LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

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CREACION DEL UNIVERSO SEGUN EL GÉNESIS

 

 

LA SAGRADA BIBLIA

PRÓLOGO DE LA B.A.C. (BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS)

 

 LA primera versión completa de la Biblia, hecha de las lenguas originales, hebrea y griega, al castellano por autores católicos, con la que la Editorial Católica inicia, bajo los auspicios y la alta dirección de la Pontificia Universidad de Salamanca, su Biblioteca de Autores Cristianos, no hubiese podido ser publicada en circunstancia más propicia ni presentada con cartas credenciales más augustas y autorizadas que la Encíclica Divino Afflante Spiritu, de Su Santidad Pío XII.

El mundo católico, y de manera especial los que en la Iglesia ejercen el magisterio o se dedican al apostolado, recuerdan con íntimo júbilo y con ánimo agradecido el Aniversario de la Providentissimus de León XIII, el cual, enfrentándose de lleno con errores y corrientes que parecían triunfar y que daban a los pusilánimes y tímidos la sensación de acabar con la Iglesia, proclamó el origen divino de las Sagradas Escrituras en toda su integridad, sin titubeos ni compromisos. «La solicitud de Nuestro cargo apostólico — declara desde las primeras líneas del inmortal documento — Nos anima y en cierto modo Nos impulsa, no solamente a querer que esté abierta con toda seguridad y amplitud, para la utilidad del pueblo cristiano, esta preciosa fuente de la revelación católica, sino también a no tolerar que sea enturbiada en alguna de sus partes, ya por aquellos a quienes mueve una audacia impía y que atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya por los que suscitan a cada paso innovaciones engañosas e imprudentes.»

El gran Pontífice, que en su largo y fecundo pontificado no dejó de tratar con suprema visión ninguna de las cuestiones vitales que afectan a la Iglesia misma y al interés de los pueblos y de las naciones, que habló magistralmente del origen del Poder civil y de la constitución de los Estados, de la verdadera y falsa libertad y de las obligaciones de los ciudadanos, del matrimonio y de la familia, de los errores funestos del socialismo y del comunismo, proclamando en el magno problema social y económico los grandes principios de la Rerun Novarum, el gran propulsor de los estudios filosóficos según las doctrinas y el método de Santo Tomás de Aquino, no podía menos de fomentar y recomendar y dirigir, en conformidad con las exigencias de los tiempos, el nobilísimo estudio de las Sagradas Escrituras.

A la exaltación de la Biblia considerada como fuente única de la Revelación y árbitro supremo de la verdad divina a través de una interpretación puramente personal, a esa exaltación enarbolada en el tiempo de la Reforma como bandera y señal contra la Iglesia, se suceden en fuerza del mismo principio del libre examen, las desviaciones del espíritu humano, que empieza por despojar a las Sagradas Escrituras de su aureola más preciada, de su carácter de libros divinos, inspirados por el mismo Dios, y en pos de sus cavilaciones, altanero e infatuado por los progresos obtenidos en las ciencias físicas y en las disciplinas históricas, frente a las dificultades que surgen, acaba por desvirtuarlo todo y por negarlo todo, arrebatando a los Sagrados Libros hasta la fe y la autoridad humana, que concede fácilmente a otros escritos de la antigüedad, y dejándolos reducidos a un conjunto de mitos y leyendas. «Miran a los Sagrados Libros — decía León XIII — no como el relato fiel de acontecimientos reales, sino como fábulas ineptas y falsas historias. A sus ojos no han existido profecías, sino predicciones forjadas después de haber ocurrido los acontecimientos, o bien presentimientos producidos por causas naturales; para ellos no existen milagros verdaderamente dignos de este nombre, manifestaciones de la omnipotencia divina, sino hechos asombrosos que no traspasan en modo alguno los límites de las fuerzas de la Naturaleza, o más bien ilusiones y mitos; y que, en una palabra, los Evangelios y los escritos de los Apóstoles no han sido escritos por los autores a quienes se atribuyen.»

Y para sostener todo ese cúmulo de negaciones y monstruosidades, se somete el texto a constante tortura, en nombre de una crítica interna asentada sobre prejuicios racionalistas, se mutilan a capricho partes integrantes de los Libros Sagrados hasta dejarlos reducidos a un cuerpo sin alma, mejor diríamos, a un esqueleto sin carne y sin nervios del que vanamente podríamos esperar palabras de vida.

Ni faltaron desprecios y sarcasmos y toda una propaganda baja y vulgar, si bien en los ambientes intelectuales y de mediana cultura el tono era de mentida serenidad y de aparato científico atrayente y seductor, tan seductor, que causó a veces el desconcierto entre los mismos escritores católicos, produciendo en unos vacilaciones; en otros, afán de componenda a base de sacrificar y restringir el concepto y el alcance de la inspiración divina y de la revelación, y empujando a algunos a aventurar hipótesis híbridas y aún a declararse ineptos y vencidos.

