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VIDA DE JOVELLANOS1744-1811
Nació don
Gaspar Melchor de Jovellanos el día 5 de Enero de 1744 en la villa de Gijón,
del principado de Asturias, hoy provincia de Oviedo. Su padre, don Francisco,
fue un caballero ilustre de aquella tierra, muy aficionado a los buenos
estudios, docto en humanidades amante de su patria. Doña Francisca Jove
Ramírez, su madre, señora de extremada hermosura y de mayor virtud, cuidó de
inspirar a sus hijos en los primeros años de la vida los sentimientos
religiosos que tanto ayudaron a don Gaspar, andando el tiempo, a sufrir con
resignación las desgracias que, como espantoso nublado, se desplomaron sobre su
cabeza. Aún por entonces la impiedad y la falta de toda creencia no habían
emponzoñado el corazón de los españoles; todavía no era moda en nuestra patria dudar
de todo, burlarse de todo, querer reemplazar los milagros de la fe con los
delirios de la razón. La madre de Jovellanos era el tipo de las damas
españolas: religiosas y creyentes, educaban a sus hijos en las verdades de la
santa religión; y cuando salían de sus brazos para entregarse al estudio de las
ciencias, o al cultivo de las letras, o al manejo de las armas, si eran
varones, o para contraer matrimonio, si eran hembras, llevaban grabados en el
pecho los principios eternos de virtud, de honor verdadero, de caridad y de
temor de Dios, que saben inspirar las mujeres cristianas y que jamás
abandonaron o nuestro don Gaspar. Más de una vez en sus grandes tribulaciones,
el ministro de Carlos IV y el miembro de la Junta central que gobernó los
reinos de España en la cautividad de Fernando VII, tuvo ocasión de recordar
aquellas máximas santas y preciosas, conque su buena madre templó su alma
elevada antes de entregarle a los peligros del mundo; alguna vez le parecieron
a Jovellanos de más subido precio que los bienes de fortuna que heredó de sus
padres, que por otra parte no serían muchos, porque fueron nueve los hijos de
aquel feliz matrimonio. Tan dilatada familia no podía menos de preocupar
vivamente el ánimo previsor de unos padres cariñosos; y contando con las
excelentes disposiciones que mostraba don Gaspar, con su precoz inteligencia,
docilidad y buena índole, resolvieron dedicarle a la iglesia, para que libre de
todo otro lazo pudiera servir de amparo a sus hermanos, y muy particularmente a
las hembras, pues siendo cuatro, no sería extraño que alguna menos dichosa
hubiese menester el arrimo y seguro apoyo de persona tan allegada. Con este
fin, después de haber aprendido primeras letras y latinidad en Gijón, y
filosofía en Oviedo, pasó en edad de trece años a la universidad de Ávila,
donde emprendió la carrera de leyes y cánones bajo la inmediata solicitud del
prelado de aquella diócesis, don Romualdo Velarde y Cienfuegos, gran protector
de sus paisanos, que había convertido el palacio episcopal en una especie de
seminario de los hijos de Asturias. Encantaron al Obispo el talento, la viveza
y aplicación del nuevo alumno; y deseoso de estimular sus progresos, le
confirió la institución canónica de dos beneficios. Más adelante,
contemplándole con su carrera concluida, y ya licenciado en ambos derechos,
creyó reducido campo a la capacidad y al saber de su protegido los límites de
aquel palacio y provincia, y proporcionándole una beca en el colegio mayor de
San Ildefonso, dispuso su traslación á la ciudad de Alcalá de Henares, cuya
universidad era centro de doctrina, escuela de sabios, plantel de operarios
entendidos para las diversas carreras del Estado.
Dos años
residió nuestro don Gaspar en la ciudad que hizo famosa en todo el mundo el
cardenal Jiménez de Cisneros, brillando en las academias, distinguiéndose en
los ejercicios, haciéndose amar de todos, cuando resuelto a colocarse, y
noticioso de que se abrían oposiciones a la canongía doctoral de la santa iglesia de Tuy, determinó aspirar a ella y emprender al
efecto el necesario viaje a Galicia. Teníalo Dios
dispuesto de otra suerte; en Madrid trataron todos sus amigos de persuadirle a
que desistiese de la carrera eclesiástica, y en ello su tío el duque de Losada,
sumiller de corps, formó particular empeño, prometiéndole obtener alguna plaza
de alcalde del crimen entre las que a la sazón había vacantes en varias
audiencias de la Península. Accedió don Gaspar a sus deseos, aunque ya había
recibido la primera tonsura, y se dejó proponer dos veces por la cámara de
Castilla.
Ocupaba el
trono español el buen rey Carlos III, príncipe escrupuloso por demás en la
elección de todos los funcionarios públicos, y muy especialmente de los que
tenían a su cuidado la administración de justicia. Padre amoroso de sus
pueblos, diligente investigador del mérito y circunstancias de los que había de
elegir para cargos tan importantes, y deseoso de conservar en sus puestos a
adelantar en sus carreras a los hombres dignos que una vez nombraba, hacía poco
caso del favor y de la recomendación, y se pagaba mucho de los merecimientos,
llegando a distinguirse por sus elecciones acertadas y por el empeño de
conservar a los buenos servidores. Si andando luego los años, aquel esclarecido
monarca hubiese podido ver las incesantes variaciones que se han hecho un día y
otro en todos los ramos del servicio público, sin exceptuar la administración
de justicia; si hubiera podido presenciar las destituciones en masa y los
nombramientos en turbión al compás de las sucesivas revueltas y mudanzas, y el
favor entronizado en el lugar propio del mérito, y el espíritu de bandería
reemplazando al santo amor de la patria, ¿cómo no habría desesperado de un buen
régimen en España, de una buena administración de los intereses públicos, la
cual principalmente descansa en la inteligencia, que la mayor parte de los
hombres sólo adquieren con la práctica, y en la pureza, que algunos, aunque no
todos por dicha, sólo hacen compatible con su conservación y perpetuidad?
¡Lamentables consecuencias de las revoluciones posteriores! Son así las cosas
del mundo: revuelto el mal con el bien, cuando por un lado se progresa, se
retrocede por otro; y el espíritu humano ¡lastimoso error! presume en no pocas
ocasiones de haber encontrado remedio eficaz y seguro contra las dolencias que
afligen a la sociedad. En unos tiempos se confieren los destinos públicos, de
que dependen la suerte del país y la tranquilidad o el honor de las familias,
al favor de los palaciegos o de oscuros intrigantes de antesala; en otros, se
atiende a ganar votos para la elección de un diputado, complaciendo a los que
se llaman electores influyentes, o se encumbra a los más altos puestos, en
vísperas de una votación parlamentaria, a un hombre político importante, como
ahora se dice. ¿Cuál es mejor entre los dos sistemas? No lo sabemos; sólo
pedimos a Dios para el solio español, y en eso estamos seguros de no errar,
reyes como Carlos III; para los consejos, para los tribunales, para el
gobierno, en fin, de nuestra patria, magistrados como Jovellanos.
Accedió al
cabo el Príncipe a la segunda consulta de la Cámara, y fue nombrado don Gaspar
alcalde de la cuadra de la real audiencia de Sevilla, para donde marchó, no sin
haber ido antes a Asturias a ver a sus ancianos padres, pasando por Ávila con
el fin de abrazar tiernamente a sus compañeros de estudio, y visitar el
sepulcro del prelado, su favorecedor y patrono. Al despedirse en Madrid del
conde de Aranda, le encargó éste que no siguiera la costumbre de cortarse el
pelo para encasquetarse el empolvado pelucón que usaban todos los golillas. He
aquí sus propias palabras, según refiere el mismo Jovellanos : «No, señor, no
se corte usted su hermosa cabellera; yo se lo mando. Haga usted que se la ricen
a la espalda, y comience a desterrar tales zaleas, que en nada contribuyen al
decoro y dignidad de la toga.» Fue, en efecto, Jovellanos el primer magistrado
que dejó de usar la peluca de estilo; y su ejemplo, imitado por otros en cuanto
se supo que era tal el gusto del presidente del Consejo, desterró esa costumbre
de los tribunales españoles. Lo cual, dicho sea de paso, ocasionó algunas
punzantes murmuraciones contra el joven alcalde, puesto que imaginaron muchos
que era el deseo de lucir su figura lo que le obligaba a prescindir del ridículo
adorno. Porque era Jovellanos de proporcionada estatura, airoso de cuerpo, de
semblante expresivo y agraciado, ojos rasgados y vivos, larga y rizada
cabellera, y de modales sueltos y elegantes; su vestido siempre esmerado; su
voz agradable y simpática; su conversación amena y entretenida. Era religioso
sin afectación, ingenuo, sencillo como un niño, siendo fácil empeño engañarle;
amante de la verdad, aficionado al orden, suave en el trato, firme en las
resoluciones, agradecido a sus bienhechores; en la amistad constante; en el
estudio incansable; duro y fuerte para el trabajo. Oía con placer los consejos
de sus amigos, y respetaba la opinión de los doctos; pero cuando su convicción
o su conciencia le impulsaban a obrar de una manera, todos los esfuerzos del
mundo no fueron bastantes a desviarle de su propósito. Tal es la base de la
justa reputación de Jovellanos, y los hombres nacidos a gobernar y a influir en
las sociedades humanas se han de distinguir más bien acaso por el carácter que
por la inteligencia. Con largos estudios y con ingenio privilegiado, pero con
débil carácter, se puede ilustrar y causar asombro a la humanidad, mas nunca se
la gobierna. Si Jovellanos brillara no más que por sus talentos, admiraríamos
del mismo modo sus escritos; pero su levantado carácter es lo que hace
sobresalir su figura en la corte desventurada de María Luisa, y que se le
contemple como clara estrella en aquel nublado cielo.
No es mucho
que con tan notables prendas el joven y agraciado alcalde se hiciese estimar
pronto de los moradores de Sevilla. Concurría a la tertulia del ilustrado
asistente don Pablo Olavide, y era su más bello adorno; se le confiaba la
redacción de todos los informes y consultas del tribunal; y las actas, que
todavía se conservan, dan testimonio de su laboriosidad, de su influencia, de
su golpe de vista, de sus dotes de gobierno. Más tarde pasó de la sala de
alcaldes del crimen a una plaza de oidor, y en ella se ensanchó el horizonte de
su actividad y estímulo para sus estudios. Olavide, que le apreciaba
sobremanera, le aconsejó que se dedicase al de ciencias que entonces no se
habían generalizado, y le hizo aprender idiomas a la sazón poco sabidos en España.
De esta suerte añadió a los conocimientos que en letras humanas adquirió de
estudiante, y conservó toda la vida, otros no menos útiles para el desarrollo
de la inteligencia y para el gobierno de los pueblos. Tuvo asiento en la sociedad
de Amigos del País, y fue ocupación de sus mejores horas el desarrollo de todos
los ramos de la industria. Sevilla no olvidó en mucho tiempo los favores de que
le fue deudora. Él estableció escuelas patrióticas de hilaza, buscó por sí
mismo los edificios en que se debían plantear, maestras expertas que supiesen
dirigir, tornos y lino para las discípulas, proporcionó recursos, hizo el
reglamento por que todas se habían de gobernar, y propuso premios para las que
hiciesen mayores progresos. Introdujo en la provincia un modo de perfeccionar
la poda de los olivos y de elaborar el aceite, trabajando mucho, y no sin algún
resultado, en mejorar el beneficio de las tierras, los instrumentos agrarios y
las pesquerías de las costas de aquella parte del Océano; procuró introducir el
uso de los prados artificiales, y con sus consejos y socorros auxiliaba a gran
número de inteligentes artistas y de honrados menestrales. Así que,
necesariamente su casa fue el centro de los sabios, de los literatos y
artistas; en ella se discurría sobre los negocios más graves de la gobernación,
y sobre las obras maestras del ingenio humano; sobre los adelantamientos de las
ciencias, y sobre la belleza de las artes. Allí acudían también los pobres sin
dejar de recibir constantemente protección y recursos; y sí los necesitados no
encontraban grandes socorros, porqué no era rico Jovellanos, conseguían de él
eficaces recomendaciones para que se los prestasen los poderosos.
Encarecer
cuánto se afanó por el establecimiento de un hospicio que llenase las grandes
condiciones que él se proponía, es imposible. No parece sino que ya leía en lo
porvenir aquella alma elevada, movida por la caridad, los problemas sociales
que a algunos espíritus atrevidos estaba reservado plantear. Parece que
adivinaba ya su inteligencia que andando los días habían de tener las casas de
misericordia un importante fin de gobierno, mayor aún que en los tiempos
antiguos. Si fue siempre necesario y justo que la sociedad socorra al
desvalido, lo es más hoy, que se oyen por todas partes extrañas teorías sobre
el derecho al trabajo, y suena en nuestros oídos la palabra socialismo y otras
no menos peregrinas, nacidas de revoluciones pasadas y engendradoras de otras
futuras. En vano se esforzarán los hombres, en vano buscarán remedio a males
que los afligen y atormentan, en el estudio de quiméricas teorías, absurdas y
peligrosas; o lanzándose a las calles, acero en mano, en busca de mejor
fortuna. La tierra no es el paraíso; la igualdad es de todo punto imposible, y
ni siquiera por aproximación puede establecerse: habrá siempre familias
opulentas, gentes de mediana suerte, y muchedumbres de pobres y miserables. El
remedio de todos estos males está dicho hace diez y ocho siglos y medio, y no
hay otro ni puede haberlo; es preciso predicar a los pobres resignación, y
caridad a los ricos: así, y sólo así, lanzándose gobiernos y pueblos por las
vías católicas con perseverancia infatigable, se evitarán algún día las
revoluciones, qué no hacen sino agravar la dolencia, y se reducirá todo lo
posible el número de infelices que carecen de lo necesario para la vida.
No en balde
dijimos antes que el bien y el mal andan siempre revueltos en el mundo; la
sociedad descansaba en instituciones seculares, imperfectas, es verdad, llenas
de inconvenientes y de defectos; pero en nuestros días se han destruido
precipitadamente con ciega imprevisión, no se han reemplazado a tiempo, y ya el
edificio parece como que se bambolea y amenaza ruina al impulso de violentas
pasiones, de encontrados intereses, de aspiraciones infinitas. ¡Quiera Dios
iluminar a los gobiernos, para que reprimiendo con mano vigorosa y fuerte las
malas pasiones que por todas partes rugen feroces y desencadenadas, merced a
los hábitos de licencia y de inmoderada discusión sobre todas las cosas divinas
y humanas, se levante algún día puro y sereno el sol de la caridad, remedio
divino de los males humanos!
La
residencia de Jovellanos en Sevilla tuvo también gran influjo en su afición a
las bellas artes, y en el buen gusto y exquisita erudición que avaloran sus
ulteriores escritos. Así como hizo amistad en aquel pueblo con Olavide, y
emprendió de sus resultas una serie de estudios que le dieron más tarde justo
renombre, así igualmente don Juan Agustín Cean Bermúdez
inclinó su ánimo a la contemplación de las bellezas artísticas, y a meditar
sobre un punto que también le había de valer merecida fama. Allí, además, es
difícil que un hombre medianamente dotado de sentimiento artístico no avive su
afición y dé vuelo a su fantasía. La gótica bellísima catedral, el alcázar
morisco, la lonja del severo Herrera, los lienzos de Roelas, del granadino
Alonso Cano, de Zurbarán y de Murillo, y tantas maravillas como encierra en su
seno la hermosa ciudad del Rey Santo, hablan a la imaginación un lenguaje
elocuente, a que no resisten nunca los corazones sensibles y las inteligencias
bien encaminadas. Y luego, aquel ardiente clima, y aquel purísimo cielo, y
aquella atmósfera embalsamada con la más rica fragancia, todo, todo convida en
Sevilla a gustar de las artes y a dejarse llevar del irresistible encanto de
las obras de ingenios peregrinos. Allí adquirió don Gaspar las vastas noticias
y el delicado gusto que admiraron después en Madrid los discretos, ya en la
oración pronunciada en la academia de San Fernando el día 14 de Julio de 1781,
con motivo de la distribución de premios á los alumnos, ya en el elogio del
arquitecto mayor de esta villa don Ventura Rodríguez, que con ocasión de su
muerte, acaecida en 26 de Agosto de 1785, leyó a la Sociedad Económica, y que,
no satisfecho, adicionó más tarde con notas sobre la arquitectura por extremo
curiosas. En el discurso pronunciado cuando la distribución de premios, exclama
de esta manera JOVELLANOS:
«¡Gran
Murillo! Yo he creído en tus obras los milagros del arte y del ingenio; yo he
visto en ellas pintados la atmósfera, los átomos, el aire, el polvo, el
movimiento de las aguas, y hasta el trémulo resplandor de la luz de la mañana.»
Estas
palabras revelan que comprendía maravillosamente la belleza, y sentía como
sienten los varones inspirados por el genio de las artes. Una y otra oración
demuestran con evidencia que poseía en estas materias Jovellanos una
instrucción riquísima, de que no podían hacer alarde sus contemporáneos; él
fija el origen, hasta entonces generalmente ignorado, de la arquitectura
llamada gótica, y examina tantos autores y con tan exquisito criterio, y
presenta tan delicadas observaciones, tan acertadas conjeturas, deducciones tan
verosímiles, y decisiones por lo común tan seguras y bien fundadas, que no
solamente le granjearon el aplauso de los doctos nacionales y extranjeros, sino
que le valieron también el dictado de historiador de las artes españolas y
cronista de la arquitectura, la cual es para algunos la primera, la más importante
y necesaria de todas. ¡Con qué acierto juzga a los grandes profesores de las
varias escuelas de nuestra patria! ¡Con qué buen gusto describe las obras de
Lucas Jordán y de Claudio Coello, insignes ambos, precipitado el uno por la
avaricia a ser cabeza de los depravadores del arte, y llevándose el otro al
sepulcro la esperanza de su restauración! Con cuánta exactitud refiere el paso
de la arquitectura que llamamos gótica a la del renacimiento, y de ésta a la
que ha hecho inmortales a un Toledo y un Herrera! ¡Con qué gracia y tino
presenta luego el tránsito al género bastardo que introdujo el italiano
Borromini, al que Churriguera ha tenido en España la desgracia de dar su nombre
, y en que don Pedro Rivera, su más desatalentado imitador, dejó tan ridículos
monumentos! Las fachadas del Hospicio y del cuartel de Guardias de Corps, y los
templetes y terrezuelas del puente de Toledo, siempre serán muestra elocuente
de los extravíos del humano entendimiento; y en cambio, las observaciones de
Jovellanos guía segura para los que no estimen necesario que el ingenio riña
con el juicio; y así durarán todo el tiempo que duren el buen gusto que las
dictó y el idioma en que se escribieron.
A la época
de su residencia en Sevilla pertenecen varios escritos de Jovellanos, que
demuestran ya la generalidad de sus estudios y la prodigiosa flexibilidad y
extensión de su entendimiento; cuéntanse, entre
otros, un informe al Consejo de Castilla sobre el establecimiento de un
monte-pio en aquella ciudad; la carta dirigida a don Pedro Rodríguez de
Campomanes, remitiéndole un proyecto de erarios públicos o bancos de giro; un
luminoso informe sobre el estado de la sociedad médica de Sevilla y del estudio
de medicina en su universidad, y otro al Consejo sobre la extracción de aceites
a reinos extranjeros. Allí también escribió varias de sus composiciones
poéticas, entre las que sobresale la epístola a sus amigos de Salamanca,
Meléndez Valdés y los padres González y Fernández, estimulándolos a que empleasen
sus versos en asuntos graves, para que, labrando su propia gloria, consiguiesen
la corrección de las costumbres y el ejercicio de la virtud. En Sevilla es
también donde escribió su tragedia intitulada Pelayo y la comedia El
delincuente honrado; ésta, con la siguiente ocasión: disputábase en cierta tertulia sobre el mérito de la comedia sentimental en prosa, o sea a
la larmoyant, como entonces se decía en frase
extranjera, o llorona, como en son de burla algunos la llaman ahora.
Convinieron los tertuliantes en calificar de espúreo aquel género; pero así y todo, sostuvo la mayor parte de ellos que era
interesante y propio para excitar los afectos del alma. Jovellanos fue de este
sentir, y se propuso componer una inmediatamente. Es su comedia interesante en
efecto; y hoy, que se aplauden y traducen a varios idiomas y se ensalzan a las
nubes inverosímiles dramas y novelas estupendas, no teniendo en su abono sino
que logran interesar, es de todo punto imposible ser severos con una
producción, perteneciente en verdad a un género bastardo, pero que estaba
entonces muy en boga y ha vuelto á estarlo después, escrita en prosa fácil y
elegante, cuya distribución está muy bien calculada, cuya tendencia es laudable
y cuya lectura gusta y enternece. El autor de estas líneas asistió, siendo
niño, a una de sus representaciones en el teatro de la Cruz, y confiesa que le
hizo profunda y muy grata impresión, que nunca olvidará, y de que participó
todo el auditorio; y eso que ya la moda había pasado, o por lo menos no era
exclusiva, que el escritor había muerto hacia bastantes años, y que las
opiniones dominantes no eran a la sazón favorables a las del ilustre
Jovellanos. Hay en el poema controversias un tanto dilatadas, disertaciones
algo difusas, y el empeño de que la moral que se propone el dramático resulte
de lo que se dice, y no de lo que sucede, contra lo que, a nuestro juicio,
conviene en el teatro; bien que todo nace de que el fin de la obra es político,
puesto que su propósito evidente es censurar la pragmática sobre desafíos. Pero
dígase lo que quiera, por aquellos tiempos no se escribió comedia mejor en
España; y a no brillar después don Leandro Fernández de Moratín, nadie
aventajaría a Jovellanos entre los escritores cómicos del pasado y primeros
años del presente siglo. Cierto que El delincuente honrado no tiene comparación
con El sí de las niñas; pero en el propio caso se encuentran muchas comedias
antiguas y modernas de autores justamente celebrados. Tal como es, ¿quién no la
estima superior a La petrimetra, de Moratín
padre, a El señorito mimado y La señorita mal criada, debidas a
la pluma de Iriarte, y aun a El filosofo enamorado, escrita por Forner? La de
Jovellanos fue representada por vez primera en uno de los sitios reales, y es
de notar que se la acogiese con aplauso en tal coliseo, proponiéndose en ella
censurar severamente una pragmática del Soberano.
