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BIBLIOTECA DE HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

SIGLO IV

por el profesor

HENRI-IRÉNÉE MARROU

 

CAPITULO PRIMERO

EL CRISTIANISMO EN VISPERAS DE LA GRAN PERSECUCION

 

Con el siglo IV entramos en una etapa decisiva de esta historia. En diez o veinte años asistiremos a dos acontecimientos dramáticos: con la persecución de Diocleciano (303-4 y sig.) el imperio pagano intenta por última vez, y con una violencia jamás igualada hasta entonces, aniquilar la religión cristiana; la progresiva ascensión de Constantino (306­312-324), que al fin se hará dueño absoluto del Imperio romano, origina pronto un cambio completo de situación jurídica para el cristianismo. En lugar de ser perseguido, se convierte en una religión oficial, privilegiada, que acabará luego en religión de Estado; en lugar de verse enquistada en el organismo social como un cuerpo extraño mal soportado, se convierte en un principio director, en un fuego que anima al Imperio cristianizado con la conversión de su soberano.

Cuando el primer edicto de persecución, promulgado por Diocleciano y sus colegas de la tetrarquía, fue fijado delante de la residencia imperial de Nicomedia en la ribera asiática del mar de Mármara, el 23 de febrero de 303, hubo un exaltado que lo arrancó y lo rasgó. Este gesto, que, naturalmente, no tardó en pagar con su vida el autor, expresa perfectamente el efecto de sorpresa y de escándalo que produjo una decisión imperial tan inesperada.

Desde las persecuciones, bastante breves a pesar de su rigor, de Decio (250-1) y Valeriano (257-260), la Iglesia cristiana prácticamente no había sido molestada por el poder civil. Sin que se hubiera logrado aclarar por completo su situación legal (el cristianismo seguía siendo, en principio, una religión prohibida), asistimos a lo que pudiera llamarse un reconocimiento de hecho: las comunidades cristianas pueden ahora actuar abiertamente, gozar pacíficamente de sus propiedades; entre sus posesiones se cuentan cementerios (en Roma desde el papa Calixto, 217-222) subterráneos o a cielo abierto (catacumbas, areaé), iglesias o, al menos —porque es difícil precisar su estilo arquitectónico—, casas de culto y oración; en la misma Nicomedia se alzaba una de ellas frente al palacio imperial. El aumento del número de fieles en vísperas de la persecución hacía necesaria la construcción de nuevas y más amplias iglesias, como atestiguan a la vez el pagano Porfirio y el historiador cristiano Eusebio de Cesárea.

 

I. LA REDUCIDA PAZ DE LA IGLESIA

 

Puede hablarse, pues, con justicia de una primera paz de la Iglesia, the minor peace of the Church con ayuda de la cual el cristianismo había podido desarrollar libremente su acción misionera y realizar grandes progresos, tanto en extensión como en profundidad: expansión geográfica, implantación sociológica.

Comenzada en Palestina, es decir, en un punto situado en la frontera oriental del Imperio romano, la evangelización había desbordado rápidamente el suelo bíblico. Fue precisamente en dirección de Mesopotamia, al otro lado del Eufrates, donde la religión cristiana había conocido sus primeros éxitos espectaculares: el pequeño reino vasallo de Edesa u Osroene fue el primer Estado que se hizo oficialmente cristiano, y esto desde la conversión de su rey Abgar IX (179-216).

  Durante el siglo III el cristianismo había llegado a Adiabene, al este del Tigris, y progresado a través de Mesopotamia; pero este país semita, el Irak de hoy, pertenecía políticamente al poderoso Imperio iranio y la propaganda cristiana encontró grandes dificultades, que llegaron a menudo hasta la persecución abierta, a partir del momento en que, con el advenimiento de la dinastía sasánida (224), este gran imperio, que en adelante será siempre para Roma un rival, un desafío, un modelo, une su suerte a la de la religión nacional, el mazdeísmo o religión de Zoroastro. Sospechoso a priori por venir del enemigo hereditario, el cristianismo choca con el suspicaz recelo de esta religión de Estado, religión rival, una religión universalista también, animada igualmente de un impulso misionero, religión poderosa que cuenta con un clero fuertemente jerarquizado bajo la autoridad de un Sacerdote de los Sacerdotes, Mobadhan-Mobadh, pronto a reclamar el apoyo del Estado para reducir a disidentes o rivales, trátese de mazdeos heréticos, de maniqueos o de cristianos.

Es cierto que la deportación a Fars, el antiguo Elam, de cristianos oriundos de Siria con ocasión de la guerra victoriosa que el gran rey Shahpuhr emprende contra el emperador Valeriano (260) pudo facilitar la penetración del Evangelio hasta el corazón del Imperio iranio; pero las dificultades que hemos indicado explican que a finales del siglo III la iglesia cristiana de estos sirios orientales se halle todavía en los comienzos de su organización en torno a la sede episcopal de las “ciudades reales”, las dos ciudades gemelas de Seleucia-Ctesifón (entre Babilonia y Bagdad); durante mucho tiempo necesitarán aún mirar al Occidente y apoyarse, dogmática, canónica y espintualmente, en las iglesias del territorio romano.

Geográficamente el cristianismo es sobre todo un fenómeno mediterráneo. En torno al año 300 prácticamente ha invadido todo el Imperio hasta sus provincias más apartadas: al concilio de Arles (314) asistían tres obispos de Gran Bretaña, entre los que se hallaban los de Londres y York. Pero esta implantación no presenta en todas partes la misma densidad; la red de iglesias organizadas ofrece todavía grandes lagunas en la parte occidental latina del mundo romano. Así, en España, el concilio de Elvira (Granada) celebrado en las proximidades de la gran persecución (300 ó 309) nos hace conocer treinta y tres iglesias: diecinueve representadas por su obispo, catorce por un simple presbítero (o porque actúa como delegado del obispo ausente, o porque se trata de iglesias todavía imperfectamente organizadas). Pero una rápida ojeada al mapa nos hace: ver que esas iglesias están casi todas agrupadas en una sola zona que viene a coincidir con la Andalucía actual. Sólo cinco representan a las restantes regiones de la Península Ibérica. Una situación semejante encontramos en la Galia, aunque en la misma época la evangelización no parece haber hecho aquí un progreso igual; en el concilio de Arles vemos representadas dieciséis iglesias galas, doce en la persona de su obispo; pero más de la mitad pertenecen al Sudeste, la actual Provenza. En cuanto al resto de la Galia, sólo algunas ciudades de las más importantes parecen contar ya con una comunidad plenamente desarrollada Lo mismo sucede con el norte de Italia. Sólo en la Italia peninsular, de Rávena a Nápoles, y en Africa —en el sentido romano de la palabra, es decir, en el Nordeste de Maghreb— las cristiandades presentan una notable densidad: en 250-1. un sínodo romano agrupaba a sesenta obispos italianos en torno al papa Cornelio; por las mismas fechas (256-7), otro sínodo reunía en torno al obispo de Cartago, san Cipriano, a ochenta y siete obispos de Africa.

Considerando las cosas en conjunto, el cristianismo recluta sobre todo a sus fieles en las provincias orientales, desde la Cirenaica a los Balkanes, donde el griego sirve de lengua de cultura. Uno de sus núcleos más vigorosos lo representa Egipto, poderosamente animado por la metrópoli de Alejandría, la más grande ciudad del Imperio después de Roma y cuya autoridad se impone imperiosamente a la multitud de pequeñas iglesias que jalonan el estrecho valle del Nilo desde el Delta hasta la Tebaida. Más que Palestina, destaca también Siria, con su capital Antioquía; ésta, dada su importancia (es la tercera ciudad del Imperio) y su posición central en el corazón mismo de este Oriente desempeñó siempre un papel de primer plano en la historia y la vida cristianas, y eso desde los tiempos de san Pablo; con Asia Menor que, en la época en que nos hallamos, continúa siendo el bastión del cristianismo, el país cristiano por excelencia, la región donde el número de fieles parece haber alcanzado las cifras absolutas más altas (la zona costera del Egeo, el Asia propiamente dicha de la terminología administrativa, es la parte más floreciente y más poblada del mundo romano en el Alto Imperio) y el mayor porcentaje: es quizá aquí y, exceptuando ciertos cantones de Egipto, ciertamente sólo aquí, donde la mayor parte de la población, en ciertas pequeñas aglomeraciones la totalidad, había pasado ya al cristianismo.

No son menos notables los progresos realizados desde el punto de vista sociológico. La fe nueva se ha infiltrado poco a poco a través de los diversos estratos de la población romana. Ha dejado de ser única o principalmente la religión de las clases menesterosas o menos favorecidas por el sistema altaneramente aristocrático de la sociedad imperial: los niños, las mujeres, los esclavos, los pobres. Recuérdense los sarcasmos de Celso, hacia 177-180, contra esta religión de cardadores de lana, zapateros remendones, lavanderas; las cosas han cambiado: hacia 270 Porfirio habla de mujeres nobles y ricas que, obedeciendo a la llamada de la perfección evangélica, entregan todos sus bienes a la Iglesia o a los pobres; en 303 la persecución encontrará al cristianismo instalado entre las clases dirigentes, magistrados, gobernadores de provincia, en Palacio (altos dignatarios de la corte, los chambelanes Doroteo y Gorgonio se contarán entre los primeros mártires), si no había penetrado ya en la misma familia imperial (circulaba el rumor de que la mujer y la hija de Diocleciano, Prisca y Valeria, se habían sentido más o menos atraídas por el cristianismo).

Naturalmente, desde el punto de vista espiritual, no todo es beneficio en estos progresos; la tranquilidad de que goza la Iglesia, privándola del crisol del martirio, mengua la calidad de sus miembros, si consideramos sólo la masa; constatamos, en efecto, numerosas infiltraciones del paganismo en que se mueven, contaminaciones, compromisos. Los cánones disciplinares adoptados por el concilio de Elvira nos ofrecen curiosos testimonios por lo que se refiere a España; no nos hallamos ya en el fervor primero de la Iglesia de los Santos. Se hace necesario fijar una tarifa de penitencia contra la bigamia, el aborto, el adulterio (cinco años de penitencia, poca cosa si se recuerda el escándalo que provocó la mansedumbre del papa Calixto al aceptar la reconciliación de esta categoría de pecadores sin esperar a que se hallasen en peligro de muerte), poner en guardia a los fieles frente a las supersticiones de origen pagano, los juegos de azar, la usura. Constatamos sobre todo que cristianos y paganos se mezclaban unos con otros, se confundían en sus actividades de la vida diaria; se hace necesario recordar la prohibición de los matrimonios mixtos, ordenar a las mujeres cristianas que no presten sus vestidos de fiesta a sus vecinas paganas que se adornan con ellos para honrar a sus dioses; y lo que es más grave, diez años de penitencia a quien suba al Capitolio y participe en un sacrificio.

El caso más importante es el de los magistrados: las funciones y los sacerdocios municipales, que imponían pesadas cargas financieras, se han hecho obligatorios para los que poseen la fortuna requerida (lo mismo comienza a ocurrir en ciertos casos con respecto al servicio militar, lo que da origen a numerosas dificultades de conciencia, por ejemplo, en el caso de hijos de veteranos). El ejercicio de estas funciones lleva aneja normalmente la participación en los cultos paganos, en los juegos, considerados también como actos religiosos y además repulsivos para los cristianos. En realidad, constatamos que se había iniciado, o podía haberse iniciado, toda una serie de soluciones prácticas. Con la connivencia de las autoridades superiores, el magistrado cristiano podía pura y simplemente abstenerse de los sacrificios, o encontrar, pagándolo, un suplente que realizara la función en su nombre; sustituir las luchas de gladiadores y, si era posible, también las carreras de carros por trabajos de utilidad pública; o hacer como todo el mundo y comportarse prácticamente como pagano.

El despertar del día de la persecución fue ciertamente rudo. Pero sería imposible comprender que fue ésta, su virulencia, espasmódica e irregular, y finalmente su fracaso, si no se sitúa el problema cristiano en el marco más general de la evolución política y religiosa de todo el mundo romano.

 

2. EL BAJO IMPERIO : ESTADO TOTALITARIO Y NUEVA RELIGIOSIDAD

 

El Imperio había conocido en el siglo III una crisis terrible en la que estuvo a punto de hundirse (235-285): crisis externa —rivalidad sasánida, presión de las invasiones germánicas en la frontera Rhin-Danubio—, crisis interna, inestabilidad del poder, guerra civil, crisis económica, anarquía. “Los Emperadores del siglo IV, comenzando por Diocleciano.., se impusieron la tarea de salvar al Imperio romano y lo consiguieron; para este fin se sirvieron, con las mejores intenciones, de los medios que tenían a su alcance, a saber, la coerción y la violencia. No se preguntaron un solo instante sí valía la pena salvar al Imperio romano para hacer de él una vasta prisión, para millones de hombres. Así se expresa un historiador de espíritu liberal, y su juicio es demasiado severo; es preciso destacar la prodigiosa eficacia de la solución impuesta por Diocleciano. No conviene olvidar que lo que nosotros llamamos el Bajo Imperio romano o fin de la Antigüedad coincide con la primera época bizantin ; el régimen inaugurado por Diocleciano se prolongará, en una evolución continua y homogénea, hasta la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453.

  Es cierto que, para superar los peligros que lo amenazaban, el mundo romano debió someterse a una disciplina verdaderamente ruda: el nuevo Imperio se nos presenta como un auténtico Estado totalitario en el sentido moderno de la palabra, que se esfuerza por someter, absorbiéndolas y unificándolas, todas las energías de sus súbditos. La autoridad del soberano que pretende ser señor absoluto se ejerce a través de un aparato administrativo sabiamente jerarquizado. Esta burocracia excesiva, el proliferar de los cargos militares, traen como consecuencia un fiscalismo exigente, cuyo peso resulta pronto abrumador, y una economía estrictamente reglamentada que pronto se denuncia excesivamente dirigida. Como todo régimen totalitario, el Bajo Imperio es un Estado policía que hace pesar sobre todos el espectro de la amenaza: no hace falta ser acusado de conspirar, bastará un día cualquier fallo como contribuyente para desencadenar la represión: cárcel, tortura, muerte en suplicios atroces. Finalmente, y esto es lo más importante, el ideal nuevo exalta el carácter carismático del Jefe: una especie de “aureola divina envuelve al príncipe”, elevándolo por encima del común de la humanidad. Desde Augusto siempre había existido un elemento religioso en la estructura del poder imperial; con el nuevo régimen este carácter se afirma todavía más y, por añadidura, cambia de sentido.

Esta transformación de la estructura política tiene lugar, en efecto, en un clima religioso profundamente renovado; a finales del siglo III se ha realizado otra evolución en el plano espiritual. El mundo antiguo entra en lo que con Spengler puede llamarse la segunda, o nueva, religiosidad, es decir, una fase en que, tras la incredulidad al menos relativa y el debilitamiento del espíritu religioso que había caracterizado el período helenístico (y los comienzos del Alto Imperio), el hombre mediterráneo encuentra de nuevo el profundo sentido de lo Sagrado, de un Sagrado que se convierte de nuevo en el elemento central y dominante de su concepción del mundo y de la vida. Pero, comparada con la primera, la del antiguo politeísmo cuyas raíces penetraban en el viejo fondo indo­europeo, esta segunda religiosidad es verdaderamente “nueva” por las características originales que presenta.

