertarle, pero sígueme de
lejos.
Alcanzó a Dinás, cogió suavemente su caballo
por la brida, y marchó a su lado sin ruido. Al fin, un tropezón del caballo
desveló al durmiente. Abre sus ojos, ve a Tristán, no sabe lo que le pasa:
—¿Eres tú? ¿Eres tú, Tristán?. ¡Dios bendiga la hora en que te vuelvo a
ver! ¡La he esperado durante tanto tiempo!
—Amigo, Dios os guarde, ¿qué nuevas me traéis de la reina?
—¡Ay! Duras noticias. El rey la ama y quiere agasajarla, pero desde tu
destierro languidece y llora por ti. ¡Ah! ¿Por qué volver a su lado? ¿Quieres
buscar todavía tu muerte y la suya? Tristán, ten piedad de la reina, déjala en
paz.
—Amigo —dijo Tristán—, otorgadme un don; escondedme en Lidán, llevadle mi mensaje y haced que vuelva a verla una
vez, una sola vez.
Dinás respondió:
—Tengo piedad de mi señora, y no quiero cumplir tu mensaje si no sé que ella ha sido amada por ti por encima de todas las
mujeres.
—¡Ah!, señor, decidle que siempre la he amado por encima de todas las
mujeres, y será la verdad.
—Bien, sígueme, pues, Tristán; te ayudaré en lo que anhelas.
En Lidán, el senescal albergó a Tristán,
Gorvalán, Kaherdín y su escudero, y cuando Tristán le hubo contado punto por
punto sus últimas aventuras, Dinás se fue a Tintagel
para enterarse de las nuevas de la corte. Supo que dentro de tres días la reina
Isolda, el rey Marés y todo su séquito, con sus escuderos y sus monteros,
abandonarían Tintagel para instalarse en el Castillo de la Blanca Landa donde
se habían preparado grandes cacerías. Entonces Tristán confió al senescal su
anillo de jaspe verde y el mensaje que debía repetir a la reina.
XVII. DINÁS DE LIDÁN
Dinás regresó a Tintagel, subió
los peldaños y entró en la sala. Bajo el dosel, el rey Marés e Isolda la Rubia
estaban sentados ante el tablero de ajedrez. Dinás se
sentó en un taburete cerca de la reina, como para observar su juego, y por dos
veces, fingiendo señalarle las piezas, puso su mano sobre el tablero; a la segunda
vez, Isolda reconoció en el dedo el anillo de jaspe. No quiso seguir jugando.
Tocó el brazo de Dinás ligeramente, de tal forma que
muchos peones cayeron en desorden.
—Mirad, senescal —dijo ella—, habéis desbaratado mi juego, de tal forma
que ya no sabría continuar.
Marés abandona la sala, Isolda se retira a su cámara y llama al senescal
a su lado.
—Amigo, ¿sois mensajero de Tristán?
—Sí, reina, está en Lidán, escondido en mi
castillo.
—¿Es verdad que ha tomado esposa en Bretaña?
—Reina, os han dicho la verdad. Pero él asegura que no os ha traicionado,
que ni un solo día ha dejado de amaros por encima de todas las mujeres; que
morirá si no vuelve a veros tan sólo una vez; os requiere para que consintáis
en ello por la promesa que le hicisteis el último día que os habló.
La reina estuvo un rato callada, pensando en la otra Isolda.
—Sí —respondió al fin—, el último día que me habló dije, lo recuerdo: «Si
alguna vez vuelvo a ver el anillo de jaspe verde, ni torre, ni fuerte castillo,
ni prohibición real, me impedirán hacer la voluntad de mi amigo, sea discreción
o locura»
—Reina, dentro de dos días la corte debe abandonar Tintagel para
instalarse en la Blanca Landa. Tristán os manda decir que estará escondido a
medio camino en un matorral de espinos. Os suplica que tengáis piedad de él.
—He dicho: ni torre, ni fuerte castillo, ni prohibición real me impedirán
hacer la voluntad de mi amigo.
Dos días después, cuando toda la corte se disponía a partir de Tintagel,
Tristán y Gorvalán, Kaherdín y su escudero, ciñeron la cota, cogieron sus
espadas y sus escudos y por senderos secretos se pusieron en camino hacia el
lugar señalado. A través del bosque, dos caminos conducían a la Blanca Landa:
uno hermoso y bien apisonado, por donde debía pasar el séquito, otro abandonado
y pedregoso, Tristán y Kaherdín apostaron en éste a sus dos escuderos. Les
esperarían en aquel lugar, guardando sus caballos y sus escudos. Ellos, a su
vez, se deslizaron por el bosque y se escondieron en un matorral. Delante del
matorral, en el camino, Tristán depositó una rama de avellano con un brote de
madreselva entrelazado.
Muy pronto apareció la comitiva. Aparece la tropa del rey Marés. Vienen
en ordenada marcha los furrieles, los mariscales, los cocineros y los coperos,
luego los sacerdotes, y los mozos de jauría conduciendo lebreles y bracos, los
halconeros llevando los pájaros en el puño izquierdo; los monteros, los
caballeros y los barones van al paso, bien alineados de dos en dos, y da gusto
verles ricamente montados en caballos enjaezados de terciopelo, tachonados de
orfebrería. Pasó luego el rey Marés, y Kaherdín se maravilló al ver a los
validos a su alrededor: dos aquí, dos allá, vestidos todos de telas de oro y
escarlata.
Entonces se adelanta el séquito de la reina. Las lavanderas y las
camareras van a la cabeza, a continuación las mujeres y las hijas de los
barones y los condes. Pasan una a una y un joven caballero escolta a cada una
de ellas. Al fin se acerca un palafrén montado por la más bella que los ojos de
Kaherdín hayan visto jamás. Es preciosa de cuerpo y de cara, la cadera un poco
baja, las cejas bien trazadas, los ojos risueños, menudos los dientes; una
túnica de samit rojo la cubre, una fina diadema de
oro y pedrerías adorna su tersa frente.
—¿Es la reina? —dijo Kaherdín en voz baja.
—¿La reina? —dijo Tristán—; no, es Camila, su sirvienta.
Luego viene, sobre un palafrén bajo, otra damisela más blanca que la
nieve de febrero, más colorada que una rosa, y sus ojos claros centellean como
una estrella en el agua de la fuente.
—¡Ah, ya la veo, es la reina! —dice Kaherdín.
—iOh, no! —dice Tristán—. Es Brangania, la Fiel.
Pero el camino se iluminó de súbito, como si el sol se filtrara de golpe
a través del follaje de los grandes árboles, y apareció Isolda la Rubia. El
duque Andret, Dios lo confunda, cabalgando a su
diestra.