Menos feliz
sin duda en la tragedia, confiesa el mismo autor que su plan es incorrecto y
está poco meditado. Escribióla atropelladamente, y
sacó del molde mil defectos; trató después de corregirlos, pero con poco fruto,
porque los vicios originales nunca ceden a la corrección, como él propio
asegura con noble ingenuidad. Ni el Pelayo de Jovellanos, ni la Hormesinda de don Nicolás Moratín, que se asemejan
bastante, merecen examen detenido; uno y otro hubieran hecho mejor en estudiar
los grandes modelos del arte que en lanzar sátiras contra Huerta, quien con su
Raquel les dio, y a todos sus impugnadores, harto más brillante y gallarda
respuesta que con sus apasionadas diatribas. Por lo visto, son de todos los
tiempos tales escándalos: enfermedad muy frecuente en genus irritabile vatum, pero
como hija del amor propio, aflige también á los demás hombres aún cuando no
sean poetas. Hacen desmerecer la tragedia de nuestro autor principalmente los
versos, que parecen más bien prosa elegante y esmerada; defecto que deslustra
cuantas composiciones suyas pertenecen a aquella época. Hasta más tarde no supo
imprimir a sus poemas el carácter de verdadera poesía : entre sus pasatiempos
de Sevilla y la descripción del Paular, o las dos excelentes sátiras que le han
valido celebridad tan justa, hay toda la distancia que separa del verdadero
poeta á un hombre instruido, conocedor de su idioma y de las sílabas de que han
de constar los versos. Para mayor desventura de su Pelayo, la tragedia que con
igual título escribió después Quintana hace imposible que se recuerde otra
alguna de las que se han compuesto hasta ahora sobre el mismo asunto; como que
aún seguiría sin rival en todo lo que va de siglo, si Martínez de la Rosa no
hubiese escrito el Edipo y Tamayo la Virginia.
Lástima
grande nos parece que no ejercitase Jovellanos su flexible talento en escribir
mayor número de comedias. Su genio observador, su posición en la sociedad y su
notoria aptitud, nos dan derecho a presumir que habría sabido retratar las
costumbres de su época de un modo admirable. Gran servicio es este último que
hacen los escritores cómicos. La historia de los sucesos que agitan a un pueblo
no es todo lo que interesa a la posteridad; es una buena parte, pero no lo
único que busca la mirada diligente del estudioso. Para mostrarnos retratadas
con viveza y exactitud las costumbres españolas en el siglo XVIII, no hay
historia más propia que el teatro. Aquellas máximas de honor de que eran
perpetuamente esclavos los caballeros; aquel respeto a la palabra empeñada;
aquella galantería que los distingue en el trato con las mujeres, serán
buscados en vano en historia alguna; el teatro refleja todo eso como un espejo,
y en él hay que buscar, por regla general, los accidentes de la vida íntima y
el carácter de un pueblo, con preferencia a los documentos que guardan los más
ricos archivos. ¿Quién, por ejemplo, no echa de ver que en los dramas de
nuestro siglo de oro aparecen rara vez las madres de familia? Quién no habrá
reparado que en aquellos lances amorosos, que constituyen la fábula de todas
las comedias, no figuran jamás las mujeres casadas? Doncellas son siempre las
heroínas del teatro de nuestros abuelos, y cuidan de su honra los padres y los
hermanos. En nuestros tiempos las cosas pasan de otra manera: el marido y la
mujer suelen ser las principales figuras del cuadro; una pasión adúltera y
culpable, que a veces se resiste, que a veces produce mayor caída, forma el
nudo de casi todos los dramas que se componen en nuestros días. La mujer casada
aparece constantemente en la escena, y la santidad de la familia está puesta
siempre a discusión, aunque sea para que resulte enaltecida, que es lo mejor
que puede suceder, y lo que no siempre acontece. ¿Inventan eso por ventura los
poetas dramáticos? No por cierto; lo copian, lo toman de la sociedad que ven,
son eco fiel de los sucesos que presencian : unos para enderezarlos por el
camino de la virtud, otros para aumentar el daño, pintando la pendiente, que
ellos llaman irresistible, de las pasiones. Sucede lo propio con los
caracteres: el poeta dramático dibuja constantemente los que presenta,
copiándolos de los que andan por el mundo. Por eso Moratín nos ofrece en su don
Carlos de El sí de las niñas un joven enamorado y con todas las condiciones
propias de su edad, pero que respeta a su tío, obedece sus órdenes, y le besa
la mano al despedirse para volver a su regimiento; mientras Hartzenbusch, en su
comedia intitulada Un sí y un no hace de Florencio un licenciado en leyes, que
acabó su carrera ayer y ya sólo piensa en adquirir a toda costa bienes de
fortuna, y no aspira al matrimonio sino como medio de proporcionarse una renta,
y conversa con su padre con el desenfado de camarada y con la desvergüenza de
un calavera. Por eso el mismo don Carlos de Moratín asegura a su tío, y
precisamente cuando cree que éste le roba su amada, que ella se portará
siempre «como conviene a su honestidad y a su virtud»; mientras Vega, en su
Hombre de mundo, hace que diga don Juan, tipo del calavera corrompido de estos
tiempos : «Volveré dentro de un año», al ver que no ha podido viciar a una
esposa y turbar para siempre la paz de una familia, quizá por ser reciente el
matrimonio. Vega y los otros dos, como él ilustres ingenios, han procedido
cuerdamente : los tres han pintado lo que veían alrededor suyo; y no merecen en
verdad pequeña alabanza los dos que hoy viven, presentando en sus excelentes
comedias triunfante la virtud y ridiculizado el vicio. También Moratín, si
ahora viviese, enriqueciendo con sus producciones el teatro, habría huido, no
hay dudar, de exponer a la risa del público la disculpable ignorancia de una
madre sencilla, apurando, por el contrario, los chistes y el gracejo en sacar a
la vergüenza tantos ridículos tipos como desdoran y envilecen la sociedad; y
en vez de censurar el forzado, pero noble sí que daban las niñas educadas en un
convento, arrojaría al público desprecio y a la condenación general de las
almas honradas, el no que pronuncian ahora algunos jóvenes educados de otra
manera.
Pues bien,
fundados en esto, y seguros de la índole y dotes del ingenio de Jovellanos, permítasenos
lamentar que no hubiese retratado su época en muchas y sazonadas composiciones
cómicas, cuando en El delincuente honrado y en las Sátiras se muestra capaz de
producir obras muy apreciables y joyas dignas del teatro español.
Muy contento
con su género de vida, y satisfecho con su posición desahogada y cómoda se
hallaba nuestro don Gaspar en Sevilla, cuando el Soberano determinó en 1778
trasladarle a Madrid, confiriéndole el codiciado y honroso destino de alcalde
de casa y corte. No le satisfizo, antes bien sintió con todas las veras de su
alma este ascenso, y (según dice en carta a su hermano don Francisco) hubo de
abandonar bañado en lágrimas las orillas del Guadalquivir. Esta para él
sensible traslación le inspiró una Epístola a sus amigos, en que pinta con
vivos colores el dolor que le causaba separarse de ellos y de la hermosa ribera
del Betis, centro feliz, de sus venturas en días más claros y serenos. Y cuando
más adelante, en la real academia de San Fernando, leía la oración ya citada
con motivo de la distribución de premios, todavía dedicaba sus recuerdos a la
ciudad querida : «Pasando a hablar de Sevilla, dice, permítame vuecelencia que
no esconda los sentimientos de aprecio y gratitud con que mi corazón oye el
nombre de un pueblo cuyos ilustres hijos han señalado la mejor parte de mi vida
con singulares beneficios. Sí, gran Sevilla; sí, generosos sevillanos, voy a
consagrar mi lengua en vuestro obsequio. ¡Feliz en este instante, en que la
verdad me permite pagar a vuestra inclinación el tributo de gratitud y de
alabanza que os debo de justicia »
Entre las
causas que aumentaban su disgusto, era grande la consideración de volver a
ocuparse en el conocimiento de los negocios criminales, que miró siempre con
aversión y profunda pena. Así es que no pudo menos de apreciar como señalada
muestra de la piedad del cielo que al año y medio de su nombramiento para
alcalde de corte le pasaran al consejo de las Órdenes, en cuyo día se le
descargó el pecho de una incómoda pesadumbre, y respiró tranquilo. Mas en ese
período, en que era su ocupación ordinaria repesar los comestibles, asistir á
los incendios, averiguar y perseguir atroces delitos o reprimir raterías de la
vida holgazana y vagabunda, a fe que no estuvo ocioso para la letras. Entonces
cabalmente escribió la célebre descripción del Paular, que entre sus más
brillantes composiciones ocupa lugar aventajado, presentándola Quintana como
prueba irrecusable de haber sabido llegar a veces Jovellanos a la más alta y
verdadera poesía. Es una epístola a don Mariano Colon, duque de Veragua, oculto
bajo el nombre de Anfriso. La bosquejó en la misma
cartuja del Paular, a la sazón que allí permanecía formando la sumaria de un
robo escandaloso hecho en el convento, aprovechando así los breves ratos que le
permitía su comisión, y desahogando su espíritu de la pena de tan incómodo
empleo. En nuestros días hay quien tiene, y es sin duda competente su voto, la
tal epístola, no sólo por la mejor composición de Jovellanos, sino también por
la más perfecta y acabada de cuantas produjo el siglo anterior en idioma
castellano. Que es una de las mejores, créenlo todos; y es que brota
espontáneamente del corazón, es que nace de la inspiración verdadera, es que,
educado el autor en las máximas de buen gusto y de sana crítica, y seguro en
ellas, deja volar la fantasía por los ricos horizontes de la belleza moral y
material que descubren sus ojos extasiados, y acierta su pluma con la dicción
poética, cuando su alma se ha empapado en las regiones de la más sublime
poesía.
Llegado
apenas a Madrid, le llamó a su seno la Sociedad Económica; poco después, a
propuesta del conde de Campomanes, ingresó en la Academia de la Historia;
coincidió con su nombramiento de consejero de las Órdenes su entrada en la de
Nobles Artes de San Fernando, y en 24 de Julio de 1781 le concedió la Española
el título de académico supernumerario. Fuera prolijo y cansado en demasía
referir los trabajos científicos, artísticos y literarios que en el espacio de
diez años salieron de su pluma, ya por encargo de los cuerpos referidos, ya por
el tribunal de que era parte, ya para las academias de Cánones y Derecho
patrio, fundadas por Carlos III, y a que perteneció Jovellanos. El lector puede
consultar sus informes, dictámenes o discursos sobre tantos y tan diversos
ramos del saber, y le causará maravilla aquella extensión de conocimientos,
aquella profundidad de estudios, aquella seguridad de doctrina, aquella
claridad en la expresión, aquella elocuencia vigorosa, aquella sensibilidad,
aquel exquisito tacto que resplandecen en todos sus escritos. La vida entera de
un hombre se necesita para adquirir los rudimentos no más de las ciencias en
que sobresalió. Parece imposible que el cronista de la arquitectura sea el
profundo jurisconsulto y canonista eminente; que el poeta inspirado del Paular
sea el sabio economista; que escriba con igual acierto y con la misma
superioridad sobre literatura, sobre artes, sobre la roturación de los campos,
sobre el cultivo de las tierras, sobre la conservación y aumento de nuestra
ganadería, sobre la extracción y contratación de nuestros productos. Si en la
silenciosa y ordenada paz de la vida monástica hubiera pertenecido a una de
aquellas órdenes regulares cuyos hijos pasaban la vida dedicados al estudio y a
la meditación, aún costaría trabajo explicar su inagotable deseo de aprender y
el éxito pasmoso que alcanzó en tan variadas materias; pero viviendo en el
mundo, asistiendo constantemente al desempeño de su obligación en sus destinos,
y no faltando jamás ni a las corporaciones que se honraban contenerle en su
seno, ni a las tertulias y reuniones de los hombres doctos de su época, toma el
escritor y repúblico a nuestros ojos la proporción de un verdadero prodigio.
Cierto es que escribimos en un tiempo en que son muy comunes los hombres
enciclopédicos; cierto que desde las aulas se practica ahora el método de
enseñarlo todo en confuso revoltijo, y que apenas salidos de la escuela, pluma
en ristre, acometen mozos imberbes la tarea de enseñar al género humano desde
una y otra tribuna. Mas cabalmente por eso crece nuestro asombro; los escritos
de Jovellanos viven, y los de nuestros días, a que vamos ahora aludiendo,
mueren antes que sus autores; mal hemos dicho, mueren con el sol que los vio
nacer, pareciéndose en eso, por lo menos, a la pura, encendida rosa, de quien
Rioja decía :
Tan cerca,
tan unida
Está al
morir tu vida,
Que dudo si
en sus lágrimas la aurora
Mustia tu
nacimiento o muerte llora.
Son las de
Jovellanos a las de sus imitadores de hoy, lo que las obras monumentales a los
productos efímeros del tercio de siglo en que vivimos; lo que el acueducto de
Segovia y la catedral de Toledo a los puentes colgantes que cerca de Madrid y
Zaragoza vinieron abajo apenas construidos en estos últimos años, y la iglesia
parroquial del barrio de Chamberí, que se tiene en pie a duras penas; lo que un
sólido edificio a una decoración de teatro.
Ni somos
panegiristas ciegos de nuestro autor, ni enemigos jurados de la época en que
vivimos; antes bien aquel tiene defectos, y no hemos vacilado en señalarlos; en
ésta hay ingenios peregrinos y adelantamientos portentosos, y no los
desconocemos. Pero milagros como aquel no son de todos los días, y en tiempos
como los presentes , en que abundan los medios de que abusa la charlatanería,
importa recordar a cada paso con el poeta:
¡Cuán
callada que pasa las montañas
El aura,
respirando mansamente!
¡Qué gárrula
y sonante por las cañas!
Gozaba
entonces de grandes satisfacciones Jovellanos, y duraron cuanto el reinado de
Carlos III, que pasó de esta vida en 14 de Diciembre de 1788. Un mes antes, el
8 de Noviembre, leía don Gaspar en la Sociedad Económica Matritense el elogio
de aquel monarca, en el que, con el vigoroso estilo de su correcta prosa,
parece como que le despedía del mundo, exhortando a los príncipes a cumplir la
obligación de atraer la prosperidad sobre los pueblos que les tiene
encomendados la Providencia divina, y con voz enérgica les recuerda cómo de sus
acciones depende que sea venerado o maldecido su nombre en los siglos futuros.
Conviene advertir que era un panegírico, y no un estudio histórico, lo que la
Sociedad había encargado al autor; que si esto último fuese, echaríamos de
menos la censura que merecen algunos lunares de aquel período. El pacto de
familia y la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles, nunca
hallarán, para quien escribe estas líneas, justificación ni disculpa. Merécela,
sin embargo, don Gaspar, no siendo de aquella sazón entrar en tales pormenores
ni juzgar uno por uno los hechos de aquel reinado. Ni estaba bien a la Sociedad
que con laudable propósito había erigido el Príncipe, alzar la voz para otra
cosa que para rendirle agradecidas alabanzas. Fuera de que a Carlos III se le
podía alabar sin pecar de adulador : la lisonja había de consistir solamente en
pasar en silencio algo que, por otra parte, no era tampoco de la incumbencia de
aquel cuerpo. Aun así, es menester juzgar al autor por la atmósfera que
respiraba, dado que con sus palabras o con su silencio hubiera alabado o dejado
de censurar la persecución de la Compañía de Jesús ; porque hoy es, y todavía a
pesar del tiempo trascurrido, de las justificaciones publicadas y de las
preocupaciones desvanecidas, no falta quien ensalce con sinceridad y con brío
aquel acto de inquisitorial y tremenda tiranía. De gran provecho ha sido para
la memoria de don Carlos que la voz de Jovellanos se alzara en su elogio; por
eso ni lo olvidan ni lo dejan de consignar cuantos hacen su apología. Pero de
todos modos, ¿se puede pronunciar mejor discurso en su alabanza que la
protección que dispensó a los sabios, que las mejoras que hizo, que los
monumentos artísticos que erigió, que las carreteras de que cruzó la Península?
No es lo mejor que salió de la pluma de Jovellanos el Elogia de Carlos III;
pero los edificios y monumentos que labró este rey son los mejores que Madrid
ostenta, y no los aventajan ni igualan otros en lo demás de España, a pesar de
la época de cultura en que vivimos . Fue propósito constante de aquel monarca
remover los obstáculos que se oponían a la prosperidad del reino, y, entre
ellos, los que no dejaban tomar vuelo a la decaída agricultura. Con tal objeto
formó el Consejo de Castilla un expediente de ley agraria, sobre cuyo punto
quiso oír a la Sociedad Económica, y es el origen del famoso Informe que
escribió Jovellanos, que todos conocen siquiera de oídas, aun los menos doctos,
y que ha valido a su autor grandes alabanzas y amargas censuras, al compás de
las diversas opiniones que han subdividido a nuestra patria en variados grupos
y partidos encontrados andando luego los tiempos.
La
imparcialidad más severa exige que el libro de nuestro autor se juzgue con
arreglo a la época en que fue escrito y al estado social del reino: mirado por
ese prisma, es imposible dejar de tributarle grandes alabanzas. Procediendo de
otro modo, ¿cuáles serán las obras humanas que se libren de áspera censura?
Cualquiera otra manera de juzgar es contraria a las exigencias más vulgares de
la razón y de la buena fe. Todos los males que especifica el Informe sobre la
ley agraria son ciertos y reales, y era urgente el remedio. No es Jovellanos
responsable de que la revolución haya aplicado fuego al edificio antiguo antes
de tener levantado el nuevo, dejando descubiertos y a la intemperie grandes y
respetables intereses, que se han visto en peligro, y que acaso no están aún
del todo asegurados. Si se juzga así de las obras humanas, ya lo hemos dicho,
ninguna hay buena ni digna de alabanza. Fuera de que nace al punto la contienda
entre los que sostienen que la irritación revolucionaria proviene del que
señala los males existentes, y los que aseguran que es hija de los males
mismos; disputa de imposible solución. Cuando Jovellanos decía que era
conveniente enajenar las tierras concejiles para entregarlas al interés individual
y ponerlas en útil cultivo, asentaba una verdad evidente a nuestros ojos;
cuando decía que uno de los medios más seguros de proteger el interés
particular de los agentes de la agricultura sería variar las leyes que
favorecían la amortización, exponía un principio certísimo, y a nuestro modo de
ver incontrovertible. ¿Tiene él, por ventura, la culpa de que haya llegado
época en que se mandase todo eso sin respeto a los derechos adquiridos y con
notorio detrimento del orden social, que exige el mayor pulso y cordura en
buscar la sazón y disponer el modo de plantear las más necesarias mejoras? No
por cierto; semejante acusación es una injusticia enorme, y no puede pesar
sobre el ilustre Jovellanos en cuanto las pasiones, irritadas por espectáculos
dolorosos, dejan libre paso a la razón serena. Si de aquella suerte fuera
lícito apreciar las obras de los hombres, habría que decir que nuestro inmortal
Cervantes, descargando el golpe de gracia sobre los libros de caballería y
sobre sus gigantes y vestiglos, es culpable del positivismo en que ha venido a
caer la sociedad moderna; que el primero que predicó a los reyes máximas de
prudencia y de amor a la justicia, como Fenelón,
tiene la culpa de los horrores de la revolución francesa y de los asesinatos de
Luis XVI y de su Real familia; que el inventor de la imprenta es responsable de
los libros inmundos o de los extravíos del periodismo. No: tal modo de razonar
es absurdo, tan absurdo como suponer que el autor del Informe sobre la ley
agraria tiene la culpa de que se haya despojado a la Iglesia de sus bienes sin
su consentimiento y contra su voluntad; de que se hayan arrebatado sus rentas a
las casas de caridad, sin reemplazarlas siquiera con otras igualmente saneadas,
por ellas con gusto recibidas; y de que se haya atentado a la propiedad
colectiva, abriendo ancha puerta a los ataques contra la propiedad individual.
No : Jovellanos no es el que inspira con su libro a las modernas asambleas para
romper tratados, infringir pactos solemnes, y arrancar de cuajo el firmísimo
cimiento de la sociedad, que es el respeto debido a todo linaje de
propietarios; lo que hace es manifestar el rumbo que deben seguir gobiernos y
legisladores para poner remedio a males positivos y gravísimos, con medidas
eficaces, pero sucesivas, bien meditadas y tomadas con anuencia de los propios
dueños. Sobre esto no puede quedar duda: cuando comienza la parte que dedica a
las tierras concejiles, por cuya venta o distribución se decide, no olvida que
«esta propiedad es tan sagrada y digna de protección como la de los
particulares»; cuando sostiene ser la excesiva amortización eclesiástica una de
las causas que tienen atrasado el cultivo, no olvida manifestar que «la
aplicación del remedio toca a la Iglesia, y al Rey nada más que promoverle»; y
por último, para que en todo se note la gran previsión y prodigioso tacto que
le hacían eminente repúblico, cuando se declara enemigo de las vinculaciones,
de que en efecto se hallaba plagado el territorio español, no se olvida de
aconsejar que retenga la nobleza sus mayorazgos; porque es justo que, ya que no
puede ganar en la guerra estados ni riquezas, se sostenga con las que ha
recibido de sus mayores; porque es igualmente justo que el Estado asegure en la
elevación de sus ideas y sentimientos el honor y bizarría de sus magistrados y
defensores; porque si no puede negarse (¿y cómo pudiera?) que la virtud y los
talentos no están en el nacimiento vinculados, y que fuera grave injusticia
cerrar a nadie el paso a los servicios y premios, es, sin embargo, tan difícil
esperar de una educación oscura y pobre el valor, la integridad, la elevación
de ánimo y las demás grandes calidades que piden los grandes empleos, cuanto es
fácil hallarlas en medio de la abundancia, del esplendor y aun de las
preocupaciones de aquellas familias que están acostumbradas á preferir el honor
á la conveniencia, y a no buscar la fortuna sino en la reputación y en la
gloria. Firme en estas ideas, que sostiene con elocuencia admirable, propone
que se cierre en lo sucesivo la puerta a las vinculaciones; pero si un
ciudadano, a fuerza de grandes y continuos servicios, se colocare en aquella
altura que atrae a sí la veneración de los pueblos, cuando las recompensas
dispensadas a su virtud le hubiesen engrandecido con autoridad y largos bienes
de fortuna, sea entonces remate y corona de los premios la facultad de fundar
un mayorazgo que trasmita su nombre á las generaciones futuras.