El paganismo clásico expresaba su sentido de lo Sagrado mediante la noción neutra de lo Divino, en esta nueva fase la conciencia religiosa se ve invadida por la idea de Dios, un Absoluto, un Trascendente de carácter personal, principio y fin de todas las cosas, objeto de adoración y de amor. Es inútil insistir en las influencias orientales, semitas y especialmente judías, y luego cristianas, que prepararon el triunfo de esta nueva mentalidad religiosa. Pero si la aparición y los progresos del cristianismo se insertan en la historia de esta religiosidad, en las proximidades del año 300 todavía no parece evidente ni demostrado que aquél va a canalizar y absorber todo el contenido de ésta.

El nuevo ideal religioso se expresaba también bajo otras muchas formas rivales, las de diversas religiones orientales difundidas en la sociedad romana, como la de Mitra que combinaba elementos de origen iranio y mesopotámico; la arqueología ha sacado a luz en todos los rincones del mundo romano un gran número (dieciocho sólo en las excavaciones de Ostia) de pequeños santuarios subterráneos donde se reunían los grupos de iniciados, abundantes sobre todo en los ambientes militares. El politeísmo tradicional que desde hacía siglos se hallaba prácticamente vacío de su contenido original encontraba una vida nueva prestándose a una reinterpretación conforme a la mentalidad dominante; así observamos sucesivamente una asimilación por equivalencia (Athena es también la Hécate infernal, la Luna, reina del cielo, la Minerva o incluso la Ceres de los latinos, la Isis de los egipcios...), o una jerarquización subordinacionista (el Sol, como dios visible, intermediario entre los hombres y el Dios supremo del que es una imagen sensible).

  Este es el contexto religioso en que se sitúa la ideología imperial del Bajo Imperio. La historia comparada de las religiones lo confirma: el carácter sagrado que casi universalmente se otorga al soberano está en relación directa con la idea más o menos elevada que ha llegado a formarse de la divinidad misma. Para hacer del rey, ese hombre de carne y de sangre, un “dios”, es preciso no tener del dios una idea demasiado elevada. La aparición del culto al soberano en las monarquías helenísticas y luego en el Alto Imperio romano muestra una vinculación estrecha con una cierta depauperación de la palabra, un debilitamiento de la distinción, tan neta en el primer paganismo, entre lo humano y lo divi­o. La atmósfera se hace muy distinta en el siglo IV: los atributos religiosos reconocidos al emperador lo elevan tanto más por encima de la común humanidad cuanto que Dios, del que aquél es reflejo, es concebido como más radicalmente trascendente. Así se verá cuando, a partir de Constantino y sobre todo de sus hijos, el emperador y con él el Imperio se hagan cristianos: su persona, su poder no serán menos sagrados y este carácter será mucho más acentuado que en tiempo de los emperadores de la Roma-pagana, incluso cuando éstos se llamaban Caligula, Domiciano y Cómodo. Estos podían creerse “dios”, pero sólo se identificaban con los pequeños dioses del Panteón politeísta; aquellos, sin dejar de ser hombres, reflejaban la majestad terrible del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

Pero de momento el paganismo seguía siendo la religión oficial del Imperio. Por muy revolucionaria que resultase su actuación en ciertos dominios, Diocleciano no dejaba de ser, en el plano religioso, un viejo romano fuertemente apegado a la religión tradicional; al expresar el ideal de la soberanía según podía concebirla la mentalidad nueva, recurrirá a términos y formas de ese antiguo fondo religioso. Los santísimos, sacratísimos emperadores, el mismo Diocleciano, el co-regente o segundo Augusto Maximiano que se elige en 285-6, los dos Césares, emperadores adjuntos y futuros sucesores, que vienen a ser sus dobles desde 293, son investidos de su autoridad por el Dios supremo, el Altísimo, Jupiter Exsuperantissimus (el sustantivo es tradicional, el epíteto por el contrario expresa la nueva religiosidad) y reciben con ella, el día de su investidura, un carácter sagrado. No que sean “dioses” propiamente dichos; prefieren llamarse engendrados por los dioses, diis geniti. No se asimilaron, como se hizo en otro tiempo lisa y llanamente, a Júpiter o a Hércules; pero llevan los sobrenombres derivados Jovius, Herculius, y esta derivación expresa el estado de dependencia en que se halla el emperador frente a su patrón y protector celeste.

 

CAPITULO SEGUNDO .- LA ULTIMA PERSECUCION Y LA PAZ DE LA IGLESIA

 

Fácil es comprender que esta adhesión de Diocleciano a las tradiiciones religiosas de la antigua Roma y este apasionado ideaf de cohesión o de unidad que revela toda su política hacían inevitable el choque entre este imperio pagano y la religión cristiana. Son ya muy significativos los considerandos del edicto promulgado el 31 de marzo de 297 contra los maniqueos, religión sospechosa también, como lo había sido el cristianismo, de prácticas criminales, maleficia, y que, por añadidura, podía despertar especiales recelos debido a sus orígenes y su relación con el Oriente iranio; el edicto invoca contra ella, y el argumento podía igualmente ser aplicado de nuevo al cristianismo, su carácter de religión nueva en ruptura con la tradición nacional romana: “Es criminal poner en duda la validez de lo establecido desde tiempos antiguos”

Sin embargo, durante los veinte primeros años del reinado de Diocleciano los cristianos no se habían visto seriamente inquietados; entre 284 y 303 sólo tenemos algunos casos aislados de mártires militares, por otra parte de interpretación delicada: ¿se trata de “objetores de conciencia” fieles al ideal de no-violencia de las primeras generaciones cristianas y víctimas del nuevo sistema de reclutamiento que hace obligatorio el servicio militar? ¿O de una reacción contra la evolución reciente del culto imperial cuyo contenido religioso, bastante vago hasta entonces, se acentúa más e impone a los soldados una participación positiva en el paganismo? Tales incidentes pudieron acarrear una primera medida restrictiva contra los cristianos, su expulsión del ejército (o al menos de sus mandos), de la que nos hablan algunos textos de Eusebio (302?), preludio de la gran persecución.

 

I. LOS EDICTOS DE PERSECUCION Y SU APLICACION

 

Esta persecución, con su carácter sistemático y su amplitud, presenta una innegable aparatosidad teatral: en menos de un año (23 de febrero de 303 — enero/febrero de 304) cuatro edictos sucesivos precisan su severidad. El primero se refería esencialmente a la prohibición del culto: confiscación de los libros y vasos sagrados, destrucción de las iglesias. Pero los cristianos son ya excluidos de las funciones públicas y sometidos a ciertas limitaciones jurídicas. Sin embargo, el emperador se vio pronto impulsado a actuar más directamente contra las personas: el segundo edicto ordena el arresto de los “jefes de las iglesias” (se refería a todos los miembros del clero, incluidos los clérigos inferiores), medida provisoria que condujo naturalmente al tercer edicto: liberación de los encarcelados si consentían en hacer libaciones y sacrificios. Este era el “test” desde Trajano, utilizado para detectar a los cristianos y disculpar a los apóstatas. Las resistencias encontradas explican el cuarto edicto: como en tiempos de Decio, todos los habitantes del Imperio son obligados a sacrificar a los dioses bajo la amenaza de los más duros tormentos, de la muerte, a menudo cruel, o de la deportación a las minas, lo cual no resultaba más benigno que los campos de exterminio imaginados por la barbarie de nuestra propia época.

Como siempre, es difícil determinar los motivos concretos que pudieron inducir a Diocleciano a lanzarse por la senda de semejante política; puede suponerse que fue objeto de presiones por parte de ambientes fanáticos del paganismo; los historiadores contemporáneos, Lactancio o Eusebio, insisten en el papel de su César Galerio. Pero dado el primer paso, la lógica del sistema totalitario basta para explicar el crescendo de la persecución: toda orden emanada del emperador, incluso las arbitrarias o fútiles, encierra en su seno el peso de toda la majestad del poder supremo, y así toda resistencia atenta contra éste y debe ser sofocada como una traición, una impiedad. Poseemos un testimonio característico de este estado de espíritu: el proceso verbal de la investigación realizada en virtud del primer edicto de persecución en la iglesia de Cirta (Constantina, en Africa del Norte) el 19 de mayo de 303. Cuando, no sin moratorias y reticencias, el subdiácono Silvano se decide a entregar al magistrado una cajita y una lámpara, ambas de oro, el secretario municipal le responde con dureza: “Si no las hubieras encontrado, habrías muerto”.

Por su propia gravedad, por la de las reacciones, a veces duraderas, que provocó, la persecución de Diocleciano afectó profundamente a la vida de la Iglesia. La violencia y la duración de esta crisis fueron distintas según las regiones. En la Galia y Bretaña, que se hallaban bajo la autoridad del cesar Constancio Cloro, padre del futuro emperador Constantino, sólo fue aplicado el primer edicto referente a los edificios sagrados, y éste, según parece, con bastante suavidad. Intensa, pero breve (en conjunto menos de dos años) fue la represión en las provincias sometidas directamente al augusto Maximiano: en Italia, donde la Iglesia de Roma estará más de cuatro años sin poder dar un sucesor al papa Marcelino muerto durante la persecución, pero no, parece indudable, a causa de la persecución; en Africa, sobre la que estamos particularmente bien documentados (sabemos, en cambio, pocas cosas ciertas sobre España y el Alto Danubio). No es seguro que los más rigurosos de los cuatro edictos fueran aquí promulgados o al menos sistemáticamente aplicados; el primero bastaba para suministrar víctimas a poco que un magistrado emprendiera su ejecución con cierto rigor o que cristianos exaltados aprovecharan la ocasión para manifestar su celo.

Se cuenta del mártir siciliano Euplous de Catania que se hizo arrestar exhibiéndose ante el palacio del gobernador con el libro de los Evangelios en la mano. Porque todos los casos posibles parecen haberse realizado entre estos mártires voluntarios y los espíritus débiles que por precaución corrieron a la apostasía; aparte los casos de habilidad: el obispo de Cartago, Mensurio, alardeará de haber entregado, el día del registro, dies traditionis, en lugar de las Santas Escrituras, puros y simples libros heréticos.

En Oriente, por el contrario, la persecución fue mucho más severa y se prolongó, con algunos períodos de calma es cierto, hasta la primavera de 313; los soberanos sucesivos que reinaron en Egipto, Siria y Asia Menor persistieron en su creciente hostilidad al cristianismo. A Diocleciano, que abdica en 305, sucede como augusto el pagano Galerio, y el nuevo césar que le asiste, Maximino Daia, es todavía más fanático. Con éste, en los últimos años, la persecución asumirá un carácter más sistemático y recurrirá a métodos de propaganda de un estilo, diríamos, más moderno: organización de manifestaciones “espontáneas”, elección impuesta de las Actas apócrifas de Pilato como texto escolar, un libro lleno de blasfemias contra Jesús.

Como en Occidente, se observan situaciones muy distintas. Hubo paganos transigentes que, para desembarazarse de sus prisioneros, hicieron ofrecer sacrificios a la fuerza a los cristianos recalcitrantes, imponiéndoles silencio; cristianos demasiado prudentes o tibios que salieron del paso con la huida o, como había sucedido en tiempos de Decio, procurándose certificados falsos de haber sacrificado; apóstatas, como siempre por desgracia, en masa; pero también mártires que fueron tratados con todo el rigor sádico de esta nueva edad bárbara, hábil en practicar suplicios refinados: el cuadro preciso que nos presenta Eusebio de Cesarea, testigo ocular, en sus Mártires de Palestina nos revela plenamente el salvajismo de los verdugos y el heroísmo de los mártires. Se ha discutido mucho sobre el número de los mártires; evidentemente no se puede comparar esta persecución con los genocidios modernos y sus millones de víctimas, pero sería injusto reducirla al total obtenido sumando sólo los casos individuales que conocemos por las fuentes narrativas, casos particulares escogidos como especialmente dignos de memoria.

A pesar de su violencia, la represión acabó por perder fuerza: seis días antes de su muerte, el emperador Galerio debería reconocer el fracaso de esta política y promulgar en Nicomedia, el 30 de abril de 311, un edicto de tolerancia, redactado sin duda de muy mala gana (el emperador deplora la obstinación, la locura de los cristianos que, en gran número, se habían negado a volver a la religión de la antigua Roma) y aplicado de peor gana aún por su sucesor Maximino Daia que, antes de que pasaran seis meses, reanudaba la persecución. Esta, como se ha visto, redoblada, pero por poco tiempo: a finales de 312 Maximino Daia volvería a una tolerancia más o menos completa y, más tarde, instauraría la paz religiosa, pero sólo ante las amenazas y luego bajo los golpes que le venían de sus colegas y rivales de Occidente, Constantino y Licinio.

No es este el lugar de exponer en detalle los complicados acontecimientos que caracterizaron en el resto del Imperio los años 306-312. El sistema de sucesión ingeniosamente ideado por Diocleciano funciona sólo una vez (305) para venirse abajo en seguida. Hubo un momento, a comienzos del 310, en que el Imperio contó quizá con siete emperadores, la mayor parte naturalmente considerados por los otros como usurpadores: Constantino, proclamado en 306, después de la muerte de su padre Constancio; su suegro Maximino, que había recuperado dos veces la púrpura depuesta en 305; el hijo de éste, Majencio, dueño realmente de Italia, pero no, por el momento, de Africa, donde se había rebelado Domicio Alejandro; en Iliria (la Yugoslavia actual), Licinio, único que se mantendrá al lado o frente a Constantino hasta 324; en los Balkanes y Asia Menor, Galerio; en Siria y Egipto, Maximino Daia.

Señalemos simplemente que, a diferencia de estos dos últimos, los emperadores “occidentales” tomaron en conjunto una actitud al menos pacífica frente al cristianismo que acabó por ser favorable. Al edicto de tolerancia de Galerio en 311, todavía, como se ha visto, bastante reticente, responde Majencio con un gesto mucho más liberal: no contento con haber concedido definitivamente plena libertad a los cristianos de sus estados (Italia y el Africa reconquistada), hace que les sean restituidos los inmuebles confiscados durante la persecución.

 

2. POLITICA RELIGIOSA DE CONSTANTINO

 

Estaba reservado a Constantino un paso mucho más avanzado en este sentido: su reinado (306-338) vio realizarse el cambio quizá más importante que ha conocido la historia de la Iglesia antes de los que han tenido lugar en los tiempos modernos. El historiador quisiera poder relacionar las decisiones políticas, de un alcance enorme, tomadas por este emperador con su evolución interior y sus convicciones personales. Desgraciadamente es más fácil formular hipótesis a este respecto que establecer hechos precisos y seguros.

Que Constantino, originariamente pagano, de un paganismo abierto y tolerante como el de su.padre, se convirtió al cristianismo, no ofrece ninguna duda. Que esperara la víspera de su muerte para pedir y recibir el bautismo está de acuerdo con una práctica entonces frecuente y se explica por las duras exigencias de su cargo de emperador: para hablar sólo de los crímenes más llamativos, Constantino debió, sucesivamente, asumir la responsabilidad de la muerte de su suegro, de tres cuñados, de su hijo mayor y de su mujer. Con esto sigue intacto el problema de saber a qué fecha se remonta su adhesión a la fe cristiana. ¿Evolución progresiva? ¿Conversión repentina? ¿Cuándo o desde cuándo?