En aquel instante salieron del matorral de espinos cantos de currucas y
de alondras y Tristán ponía en estas melodías toda su ternura. La reina ha
comprendido el mensaje de su amigo. Ve en tierra la rama de avellano con la de
madreselva enlazada fuertemente y piensa para sí:
«Así somos nosotros, amigo: ni vos sin mí, n¡ yo sin vos»
Para su palafrén, se apea, va hacia una hacanea que lleva una caseta
adornada de pedrería; allí, sobre un tapiz de púrpura, estaba echado el perro
«Petit-Crú»; lo toma en brazos, lo acaricia con la
mano, le hace agasajos con su manto de armiño, le colma de halagos. Luego,
habiéndolo colocado de nuevo en su estuche, se vuelve hacia el matorral y dice
en voz alta:
—Pájaros de este bosque que me habéis regocijado con vuestras canciones,
os tomo a mi servicio. Mientras mi señor Marés cabalgará hasta la Blanca Landa,
quiero permanecer en mi castillo de San Lubín.
Pájaros, acompañadme hasta allí; esta noche os recompensaré ricamente como a
buenos trovadores.
Tristán retuvo sus palabras y se regocijó de ellas.
Pero ya Andret el Felón se inquietaba. Colocó
de nuevo a la reina en la silla y la comitiva se alejó.
Escuchad ahora una mala aventura. Mientras pasaba el séquito real, allá
abajo, por el camino donde Gorvalán y el escudero de Kaherdín guardaban los
caballos de sus señores, compareció otro caballero armado que se llamada Bleherí. Reconoció de lejos a Gorvalán y el escudo de
Tristán.
«¿Qué veo? —pensó—; es Gorvalán y el otro el propio Tristán»
Espoleó su caballo hacia ellos y exclamó:
—¡Tristán!
Pero ya los dos escuderos habían vuelto grupas, huyendo. Bleherí, lanzándose en su persecución, repetía:
—¡Tristán, detente, te conjuro por tu valentía!
Pero los dos caballeros no volvieron la cabeza. Entonces Bleherí exclamó:
—¡Tristán, detente, te conjuro por el nombre de Isolda la Rubia!
Tres veces conjuró a los fugitivos por el nombre de Isolda la Rubia. Pero
fue en vano: desaparecieron y Bleherí no pudo
alcanzar más que a uno de sus caballos, que se llevó consigo. Llegó al castillo
de San Lubín precisamente cuando la reina acababa de
instalarse allí. Y como la encontrara sola, le dijo:
—Reina, Tristán está en este país. Le he visto por el camino abandonado
que viene de Tintagel. Se ha dado a la fuga. Tres veces le he llamado para que
se detuviera, conjurándole en nombre de Isolda la Rubia, pero le ha entrado
miedo y no ha osado esperarme.
—Buen señor, mentís neciamente: ¿cómo puede encontrarse Tristán en este
país? ¿Cómo habría huido ante vos? ¿Cómo no se habría detenido conjurado por mi
nombre?
—Con todo, señora, yo le he visto y para convenceros he cogido uno de sus
caballos. Vedle bien enjaezado allá en la era.
Bleherí vio a Isolda enfurecida. Condolióse por ello, pues amaba a Tristán y a la reina. La
dejó, arrepintiéndose de haber hablado.
Entonces Isolda dijo llorando:
—¡Desgraciada de mí! ¡Ya he vivido demasiado, puesto que he visto el día
en que Tristán me burla y afrenta! Antes, al conjuro de mi nombre, ¿con qué
enemigo no se hubiera enfrentado? Es intrépido, y si ha huido ante Bleherí y no se ha dignado detenerse en nombre de su amiga,
¡ahí es que se halla enamorado de la otra Isolda! ¿Por qué ha vuelto? ¡Me ha
traicionado! ¡Ha querido afrentarme con creces! ¿No tenía bastante con mis
antiguos tormentos? Que vuelva, pues, afrentado también, hacia Isolda la de las
Blancas Manos.
Llamó a Perinís el Fiel, y le repitió las
nuevas que Bleherí le había dado, añadiendo:
—Amigo, busca a Tristán por el camino abandonado que va de Tintagel a Lubín. Le dirás que no le saludo y que no te atreva a
acercarse a mí, pues le haré expulsar por los criados y los pajes.
Perinís lanzóse a la búsqueda, hasta que encontró a Tristán y a Kaherdín. Les dio el mensaje de
la reina.
—Hermano —exclamó Tristán—, ¿qué has dicho? ¿Cómo habría podido huir ante Bleherí si, como ves, no tenemos ni los caballos?
Gorvalán y mi escudero los guardaban; no les hemos encontrado en el lugar
convenido y todavía los buscamos.
En este instante regresaron Gorvalán y el escudero de Kaherdín y confesaron
su aventura.
—Perinís, bueno y dulce amigo —dijo Tristán—,
vuelve apresuradamente hacia tu señora. Dile que le envío salud y amor, que no
he faltado a la lealtad que le debo y que la amo por encima de todas las
mujeres: dile que vuelva a enviarte hacia mí para traerme su favor; esperaré
aquí hasta que vuelvas.
Perinís volvió al encuentro de la
reina y le repitió lo que había visto y oído. Pero ella no quiso creerle.
—¡Ah! Perinís, tú eras mi privado y mi fiel, y
mi padre te había destinado desde niño a servirme. Pero Tristán, el hechicero,
te ha conquistado con sus mentiras y sus regalos. Tú también me has
traicionado: ¡vete!
Perinís se arrodilló ante ella:
—Señora, duras son vuestras palabras. En mi vida experimenté pena mayor;
pero poco me importa por mí; me pesa por vos, señora, que ultrajáis a mi señor
Tristán, y os arrepentiréis de ello demasiado tarde.
—¡Vete, no te creo! ¡Tú también, Perinís, Perinís el Fiel, me has traicionado!
Tristán esperó largo tiempo a que Perinís le
trajera el perdón de la reina. Mas Perinís no volvió.
A la mañana siguiente, Tristán se envuelve en una gran capa hecha
jirones. Pintarrajea su cara con bermellón y zumo de nueces, de manera que
parece un enfermo roído por la lepra. Toma en sus manos una escudilla de madera
rayada para recoger las limosnas y unas tablillas de leproso.
Entra por las calles de San Lubín y ahuecando
la voz mendiga a todos los transeúntes.
¿Podrá tan sólo vislumbrar a la reina?
Ella sale al fin del castillo. Brangania y sus
mujeres, sus criados y sus sirvientes la acompañan. Toma el camino que conduce
a la iglesia. El leproso sigue a los criados hace sonar sus tablillas, suplica
con doliente voz:
—Reina, dadme algo; ¡soy tan desgraciado!