Al cabo de
tantos años, de tantas experiencias, de tan grandes escarmientos y de tantas
exageraciones, a lo que proponía Jovellanos hemos venido a parar, y al arsenal
de sus razones han acudido los defensores de la última reforma constitucional,
entre los cuales se cuenta el autor de este discurso, para esgrimir buenas y
bien templadas armas. ¡Quiera Dios que no se malogre la empresa por no tener
presentes los consejos del Informe que vamos analizando! Según el cual se han
de dispensar esas gracias con parsimonia y con notoria justicia para que no se
envilezcan. “Si el favor o la importunidad las arrancan para los que se han
enriquecido en la carrera de Indias o en los asientos, dice Jovellanos, ¿qué
podrá reservar el Estado para el premio de sus bienhechores?”
No se limita
el Informe a sólo estas materias ;abraza una exposición clara y metódica de los
estorbos que se oponen al interés de los agentes de la agricultura, y, por
consecuencia, a su progreso, ya sean políticos o derivados de la legislación,
ya morales o nacidos de las opiniones a la sazón reinantes, ya físicos o
producidos por la naturaleza de nuestro suelo. Desenvolviendo o demostrando la
existencia de tan diferentes estorbos, se indican los medios de removerlos; y
una y otra tarea se ven desempeñadas con profundo conocimiento de causa, y,
generalmente, con singular acierto. Muchas de las opiniones allí sustentadas
son hoy comunes en plazas y corrillos, pero eran poco estimadas y conocidas en
aquel tiempo; y aun por eso existían abusos entonces que hoy parecen imposibles.
En conclusión, el Informe sobre la ley agraria puede presentarse como modelo,
así por la claridad y sencilla elegancia del lenguaje, como por la profundidad
de las ideas; así por el acierto en recorrer y presentar los males, como por el
tino en señalar los remedios. En este último punto se puede muy bien no discurrir
ni opinar siempre como Jovellanos, pero nadie dejará de tributarle el respeto
que merecen opiniones sinceramente profesadas, vigorosamente expuestas, y
razonadas con un caudal de noticias y de observaciones a que no es dado llegar
sin grandes estudios, sin vasta capacidad, y sin gran elevación de miras y
alteza de pensamientos.
Hemos dicho
más arriba que pasó Jovellanos a ocupar una plaza en el Consejo de las Ordenes,
y ya adivinará el lector que allí no estaría ocioso quien en todas partes se
distinguió por su laboriosidad. La Consulta acerca de la jurisdicción temporal
del Consejo, y el Reglamento del colegio imperial de Calatrava, en la ciudad de
Salamanca, se han de estimar como dos modelos en sus respectivos géneros. La
consulta, que es un resumen de la historia política de las órdenes militares y
del cuerpo que aconseja al Rey al ejercer el cargo de gran maestre, brilla por
la escogida erudición que oportunamente ostenta, por la atinada distribución
del plan, por la gracia del estilo y por la perspicuidad con que están
presentadas las ideas. El Reglamento es más bien un plan completo de estudios,
el más cabal y perfecto que hubo hasta entonces en parte alguna de Europa,
filosófico y cristiano a un mismo tiempo; lo cual de intento decimos, no por
creer que corren separados el cristianismo y la filosofía, sino porque se
escribió en época en que se llamaba vulgarmente filosofía á una colección de
máximas reñidas con los preceptos de nuestra santa religión, y en que se
pensaba (¡mentira parece!) que era preciso ser impío para merecer el nombre de filósofo.
Los que tengan obligación de ocuparse en mejorar la instrucción pública, o en
preparar métodos de enseñanza, o en dirigir establecimientos de educación para
la juventud, no pueden dispensarse de leer el Reglamento del colegio imperial
de Calatrava, en que se hallan juntos un plan de estudios sabiamente pensado,
y reglas de disciplina dictadas por el ingenio observador y profundo de quien
había cursado en las aulas, y conocía el humano corazón y las mudanzas que
experimenta en las diversas épocas de la vida.
Apenas hacia
un año que ocupaba Carlos IV el solio español, cuando empezó contra el varón
cuyos hechos bosquejamos la cadena de infortunios y desventuras que ya, puede
decirse, no habían de tener término hasta el fin de su vida; pero también
comienza en este momento la época de su mayor gloria, que corre pareja con sus
fatigas y quebrantos. Fue el primero, y el que abrió la puerta a los demás, la
persecución que en 1789 sufrió el conde de Cabarrús.
Era Jovellanos su amigo, preciábase de ello, y no
consentía su carácter firme y honrado que renegara de sus cordiales afectos a
la hora de la desgracia. Tomó parte en sus tribulaciones por lo tanto; y como a
título de representante y apoderado de varios pueblos de Nueva España
concurriese a las juntas del banco nacional de San Carlos, terreno el más
propio para defender a Cabarrús, no quiso
desperdiciar la ocasión, y tuvo a gala mostrarse a los ojos del público y de la
corte como su protector decidido. Lerena, a la sazón ministro de Hacienda, y
sus agentes, dirigían terribles tiros contra el Conde, siendo el resultado de
la intriga encerrarle incomunicado en un castillo, y mandar que Jovellanos
saliese de Madrid inmediatamente y partiese a Asturias para hacer un
reconocimiento general y prolijo de las minas de carbón de piedra. Dejar a su
amigo en situación tan triste y sin poderle valer fue lo que sintió don Gaspar,
que no volver a su país y recorrer los lugares en que pasó su infancia, y
dedicarse a estudios que tanto le agradaban y a otros que revolvía en su
mente, y que en efecto había de realizar con gran provecho del principado y
gloria suya. Tardó en llegar a Gijón, porque se hubo de detener en Salamanca
desempeñando unas comisiones del Consejo de las Órdenes, a quien informó sobre
ellas; con lo cual, desembarazado, siguió su camino, y a 12 de Setiembre de
1790 entró en casa de su hermano mayor, que era la misma en que había nacido. Recibióle con agasajo el dueño, pues le amaba tiernamente,
y en su compañía pasó el largo período de su primera desgracia. Así la llamaremos,
porque al cabo así la llama el mundo. Llamarémosla así, además, porque es en efecto desgracia para un súbdito leal incurrir en el
enojo de su rey, aunque sea inmotivado e injusto; merece también ese nombre
porque fue la primera entre las varias vicisitudes que cayeron sobre su cabeza
desde allí en adelante, sin darse lugar unas a otras y en precipitado
torbellino; pero es lo cierto que aquellos años dedicados por Jovellanos al
estudio, a la lectura, a la contemplación de la naturaleza, al examen de
cuestiones importantes para el desarrollo de la riqueza pública, y sobre todo,
a la fundación del Real Instituto Asturiano, fueron para él felicísimos, y
comparables solamente con los de su residencia en Sevilla. Y en aquel honesto
destierro se vigorizó su alma para los sucesos posteriores; que en eso principalmente
se distinguen los hombres de levantado espíritu (que son los menos, sin duda)
de la muchedumbre de los mortales. El aislamiento, la injusticia del mundo o
de los poderosos, las persecuciones no merecidas abaten los corazones vulgares
y los hacen escépticos, insensibles, contemporizadores con todo género de
demasías. Las almas elevadas reciben nuevo temple, se purifican, se enaltecen,
y, en lugar de abatirse, se preparan a las nuevas luchas que en lo por venir
les depare la Providencia. Hombres como Jovellanos perdonan a sus enemigos,
olvidan los agravios, no guardan rencor a sus perseguidores; pero salen de
sus tribulaciones con nueva fuerza, con más fe, con propósito más decidido de
no transigir nunca con lo que no sea decoroso y propio para labrar su fama y la
prosperidad de su patria. En aquel rincón de la Península, en que le creían
mortificado y abatido, pasaba días serenos y alegres, consagrado a planes que
Asturias no olvidará jamás. Visitó las recién descubiertas minas de carbón de
piedra, hizo presente al Gobierno el estado en que las encontró, y propuso para
su beneficio y explotación los medios más convenientes. Promovió y erigió
después el célebre Instituto, abriendo en él, desde luego, cátedras de
matemáticas, de física, de mineralogía y de náutica, que eran las más
necesarias para que los alumnos se dedicaran con provecho al beneficio y
comercio del carbón; y con su acostumbrada actividad formó por sí mismo los
planes de enseñanza, arregló los métodos, y aun regentó las cátedras cuando
faltaban profesores. Tuvo siempre amor de padre a este Instituto, sin descansar
hasta que más tarde le completó y realzó agregándole los estudios de
humanidades, geografía, historia, dibujo, y de los idiomas inglés y francés,
escribiendo él mismo, por cierto con lucidez admirable, los tratados que habían
de servir de texto en la mayor parte de estas últimas cátedras.
No contento
con eso, y deseoso de emplear en más ancho campo las fuerzas de su
privilegiada inteligencia, propuso al Gobierno con vivísimas instancias la
construcción de una carretera de Oviedo a León. Demostró en sabios informes y
extensos memoriales que la situación ventajosa de Asturias en la costa
septentrional convidaba a un poderoso comercio con las demás provincias
litorales del reino y con ambas Américas; que los frutos sobrantes de las
Castillas se exportarían por los puertos asturianos, y recibirían en cambio
por el mismo conducto los preciosos frutos de Andalucía y de Valencia, y los
azúcares, cacaos y demás efectos ultramarinos que necesitasen para su consumo.
Demostró, asimismo, con copia de datos, que el camino que proponía produciría
grandes ventajas para la cómoda extracción de lanas del ganado trashumante; que
fijada, como estaba, la trashumancia de las merinas en las montañas de León, no
estarían mejor en ninguna parte los esquileos y lavaderos que en las orillas
de los ríos Bermuesga y Luna; que si se habían
establecido en las faldas de Guadarrama, país frío, falto de pastos, y así
distante de los veraniegos como de los puertos de mar, había sido por la falta
de carretera; hecha la cual, y establecidos los esquileos en las referidas
márgenes, conducirían las ovejas sus lanas hasta el pie de los mismos montes en
que habían de veranear, librándose de atravesar, ya desnudas, cincuenta leguas
por un territorio destemplado y yermo, en estación en que todavía hay heladas,
lluvias y ventiscas; se haría el esquileo en más apacible clima, en país
defendido de los vientos y rico en sabrosos pastos; tendrían los lavaderos a la
mano abundantes y regaladas aguas, y las lanas, apenas cortadas y empaquetadas,
podrían ser conducidas al puerto de extracción con un viaje de veinte y dos
leguas, en lugar de sesenta que recorrían con enorme dispendio. La demostración
de tan palpables beneficios no pudo menos de decidir al Gobierno a aprobar el
plan de Jovellanos, a lo que también se agregó el deseo de tenerle entretenido
para prolongar sin violencia su destierro; y en su virtud se le nombró
subdelegado y director de la carretera. Este y otros encargos análogos, que
recibió durante su destierro, le obligaron a recorrer variados territorios de
Castilla la Vieja, Rioja, Santander y provincias Vascongadas, cuidando de
extender unos diarios, en que puntualmente describe cuanto en aquellas comarcas
halló digno de estudio perteneciente a los reinos animal, mineral y vegetal;
todo lo relativo a la población de las ciudades, villas y lugares; a los
fueros, privilegios y gobierno civil y eclesiástico de cada pueblo; al estado
de la agricultura, industria y comercio, ferias y mercados, usos y costumbres
de los habitantes; describiendo las montañas con expresión de su materia,
situación y figura; el nacimiento, dirección y confluencia de los ríos, con
su pesca y las vegas o arboledas situadas en las orillas; el giro y
construcción de los caminos nuevos y la dirección que llevaban los antiguos;
los monumentos arruinados, los templos, castillos, palacios, conventos,
hospitales y colegios; los puentes, muelles y dársenas; los archivos de los
pueblos, con expresión de sus códices y documentos antiguos : en fin, de todo
cuanto se presentaba á su vista indagadora dan razón esos preciosos diarios.
En Gijón, y
en la época que vamos reseñando, como que tiene la fecha de 29 de Diciembre de
1790, escribió la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y
diversiones públicas, y sobre su origen en España. Acerca de este escrito nada
podemos decir, porque pronunció su fallo tribunal competentísimo; y siendo
nuestra opinión, aunque humilde, en todo conforme a él, nos limitamos a
copiarle. La Real Academia de la Historia, por cuyo encargo lo había compuesto
Jovellanos, celebró su lectura con vivo y general aplauso, acordando darle las
gracias, como en efecto lo hizo por medio de la siguiente comunicación, firmada
por el secretario don Antonio Capmany:
“Di cuenta a
la Academia del informe sobre los espectáculos públicos que usía ha trabajado y
remitió con su carta de 29 de Diciembre último, por conducto del señor
director; y habiendo acordado que se leyese, lo ejecutó nuestro compañero,
señor Vargas, con grandísima satisfacción de todos los oyentes, y del señor
conde de Campomanes, que la tuvo particular en la junta de ayer, ya que no pudo
asistir por sus ocupaciones a la anterior en que se empezó la lectura.
Celebraron todos a una voz la elocuencia, la energía, la suma política y
sólida filosofía con que usía ha tratado tan nueva, ardua e importante materia
en tan corto tiempo, y falto de los auxilios que se podía procurar en la corte.
La Academia, muy complacida del esmero y acierto con que usía ha desempeñado su
encargo, me manda darle en su nombre las más expresivas gracias, como lo ejecuto
con especial satisfacción mía.” ¿Qué añadir a estas palabras, que no las
desvirtúe? Díjolas una corporación justamente
apreciada por todos los sabios de Europa; y se sirvió, para que las trasmitiera
a Jovellanos, del autor de la Filosofía de la elocuencia.
Más
adelante, a 12 de Junio de 1792, escribió don Gaspar una carta a Vargas Ponce,
en que le propone el plan que debía seguir en una disertación que iba a
escribir éste contra las fiestas de toros. De aquí sin duda nació la idea, que
aún conservan algunos, de que fue Jovellanos el autor del opúsculo intitulado Pan
y Toros, la cual es completamente equivocada. Fuera de que no es suyo el
estilo, ni se parece siquiera el de esta obrilla a ningún otro escrito del
mismo autor, la carta a que nos referimos lo demuestra de una manera a nuestros
ojos evidente. Publicárnosla en esta colección por haber logrado una copia que
posee la Academia de la Historia, y la acompañan las notas que consideramos
suficientes para esclarecer este punto. Don Carlos Posada, amigo de
Jovellanos, que le trató toda la vida con la mayor intimidad, y a quien habló
sobre el particular en carta que también damos a luz, aseguró que el tal
opúsculo le fue atribuido por la malicia de alguno de sus enemigos, con el designio
de perderle; nosotros podemos añadir que los que aún insistan en adelante en
sustentar que es obra suya Pan y Toros, o no se han enterado de la cuestión, o
quieren falsear deliberadamente el carácter y opiniones de Jovellanos.
En tal
situación, entregado a tales entretenimientos, desterrado de la Corte,
estándole prohibido llegar a ella ni a sus inmediaciones en los viajes y
correrías, ¿cómo había de esperar la nueva que vino súbito a sorprenderle en su
retiro? Que no fue otra sino la de que su majestad le había nombrado primero su
embajador en Rusia, y muy poco después ministro de Gracia y Justicia.
¿Qué era
aquella mudanza repentina? ¿Por ventura un capricho de la corte? ¿Acaso el conocimiento
de que se había obrado mal, y el deseo de reparar un agravio? Estas y otras
muchas imaginaciones revolvía Jovellanos en su acalorada mente, y se propuso
renunciar el ministerio; prohibióselo su hermano, y
don Gaspar, dócil a quien tenía en lugar de padre por el amor y el respeto;
triste, pero resignado, seguro de un fracaso, pero resuelto a cumplir
dignamente con su obligación, emprendió el viaje. Despedíanle con júbilo y algazara sus agradecidos paisanos, porque le veían caminar a la
cima del poder; respondíales él con serena apostura,
amable, pero no alegre; como quien sabía que adonde caminaba era al fondo de un
precipicio. La corte estaba en el Escorial; en el puerto de Guadarrama le
esperaba un amigo; contóle la causa y la historia de
su nombramiento, y emprender la fuga fue el primer impulso del ministro. Pero
su honor, su decoro, la confianza que tenía en sí mismo para resistir las malas
tentaciones y para sufrir las consecuencias de la integridad de su carácter,
ganaron, como debían, la partida, y se presentó en su puesto. ¡Puesto de
espinas siempre en épocas revueltas y azarosas! Más aún en aquella en que le
ocupó el ilustre Jovellanos.
Mas ¿por
qué caminaba triste el nuevo ministro? ¿Por qué había sido nombrado? ¿Qué le
dijo el amigo que salió á recibirle en Guadarrama ?
Sabíase en Asturias y en todo el
reino español la situación de la corte. Cierto que no había entonces
telégrafos, ni frecuentes comunicaciones, ni correos diarios, ni siquiera
diligencias que condujeran viajeros de uno a otro extremo de la Península;
pero las malas nuevas corrieron siempre con rapidez espantosa, sin necesidad de
alambres eléctricos. Quien sepa lo que acontecía en aquella lamentable época,
si ha podido formar con la lectura del presente escrito idea cabal, o al menos
aproximada, de Jovellanos y de su carácter, no se sorprenderá de verle venir
camino de la corte, resignado, aunque no abatido; sereno, pero triste. Dócil
instrumento de ajenas e interesadas miras no podía ser aquel hombre, ni
cómplice siquiera; remediar el cáncer que devoraba las fuerzas y la vitalidad
de la monarquía, no lo estimaba posible; luchar en vano era, pues, su destino;
lidiar sin esperanza y volverse á su destierro, si es que no le estaban
reservados mayores males a su pronta salida del ministerio.
Su
nombramiento se verificó de esta manera: había logrado el conde de Cabarrús la gracia del Príncipe de la Paz. Era el privado
de instrucción escasa, y aunque no destituido de entendimiento, como han
querido suponer sus implacables y desatentados enemigos los consejeros del
entonces Príncipe de Asturias, todavía no alcanzaba aquella elevación de
inteligencia, única que alguna vez logra el perdón de una subida rápida y de un
favor incesante; pero no fue hombre de mala intención, ni cruel, ni de duras
entrañas. Habría querido (¿y cómo no?) hacer la ventura de su patria y
eternizar su nombre; que eso quieren sin duda cuantos llegan al poder, si no
tienen una naturaleza depravada y un corazón pervertido. Pero no sabía cómo
hacerlo, no conocía los males, menos aún los remedios; y como se apoyaba además
su grandeza en reprobados cimientos, faltábale el
apoyo de la opinión pública, faltábale la ayuda de
varones rectos y entendidos. Sagaz y emprendedor el conde de Cabarrús, digno por su talento e ilustración de la amistad
de Jovellanos, pertenecía al número de esos hombres frecuentes en tiempos de
universal trastorno y algazara, de conciencia elástica y acomodaticia, que
piensan que debe hacerse el bien, sean cuales fueren los medios, buenos o
malos; de esos hombres que se llaman conocedores del mundo, que de sus
preocupaciones, hasta de sus vicios, creen que es lícito valerse para aspirar
al logro de sus propósitos, y llegan hasta a hacer alarde de su doctrina si sus
propósitos son buenos. Pero ¡ay! que la Providencia es la única y sola que por
medios desconocidos convierte el mal en bien algunas veces, y hace brotar de
una serie de crímenes y de escarmientos la regeneración de un pueblo : camino
vedado para los hombres. Deben éstos cumplir con la conciencia, y dejar a Dios,
por cuya voluntad se gobierna el mundo y se rigen todas las cosas, que las
disponga a su arbitrio y con arreglo a sus designios.
Conversaban a
menudo el Príncipe y el Conde sobre las necesidades de la nación, procurando Cabarrús hacer que recayese la plática sobre la
conveniencia de que el valido se rodease de hombres eminentes que lograran
sacar a salvo la nave del Estado y que hiciesen memorable la época de su
privanza; amenazábale con la triste suerte de
antiguos privados, y ponía delante de sus ojos con singular osadía el
desastroso fin de don Alvaro de Luna, que, vencedor
de los moros en Sierra-Elvira y de sus adversarios en Olmedo, no había acertado
a dar prosperidad ni abundancia ni reposo al pueblo castellano. Deducía de
todo que era indispensable hacer el bien de la monarquía para perpetuar el
favor, y que el único medio de lograrlo había de ser nombrar ministros a un
Jovellanos y a un Saavedra, a quien quería que se encomendase el despacho de
los negocios de Hacienda. Dejóse convencer el
Príncipe por las razones del Conde; y fuerza es confesar que si había algún
modo de salvarse, era en efecto el que le aconsejaban y que él aceptó de buen
grado. La justicia exige también que digamos que no era un perverso quien así
procuraba que su privanza redundara en provecho de todos. Tiene razón cuando
estampa en sus Memorias que nadie podrá afirmar que Jovellanos le hubiese
adulado en ningún tiempo; tiénela asimismo cuando
asegura que ni con él ni con Cabarrús le ligaba de
antemano lazo ninguno de amistad; envanécese con
justicia de haberle hecho nombrar ministro sin tratarle, ni deberle servicios
ni lisonjas; pero rinde igualmente tributo a la verdad, y debe agradecérselo
la historia, cuando añade que “los principios de una estrecha y severa
filosofía (debería haber dicho virtud) le produjeron (a Jovellanos ) los
poderosos enemigos que contaba en el reino.”