¿Hemos de creer que desde la batalla decisiva del puente Milvio, en que perecería Majencio (12 octubxe 312), el ejército de Constantino lució sobre sus escudos un símbolo cristiano? La anécdota, que progresivamente se enriquecería con elementos de leyenda, se contaba en los medios cristianos de la corte desde los años 318-320, es decir, seis u ocho años después del hecho. Pero nos resulta difícil a nosotros sacar de estos testimonios históricos el núcleo de realidad, de acontecimiento auténtico que puedan contener, por hallarse envuelto en una ganga donde se superponen retórica, idealización de la figura imperial, esfuerzo por traerla a la órbita del cristianismo, gusto de lo maravilloso.

La prudencia aconseja renunciar a la persecución de un objeto que se nos escapa totalmente; más que las convicciones íntimas de Constantino lo que importa a la historia es su política, y ésta no se nos escapa. Cuando el 15 de junio de 313, tras su victoria sobre Maximino Daia que le abre las provincias de Asia, su colega y, por entonces, aliado Licinio, promulga un decreto concediendo en términos particularmente benévolos para los cristianos una plena y total libertad de culto, la restitución inmediata de todos los bienes confiscados, lo hace refiriéndose expresamente a una decisión tomada en común con Constantino a comienzos del mismo año, con ocasión de la entrevista que los reunía en Milán con motivo de la boda de Licinio y Constancia, medio-hermana de Constantino.

Licinio seguía siendo personalmente pagano y, al final de su reinado, en vísperas de la ruptura definitiva y de su eliminación por Constantino, se sentirá movido a tomar medidas con que molestar, si no perseguir abiertamente, a los cristianos sospechosos de profesar demasiada simpatía por su rival.

No cabe duda, en efecto, de que después de su victoria sobre Majencio, Constantino manifestó una simpatía eficaz por el cristianismo. La vemos actuar ya en sus nuevas provincias de Africa desde los primeros meses de este mismo año 313: a las medidas ya generosas que tomará Licinio, Constantino añade favores en beneficio del clero de la Santa Iglesia Católica, distribución de dinero, exenciones fiscales.

Esta política se irá acentuando, con algunos baches, hasta el fin de su reinado. En principio, la tolerancia, la libertad de cultos es la doctrina oficial, pero la balanza no se mantiene equilibrada entre paganismo y cristianismo. Los primeros símbolos cristianos aparecen en las monedas, esos maravillosos medios de propaganda, desde 315; las últimas figuras paganas desaparecen en 323. La Iglesia católica recibe un estatuto jurdico privilegiado: las sentencias del tribunal episcopal, incluso en materia puramente civil, son reconocidas como válidas por el Estado; se concede a las iglesias capacidad sucesoria, lo que les permitirá un incremento de su patrimonio.

Los centros del culto se multiplican. Es, sin duda, entonces cuando se adopta, comúnmente, el tipo arquitectural de la basílica: plano rectangular dividido en naves por series de columnas con un ábside en el fondo; pronto contamos más de cuarenta en Roma. La generosidad del emperador y de su familia (la emperatriz madre, santa Elena, las hermanas de Constantino son cristianas) permite la construcción y la dotación de magníficos edificios, así en Roma las basílicas de Letrán (el palacio contiguo que será la residencia pontifical aparece a la disposición, si no ya como propiedad, del papa desde 314), de San Pedro en el Vaticano, de los Apóstoles (hoy San Sebastián) en la vía Appia, de Santa Inés, etcétera; en Jerusalén, el magnífico conjunto del Santo Sepulcro; la nueva capital, Constantinopla (dedicada en 330), junto a los templos paganos restaurados o nuevos contenía varias iglesias cristianas, entre ellas la de los Doce Apóstoles, en la que Constantino se hará preparar un sepulcro.

La inspiración cristiana se extiende a la legislación e incluso al vocabulario de las constituciones imperiales. Personalidades cristianas llegan por primera vez a los más altos cargos: el Consulado en 323, la Prefectura de Roma en 325, la Prefectura del Pretorio en 329. Al mismo tiempo aparecen las primeras medidas restrictivas contra las prácticas paganas: en 318 son prohibidos los sacrificios privados, la magia y los auspicios en el domicilio de los particulares. Finalmente, y el hecho tiene importancia porque de él dependía el porvenir, Constantino hace educar a sus hijos en el cristianismo. Indudablemente podemos considerar a Constantino, con toda justicia, como el primer emperador cristiano. Es cierto que en la imagen, que la tradición bizantina se formó de él, existe una gran parte de idealización: el santísimo emperador considerado en cierta manera como igual a los apóstoles, el trabajo de la leyenda comenzó desde la generación inmediata a su muerte, con la Vida de Constantino, publicada bajo el nombre de Eusebio, pero, sin duda, compuesta por uno de sus sucesores en la sede de Cesárea. Sin embargo, más que él, fueron sus hijos y herederos quienes se esforzaron por realizar este ideal; así lo constatamos de modo especial en el caso del más joven y el último de ellos, el emperador Constancio II que, en los últimos años de su reinado (353-361) vendrá a reunir, como su padre antes de él, la totalidad del mundo romano bajo su autoridad.

Hemos entrado, pues, en una fase totalmente nueva de la historia del cristianismo: ésta es verdaderamente la Paz de la Iglesia. Todos los obstáculos, fuesen de orden legal o material, que dificultaban hasta entonces la evangelización han quedado removidos; ésta progresa ahora con una eficacia mucho mayor. En todas las regiones del Imperio romano las conversiones se multiplican, llegan a las masas, los medios hasta entonces refractarios; por todas partes se fundan nuevas sedes episcopales; la actividad teológica es intensa. La política imperial que, de mil maneras, tiende a favorecer la religión nueva, el ejemplo mismo que da el emperador, ejemplo particularmente eficaz en un régimen de carácter monárquico tan acusado, todo empuja a la cristianización del Imperio romano en su totalidad.

Este movimiento sólo será detenido o trastornado durante algunos meses, en el reinado del sucesor de Constancio, un sobrino de Constantino, el emperador Juliano el Apóstata (361-363) que, vuelto al paganismo, intenta, naturalmente, hacer que le siga todo el Imperio; paganismo, por otra parte, de un estilo muy original, muy distinto del de la antigua Roma, marcado por la influencia filosófica del neoplatonismo y, sobre todo, de elementos confusos, irracionales que éste tiende a patrocinar cada vez más: ocultismo, teúrgia.

Se trató de un simple episodio sin consecuencias: los emperadores siguientes son de nuevo emperadores cristianos cada días más fervorosos y más convencidos. Si la política prudente de Valentiniano representa un descanso, un esfuerzo de estabilización tras la liquidación de la aventura de Juliano (al asumir el mando en 364 proclama de nuevo la libertad de conciencia igual para todos), su hermano y co-regente Valente, su hijo Graciano y más todavía su sucesor Teodosio el Grande (379-395) continúan la revolución iniciada bajo Constantino y Constancio. El Imperio se hace cada día más un imperio cristiano; el cristianismo, bajo su forma ortodoxa, se convierte prácticamente en religión de Estado. Los herejes son desterrados (381), el paganismo es, finalmente, prohibido y sus templos cerrados o destruidos (391).

 

CAPITULO TERCERO .- LA IGLESIA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO CUARTO

 

Fácilmente se comprende que los contemporáneos, testigos de este gran cambio de la historia, se sintieran como deslumbrados y, en su entusiasmo, vinieran a imaginarse que este Imperio, ya cristiano, debía ser como una imagen del Reino de Dios, en cierta manera materializado sobre ía tierra. En realidad pronto surgirían los problemas. Para medir las dificultades que encontrará su solución es necesario tener presente la estructura de la sociedad y de la mentalidad cristianas del tiempo. Estructura bipolar: de un lado las instituciones propiamente eclesiásticas, de otro el emperador.

 

I. LAS INSTITUCIONES ECLESIASTICAS

 

Llegada a estos años (300-330), la Iglesia, que tiene ya tras sí casi tres siglos de historia, había tenido tiempo de desarrollar su organización; exceptuando el monacato, que se halla todavía en sus comienzos, todas sus instituciones fundamentales están ya en marcha y han alcanzado un estadio de desarrollo próximo a la madurez.

Se ha podido definir el Imperio romano como un mosaico de ciudades dotadas de una cierta autonomía; de igual modo la Iglesia “católica”, es decir, universal aparece repartida en una serie de comunidades locales bajo la autoridad de un obispo: la iglesia episcopal es la unidad básica de todo este conjunto de instituciones.

Se ha llegado a una distinción neta entre la masa de los fieles y el clero, que a su vez se halla fuertemente jerarquizado: obispo, presbíteros, diáconos, subdiáconos, aunque no esté bien marcada aún, al menos a nuestros ojos, la frontera entre los últimos grados de los clérigos menores y los simples empleados de la iglesia; por debajo de los porteros (ostiarios), los enterradores, fossores, copiatae, fueron contados durante mucho tiempo entre los clérigos. Por otra parte las agrupaciones, ordines, de viudas, de vírgenes consagradas, de diaconisas poseen un estatuto que las clasifica aparte de los simples fieles. Finalmente, esta distinción entre clérigos y laicos no impide que los más cultos, los más ricos y más generosos de estos últimos ejerzan una influencia a veces importante en la administración. Veremos, a menudo, deplorar la intervención de mujeres intrigantes, de ricas bienhechoras, sobre todo, en las elecciones episcopales. Porque, en principio, es todavía el pueblo cristiano quien elige a su obispo y así lo será a veces de hecho, aunque en la mayoría de los casos la elección sea realizada por el clero local (tal es el caso de Roma), por los obispos de la provincia o de la región.

Si geográficamente el organismo básico es la iglesia local, urbana (el cristianismo se acomodará, a menudo, al marco de la ciudad, aunque no siempre exista coincidencia), la unidad de la Iglesia no se disuelve en su multiplicidad. Desde el siglo IV se esboza una coordinación que abre el camino a una estructura más compleja y más jerarquizada. Los obispos de una misma provincia romana (la influencia de los esquemas administrativos romanos es evidente) o de una región más vasta tienden a agruparse en torno y bajo la autoridad de un metropolitano que es casi siempre el obispo de la ciudad y de la iglesia principales.

La institución, que comienza entonces, comprende una multitud de variedades regionales. En Egipto, por ejemplo, donde los obispados son muy numerosos y la vida urbana se encuentra poco desarrollada, el episcopado se unifica y está bajo el estrecho control de la autoridad con frecuencia imperiosa de la sede de Alejandría. El Africa latina posee igualmente una cierta unidad de conjunto, pero mucho más abierta; es cierto que el obispo de Cartago goza de cierta preeminencia, pero las distintas provincias conservan su autonomía; así Numidia, cuyos obispos reconocen como jefe o primado no al titular de una sede determinada, sino a su decano, senex, por antigüedad en el episcopado.

La Italia peninsular (al sur de una línea Siena-Arezzo), aunque dividida en tres provincias en la administración civil, desde el punto de vista eclesiástico está unificada; todos sus obispos se hallan igualmente sometidos a la autoridad directa de la sede romana que para ellos desempeña la función de metrópoli común.

Ciertamente la influencia de la Cathedra Petri llega más allá de estos límites y ejerce ya una irradiación universal, pero si su primado de honor no es discutido y se le reconoce una autoridad particular en el plano doctrinal, su poder disciplinar, como jurisdicción de apelación, prácticamente no aparece todavía; será preciso esperar bastantes generaciones para que sea reconocido como uno de los órganos necesarios para el funcionamiento normal de la institución eclesiástica.

 

2. EL EMPERADOR CRISTIANO

 

La frontera entre lo temporal y lo espiritual, lo profano y lo sagrado no se establece entre las instituciones de la Iglesia y las del Imperio; se insinúa de manera a veces dramática en el interior mismo de la personalidad enormemente compleja del emperador cristiano.

Este no es sólo el jefe responsable de la ciudad terrena, del Estado, de esta patria romana en peligro que es preciso esforzarse por salvar, aunque sea al precio que hemos dicho. De generación en generación asistimos al crecimiento de los peligros; la salvación del Imperio exige en todos los planos, demográfico, militar, fiscal, un esfuerzo cada vez más enérgico; de ahí una aspereza creciente, cada día más severidad, más terror. El recluta que se mutilaba para escapar al servicio militar era enrolado, bajo Constantino, a la fuerza para ser utilizado, en los servicios auxiliares; a partir de Valentiniano será condenado a muerte, y a una muerte terrible: quemado a fuego lento, suplicio bárbaro introducido bajo Diocleciano. A partir de Teodosio no son sólo los soldados quienes serán marcados con hierro candente como presidiarios, sino también los obreros de las fábricas del Estado.

A pesar de semejantes violencias, el Imperio no puede captarse el alma entera de todos sus súbditos, porque en una época tan profundamente impregnada de preocupaciones religiosas el hombre no se considera sólo como un ciudadano del Estado, al servicio de una patria terrestre, sino también, y quizá sobre todo, “ciudadano del cielo”, miembro de una sociedad espiritual en cuyo seno encuentra su solución el problema a sus ojos fundamental, el de sus relaciones con Dios.

Ahora bien, el emperador mismo, y en cuanto emperador, no queda al margen de este dominio de realidades espirituales. Los problemas religiosos ocupan demasiado espacio en las preocupaciones de sus súbditos y en su vida diaria para que pueda concebirse siquiera en esta época una política de separación entre Iglesia y Estado; existe una íntima compenetración entre ambos; los mismos interesados serán los primeros, como se verá, en reclamar la intervención del emperador y de sus servicios en sus querellas religiosas.

No se ha de interpretar esta acción como una simple operación de policía cuyo objetivo fuese suprimir los motivos de desorden y restablecer entre los hombres la paz necesaria para el buen funcionamiento de la sociedad. El interés que lleva al emperador a las cuestiones religiosas es mucho más directo, más profundo; también, él participa en el espíritu de la nueva religiosidad. Hemos dicho que al hacerse cristiano el emperador no había perdido nada de su carácter sagrado, ocurre más bien lo contrario.

Unificando bajo su autoridad todo el mundo romano, el mundo civilizado. el poder imperial aparece como una imagen terrestre de la monarquía divina. Manifestación visible de Dios sobre la tierra, verdadera teofonía, el “piadosísimo” emperador, “amado de Dios”, se siente responsable ante éste de la salvación de sus súbditos y no simplemente de su bienestar temporal; se siente llamado a guiar el género humano hacia la verdadera religión que él proclama y enseña. Sus teólogos de corte llegan a atribuirle una especie de poder episcopal que se extiende a todo el Imperio; se trata sólo de una imagen y de recursos de panegírico que no convendrá forzar demasiado. Conviene señalar que el emperador cristiano del siglo IV tiene de sus deberes para con la Iglesia una concepción bastante más amplia que la de un “brazo secular”, en el sentido que tendrá esta expresión en la Edad Media occidental.

El emperador, por ejemplo, no se contenta con facilitar la reunión de concilios y apoyar con su autoridad la realización de sus decisiones. Es él mismo quien toma la iniciativa de convocarlos, quien les escoge los problemas dogmáticos o disciplinares que deberán tratar. Sigue las discusiones, ayuda al triunfo de la mayoría, al establecimiento de la unanimidad; y todo esto le obliga a hacerse una opinión sobre los problemas propiamente eclesiásticos que se discuten, lo cual le lleva fatalmente a tomar parte activa en su elaboración. No pronunciemos demasiado pronto a este respecto la palabra cesaropapismo que supone elaboradas ya nociones extrañas al pensamiento de la época; digamos simplemente que, cristiano, el emperador se considera naturalmente como el jefe del pueblo cristiano, nuevo Moisés, nuevo David, a la cabeza del verdadero Israel, el de la Nueva Alianza.