A pesar, sin embargo, del ropaje vistoso con que se presentaba, toda esta inmensa construcción adolecía de un defecto fundamental, radicado precisamente en el principio erigido contra la Iglesia: el libre examen. Los sistemas se sucedían sin cesar, diferentes y aun contrarios los unos de los otros, presentándose cada nueva teoría como definitiva para resolver el problema de la Biblia, pero cediendo el paso a los pocos años, si no a los pocos meses, a una nueva explicación, destinada también a caer muy pronto en el descrédito y en el olvido. Frente a este vértigo de doctrinas y de contradicciones levanta su voz augusta el Papa León XIII para infundir nueva vida a todo aquel cúmulo de ruinas, para poner nuevamente sobre los Libros Santos la aureola de su carácter divino, invitando a colaborar en esta obra de defensa y de restauración del auténtico sentido cristiano acerca de las Sagradas Escrituras, a los cultivadores de las ciencias teológicas y a los dedicados al ministerio pastoral, y trazando a este respecto todo un plan y programa de trabajo y de estudio «de tal modo que a esa ciencia nueva, a esa falsa ciencia, se oponga la doctrina antigua y verdadera que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio de los Apóstoles».

La Encíclica fue acogida con gran entusiasmo y aplauso, aun por todo un sector protestante, fue estudiada y comentada en las Universidades y Academias, divulgada explicada en libros y revistas. No faltaron, es verdad, como no podían faltar, voces de crítica, y se volvió a lanzar al rostro de la Iglesia el ya viejo dicterio de «oscurantista»; pero, pese a esas voces discordantes, cuando a la distancia de cincuenta años contemplamos la ubérrima cosecha producida en el campo de los estudios bíblicos por la Encíclica Providentissimus, no podemos menos de unirnos a los entusiasmos con que fue saludada su publicación y de comprobar con íntimo regocijo que las esperanzas concebidas por el Pontífice y compartidas por el mundo católico son hoy una consoladora realidad.

Esto mismo es lo que comprueba y pone de relieve el Sucesor de León XIII en la Cátedra de la Verdad, Pío XII, en su reciente Encíclica Divino Afflante Spiritus en la cual, después de señalar cuál fuera el fin principal de la Providentissimus, el de exponer la doctrina de la verdad contenida en los Sagrados Libros y vindicarlos de las impugnaciones, con el alma henchida de gozo hace desfilar ante nosotros las instituciones y normas que durante estos cincuenta años, por el impulso y vigilante celo de los Sumos Pontífices, fueron creadas para el progreso del estudio de la biblia: la Escuela Bíblica de Jerusalén, la Comisión Bíblica, la creación de grados académicos y programa de estudios bíblicos, el Instituto bíblico de Roma, la revisión de la Vulgata, la difusión en el pueblo de los Libros Sagrados.

De estas instituciones la Escuela Bíblica de Jerusalén nació a la vida por obra personal de León XIII, y su pensamiento generador parece que estuvo inspirado en el ejemplo y en la práctica del gran San Jerónimo. Conocido es su axioma de que «desconocer las Sagradas Escrituras es desconocer a Cristo», como conocido es también su criterio de que para penetrar más lúcidamente en el sentido y valor de los Sagrados Libros, contribuye en gran manera, juntamente con el estudio de las lenguas en que fueron escritos, la visión directa de los lugares en que se desarrollaron los hechos que prepararon y consumaron la Redención.

Por eso el gran Doctor, que pasó toda su vida dedicado a estos estudios, se estableció definitivamente en Belén, dando de mano a todas las grandezas de Roma, cuyos tesoros le parecían pequeños al lado del que encerraba la pequeña ciudad, cuna de Jesús; y sus discípulas predilectas, las nobilísimas Paula y Eustoquio, deseando que la queridísima amiga Marcela las imitara fijando como ellas su residencia en Palestina, describen en una carta, escrita bajo el dictado del Maestro, el encanto espiritual de la vida en Tierra Santa, donde cada lugar recuerda un hecho de la Sagrada Escritura, cada nombre suscita una visión y despierta un afán de perfección, donde se puede orar en el mismo pesebre en que el Niño naciera, llorar en el mismo sepulcro en que lloraron las santas mujeres, aspirar y sentirse elevados voto et animo hacia el cielo en el Monte de los Olivos y donde hasta la gente más humilde recuerda el ambiente en que se desenvolvió la vida de Cristo. Hasta sus cánticos comunes, dicen, son bíblicos y regocijantes: «A dondequiera que fueres, el arador con la mano en la esteva canta el Alleluia, el segador sudoroso se distrae con salmos; el viñador, mientras poda la vid con el corvo cuchillo, entona algún cántico de David.» No sé si estos cuadros, de un dulce sabor virgiliano, se ofrecen hoy al viajero que visita Palestina: tales y tantas han sido las vicisitudes de aquella tierra a lo largo de los siglos, tales y tantas sus destrucciones materiales y sus convulsiones políticas, que no creo empeño fácil, ni imaginarse ante la realidad presente el cuadro que nos describen San Jerónimo y sus discípulas, ni dar una reconstrucción exacta de lo que fue la tierra y la Ciudad Santa: sin embargo, aun en el estado actual, el conocimiento de aquellos lugares y las investigaciones, racionales y metódicas, de sus ruinas venerandas, siguen siendo instrumento eficacísimo para la inteligencia de las Sagradas Escrituras y para la contemplación del drama humano-divino de la Redención.