La persona
que le esperaba en el puerto (que no era otra que Cabarrús)
le enteró de la situación de la corte, confirmando las noticias que por
Asturias corrían; refirióle lo sucedido, le enteró de
la causa de su elevación al ministerio, y no le ocultó que se había logrado
contra la voluntad y la opinión de la Reina, que era la que pocos días antes
le había hecho nombrar embajador en Rusia para desviarle del gabinete, cediendo
al fin, mal su grado, a las reiteradas instancias y al empeño decidido del Príncipe
de la Paz. ¿Cómo no había de aterrarse en oyendo tales noticias? Pero era
imposible retroceder: su renuncia habría sido inexplicable en aquellos
momentos, y no quedaba otro recurso que resignarse; fuera de que tal vez
pondría la suerte en su mano hacer un gran servicio a su patria. Consiguiendo
ganarse la voluntad del Monarca, aficionándole a los negocios, podría
enterarle del mal estado del reino, interesarle en acudir al remedio y
reorganizar la administración pública. Acaso lograría alejarle poco a poco del
privado, y ¡quién sabe! separar a éste de la corte con algún motivo honroso o
con alguna comisión en que fuese útil a su soberano y a su patria. Resolvióse, pues, a ser ministro del Rey, nada más que del
Rey, y a llevar adelante su hidalgo propósito, el cual le había de conducir,
saliendo bien (cosa al parecer imposible), a salvar la monarquía, mal
encubiertamente amenazada por la revolución vecina; y saliendo mal, que era lo
más probable, a volverse en breve a su retiro. Continuó, pues, el viaje, presentóse en la carta, visitó a la Real familia, y tomó
posesión de su cargo después de conferenciar con Saavedra, trabando con él
desde aquel momento relaciones de compañerismo sincero y de cariñosa amistad.
Seguir paso
a paso este período importante, aunque corto, de la vida de nuestro autor, no
es de la índole de la presente publicación estereotípica; quien escriba la
historia del reinado de Carlos IV tendrá obligación de explicar ese episodio.
Nosotros hemos echado sobre nuestros hombros la tarea de componer una biografía
de Jovellanos para que aparezca al frente de sus obras, y de examinar sus
principales escritos; y como él no habló nunca de tales sucesos, como jamás
salió de su pluma, ni aun creemos que de sus labios, una sola palabra contra
sus perseguidores ni contra los enemigos que le concitó su vida ministerial,
entendemos que es nuestro deber encerrarnos en igual silencio. Diremos sólo que
a poco tiempo de subir al ministerio salió del gobierno el Príncipe de la Paz,
quedando en él Jovellanos, lo cual prueba que no fracasaron, antes bien
comenzaron a lograrse, los proyectos de tan insigne varón, quien a los cinco
meses de esto cayó en desgracia sin causa alguna conocida y fue exonerado,
reemplazándole en la secretaría del despacho de Gracia y Justicia don José
Antonio Caballero, personaje de infausta memoria. Nada más añadiremos sino que
en el destierro a que volvió, en el convento en que estuvo más tarde recluido,
en la fortaleza en que fue después encerrado con extraordinario rigor, nos
parece más grande que en la fortuna sus contemporáneos. Más digno le creemos
de envidia en la cartuja de Valdemuza y en el
castillo de Bellver, que los gobernantes que en el pueblo español, abatido,
pobre, sin ejército, sin arsenales, sin recursos y sin crédito, ofrecieron cebo
tentador a una invasión alevosa y criminal. Toca a estos últimos la
responsabilidad de grandes calamidades, que no habrían llovido tal vez sobre
nosotros a no venir á tierra los planes de Jovellanos ; pero son inescrutables
los juicios de Dios, cuyos fines desconoce el hombre. La sangre de nuestros
padres, derramada en los campos de batalla durante la guerra de la
Independencia, que hicieron necesaria los sucesores de nuestro autor, nos regeneró
sin duda; y las glorias del Dos de Mayo, de Bailen, de Zaragoza y de Gerona,
atrajeron hacia esta tierra de España la estimación y el respeto de la
asombrada Europa. Y aunque sea adelantar el discurso, no se ha de omitir aquí
una consideración, que completa el cuadro, probando que un en esta vida
reciben muchas veces las buenas acciones el merecido premio. En la heroica y
gigantesca lucha que hemos de ver más tarde sostenida por esta nación altiva y
pundonorosa contra el hombre más grande que han producido los siglos
modernos, y uno de los más famosos de todas las edades; en esa guerra que
ilustra el nombre español tanto como su cruzada de siete siglos y sus
conquistas en Europa y en América, veremos figurar el nombre de Jovellanos
organizando la resistencia nacional, gobernando a un pueblo huérfano de sus
monarcas, y dirigiendo la poderosa voz en nombre de su rey a sus compatriotas.
¡Justo galardón de la virtud!
Pero tomemos
de nuevo el hilo de los sucesos: volvió Jovellanos a su destierro, y Carlos IV
a su vida acostumbrada, que, según él mismo refería después a Napoleón, corrió
veinte años empleada en salir a cazar todos los días por mañana y tarde, en
invierno y en verano, sin más tregua que la precisa para comer y regresar al
instante al cazadero. Y para que a todo buen español sea más doloroso este
período de la historia patria, conviene advertir que, según atestiguan
cuantos conocieron y trataron a aquel rey, tuvo comprensión fácil y memoria
vasta; amó la justicia, y cuando por acaso alguna vez se empleaba en el
despacho de los negocios, mostraba expedición y tino; llegando el conde de
Toreno a afirmar, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de
España, que con otra esposa que María Luisa no hubiera desmerecido su reinado
del de su augusto antecesor y padre. Mas eran tales prendas deslucidas por un
insigne defecto, a saber : la dejadez y habitual abandono, con los de ningún
otro monarca comparables; y esto cabalmente cuando rugía en nuestra frontera
misma la revolución francesa, y más que nunca se necesitaban tranquilidad
interior y un gobierno solícito, previsor y vigoroso.
Al llegar a
su asa de Gijón nada de cuanto dejaba atrás ocupó el ánimo del desterrado; afligíale vivamente la falta de su hermano, a quien durante
su ausencia había arrebatado la muerte. Su amor le era antes consuelo y
compañía, y ahora estaba solo, abandonado a sí mismo; todo le traía a la
memoria la persona querida que habitaba allí de ordinario; y cuanto más
agradables los objetos que se ofrecían a su vista, convertíanse más fácilmente en torcedor de su alma. Quiso buscar reposo en el trabajo, y
puso el pensamiento en su Instituto, pero el Gobierno le negó todo auxilio; no
desistió por eso, y hubo de sufrir grandes amarguras. En vano dirigía
repetidas súplicas reclamando la protección necesaria para aquella escuela;
ninguna obtenía resolución ni respuesta. ¿Ni cómo podía ser otra cosa? Estaba
meditada su ruina, y a fe que no se hizo esperar mucho tiempo. Cuando fue
destituido del ministerio se procuró extender la voz de que era hereje, y que
por ello cabalmente había caído del poder. Llegó la noticia a sus oídos sin que
le causase mella alguna: tal era y tan absurda la calumnia, que no merecía más
castigo que el desprecio. Pero se esparcieron por Asturias algunos ejemplares
de una versión del Contrato social, impresa en Londres, y diciéndole sus amigos
que en cierta nota del traductor se le dispensaban grandes elogios, receló si
sería algún lazo que le tendían sus émulos; que tales cosas habían hecho con su
persona, que estaba autorizado a temerlo todo. Escribió inmediatamente al
ministro de Estado contando lo que pasaba, según lo referían personas de
crédito, porque él no había logrado tener a la vista ningún ejemplar de
semejante libro; se le contestó que recogiese cuantos pudiera, y como no diesen
resultado ninguno las más exquisitas diligencias, lo puso de nuevo en
conocimiento del Gobierno. Esta comunicación tuvo por respuesta prevenirle que
se abstuviera en adelante de escribir a los ministros. Pocos días después, el
13 de Marzo de 1801, fue sorprendido en la cama antes del amanecer, y con
escolta de soldados, en la más rigorosa incomunicación, le hicieron atravesar
toda la Península por León, Burgos y Zaragoza hasta la ciudad de Barcelona, de
donde, embarcándole en el bergantín correo, le llevaron con las mismas
precauciones a Mallorca. En llegando, fue al punto presentado al Capitán
General, quien sin dilación le envió a su destino, que era la cartuja de Jesús
Nazareno, en Valdemuza, a tres leguas de Palma, sin
fijar plazo ni término a su reclusión, y disponiendo que no tuviese trato con
otros que con los monjes.
Al propio
tiempo que hacían presa en su persona, se apoderaban de todos sus papeles, que
examinaron y sellaron. Fue el reconocimiento prolijo y minucioso,
indudablemente queriendo dar a entender que buscaban o habían hallado pruebas
de que era hereje, o ateo, o revolucionario; y este escrutinio le causó más
honda pena que su prisión incomunicada, que su traslación humillante y
vergonzosa, y más, en fin, que todas las vejaciones personales. Comprendía muy
bien (porque a su costa iba sabiendo ya á qué punto suele llegar la perversidad
humana) que se le hiciese víctima de una venganza inmerecida, no provocada,
injusta; pero no podía sufrir que para cohonestar su persecución, villanamente
se supusiera y extendiese que él, tan religioso, tan monárquico, tan temeroso
de Dios, tan amante del trono, era capaz de haber escrito cosa alguna que
menoscabara los sentimientos de piedad o la lealtad a sus reyes, que
distinguieron siempre a los españoles. Así es que apenas instalado en la
Cartuja, el 24 de Abril, dirigió una exposición a su majestad, respetuosa, pero
llena de vigor; documento bellísimo, que nuestros lectores hallarán en el
lugar correspondiente, porque le merece distinguido en la presente colección;
suplica en ella al Rey, no en son de pedir gracia, sino reclamando justicia,
que si se le ha imputado algún delito se le haga cargo de él y se le oigan sus
defensas, con arreglo a las leyes, ante cualquier tribunal públicamente
reconocido, ya fuese el Consejo de Estado, de que era miembro, ya el de las
Ordenes, a que había pertenecido, o a título de caballero profeso de la de
Alcántara, ya en el Consejo Real, el primero de los tribunales civiles de la
nación, ya ante el acuerdo de la Real audiencia de aquellas islas, a que había
sido conducido con extremado rigor y ruidoso aparato; y que declarada que fuese
su inocencia, «de lo cual, dice, estoy bien seguro», se dignase su majestad, no
sólo reintegrarle en su antiguo estado, que era para él lo de menos, sino
también reparar amplísimamente la nota y baldón que tantas violencias y
atropellamientos cometidos en su persona hubieren podido causar a su reputación
y buen nombre. Remitió esta exposición al marqués de Valdecarzana,
sumiller de corps y primo suyo, con encargo de que la pusiera en las propias
manos del Rey; mas eran tales los aires que corrían, que el Marqués, hombre sin
duda apocado y a quien no podemos librar de la nota de egoísta, no se atrevió
á presentarla. Súpolo el preso a los seis meses, allá
por el de Octubre, y en seguida hizo nuevo recurso, vigoroso y digno, pero en
frase la más respetuosa. Unióle copia de la anterior
y lo envió a su casa, encomendando al capellán de ella, don José Sampil, que pasase a la corte y viese el modo de que tan
importantes documentos llegasen al poder del Soberano. Había en Asturias
agentes secretos con la comisión de averiguar las comunicaciones que mediasen
entre el preso de Mallorca y sus amigos, parientes y paisanos, y en
trasluciendo el encargo que tenía el sacerdote, dando pronto aviso a Madrid,
enviaron postas a la ligera para detener en el camino al conductor de la
instancia. Bien comprendió el honrado capellán que era preciso emplear suma
diligencia en su cometido; y usó de tanta, que los espías supieron el caso
cuando llevaba algunos días de viaje, por lo cual no pudo ser habido en el
camino. Fueron más felices los agentes de policía en Madrid; se apoderaron de
él en los momentos de entrar en la corte por la puerta de Segovia, y le
condujeron a la cárcel llamada de la Corona, por estar destinada para reclusión
de eclesiásticos. Siete meses estuvo allí encerrado en premio de su lealtad y
diligencia, y al cabo de ellos le llevaron a Oviedo, previniéndole que no
saliera de la ciudad y se presentase todos los días al reverendo Obispo.
Conocemos gentes que en vista de este suceso dirán cómo hizo bien el de Valdecarzana en guardarse el papel y no entregarlo; seguros
estamos de que la historia imparcial continuará calificándole de egoísta.
Entre tanto
circulaban por Madrid copias de las dos representaciones, y eran leídas con
afán donde quiera que no llegaba la vigilancia de los agentes del Gobierno; en
las tertulias y reuniones de toda especie se hablaba continuamente de
Jovellanos, siendo su nombre objeto de veneración, y de lástima su mala
ventura; los padres le proponían por modelo a sus hijos, y hacían las mujeres
gala de demostrársele aficionadas; que siempre fue compasiva y generosa esa
bella mitad del género humano. Un sujeto desconocido, por caridad sin duda, y
creyendo dispensarle singular obsequio, hizo una copia de ambas exposiciones,
y dióse tan buena maña, que logró ponerla en manos
del Rey; pero éste en seguida se la entregó a sus ministros para que la
examinaran. Grande debió ser después la desesperación de aquella buena alma, al
saber que su oficiosa compasión había sido causa de que se le sacase a
Jovellanos del convento y se le condujese, en medio de un destacamento de
dragones, al castillo de Bellver, situado en una alta colina a media legua de
la capital de la isla de Mallorca.
Fuerza es
hacer mención del trato que recibió el preso mientras estuvo en la cartuja de
Jesús Nazareno; porque son aquellos cenobitas, encargados de su custodia,
dignos de los mayores elogios, y seguro es que se los prodigarán cuantos lean
la vida de Jovellanos. Su propia familia no le hubiera asistido con mayor
esmero: atentos a su comodidad y regalo, ellos en persona le cuidaban,
aderezándole y sirviéndole la comida con sus propias manos; y ya solícitos le
acompañaban para hacerle olvidar su aislamiento, ya se ocupaban en buscarle
libros, ya, descubierta su afición á toda clase de útiles conocimientos, sacábanle a pasear por aquellos fragantes montes y
pintorescos valles, con pretexto de buscar plantas y yerbas para el estudio
de la botánica, que en efecto le enseñaban los religiosos, explicándole la
figura, virtudes y propiedades de las plantas. Don Gaspar escribía con método
estas explicaciones; y entre todos hicieron un tratado de botánica, que
repartido á los moradores de las cercanías, fue muy útil a más de una familia
necesitada. En una ocasión se le hincharon las piernas de un modo tal, que
infundió serios temores al facultativo a quien llamaron los monjes para que le
asistiese; creyóse que no sólo las amarguras
padecidas y las molestias del viaje de doscientas leguas, que preso,
incomunicado, sin comodidad alguna, acababa de hacer, serian causa de su mal,
sino que también podía tener parte la continua comida de pescado que, con sujeción
a la regla del convento, servían al recluido. Aquellos buenos religiosos
acudieron al Soberano Pontífice pidiendo una bula para servirle otros manjares,
y un día le sorprendieron presentándole cubierta la mesa con los más
excelentes y regalados; ellos, que en todo tiempo, en la juventud como en la
vejez, en la fuerza de la vida como en la proximidad del sepulcro, insistían
en comer sus pobres viandas. Resistióse el cautivo a
probar alimentos allí exóticos; mostráronle el breve
de Su Santidad, y le dijeron la opinión del médico; todo en vano: el enfermo dio
la comida a los pobres del pueblo, y no probó otra que la de sus compañeros y
amigos, los santos moradores del convento. Pero tan tierna solicitud le hizo
derramar lágrimas de purísimo gozo; su corazón, naturalmente benévolo y
expansivo, se abrió a los consuelos de sus nuevos hermanos, y no sólo se curó,
sino que llegó a olvidarlo todo y a vivir satisfecho y alegre en aquella
sociedad, que bien valía tanto, por lo menos, como la mejor que hubiese
cultivado en todos los días de su vida. No hubo medio tampoco de que los
religiosos aceptaran nada en remuneración del gasto que les hacía; dijéronle que era uno de ellos y que no podían admitir
estipendio. Vínoles bien a los pobres, porque
Jovellanos destinó sus ahorros a socorrer con limosnas a los vecinos
necesitados de Valdemuza, y a dar pensiones á losjóvenes de escasos recursos que se dedicaban al estudio
de la latinidad. Cuando le arrancaron de aquella santa casa, no pudiendo darle
otra cosa, diéronle lágrimas y bendiciones, que no
dudamos nosotros le infundieron la fortaleza necesaria para soportar resignado
seis años de encierro en una nueva cárcel.
¿Movería,
acaso, el interés a los monjes? Necesitado estaba Jovellanos de favores, que
no en ocasión de dispensárselos a nadie; ni por entonces se columbraba que
para él habían de amanecer mejores días. Tampoco los guiaba el espíritu de
partido, menos el deseo de vengar agravio alguno; la caridad tan solo. ¿Ni qué
premio podían ellos esperar? Por palacio su convento, por viandas los pescados
de aquellos mares, por ordinaria ocupación el rezo, la penitencia y las obras
de misericordia; por esparcimiento y regalo los montes y las selvas de las
cercanías, por lujo un tosco sayal, por esperanza la gloria eterna; nada de
esto les había de arrancar el poder, quien quiera que lo ejerciese. Ninguna
otra recompensa aguardaban pues aquellos piadosos varones, sino la que ya
habrán alcanzado, porque han fallecido todos.
Muy diversa
fue la vida de nuestro héroe en el castillo, donde tenía siempre un centinela
de vista, el cual y su criado eran las únicas personas con quien podía
comunicarse. Mas se permitió luego la entrada a un religioso, y en él halló el
pobre cautivo compañía, consuelo, docta y amena plática, y alivio todas sus
amarguras. Llevóle dos códices antiguos que existían
en la librería del convento de San Francisco, y de ellos el preso copió, y
tradujo después al castellano, una geometría que Raimundo Lulio compuso en
París el último año del siglo XIII. Viendo el religioso que así lograba
distraerle, facilitóle también un códice original de
mano del célebre Juan de Herrera, que contenía un discurso sobre la figura
cúbica, y don Gaspar lo copió igualmente con todas las figuras geométricas,
añadiendo a la copia una larga y erudita advertencia sobre el origen y
circunstancias del códice. Estos trabajos, una curiosa y amena descripción que
hizo de la propia fortaleza que le servía de cárcel, y otros varios escritos
sobre antigüedades de la isla, sobre fábricas preciosas y sobre excelentes
pinturas, sirviéronle de ocupación y
entretenimiento durante algunos períodos de aquellos siete años de persecución
tenaz y rigorosa.
Quien así
tenía presentes las bellas artes, no era natural que se olvidase de las letras:
en el castillo de Bellver escribió tres excelentes epístolas, una a Cean Bermudez, y dos a don Carlos
Posada, canónigo de Tarragona. Bien merecía éste los repetidos recuerdos que le
consagraba don Gaspar; en cuanto supo su destierro voló a Palma, se disfrazó de
religioso, penetró en la prisión, y con grave riesgo de ser descubierto y de
sufrir los mismos daños que su amigo, tuvo el placer de abrazarle. Don Gaspar
en una de las epístolas que le dedica, le exhorta a que no le tenga compasión,
porque no es infeliz su suerte:
¿Infeliz?...
¿Cómo?
¿Acaso puede
un inocente serlo?
¿Con la
virtud, con la inocencia puede
Morar el
infortunio? El justo cielo
No lo
permite
Él las
sostiene, las conforta, y tiende
Para
apoyarlas próvida su mano.
Aconséjale
igualmente que no haga caso de las calumnias que contra él se divulguen, ni
sufra por ellas molestia alguna:
¿Qué puede
el ronco
Rumor de la
calumnia? ¿Qué la envidia,
Aunque con
soplo venenoso incite
Las furias
del poder, su fragua encienda,
Y sus rayos
invoque en mi ruina ?
Yo en tanto
escucho intrépido su aullido.
Ruégale que
no se aflija, suponiendo que le falta la libertad, puesto que no le falta :
No, no ; que
no le es dado
Hasta el
alma llegar, donde se anida
Y
aherrojarle no puede
¿Es esto
esclavitud? No, Posidonio
Por más que
esta porción de polvo y muerte
Yaga en
austera reclusión sumida,
Libre será
quien al eterno alcázar
Pueda subir;
al Protector, al Padre
De la
inocencia y de la vida, absorto
Y postrado
adorar
Quiérele
consolar, él, que está preso, al amigo que vive libre y en la abundancia; y
para quitarle todo motivo de pena, le recuerda cuál ha sido su vida:
Que fui
patrono
De la verdad
y la virtud, y azote
De la
mentira, del error y el vicio
Contra
nuestra costumbre hemos copiado estos versos de una de las epístolas, porque
habrían sido inútiles cuantos esfuerzos hubiésemos hecho para pintar el
espíritu de que estuvo poseído Jovellanos durante su larga prisión, y la
lectura de estas pocas palabras dan de ello una idea completa. Es también
preciosa la composición dedicada a Cean Bermúdez, pocos meses antes de salir de su encierro :
figurar en el mundo, dice, es presuntuoso y necio desvarío; en la virtud y en
la práctica de la religión está la felicidad. Enternece ver que quien llevaba
más de seis años de incomunicación rigorosa, tuviera cristiana resignación
suficiente para escribir a sus amigos que vivía tranquilo, que era feliz, que
su corazón se abrasaba en amor de Dios, y se deshacía en inmensa gratitud por
los bienes que sobre él a manos llenas derramaba la suprema Misericordia. Razón
tenía; semejante conformidad era don de la Providencia, mil veces más
envidiable que las riquezas y los honores.