Lo que hemos dicho define un ideal cuya realización práctica originará pronto dificultades insolubles. Semejante ideal de coordinación entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios, de cooperación entre las instituciones propiamente eclesiásticas y las de un Estado que se considera cristiano, supone que la Iglesia y el Emperador están plenamente de acuerdo en lo esencial, es decir, en el contenido de la fe; apenas deje de ser ortodoxo, el santísimo y piadosísimo emperador se convertirá en un tirano, un perseguidor, un precursor del Anticristo, esbirro de Satán.

Ahora bien, con la paz constantiniana comienza en la historia de la Iglesia un período de violentos debates teológicos en que la misma definición del dogma va a ser tema de discusión; por añadidura se plantearán graves litigios personales relativos a la validez canónica de nombramientos o deposiciones de obispos, de excomuniones. ¿Quién decidirá el derecho? ¿Quién definirá la verdad? No olvidemos que, en la situación en que los hemos encontrado, los organismos interiores de la Iglesia todavía no estaban en condiciones de formular la solución buscada con una claridad y una autoridad suficientes para imponerse a todos los fieles de buena voluntad. Naturalmente los emperadores se verán impulsados a tomar partido, pero su autoridad encontrará resistencias y fracasará más de una vez por obra de convicciones nacidas en una región demasiado profunda del alma religiosa para someterse a una autoridad impuesta desde el exterior.

Desde Gibbon y Hegel se ha descrito a menudo el Bajo Imperio como un periodo agitado en que reina la debilidad, la mezquindad y la falta de carácter. Es cierto que no faltarán ejemplos de servilismo y veremos con excesiva frecuencia amplios sectores de la opinión cristiana, comenzando por el episcopado, que siguen dócilmente, hasta en sus variaciones, la línea teológica adoptada o sostenida por la corte. Pero el siglo IV es también un siglo de fuertes personalidades, de esos hombres de acero que supieron hacer frente a los poderosos de la época y oponer a toda violencia la firmeza de su fe: baste pronunciar aquí el nombre de Atanasio de Alejandría que, a lo largo de su episcopado, logrará un total de diecisiete años y medio de exilio, cinco destierros sucesivos bajo cuatro emperadores.

Epoca de caracteres altivos, pero también de espíritus enteros y de cismas obstinados, porque todas estas resistencias no nos aparecen, retrospectivamente y desde un punto de vista teológico, igualmente justificadas. Pero era conveniente evocar brevemente su presencia para que el lector comprenda la estructura bipolar del Imperio cristiano, según acabamos de analizarlo, fue algo más que un reparto de jurisdicciones entre hombres de Iglesia y hombres de Estado; se trata de algo mucho más complejo y más grave: un verdadero “cisma del alma”, para hablar como Arnold J. Toynbee, que, por encima del plano de las instituciones, penetraba en el de las conciencias que a menudo se nos presentan como escindidas entre dos fidelidades igualmente exigentes, pero contradictorias.

 

3. LOS CISMAS NACIDOS DE LA PERSECUCION : EL DONATISMO

 

El primer problema interior a la Iglesia del que debió ocuparse el emperador Constantino pocos meses después de su victoria sobre Majencio nos permite asistir al desarrollo vivo de la lucha entre estas tendencias. Se trata del cisma africano de los donatistas, la más grave de las crisis locales suscitadas por las consecuencias de la persecución de Diocleciano.

Fenómeno constante: al llegar la persecución, las almas débiles flaquean, para arrepentirse luego una vez desaparecido el peligro. Hemos visto ya cómo sucedió así en tiempos de san Cipriano después de la persecución de Decio. Y se presenta de nuevo después de la más grave que veíamos comenzar en 304-305; en Egipto, por ejemplo, donde desde 306 el obispo Melecio de Lycópolis se enfrenta con el jefe del episcopado egipcio, el futuro mártir, Pedro de Alejandría, entonces encarcelado, cuya actitud frente a los lapsi considera demasiado benigna. Arrestado a su vez y deportado a las minas de Phaeno en Palestina, Melecio continúa allí su agitación, multiplica las ordenaciones y, a su regreso, organiza en Egipto una jerarquía cismática, “la iglesia de los mártires”, frente a la jerarquía católica; todo lo cual trae consecuencias a veces muy graves que vendrán a complicar, interfiriéndose con ellas, las del arrianismo.

El donatismo tiene un punto de partida más limitado, pero sus consecuencias son más graves que las del cisma de Melecio. Esta vez no se trata de lapsi, sino solamente de la suerte de los obispos que habían consentido en la traditio que buscaba el primer edicto de Diocleciano, acusados de traditores, de haber “traicionado” la fe “entregando” los Libros Santos a los magistrados que efectuaron los registros policíacos en las iglesias. Ya el concilio provincial de Numidia, celebrado en Cirta el 5 de marzo de 305, había mostrado con qué encono los obispos africanos se juzgaban y corregían mutuamente (como suele suceder, los más ardientes en acusar a los otros no siempre estaban libres de reproche).

El punto de partida de todo el problema fue la elección en 312 del archidiácono Ceciliano para la sede de Cartago, que despertó la oposición de un partido local, de tendencia más rigorista apoyado por el episcopado númida; en términos bien precisos sus oponentes negaban la, validez de la consagración episcopal de Ceciliano, pues uno de los tres obispos que en ella intervinieron, Félix de Apthungi, era considerado culpable de traditio. Contra Ceciliano fue elegido otro obispo al que poco después sucedió, por traslado desde su primera sede de Casae Nigrae, el grao Donato, hombre enérgico y activo que fue el verdadero organizador de la Iglesia cismática a la que la historia ha dado su nombre.

 

EL CRISTIANISMO EN AFRICA

Los donatistas, en efecto, atribuían tal gravedad al crimen de traditio que el simple hecho de estar en comunión con uno de estos culpables (y, a medida que pasaba el tiempo, de estar en comunión con los herederos de quienes anteriormente habían estado en comunión con estos culpables) bastaba para contraer la misma mancha, para convertirse a su vez en traditor, apóstata, indigno del nombre cristiano. Todos los sacramentos dados o recibidos por los traditores eran considerados nulos : los donatistas rebautizaban a los católicos que, por propia voluntad o por la fuerza, entraban en sus filas. Así el cisma se propagó como mancha de aceite; y no solamente en Cartago, sino también en un gran número de sedes episcopales de Africa se vio alzarse obispo contra obispo, llegando a enfrentarse dos jerarquías paralelas, “la iglesia de los santos” contra la de los traditores, donatistas contra católicos.

Al haber reservado Constantino expresamente a los católicos el beneficio de las subvenciones y exenciones concedidas al clero, los donatistas tomaron la iniciativa —el hecho merece ser destacado— de complicar al emperador en sus diferencias con Ceciliano (15 de abril de 313); sus pretensiones fueron declaradas sin fundamento por las instancias sucesivas ante las que se presentó el conflicto: un sínodo romano celebrado en el palacio de Letrán bajo la presidencia del papa (15 de febrero de 314), un concilio de obispos galos (Arles, 1.° de julio de 314), el tribunal del mismo emperador con sede en Milán (10 de noviembre de 316), informado por investigaciones minuciosas realizadas mientras tanto por sus representantes en Africa (poseemos las actas e informes que tan vivamente revelan la atmósfera de terror policíaco característica del régimen.

Para acabar, oídas ambas partes, Constantino decide poner en la balanza el peso de la autoridad secular y en la primavera de 317 promulga una ley severísima contra los cismáticos, ordenándoles entregar sus iglesias. Se desata una reacción en cadena: seguros de sí mismos, obstinados en sus convicciones, los donatistas se niegan a obedecer, resisten; el ejército interviene, reprime, hay motines violentos, víctimas honradas al punto al igual que los mártires, la obstinación de los cismáticos logra triunfar del poder que el 5 de mayo de 321 se resigna a concederles la tolerancia.

Con este golpe, el partido de Donato se extiende, se fortifica, se afirma con intransigencia. El mismo proceso va a repetirse durante todo el siglo, con la misma alternancia finalmente estéril de represión y de laissez-faire: en 347 Constantino persigue de nuevo a los donatistas; Juliano (361-2), por el contrario, los favorece encontrando útil el expediente de dejar a los cristianos luchar entre sí; Graciano confisca de nuevo sus iglesias (376-7), etc., hasta el episodio final de 411: después de haber cambiado cinco veces de política, el emperador Honorio reúne una gran conferencia contradictoria en que se enfrentan por última vez los dos partidos y en la que san Agustín, en las filas católicas, desempeña un papel de primer orden; una vez más los donatistas ven desestimadas sus demandas y declarados fuera de la ley, pero es demasiado tarde: pronto (429) llegarán los vándalos, cuya invasión señala el fin del Africa romana.

El Africa cristiana gastó sus energías en esta aventura; no sin dolor constatamos la paralización que esto supuso para su expansión misionera. Nos sentimos confundidos ante la amplitud de un incendio provocado por un motivo tan delimitado, ante semejante desbordamiento de fanatismo y de violencias. Como siempre, el historiador quisiera descubrir, más allá del punto de partida ocasional, las causas profundas de un movimiento como éste.

Se las ha buscado a veces en el plano político: ¿No sería el donatismo la expresión de una resistencia nacional contra el dominio colonial de Roma? En realidad, nuestros documentos no denuncian ningún sentimiento nacional bereber y, si entre las filas donatistas aparecen elementos propiamente bereberes, debemos ver en ello más bien un índice de orden social: parece cierto que el cisma arraigó particularmente en las clases más humildes de la sociedad y, por tanto, en las menos profundamente romanizadas.

Sus fuerzas de choque, a las que vemos realizar violencias, a menudo criminales, contra los católicos y especialmente contra el clero, se reclutan entre las bandas de “circumcelliones”, vagabundos sin hogar y quizá más precisamente obreros agrícolas, un proletariado víctima de la evolución económica y del régimen agrario. En su acción existe un elemento revolucionario: los vemos exigir con la amenaza la abolición de las deudas, aterrorizar a los terratenientes, defender a los humillados: una partida de circumcelliones encuentra un día a un rico señor confortablemente sentado en su carruaje, mientras un esclavo corre delante; se detienen, hacen sentarse al esclavo en el sitio del amo y obligan a éste a correr en el sitio del otro.

Pero no se ha de eliminar el aspecto propiamente religioso de esta historia: es normal, en un período de intensa religiosidad, que se expresen y desaten bajo forma religiosa los complejos políticos o sociales. Acaba por crearse una atmósfera doctrinal y una espiritualidad características del donatismo cuyo carácter patológico no pueden dejar de lamentar el teólogo y el psicólogo. La iglesia cismática se creía una “igle­ia de santos”, sin compromisos de ninguna clase con el siglo, trátese del emperador perseguidor o del conjunto de la Iglesia universal comprometida con los traditores. Se daba esta buena fe, característica del espíritu sectario, seguro de tener razón contra todos, de ser soldados de Cristo que luchaban por la buena causa: su iglesia era también la iglesia de los mártires.

La veneración entusiasta y supersticiosa en que envolvían el culto a sus recuerdos y a sus reliquias, esta glorificación y apología del martirio, llevaba a los donatistas a aceptarlo con alegría, a buscarlo, a provocarlo; seguros de participar en la suerte de las gloriosas víctimas de Diocleciano, los fanáticos aprovechaban los choques con la policía o con sus adversarios los católicos, o suscitaban ellos mismos incidentes y a veces llegaban incluso hasta el suicidio: tenemos documentación sobre casos de suicidio colectivo (precipitándose en un barranco o encendiendo una hoguera) que anuncian los excesos análogos llevados a cabo entre los “cismáticos”, los Raskolniki, de la iglesia ortodoxa rusa en el siglo xXVII.

Resulta ciertamente fatigoso recorrer las largas controversias, abrumadoras por su monotonía, sostenidas por los doctores católicos Optato de Mileve (aprox. 365-385) o san Agustín (sobre todo entre 394 y 420) a propósito del caso de Ceciliano, si se nos permite llamar así a la querella donatista, por alusión del caso Dreyfus (en ambos se trata de un hecho histórico ásperamente disputado y a propósito del cual se desencadenan pasiones incontrolables). El movimiento fue pobre en consecuencias doctrinales, aunque con este motivo la Iglesia latina se viera obligada a precisar su doctrina sobre la validez de los sacramentos ex opere operato (cualquiera que sea la indignidad personal del ministro) y sobre todo a recoger y desarrollar su teología de la unidad, nota esencial de la Iglesia, unam sanctam. Pero mientras tanto, en los países orientales había surgido otra contienda, doctrinal ahora en primer término: el arrianismo.

 

CAPITULO CUARTO .- ARRIO Y EL CONCILIO DE NICEA

 

Después de la derrota y la capitulación de Licinio (otoño de 324), Constantino encuentra los ambientes cristianos de Oriente tan violentamente divididos como había encontrado los de Africa en 313. El esquema de actuaciones se repite: el emperador encarga a Osio de Córdoba, su experto en materia eclesiástica, hacer una investigación en Alejandría y Asia Menor como le había encomendado una primera misión de información sobre el donatismo en Cartago; y ante la complejidad del problema deberá recurrir, también, a la convocación de un concilio.

Desde hacía algunos años o algunos meses (318, o solamente julio de 323), un presbítero de Alejandría, quizá un prófugo del cisma de Melecio, Arrio, se había opuesto violentamente a su obispo Alejandro; esta vez el punto en cuestión era de importancia, pues se trataba nada menos que de la teología trinitaria. Los problemas que ésta presenta habían sido ya objeto, como se ha visto, de discusiones apasionadas durante las generaciones precedentes en la iglesia de Alejandría lo mismo que en el resto del mundo cristiano, especialmente en los últimos años del episcopado de Dionisio (260-264-5).

En sus comienzos, el arrianismo presenta el carácter de una discusión interior a la iglesia de Alejandría entre dos tendencias teológicas opuestas, pertenecientes ambas a su tradición y, cosa paradójica, que parecen haber sido representadas una tras otra por este mismo Dionisio. Arrio, a pesar de que por otra parte sabemos que había sido discípulo —o al menos como tal se consideraba— del mártir Luciano, presbítero de Antioquia, parece hacerse eco de la tendencia subordinacionista defendida primeramente por Dionisio de Alejandría en su polémica contra los sabelianos de Cirenaica y por la cual Dionisio había sido severamente censurado por su homónimo el obispo de Roma. Al rectificar, de acuerdo con esta intervención de Roma, su posición, vino a insistir, por el contrario, en la plena igualdad sustancial entre el Padre y el Logos.

En su punto de partida, una herejía es a menudo la polarización vehemente de la mirada en un aspecto auténtico, pero parcial de la revelación que, desarrollada unilateralmente, se deforma pronto y compromete el equilibrio de toda la teología. Arrio parece dominado por una obsesión: salvaguardar en el seno de la Trinidad, la originalidad y los privilegios del Padre, “único NO ENGENDRADO”, pero también (no se distinguía claramente entre los dos participios derivados de engendrar, y de “devenir”, llegar a ser) no “devenido”, no entrado en el ser, único eterno, único que no tiene principio; en una palabra, único verdadero Dios porque, y esto es lo esencial, él es absolutamente el único que es principio de todos los seres. Esta insistencia lleva a Arrio a desvalorizar relativamente al Logos que “no es eterno, coeterno al Padre, increado como éste (literalmente: no engendrado, no “entrado en el ser”), porque del Padre ha recibido la vida y el ser”.