Y al hablar de este tema, prologando una versión de la Biblia nacida en tierra española, a la sombra augusta de la Universidad salmantina, me complazco en recordar aquí ciertos lazos, no por tenues menos gratos, que existen entre la Escuela bíblica y aquella Universidad.

La Escuela bíblica de Jerusalén fue fundada en un convento de dominicos, que lleva el mismo nombre del celebérrimo convento de Salamanca, San Esteban, y que fue construido por un español, por el Maestro General de la Orden, Padre Larroca, con la intención primera de que sirviera de noviciado, siendo luego ofrecido por el mismo a Su Santidad León XIII, apenas supo que el Augusto Pontífice deseaba fundar en Jerusalén una Escuela de Estudios bíblicos. Es verdad que el convento y la escuela pasaron a pertenecer a la Provincia Dominicana francesa, pero esta circunstancia no rompió, antes reforzó, aquellos lazos al ser encargado de la dirección de aquel centro de altos estudios el P. José M. Lagrange, el cual había hecho su noviciado y sus estudios teológicos en el convento de San Esteban, de Salamanca. En época aciaga para las congregaciones religiosas en Francia, el P. Lagrange tuvo que dejar su patria y vino a Salamanca, donde, además de experimentar la generosa hospitalidad española, de la que conservó siempre un agradecido recuerdo, pudo conocer directamente y empaparse en la doctrina de los grandes teólogos y escrituristas españoles, que sin duda templaron y forjaron su espíritu para que, frente a las dificultades, se mantuviera, como supo mantenerse, recio en la fe y ardiente en el deseo de Dios. Lo que la Escuela Bíblica de Jerusalén ha contribuido al desenvolvimiento y a la dignificación de los estudios de la Sagrada Escritura, lo demuestran palmariamente los sabios volúmenes que ha publicado, las excavaciones practicadas y la difusión en las esferas intelectuales de los éxitos alcanzados.

Con el fin, sin embargo, de que estos estudios, que tantas dificultades encierran y tantos peligros ofrecen, no se apartaran del recto camino, fue instituida la Comisión Bíblica, ese alto Consejo de varones preclaros «que tuvieran por encomendado a sí el cargo de procurar y lograr por todos los medios que los divinos oráculos hallen entre los nuestros en general aquella más exquisita exposición que los tiempos reclaman y se conserven incólumes no sólo de todo hálito de errores, sino también de toda temeridad de opiniones».

Instituida por el mismo León XIII, la Comisión Bíblica fue sucesivamente confirmada por los Sumos Pontífices y de manera especial por Pío XII, el cual, en la Encíclica que comentamos, le tributa un homenaje de estimación y de complacencia. Los que siguen el creciente progreso de los estudios bíblicos y se afanan con santa pasión por penetrar cada día mejor el genuino sentido de los Libros Sagrados, conocen la labor vigilante y delicada de la Comisión, su voz orientadora y tranquilizadora. Bastaría recordar a este propósito su actuación tan eficaz en los agitados tiempos del Modernismo, fuego fatuo que se creyó iba a encender fatalmente una lucha difícil y duradera; y la carta dirigida en agosto de 1941 a los Arzobispos y Obispos de Italia para poner coto a tendencias de sabor iluminista. Mientras el Modernismo, en nombre de la Ciencia y del pretendido progreso humano, había intentado repetir los errores que León XIII tan enérgicamente anatematizara en su Carta, recientemente un alma desviada se pronunciaba contra todo estudio científico y erudito de las Sagradas Escrituras, contra el estudio de las lenguas orientales y de las ciencias auxiliares, contra los esfuerzos de la crítica textual y la compulsa de códices y manuscritos antiguos, abogando por el uso exclusivo de la Vulgata, menospreciando la cuidadosa investigación del sentido literal y defendiendo una exégesis y una hermenéutica a base únicamente de sencilla lectura y de piadosa meditación. El episodio quedó muy pronto truncado por la vigilante intervención de la Comisión Bíblica y a él hace clara alusión Pío XII en su reciente Encíclica.

La creación de esas dos grandes instituciones, la Escuela de Jerusalén y la Comisión Bíblica, respondían a fines específicos de la mayor importancia; pero ya la mente previsora de León XIII, en su deseo de hacer todavía más en orden a la restauración de los estudios bíblicos y a la eficacia salvadora de la verdad revelada, había acariciado la idea de fundar en el corazón mismo del mundo cristiano, en Roma, un ateneo donde se formara toda una pléyade de sabios sacerdotes, profunda y cuidadosamente preparados, que encendidos en un santo ardor llevaran por todos los ámbitos del mundo y a todos los campos del apostolado sacerdotal, al Seminario, a la cátedra, al púlpito, al libro y a la revista, la luz de una auténtica ciencia escriturística y la hicieran servir eficazmente a los grandes fines que San Pablo señalara a las Sagradas Escrituras «para enseñar, convencer, corregir y educar en la justicia»

Esa idea de León XIII halló un munífico realizador en el Pontífice Pío XI, que instituyó primero los grados académicos en Sagrada Escritura, trazó después un completo plan de estudios bíblicos para los seminarios y erigió finalmente, el Instituto Bíblico de Roma, que, confiado a la ínclita Compañía de Jesús, puesto bajo la especial protección del Sagrado Corazón de Jesús, cuya hermosa estatua domina el salón principal del Instituto, y organizado sabiamente por un hombre de eminente sabiduría y de gran fe, el ilustre P. Leopoldo Fonk, ha sido y es la forja donde se forman y de donde salen para el mundo entero los maestros de la Sagrada Escritura.