Todo esto
prueba su resignación, pero hay todavía más : Jovellanos gozaba de la serena
tranquilidad con que Dios se digna fortalecer las almas de los justos. ¿Quién
acertaría á discurrir que en aquella mansión escribiese una obra encaminada a
la enseñanza de la niñez? Pues así es en verdad : encerrado en las mazmorras de
Bellver, compuso el Tratado sobre educación pública, con aplicación a las
escuelas y colegios de niños. Lo cual vale tanto como decir que estaba en la
prisión entregado a las mismas meditaciones que en Sevilla, en Madrid, en
Asturias; que su fantasía volaba con deleite y con libertad detrás de los muros
en que estaba aprisionado su cuerpo. Y si por acaso se le antoja a alguno
sospechar que estaba animado nuestro héroe de la estoica filosofía que
precedió en el imperio romano a la venida del Redentor, y que fue resucitada
en Francia a fines del siglo pasado por los revolucionarios, los cuales,
renegando de la doctrina de Jesucristo, necesitaban buscar en cualquiera parte
un átomo de fuerza y de valor para marchar á la vengadora guillotina, o un
disfraz para la criminal cobardía de refugiarse contra ella en el suicidio,
sepa que tenemos al punto contestación cumplida para demostrarles que era la
de don Gaspar cristiana conformidad y resignación valerosa, capaz únicamente
de ser infundida por la religión del Crucificado. Y la respuesta ha de ser
elocuente, porque no la daremos nosotros, Sino el mismo Jovellanos : «Pero
entre todos los objetos de la instrucción (dice en la obra a que nos
referimos), siempre será el primero la moral cristiana, de que va a tratarse
ahora; estudio el más importante para el hombre, y sin el cual ningún otro
podrá llenar el más alto fin de la educación. Porque qué hará ésta con formar a
los jóvenes en las virtudes del hombre natural y civil, si les deja ignorar las
del hombre religioso? Ni ¿cómo los hará dignos del título de hombres de bien y
de fieles ciudadanos, si no los instruye en los deberes de la religión, que
son el complemento y corona de todos los demás? Yo no creo que sea necesario
persuadir entre nosotros esta preciosa máxima, cuyo abandono y olvido ha
producido ya en otras partes tantos males. Pero ¿acaso ha tenido el influjo que
debiera en nuestros métodos de educación? Creo que no, y he aquí por qué me he
propuesto tratar con más detenimiento esta parte de mi plan. La enseñanza de la
moral cristiana presupone el conocimiento de los misterios de la religión que
estableció su divino Autor. Pero ¿cuál es el plan de educación que haya reunido
en un mismo sistema estos dos sublimes estudios? ¿Cuál es el que haya
consagrado a ellos todo el tiempo y todo el cuidado que requieren? ¿Cuál es el
que los haya tratado en el orden, por el método y con la extensión que
convienen a su dignidad e importancia?... ¿Qué hay por qué admirar que en
materia de religión sea la instrucción tan imperfecta y limitada, aun en
personas que se dicen bien educadas? ¿Ni qué tampoco que la juventud salga al
mundo tan indefensa y poco prevenida contra los sofismas y artificios de una
impiedad que la asesta por todas partes? Este presentimiento (de Platón) fue
confirmado para dicha del género humano, con la aparición de nuestro Salvador
en el mundo, el cual vino á iluminar, derramando sobre él aquella luz divina
que debía disipar todas las tinieblas, deshacer todos los errores de los
filósofos, confundir la presunción de la sabiduría humana, y abrir a los
hombres las fuentes de la verdad y los caminos de la verdadera sabiduría. Así
que quisiéramos que la enseñanza de las virtudes morales se perfeccionase con
la luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin
la cual ninguna regla de conducta será constante, ni verdadera ninguna
virtud.” Tenemos que resistir a la tentación de prolongar la cita; nuestros
lectores, además, acudirán presurosos a admirar por sí mismos y por completo
este escrito del cautivo, que se tenía por dichoso; y lo era en efecto, porque
creía en Dios y practicaba la religión.
No crea el
lector que estos pasatiempos, merced a los cuales solían correr veloces para
Jovellanos las interminables horas de la cautividad, eran benévolamente
consentidos por la corte ni por sus carceleros. Antes al contrario, según las
prescripciones de la consigna dada al oficial de su guardia, y la cual ha
llegado hasta nosotros, dos centinelas debían de vigilarle constantemente,
colocado el uno delante de la puerta, y enfrente el otro de una ventana del
encierro; a toda costa era preciso evitar que nadie le hablase ni le diese
papel, lápiz o tintero; y el propio oficial de la guardia había de estar
presente cuando necesitase del criado para su servicio o el aseo de la
persona, a fin de impedir que éste le entregara cartas o le comunicase
noticias. ¿Qué más? Para que pudiera confesarse, fue menester consultarlo al
Gobierno; y el ministro Caballero respondió que confesara en buen hora, pero
exigía que de antemano prometiese el sacerdote no tratar con él de más asuntos
que de los relativos a su conciencia, y ordenaba que se cuidase de que por tal
conducto no recibiera papel alguno, y que en adelante se le impidiese comunicar
hasta con su mismo criado. De resultas de la inflamación de una parótida,
producida por la falta de ejercicio y por el calor y poca ventilación del
cuarto que le servía de encierro, tuvo que sufrir dolorosa operación y larga
cura para que se le cerrase la herida: el comandante de la plaza representó
espontáneamente para que se le permitiese algún desahogo y ejercicio, acompañando
la certificación de los médicos, que así lo estimaban indispensable; el
Gobierno no contestó, creyendo sin duda que la necesidad no sería urgente
cuando nada reclamaba el interesado. ¿Cómo lo había de pedir, sin papel, pluma
ni tinta? Probable es que aun pudiendo nada habría solicitado. Un principio de
cataratas le acometió al año siguiente, originado, según dictamen de los
facultativos, por las mismas causas; y el Capitán General pidió permiso para
que se bañase en el mar. Accedió a la instancia el ministro Caballero, pero con
la condición de que el preso, vigilado por dos centinelas, se bañase en un
paraje público cercano al paseo; Jovellanos renunció al remedio probable de sus
padecimientos, no queriendo hacerse blanco de la lástima y el desprecio de las
gentes. Un año después el General reprodujo su petición, y entonces el
Gobierno, ordenando que en nada se alterasen las demás formalidades antes
prevenidas, consintió en que se eligiera un sitio menos concurrido para los
baños; con ellos, con el consiguiente paseo de ida y vuelta y con el aire
libre, alcanzó alivio en sus dolencias: debióse esto
al general don Juan Miguel de Vives, así como el que pudiese leer y escribir en
la cárcel al religioso de que ya hemos hablado, y cuyo nombre sentimos mucho
ignorar.
Yacía
nuestro héroe en el encierro donde le tenían confinado enconos palaciegos,
cuando el motín de Aranjuez vino a arrancar el cetro de las débiles manos de
Carlos IV y a dar en la persona de Godoy nuevo testimonio de la inconstancia
de la fortuna. Aún no se habían quebrantado los hierros de la ilustre víctima,
y ya estaban castigados sus verdugos. El valido, encerrado, no en un castillo,
sino en un rollo de esteras, acosado por la sed, con un panecillo por toda
provisión, debió acordarse de los pronósticos de Cabarrús,
si estaba serena su mente; más aun debió sentir no haber dejado que el Rey
gobernase la monarquía, aconsejado por ministros entendidos y leales. Suelen
ser lecciones de Dios lo que se ha dado en llamar caprichos de la veleidosa
fortuna. Cuando atravesaba la plaza de San Antonio, jadeando, herido, insultado
por la amotinada plebe, apoyadas las manos en los caballos de los guardias de
corps que corrían al trote, cuando se miraba tendido sobre unas miserables
pajas, sonó sin duda en sus oídos, tremendo y pavoroso, el nombre de Jovellanos
: magnífico palacio le hubiera parecido entonces el castillo de Bellver.
No era éste,
sin embargo, el último golpe que le tenía reservado su fatal estrella; a perder
la vida en aquella ocasión á manos de los revoltosos, librárase de la afrenta de firmar después, como plenipotenciario de Carlos IV, el indigno
tratado que se concluyó en Bayona a 5 de Mayo de 1808, por el cual se cedía al
emperador de los franceses todos los derechos a la corona de las Españas y de
las Indias. Ningún español debió suscribir semejante convenio; jamás echó sobre
su fama borrón más negro que aquella firma el Príncipe de la Paz. ¡Cuántas
veces lo habrá llorado en los largos años que ha sufrido después, de
expatriación y de pobreza! Cuántas veces habrá envidiado la firma de
Jovellanos, puesta al pie de los decretos de la Junta Central! Inútilmente procura
defenderse de este cargo en sus Memorias: supóngase en buen hora que sin
conocimiento suyo había hecho el Soberano la renuncia; que él reprobó este
acuerdo cuando, ya tarde para el remedio, le enteraron de lo acaecido; que aún
insistió, prestándose a sostener la negativa en nombre de su majestad; créase
cuanto el Príncipe dice, y así y todo, antes que estampar su firma en tan
ignominioso papel, debió cortarse ambas manos, que no la derecha solamente.
Verdad es
que hay otro convenio, el de 10 de Mayo, y una firma en él de otro español, don
Juan Escóiquiz, en que el rey don Fernando hace igual
renuncia; el ignorante y presumido canónigo, ¡mal pecado! después de infamar de
tal modo su nombre, reconoció y juró a José Napoleón como rey de las Españas.
¡Y había creído poder gobernar la monarquía, guiando a su augusto alumno!
¡Había imaginado perpetuar su fama rigiendo la nave del Estado por entre los
escollos de tan revueltos y furiosos mares! A lo menos el Príncipe de la Paz se
habrá podido consolar, y se ha consolado en efecto, con los versos de Meléndez
Valdés y de Moratín cuyo protector fue y cuyos elogios envanecerían a los más
grandes monarcas; ¿qué le queda a Escóiquiz,
sepultado ya como escritor en el polvo del olvido, y vivo sólo en la memoria de
las gentes como consejero funestísimo de un príncipe joven e inexperto ?
La fecha del
primer tratado, por el cual hace Napoleón que se le traspasen los derechos a la
soberanía de España, consumando una gran iniquidad, es capaz de asombrar el
ánimo más despreocupado y descreído. El día cinco de Mayo : este día fue
también el primero que vio amanecer en su destierro de la isla de Elba, y el
último que alumbró su vida en la roca de Santa Elena.
Entre tanto
había corrido ya la generosa sangre española; Madrid dio el grito de guerra, y
después, toda a un tiempo, se levantó la nación por su Dios, por su Rey y por
su Patria. Jovellanos, a quien se mandó poner en libertad en un Real decreto de
22 de Marzo, expedido por Fernando VII y refrendado (¡quién lo diría!) por el
marqués Caballero, volvía entonces a su hogar, deseoso de reponerse de los
males padecidos en su larga prisión. Tan pronto como salió del castillo, no más
tarde que al día siguiente, corrió a la Cartuja de Valdemuza y pasó la Semana Santa en compañía de los ejemplares anacoretas que tanto le
habían favorecido, recibiendo ahora de ellos nuevas pruebas de amor; y no se
desprendiera tan pronto de sus brazos a no instarle dentro del pecho el
recuerdo que siempre vivo conservaba de sus paisanos, del pueblo que le vio
nacer, del Instituto y de sus alumnos. Ardía en ansia de volver a Gijón para
consagrar los años que le restasen de vida á dirigir su escuela, enseñar a losjóvenes de la provincia, y procurar la felicidad y los
adelantamientos de su país natal. Esperaba, además, reparar en aquel sitio el
quebranto de su salud; teníala tan escasa, y tal le
había dejado de macilento y extenuado su encierro, que aun dos meses después no
le conoció al verle un grande amigo suyo, don Juan Arias Saavedra, con quien
fue á pasar unos días en su casa de Jadraque. Pero antes de embarcarse para el
continente, que fue a 19 de Mayo, residió algún tiempo en Palma, y visitó
varios puntos de la isla; entonces bosquejó una memoria sobre las fábricas de
Santo Domingo y San Francisco de Palma, y una descripción histórico-artística
del edificio de la Lonja de la misma ciudad, cuyos opúsculos, con la
descripción del castillo de Bellver, de que ya antes hemos hecho mérito, y las
memorias de la misma fortaleza, compuestas también mientras en ella estuvo
preso, forman un precioso estudio de gran interés para la historia general de
la arquitectura, y utilísimo para conocer a fondo la de la edad media.
Al llegar a
Barcelona le recibió con grandes muestras de aprecio el general Ezpeleta, que
tenía el mando de las armas en aquella provincia, y era sabedor de sus
merecimientos y desgracias. Ofrecióle su casa y le
instó a que tomase en ella algún descanso; pero después de tan largo encierro
le era á Jovellanos insoportable el bullicio de las grandes poblaciones, y
determinó partir inmediatamente a Molins de Rey, dejando en la ciudad a su
mayordomo con el encargo de recoger el equipaje y de buscar y disponer un
coche para continuar en breve la marcha. Y como el fiel servidor supiese cuán
ardientemente deseaba su amo partir, para mayor desembarazo y celeridad
resolvió dejar confiado a persona amiga el equipaje. Perdióse éste a la entrada de los franceses, y con él una escogida colección de libros
y algunos manuscritos y apuntamientos, que eran fruto de sus tareas en los
breves espacios en que durante su dilatada reclusión se le permitió leer y
escribir. “Pérdida pequeña en sí, dice él mismo en su Memoria; grande en mi
estimación”; grande sin duda para los aficionados al estudio de las ciencias y
al culto de las letras.
Cuando llegó
a las puertas de Zaragoza, ya se había levantado este pueblo, y al punto con
ruido y confusión rodearon su coche gente de la ciudad y del campo, informadas
de que venía de Barcelona. Pedían unos á voces que se registrara con la mayor
escrupulosidad el carruaje, y otros que se arrestase al viajero y se le llevara
a presencia del nuevo general, don José de Palafox. En esto conocióle alguno de los circunstantes, súpose quién era, y
corriendo la voz, cesó el tumulto; trocóse en aplauso
la desconfianza, y fue entre vítores conducido a casa de su amigo el marqués de
Santa Coloma. Apresuróse Palafox a verle, y con
reiteradas instancias le pidió que permaneciese en su compañía y le ayudara
con sus consejos; pero Jovellanos no podía tenerse de pie; más parecía un
moribundo que un hombre capaz de organizar ejércitos y juntas de gobierno, y sintiéndose
falto de todo vigor, suplicó al caudillo de los aragoneses que, lejos de
detenerle, protegiera la prosecución de su viaje. Cedió benévolo Palafox a sus
ruegos, le acompañó durante la noche a una posada extramuros, y al amanecer del
siguiente día le puso en camino, dándole una escolta de escopeteros, mandada
por el tío Jorge, el insigne patriota que murió después sobre una batería en la
primera defensa de la ciudad siempre heroica, cuyo nombre ha de servir
perpetuamente de enseñanza y de bandera a los pueblos que quieran resistir el
yugo de extraña gente.
Llegó, por
fin, a Jadraque, y allí estaba bien avenido con la tranquilidad de espíritu que
aquella residencia le proporcionaba, respirando el aire puro del campo, y
confortándose con las atenciones de la amistad, cuando se presentó a deshora
un correo de Madrid; enviábale el príncipe Murat,
general en jefe de las tropas francesas que habían invadido la Península, y era
portador de una orden para que se presentase Jovellanos en la capital. Contestó
que estaba enfermo y no podía moverse, y con esta evasiva despachó al posta,
proponiéndose desoír todos los nuevos mandatos que a este tenor se le hiciesen.
Mas no es posible figurarse la sorpresa, la indignación, la vergüenza que se
apoderaron de su ánimo candoroso cuando otro correo, despachado desde Bayona por
el mismo Napoleón, le trajo la noticia de haber sido nombrado ministro de lo
Interior en el gobierno del rey intruso, y la orden del Emperador para que
antes de encargarse del ministerio pasase a Asturias y con su ejemplo y su voz
apaciguara el principado. Habían de ser sus compañeros en el ministerio grandes
amigos suyos, como Urquijo, Azanza, Mazarredo y Cabarrús; de uno de ellos traíale carta el portador de las órdenes ; en ella le refería Azanza todo lo acaecido en Bayona, y noticiábale que en lo
sucesivo regiría a los españoles una constitución ilustrada, destruyéndose los
abusos contra cuya existencia había clamado siempre el perseguido escritor, y
al propio tiempo planteándose las mejoras por él aconsejadas y defendidas
antes, con lo cual muy luego se transformaría el reino; participábale también cómo el mismo rey don Fernando, no contento sin duda con haber hecho
renuncia de todos sus derechos, acababa de escribir una carta a Napoleón
felicitándole por el advenimiento de su hermano José al trono de España; y
añadía, por último, que los mismos individuos de la comitiva de Fernando,
apegados a su persona y consejeros de sus actos, un duque de San Carlos, un Escóiquiz, habían dirigido un humilde escrito al rey de la
nueva estirpe, considerando como obligación suya muy urgente la de conformarse
con el sistema adoptado y estar prontos a obedecer ciegamente su voluntad (la
de José) hasta en lo más mínimo. Cierto era, por desgracia, lo que Azanzareferia, como que están copiadas textualmente estas
palabras del espontáneo memorial presentado al rey intruso por la servidumbre
del legítimo monarca. Tales noticias, ya de muchos españoles conocidas, no
pudieron hacer cambiar de resolución a Jovellanos; contestó al Emperador en
términos parecidos a los que había usado con Murat, y a Azanza dijo que «estaba muy lejos de admitir ni el encargo ni el ministerio, y que le
parecía vano el empeño de reducir con exhortaciones a un pueblo tan numeroso y
valiente y tan resuelto a defender su libertad.» Redoblaron sus instancias los
de Bayona; y Ofárril, Mazarredo y Cabarrús le escribieron esforzando las razones de Azanza,
exponiendo otras nuevas y pintándole como desesperada e inútil toda
resistencia. A unos y otros dio respuesta, repitiendo lo que ya tenía
manifestado, y expresando en una de sus cartas «que cuando la defensa de la
patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa
del honor y la lealtad, y la que a todo trance debía preciarse de seguir un
buen español.»
Palabras
dignas de eterna alabanza y de pasar a la posteridad.
Absurda y
desatinada era por entonces, sin duda, la resistencia de los españoles, si han
de juzgarse empresas de este género por sus probables resultados. Abatida y en
silencio la Europa; vencidos grandes y poderosos ejércitos, capitaneados por
ilustres caudillos; obedientes casi todos los gabinetes á la voz del emperador
francés, ni aun siquiera podía soñarse que la resistencia española fuese más
que una gran locura, una heroica, pero inútil calaverada. Si a esto se agrega
el mal estado del reino, si se toma en cuenta que los consejeros del monarca
nuevamente aclamado eran mucho más ineptos que los del anterior; que su
conducta había sido torpe hasta llegar a Bayona, y ajena a toda grandeza y
elevación en llegando a aquella ciudad; si se trae a la memoria que nuestros
reyes habían abdicado la corona y traspasádola a las
sienes del jefe del imperio, dando con ello pretexto a que se acallaran los
escrúpulos de la lealtad jurada; y si, por último, se tiene presente que José
Bonaparte comenzaba su reinado prometiendo todas o la mayor parte de las
mejoras por que anhelaban los hombres doctos de aquel tiempo, y se proponía
sostenerlas con gran número de aguerridos soldados, fácilmente se comprenderá
por qué no era de esperar otra cosa, sino que ante el nuevo ídolo doblasen la
rodilla los españoles. Así se explican las defecciones que tuvo la causa de la
patria, y la circunstancia de reclutarse aquellos a quien se llamó afrancesados
entre los hombres que pasaban por más instruidos y capaces. ¿Y cuál otro
hubiera podido dejarse alucinar con mayor disculpa que Jovellanos, a quien
siete años tuvo preso el gobierno de la dinastía legítima, y que ahora
recobraba la libertad, en virtud de un decreto refrendado por el mismo
ignorante ministro que antes se había prestado a ser instrumento de todas sus
desgracias? No oyó, sin embargo, la instigadora voz del rencor, ni tampoco la
persuasiva de la amistad; y sin vacilar un instante, abrazó la noble causa de
su patria, que se arrojó denodada a la pelea.
A pesar de
sus constantes negativas y explícitas declaraciones, dieron el mal paso sus
amigos de insertar su nombramiento en la Gaceta de Madrid: conducta que habría
de estimarse pérfida, si no la abonase la buena intención; mas ni empañaron
con eso el lustre de su limpia fama, ni le obligaron a aceptar el ministerio; expusiéronle, sí, a una nueva persecución del usurpador y
del general Murat, que no pecó de blando para con los españoles. La jornada de
Bailén, por siempre memorable en los fastos de nuestra historia, le libró de
todo riesgo; la corte de José y su ejército tuvieron que retirarse de Madrid,
y no pararon hasta verse en las orillas del Ebro. Jovellanos pudo respirar
tranquilo en medio de los ardientes aplausos que todos le prodigaban por haber
desdeñado el ministerio y acogídose desde el primer
momento a las banderas de la patria.