De ahí esas fórmulas que la ortodoxia juzgará blasfemias, como “antes de ser engendrado no existía”. Sin duda Arrio no llega a decir expresamente como le atribuirá la polémica: “Hubo un tiempo en que el Verbo no existía.” Arrio intenta expresar una superioridad ontológica más que una anterioridad cronológica, pero tiene que esforzarse por multiplicar las precauciones, decir que la generación del Verbo se produjo “antes de todos los tiempos, antes de todos los siglos”, precisar que si es verdad que fue “creado” (Prov., 8, 22: el versículo arriano por excelencia), es una creatura divina perfecta de ningún modo comparable con el resto de los seres creados; la tendencia subordinacionista era explícita: el arrianismo no es una invención de sus enemigos.

La reacción no se hizo esperar: en la iglesia de Egipto, tan sólidamente controlada por el obispo de Alejandría, no se atacaba impunemente a la teología profesada por su jefe. Alejandro de Alejandría reunió un concilio de casi cien obispos de Egipto y Libia, que anatematizó los errores de Arrio y lo excomulgó junto con sus partidarios, un pequeño grupo de otros cinco presbíteros, seis diáconos y solamente dos obispos, pertenecientes a la región occidental de Egipto, Theonas de Marmárica y Segundo de Ptolemais en Cirenaica.

La polémica no se limitó a Egipto. Arrio, que no aceptó esta condenación, buscó apoyo en el exterior, en Palestina, como había hecho en otro tiempo Orígenes en un caso semejante junto al sabio Eusebio de Cesárea, apologista y heredero de Orígenes; en el resto de Oriente y en Asia Menor entre sus condiscípulos, formados como él por Luciano de AntioquÍa: poseemos una carta en la que llama en su ayuda a uno de estos “syllukianistas”, Eusebio de Nicomedia, personaje de los más influyentes —el tipo exacto de prelado ambicioso e intrigante del Bajo Imperio (acababa de hacerse trasladar de su primera sede, Beirut, a la de la residencia imperial; después de un segundo traslado acabaría sus días en la nueva capital, Constantinopla, fundada recientemente). A iniciativa suya, los sínodos provinciales de Bitinia y Palestina se opusieron en seguida a la decisión tomada por el de Alejandría y rehabilitaron a Arrio.

Estas iniciativas encuentran a su vez hostilidad, y ahora en su círculo más inmediato: contra el obispo de Cesárea se levanta Macario de Jerusalén; los amigos que Arrio había encontrado en Fenicia y Cilicia se enfrentan también con adversarios: los obispos de Trípoli y, sobre todo, de AntioquÍa, donde hacia 323-4 el gran Eustacio sucede a Filógono; al clan de Bitinia agrupado en torno al otro Eusebio responde en Galacia la actividad pronto sospechosa de Marcelo de Ancira (hoy Ankara). Durante este tiempo, Alejandro no permanece inactivo; comunica y defiende su postura en cartas encíclicas o personales dirigidas a los obispos de los países griegos, a Silvestre de Roma. La agitación se extiende: es fácil comprender que ante una situación que rápidamente se ha hecho tan compleja la idea de un gran concilio se impusiera, en cierto modo, al espíritu de Constantino.

Al ser éste dueño de todo el Imperio, ese imperio que el orgullo romano, despreciando la existencia del rival sasánida, pretendía identificar con el universo civilizado, este concilio será un concilio “mundial” ecuménico —el primero de la historia. Sin embargo, los trescientos obispos reunidos en Nicea, junto a Nicomedia, el 20 de mayo de 325 distan mucho de repartirse de manera homogénea en las diversas provincias; aunque el emperador dio todas las facilidades a los obispos, en particular concediéndoles el privilegio excepcional de la evectio, el derecho a utilizar la posta imperial, los obstáculos materiales explican la desproporción que se constata: más de cien Padres venían de Asia Menor, una treintena de Siria-Fenicia, menos de veinte de Palestina o Egipto; el Occidente latino apenas está representado: los tres o cuatro obispos que asisten podían muy bien encontrarse en la corte imperial por alguna razón personal, como es el caso de Osio de Córdoba; el papa Silvestre delegó en su lugar a dos presbíteros romanos; su ausencia es quizá ocasional, pero creará un precedente: en los concilios ecuménicos posteriores la sede de Roma se hará representar regularmente por legados de esta clase.

Podemos imaginarnos el amplio abanico de las diversas tendencias teológicas que se presentan en escena. En la extrema izquierda el pequeño núcleo de los arrianos de primera hora, respaldado por sus amigos sylluxianistas, agrupados en torno a Eusebio de Nicomedia. Más lejos, una especie de centro izquierda, cuyo portavoz será Eusebio de Cesárea, asocia subordinacionistas moderados de tradición origenista con los que han podido llamarse los conservadores, teólogos inseguros o tímidos (semejante tendencia reaparecerá más de una vez en los concilios posteriores), más preocupados de unidad que de precisión y, por tanto, hostiles a toda fórmula nueva, interesados en mantenerse dentro de las enseñanzas recibidas de la tradición, expresadas en términos estrictamente bíblicos. Más a la derecha vemos los que han sabido desenmascarar el peligro del arrianismo: Alejandro de Alejandría (al que acompaña su diácono y futuro sucesor Atanasio), Osio de Córdoba cuyo papel parece haber sido particularmente activo. Estos son apoyados por una extrema derecha en la que no parecen ver sino un apoyo sin peligro: Eustacio de AntioquÍa y sobre todo Marcelo de Ancira; éste en particular se muestra tan agrestemente antiarriano que su adhesión apasionada y unilateral al viejo principio de la “monarquía” divina le lleva a caer en la herejía opuesta y simétrica; sus enemigos parecen haber visto claro al encontrar en él un modalismo confesado o implícito, el viejo error de Sabelio.

Este análisis no pone en evidencia la importancia relativa de los diferentes partidos. En realidad, se llegó fácilmente a una poderosa mayoría para reprobar los errores de Arrio. Al pasar luego a las reservas de los “conservadores”, el concilio tomó como base la profesión de fe propuesta por Eusebio de Cesárea, pero añadió a este texto, un poco vago, precisiones de una claridad decisiva: no contento con proclamar al Hijo “Dios de Dios, Luz de Luz”, declara expresamente que es “verdadero Dios nacido del verdadero Dios, engendrado y no creado; (homoousios), consustancial al Padre.

La adopción de la palabra homoousios, para mantener la cual se librarán pronto duros combates, señala una fecha memorable en la historia doctrinal del cristianismo. Al introducir así en la profesión de fe un término nuevo de origen no escriturario sino erudito, el concilio de Nicea reconocía la fecundidad del esfuerzo propiamente teológico de elucidación del dato revelado, sancionaba con su autoridad el progreso realizado en la explicación del contenido de la fe; con él la Iglesia se decide resueltamente a entrar en un camino que acabará, en nuestro tiempo, en las “definiciones” solemnes de los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la infalibilidad pontificia y de la Asunción de la Santísima Virgen María.

No obstante su probable incompetencia teológica, el emperador Constantino tuvo, sin duda alguna, intervención en el feliz y rápido resultado de los debates, sea que actuara por persuasión o por intimidación. En todo caso, apoya con todo el peso de su autoridad las conclusiones a que se llega. Sólo dos obispos, los dos primeros asociados de Arrio de que hablamos anteriormente, se niegan a aceptar el “consustancial” y los anatemas que lo comentan; en compañía de Arrio son condenados al destierro; cuando, tres meses después, Eusebio de Nicomedia y dos de sus vecinos quieren retirar su firma, son desterrados a su vez (otoño de 325). El emperador podía considerarse satisfecho: el problema parecía resuelto. Pero no fue así; pronto se reanudaría la contienda.

 

CAPITULO QUINTO .- LAS PERIPECIAS DE LA CRISIS ARRIAN A

 

Muchos obispos orientales habían aceptado la noción de “consustancial” no sin vacilaciones ni reticencia. De uso normal, según parece, en Occidente (Tertuliano habla ya en latín de unidad de sustancia), oficial en Egipto desde la severa amonestación del papa Dionisio a Dionisio de Alejandría, en otras partes despertaba no pocas objeciones. Se le reprochaba su carácter demasiado material, si no materialista (en el lenguaje común el término homoousios se empleaba al hablar de dos objetos, dos monedas, por ejemplo, hechas del mismo metal), el uso sospechoso que habían hecho de él los herejes, comenzando por los gnósticos, y quizá más recientemente Pablo de Samosata, a propósito del cual el uso trinitario de este término habría sido solemnemente reprobado.

Las discusiones violentas que se suscitaron en los medios eclesiásticos a raíz del concilio de Nicea no eran lo más indicado para deshacer estas prevenciones.

Los defensores del homoousios, ya sospechoso para muchos, contribuían a hacerlo parecer inquietante. Cuando Marcelo de Ancira criticó las expresiones de un propagandista, Asterio, de tendencia, si no formalmente arriana, al menos vacilante, Eusebio de Cesárea se sintió escandalizado por la argumentación de Marcelo, contaminada según su opinión de sabelianismo, y le refutó inmediatamente con todo un gran tratado. Pero Eustacio de Antioquia acusó a su vez a Eusebio de corromper la fe de Nicea; Eusebio protestaba de su buena fe y devolvía a Eustacio la acusación de sabeliano. Por doquier todo eran procesos tendenciosos y mutuas acusaciones. ¡Y la confusión no hacía más que comenzar!

Resulta extraordinariamente difícil condensar de manera clara y precisa el relato de las vicisitudes de la crisis arriana en el transcurso del período agitado que se extiende de 325 a 381. La realidad histórica tiene una estructura polifónica y sería necesario poder captar y combinar todos sus distintos aspectos a la vez. Hay que contar con el tiempo y el espacio: las generaciones se suceden y los problemas se transforman. Constataremos una oposición, casi constante, entre el Occidente latino (con Egipto), tranquilamente establecido sobre la definición de Nicea, y el Oriente griego mucho más inseguro, donde se tiene una extrema sensibilidad al peligro sabeliano que los occidentales tardarán veinte años en descubrir. Las ideas y los hombres: cuestiones personales vendrán, con frecuencia, a complicar los problemas de orden doctrinal, y este tiempo, como hemos dicho, es fecundo en personalidades poderosas. Cuando, el 8 de junio de 328, sube Atanasio al trono de Alejandría, el homoousios gana un defensor infatigable, pero su misma energía y, es preciso reconocerlo, la violencia de su carácter le atraerán un sinfín de enemigos y lo llevarán a veces a situaciones difíciles. Existe, finalmente, lo que hemos llamado la estructura bipolar de la sociedad cristiana: por un lado los obispos discuten, los concilios se esfuerzan por definir, pero por otra el emperador interviene para apoyar a los unos, desterrar o hacer deponer a los otros; si el emperador cambia, o cambia de parecer, la vida de la Iglesia se verá inmediatamente afectada.

Así, no habían pasado aún tres años y ya Constantino había cambiado completamente, quizá bajo la influencia de su medio-hermana Constancia, viuda de Licinio. Los arrianos y el mismo Arrio son llamados del destierro, rehabilitados como ortodoxos al precio de confesiones de fe más o menos vagas, más o menos sinceras; Eusebio de Nicomedia recupera su sede; Eusebio de Cesárea no había llegado a salir de la suya. Hasta el fin de su reinado, aunque con algunas vacilaciones, Constantino apoyará a los adversarios de la definición de Nicea.

Para dar a nuestra exposición la mayor claridad posible procuraremos organizaría en función de la historia de las ideas, de la evolución doctrinal; desde este punto de vista se pueden distinguir, a nuestro entender, cuatro fases en el desarrollo de la crisis:

 

I. LA REACCION ANTINICENA EN ORIENTE

 

Después de los anatemas de Nicea rechazando las fórmulas más extremas de Arrio o atribuidas a Arrio, después de la sumisión de éste (que el emperador juzgó suficiente), no quedaba ya ningún problema de este lado del horizonte teológico a los ojos de muchos obispos orientales. Por el contrario, la realidad y la gravedad de la herejía sabeliana tan activamente representada por Marcelo de Ancira les parecía exigir toda vigilancia y poner de manifiesto el equívoco del “consustancial”. Se comprende, pues, que se constituyera un frente común antisabeliano que, reuniendo tendencias sin duda muy distintas, representó pronto una fuerza considerable.

El alma de este frente es Eusebio de Cesárea (los modernos se interesan sobre todo por su obra histórica, verdaderamente preciosa, pero el papel que desempeñó como teólogo no parece digno de menor interés) y luego, a su vuelta del destierro, Eusebio de Nicomedia, el verdadero jefe del partido, hombre de acción, hábil para tramar intrigas, poderoso por su posición en la corte.

Esta coalición, que debía representar desde el comienzo una mayoría, pasó pronto al contraataque y emprendió la eliminación sistemática en todo el Oriente de aquellos para los que la ortodoxia era la definida por la fórmula de Nicea. De Palestina a Tracia, una decena de sedes episcopales vieron depuesto y sustituido su titular, ciertamente no sin dificultades, en una serie de sínodos entre 326 y 335 (a veces resulta difícil fijar la fecha de los acontecimientos, como en el caso de la deposición de Eustacio o de Marcelo); y en el concilio de Tiro-Jerusalén, el “latrocinio” de Tiro (julio-septiembre de 335), esta política alcanza su triunfo deponiendo a Atanasio de Alejandría, sentencia confirmada acto seguido por una orden de destierro emanada del emperador.

Dato interesante: excepto en el caso de Marcelo de Ancira, los procesos instruidos en este ambiente se apoyaban menos en pretextos de orden teológico que en acusaciones o calumnias de carácter estrictamente personal, de orden moral o político. Eustacio fue acusado de adulterio, según testimonio de una prostituta y, lo que es más grave, de haber esparcido rumores poco honrosos sobre el origen de la emperatriz madre Elena; a Atanasio se le imputan las violencias cometidas contra los sectarios de Melecio recalcitrantes (ciertamente había en ello un fondo de verdad, pero se exageraba según las conveniencias de la causa); para decidir a Constantino a una acción enérgica, se creyó oportuno añadir que Atanasio había alardeado de poder impedir que el trigo destinado a Constantinopla saliera de Alejandría. Verdaderas o falsas, en todo caso consideradas como verdaderas, estas acusaciones acreditaban la buena conciencia del partido vencedor: cuando la Iglesia de Roma, afectada a su vez por la contienda (338-339), quiera someter a examen la deposición de sus amigos nicenos, los orientales se negarán a admitir la discusión de sus sentencias que consideran pronunciadas con la más perfecta regularidad.

 

2. EL FRENTE COMUN ANTISABELIANO

 

Así, pues, la victoria del frente antisabeliano había sido total en Oriente y no volvería a ser puesta en duda seriamente durante más de veinte años. Es cierto que la situación nunca fue perfectamente estable y más de una vez sufrió el contraataque de los acontecimientos políticos. La muerte de Constantino (338) y la amnistía temporal que la siguió; la evolución de las relaciones a menudo tensas, momentáneamente conciliatorias (342-346), entre los jóvenes príncipes que se reparten el Imperio: en el Occidente niceno, Constante, niceno también; en Oriente, Constancio II que, si a veces oscilará en búsqueda de una posición de equilibrio, prácticamente permanecerá siempre bajo la influencia de los teólogos arrianizantes.