Juntamente con estas obras de alta formación y de dirección, se inician por el impulso vigoroso del mismo Papa Pío X y se prosiguen con la decidida protección de Pío XI, los pacientes trabajos de la revisión de la Vulgata en el Monasterio de San Jerónimo de Roma, al cual va gloriosamente unido el nombre del Cardenal Adriano Gasquet y en el cual continúan esta meritoria labor los Padres benedictinos con su proverbial e infatigable laboriosidad; y para que toda esta empresa cultural y al mismo tiempo apostólica no quedara encerrada en las escuelas y en los monasterios, surge la Sociedad de San Jerónimo para la difusión de los Evangelios, se multiplican los Congresos y las Semanas Bíblicas, se publican libros y revistas, y yo me complazco en destacar aquí la contribución no pequeña que España ha prestado a ese florecimiento de los estudios bíblicos, contribución que, si se vio pasajeramente truncada por el vendaval de la guerra civil, ha vuelto a renacer con mayor pujanza y con renovados bríos, apenas pasada la tempestad y serenado el ambiente nacional.

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Pero la Encíclica Divino Affiante Spiritu, antepuesta como pórtico insuperable a esta versión de la Sagrada Biblia, no es solamente un recuerdo y una evocación de la Providentissimus y de los frutos por ella producidos, ya que tiene una segunda parte, mucho más importante, la parte doctrinal, en la cual el Santo Padre, siguiendo la trayectoria de sus antecesores, consciente del depósito sagrado que le fue confiado el día en que el Espíritu Santo le escogió para regir la Iglesia de Dios, con la autoridad de su palabra, con la amplia comprensión de su inteligencia y a pesar de las hondas preocupaciones que agobian su corazón y de las solicitudes paternales que de El reclaman los sufrimientos de los pueblos, nos traza y nos señala los caminos y los métodos, que las condiciones actuales exigen, para que el estudio y la lectura de las Sagradas Escrituras sean cada día más fecundos en frutos de santificación y de conquista de las inteligencias y de los corazones de los hombres.

Las nuevas e importantes excavaciones realizadas en el suelo palestinense, el hallazgo de nuevos y valiosos documentos escritos, el conocimiento cada día más amplio de las lenguas orientales «invita en cierta manera y amonesta a los intérpretes de los Sagrados Libros a aprovecharse con denuedo de tanta abundancia de luz para examinar con más profundidad los Divinos Oráculos, ilustrarlos con más claridad y proponerlos con mayor lucidez».

Y hablando de los progresos modernos en el conocimiento de las lenguas orientales, y en particular de aquellas en que fueron originariamente escritos los Libros Sagrados, ve en ello el Santo Padre una nueva ayuda, a la par que un poderoso estímulo, para que los intérpretes católicos traten de acercarse lo más posible a la fuente original de la verdad revelada, calificando de ligereza y de desidia el descuido en aprender aquellas lenguas; y aún la crítica textual, con su paciente rebusca y cotejo de códices y manuscritos, es plenamente justificada, loada y estimulada por Su Santidad, como medio necesario para «que se restituya a su ser el sagrado texto lo más perfectamente posible», y todo ello «por la reverencia debida a la divina palabra» y «por la misma piedad por la que debemos estar sumamente agradecidos a aquel Dios providentísimo, que desde el Trono de su Majestad nos envió estos libros a manera de cartas paternales, como a propios hijos».

Por otra parte, como la mayoría de los fieles no pueden llegar por sí mismos a esas fuentes de la Revelación en su texto latino y menos aún en los textos originales, el Santo Padre, al hablar de la declaración de la autenticidad hecha por el Concilio Tridentino a favor de la Vulgata, dice expresamente: «Y ni aun siquiera prohíbe el decreto del Concilio Tridentino que, para uso y provecho de los fieles de Cristo y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en lenguas vulgares, y eso aún tomándolas de los textos originales, como ya en muchas regiones vemos que loablemente se ha hecho, aprobándolo la autoridad de la Iglesia.»

Eso que alaba y aprueba la Iglesia es justamente lo que han pretendido hacer los preclaros y beneméritos traductores de esta primera versión de la Biblia en lengua castellana sobre los textos originales, y eso es lo que la Editorial Católica entiende brindar a España y a los países del mundo hispanoamericano con la publicación del Libro de los Libros en este primer volumen de su Biblioteca de Autores Cristianos. En su empresa les ha guiado el amoroso afán de poner al alcance de los fieles de habla castellana el riquísimo tesoro de las Sagradas Escrituras, mediante una traducción lo más fiel y exacta posible del texto original, aprovechándose para ello de todos los adelantos realizados en la ciencia escriturística y en el conocimiento de las lenguas orientales durante los últimos años, y dejándose guiar en la interpretación de los pasajes más oscuros y difíciles por el Magisterio de la Iglesia y por la luz y sabiduría de los Santos Padres y de los grandes teólogos y escrituristas.