Por su hermoso cuerpo, por su talle, Isolda le reconoce. Se estremece,
pero no se digna bajar sus ojos hacia él. El leproso le implora en forma que da
compasión oírle; se arrastra a sus pies.
—Reina, no os enojéis si me atrevo a acercarme a vos; ¡tened piedad de
mí, bien la merezco!
Pero la reina llama a sus criados y pajes:
—Echad fuera de aquí a este leproso —les dice. Los criados le rechazan,
le pegan, se les resiste y exclama otra vez:
—¡Reina, tened piedad de mí!
Entonces Isolda soltó la carcajada. Esta resonaba aún cuando entró en la iglesia. Al oírla, el leproso se fue. La reina avanzó
algunos pasos bajo la nave del monasterio, pero sintió que sus piernas se
doblaban; cayó de hinojos, luego su cabeza se inclinó hacia atrás y se desplomó
sobre las losas.
Aquel mismo día Tristán se despidió de Dinás con tan gran desconsuelo que parecía haber perdido el juicio, y equipó la nave
para partir hacia Bretaña.
¡Ay! Muy pronto hubo de arrepentirse la reina.
Cuando supo por Dinás de Lidán que Tristán había partido tan desolado, empezó a creer que Perinís le había dicho la verdad y que Tristán no había huido conjurado por su nombre,
sino que ella le había expulsado con gran sinrazón.
«¡Os he echado, a vos, Tristán amigo! —pensaba—. Ahora debéis odiarme y
jamás volveré a veros. Nunca sabréis de mi dolor de ahora ni del castigo que
quiero imponerme y ofreceros como insignificante prenda de mi remordimiento»
Desde aquel día, en castigo de su error y su locura, Isolda la Rubia ciñó
un cilicio contra su carne.
XVIII. TRISTÁN LOCO
Tristán volvió a ver la Bretaña, Carhaix, al
duque Hoel y a su mujer Isolda la de las Blancas
Manos. Todos le dispensaron buena acogida, pero Isolda la Rubia le había
arrojado de sí y nada le importaba ya nada. Languideció mucho tiempo lejos de
ella. Luego, un día, sintió ardientes deseos de volver a verla aunque le
hiciera azotar vilmente por sus criados y pajes. Lejos de ella le esperaba una
muerte segura y próxima. Antes morir de una vez que lentamente, un poco cada
día. El que vive en el dolor es como un muerto. Tristán desea la muerte, quiere
la muerte; pero que la reina sepa, al menos, que ha muerto por su amor; que lo
sepa ella y así morirá más dulcemente.
Partió de Carhaix sin comunicarlo a nadie, ni a
sus parientes, ni a sus amigos, ni tan sólo a Kaherdín, su compañero querido.
Partió miserablemente vestido, a pie: que nadie repara en los pobres
pordioseros que vagan por los anchos caminos. Anduvo hasta la orilla del mar.
En el puerto estaban aparejando una gran nave mercante y ya los marineros
izaban la vela y levaban anclas para hacerse a la mar.
—Dios os guarde, señores, y que naveguéis felizmente. ¿Hacia qué tierra
os dirigís?
—Hacia Tintagel.
—¡Hacia Tintagel! ¡Ah, señores, llevadme con vosotros!
Embarca. Viento propicio hincha la vela y hace correr la nave sobre las
olas. Cinco días y cinco noches estuvo bogando hacia Cornualles y llegado el
sexto fondearon en el puerto de Tintagel.
Al otro lado del puerto, el castillo se erguía sobre el mar, amurallado
por todos lados. Sólo se podía entrar por una gran puerta de hierro y dos
gentilhombres la guardaban de día y de noche. ¿Cómo penetrar en él?
Tristán descendió de la nave y se sentó en la playa. Supo por un hombre
que pasaba que Marés se hallaba en el castillo, donde acababa de celebrar
importantes cortes.
—Pero, ¿dónde está la reina? ¿Y Brangania, su
bella sirvienta?
—Están también en Tintagel, las he visto poco ha; la reina Isolda parecía
triste, como siempre.
Al oír el nombre de Isolda, Tristán lanzó un suspiro pensando que ni con
ingenio ni con arrojo lograría ver de nuevo a su amiga porque el rey Marés le
mataría si lo intentaba.
—¿Pero qué me importa que me mate? ¡Isolda mía!, ¿no debo morir por
vuestro amor? ¿Y qué hago cada día sino morir un poco? Pero con todo, Isolda,
si supierais que estoy aquí, ¿os dignaríais tan sólo hablar a vuestro amigo?
¿No me haríais expulsar por vuestros pajes? Quiero ensayar una treta. Me
fingiré loco y esta locura será gran discreción. Algunos me tendrán por
perturbado y serán menos cuerdos que yo; otros me tomarán por loco y tendrán
otros más locos en su casa.
Se acercaba un pescador vestido con un sayal de burda tela y un capuchón
enorme. Tristán le ve y le llama aparte con un signo.
—Amigo, ¿quieres trocar tus ropas por las mías? Dame tu cota, que me
gusta mucho.
El pescador miró las vestiduras de Tristán, encontrólas mejores que las suyas, las cogió enseguida y se fue, aprisa y corriendo,
satisfecho del cambio.
Entonces Tristán rapó su hermosa melena rubia marcando una cruz en la
cabeza. Untó su rostro con un licor mágico traído de su país y al punto el
color y el aspecto de su semblante cambiaron de tan extraña manera que nadie
habría podido reconocerle. Arrancó una rama de castaño, hizo una maza con ella,
la colgó de su cuello y se encaminó descalzo hacia el castillo.
El portero creyó seguramente que era un loco y le dijo:
—Acercaos, ¿dónde habéis estado tanto tiempo?
Tristán ahuecó la voz y respondió:
—En la boda del abate del Monte, que es amigo mío. Se ha casado con una
abadesa, una opulenta dama con velo. Desde Besançon hasta el Monte todos los
sacerdotes, abates, monjes y clérigos ordenados han sido enviados a estos
desposorios y todos, en la landa, llevando bastones y muletas, saltan, juegan y
bailan a la sombra de los grandes árboles. Pero yo les he dejado para venir
aquí, pues hoy debo servir en la mesa del rey:
El portero le dijo:
—Entrad, pues, señor, hijo de Urgando el
Velloso. Sois alto y velludo como él y os parecéis mucho a vuestro padre.
Cuando entró en el castillo golpeando el suelo con la maza, criados y escuderos
se agolparon a su paso persiguiéndolo como si fuera un lobo.