Gloriosa
fue, a más no poder, la conducta de España: invadida alevemente, ocupada por
sorpresa, no tenía a quién volver los ojos; de ejércitos organizados carecía
por completo; de generales prácticos en la guerra, dignos de medirse con los
invictos caudillos de las armas francesas, nadie tenía noticia; los hombres de
estado, suponiendo que algunos mereciesen tal nombre, por cálculo los unos,
creyendo segura la victoria, por convencimiento los otros, pensando que la
dinastía de Bonaparte reinaría con gloria sobre los españoles, habíanse hecho partidarios de José Napoleón. Pero el
instinto general juzgó de otra manera, y resolvió con acierto; someterse
equivalía a perder la nacionalidad, derribar la línea natural del Pirineo,
entregarse al coloso de Francia, uncirse al carro
triunfador del héroe extranjero, borrarse del mapa de Europa como pueblo
independiente, y sufrir el yugo infamante que pesa sobre las naciones
envilecidas que hacen traición á la santa causa tradicional de su existencia.
Quizá no se discurrió sobre nada de esto en el momento primero; pero todo se
sintió con vivísimo impulso, y produjo el levantamiento más universal, más
espontáneo, y más glorioso, por consiguiente, que en sus páginas registra la
historia. Los jóvenes que se dedicaban al estudio abandonaron las
universidades, los religiosos dejaron sus conventos, los canónigos sus
catedrales, los médicos se olvidaron de sus enfermos, los abogados de sus
pleitos, los labradores soltaron el arado, los fabricantes sus máquinas, y todos
corrieron a combatir, en confuso turbión algunas veces, con más orden después,
con desgracia en muchas ocasiones, con gloria siempre, al enemigo que alevoso y
artero se había apoderado de nuestro territorio.
Se han
burlado algunos, y entre ellos nuestros mismos poco desinteresados auxiliares y
sus capitanes más célebres, de aquellos nuestros ejércitos improvisados, sin
táctica, sin disciplina, sin conocimiento del arte de la guerra, sin oficiales
experimentados ni generales famosos: en esto precisamente se cifra nuestra
gloria, y por esto, además, vencieron los españoles. Que la tierra en que vimos
la luz produce grandes hombres y capitanes invencibles, lo tenían ya
demostrado muchas generaciones. Los más de nuestros antiguos reyes fueron
eminentes caudillos; bastan los Alfonsos, los Fernandos, los Pedros y los Jaimes de Castilla y de Aragón para formar un catálogo tal de heroicos monarcas, que
no pueda presentarle más numeroso ni de mayor valía pueblo alguno de Europa;
el Gran Capitán, el duque de Alba y Hernan Cortés han
elevado su gloria y la de la patria, sin que nadie se atreva á oscurecerla;
nuestra infantería en Italia, nuestros tercios en Flandes, nuestros hombres de
armas en Pavía, en San Quintín y en Otumba, no han menester que ahora
nuevamente se les alabe. De lo que a España cumplía dar testimonio, y patente
lo dio, asombrando al orbe entero, es de que sin soldados veteranos, sin
generales expertos, sin planes estratégicos y sin plazas pertrechadas,
todavía es incontrastable por el indómito valor de sus moradores. Tan gloriosa
es a nuestros ojos la batalla de Bailen como la rota de Ocaña; figurará la
primera en los fastos de nuestras marciales glorias; la segunda contribuye a
formar esa magnífica epopeya en que vencedores o vencidos, bien acaudillados
como en Bailen o mal dirigidos como en Ocaña, nuestros padres no economizaban
su sangre, ni perdían el denuedo, ni se arredraban por los reveses, ni se
cuidaban del éxito de una batalla, ni dejaban de volver a la pelea. Hambrientos
casi siempre y desnudos, guiados por hombres de humilde extracción, como Mina
y Morillo, o por hijos de casas solariegas, como Castaños y Palafox; revueltos
los descendientes de nobles familias, como los que después fueron duques de
Frías y de Rivas, con proletarios, como el Empecinado, y con modestos
representantes de la clase media, como el padre del autor de estas líneas,
soldado voluntario en aquellas campañas, nunca cejaron en su propósito, aunque
alguna vez, aunque muchas veces, fueron derrotados en encuentros infelices. Las
guerras de gabinete terminan en un día con batallas como la de Austerlitz o la de Jena; las guerras nacionales no
concluyen ni aun con derrotas tan sangrientas como la de Medellin,
en que perecieron al filo de las espadas vencedoras diez mil españoles, cuyos
despojos blanquearon por mucho tiempo en aquella vasta llanura, ocultando las
pintadas flores de una y otra primavera.
Momentos
hubo, y el que siguió á este glorioso desastre fue uno de ellos, en que los
caudillos imperiales dieron por terminada la guerra; pero España continuó
luchando, puesta la confianza en Dios y en su justicia. En tal coyuntura se
redoblaron las solicitaciones dirigidas a Jovellanos, escribiéndole el general Sebastiani una carta que así decía :
« Señor : La
reputación de que gozáis en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro amor por
la patria, el deseo que manifestáis de verla feliz y floreciente, deben haceros
abandonar un partido que sólo combate por la Inquisición, por mantener las
preocupaciones, por el interés de algunos Grandes de España, y por los de
Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer aumentar las desgracias de España.
Un hombre cual vos sois, conocido por su carácter y sus talentos, debe conocer
que la España puede esperar el resultado más feliz de la sumisión a un rey
justo e ilustrado, cuyo genio y generosidad deben atraerle a todos los
españoles que desean la tranquilidad y prosperidad de su patria. La libertad
constitucional bajo un gobierno monárquico, el libre ejercicio de vuestra
religión, la destrucción de los obstáculos que varios siglos ha se oponen a la
regeneración de esta bella nación, serán el resultado feliz de la constitución
que os ha dado el genio vasto y sublime del Emperador. Despedazados con
facciones, abandonados por los ingleses, que jamás tuvieron otros proyectos que
el de debilitaros, el probaros vuestras flotas y destruir vuestro comercio,
haciendo de Cádiz un nuevo Gibraltar, no podéis ser sordos a la voz de la
patria, que os pide la paz y la tranquilidad. Trabajad en ella de acuerdo con
nosotros, y que la energía de España sólo se emplee desde hoy en cimentar su
verdadera felicidad. Os presento una gloriosa carrera; no dudo que acojáis con
gusto la ocasión de ser útil al rey José y a vuestros conciudadanos. Conocéis
la fuerza y el número de nuestros ejércitos, sabéis que el partido en que nos
halláis no ha obtenido la menor vislumbre de suceso; hubierais llorado un día
si las victorias le hubieran coronado; pero el Todopoderoso, en su infinita
bondad, os ha libertado de esta desgracia. Estoy pronto a entablar comunicación
con vos y daros pruebas de mi alta consideración.»
Quiso la
buena suerte de Jovellanos depararle ocasión oportuna para que, a raíz de la
sangrienta catástrofe presenciada por el pueblo en que nació Hernan Cortés, fuese el órgano de los sentimientos de
España. Su respuesta contiene las siguientes palabras, que no han menester
elogio ni comentario:
«Señor
General : Yo no sigo un partido; sigo la santa y justa causa de mi patria, que
unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto encargo de
defenderla y regirla, y que todos habernos jurado seguir y sostener a costa de
nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición, ni por
soñadas preocupaciones, ni por el interés de los Grandes de España; lidiamos
por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra
Constitución y nuestra Independencia... No hay alma sensible que no llore los
atroces males que esta agresión ha derramado sobre unos pueblos inocentes, a
quienes, después de pretender denigrarlos con el infame título de rebeldes, se
niega aún aquella humanidad que el derecho de la guerra exige y encuentra en
los más bárbaros enemigos. Pero ¿á quién serán imputados estos males? ¿A los
que los causan, violando todos los principios de la naturaleza y la justicia, o
a los que lidian generosamente para defenderse de ellos y alejarlos de una vez
y para siempre de esta gran y noble nación? Porque, señor General, no os dejéis
alucinar; estos sentimientos, que tengo el honor de expresaros, son los de la
nación entera, sin que haya en ella un solo hombre bueno, aun entre los que
vuestras armas oprimen, que no sienta en su pecho la noble llama que arde en el
de sus defensores... En fin, señor General, yo estaré muy dispuesto a respetar
los humanos y filosóficos principios que, según vos decís, profesa vuestro rey
José, cuando vea que ausentándose de nuestro territorio, reconozca que una
nación, cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros soldados,
no es el teatro más propio para desplegarlos. Este sería ciertamente un triunfo
digno de su filosofía; y vos, señor General, si estáis penetrado de los sentimientos
que ella inspira, deberéis gloriaros también de concurrir a este triunfo para
que os toque alguna parte de nuestra admiración y nuestro reconocimiento. Sólo
en este caso me permitirán mi honor y mis sentimientos entrar con vos en la
comunicación que me proponéis, si la suprema Junta Central lo aprobare.»
Tiene por
fecha esta carta el 24 de Abril de 1809; sus palabras nos conducen naturalmente
a referir cómo había sido nombrado Jovellanos para la Junta Central.
Cuando
después del Dos de Mayo se hubo levantado todo el reino con irresistible
impulso y como si de pronto le agitara con la rapidez del pensamiento algún
secreto resorte, cada provincia encomendó su dirección y gobierno a una junta
especial. Muchos han creído que este proceder fue hijo de conservar cada cual
de las comarcas españolas distintas tendencias y costumbres, y anhelo
inextinguible por aislarse de las demás a consecuencia de haber formado en lo
antiguo todas ellas reinos separados, independientes y aun rivales. Nosotros,
sin negar que este mal exista en España y que sería conveniente acudir a su
remedio con tino y perseverancia, a fin de que se arraigue y fortifique la
unidad nacional, no nos conformamos con la opinión de los que juzgan que fue
tal la causa de conducirse las provincias, según se ha visto, en los principios
de la guerra contra los franceses en 1808. Hicieron entonces lo que únicamente
les era dado, no habiendo de elegir sino entre dos caminos: o someterse y
tolerar el oprobio y la aniquilación de la España independiente, o levantarse
como se levantaron, organizarse como se organizaron, y combatir como
combatieron. De la capital del reino estaba ya apoderado el extranjero, y de
varias plazas y fortalezas; no era posible una comunicación tranquila,
periódica, á través de ejércitos numerosos distribuidos en varios puntos de la
Península. Pues ¿qué otro partido adoptar, sino el que adoptaron los españoles,
aconsejados del patriotismo para su alzamiento, y de la necesidad para su organización?
Cabalmente entonces no había peligro alguno, ni el más pequeño, de que se
desmembrase el reino, tan a duras penas formado en el trascurso de muchos
siglos y a costa de tan grandes fatigas. El lazo de unión entre las diversas
comarcas de la Península es la religión y la monarquía; sin la unidad católica
y sin el sentimiento monárquico no hay para qué disputar si habríamos
adelantado más o menos en las pasadas edades, porque no habría España. Y como
la religión y la monarquía, el catolicismo y la legitimidad del trono, fueron
los dos móviles de aquella santa y patriótica guerra, no había nada que temer
de la formación necesaria, indispensable, de las juntas de gobierno para cada
una de las diversas provincias. No se nos oculta que en adelante, puestos los
ojos en aquel ejemplo, se ha procedido de la misma manera organizando
resistencias rebeldes contra gobiernos legítimos; pero eso nada quiere decir
contra las juntas de 1808. Las unas por los medios que están a su alcance se
proponen defender la nacionalidad; introducen las otras el desconcierto en el
seno de la madre patria, y tienden a desbaratar y destruir la monarquía,
haciendo imposibles por muchos años el gobierno y la administración; las unas
son el resultado de un pensamiento universal y unánime, que tiene por mira
libertarse de extraño yugo; y son hijas las otras de las intrigas de un partido
en contra de sus adversarios, siendo el fin de cada uno de ellos apoderarse
del mando y repartir entre sus secuaces los cargos públicos y los sueldos que
les sirven de estipendio.
Prueba
irrecusable es de que las juntas formadas para el gobierno de las provincias
en la invasión francesa no hacían peligrar la integridad del territorio y la
unidad nacional, el haber procurado estas corporaciones, en cuanto les fue
posible, ponerse de acuerdo entre sí, uniformar sus medios de acción, y
sujetarse a un centro superior y único. Tan pronto como la batalla de Bailen
obligó a retroceder hasta la frontera de Francia á los ejércitos imperiales,
entraron en tratos y negociaciones las juntas de provincia para la formación de
una Central y Suprema, que gobernase el reino en nombre del ausente y oprimido
monarca. Se ha dicho que también este pensamiento fue desacertado y anárquico,
y que en vez de la Junta, debió crearse una regencia de uno, tres o cinco
individuos, como manda la ley de Partida, y concentrar el poder en pocas manos,
y éstas vigorosas y firmes. Nueva ilusión y error, que se desvanece con el mero
recuerdo de los hechos y sus circunstancias. La Regencia, que en sentir de
algunos procedía formar según la misma ley, había de ser nombrada por las
Cortes. ¿Y a éstas entonces quién las convocaba? Y si las Cortes no, ¿quién
nombraba la Regencia? Desde que pasó la corona a la dinastía austríaca, en
España realmente no se habían reunido las Cortes; menos aún pensó en ellas la
augusta estirpe de Borbón. Antiguamente celebráronse en Castilla de una manera, de otra en Aragón, de otra en Navarra, y aun
separadamente en Valencia y Cataluña; y de las de Castilla fueron expulsados
los Grandes y los nobles en el reinado del emperador don Carlos. Fuerza era,
pues, en la ocasión de que se trata, resolver en qué forma deberían convocarse.
¿Podía llamar por sí cada junta unas Cortes especiales? Absurda presunción,
propia sólo para aumentar la anarquía y aniquilar el reino. ¿Habían de
congregarse Cortes distintas en cada una de las antiguas monarquías
peninsulares? Hubiera sido esto incurrir en el propio defecto que se censura,
y en un solo día deshacer la obra lenta y progresiva de los siglos; separar de
un solo golpe lo que poco á poco juntó infatigable perseverancia; perpetuar,
sin que la necesidad lo disculpara, el sistema de gobiernos provinciales, que
por el pronto habían sido necesarios. ¿Y cuál sistema se había de elegir? ¿El
antiguo de Castilla, acaso el moderno, el de Aragón, el de Navarra, o uno que
respetando las tradiciones comunes a todos, se pudiera llamar español? Pues
mientras todas estas cosas se resolvían, para resolverlas, y para gobernar
entre tanto, era de todo punto indispensable formar la suprema Junta Central.
El Rey no lo podia resolver; ausente como se hallaba
é incomunicado con sus pueblos, tuvo solamente ocasión de manifestar que de su
renuncia estaba pesaroso, o que la había hecho forzado; había dicho también que
era su voluntad que se celebraran Cortes; pero sin ordenar nada acerca del modo
de celebrarlas y proveer a la gobernación de la monarquía. Hízose, pues, a la
sazón, como al principio, lo que únicamente permitían las circunstancias; y
ahora, como antes, hubiera equivalido el no hacerlo a desistir de la guerra, o
cuando menos, a dar de mano al pensamiento patriótico y salvador de formar un
gobierno que aunase los esfuerzos de todos los miembros dispersos.
Lo que sí
estaba en lo posible y aconsejaba la prudencia era que la misma Junta Central,
una vez instalada y reconocida por todos los defensores de la legitimidad,
crease con individuos de su propio seno una regencia interina, que ya se
llamara así, ya comisión ejecutiva o de gobierno, ya de otro modo diferente; la
cual hubiera debido conservar a la Junta para que, en calidad de auxiliar o
consultiva, la informase y la ayudara, y aun para que determinase la forma,
sitio y ocasión en que conviniera reunir las Cortes, si bien ejerciendo el
mando ella sola, dirigiendo las operaciones militares, reasumiendo el poder que
las juntas de provincia habían delegado en la Central, y que ésta podía delegar
a su vez en su comisión ejecutiva o de gobierno. Tal fue el parecer de
Jovellanos; pero, sin desaprobarlo jamás, fueron sus colegas aplazando de día
en día el tomarlo en cuenta; y no llegó al fin a discutirse, porque lo
impidieron las circunstancias y los enemigos, que seguían apurando cada vez más
a los españoles. Convenimos en que debió hacerse lo que queda expresado, y la
iniciativa del pensamiento corresponde precisamente a don Gaspar; en que la
reunión de la Junta pecase de ilegítima y desacertada no convenimos de ningún
modo. Como quiera que sea, para esa Junta Central y Suprema es para la que fue
elegido Jovellanos por el principado de Asturias.
Tan pronto
como se le comunicó el nombramiento, dejó su retiro de Jadraque, se dirigió a
Madrid y se dispuso a cumplir las obligaciones de su cargo, a pesar de sus
muchos años, graves achaques y escarmientos anteriores; que nunca fue sordo a
la voz de su patria, y menos que nunca era noble y justo en aquellos días
anteponer la conveniencia personal al interés y a la defensa del Estado.
Quería en sus previsores pensamientos que la Junta se reuniese en Madrid; pero
habiendo resuelto el mayor número que se estableciera en Aranjuez, verificóse solemnemente su instalación en el palacio de
este Real sitio a 25 de Setiembre de 1808.
No es el
presente escrito lugar oportuno para juzgar a aquel gobierno : formado de
muchas personas, no tuvo la cohesión conveniente; reinando en él diversas y
aun encontradas opiniones, no fue posible que señalara con mano segura el rumbo
que en España debían seguir las ideas nuevas para producir resultados
ventajosos sin trastornos y perturbaciones. Pero en fidelidad a su rey y a su
patria, en celo por la defensa del territorio, en constancia para sostener la
guerra contra el invasor, ninguno de cuantos gobiernos le sucedieron logró
aventajarle. En el seno de la Junta Central comenzó el famoso litigio entre las
ideas antiguas y las modernas acerca de la forma de gobierno; pendiente está
todavía de fallo en el continente europeo, y darle ahora y en este sitio sería
presunción temeraria. Puede tan sólo asegurarse con evidencia que en algunos
períodos de la vida de los pueblos no es fácil elegir entre dos opuestos
sistemas; los que son llamados a gobernar no han de proceder como un filósofo
que medita y escribe en el fondo de su gabinete, sin consideración a los días
presentes ni a las circunstancias del momento. Decida éste de un modo abstracto
y absoluto cuál es a sus ojos el sistema mejor para regir las sociedades; el
repúblico ha de enterarse de lo que pase a su alrededor, ha de tomar las cosas
tal cual las halle, los hombres según sean, las opiniones como corran y
dominen, contentándose con hacer el bien que esté en su mano, lo cual muchas
veces consiste en evitar el mayor número de males posible. A principios del
presente siglo, formada la inteligencia de los jóvenes con la lectura de los
libros que había dado a luz la revolución de Francia, con el ejemplo vecino y
con el espectáculo doloroso del reinado de Carlos IV y de la privanza de
Godoy, cuyas consecuencias exageraba unánime el pueblo español, era imposible
no decidirse por el régimen representativo. El conde de Floridablanca,
presidente de la Junta Central, fue en ella el jefe de un partido que se oponía
a innovaciones peligrosas, y quería conservar intacto, y aun ensanchar, el
poder de nuestros monarcas; ni era enemigo de las luces ni de las mejoras
morales y materiales que exige la moderna cultura y el espíritu de la época;
pero a su juicio, mejor las realizaría un rey dotado de amplias facultades y
asesorado de Consejos sabios y numerosos, que los gobiernos que se llaman
representativos, condenados a perpetua instabilidad y agitación
extraordinaria. Tenía acaso razón el antiguo y afamado ministro de Carlos III,
y llegará quizá día en que su plan sea por todos considerado como el solo capaz
de salvar a las naciones de una espantosa ruina; pero se engañaba tal vez
sosteniendo que en aquel tiempo era posible dejar de dar al pensamiento alguna
latitud, y al gobierno un tinte de representación pública, de libre discusión
y de formas constitucionales, a por mejor decir, parlamentarias. Jovellanos
opinaba lo contrario. ¿Cuál de estos dos sistemas predominará cuando vuelvan en
su acuerdo los pueblos, curados al fin del horrible delirio que hoy los conmueve?
¿Quién de ambos acertaba, Floridablanca o Jovellanos? Ya lo hemos dicho: no es
todavía llegada la ocasión de sentenciar definitivamente este proceso;
cualquiera fallo pecaría aún de apasionado y habría de tenerse por alegación
de una de las partes contendientes, y no por sentencia inapelable de
competente tribunal. Falle como juez la posteridad algo más remota, amaestrada
por la historia de los pasados siglos y fortalecida con el caudal de
experiencia que nosotros le legaremos.
Pero lo que
ya no es lícito dudar, lo que está ya patente para la vista menos perspicaz y
el más vulgar entendimiento, es que una vez decididos nuestros padres por el
régimen constitucional o representativo, para designarle como ahora se estila,
lo que tan sólo ofrecía probabilidades de permanencia y duración, y virtud
suficiente para librar al reino de las revoluciones y reacciones que tantas
veces le han alterado, presentándonos rebajados a los ojos de la Europa, aun
después de tan gloriosas campañas como las de la Independencia, era el plan
que proponía Jovellanos.