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Al lograr los traductores su alto empeño, han realizado una triple obra: de cultura, de piedad y de apostolado. Esta versión completa de la Sagrada Biblia al castellano constituye ante todo una auténtica obra de cultura, que viene a enriquecer el ya espléndido acervo de saber escriturístico cosechado por España desde los primeros siglos de la Era Cristiana y desarrollado en los siglos posteriores con asombrosa fecundidad. Desde los tiempos en que el Papa Dámaso, el santo y culto Pontífice español, se complacía en fijar en exámetros trozos del Antiguo y del Nuevo Testamento y encargaba a San Jerónimo una revisión general de los Libros Sagrados, sosteniéndole y protegiéndole en sus dificultades y luchas; y el presbítero Desiderio, nacido, según todas las probabilidades en la ciudad de Barcelona, rogaba al mismo San Jerónimo que emprendiera la versión de los Libros Sagrados, y el noble español Licinio enviaba amanuenses para que bajo la dirección del mismo Santo copiaran la Biblia, y el enciclopédico Arzobispo de Sevilla, San Isidoro, considerado como el heredero más fiel del pensamiento y de la obra del gran Dálmata, salvaba en sus libros el rico tesoro de la antigua cultura cristiana, y pasando luego a través de un sinnúmero de códices bíblicos esparcidos en catedrales y monasterios, en aulas regias y en casas señoriales, hasta la gran Biblia Complutense y los excelsos exegetas que florecieron en el Siglo de Oro y que aun causan asombro por su portentosa erudición y por su fino sentido exegético, España representa el supremo anhelo de conocer, de penetrar y de defender los Sagrados Libros.

Considerando Menéndez y Pelayo este florecimiento tantas veces secular de la ciencia bíblica en España, escribía con harta razón en una famosa carta incluida en La Ciencia Española: «El nombre sólo de Arias Montano basta para llenar un siglo... Pero España posee, además, una larga serie de cultivadores ilustres de las ciencias bíblicas, serie que empieza con los colaboradores de la Poliglota Complutense y con aquel Diego López de Estúñiga que tan malos días y tan malas noches hizo pasar a Erasmo, y termina, bien entrado el siglo XVII, con Pedro de Valencia y Fray Andrés de León.» «No hay libro de la Escritura — afirma el gran pensador santanderino — sobre el cual las escuelas católicas»; y en confirmación de su aserto hace una larga enumeración de los más preclaros comentaristas.

Los dos siglos que siguieron fueron de tono menos elevado y los estudios bíblicos en España participaron de la general decadencia, si bien no dejaron de brillar algunos esfuerzos, tan meritorios como aislados, ni faltaron muy aceptables traducciones de la Vulgata, como las dos tan conocidas y tantas veces impresas, en las que continuaron alimentándose las almas deseosas de conocer la palabra de Dios; pero cuando el vendaval del Modernismo, que apenas salpicó la recia fe española, se desató para manchar y debilitar la verdad cristiana, vuelven en España a cobrar lozanía y vigor los estudios eclesiásticos, aparecen revistas de cultura religiosa, cuyos nombres y cuyos méritos están en el pensamiento de todos, y en el mismo terreno de la ciencia escriturística sale a luz la revista Estudios Bíblicos, se publica la Biblia de Montserrat, se reeditan con profusión y con muy útil aparato de notas e introducciones las conocidas versiones castellanas, en particular las del Nuevo Testamento, se constituye la A. F. E. B. E. para el fomento de los estudios bíblicos, se publican muy estimables manuales, y tras la dolorosa pausa impuesta por la guerra civil reflorecen con nuevo brío todas aquellas actividades y apuntan otras nuevas de singular importancia, entre las que merecen destacarse la fundación del Instituto «Arias Montano» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la celebración de Semanas bíblicas organizadas con mucho acierto y desarrolladas con gran provecho, nuevas traducciones de los Salmos, de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo, la reciente publicación de una edición crítica del Nuevo Testamento en griego y en latín, y finalmente esta versión del texto original de toda la Biblia, que no dudo ha de marcar un hito luminoso en la historia de la ciencia bíblica española.

Sería presunción y desconocimiento de las dificultades que ofrece siempre una versión de las Sagradas Escrituras el que los traductores pensaran haberlas superado plenamente y consideraran su obra como acabada y perfecta. Ellos saben que no han de faltarles ni observaciones ni diversidad de criterios; pero de antemano piden indulgencia por los yerros en que hayan podido incurrir, y la esperan confiadamente en razón de lo difícil del empeño que asumieron y de la buena voluntad que en lograrlo han puesto.