—¡Mirad el loco! ¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!
Le tiran piedras, le acometen con sus bastones; mas él les planta cara saltando y les deja hacer y, si le atacan a la izquierda,
vuélvese arreando golpes a la derecha.
En medio de las risas y las rechinas, arrastrando tras da sí a la turba
encanallada, liega hasta el umbral de la puerta donde, bajo el dosel, al lado
de la reina, se sentaba el rey Marés. Acercóse a la
puerta, colgó su maza al cuello y entró. Vióle el rey
y dijo:
—He aquí un buen compañero; haced que se acerque.
Le llevaron ante el rey con la
masa al cuello.
—Bienvenido seáis, amigo.
Tristán respondió con su voz extrañamente desfigurada:
—Señor mío, bueno y noble entre todos los reyes, ya sabía que al veros mi
corazón se estremecería de ternura. ¡Dios os proteja, señor!
—¿Qué habéis venido a buscar aquí, buen amigo?
—A Isolda mi bien amada. Os traigo a mi hermana, la bellísima Brunehalda. La reina debe hastiaros ya, probad otra mujer;
cambiemos, yo os doy mi hermana, dadme a Isolda, la tomaré y os serviré por
amor.
El rey se echó a reír y dijo al loco:
—Si te doy la reina, ¿qué harás con ella? ¿Adónde la llevarás?
—Allá arriba, entre el cielo y las nubes, a mi hermosa mansión de
cristal. El sol la atraviesa con sus rayos y los vientos no pueden nada contra
ella. Llevaré allí a la reina, a una habitación transparente llena de rosas,
radiante de luz todas las mañanas al beso del sol.
El rey y sus barones dijeron entre sí:
—He aquí un loco de hábiles palabras.
Se había sentado en una alfombra y miraba con ternura a Isolda.
—Amigo —le dijo Marés—, ¿en qué fundas la esperanza de que la reina hará
caso de un loco odioso como tú?
—Señor, es de ley; por ella he arrostrado muchos trabajos y por ella me
he vuelto loco.
—¿Quién eres?
—Soy Tristán, el que tanto ha amado a la reina y seguirá amándola hasta
la muerte.
A este nombre, Isolda suspiró, se volvió pálida, y enfurecida le gritó:
—¡Vete! ¿Quién te ha mandado entrar aquí? ¡Vete, loco malvado!
El loco se dio cuenta de su ira y dijo:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del día en que herido por la espada
envenenada de Morolt y cruzando el mar, con mi arpa
por única compañía, fui impelido hacia vuestras playas? Vos me curasteis. ¿No
os acordáis ya, reina?
Isolda respondió:
—Vete de aquí, loco, ni tú ni tus juegos me hacéis ninguna gracia.
De súbito, el loco se volvió hacia los barones y les persiguió hasta la
puerta gritando:
—¡Fuera de aquí, mala gente! Dejadme solo para celebrar consejo con
Isolda, porque he venido aquí para amarla.
El rey se echó a reír. Isolda se ruborizó.
—Señor, expulsad a este loco.
Pero el loco insistió con su voz extraña:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del gran dragón que maté en vuestra
tierra? Escondí su lengua en mi jubón y, abrasado por su veneno, caí al borde
del pantano. ¡Yo era entonces un maravilloso caballero!... y esperaba la
muerte, cuando vos me socorristeis.
Isolda respondió:
—Calla, estás injuriando a los caballeros, porque no eres más que un loco
de nacimiento. ¡Malditos sean los marineros que te trajeron aquí en lugar de
arrojarte al mar!
El loco soltó una carcajada y prosiguió:
—Reina Isolda, ¿no os acordáis del baño donde queríais matarme con mi
propia espada? ¿Y del cuento del cabello de oro que os apaciguó? ¿Y de cómo os
defendí contra el senescal cobarde?
—Callad, fabulista del diablo, ¿por qué venís aquí, a propagar vuestros
desvaríos? Os emborrachasteis, ayer, sin duda, y la embriaguez os produce estos
sueños.
—Es verdad, me embriagué, y con bebida tal que mi embriaguez no se
disipará nunca. Reina, Isolda, ¿no os acordáis de aquel día tan hermoso, de
aquel cálido día en alta mar? Vos teníais sed, ¿lo recordáis, hija de rey?
Bebimos los dos en el misino vaso. Después he estado siempre poseído de mala
embriaguez...
Isolda, al oír estas
palabras, que sólo ella podía
comprender, escondió la cabeza bajo el manto, se levantó y quiso marcharse.
Pero el rey la retuvo por su capa de armiño y la hizo sentar de nuevo a su
lado.
—Esperad un poco, Isolda amiga, escuchamos estas locuras hasta el final.
Loco, ¿qué oficio tienes?
—He servido a reyes y condes.
—En verdad: ¿sabes cazar con los perros? ¿Y con los pájaros?
—Cierto, cuando me parece bien cazar por el bosque, sé coger con mis
lebreles las grullas que vuelan entre las nubes y con mis sabuesos los cisnes,
las ocas pardas o blancas, las palomas torcaces: con mi arco, los somormujos y el martín-pescador.
Todo el mundo rió a gusto y el rey preguntó:
—Y ¿qué coges, hermano, cuando cazas por el río?
—Cojo todo lo que encuentro; con mis azores, los lobos de los bosques y
los osos enormes; con mis gerifaltes, los jabalís; con mis halcones, las cabras
monteses y los gamos; las zorras con mis gavilanes; las liebres con mis
esparavanes. Y cuando vuelvo a casa de mis huéspedes, sé manejar bien la maza,
repartir los tizones entre los escuderos, templar mi arpa, cantar dulce música,
amar a las reinas y arrojar por los arroyos astillas bien cortadas. En verdad,
¿no soy un buen cortesano? ¿Habéis visto hoy cómo sé esgrimir el bastón?
Y golpea con su maza por todo alrededor.
—¡Salid de aquí, señores de Cornualles! ¿Por qué os quedáis? ¿No habéis
comido ya? ¿No estáis hartos?
El rey, una vez se hubo divertido con el loco, pidió su corcel y sus
halcones y se fue de caza con sus caballeros y escuderos.
—Señor —le dijo Isolda—, me siento cansada y enferma. Permitid que me
vaya a descansar a mis habitaciones; no puedo escuchar por más tiempo estas
locuras.
Retiróse a su cuarto, muy pensativa, sentóse en la cama y prorrumpió en lamentos.
