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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

PRIMERA PARTE

LA SAGA DE LOS RESTAURADORES

 

5

Simeón el Justo

 

“La presentación en el Templo”: Así que se cumplieron los días de la purificación conforme a la Ley de Moisés, le llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, según está escrito en la Ley del Señor que todo “varón primogénito sea consagrado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio, según lo prescrito en la Ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu, vino al Templo, y al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre El, Simeón le tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo: Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel.

Simeón -nuestro próximo protagonista- descendía de una de aquellas familias que sobrevivieron al saqueo de Jerusalén y se las arreglaron para progresar plantando sus viñas en Babilonia. Esta era una verdad que Simeón podía demostrar en el momento y lugar que se le emplazase a hacerlo. Aunque no suene perfecto ni bueno decirlo, porque trae a la mente leyes que invocan acontecimientos tristes y nefastos, Simeón era hebreo de pura cepa. Delante de las autoridades más expertas y cualificadas de su pueblo cuando lo quisieran, y si se trataba de gentiles curiosos entrando en el tema con tal de poner en aprietos a los amantes del pedigrí, las estirpes rancias y todo eso, lo mismo; cuando lo quisieran y en la mesa que le pusieran estaba presto Simeón el Babilonio a poner el documento genealógico de sus padres, que era como una nave directa a las raíces del árbol bajo cuyas ramas Adán conquistó a Eva. Sus padres conocieron la Cautividad Babilónica, también la Caída del imperio de los Caldeos; saludaron la Venida del imperio del Persa; vivieron la revolución del Griego. Cómo no, el dominio de los Helenos. Con el paso del tiempo la casa de Simeón creció, se convirtió en una Casa poderosa entre los judíos y rica delante de los gentiles. En condiciones normales Simeón heredaría el negocio de su padre, visitaría la Ciudad Santa alguna vez en su vida, sería feliz entre los suyos y se esforzaría toda su vida por ser un buen creyente delante de los hombres y de Dios. Heredero de uno de los banqueros más acaudalados de Seleucia del Tigris todo estaba dispuesto para que al morirse Simeón lo llorasen plañideras sin número. Después de su muerte, cuando el reino de Israel fuese proclamado por el hijo de David, sus descendientes desenterrarían sus huesos y les darían sepultura en Tierra Santa.

Esta crónica hubiera debido ser el resumen de la existencia de Simeón el Babilonio. Pero la usurpación de los hijos de los Macabeos borró del libro de su vida toda esa felicidad perfecta. Planes tan bellos no habían sido hechos para él. Aquello de sentarse y esperar a ver cómo se desenvolvían los acontecimientos antes de emprender la acción definitiva, por si acaso el Señor estuviera usando el reinado de los Asmoneos como periodo de transición entre los Macabeos y el reino mesiánico, conseja de los jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris, no era para él. Simeón llevaba ya demasiado tiempo oyendo aquella monserga. Y después de la Matanza de los Seis Mil ya no quería ni en sueños oír tales palabras de prudencia. El derrocamiento del Asmoneo no era algo que pudiera seguir posponiéndose para mañana, ni para pasado mañana, ni siquiera para la tarde de ese mismo día. El Asmoneo tenía que morir, ya. Cada día que seguía vivo era una ofensa. Cada noche que se iba a la cama ¡la Nación se encontraba un paso más cerca de su destrucción! El Asmoneo había roto todas las reglas.

Primero: Su familia había sido elegida y recibido el sumo sacerdocio pasando por alto las tradiciones y los ritos hereditarios. Un extranjero, no el consejo de los santos en pleno le había otorgado la suprema autoridad.

La sentencia contra tal usurpación de funciones sagradas era la pena capital.

Segundo: Contra las tradiciones que le prohibían al sumo sacerdote empuñar la espada el Asmoneo se había puesto al frente de los ejércitos.

La pena contra este delito era otra pena capital.

Tercero: Contra las tradiciones canónicas más firmes el Asmoneo no sólo había pisado la monogamia que regulaba la vida del sumo sacerdote, además, cual Salomón redivivo, cultivaba su propio harén de muchachas.

La pena contra este delito era más pena capital.

Y Cuarto: Contra la ley divina que le prohibía el acceso al trono de Jerusalén a cualquier miembro que no fuera de la Casa de David, el Asmoneo, haciéndolo, estaba arrastrando a toda la nación al suicidio.

Por todas estas razones el Asmoneo tenía que morir, sin importar el precio ni los medios a emplear.

Estos argumentos de Simeón acabaron convenciendo a los jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris de la necesidad urgente que el orbe tenía de acabar con la dinastía asmonea. Con esta misión sagrada Simeón el Babilonio abandonó la casa de sus padres y se vino a Jerusalén. Rico y portador del Diezmo de la Sinagoga de los Magos de Oriente, su política de amistad con la corona asmonea, necesitada de apoyo financiero para ampliar la reconquista militar del reino, punta de lanza con la que Simeón el Babilonio se ganaría la amistad de su enemigo, habría de ganarle a la vez la desconfianza de aquéllos mismos entre los que debería alzarse como la mano invisible moviendo los hilos pro davídicos. Juego doble que lo mantendría andando sobre una cuerda en el abismo desde el día de su llegada hasta el día de la victoria. Mientras ponía todo su poder para conservar el equilibrio de su cabeza sobre su cuello, Simeón el Babilonio debía mantener su revolución dentro de los estrictos límites de las cuestiones caseras. El Egipto de los Ptolomeos permanecía agazapado a la espera del debilitamiento de Jerusalén y una guerra civil judía le serviría la ocasión propicia para invadir el país y saquearlo.

Al otro lado del río Tigris estaban los Partos. Siempre amenazantes, siempre ansiosos por romper la frontera y anexionarse las tierras al Oeste del Eufrates.

Aunque agonizantes al norte los Helenos aguardaban la revancha y no perdían comba para, aprovechando una guerra civil romana, reconquistar la Palestina perdida.

En definitiva, la necesidad de limpiar Jerusalén de la abominación desoladora no podía poner en peligro la Libertad conquistada por los padres de los Asmoneos. 

EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET. SEGUNDA PARTE. HISTORIA DE LOS ASMONEOS. 6. Aristóbulo I “el Loco”

 

 

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