La reconquista de las provincias latinas usurpadas por Majencio, asesino de Constante, trae consigo la integración del Imperio, de nuevo unificado (351-353), en la posición que se ha hecho ya oficial en Oriente; los concilios se doblegan dócilmente a la voluntad imperial (Arles, 353, Milán 355, Béziers 356); sólo algunos espíritus fuertes resisten a esta humillación servil y se atreven a proclamar su fidelidad a Nicea. Pronto son desterrados; así Lucifer de Cagliari, Hilario de Poitiers, el papa Liberio, el anciano Osio de Córdoba.

Arrio había muerto en 335, Eusebio de Cesárea en 340, Eusebio de Nicomedia a finales de 341. Entra en escena una nueva generación; ahora encontramos, especialmente en Ilírico, otros respresentantes de la herejía subordinacionista: Ursacio de Singiduno y Valente de Mursa, que influyen poderosamente en el espíritu de Constancio sobre todo desde 351; otro representante del sabelianismo, Fotino de Sirmio, al que los occidentales, más clarividentes o más libres frente a él que frente a su maestro Marcelo de Ancira, condenan en 345.

Lo que caracteriza a esta segunda fase es un vano esfuerzo de estabilización doctrinal. Frente al Occidente que sigue fiel a Nicea, los orientales multiplican los intentos por sustituir el símbolo de Nicea por una definición más de acuerdo con sus opiniones; en diez años (341-351) se presentaron por lo menos siete fórmulas diferentes. El hecho de que fuera necesario replantear tantas veces el problema pone de manifiesto que se debatía con una dificultad insuperable. Propiamente hablando estas fórmulas no eran positivamente arrianas; la primera de las cuatro que se relacionan con el concilio de las Encaenias (la “dedicación” de la gran basílica de Antioquia, 341) comienza de manera significativa con las palabras: “Nosotros no pertenecemos al cortejo de Arrio”. Dichas fórmulas no se oponen abiertamente a la ortodoxia definida por Nicea; en la línea de los conservadores de 325 evitan precisar el grado de semejanza entre Dios y el Logos. Sólo se habla con claridad en la condenación de los errores sabelianos.

No existe progreso de una a otra. De este punto de vista merece especial mención la “ekthesis macróstica” (“exposición detallada”) adoptada por otro concilio de Antioquia en 345; comprende unas 1.400 palabras, pero acumula demasiadas imágenes y anatemas, y nos hace girar en torno al problema sin abordarlo nunca de frente. Cada vez se rechazan con mayor energía las fórmulas virulentamente arrianas: “El Hijo sacado de la nada”, “hubo un tiempo en que el Hijo no existía”, pero estas fórmulas ¿habían sido profesadas alguna vez? Por otra parte sólo se ataca al partido niceno a través de exageraciones manifiestas: triteísmo, varios no-engendrados. Al proclamar al Hijo inseparable del Padre, semejante fórmula podría incluso parecer susceptible de una interpretación ortodoxa, a no ser por su silencio, o más bien su deliberada negativa a admitir el término técnico de consustancial, homoousios. Y esto era tolerar o cubrir una u otra forma de subordinacionismo.

 

3. EL EXTREMISMO ANOMEO Y LA VICTORIA DEL HOMEISMO

 

El equívoco dogmático no podía prolongarse indefinidamente. El peligro de la actitud unilateral que hemos visto dominar hasta ahora en Oriente, acaba por revelarse con toda evidencia: el frente común anti-sabeliano se ve obligado a estallar frente a la aparición, en el otro extremo del abanico doctrinal, de una especie de neoarrianismo más radical que jamás lo fuera el del mismo Arrio, el anomeísmo de Aecio y de su discípulo Eunomio.

Podemos situar la aparición de esta doctrina hacia el año 350, cuando Aecio, imprudentemente promovido al diaconado, ocasionó un escándalo en AntioquÍa. Uniendo a la herencia de los viejos syllukianistas, sus maestros, una sólida formación filosófica y especialmente aristotélica, un dominio extraordinario de la argumentación dialéctica y una afición un tanto desordenada a ésta, Aecio adoptaba una posición sin reservas ni matices: identificaba la esencia divina con la noción de no-engrendrado, evidentemente propia al Padre, y de ello resultaba que el Hijo lejos de ser consustancial o incluso semejante aparecía totalmente diferente (anomoios), de donde ha nacido la denominación de anomeísmo. Una posición tan radical (Eunomio no contribuiría a suavizarla) provoca una fuerte reacción y la formación de un tercer partido que a su vez se fragmenta pronto en distintas tendencias frente a la proliferación, mejor diríamos el progreso, del análisis teológico. De acuerdo en rechazar el anomoios, pero ¿hasta dónde llega la semejanza? Un ala de la derecha no vacilará en dar un gran paso adelante. Para ésta, el Verbo es semejante al Padre en todas las cosas, sin alteración, y en particular, por lo que se refiere a la sustancia, es de una sustancia semejante al Padre, (homoiousios). Pero esto ¿no era acercarse peligrosamente, si se exceptúa un matiz imperceptible, al consustancial de Nicea? El animador de estos homeusianos fue Basilio de Ancira (el que había sido elegido en 335 para sustituir a Marcelo: ¡nótese el camino recorrido!); de ellos se separan, en sucesivas etapas, diversos grupos en retirada frente a esta tendencia cada vez más cercana a la ortodoxia de Nicea; siempre más o menos subordinacionistas, se atenían a la fórmula vaga: el Hijo semejante al Padre, (homoios), de donde deriva el nombre de homeos; su jefe será Acacio, discípulo y sucesor de Eusebio de Cesárea.

Al menos por lo que se refiere al período agitado y confuso de los últimos años de Constancio (357-361), si vemos multiplicarse de nuevo los concilios, especialmente junto a la residencia imperial en Sirmio, a orillas del Danubio, las fórmulas sucederse unas a otras y oponerse sus tendencias, esto no se debe sólo a que los partidos se hallan enfrentados en el plano teológico, sino también y sobre todo a que el emperador vacila todavía. En un Oriente así dividido el emperador no puede dejar de tomar partido; todo el problema está en saber por qué teología se va a inclinar.

Durante dos años se ve la aguja oscilar: la fórmula del concilio de Sirmio 357 es netamente subordinacionista (el clan de Ursacio y Valente dirige todavía el juego); Sirmio 358 ve, por el contrario, a Basilio de ANcira salir triunfador (el papa Liberio, rendido por los años de destierro, se resigna a firmar la fórmula de éste que en último término es susceptible de una interpretación ortodoxa); el “Credo fechado”, preparado el año siguiente (22 de mayo de 359), también en Sirmio da un paso más.

Pero el viento iba a cambiar. Las diferentes tendencias se enfrentan violentamente por última vez en el curso de los meses siguientes en el doble concilio de Rímini (para los occidentales) y Seleucia de Isauria (para los orientales); pero la decisión debía ser tomada desde la altura imperial : Constancio se inclina, por fin, al homeísmo de Acacio y un concilio inaugurado en Constan nopla el 1.° de enero de 360 proclama de modo solemne lo que en adelante será considerado como la fe del Imperio; por la persuasión o por la fuerza el episcopado se adhiere, los recalcitrantes, como siempre, son depuestos o desterrados.

Hecho importante que pone fin al período de elaboración doctrinal: el credo homeísta de 360 define lo que puede llamarse el arrianismo histórico según será profesado en adelante por las comunidades o los pueblos hostiles a la ortodoxia católica y al símbolo de Nicea.

Pero la confusión renace pronto con el advenimiento de Juliano el Apóstata que adopta una política de tolerancia ingeniosa y pérfida, como veíamos a propósito del donatismo. Esta amnistía general, en efecto, permite a los partidos eliminados por Constancio rehacer sus fuerzas. Tal es el caso de los anomeos, severamente perseguidos desde 358, y de los ortodoxos: Atanasio reúne en Alejandría, con otros obispos nicenos vueltos como él del destierro, el concilio de los Confesores que intenta, quizá sin moderación, liquidar los restos del período de incertidumbres y de confusión.

A veces la situación era muy compleja; en Antioquia, por ejemplo, la crisis abierta por la deposición de Eustacio debía durar ochenta y cinco años (de 327-330 a 412-415). En 362 alcanza su máximo de complejidad: la cristiandad de Antioquia cuenta en ese momento con cinco comunidades rivales. Tenemos, en primer lugar, los nicenos de estricta observancia, fieles a la memoria de Eustacio y que se constituyen entonces en iglesia separada; su jefe Paulino es consagrado obispo por Lucifer de Cagliari, un ultra del partido niceno que, hostil a toda componenda, acabará cismático en ruptura con Roma.

Viene luego Melecio, sospechoso de arrianismo a los ojos de los anteriores: ¿no fue trasladado a Antioquia durante el invierno de 360-61 por el homeísmo triunfante? Pero se trata de un horneo de derecha, tan tibio frente a la teología imperial que apenas instalado en su sede se hace desterrar por Constancio; pronto lo encontraremos en las filas del partido neo-ortodoxo.

El obispo oficial es su sustituto Euzoio, un arriano auténtico y de la primera hora; siendo todavía un simple diácono había sido excomulgado junto con Arrio por Alejandro de Alejandría. Sin embargo, esto no basta para que pueda hallar gracia a los ojos de los anomeos puros: desde Constantinopla, los jefes del partido Aecio y Eunomio envían a Antioquia su hombre de mayor relieve, el taumaturgo Teófilo el Indio, con la misión de atraer a Euzoio a su causa o, si no lo lograba, ocupar su puesto.

A partir de 362 comienza a manifestarse otra tendencia inspirada por el obispo vecino Apolinar de Laodicea que, rigurosamente niceno en cuanto a la Trinidad, ha elaborado desgraciadamente una doctrina mucho menos segura en el ámbito de la cristología; quince años más tarde, hacia 376-7, esta tendencia tendrá también en Antioquia su obispo propio, Vidal, que instalará su cátedra frente a las otras tres.

Hallamos aquí de nuevo la estructura polifónica del obispo histórico: los problemas doctrinales se entrelazan como las voces de una fuga. La cuestión arriana no ha sido todavía resuelta cuando ya se insinúan otros debates en relación lógica con el primero. Al discutir sobre la plena divinidad del Hijo debía llegarse necesariamente a poner en cuestión la del Espíritu Santo. Así sucede hacia 360 en Egipto (nos consta por la réplica de san Atanasio), en los años 370-380 en Asia Menor donde la herejía pneumatómaca se difunde entre las filas homeusianas, introduciendo otra causa de división entre ellos (el gran Basilio de Cesárea luchará contra este error). Igualmente, según parece, en su polémica contra la cristología truncada de los arrianos lo que lleva a Apolinar a la elaboración de su sistema: en la Encarnación, el Verbo divino desempeña el papel de principio vital que en un hombre ordinario desempeña normalmente el espíritu —lo cual, objetará la ortodoxia, mutila y deja imperfecta la humanidad de Cristo.

 

4. DE VALENTE A TEODOSIO

 

Pero el arrianismo no está todavía vencido. El reinado de Juliano fue, afortunadamente, demasiado breve (361-363) para que diera tiempo a la reacción pagana a realizar estragos profundos. El reinado de Valentiniano (364-375) corresponde a un período de restablecimiento y estabilización. En Occidente, este emperador, personalmente cristiano y niceno, pero poco inclinado a entrar en disputas teológicas, aparece preocupado sobre todo por reunir todas las fuerzas del Imperio frente A los bárbaros; en el plano religioso adopta una actitud pacífica y tolerante; en las provincias latinas donde la ortodoxia nicena es, exceptuando el Ilírico, fuertemente mayoritaria, el emperador deja en su sitio a los obispos homeos impuestos por Constancio.

En Oriente, por el contrario, su hermano Valente, que Valentiniano se asoció al cabo de un mes (364-378), desempeña el papel, como Constancio y por las mismas razones que él, de emperador teólogo, como Constancio, hace suyo el arrianismo mitigado por los homeos según la fórmula definida en Constantinopla en 360, y actúa severamente no sólo contra los anomeos, sino también contra los homeusianos y los seguidores de Nicea. Asistimos de nuevo a una campaña de intimidación, de deposiciones de obispos y de destierros; el anciano Atanasio es expulsado por quinta vez de Alejandría.

Podemos recapitular en un cuadro la carrera agitada de éste que resume toda una época; a pesar de su carácter excepcional, esta carrera no es única; la de Pablo de Constantinopla, otro niceno varias veces depuesto, es de una complejidad casi idéntica (334/6-342/350):

 

atanasio, nacido en 295,

asiste al concilio de Nicea como diácono de Alejandro en 325, consagrado obispo de Alejandría el 8 de junio de 328,

1. er destierro, bajo Constantino, 11 julio 335-22 noviembre 337; estancia en Tréveris,

2. ° destierro, bajo Constancio, 16 abril 339-21 octubre 346; estancia en Roma,

3. er destierro, bajo el mismo, 9 febrero 356-21 febrero 362; en el desierto de Egipto,

4° destierro, bajo Juliano, 24 octubre 362-5 septiembre 363; ibid.,

5.° destierro bajo Valente, 5 octubre 365-31 enero 366; ibid.,

muere el 2 de mayo de 373.

Atanasio muere cargado de años y de gloria, pero ha tomado ya la iniciativa otra generación. Otros habían dirigido y dirigirán la dura lucha contra el anomeísmo. Los problemas han evolucionado, y también los hombres. El acontecimiento decisivo que se produce durante el reinado de Valente es el nacimiento de un nuevo partido que se puede llamar neo-ortodoxo y que avanza al encuentro de los nicenos para acabar fundiéndose con ellos.

No es entre los homeusianos donde reclutará sus adictos; la noción de homoiousios, quizá contradictoria en sí misma como lo señala el filósofo romano recientemente convertido Mario Victorino, era de todos modos un impasse. Nace en el seno de la derecha homeísta (el Hijo perfectamente semejante al Padre en todas las cosas) y a él pertenecen Melecio de Antioquia y especialmente los grandes doctores capadocios, Basilio de Cesárea, valiente abanderado y hombre de acción, su amigo Gregorio de Nacianzo, humanista y excelente escritor, su hermano Gregorio de Nisa, filósofo audaz y místico.

Se puede decir que la plenitud de la fe católica ha totalizado la herencia, igualmente preciosa, de los nicenos, vigilantes frente al subordinacionismo, y de estos neo-ortodoxos que le transmitieron lo que encerraba de valedero el reflejo antisabeliano de los orientales. La reserva manifestada en Oriente durante tanto tiempo frente a los nicenos ya no tenía razón de ser después que éstos habían sabido establecer sus distancias con respecto a Marcelo de Ancira y anatematizado vigorosamente a Fotino de Sirmio. Sólo faltaba convencerlos también de la inocuidad de la teología nueva. Estos neo-ortodoxos eran objeto de cierta sospecha por parte de los amigos más seguros, a los ojos de los latinos, de la fe nicena: Paulino de Antioquia, el rival de Melecio, Pedro de Alejandría, el sucesor de Atanasio, que no dejaban de tratarlos globalmente como arrianos teniendo en cuenta su comprometedor origen.