—¡Infeliz! ¿Por qué nací? Tengo el corazón oprimido y triste. ¡Brangania, hermana mía, mi vida es tan dura y áspera que
más me valdría la muerte! ¡Aquí hay un loco, rapado en cruz, llegado en mala
hora: este loco, este juglar, es hechicero o adivino porque conoce punto por
punto mi ser y mi vida y sabe cosas que nadie puede saber sino vos, yo, y
Tristán; las sabe el vagabundo por arte de encanta miento y brujería.
Brangania respondió:
—¿No será el mismo Tristán?
—No, porque Tristán es hermoso y el mejor de los caballeros y este nombre
es abominable y contrahecho. ¡Maldito sea de Dios! ¡Maldita sea la hora en que
nació y maldita la nave que lo ha traído aquí, en lugar de sepultarlo bajo las
olas profundas!
—Sosegaos, señora —dijo Brangania—. Demasiado
sabéis hoy maldecir y excomulgar. ¿Dónde habéis aprendido esto? ¿No podría ser
que este hombre fuera el mensajero de Tristán?
—No lo creo, no lo he reconocido. Pero id a su encuentro, bella amiga, y
habladle. A ver si vos le reconocéis.
Brangania encaminóse hacia el umbral donde el loco, sentado en un banco, había quedado solo. Tristán
la reconoció. Dejó caer su maza y exclamó:
—Brangania, franca Brangania,
yo os conjuro por Dios; ¡tened piedad de mí!
—Loco, villano, ¿qué diablo os ha enseñado mi nombre?
—¡Tiempo ha que lo aprendí, hermosa! Si la
razón ha huido de mi cabeza antes rubia, vos, bella, tenéis la culpa. ¿No sois
vos quien debía guardar el brebaje que bebí en alta mar? Lo bebí un día de
mucho calor en una copa de plata y la tendí a Isolda. Sólo vos lo sabéis,
bella; ¿ya no lo recordáis?
—¡No! —respondió Brangania y, turbada por
completo, retrocedió hacia la cámara de Isolda. El loco precipitóse tras ella.
—¡Piedad! —gritó.
Entra, ve a Isolda, se arroja hacia ella con los brazos abiertos y quiere
estrecharla contra su pecho; pero llena de confusión, empapada toda ella en un
sudor de angustia, la reina se echa hacia atrás y le rechaza. Al ver que ella
evita que se le acerque, Tristán tiembla de ira y de vergüenza, retrocede hacia
la pared cercana a la puerta y con su voz desfigurada:
—Cierto —dice—, ¡he vivido demasiado tiempo, puesto que he visto el día
en que Isolda me rechaza, no se digna amarme, me tiene por vil! ¡Ah, Isolda,
quien bien ama, tarde olvida! Isolda, cosa bella es una fuente abundante que
mana y corre a chorros amplios y se olvida.
—Hermano —respondió Isolda—, os miro, dudo, tiemblo y no sé, no reconozco
a Tristán.
—Reina Isolda, soy Tristán, el que tanto os ha amado; ¿no os acordáis del
enano que sembró harina entre nuestras camas? ¿Y del salto que di y de la
sangre que salió de mi herida? ¿Y del regalo que os envié, el perro «Petit-Crú» con el cascabel mágico? ¿No os acordáis de las
astillas cortadas que yo arrojaba por el arroyuelo?
Isolda le mira, suspira, no sabe qué decir ni qué creer; bien ve que él
lo sabe todo, pero sería locura confesar que es Tristán. Y Tristán le dice:
—Señora reina, bien sé que os habéis reído de mí y os acuso de traición.
Pero con todo, hermosa, yo he conocido vuestros días de amor. Fue en la selva
profunda, en la cabaña de follaje; ¿os acordáis del día en que os di mi buen
perro «Husdán»? ¡Ah! éste sí que me ha amado siempre
y por mí dejaría a Isolda la Rubia; ¿dónde está?, ¿qué habéis hecho de él? Él,
por lo menos, me reconocería.
—¿Os reconocería? Decís locura; porque desde la partida de Tristán yace
en su perrera y se lanza contra todo aquel que se le acerca. Traédmelo, Brangania.
Brangania lo trae.
—Ven aquí, «Husdán» —dice Tristán—; eres mío,
yo vuelvo a tomarte.
Cuando «Husdán» ove su voz, hace volar la
tralla de manos de Brangania, corre hacia su amo, se
revuelca a sus pies, le lame las manos, ladra de alegría...
—«Husdán» —exclama el loco—; ¡bendito el
trabajo que me he tomado al criarte! Me has dado mejor acogida que aquella a
quien amaba tanto. Ella no quiere reconocerme; ¿reconocería acaso este anillo
que me dio en otro tiempo, entre besos y lágrimas, el día de la separación?
Este pequeño anillo de jaspe apenas se ha separado de mí y con frecuencia le he
pedido consejo en mis tormentos, con frecuencia he mojado este verde jaspe con
mis ardientes lágrimas.
Isolda ha visto el anillo. Abre sus brazos y exclama:
—¡Aquí me tienes! ¡Tómame, Tristán!
Entonces Tristán cesó de desfigurar la voz.
—Amiga, ¿cómo has podido desconocerme durante, tanto tiempo, cuando este
perro me ha reconocido enseguida? ¿Qué importa este anillo? ¿No sientes que me
habría sido más dulce ser reconocido a la sola memoria de nuestros pasados
amores? ¿Qué importa el sonido de mi voz? El sonido de mi corazón debías haber
oído.
—Amigo —dijo Isolda—, tal vez lo he sentido antes de lo que tú crees,
pero estamos rodeados de arterías; ¿había de seguir mi impulso como ha hecho
este perro, arriesgándome a hacerte prender y matar ante mis ojos? Me guardaba
y te guardaba. Ni el recuerdo de tu vida pasada, ni el sonido de tu voz, ni
este mismo anillo me prueban nada porque pueden ser malas jugadas de un
hechicero. Me rindo, con todo, a la vista del anillo: ¿acaso no he jurado que
en cuanto lo viera, aunque fuera mi perdición, haría siempre lo que me mandaras
decir, fuera cosa de discreción o de locura? ¡Cosa de discreción o de locura,
heme aquí, tómame, Tristán!
Cayó desvanecida sobre el pecho de su amigo. Cuando volvió en sí, Tristán
la tenía abrazada y le besaba los ojos y la cara. Entra con ella tras la
cortina. En sus brazos lleva a la reina.
Para divertirse con el loco, los criados le albergaron en el hueco de la
escalera como si fuera un perro. Sufría mansamente sus burlas y golpes porque a
veces, recobrando su forma y su belleza, pasaba de su escondrijo a la cámara de
la reina.
Pero transcurridos unos cuantos días, dos camareras sospecharon el
fraude; advirtieron a Andret, el cual hizo apostar
ante la cámara de las mujeres a tres espías armados. Cuando Tristán quiso pasar
la puerta le gritaron:
—¡Atrás, loco, vete a yacer a la paja!