Hablando precisamente el Santo Padre de las dificultades que en este género de trabajos existen, «nadie se admire — dice — que no se hayan todavía resuelto y vencido, sino que aún hoy haya graves problemas que preocupan los ánimos de los exegetas católicos». Y después de exhortar a los intérpretes catódicos a que, movidos de un amor eficaz y decidido de su ciencia y sinceramente devotos a la Santa Madre Iglesia, se esfuercen por hallar una explicación sólida a aquellas dificultades, añade: «Y por lo que hace a los conatos de esos estrenuos operarios de la Viña del Señor, recuerden los demás hijos de la Iglesia que no sólo se han de juzgar con equidad y justicia, sino también con suma caridad..., y estar alejados de aquél espíritu poco prudente con el que se juzga que todo lo nuevo, por el mismo hecho de serlo, debe ser impugnado o tenerse por sospechoso.» Santas palabras que salen de un corazón solícito y paternal y de una inteligencia comprensiva, deseosa de hacer llegar a los espíritus apasionados por la busca de la verdad una palabra de afectuosa concordia y de santa emulación. La historia de las versiones de la Sagrada Escritura y de los problemas que a ésta atañen, no está libre de fuertes divergencias y de acres polémicas, excusables tan sólo porque la pasión por la verdad puede encender a veces en demasía nuestros espíritus, pero siempre se deben tener presentes los paternales consejos de Pío XII, y en último término acudir al remedio supremo, en el que San Jerónimo buscaba la luz y la concordia en sus trabajos y en medio de sus graves polémicas: la oración. «Ruégote ahora, carísimo Desiderio, que ya que me hiciste emprender tamaña empresa y empezar mi labor desde el Génesis, me ayudes con tus oraciones, a fin de que pueda trasladar al latín los Santos Libros con el mismo espíritu con que fueron escritos.»

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Obra de cultura, es además esta versión de la Biblia una obra eminente de piedad. En el pasaje de San Pablo arriba citado, en el que expone las utilidades que la Sagrada Escritura ofrece, a saber: «para enseñar, convencer, corregir y educar en la justicia», añade el Apóstol esta finalidad suprema: «a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena»

Demasiado poco representaría esta versión, si fuera considerada únicamente como obra de cultura, aunque nobilísima; demasiado poco, ya que estas Cartas paternales dadas por Dios a la humanidad tienen por fin rehabilitar al hombre, redimirle, elevarlo hasta las alturas del conocimiento de los misterios de Dios y a la participación de la vida divina, sostenerlo en las luchas del espíritu, santificarlo en todo momento, encauzarlo por los caminos que conducen a las celestes moradas. Y eso mismo es lo que los autores de esta versión han pretendido ofrecer a los fieles.

San Juan Crisóstomo, que supo revestir sus inmensos conocimientos bíblicos con una elocuencia portentosa, se quejaba amargamente de que los fieles de su vastísima diócesis no conocieran bastante ni leyeran los Sagrados Libros, quedando por ello privados de uno de los más poderosos medios de santificación. El hubiese querido que existiese en cada casa cristiana una Biblia y que sus fieles supiesen de memoria al menos algunos salmos o algunos trozos escogidos del Santo Evangelio, pero comprueba dolorosamente — y su lamento pudiéramos repetirlo en nuestros días — que sus fieles saben muy bien los nombres y el historial de los caballos y de los jinetes que toman parte en las carreras, pero no saben siquiera cuántas son las E pistolas de San Pablo y desconocen casi por completo el Libro que encierra la fuente de la vida.

Unos alegan como excusa de su descuido y negligencia que están muy ocupados con los negocios o con los quehaceres de la casa, otros que no tienen dinero; pero es un absurdo — dice el Santo — pretextar indigencia o exceso de trabajo, cuando de la lectura de los Libros Sagrados se saca tanta utilidad.

Junto a los que no compran el Libro Santo están los que lo tienen, pero sólo como adorno de la casa, no como alimento del espíritu. Muy bien describe a los tales el santo Arzobispo y elocuentísimo orador: «¿Quién de vosotros, pregunto, toma en su casa un libro y examina sus sentencias, o escudriña las Escrituras? Nadie, ciertamente: sino que encontraremos en la mayoría de las casas dados y tabas, pero libros nunca o muy raras veces. Y el mismo reproche merecen los que los tienen, pero los conservan atados o colocados en los armarios, y ponen todo su interés en la suavidad de las membranas o en la elegancia de los caracteres, menospreciando, en cambio, su lectura. Porque no los adquieren para ningún fin útil, sino solamente para hacer presuntuosa ostentación de su opulencia: ¡tan fuerte es el vano fausto de la gloria! A nadie oigo que ambicione el comprender los Libros, sino más bien jactarse de que posee libros escritos con letras de oro. Y yo pregunto: ¿qué provecho puede haber en esto?»