Era necesario, sobre todo, superar los obstáculos que creaba a la comprensión mutua la diferencia de lenguas (los latinos comienzan desde este momento a no saber muy bien el griego, los griegos jamás habían estado muy fuertes en latín), de clima intelectual, de tradición teológica: con el progreso de la investigación el vocabulario evolucionaba con gran rapidez, palabras tomadas del lenguaje común o del léxico filosófico adquirían paulatinamente en el interior de cada grupo una acepción teológica precisa.

El problema era hacer admitir la convergencia de las dos fórmulas a las que se había llegado por una y otra parte para resumir la doctrina relativa a la Trinidad: una ousía, tres hipóstasis entre nuestros capadocios, una substantia, tres personae para los latinos; la primera parecía a los segundos sospechosa de arrianismo, si no de triteísmo; la segunda a los primeros, de sabelianismo. Dos cartas que san Jerónimo, por entonces solitario en un desierto sirio de la jurisdicción de Antioquia, dirige al papa san Dámaso (376-377) nos hacen sentir qué podían ser estas perplejidades: ¿hay que admitir tres hipóstasis? ¿No es hipóstasis sinónimo de ousía, de sustancia, de naturaleza? Y, por otra parte, ¿a cuál de los tres obispos nicenos que afirman estar en comunión con Roma es preciso seguir?

San Basilio tuvo el mérito de consagrarse incansablemente a la tarea de superar esta incomprensión mutua y promover la obra indispensable de reunión de las iglesias. Instalado en la sede metropolitana de Cesárea de Capadocia en 370, desde el año siguiente lo vemos entablar negociaciones, primero con Atanasio, luego directamente con el papa Dámaso, negociaciones largas y difíciles, ricas en decepciones. Basilio muere el 1.° de enero de 379 sin haber alcanzado su propósito. Pero la situación había madurado y aún no había acabado el año cuando se reunía en Antioquia un concilio de ciento cincuenta y tres obispos de Oriente, entre los que se hallaban todos los animadores del movimiento neo-ortodoxo; el concilio aceptaba la fe de Dámaso y entraba en la línea de la iglesia de Occidente.

La amplitud y la eficacia de este movimiento se vieron por otra parte reforzadas a raíz de los cambios ocurridos en el plano de la autoridad imperial. Valente comenzaba a aflojar su presión en favor del homeísmo cuando pereció en el desastre de Andrinópolis en un vano intento de oponerse a la invasión goda (30 de mayo de 378). Le sucede en Oriente a partir del 19 de enero siguiente el general de origen español Teodosio, cristiano ferviente y, como buen occidental, niceno convencido. En consecuencia imprime un cambio de dirección a la línea de la política religiosa; el 28 de febrero de 380 promulga en Tesalónica un edicto imponiendo a sus súbditos la ortodoxia católica, definida en referencia a la cátedra de Pedro, a su titular Dámaso y a su aliado el obispo de Alejandría.

Como siempre, la voluntad imperial acarrea un séquito de cambios. Así, en Constantinopla, apenas llegado Teodosio arroja de la cátedra episcopal al arriano Demófilo y en su lugar instala al que hasta entonces había sido simplemente jefe de una pequeña comunidad ortodoxa de la capital, Gregorio de Nacianzo. Pero éste no la ocupará mucho tiempo; alma siempre inquieta, demasiado delicada, no resistirá las primeras intrigas promovidas contra él en el curso del concilio convocado por Teodosio para ayudar al restablecimiento de la ortodoxia: era el segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla el año 381.

Pero ésta y el movimiento general de reagrupación en torno a ella no se verán afectados. El mismo 381, antes y después del concilio, y luego, a raíz de una última conferencia contradictoria en que se enfrentan una vez más los representantes de las diversas tendencias, en 383, 384, 391, toda una serie de nuevos edictos de Teodosio expresan la determinación del emperador de sostener con el peso amenazador de su autoridad la unidad religiosa restablecida de acuerdo con la fe de Nicea.

Durante este tiempo la iglesia de Occidente registraba progresos paralelos gracias a la acción de jefes enérgicos, el papa Dámaso (366-384), el obispo de Milán san Ambrosio (374-397), y esto a pesar de una vida política agitada: diversos usurpadores se levantarían contra los hijos y sucesores de Valentiniano; Teodosio deberá intervenir para socorrer o vengar a sus colegas; al final de su reinado reunirá durante algunos meses todo el Imperio bajo su única autoridad (8 septiembre 394-17 enero 395).

En estos países latinos el problema principal que se presentaba a la ortodoxia era el de reducir aquel bastión del arrianismo que se había establecido en el Ilírico desde el destierro de Arrio a esta región y sobre todo desde la época de Ursacio y Valente. A pesar de la protección que le otorgó la emperatriz madre Justina, regente por su hijo Valentiniano II en la corte de Sirmio y luego de Milán (373-383-387), este bastión fue desmantelado poco a poco gracias a la acción perseverante de san Ambrosio, al concilio que reunió, a la influencia que ejerció en especial de 376 a 383 sobre el mayor. Graciano, de los dos emperadores de Occidente; para acabar, la intervención de Teodosio será decisiva: al verse en aprieto por la usurpación de Máximo, Justina y su hijo buscan refugio a su lado; durante la campaña de 388 en que reconquista para ellos y para él el Occidente, Teodosio abroga las medidas de tolerancia promulgadas por Valentiniano II en favor de los arrianos.

Ahora, en Occidente como en Oriente, el arrianismo (para conservar el nombre tradicionalmente aplicado a la secta homeísta) está definitivamente vencido. Los súbditos romanos del Imperio sólo pueden profesarlo en la ilegalidad, si no en la clandestinidad. Paralelamente se dicta una legislación cada vez más severa contra las supervivencias del paganismo; al quedar aniquiladas las últimas posibilidades políticas de éste, el cristianismo, mejor dicho, el catolicismo ortodoxo se convierte al fin del reinado de Teodosio en la religión oficial de todo el mundo romano.

Así acababa la larga crisis abierta por la condenación de Arrio. No debemos subestimar la importancia de su papel en el desarrollo del pensamiento teológico y la formulación del dogma cristiano; el historiador debe también destacar el lugar que ella ocupó en las preocupaciones y la vida diarias de los cristianos del tiempo.

No se ha de imaginar que los teólogos de profesión, los obispos, los concilios fueron los únicos que se ocuparon de la cuestión; este problema doctrinal apasionó a las multitudes: ya Arrio, con fines de propaganda, había resumido su teología en un cántico en versos populares que cantaban, así se nos dice, marineros, molineros y caminantes. Los doctores ortodoxos se verán obligados más de una vez a protestar contra el abuso de las discusiones sobre un misterio tan sagrado como la estructura interior del Ser mismo de Dios, discusiones en que resultaba bien visible que el hombre griego trasladaba al plano cristiano esa afición a la argumentación sutil y apasionada que la larga rivalidad de las escuelas filosóficas le había permitido satisfacer en tiempos del paganismo. No sin ironía Gregorio de Nisa evoca al cambista que, si se le pregunta por el valor de una moneda, responde con una disertación sobre el engendrado y el no-engendrado; entráis en casa del panadero: el Padre, os dice, es mayor que el Hijo; en las termas preguntáis si el baño está preparado: se os replica que el Hijo ha nacido de la nada.

En tono más serio, Gregorio de Nacianzo recuerda a los anomeos, demasiado orgullosos de sus silogismos, que no le es dado a todo el mundo discutir sobre Dios, sino solamente a los que se han hecho capaces de ello progresando mucho en el camino de la perfección. Pero estas pasiones eran profundas; cuando en febrero de 386 la emperatriz Justina exige que una de las basílicas de Milán sea entregada para el culto arriano, san Ambrosio puede apelar a ellas: hace ocupar día y noche el edificio en cuestión por su pueblo fiel, cuyo entusiasmo sabe mantener en buen estilo de multitud. Según nos cuenta san Agustín, presente entonces en Milán y en vísperas de su conversión, fue en esta ocasión cuando san Ambrosio introdujo en la iglesia latina el uso oriental de los himnos y salmos cantados por la multitud.

 

CAPITULO SEXTO .-ORIGENES Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO

 

Por muy enconados que fueran estos debates, por muy grave que fuera su repercusión, no se ha de imaginar que a lo largo de todo el siglo iv la Iglesia cristiana se dejó absorber por este problema de la teología trinitaria. Durante estos mismos años (310-41 o), en efecto, asistimos a otras muchas manifestaciones de la vitalidad de la Iglesia. Y en primer lugar, al surgimiento y rápida expansión de una institución nueva : el monacato.

Hemos de dar ahora un paso atrás y remontarnos a la época de Diocleciano. Si la virginidad consagrada se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, el monacato, institución original que no se ha de confundir con la precedente (más precisamente: no se ha de reducir aquélla a éste), viene, en cierta manera, a realizar el relevo de la persecución, y esto tanto ideológica como cronológicamente.

Mientras la amenaza de las persecuciones conservaba su plena actualidad, era el martirio, gracia suprema, lo que representaba normalmente la meta de la ascensión espiritual de un alma cristiana llamada a la perfección. Pero llega la paz de la Iglesia, y el cristianismo se ve acogido por el siglo, en cierta manera se instala en él y a veces demasiado confortablemente. Piénsese en esos obispos de corte fácilmente deslumbrados por el favor imperial y más bien poco inclinados a revestir el estatuto del nuevo Imperio cristiano de un brillo tomado de los resplandores de la ciudad de Dios escatológica. La avalancha de conversiones a menudo superficiales o interesadas, tanto entre las masas como entre la élite, debía acarrear necesariamente un relajamiento de la tensión espiritual en el interior de la Iglesia.

En estas condiciones se comprende que la huida del mundo apareciese como la condición si no necesaria al menos la más favorable para llegar a la vida perfecta. Es la idea que expresará más tarde, en los ambientes monásticos irlandeses del siglo vi, la curiosa distinción entre el martirio rojo, el martirio sangriento de la persecución, y los martirios blanco o verde a que conduce una vida de renuncia y mortificación.

Soledad, ascesis, contemplación: el monacato cristiano actualiza, por su parte, uno de los tipos ideales más profundamente arraigados en la estructura misma de la naturaleza humana. La historia comparada de las religiones señala formas equivalentes en las civilizaciones más diversas, India, Asia Central, China, quizá también América pre-colombina; por el contrario, había estado ausente hasta entonces —el dato es curioso— del Mediterráneo clásico. Una solución de continuidad separa nuestro monacato de sus antecedentes judíos, esenios de Qumrán, terapeutas de Alejandría descritos o idealizados por Filón; los contactos que se ha pretendido establecer con algunos raros indicios pertenecientes al Egipto ptolemaico se revelan inconsistentes al análisis.

Esta institución aparece en Egipto a finales del siglo III; sus primeros representantes son los solitarios o anacoretas. El estilo de vida que adoptan no es de suyo una innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, en términos modernos “hacer el maquis”, es el recurso común en el Egipto de este tiempo para todos los que tienen fundada razón para huir de la sociedad, criminales, bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos por el fisco, asociales de toda especie: durante la persecución hubo fieles que pudieron recurrir a este expediente (tal fue el caso de los abuelos de san Basilio); el monje lo escoge por motivos de orden espiritual.

 

I. SAN ANTONIO, EL PADRE DE LOS MONJES

 

El monacato hace su entrada en la historia con san Antonio, el “padre de los monjes”, muerto más que centenario en 356 (el desierto asegura la longevidad). Historia e historia literaria son a menudo inseparables; no se puede aislar del hombre mismo la biografía que le consagró el gran san Atanasio. Escrita, sin duda, alrededor de 360, traducida pronto y por dos veces al latín, ejerció una influencia considerable y contribuyó no poco a la difusión del ideal nuevo y a suscitar vocaciones : su lectura interviene en un momento decisivo de la conversión de san Agustín que nos atestigua en sus Confesiones el trastorno que podía suscitar su lectura en él mismo o en algunos de sus contemporáneos.

Cuadro y relato a la vez, esta monografía nos presenta a san Antonio como un labrador egipcio de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo de los intelectuales, recientemente convertidos, que trasladaban al interior del cristianismo la tradición aristocrática de sus maestros paganos, el monacato va a reafirmar, como hará más tarde el franciscanismo en el siglo XIII, esa primacía de las almas sencillas que constituye uno de los aspectos esenciales del mensaje evangélico.

Cristiano de nacimiento y ya piadoso, Antonio se convierte a la vida perfecta hacia los dieciocho o veinte años, un día en que, entrando en la iglesia, oye leer las palabras del señor al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, repártelo a los pobres, ven y sígueme.” El monje es ante todo un cristiano que toma en serio y sigue a la letra los consejos del Evangelio.

Rompiendo todo lazo con el mundo, Antonio se consagra a la vida solitaria. Su larga carrera se divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento más completo. Primeramente se establece en las cercanías inmediatas de su pueblo natal para poder aprovechar los consejos de un anciano más experimentado (este punto es esencial: la vida del solitario es una dura escuela y no se aprende sin maestro), luego, durante casi veinte años, en un fortín abandonado (los romanos habían jalonado de construcciones de este tipo las pistas entre el Nilo y el Mar Rojo), y finalmente se interna todavía más en el desierto.

La vida que lleva aparece al principio como una vida de penitencia y de ascesis cada vez más rigurosas. De esencia muy distinta a la ascesis de los platónicos o de los gnósticos, el ascetismo cristiano tiene su origen en esta observación de la experiencia a que tanto aluden los Padres de la Iglesia —la encontramos formulada casi bajo los mismos términos por la pluma de Clemente de Alejandría y la de san Agustín—: “El que se concede todo lo que está permitido llegará pronto a dejarse llevar y cometer lo que no está permitido”. Naturalmente todo depende del contexto de civilización: los primeros monjes egipcios, rudos campesinos coptos, partían de un nivel de vida tan bajo que su ardor en reprimir la concupiscencia los llevará frecuentemente a excesos para nosotros desconcertantes en la privación de confort, de alimentos y de sueño. De una manera u otra, el problema es llegar al perfecto dominio de las pasiones, lo que el teorizante del desierto, Evagrio el Póntico, intentará designar recurriendo a una palabra desgraciadamente equívoca, apatheia.

Esta ascesis no se limita a un cierto aspecto interior, psicológico; el solitario marcha al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy concretamente con el demonio, sus tentaciones, sus asaltos. De ahí el lugar que ocupan en la Vida de Antonio esas “diabluras” que, tras haber divertido la imaginación de un Breughel, han escandalizado con frecuencia a los lectores modernos, pero cuyo contenido teológico profundo es preciso descubrir más allá de la fábula narrativa.

Trabajo manual, vigilia y oración. “Orad sin cesar”, decía san Pablo; “vigilad y orad”, recomienda el Señor en el Evangelio. El monje, como siempre, toma con toda seriedad estos consejos y quisiera poder realizarlos a la letra, llegar en el límite a una vida semejante a la de los ángeles. De ahí el papel que desempeña en su vida la lectura o más bien el recitado de los Salmos, de las Santas Escrituras (normalmente aprendidas de memoria) repetidas y meditadas sin cesar. La oración se prolonga en contemplación, y ésta a su vez abre el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, en efecto, salvo desviación o exceso, no constituye un fin en sí misma, sino prepara y orienta al hombre entero a una experiencia mística y se subordina a ésta como el medio al fin.