—¿Qué decís, buenos señores? ¿Por ventura no debo ir esta noche a abrazar
a la reina? ¿No sabéis que ella me ama y me espera?
Tristán blandió su maza, tuvieron miedo y le cedieron el paso. Tomó a
Isolda entre sus brazos:
—Amiga, debo huir porque pronto sería descubierto. Es preciso que huya y
tal vez para no volver más. Mi muerte se aproxima y lejos de vos moriré de
deseo.
—¡Amigo, cierra tus brazos y estréchame tan fuertemente, que en este
abrazo se fundan los corazones y escapen las almas! Llévame al país venturoso
de que hablabas en otro tiempo, al país de donde nadie vuelve y donde hay
músicos insignes que entonan cantos sin fin. ¡Llévame contigo!
—Sí, te llevaré al país venturoso de los Vivientes. La hora se aproxima:
¿No hemos apurado ya toda la desgracia y todo el goce? La hora se aproxima.
Cuando todo esté consumado, si yo te llamo, Isolda, ¿vendrás?
—Amigo, llámame, no dejaré de ir, bien lo sabes.
—Amiga, Dios te lo pague.
Guando traspasaba el umbral, los espías se abalanzaron sobre él. Pero el
loco se echó a reír y dijo, blandiendo su maza:
—Me arrojáis de aquí, buenos señores, ¿para qué? Ya no tengo nada que
hacer, pues mi señora me envía lejos a prepararle la clara mansión, la casa de
cristal, llena de flores, radiante de luz todas las mañanas al beso del sol.
—¡Vete, pues, loco, enhoramala!
Los criados se apartaron y el loco, sin apresurarse, se fue bailando.
XIX. LA MUERTE
Llegado apenas a Carhaix, en la Pequeña
Bretaña, Tristán tuvo que correr en ayuda de su querido amigo Kaherdín y luchar
contra un barón llamado Bedalís y sus siete hermanos.
Tristán dio muerte a los siete, pero fue herido, a su vez, de una lanzada, y el
arma saturó de ponzoña todo su cuerpo.
A duras penas consiguió llegar al castillo de Carhaix,
donde hizo curar sus heridas.
Numerosos médicos le visitaron y ninguno supo devolverle la salud porque
no acertaban a descubrir el veneno.
En vano se afanan a preparar emplastos; en vano machacan y trituran
raíces, recogen hierbas, componen brebajes... Tristán va de mal en peor.
El veneno prosigue su efecto. El enfermo palidece y está tan flaco que se
pueden contar todos sus huesos.
¡Siente que la vida le escapa, comprende que va a morir y quiere ver de
nuevo a Isolda la Rubia! Pero ¿cómo realizar este propósito? Está tan débil que
moriría si intentara cruzar el mar. Y si, con todo, consiguiera llegar hasta
Cornualles, no podría escapar a sus enemigos. Se deshace en lamentos, siente el
veneno corroer su carne y espera la muerte
Llama a Kaherdín en secreto para contarle su dolor, pues los dos se
profesan un leal cariño. No quiere que nadie permanezca en su habitación ni en
las salas contiguas. Pero retiene a Kaherdín a su lado. Isolda, su mujer, maravíllase de este raro deseo y, recelosa, quiere oír la
conversación.
Pega el oído a la pared que toca al lecho de Tristán y escucha, mientras
uno de sus fieles vigila para evitar ser sorprendida.
Tristán reúne todas sus fuerzas, consigue incorporarse y se apoya contra
la pared. Kaherdín se sienta a su lado y los dos lloran tiernamente.
Lloran por su hermosa camaradería de armas, tristemente deshecha, por su
gran amistad y por sus amores. Y cada uno se lamenta del dolor del otro.
—Mi dulce y buen amigo —dice Tristán—: estoy en extraña tierra, sin
pariente ni amigo fuera de vos, pues sois el único que me ha ofrecido goce y
consuelo. Voy a morir y quisiera ver de nuevo a Isolda la Rubia. Pero, ¿de qué
astucia me valdré para darle a conocer mi anhelo? Si consiguiera enviarle un
mensajero, estoy seguro de que ella vendría; ¡tan grande es su cariño!
Kaherdín, mi buen camarada, por nuestra amistad, por la nobleza de vuestra
aventura; seré vuestro vasallo y os amaré como nadie en el mundo puede amaros.
Kaherdín ve el desconsuelo de Tristán, que se lamenta y llora. Siente el
corazón derretírsele de ternura y le responde con amor:
—No lloréis más, compañero mío, yo cumpliré vuestro deseo. Yo arrostraré
la muerte por vos y no habrá desgracia ni congoja que me haga desfallecer.
Decidme qué queréis enviar a la reina y haré mis preparativos a toda prisa.
Tristán respondió:
—Gracias, amigo mío. Ahí va mi ruego. Tomad este anillo: es nuestra
contraseña. Haceos introducir por un mercader en la corte de mi amada.
Mostradle blondas y sederías y enseñadle disimuladamente este anillo. Ella
encontrará un ardid enseguida para hablaros secretamente. Decidle entonces que
se acuerde de los pasados goces, de las crueles penas, de las amargas
tristezas, de las dulces alegrías y de los grandes dolores de nuestro tierno y
leal amor. Que se acuerde del brebaje que juntos bebimos en alta mar, donde
sorbimos, ¡ay!, nuestra muerte. Que recuerde que juró que ella sería mi única
amada y que sepa que he cumplido mi promesa.
Tras la pared, Isolda la de las Blancas Manos escucha, desfalleciente,
estas palabras.
—Daos prisa, compañero, y regresad cuanto antes. Si tardáis mucho, ya no
podréis verme. Tomaos un plazo de cuarenta días y volved con Isolda la Rubia.
Decid a vuestra hermana que vais en busca de un módico y ocultadle el motivo de
la partida. Llevaos mi hermosa nave y coged dos velas: una blanca y otra negra.
Izad la vela blanca si venís con Isolda y la negra si regresáis sin ella. Nada
más, amigo. ¡Id con Dios y que Él os proteja!
Suspira y se lamenta, deshecho en lágrimas; Kaherdín besa a Tristán y se
despide llorando.
Al primer viento se hace a la mar. Los marineros levan anclas, izan la
vela y la proa corta las altas y profundas olas. Llévanse ricas mercaderías, sedas de raros colores, fina y hermosa vajilla do Tours,
vinos de Poitou, gerifaltes cíe España,... Y con esta
astucia, confía Kaherdín llegar a presencia de Isolda.