Me haría interminable si quisiera citar todos los pasajes en que San Jerónimo excita a sus discípulos y discipulas a la lectura de la Biblia, pero no quiero dejar de consignar algunos, ya que el eco de sus encendidas palabras puede animar también hoy a las almas, sedientas de Dios y de la perfección cristiana, a frecuentar esta provechosa lectura. Para el gran Doctor la palabra divina contenida en la Sagrada biblia no sólo es alimento, sino también fuerza del espíritu, arma segura contra todo lo que abate y deprime, contra todo lo que puede rebajar el alma y el cuerpo. Desde el Cenáculo del Aventino, donde un grupo de selectísimas matronas cultivaba la vida de perfección, se hace el gran propagandista de la lectura y meditación de la Biblia e inculca su estudio a las vírgenes para que sepan conservarse puras e intactas de las salpicaduras del mundo, a los religiosos para que sepan elevarse a las cumbres de la perfección, a las viudas para que sepan llevar con dignidad su viudez, y a las madres, como en su carta a Leta, para que con la Biblia en la mano sepan formar desde los primeros años el corazón de sus hijos. «Léela con frecuencia y aprende lo más posible de ella — escribía a la virgen Eustoquio — ; que el sueño te sorprenda con el libro en la mano y que al inclinarse tu cabeza la reciba la página santa»; y a la virgen Demetriades: «Ama las Santas Escrituras y te amará a ti la Sabiduría; ámala y te guardará; hónrala y te abrazará. Estos aderezos cuelguen de tu pecho y de tus oídos.» Y en idénticos términos se expresa, escribiendo al monje Rústico, al Presbítero Nepociano, al santo Obispo de Nola y a todos aquellos a los que favorecía con sus consejos y exhortaciones.

San Agustín escribe sobre el particular un pequeño pero admirable tratado: De doctrina cristiana, que puede considerarse como una introducción al estudio y a la interpretación de las Sagradas Escrituras, y en él se esfuerza por convencer a los hombres de que el estudio que versa acerca de la Sabiduría divina, se ha de anteponer a todas las demás cosas e intereses. «Leed las Escrituras —decía en otra ocasión con gran vehemencia a sus ermitaños el santo Obispo de Hipona — , leedlas para que no seáis ciegos y guías de ciegos. Leed las Santas Escrituras, porque en ellas encontraréis todo lo que debéis practicar y todo lo que debéis evitar. Leedla, porque es más dulce que la miel y más nutritiva que cualquier otro alimento.»

Me he limitado a citar testimonios de estos tres insignes Santos Padres, porque a ellos de manera singular los señala León XIII como maestros en el estudio e interpretación de las Sagradas Escrituras, pero análogos testimonios y recomendaciones podrían espigase a millares de la riquísima literatura patrística.

Mas para que el estudio y la lectura de la Biblia produzcan aquellos frutos de santificación, que quiere Dios y busca la Iglesia, no basta cualquiera disposición del espíritu, sino que es necesaria aquella que tan acertadamente indicaba el Papa Benedicto XV en su Encíclica Spiritus Paraclitus; es decir, que hay que acercarse a estas fuentes sagradas de la verdad divina piamente, con mente piadosa, con fe firme, con ánimo humilde y con voluntad de aprovechar. Así lo exige el carácter divino de las Escrituras, así lo demandan el respeto y la sumisión con que nuestra pequeñez humana ha de acercarse a Dios. Y como este depósito sagrado ha sido confiado por Dios a la Iglesia, a la que ha hecho intérprete infalible de sus oráculos, es también necesario que nuestro estudio y nuestra lectura vayan iluminados y dirigidos por la luz que brota del magisterio infalible de la Santa Madre Iglesia.

Altísimo ejemplo de esta sumisión al magisterio de la Iglesia nos han dejado aquellos tres grandes Doctores, cuyas palabras recogíamos hace poco. Conocedores profundos de la Biblia y propagandistas fervorosos de su lectura y meditación, coinciden todos en afirmar la absoluta necesidad de atenerse a las enseñanzas y normas de la Mater nostra communis, Ecclesia, cuya solidez de cimientos y seguridad en las direcciones ponderaba el Crisóstomo frente al caos de las herejías que pululaban en Oriente.

En una gran cuestión acerca de la Trinidad, el gran Dálmata escribía al Papa Dámaso: «Por esto he creído que debía consultar a la Cátedra de Pedro y a la fe alabada por labios apostólicos, pidiendo recibir el alimento de mi alma de allí mismo de donde antes recibiera la vestidura... Yo que a nadie sigo como a primero sino a Cristo, me uno en comunión de espíritu con Vuestra Beatitud, es decir, con la Cátedra de Pedro»; y en otra de sus cartas declara: «Yo entretanto clamo: si alguno está unido a la Cátedra de Pedro, ése es de los míos.» Cada vez que se presentaban cuestiones acerca del Canon de los Libros Sagrados, él, que tanto había estudiado y que tan autorizado estaba para exponer una opinión propia, sólo admite una regla definitiva: pero esto no lo admite la Iglesia de Dios.

Celebérrimo es también el en cierto modo paradójico axioma de San Agustín: yo no creería en el Evangelio, si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia Católica.

Es verdad que la Iglesia limitó un tiempo y aun prohibió la lectura de la biblia en lengua vulgar a los fieles; pero ésa fue una medida provisional, plenamente justificada por la malicia de los tiempos. En una época de apasionadas discusiones religiosas, en la que el principio del libre examen y de la interpretación personal y subjetiva de las páginas sagradas hacía brotar, aun entre los medios más plebeyos e indoctos, intérpretes más o menos visionarios y exaltados, la prudente medida de la Iglesia evitó en los países católicos la frondosa exuberancia de divergencias doctrinales, que hizo del Protestantismo un abigarrado conjunto de sectas, a las que apenas queda más que un disipado y movedizo fondo común de cristianismo.