Quería este
varón insigne, verdadero fundador del partido conservador o moderado, que se
convocasen unas solas Cortes generales para todo el reino, atento a no romper
la unidad nacional; pero las quería parecidas a las que de antiguos tiempos
recordaban la historia y la tradición. Si este dictamen hubiera prevalecido; si
en lugar de seguir el ejemplo de la asamblea constituyente de Francia, se
hubieran tenido en cuenta los que presentaba la historia patria; si nuestros
prelados y nuestros grandes hubiesen tomado asiento desde luego en las
asambleas legislativas, lícito es pensar que otra habría sido la suerte de la
nación española. Jovellanos afirmaba que España tenía ya su constitución, no
articulada, no escrita en un cuaderno de pocas páginas, pero sí fundada en sus
antiguas costumbres y consignada en sus códigos y en su historia. Recopilarla y
establecerla era su anhelo y su propósito, e imitar así la conducta que
observó Inglaterra en su revolución de 1668, consiguiendo provechosos y
permanentes resultados, porque nunca se salió del carril
histórico-tradicional. A no haberse empeñado todos en aquel país (que los
liberales del continente, sin reflexionar lo que dicen, presentan como modelo
en que los lores temporales, cubiertos con sus armiños y adornados con sus
blasones, y los espirituales con sus vestiduras, siguiesen recibiendo siempre
en la barra a los comunes; en que jamás se considerase completo el parlamento
sin el concurso del Rey; y en sostener la constitución antigua por respeto a
las formas tradicionales, ¡cuántas veces se habrían visto cubiertas de
barricadas las calles de Londres! Cuántas habría ya corrido la sangre de
aquellos isleños en las ciudades y campos de la Gran Bretaña! Pero aquí se
procedió a la francesa, y aun peores frutos que nuestros vecinos recogimos
nosotros. Se convocó una Asamblea popular, única, omnipotente; hizo ésta una
constitución medio monárquica, medio republicana, monstruo informe de partes
abigarradas, exótica en España, contraria a nuestras costumbres y antiguas
leyes; y vínose abajo, por su propio peso, sin que lo
sintieran el clero ni los nobles, cuyas pretensiones más legítimas había
desairado; sin que en el mismo pueblo produjera su caída disgusto, sino antes
al contrario cierta alegría; y teniendo motivo el Rey, que no pretexto, para
derribarla de un soplo. Líbrenos Dios de justificar, ni de disculpar siquiera,
la conducta rigorosa y cruel que se observó después con sus cándidos autores,
que pecaron de inexperiencia, y no de malicia; pero su obra por fuerza tenía
que morir al punto, y si bien es probable que la historia se muestre severa con
la reacción de 1814, no será blanda con los autores de un código que echaba por
tierra la monarquía, y no se podía presentar con formalidad al Rey para que le
aprobase.
Figúrese el
lector que el plan de Jovellanos se hubiera realizado. ¡Cuán diversas habrían
sido las consecuencias, no sólo para la tranquilidad pública, sino también para
los mismos partidarios de las opiniones constitucionales! Sólo Dios puede
sondear el corazón de los hombres y saber lo que habría hecho Fernando VII al
regresar de Francia, próximo a despeñarse Napoleón de su portentosa grandeza;
pero no es temerario suponer que acaso habría aceptado, de buena o mala gana,
las instituciones antiguas, vestidas en lo posible a la moderna; lícito es
creer que no habría derribado una constitución que se pareciese a la de
nuestros antiguos reinos, siempre que la monarquía hubiese quedado incólume en
su representación, y fuerte y libre y desembarazada en sus prerrogativas. Y si
aun así el Rey tampoco la hubiese aceptado, esta constitución a lo menos,
restablecida más tarde, no habría sido derribada ciertamente por un ejército de
Luis XVIII de Francia, cruzándose de brazos y consintiéndolo Inglaterra.
Todo lo que
escribió a este propósito Jovellanos es propio de un verdadero hombre de estado
y merece ser detenidamente leído. Confesemos para gloria suya que cuanto se ha
dicho en el mismo sentido desde 1834 hasta el presente por varios oradores y
escritores, es una imitación de sus informes a la Junta Central, y de una parte
relativa a este asunto de la Memoria que compuso en defensa de aquel cuerpo. Le
ha sucedido en semejante empresa lo mismo que con las opiniones que había
sustentado en el Informe sobre la ley agraria. Los enemigos de toda reforma
política, y algunos de los que hoy, escarmentados en vista de lamentables
extravíos, que no admiten justificación ni disculpa, vuelven los ojos con
envidia a tiempos anteriores y quisieran resucitarlos, censuran a Jovellanos,
haciéndole responsable de todos los males a que dio origen la reunión de las
Cortes, por haber sido él en la Junta Central jefe del partido que la
consideraba necesaria. Esta acusación es tan injusta y tan fácil de desvanecer
como la otra : su pecado (si es que le hay, que nosotros no lo hemos de
decidir) consistiría, si acaso, en ser aficionado al régimen representativo;
pero dentro del partido que se decidió a variar la forma del gobierno, no cabe
proceder con mayor juicio. Cuando propuso a la Central, a poco de instalarse,
en 7 de Octubre de 1808, su pensamiento acerca de la institución del nuevo
gobierno, dejó asentado que ningún pueblo tiene el derecho de insurrección, y
que concedérsele en cualquiera forma sería destruir los cimientos de la
obediencia debida a la autoridad suprema, sin la cual no habría de ofrecer á la
sociedad su constitución garantía ni seguridad de ninguna clase. Cierto es que
en su arrebatado frenesí dieron al pueblo los franceses este derecho,
consignándolo en un código que se hizo en pocos días, llenó pocas páginas y
duró muy pocos meses; «más esto fue sólo para arrullarle mientras que la
cuchilla del terror corría rápidamente sobre las cabezas altas y bajas de
aquella desgraciada nación.» Cuando más adelante elevaba a la Junta su dictamen
sobre la convocación de las Cortes por estamentos, decía que, según el derecho
público de España, la plenitud de la soberanía reside en el Monarca, sin que
la más mínima porción de ella exista ni pueda existir en otra persona ni en
cuerpo ninguno; que ha de considerarse, por lo tanto, como una herejía política
el sostener que una nación completamente monárquica es soberana, atribuyéndole
las funciones de la soberanía; y que siendo ésta indivisible por su
naturaleza, no puede haber manera de despojar al Soberano, ni tampoco de que
el Soberano se despoje á sí propio de parte alguna en favor de otro, ni aun de
la nación misma.
Pero donde
más notoriamente se comprende que, seguidos los consejos de este ilustrado
repúblico, no habrían ocurrido después los sucesos que han abismado a España
en opuestas direcciones; donde más resplandece su previsión, es en unas
palabras notabilísimas, que nos creemos obligados a reproducir textualmente,
porque dan testimonio positivo de la fidelidad con que hemos interpretado sus
opiniones.
“Y aquí
notaré (dice en la consulta ya citada sobre las Cortes por estamentos, firmada
en Sevilla, a 21 de Mayo de 1809) que oigo hablar mucho de hacer en las mismas
Cortes una nueva constitución, y aun de ejecutarla; y en esto sí que a mi
juicio habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su
constitución? Tiénela sin duda; porque ¿qué otra
cosa es una constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan el
derecho del Soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar
unos y otros? Y ¿quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay
algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse. ¿Falta
alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase.
Nuestra constitución entonces se hallará hecha y merecerá ser envidiada por
todos los pueblos de la tierra que amen la justicia, el orden, el sosiego
público y la verdadera libertad, que no puede existir sin ellos. Tal será
siempre en este punto mi dictamen, sin que asienta jamás a otros que so
pretexto de reformas, tratan de alterar la esencia de la constitución española.
Que en ella se hagan todas las reformas que su esencia permita, y que en vez
de alterarla o destruirla la perfeccionen, será digno del prudente deseo de
vuestra majestad (tenía este tratamiento la Suprema Junta), y conforme a los
deseos de la nación. Lo contrario, ni cabe en el poder de vuestra majestad, que
ha jurado solemnemente observar las leyes fundamentales del reino, ni en los
votos de la nación, que cuando clama por su amado rey, es para que la gobierne
según ellas, y no para someterle a otras que un celo acalorado, una falsa
prudencia o un amor desmedido de nuevas y especiosas teorías pretenda
inventar.”
Digan ahora
los hombres de recto juicio, y aquellos, sobre todo, que por su edad o por sus
circunstancias estén desapasionados y no hayan tomado parte en la contienda, si
practicándose lo que Jovellanos propuso, habría sido de esperar la conducta
observada por el Monarca en 1814, ni la serie de revueltas que, originadas por
el grave desacierto en que se incurrió desoyendo consejos tan sabios y propios
de un previsor estadista, empezó entonces, y dura todavía cuando esto
escribimos.
No cabe
mayor desdicha que la de España en estos últimos tiempos : pudiérase creer, en leyendo las precedentes líneas, que las opiniones de Jovellanos no
prevalecieron en la Junta Central, y no fue, sin embargo, tal cosa lo que
aconteció; antes al contrario, con su claro razonamiento y persuasiva
elocuencia triunfó de sus colegas, logrando que se aprobara su dictámen. Pero la mano aciaga de los motines comenzó ya en
este punto á revolver las heces de la sociedad, y bajo el pretexto de que el
enemigo se entraba por Andalucía y se había apoderado de Jaén y de Córdoba, impacientáronse las turbas en Sevilla, movidas por
descarados revoltosos; y la Junta Central tuvo que salir fugitiva,
encaminándose a la isla de León, habiendo sido Jovellanos el último que se
embarcó en el Guadalquivir. Perdieron sus equipajes aquellos leales defensores
de la patria, y corrió gran peligro de perder también la vida el arzobispo de Laodicea, que desde que murió Floridablanca hacia veces de
presidente. ¡Cómo si la Junta Central tuviese la culpa de que nuestros
ejércitos hubieran sido desbaratados! ¡Cómo si no hubiese hecho bastante con no
desmayar en medio de tantos y tan crudos reveses, y con rechazar tenaz y
heroica todos los tratos que movió el enemigo para que abandonase la causa de
su legítimo soberano! Pues ¡qué! ¿ignoraban que había triunfado nuevamente del
Austria el dominador de la Francia, obligando a los antiguos césares a darle
una princesa para su tálamo imperial? ¿No sabían que el autócrata de todas las
Rusias tenía por entonces a honra solicitar su amistad y su alianza? ¿No habían
visto al ejército inglés retroceder delante de su persona, y no parar hasta
refugiarse en sus naves, ancladas en la Coruña? Jamás injusticia igual se
cometió con un gobierno; pero quedó franca desde aquel instante la puerta a
las asonadas, y ya en lo sucesivo no tienen cuento las injusticias. Excusado
parece añadir que los promovedores del alboroto, tan fieros y tan bravos con
los inermes vocales de la Junta, no intentaron siquiera defender su hermosa
ciudad, y permitieron que en ella entraran los franceses sin la menor
resistencia.
Los pueblos
del tránsito estaban ya alborotados por los emisarios de Sevilla, y aun hasta
Cádiz llegaron sus manejos. La Junta Central acordó nombrar una regencia de
cinco individuos y entregarle el mando, a fin de que, concentrado en pocas
manos, cobrase vigor y fuerza; mas propúsose realizar lo acordado con dignidad y prudente calma, como en prueba de que no
se disolvía con la precipitación del miedo ni por sugestiones interesadas.
Fijó, pues, en un reglamento los medios de acción de los regentes, hizo que
estos jurasen por Dios y por Jesucristo crucificado conservar la religión
católica apostólica romana, sin mezcla de otra alguna, expeler a los franceses
del territorio español, volver al trono de sus mayores al rey don Fernando VII,
y no quebrantar ni permitir que se quebrantasen las leyes, usos y costumbres de
la monarquía; ordenó que ninguno de sus miembros pudiese formar parte de la
nueva regencia, y expidió el decreto convocando las Cortes. En este notable
documento, escrito por Jovellanos, se encuentran las siguientes cláusulas :
«El Rey, y a
su nombre la Suprema Junta Central de España e Indias... he venido en mandar y
mando lo siguiente. Primero : la celebración de las Cortes generales y
extraordinarias, que están ya convocadas para esta isla de León y para el
primer día de Marzo próximo, será el primer cuidado de la Regencia que acabo de
crear, si la defensa del reino, en que desde luego debe ocuparse, lo
permitiere. Segundo : en consecuencia, se expedirán inmediatamente
convocatorias individuales a todos los reverendos arzobispos y obispos que
están en ejercicio de sus funciones, y a todos los grandes de España en
propiedad, para que concurran a las Cortes en el día y lugar para que están
convocadas, si las circunstancias lo permitiesen. Tercero: no serán admitidos a
estas Cortes los grandes que no sean cabezas de familia, ni los que no tengan
la edad de veinte y cinco años, ni los prelados y grandes que se hallaren
procesados por cualquiera delito, ni los que se hubieren sometido al gobierno
francés... Duodécimo : serán éstas (las Cortes) presididas a mi Real nombre, o
por la Regencia en cuerpo, o por su presidente temporal, o bien por el
individuo a quien delegare el encargo de representar en ellas mi soberanía... Décimoquinto : abierto el solio (ya antes en otro artículo
se manda que esta ceremonia se haga según las antiguas prácticas), las Cortes
se dividirán para la deliberación de las materias, en dos solos estamentos :
uno popular, compuesto de todos los procuradores de las provincias de España y
América, y otro de dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del
reino.”
De propósito
hemos transcrito estos mandatos, porque encargados de componer una biografía de
Jovellanos, cúmplenos procurar que sea conocido con sus verdaderas facciones,
y no con las que aparece en los falsos retratos que de él han hecho atrevidos
dibujantes, fantaseándole a su propia imagen y semejanza, y delineándole a
medida de su deseo.
¿Por qué no
se publicó este decreto? No se ha podido averiguar, ignorándose además la causa
de que no circulasen las convocatorias a los grandes y prelados. En vez de
cumplirse lo que en el citado documento se disponía, fueron llamadas Cortes de
una sola cámara, y se proclamó el principio de la soberanía nacional. Los que
tal mandaron dieron al olvido la tradición y todos los antecedentes, entre los
cuales figura el de que con la expulsión de los nobles de las Cortes habían
desaparecido las libertades públicas en Castilla; olvidaron asimismo que las
clases privilegiadas, que hoy no deben aspirar ni aspiran a otro privilegio,
son las conservadoras naturales del orden social y de una libertad racional y
prudente. Ellos son, pues, los que dieron muerte a la que Jovellanos llamaba
con razón antigua constitución de España, y engendraron otra sin ninguna
condición de posible vida; de ellos es la culpa de que naciese moribundo el
gobierno representativo entre nosotros; de ellos también la más grave de que
los trastornos sucesivos hayan dado el triunfo alguna vez a los principios
revolucionarios, y nunca a la libertad; la cual, como dice nuestro autor, “no
puede existir sin la justicia, el orden y el sosiego público.”
¿Consistiría
la falta de publicación del decreto en que creyese la Regencia que había sido
ilegítima la Junta Central? No puede ser, porque de ella recibió la
investidura y en su seno prestó juramento. ¿ Eran acaso los miembros de la
Regencia más inclinados a las ideas nuevas que los de la Junta Suprema? No por
cierto; antes se tachó a ésta de haberlos elegido entre personas aficionadas al
antiguo régimen. Fue sin duda que aun no habían pasado todos los días de prueba
que Dios tenía reservados para la nación española.
Disolvióse, pues, la Junta Central
en la noche del 31 de Enero de 1810, asistiendo a su sesión postrera y tomando
en ella posesión la Regencia, presidida por el general Castaños, a quien tocaba
este honor hasta tanto que se presentase el obispo de Orense, que había de ser
presidente en propiedad. Así coronó aquel cuerpo respetable las funciones de
su augusto ministerio, procurando salvar a la patria de la horrible anarquía en
que sus enemigos internos la tenían envuelta, y habiendo cumplido el sublime
juramento que hizo en Aranjuez, acosado ya por las avanzadas del ejército
enemigo, de no oír ni admitir proposición alguna de paz sin que se restituyese
á su trono el soberano legítimo, y sin que se estipulase por primera condición
la absoluta integridad de España y de sus Américas, sin la desmembración de la
más pequeña aldea. ¡Aun es glorioso, al contemplar estos hechos, haber nacido
en España! Parece que asistimos al senado romano cuando el ejército de Aníbal
acampaba no lejos de la ciudad, después de la batalla de Canas.
Los que tan
rudamente combatieron a la Junta Central para derribarla, causaron a sus
individuos un daño mayor que el de despojarlos del mando supremo: la calumnia
se había cebado en su fama; y en cuanto estuvieron reducidos a la clase de
particulares y súbditos, fueron por todas partes atropellados, no sólo con
falta de justicia, sino también de decoro. Primero y lastimoso ejemplo fue éste
(del cual, por cierto, han sobrevenido grandes daños) de humillar el principio
de autoridad; seguido en más de una ocasión, ha sido causa de que los gobiernos
no hayan procedido siempre con el vigor y desembarazo indispensables para
reprimir las malas pasiones. Se necesita un temple de alma nada común, y
esfuerzo casi heroico, para exponerse a riesgos ciertos en lo futuro,
cumpliendo obligaciones que son además desagradables y penosas. Cierto que debe
ser examinada la conducta de los ministros, y castigados ellos si han cometido
actos de infidelidad o de peculado; mas hágase esto por quien tenga facultad
competente, según las leyes, y con la circunspección necesaria, a fin de que no
redunde en descrédito de todos el desdoro de los malos gobernantes, y pierdan
sus sucesores el prestigio que han menester para regir un reino. Cuando alzan
su voz las pasiones, rompiendo todo freno; cuando se permite que la calumnia se
ensañe con los que un día gobernaron a su patria, y que la injuria sea el
derecho común de los caídos, los gobiernos no son fuertes, y la sociedad
encierra en su seno un germen de perdición. Los individuos de la Junta Suprema
fueron atropellados indignamente por la chusma; la Regencia, que lo toleró y
que en algún caso se convirtió en instrumento del ciego furor del vulgo, fue
también a su vez calumniada y abatida. Las famosas Cortes de Cádiz, más atentas
al afianzamiento de la libertad política que a la conservación del orden,
hicieron muy poco caso de estos desmanes; y también los diputados sintieron muy
pronto estallar sobre sus cabezas la tormenta de la saña popular, y
desenfrenada y ciega la muchedumbre, los calumnió y maltrató como antes a los
beneméritos patricios de que la Junta se componía. Nada menos que de traidores
y ladrones se oyeron acusar aquellos hombres de bien, y hasta osaron decir los
mismos que habían trabajado con el fin de que soltasen las riendas del
gobierno, que se apresuraban a dejarlas y abandonarlo todo para poner en salvo
el fruto de sus rapiñas : en presencia de los alborotadores y de la tripulación
de la fragata Cornelia, anclada en la bahía de Cádiz, y a cuyo bordo se habían
trasladado los más, fueron ignominiosamente registrados sus baúles y maletas,
sin que a ninguno de ellos se le encontrase otra cosa que las prendas
habituales de su vestido y las sumas proporcionadas a su condición respectiva.
Jovellanos,
por una casualidad, se libró de esta afrenta : en compañía de su fiel amigo el
marqués de Campo-Sagrado, habíase embarcado también en la fragata que, debiendo
marchar a Galicia en busca del obispo de Orense, los conduciría hasta punto no
lejano de su provincia, desde donde pensaban hacer por tierra el resto del
viaje. Noticiosos de que se dudaba en Cádiz de su honradez, se apresuraron a
remitir una especie de reto, provocando a los calumniadores a salir a la luz
del día y justificar en algún modo sus alevosas acusaciones. No consintió el
Gobierno este noble desenfado, temeroso de que se promoviera mayor bullicio, y
Jovellanos trató de pasar a tierra a fin de poner en claro los sucesos; mas impidiéronlo el Marqués y su esposa, conociendo que sería
insultado por las audaces turbas y que no hallaría en las autoridades la
protección necesaria. Supo también entonces que por la ciudad corría la nueva
de que los miembros de la Central estaban arrestados a bordo de la Cornelia,
voz que sin duda dejó correr el Gobierno con el intento de apaciguar a los
revoltosos; y como Jovellanos era partidario decidido de las situaciones
despejadas y claras, y a la sazón se encontraba en aquella bahía un bergantín
de paso para los puertos de Asturias, pidió permiso al Consejo de Regencia para trasbordarse a él con Campo-Sagrado y su familia: accedióse al punto a su deseo, y con esto, vuelta la calma
a su espíritu, pudo apreciar las intenciones del Gobierno respecto de su
persona, y dio respuesta contundente, aunque muda, a los propagadores de la
degradante noticia. A pesar de todo, pidió a la Regencia su jubilación o retiro
de consejero de Estado, y licencia para marchar a Gijón con objeto de procurar
alivio a sus achaques y cuidar del Instituto. El Gobierno, que procuraba ser
justo cuando podía, no enterándose el público (sin reparar que la debilidad en
los que mandan es tan perniciosa como la falta de justicia, y que ambos
defectos vienen a confundirse en uno de trascendentales y funestas
consecuencias), respondió que no consentía en su retiro, pero sí en que se
trasladase a su casa por todo el tiempo que la total curación de sus dolencias
reclamara: bien entendido que una vez restablecida su salud, debería volver al
Consejo de Estado para coadyuvar a la salvación del reino con sus notorias
luces, acreditado celo y acendrado patriotismo. Autorizábale juntamente para continuar desempeñando los encargos que en otro tiempo había
tenido, de adelantar la explotación y comercio de carbón de piedra, que él
había promovido, y de perfeccionar el Real Instituto Asturiano, por él
fundado; y como hubiese renunciado a la mitad del sueldo que le correspondiera
mientras durasen aquellas urgencias, disponíase en la
misma Real orden que lo cobrase íntegro y que emplease la mitad que quería
ceder, del modo que le dictara su patriotismo. A darse a esta honrosa
reparación, suscrita por el marqués de las Hormazas, ministro de la Regencia,
la debida publicidad, y a no tolerarse la persecución de que eran blanco otros
vocales de la Central, llegando dos de entre ellos a verse encerrados en los
fuertes de la plaza y a morir uno en la prisión, no habrían tenido que sufrir
Jovellanos y Campo-Sagrado las nuevas vejaciones y molestias que en el camino
les sobrevinieron.