Ocho días y ocho noches pasan hendiendo las olas y avanzando a toda vela
hacia Cornualles.
Terrible es la ira de una mujer. ¡Dios nos guarde de ella! Cuanto más
haya amado, más cruel será su venganza.
Prontas son las mujeres en el amor como en el odio, pero su enemistad es
más perdurable que su afecto. Saben templar el amor mejor que el odio.
Recostada en la pared, Isolda la de las Blancas Manos ha escuchado
palabra por palabra. ¡Ha amado tanto a Tristán! Y ahora, al fin, comprende que
su esposo pertenece a otra mujer.
Guarda en su memoria las cosas oídas y, cuando la ocasión se presente,
piensa vengarse del que ama por encima de todo. Sabe disimular a la perfección,
y en cuanto se abren las puertas entra de nuevo en el aposento de Tristán y,
ahogando su rencor, continúa sirviéndole y mimándole como una dulce enamorada.
Háblale quedamente, le besa en los labios, le pregunta si Kaherdín regresará pronto
con el médico que ha de curarle y, entretanto, sigue meditando su venganza.
Kaherdín navega sin desmayo hasta Tintagel. Coge preciosas telas de raros
colores, una copa de cristal finamente tallado, y con un azor en la mano preséntase al rey Marés ofreciéndole estos regalos y
suplicándole le sea concedida su paz y salvaguarda para traficar libremente por
aquella tierra sin cuidado de chambelán ni de vizconde.
El rey se lo otorga en presencia de todos los palaciegos.
Y entonces Kaherdin ofrece a la reina un broche
labrado en oro fino.
—Reina —dice—, es de oro purísimo —y quitándose el anillo de Tristán,
colócalo al lado del joyel—. Mirad, reina, el oro del broche es precioso, pero
el del anillo le gana todavía.
Cuando Isolda reconoce el anillo estremécese de
pies a cabeza, temiendo lo que va a oír, y anhelante y pálida atrae a Kaherdin a un lugar apartado, bajo una ventana, como para
examinar mejor el anillo. Kaherdín le dice simplemente:
—Señora, Tristán fue herido con una espada envenenada y está muriéndose.
Os manda decir que sólo vos podéis darle consuelo. Os recuerda las grandes
penas y los grandes dolores que habéis sufrido juntos. Guardad este anillo. Os
lo da.
Isolda respondió desfalleciente:
—Os seguiré, amigo. Tened la nave dispuesta, para la madrugada.
A la mañana siguiente la reina dijo que quería cazar con halcón y mandó
disponer la jauría y los pájaros. El duque Andret,
siempre al acecho, quiso seguirla.
Al llegar al campo, no lejos del mar, se levantó un faisán. Andret soltó un halcón para cogerlo, pero el tiempo era
hermoso y claro y el halcón levantó el vuelo y desapareció.
—Mirad, caballero Andret —dijo la reina—, el
halcón está allá abajo en el puente de una nave forastera. ¿De quién es?
—Es la de aquel mercader de Bretaña que os ofreció el broche de oro,
señora. Vamos allí a coger nuestro halcón.
Kaherdín había echado una tabla como puente entre su nave y la
orilla. Salió al encuentro de la reina.
—Dama, dignaos entrar en mi nave, y os mostraré mis ricas mercancías.
—Con mucho gusto, señor —dijo la reina.
Se apea del caballo, cruza el puente de tablas y entra en la nave. Andret quiere seguirla y avanza tras la reina, pero
Kaherdín, de pie en la borda, le asesta un golpe con el remo. Andret tropieza y cae al mar. Intenta salir, pero Kaherdín
le golpea de nuevo y le hunde bajo las aguas, gritando:
—¡Muere, traidor! Esto es en pago de todo lo que has hecho sufrir a
Tristán y a la reina.
Así vengó Dios a los enamorados de los traidores que los habían odiado
tanto.
Los cuatro han muerto: Guenelón, Gondoíno, Denoalén, Andret.
Levada está el ancla, erguido el mástil, izada la vela. El fresco viento
de la mañana sopla en los obenques hinchando las telas.
Fuera del puerto, hacia la alta mar que aparece a lo lejos rutilante de
sol, luminosa y blanca, se lanza la nave.
Y en Carhaix languidece Tristán. Atisba
anhelante la llegada de Isolda. Nada puede confortarle ya y si vive todavía es
porque espera. Cada día envía a alguien a la playa para ver si se divisa la
nave y el color de la vela. No alienta ya en su corazón otro deseo.
Muy pronto se hizo llevar al acantilado de Penmarch y escudriñaba el mar, de sol a sol, hasta perderle de vista en la lejanía.
Escuchad, señores, una dolorosa aventura que emocionará a todos los que
aman.
La nave de Isolda va ganando camino y avanza más alegre columbrando a lo
lejos la escollera de Penmarch. Pero, de súbito,
vientos de tempestad sacuden la vela y hacen voltear la nave como un juguete.
Los marineros corren a barlovento y contra su voluntad viran, hacia atrás.
El viento se enfurece, se
encrespan las profundas olas, el aire se hace denso de tinieblas, el mar se
ennegrece, la lluvia cae a rachas.
Obenques y bolinas se rompen, los marineros aferran la vela y navegan a
merced de las olas y el viento. Para su desgracia, se habían olvidado de izar a
bordo la lancha amarrada en la popa y que seguía la estela de la nave. Una ola
la destroza y la arrebata.
Isolda exclama:
—¡Desgraciada de mí! Dios no quiere que viva para ver una vez más, una
vez tan sólo, a mi Tristán amado, y permite que me ahogue en este mar. Poco me
importaría la muerte si pudiera hablarle, pero Dios no lo quiere y esto será mi
castigo. Hágase la voluntad del Señor. Acepto la muerte. Pero cuando tengáis
noticia de ella, moriréis vos también, amado mío, porque de tal naturaleza es
nuestro amor que vos no podéis morir sin mí ni yo sin vos. Veo avanzar la
muerte y se nos lleva a los dos al mismo tiempo. ¡Ay! amigo, mi deseo era morir
en vuestros brazos y ser enterrada en vuestro ataúd; pero no puede ser. Voy a
morir sola y desapareceré, sin vos, hundida en el mar. Tal vez no sepáis mi
muerte y sigáis viviendo, esperándome siempre. Si Dios lo permite, tal vez os
curéis. Quizá después de mí améis a otra mujer, quizá améis a Isolda la de las
Blancas Manos. No sé qué va a ser de vos, amigo mío, mas en cuanto a mí, si os supiera muerto, no lograría sobreviviros mucho tiempo.
¡Que Dios nos conceda, amigo, que yo pueda curaros o que muramos los dos de una
misma congoja!