Esta versión de la Biblia que estamos prologando no está hecha con un fin de lucha y de combate, ni tampoco de vana curiosidad o de estériles discusiones, sino con el santo propósito de que los fieles puedan acercar sus labios a la fuente purísima de la sabiduría divina y saciar en ella su sed de Dios, de paz y de verdad.

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Constituye, finalmente, esta versión una obra de apostolado. Al final de su Encíclica, el Papa Pío XII exhorta con acento apasionado al clero para que difunda las riquezas de los Libros Sagrados y para que sepa hacerlo «con tanta elocuencia, con tanta distinción y claridad, que los fieles no sólo se muevan y se inflamen a poner en buen orden sus vidas, sino que conciban también en sus ánimos suma veneración a la Sagrada Escritura». De una manera especial el Santo Padre insiste en recomendar a los Prelados «que favorezcan y presten su auxilio a todas aquellas pías asociaciones que tengan por fin editar y difundir entre los fieles ejemplares impresos de las Sagradas Escrituras, principalmente de los Evangelios, y procurar con todo empeño que en las familias cristianas se tenga, ordenada y santamente, cotidiana lectura de ellas; recomienden eficazmente la Sagrada Escritura, traducida en la actualidad a las lenguas vulgares con aprobación de la autoridad de la Iglesia, ya de palabra, ya con el uso práctico, cuando lo permitan las leyes de la Liturgia».

La atención tan preferente que en la Encíclica Divino Affiante Spiritu ha dedicado Su Santidad a los simples fieles, no sólo en lo tocante a la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras, sino también en lo que atañe a esa forma de apostolado, que es su propaganda y difusión por medio de adecuadas ediciones y traducciones, y la novedad muy significativa de que la tradicional dedicatoria de la Encíclica vaya dirigida no solamente, como de costumbre, «a los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en comunión con la Santa Sede Apostólica», sino también «a todo el Clero y fieles del Orbe Católico» deben servir a todos los católicos de motivos de gratitud y de legítima satisfacción, y al mismo tiempo de poderoso estímulo para secundar con fervoroso entusiasmo los deseos del Santo Padre y prestar a esta alta empresa su más decidida colaboración.

Así lo ha entendido la Editorial Católica al encabezar su Biblioteca de Autores Cristianos con esta versión de la Biblia, y santamente puede gloriarse de haberse colocado con ella en la vanguardia de la colaboración pedida por el Papa, ofreciendo a los millones de fieles que en España y en Hispanoamérica hablan y rezan en español este medio tan poderoso de conocimiento de la palabra divina y de santificación de sus almas.

Ponderábamos al comienzo de este prólogo la oportunidad con que salía a luz esta versión castellana del texto original de las Sagradas Escrituras, en el L aniversario de la Providentissimus y a raíz de la Encíclica Divino Affiante Spiritu; pero no quiero dejar de recordar aquí otra razón de oportunidad, la misma que el Santo Padre ha querido recoger al final de su Encíclica, a saber, la terrible y dolorosa crisis por la que atraviesa en estos momentos la humanidad.

En medio de este caos de opiniones encontradas y de intereses antagónicos, en medio de tantas ruinas materiales y espirituales, de tantos dolores de los cuerpos y de tantas amarguras de las almas, la luz sólo puede venir del Único que tiene palabras de Vida eterna, Cristo Jesús, a quien nos dan a conocer las páginas sagradas; la paz verdadera sólo puede esperarse del amor de Dios y del prójimo, en los que, en frase de San Agustín, está la plenitud de las Escrituras. Bien venida sea esta versión de la Biblia, si con ella contribuyen sus autores y editores a que este mundo estremecido de dolor conozca más a Cristo y aprenda a practicar mejor la ley suprema del amor de Dios y del prójimo.

A España y a todo el mundo hispánico ofrece la Editorial Católica esta nueva traducción de la Biblia; se la ofrece con el mismo afecto y con el mismo celo evangelizador con que los primeros misioneros españoles llevaron al Continente americano la luz y la caridad de Cristo, se la ofrece con el cariño de hermanos que hablan una misma lengua y tienen una misma cultura y comulgan en la misma fe y en la misma liturgia, se la ofrece segura de que la acogerán con entusiasmo cordial, para que, correspondiendo a los deseos e invitaciones del Santo Padre, sea todo este gran mundo hispanoamericano uno de los agentes más eficaces de la auténtica paz de Cristo en los espíritus y en los corazones.

Y al presentársela parece que florecen en los labios de autores y editores aquellas palabras con que hace trece siglos el Abad Floro ofrecía al gran Isidoro de Sevilla un trabajo semejante: la revisión del texto del Salterio, que había llevado a cabo por encargo suyo: «Por tus ruegos comencé con mano escrupulosa y con gran sudor de fatiga a buscar las primitivas lecturas de los Libros Divinos; y ahora, devuelta su belleza al pensamiento hebraico y renovada y hermoseada la frase griega, podremos, levantando nuestras voces hasta más allá de las estrellas, cantar los himnos sagrados con el mismo acento de los ángeles.»

Sean mis últimas palabras a los que se disponen a recorrer con ánimo piadoso las páginas de esta versión de los Libros Santos, aquellas mismas que un día pronunciara San Gregorio Magno: «Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor aspires a las cosas eternas.»

 

 

C.R.Y&S