Que no
habían manejado con pureza los caudales públicos era uno de los delitos que
les imputaba el revuelto populacho : a este cargo contesta nuestro autor
refiriendo que cuando iba a salir de Cádiz examinó el estado de su pobre
bolsillo, y halló que todo su haber se reducía a 7,985 reales vellón y 200
onzas de plata en cubiertos; es decir, que atendidas las circunstancias de
aquellos días, los riesgos que se corrían por todas partes y las dificultades
que aun por mar ofrecían los viajes, a duras penas poseía lo necesario para
llegar a su casa, en la que nada le quedaba, por haberla entrado a saco los
franceses; y si tenía que parar en algún punto, bien a causa de que las
operaciones del enemigo no consintiesen el desembarco, bien por accidente
ocurrido en la navegación, ignoraba cómo había de procurarse la subsistencia.
De este apuro le sacó su mayordomo, ofreciéndole 12,000 reales, ahorrados al
cabo de trece años de servicios, y que aceptó agradecido Jovellanos. Llamábase tan leal servidor don Domingo García de Lafuente,
y es el mismo que le acompañó en la Cartuja y en el castillo con singular
fidelidad y constancia, bien recompensadas por cierto con las tiernísimas
palabras que en su célebre Memoria le dedica su amo. De infidencia era la otra
acusación; ya se ha visto la conducta de Jovellanos en particular y las cartas
que mediaron con Sebastiani; fuera de que, como ya va
apuntado, los franceses no le dejaron en su casa de Gijón ni muebles ni ropas,
ni otra cosa más que las paredes, y aun éstas conmovidas y en ruina. Por lo que
hace a la Junta, nadie hay ya que ponga en duda la pureza y desinterés de todos
sus vocales. Y en cuanto a la fidelidad con que cumplían sus juramentos,
menester es consignar, para honra de aquellos varones, que por el mismo tiempo
que se tentaba la de Jovellanos, un antiguo magistrado, de nombre Sotelo, que
seguía la causa de los franceses, recibió el encargo de hacer proposiciones al
gobierno de Sevilla, siendo el acuerdo que tomó la Junta digno en todo de la
elevación y grandeza de aquella guerra descomunal: « Si Sotelo trae poderes
bastantes para tratar de la restitución de nuestro amado Rey y de que las
tropas francesas evacúen al instante todo el territorio español, hágalos
públicos en la forma reconocida por todas las naciones, y se le oirá, con
anuencia de nuestros aliados. De no ser así, la Junta no puede faltar a la
calidad de los poderes de que está revestida, ni a la voluntad nacional, que es
de no escuchar pacto, ni admitir tregua, ni ajustar transacción que no sea establecida
sobre aquellas bases de eterna necesidad y justicia. Cualquiera otra especie de
negociación, sin salvar al Estado, envilecería á la Junta, la cual se ha
obligado solemnemente á sepultarse primero entre las ruinas de la monarquía
que oir proposición alguna en mengua del honor e
independencia del nombre español.» Y como Sotelo insistiese por conducto del
general Cuesta, la Junta se limitó a ordenar a este caudillo que volviese a
leerle el anterior acuerdo, y le advirtiese que en adelante no recibiría más
contestación si los franceses no empezaban por allanarse a cumplir lo que el
gobierno español tenía reclamado. Entre tanto, y considerando que en algunas
jornadas, como en la de Ciudad Real, había reinado desorden y confusión; y que
en Medellin se había combatido, aunque con
desgracia, con ánimo sereno, perdiendo la batalla, pero con el rostro siempre
de frente al enemigo,— elevó a Cuesta, que la había mandado y dirigido, a la
suprema dignidad de capitán general de los ejércitos. No conocemos resoluciones
más heroicas de gobierno alguno ni en los antiguos ni en los modernos tiempos
: ni sintió decaído su ánimo la Central a pesar del peligro que le amenazaba de
cerca, ni desesperó jamás de la salvación de la patria. Otro tanto, y nada más,
era suficiente para adquirir renombre inmortal en la república romana. Mayor
lauro merece quien no cuenta con la justicia de envidiosos contemporáneos, y
vive en una tierra de quien ya se dijo en el siglo XIV : «Esta es Castilla, que
hace los hombres y los gasta.»
Dio la vela
el bergantín el día 26 de Febrero; por delante de las costas de Galicia
navegaba en la noche del 4 al 5 de Marzo, cuando se levantó furiosa borrasca,
que puso el mar por los cielos. Perdió el barco su rumbo, y cerca del amanecer
estuvo para estrellarse contra las rocas de la isla de Ons; pasado el grave
peligro, no sin gran trabajo y a punto de naufragar, tomó abrigo en la ría de
Muros de Noya, pueblo de aquel antiguo reino, en la parte que es hoy provincia
de la Coruña. Los que salieron a reconocerle en cumplimiento de las leyes de
sanidad, dieron a los pasajeros la triste nueva de que segunda vez se habían
enseñoreado de Asturias los franceses; aquí fue el dolor de los dos amigos y su
amargura y quebranto. Saltaron a tierra, inciertos del partido que tomarían;
pero se hallaron sorprendidos con un recibimiento cordial y entusiasta en
aquella para ellos casi ignorada población, cuyos moradores agradecían a los
miembros de la Junta Central los servicios prestados a la patria : allí no se
les tenía envidia y no se les levantaban falsos testimonios; no llegaba a los
oídos de aquellos sencillos y laboriosos gallegos la voz de la calumnia, que
arrastra detrás de sí la duda y la sospecha, y las va depositando en el ánimo
de los oyentes. Todos se les ofrecieron, y hubo familia que abandonó su casa
para que la ocuparan los náufragos : premios son éstos y compensaciones que
Dios envía, que pasan ignorados del mundo, que no conocen las almas encenagadas
en la soberbia, y que estiman de gran precio los corazones sensibles y
generosos. Los labradores y pescadores (pues no era otra la ocupación de los
vecinos de Muros de Noya), celebrando en su antigua colegiata , con la posible
solemnidad, la salvación de las preciosas vidas de los dos tristes náufragos,
dan testimonio de que nunca desampara el cielo la causa de la inocencia.
Pero las
voces siniestras que esparcían los insurrectos de Sevilla y los maldicientes
de Cádiz, habían ya circulado por el reino, y los miembros de la Suprema
Central eran en todas partes objeto de medidas violentas y bochornosas : cinco
de ellos , que llegaron al Ferrol a bordo de la Cornelia, fueron presos en un
castillo, y contra Jovellanos y Campo-Sagrado disparó la junta de la Coruña una
comisión militar que recogiese sus pasaportes y examinara sus equipajes,
apoderándose de todos los papeles. Es fama que Jovellanos en aquel trance
perdió su calma habitual y se condujo con un calor y vehemencia que jamás se le
habían conocido en las adversidades de su vida; confiésalo él mismo, y da como
causa de que la indignación llegara a su colmo, «que habiendo sentido una vez
la mano feroz del despotismo, ejecutando sobre él igual atropellamiento, ni le
quedó humor para sufrirle otra, ni creía que llena ya la medida de horror con
que la nación miraba estas violencias, pudiese ningún ciudadano estar expuesto
a ellas.» Lo cierto es que hizo enmudecer y vacilar al coronel encargado de
tan penosa comisión, y que dejándole registrarlo todo, y aun sacar copia de sus
papeles si quería, le dijo que estaba resuelto a no entregarlos, y que sólo se
los arrancaría a viva fuerza; para lo cual podía empezar a hacer uso de la que
llevaba, cuando bien le pareciese. Retiróse en esto
el jefe militar con todo su aparato de asesor, escribano y escolta, y la junta
de la Coruña no pasó adelante, mandando, por el contrario, poner en libertad a
los presos del Ferrol. ¡Tanto corrieron las injuriosas sospechas contra
aquellos desventurados gobernadores de la monarquía! Pero ni un momento
faltaron a los detenidos en Muros de Noya el aprecio y el respeto de sus
generosos huéspedes; inútilmente quisieron alguna vez mudar de residencia para
no causarles mayores vejaciones y opúsose todo el
pueblo, sin aquietarse mientras no obtuvo palabra de que morarían en él hasta
que estuviera libre de enemigos la villa de Gijón y sus contornos. Allí, pues,
residió Jovellanos más de un año, y en Julio de 1811 dispuso y emprendió su
viaje por tierra, noticioso de que los franceses se habían retirado de
Asturias.
Allí es
donde entre honradas gentes, pero ignorantes y oscuras, sin libros, sin
documentos, sin el consejo y censura de doctos amigos, ni otra guía que su
claro juicio y recto corazón, escribió la Memoria en defensa de la Junta
Central; oración elocuentísima, la más patética y tierna y vigorosa que
recordamos en idioma español, y comparable con las más renombradas del príncipe
de los oradores del Lacio. Al acabar su lectura desfallece el ánimo más
atrevido : estilo elegante y sencillo, vuelos elevados y majestuosos
arranques, nunca reñidos con la dicción pura y limpia, claridad portentosa,
método ordenado y lógica irresistible, son las dotes que principalmente
resplandecen en aquel precioso modelo de castellana elocuencia. Nunca tuvo
aplicación más exacta que en el presente caso la máxima conocida de que el
orador ha de ser hombre de bien y de honrados pensamientos; hay que nacer, ante
todo, con disposición, que sólo concede el cielo; es necesario además
cultivarla con el estudio incesante, y ser docto en las ciencias y conocedor de
las bellas letras; es menester formar el buen gusto con la lectura de escogidos
modelos; y sobre todas esas cualidades, nativas o adquiridas, es preciso que
guie la pluma o mueva los labios la buena fe, la rectitud, la probidad sincera.
Así brillan los autores de insignes oraciones dignas de pasar á la posteridad;
no de otro modo habría podido componer su Memoria el defensor de la Junta
Central. Quien escriba o hable en apoyo de ridículas paradojas, quien no se
sienta inspirado por el amor de la justicia y de la verdad, quien no haya
depurado su gusto con el estudio y la lectura, el que no haya meditado sobre la
belleza de las formas literarias,—ése que no escriba, que no hable, que no se
llame orador, que no borrajee discursos que ha de matar en breve la mano
implacable del tiempo. Ocasiones habrá en que sean aplaudidos los desaliñados
esfuerzos de algún energúmeno ignorante, por el interés o las pasiones de este
o aquel partido; mas la gloria sigue los pasos del que avanza por segura senda;
muere y desaparece la maleza de tantos arbustos enanos, para que la vista se
espacie en la contemplación de algún árbol robusto y frondoso que desafíe a la
fortuna y al tiempo. Si de algo puede valer el desinteresado consejo para los
que aspiran a brillar en la oratoria profana, rogárnosles que en sus estudios
no olviden esta oración de Jovellanos: no ofrece nuestra lengua, de muchos
años a esta parte, mejores modelos en que aprender, ni fuera de nuestra patria
exceden a éste otros que gozan de fama bien adquirida. Un defecto le hallamos,
y no lo hemos de ocultar: en algunos pasajes, bien pocos por dicha, se deja
llevar el autor de la irritación disculpable que á la cuenta le dominaba, y
rompe con insólita destemplanza en frases desnudas de todo miramiento,
dirigidas a señaladas personas. Si hubiese tenido ocasión de dar la última mano
a su trabajo, de seguro con la lima habrían desaparecido estos lunares; bueno
es hacerlos notar, para que advertidos los estudiosos, no se vicien, ni confundan
con la elocuencia el pugilato repugnante de descarados insultos; defecto fácil
de adquirir, y contra el que, por lo mismo, hay que estar prevenidos en el
régimen parlamentario: porque echados a luchar los representantes de los
opuestos bandos a la vista del público, aguijoneados por la ardiente pasión de
los amigos y por la contradicción sistemática y tenaz de los adversarios, y
bajo la impresión del amor propio herido o lastimado, se llega a tomar la
desvergüenza por gracia y el insulto por razón. Semejante tendencia, provocada
por las discusiones públicas, es acaso uno de sus mayores riesgos, y el
escollo, o uno de ellos, en que pueden fracasar las instituciones modernas.
Dio, por
fin, vista a su patria Jovellanos; al contemplar de lejos sus risueños campos
se le humedecieron los ojos con lágrimas de placer. La acogida que tuvo en
Gijón fue digna del huésped que recibía en su seno el pueblo en que había
nacido : echadas a vuelo las campanas, tronando la artillería como si se
celebrase la feliz llegada de algún príncipe, la multitud se agolpaba en las
calles, anhelosa de saludar al virtuoso magistrado. Desde que salió de su casa
arrancado por la fuerza de las bayonetas para ser conducido de pueblo en pueblo
y de convento en convento hasta la cartuja de Valdemuza,
que ha hecho célebre con su residencia, no le habían vuelto a ver sus amantes
compatriotas. Las salvas sonaron en sus oídos con agrado, porque ellos las
disponían, pero más aún le conmovieron las lágrimas de hombres y mujeres, niños
y ancianos: éstos le recordaban mejores tiempos y le hacían salva con sus
corazones; los pequeñuelos lloraban de ver llorar a sus padres, y en aquel día
aprendieron a pronunciar con amor y respeto el nombre de Jovellanos. Aquel
triunfal aparato, aquellas muestras de hidalga correspondencia, aquella
veneración, no han cesado todavía; los hijos de Gijón, los asturianos todos, llámanle aún su bienhechor y su padre. No ha sido, no,
desgraciado Jovellanos; parécelo a los ojos de una generación esclava del
deleite, devorada por hambre y sed inextinguible de goces materiales; mas no
fue desgraciado aquel cuyos dolores calman y cuyo espíritu fortalecen y alegran
los cenobitas de Jesús Nazareno, los aldeanos de Muros, los habitantes de
Gijón. Justo es ensalzar la memoria de los varones ilustres; pero no menos
digno, ni útil, consagrar un recuerdo á sus bienhechores.
Las armas
francesas volvieron en breve a dominar en aquella comarca; oponiéndose a la
nueva invasión, hicieron otra vez rostro los asturianos al formidable enemigo.
Jovellanos los animaba al combate, y entonces fue cuando escribió el himno
guerrero que se hizo tan popular y que conocen todos los que presenciaron
aquellos sucesos; vale más esta composición por el sentimiento patriótico que
la vivifica, que por la inspiración poética; tiene, no obstante, ardor y
energía, con ser obra de un anciano. La suerte de las armas no favoreció a los
soldados españoles, y de nuevo se desparramó el ejército enemigo por aquellas
provincias. Don Gaspar se acogió en un barco vizcaíno que bogaba por la costa,
con intención de refugiarse en Rivadeo, pueblo
limítrofe entre Asturias y Galicia; alborotado el mar, se opuso a sus intentos;
una deshecha borrasca, que duró ocho días, hizo al pequeño bergantín juguete
de los vientos y de las olas; desembarcó al cabo Jovellanos en un pueblecito
llamado Vega, en los confines de Asturias, entre Luarca y Navia, y reposó en la
casa y en los brazos de su amigo don Antonio Trelles Ossorio, caballero morador
de aquella aldea. Uno de sus compañeros de infortunio, don Pedro de Valdés
Llanos, rendido a la fatiga y al desvelo, contrajo enfermedad mortal, y
entregó su espíritu al Creador; Jovellanos le asistió con amorosa solicitud de
día y de noche, hasta que una violenta pulmonía le puso a él mismo en los
umbrales del descanso eterno.
Preparóse a morir como buen
cristiano, recibió los Santos Sacramentos con fervorosa devoción, y obtuvo de
una vez, y para siempre, el premio de sus afanes, pasando a mejor vida, entre
nueve y diez de la noche, el día 27 de Noviembre de 1811; faltábale poco más de un mes para cumplir sesenta y siete años. Cuando iba a terminar su
tránsito por este mundo, quiso Dios darle una muestra de su infinita
misericordia : el constante servidor que nunca le abandonó en la desgracia, el
leal compañero de su prisión en Bellver, el honrado mayordomo que con tierna
solicitud le entregó sus ahorros para que pudiese salir de Cádiz, quedóse allí colocado, mas a la hora de la muerte estuvo
presente en Vega, salvándose milagrosamente de un naufragio, y pudo estrechar
la mano desfallecida y cerrar los entornados ojos de su señor y su amigo.
¡Siempre vela la Providencia por los buenos! Teniendo a su lado Jovellanos a
aquel hombre, tenía familia, amistad, cariño; tenía sobre todo quien al lado
del sacerdote dirigiese humildes ruegos a Dios por el perdón de sus pecados,
caliente aún su cadáver.
Llegó al fin
para don Gaspar Melchor de Jovellanos la hora de las justas alabanzas: cundió
por toda España la noticia de su fallecimiento, y calló la envidia,
enmudecieron las pasiones; donde quiera, con clamoreo universal, se levantaba
su nombre a las nubes. ¿Quién sabe si harían mayores alardes de entusiasmo sus
propios detractores? De alguno consta que habiendo consentido sus crueles
padecimientos, no escribió de él sino alabanzas después de su muerte. Como
patricio, obtuvo la honra de ser calificado de benemérito de la patria en
grado eminente y heroico, por las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz,
en época en que este género de declaraciones no se había aún prodigado;
enalteciendo a la par tan solemne manifestación la memoria de Jovellanos y la
de los miembros de la Asamblea, puesto que es hija de la imparcialidad y la
justicia, vencedoras esta vez de los malos sentimientos que suele engendrar la
diferencia de opiniones políticas. Recomendó, además, el Congreso a su comisión
de Agricultura que tuviera presente y en su día estudiase el Informe sobre la
ley agraria. Como escritor le encomia cuanto es debido, en su elegante
Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII, don Manuel José Quintana,
que sirvió a sus órdenes cuando joven, como oficial de la secretaría de la
Junta Central, y cuyo juicio no llegó a ofuscarse en el examen de nuestro
autor por la circunstancia de ser diversas, o mejor dicho contrarias, sus
respectivas tendencias filosóficas; mereciendo grande estima, por otra parte,
el voto de Quintana en la apreciación del mérito literario. Pero ya antes, la
lumbrera de nuestro moderno teatro, don Leandro Fernández de Moratín, le había
dedicado una preciosa epístola, a la cual contestó Jovellanos con otra en igual
metro, que en nada desmerece aun cuando se la compare con la primera y se lean
ambas de seguida. En una de las notas que posteriormente puso á sus poesías
sueltas aquel insigne escritor, gloria de nuestro Parnaso, le dedica las
siguientes palabras, que son su más completo elogio, hecho por persona tan
competente y autorizada :
“Don Gaspar
Melchor de Jovellanos, uno de los más distinguidos españoles que ilustran los
reinados de Carlos III y Carlos IV, literato, anticuario, economista,
jurisconsulto, magistrado, buen poeta, orador elocuente, unió á estas prendas
la amabilidad de su trato, hija de su virtud tolerante y benéfica. A este
hombre célebre debió Moratín una cordial estimación, que ni la ausencia, ni el
tiempo, ni las violencias ni alteraciones políticas pudieron extinguir ni
debilitar. No se omita en el recuerdo de un varón tan ilustre el mayor elogio
que puede dársele : sus ideas y su conducta no eran acomodadas a la edad de
corrupción en que vivía, ni al palacio, que nunca hubiera debido conocer. No es
mucho, pues, que el autor de El delincuente honrado padeciese destierros y
cárceles, sin que ningún tribunal tuviese noticia de su delito. Agitada después
la nación en el conflicto de una invasión, precisada a formar un gobierno para
su conservación, y un ejército que la defendiese, volvió Jovellanos a ocupar el
puesto que le pertenecía; y a poco tiempo la envidia, la ambición, los privados
intereses, el furor de los malvados le arrojaron de él; que en tales
agitaciones y desórdenes nunca es el mando recompensa de la virtud, sino del
atrevimiento. Insultado, proscrito, fugitivo de una a otra parte, anciano y
enfermo, evitando a un tiempo el encuentro de las armas enemigas y la
injusticia de su patria, apenas halló el benemérito escritor de La ley agraria
un asilo remoto en que poder espirar. Añádase este borrón a los muchos que
afean la historia de nuestra literatura.”
Negro debía
ser el humor de Moratín al estampar en el papel estas últimas palabras.
Arrojado a tierra extranjera por su mala ventura, lejos del cielo de España,
espiró fuera de ella, habiéndola ilustrado con sus escritos. Ya, por fin,
reposan entre nosotros sus cenizas, y estará desagraviada su sombra al
contemplar los unánimes aplausos que le dispensa su patria. Exprofeso hemos
dicho que era en extremo competente su voto: ¿quién más autorizado que Moratín
para dar la corona de buen poeta y de elocuente orador? Uno de los primeros
entre nuestros poetas cómicos, el más eminente de nuestros literatos en su
tiempo, es el que honra la memoria de Jovellanos y le confiere sus títulos. Y
en lo demás que de él dice, su elogio es doblemente imparcial y desinteresado,
por lo mismo que nunca tuvo la dicha de estar conforme con su amigo: a la
privanza del príncipe de la Paz, tan preñada de desastres para Jovellanos, fue
deudor Moratín de protección y amparo singulares; cabalmente por haber
conservado siempre viva dentro del corazón la llama del agradecimiento, y
porque así lo hizo constar con generoso brío y noble franqueza, cuando Godoy
era desgraciado sin vislumbre alguna de esperanza, merece los plácemes de todos
los hombres de bien, que cuentan la gratitud en el número de las más esenciales
virtudes. Si en la invasión francesa abraza Jovellanos la causa de su legítimo
Rey, Moratín se hace partidario de la dinastía de Bonaparte, proviniendo de
aquí su destierro y su desgracia; pero nada es superior a la fuerza de la verdad,
y por más que Moratín no reniegue de sus bienhechores, ni parezca arrepentirse
de su comportamiento en el conflicto de la invasión, no por eso deja de
tributar a su antiguo amigo fervorosas alabanzas en todo lo que las merece, sin
excepción de aquello mismo en que siguió conducta y opiniones contrarias a las
suyas. Confundidos ya por la muerte, confúndenlos también en la estimación y el respeto sus compatriotas, aunque por causas
distintas.
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