Así decía la reina, plañidera, mientras duró la tempestad. Pero al cabo
de cinco días amainó el temporal. En lo alto del mástil, Kaherdín izó
jubilosamente la vela blanca para que Tristán pudiera verla de lejos. De súbito
se hizo la calma. Tornóse la mar tan apacible y
suave, que el viento cesó de hinchar la vela y en vano intentaban los marineros
hacer avanzar la nave.
Divisaban la lejana costa, pero el viento había arrastrado la barca, y de
tal suerte no podían tomar tierra. A la tercera noche, Isolda soñó que tenía en
el regazo la cabeza de un gran jabalí que le manchaba la túnica de sangre y con
esto comprendió que nunca más vería a su amigo vivo.
Tristán, demasiado débil ya para vigilar en el acantilado de Penmarsh, llora, encerrado lejos de la playa, por su Isolda
que no llega. Doliente y rendido, suspira y se agita plañidero; y tan ardiente
es su anhelo, que le arrebata la vida poco a poco. Al fin, el viento refresca y
la vela blanca aparece. Entonces Isolda la de las Blancas Manos se venga.
Se acerca al lecho de Tristán y le dice:
—Amigo, Kaherdín llega. He visto su nave avanzando en el mar. Va tan
despacio que apenas se mueve, pero he podido reconocerla. ¡Ojalá nos traiga al
que ha de curaros!
Tristán se estremece:
—¿Estáis segura, amiga bella, de que es suya la nave? Decidme, pues, cómo
es la vela.
—La he visto bien; llévanla desplegada e izada
en lo alto porque el viento es muy leve. Es completamente negra,
Tristán volvióse hacia la pared diciendo:
—Ya no puedo retener mi vida por más tiempo.
Suspiró tres veces:
—¡Isolda, amiga!
Y, a la cuarta, expiró.
Todos
lloran en palacio a Tristán. Los caballeros, sus compañeros de armas, hacen
gran duelo. Tristes son las lamentaciones. Lo quitan del lecho y lo recuestan
sobre una sábana de seda rayada y lo cubren con una rica tela bordada en oro.
Mar adentro, levantóse el viento, hendiendo la
vela por su punto medio, y empujó la nave hasta llegar a tierra. Isolda la
Rubia desembarcó. Oíanse por las calles plañideras
voces y en los monasterios y capillas tañían las campanas con lúgubre son. Preguntó
a la gente por qué tocaban a muerto las campanas y por qué iban ellos llorando
por las calles. Díjole un anciano:
—Señora,
grande es nuestro dolor, como nunca hubo otro igual. El valiente y noble
Tristán ha muerto: era generoso con los necesitados y audaz para acudir en
ayuda del que sufría. Acaba de morir en su lecho de una herida que recibió.
Isolda le escucha y no puede pronunciar una sola palabra. Sube hacia el
palacio. Recorre la calle con la túnica desabrochada.
Los bretones quedan maravillados al contemplarla. Jamás han visto una
mujer tan bella.
—¿Quién es? ¿De dónde viene?
Cerca de Tristán, Isolda la de las Blancas Manos, enloquecida por el daño
causado, lanza sobre el cadáver lastimeros gritos. Entra la otra Isolda y le
dice:
—Levantaos, señora, y dejad que me acerque. Tengo más derecho que vos a
llorarle, creedme: he amado más.
Al
conocer la noticia, el dolor corta a Iseo la palabra. La muerte de Tristán la
ha enloquecido. Corre por las calles, el vestido en desorden, y llega antes que
los otros al palacio. Nunca habían visto los bretones mujer tan bella: la
contemplan sorprendidos, preguntándose perplejos quién puede ser y de dónde
viene. Iseo llega hasta el cuerpo de su amigo. Se vuelve hacia Oriente y por él
reza piadosamente.
—Amigo
Tristán, cuando muerto os veo, no hay razón para que yo siga viviendo. Habéis
muerto por mi amor, yo muero por cariño hacia vos. No pude llegar a tiempo para
curar vuestro mal, amigo; por vuestra muerte no podré volver a tener consuelo,
ni alegría, ni solaz, ni placer. ¡Maldita sea la tormenta que me retuvo en el
mar! Si hubiera podido llegar a tiempo os habría devuelto la vida y os habría
hablado dulcemente de nuestro amor; os habría recordado nuestro triste sino,
nuestras alegrías, solaces y los sufrimientos y penas que vivimos por nuestro
amor. Os habría besado y abrazado. Ya que no he podido devolveros la vida, que
al menos nos reunamos en la muerte, que comparta la misma suerte que vos. Por
mí habéis perdido la vida, por vos moriré como amiga fiel.
Se
extiende junto a él. Lo abraza, lo besa en la boca y en el rostro, lo estrecha
contra sí, cuerpo contra cuerpo, boca contra boca. Rinde así el alma y se
extingue junto a su amigo. Isolda muere por amor a Tristán.
Cuando
llegó al rey Marcos la noticia de la muerte de los amantes y supo por Brangel
que Tristán había amado a Iseo por la virtud del filtro, a pesar de su
voluntad, rompió en lamentos con gran dolor:
—¡Dios!
—decía—, ¿por qué no he sabido esta aventura? ¡Yo habría podido remediarlo y
Tristán nunca habría tenido que alejarse de mí! ¡Ahora los he perdido a los
dos!
Atravesó
el mar y vino a Bretaña. Hizo preparar dos ataúdes finamente labrados y los
llevó en su nave hasta Tintagel. En la capilla del monasterio, a la derecha y a
la izquierda del ábside, hizo levantar sus tumbas. Por la noche, de la tumba de
Tristán surgió una viña que se cubrió de hojas y ramas verdes. Sobre la tumba
de Iseo creció un hermoso rosal de una semilla traída por un pájaro salvaje;
las ramas de la viña pasaban por encima del monumento y abrazaban el rosal,
mezclando sus flores, hojas y racimos con los capullos y las rosas. Y los
antiguos decían que estos árboles enlazados habían nacido de la virtud del
filtro y eran símbolo de los amores de Tristán e Iseo, a quienes la muerte no
había podido separar.
Señores: los buenos trovadores de antaño, Béroul y Thomas y monseñor Eilhart y el maestro Gottfried,
han contado este romance para todos los que aman y para nadie más. Saludan a
los felices y a los venturosos, a los acongojados y a los tristes, a los
alegres y a los que mueren de deseo... A todos los enamorados, en una palabra.
¡Ojalá encuentren aquí consuelo contra la inconstancia, contra la injusticia,
contra el desdén, contra al sufrimiento, contra todos los males del amor...!
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