A los ojos de los paganos del siglo IV (por no decir nada de los paganos modernos) el monje aparecía como un loco víctima de la misantropía, olvidado de que el hombre está hecho para la sociedad y la civilización: tales son los términos de que se sirve Juliano el Apóstata. Pero no, el monje sigue siendo un hombre y lleva consigo al desierto toda la humanidad; sigue siendo cristiano y se siente solitario con la Iglesia entera.

Es significativo el hecho de que san Antonio sólo salió del desierto y marchó a Alejandría dos veces en su vida; la primera durante la persecución de Diocleciano para sostener el ánimo de los confesores exponiéndose él mismo al martirio; la segunda en lo más enconado de la polémica arriana para llevar al episcopado el apoyo de su prestigio personal y ayudarle en la defensa de la ortodoxia. Queremos subrayar esta alianza del profetismo y el sacerdocio que encuentra su expresión simbólica en el hecho de que sea el mismo Atanasio, obispo y doctor, quien se sintiese inclinado a hacerse el historiador de san Antonio y el propagandista de la institución monástica.

Conviene igualmente subrayar la importancia de la función propiamente eclesial desempeñada por los monjes y por san Antonio en primer lugar. Vemos a éste internarse en el desierto a la conquista de un objetivo en apariencia puramente personal, su perfección propia, la santidad; pero esta santidad que Dios confirma con la concesión de carismas posee una irradiación propia y actúa sobre los demás cristianos como un polo de atracción y un fermento. Paradoja o efecto transformador, el solitario atrae en masa a los visitantes (encontraremos de nuevo este hecho al hablar de las peregrinaciones) que se llegan a pedirle la ayuda de sus oraciones, la curación de enfermedades del alma y del cuerpos, consejos, un ejemplo. Unos regresan edificados y consolados y entran de nuevo en el siglo; otros, contagiados por el ejemplo, se instalan a su lado y, poniéndose bajo su dirección, se esfuerzan a su vez por imitar su género de vida.

Así, ya en vida de san Antonio y cada vez más después de su muerte, el monacato se extiende por todo el mundo cristiano, enriqueciendo el cuerpo de la Iglesia con una nueva forma de vocación a la santidad; naturalmente se fue operando también una diversificación. Sin rebasar los límites del siglo IV podemos distinguir cuatro variedades de institución monástica, cada una de las cuales corresponde a una etapa de su desarrollo:

 

2. LAS AGRUPACIONES DE ANACORETAS

 

Esta es la forma más antigua y más elemental de organización: los discípulos que vienen a formarse en la escuela de un santo anciano se construyen cada uno su celda en las proximidades de la suya; su número puede llegar a ser más o menos grande; surgen todas las combinaciones posibles entre soledad y vida común: en principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan todos para la oración en común, bien cada día a las horas señaladas (muy pronto se esbozó lo que vino a ser el oficio monástico), bien cada semana para la liturgia solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se trata de los que son juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.

Tal es el sistema que se esboza ya en vida de san Antonio, cuando la insistencia de sus hijos espirituales viene a imponérsele en dos ocasiones a pesar de su deseo de soledad. Desde el Medio Egipto en que había nacido y vivido san Antonio, el movimiento se extiende por todo el Egipto, al sur en la Tebaida, al norte en las orillas del Delta, en estado salvaje debido al abandono, o en sus inmediaciones; la agrupación más célebre (que ha subsistido hasta nuestros días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del Delta.

Fundada hacia 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió, desde 382 hasta su muerte en 309, al curioso personaje que fue Evagrio el Póntico. Lector de san Basilio en Cesárea, diácono de san Gregorio de Nacianzo al que siguió a Constantinopla donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de este doble patronazgo, era un teólogo de ortodoxia dudosa. Discípulo de Orígenes, desarrolla con predilección y exagera hasta la herejía las tendencias más discutibles de su maestro, justificando así las condenaciones postumas de que será objeto este origenismo desde finales de este siglo IV y más tarde en el VI. Su doctrina espiritual, por el contrario, nutrida de toda la experiencia acumulada por los grandes solitarios, posee un valor excepcional y ejercerá una profunda influencia; los intelectuales eran raros en el desierto: la misión histórica de Evagrio fue sistematizar esta enseñanza y elaborarla en un cuerpo de doctrina.

La sabiduría de los monjes de Egipto nos ha sido transmitida también bajo una forma más directa en las sabrosas colecciones de Apophthegmata donde toda una espiritualidad se resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces tres palabras —como este lema del santo abad Arsenio, tan expresivo en el original griego—: “Huye, calla, vive en paz”. O también en esos grandes reportajes en que algunos viajeros nos han conservado las conversaciones que tuvieron con uno u otro de los grandes solitarios. Los tres más célebres son la Historia de los monjes escrita hacia el 400, obra de un autor anónimo cuyo viaje se sitúa en 394­395 y que se difundió en latín por la traducción amplificada de Rufino de Aquilea; la Historia Lausiaca del obispo gálata Paladio (419-420; su estancia en Escitia se remonta a 388-399); las Collationes patrum y De institutes coenobiorum, redactados al fin de su vida en Marsella hacia el año 420 por el monje de origen rumano Juan Casiano y que incorporan los recuerdos de una larga estancia en el Bajo Egipto treinta o cuarenta años antes. Todas estas obras reflejan muy directamente la enseñanza recibida de Evagrio en Escitia, las dos primeras abiertamente, la otra, la de Casiano, con una prudente discreción.

 

3. EL CENOBITISMO PACOMIANO

 

Aunque bien adaptada al temperamento egipcio, esta forma de organización, todavía demasiado laxa, encerraba no pocos peligros, tanto desde el punto de vista espiritual (favoreciendo el individualismo), como desde el material (a partir del momento en que el número de monjes se hacía demasiado elevado). Con san Pacomio aparece otro tipo de monacato que, por reacción, pondrá el acento en la “vida común”, koinos bios —el cenobitismo—. Después de haberse ejercitado durante siete años en la vida solitaria, en 323 funda su primera comunidad en un pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto.

Esta comunidad se desarrolló pronto y recibió de su fundador una estructura sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue la primera regla monástica propiamente dicha, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la disciplina. Cerrado por una valla, el monasterio de Pacomio comprendía, con la capilla y sus dependencias, una serie de casas que albergaban a una veintena de monjes bajo la autoridad de un abad asistido por un adjunto; tres o cuatro casas formaban una tribu, y el conjunto obedecía a un superior que, con su asistente, aseguraba la dirección espiritual de la comunidad y la buena marcha de los servicios generales, necesariamente bien montados (panadería, cocina, enfermería, etc.), para cuyo buen funcionamiento las diversas casas delegaban cada semana el número de monjes necesarios.

Ante el éxito encontrado por su iniciativa, san Pacomio hubo de crear pronto un segundo monasterio del mismo tipo en otro pueblo abandonado de la vecindad, Pebou. Siguieron otras fundaciones; a su muerte, en 346, san Pacomio había establecido nueve conventos de hombres y dos de mujeres, de los que el primero fue fundado hacia 340 cerca de Tabennisi por su propia hermana María. La expansión continuó bajo sus sucesores, extendiéndose por todo Egipto; a finales de siglo encontramos un monasterio pacomiano instalado en las mismas puertas de Alejandría, en Canopos: el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia.

El conjunto de estos conventos formaba una congregación bajo la autoridad de un superior general instalado en Tabennisi y más tarde en Pebou; éste nombraba los superiores de cada monasterio; un capítulo general los reunía en torno a él dos veces al año, en Pascua y el 13 de agosto; en particular debían rendir cuentas entonces de la buena marcha de su monasterio ante el ecónomo general que asistía al superior en la gestión de los asuntos que interesaban al conjunto de la congregación.

La importancia del aspecto económico de esta institución no cesa, en efecto, de crecer a medida que se desarrolla: los monasterios pacomianos llegan a agrupar miles de monjes, decenas de miles quizá. Para la agricultura egipcia constituían una aportación nada despreciable de mano de obra temporal: se les veía salir en cuadrillas al tiempo de la cosecha y extenderse por el valle del Nilo donde, en algunos días, recogían lo suficiente para asegurar durante todo el año la subsistencia de la comunidad y los recursos necesarios para su actividad caritativa.

La obra de san Pacomio aparece animada de un notable espíritu de prudencia y moderación, pero semejante desarrollo numérico fue ciertamente la causa que impulsó después a otros animadores del monacato a insistir en la severidad de su regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la disciplina. Tal fue el caso particular del fogoso Shenute a quien encontramos a la cabeza del monasterio Blanco, siempre en Alto Egip­to, a partir de 388.

 

4. LA COMUNIDAD DE SAN BASILIO

 

Durante toda la Antigüedad cristiana Egipto no cesará de aparecer como la tierra de elección del monacato; sin embargo, éste no quedó confinado en el país del Nilo. Aunque nos sea difícil fechar con exactitud las primeras etapas de esta expansión, pronto vemos la nueva institución difundirse poco a poco por todo el Oriente. En Palestina desde comienzos de siglo con san Hilarión de Gaza; puede situarse hacia 335 la fundación del monasterio de san Epifanio, nombrado en 367 obispo de Salamina en Chipre y que, hasta su muerte en 403, desempeñará en la Iglesia el papel, sin duda necesario aunque ingrato, de exterminador de herejías.

Igualmente en Siria, sobre todo en las regiones más o menos desérticas de las proximidades de Antioquia; luego en Asia Menor donde el iniciador fue Eustacio, promovido hacia 356 para la sede de Sebaste en la Armenia romana, personaje complejo que se vio implicado en las polémicas trinitarias de la época sin hablar de las que suscitó el ardor, a los ojos de algunos indiscretos, de su propaganda ascética. El movimiento acabó por llegar, un poco tarde es cierto, a la misma Constantinopla donde el sirio Isaac fundó en 382 un primer monasterio, el de Dalmato, del nombre de su segundo abad.

Un progreso decisivo fue realizado por san Basilio que hacia 357, apenas recibido el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un viaje de información que lo llevó hasta Egipto, se estableció en una propiedad de la familia de Annési, en las montañas del Ponto. Procuró agrupar en torno suyo a algunos amigos, entre ellos a san Gregorio de Nacianzo; pero no pudo retener mucho tiempo a éste, demasiado instable psicológicamente para fijarse de modo tan radical; no obstante, poco a poco logró reunir una verdadera comunidad que debía servir de modelo a muchas otras.

Si la carrera monástica de san Basilio personalmente fue muy breve (ordenado presbítero para Cesárea de Capadocia se establece allí definitivamente en 365, ascendiendo en 370 al trono metropolitano), su papel histórico no fue menos considerable gracias a su obra de organizador y de legislador: las reglas monásticas que redactó, y cuya irradiación debía de ser muy grande, aportaban efectivamente una concepción en cierto sentido bastante nueva de la institución monástica.

Deliberadamente se ponía el acento ahora en la vida de comunidad, concebida como el marco normal para el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparecía un poco en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo Testamento tan del agrado de los primeros solitarios —la vocación de Abrahán, la ascensión de Elias— san Basilio presenta como ideal el cuadro de la vida de los primeros cristianos de Jerusalén según nos la describen los Hechos de los Apóstoles. De ahí ese insistir en la obediencia, en el deber de renunciar a la voluntad propia, en el confiado abandono en las manos del superior.

 

5. SAN JERONIMO Y LA PROPAGANDA ASCETICA EN EL AMBIENTE ROMANO

 

También al Occidente le llegó su turno. Ya durante su destierro en Tréveris y luego en Roma san Atanasio comenzó a dar a conocer la existencia del monacato; pero es sobre todo el nombre de san Jerónimo el que merece ser subrayado aquí. Después de tres años de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquia (377-377), había venido a instalarse en Roma a la sombra del papa Dámaso. Su propaganda en favor del ideal ascético encontró un éxito extraordinario, especialmente entre un cierto número de mujeres, viudas o vírgenes, pertenecientes a la más alta aristocracia senatorial.

Exito que tuvo su contrapartida: como toda innovación en la vida de la Iglesia, el monacato despertó al hacer su aparición en Roma no pocas reticencias; de ahí las discusiones en que la vena de polemista de san Jerónimo tendrá más de una vez ocasión de ejercitarse (y de la que sabrá aprovecharse la teología cristiana, trátese de mariología, del matrimonio o de la virginidad); de ahí también no pocas tempestades.

San Jerónimo se vio obligado a abandonar Roma en 385; pronto se le unieron varias de sus dirigidas. Tras la obligada peregrinación por Siria y Egipto, san Jerónimo se establece en Belén junto al monasterio fundado bajo la dirección de una de sus discípulas, santa Paula, a la que sucederá su propia hija Eustoquia. Muy cerca, en Jerusalén, se había establecido otra gran dama romana, santa Melania la Antigua, que había fundado igualmente un convento de monjas latinas cuyo capellán era Rufino de Aquilea, cuasi-compatriota y viejo amigo de san Jerónimo; pero éste vendría más tarde a indisponerse lamentablemente con él con ocasión de la polémica origenista despertada por aquel inquieto Epifanio (393-402).

 

6. MONASTERIOS EPISCOPALES DE OCCIDENTE

 

No obstante, el monacato continuaba extendiéndose en Italia (lo encontramos floreciente en torno a san Ambrosio, en Milán), en Africa, en España, en la Galia: hacia 360 san Martín se establece en Ligugé cerca de Poitiers. Este primer monacato latino se alimenta muy directamente de las fuentes orientales: peregrinaciones y visitas a los ascetas de Egipto, traducciones de vidas de monjes, de Apophthegmata y de reglas; san Jerónimo traduce la de Pacomio, Rufino las de Basilio. El monasterio de Lérins que, san Honorato funda hacia 400 en la costa de Provenza es un buen ejemplo de esas comunidades todavía muy cerca de sus modelos egipcios; en gran parte para este ambiente, Juan Casiano, fundador a su vez de dos monasterios en Marsella, escribirá, como hemos visto, sus Recuerdos de Egipto.

Algo muy diferente y mucho más original aparece por primera vez con Eusebio, obispo de Vercelli en el Piamonte, a partir de 345; ardiente defensor de la ortodoxia nicena, será desterrado por ello por el emperador Constancio en 355, y esto le dará ocasión de visitar el Oriente donde entrará en estrecha relación con Evagrio de Antioquía, el segundo traductor de la Vida de san Antonio. Sin dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y agrupó en torno suyo a los miembros de su clero para llevar en comunidad con ellos una vida de tipo ascético.

Otros obispos lo imitarían a su vez; tal fue el caso, en Africa, de san Agustín. Este había abrazado el estado monástico al mismo tiempo que pedía el bautismo, pero la primera comunidad que había agrupado en torno suyo a su regreso a su ciudad natal de Tagaste (388) poseía un carácter más original aún y no lograría subsistir. Era un monasterio de intelectuales donde el trabajo científico y filosófico debía ir a la par con la vida religiosa, realizando así en el plano cristiano el sueño, acariciado ya por Plotino, de una comunidad de pensadores.

Cuando fue llamado a formar parte del clero de Hipona (391), san Agustín renunció sin duda a este hermoso sueño de una vida de soledad y de tranquila meditación, pero no a su vocación ascética. Siendo presbítero reunió junto a sí un cierto número de clérigos; pocos años más tarde (395), consagrado obispo, organizó un monasterio episcopal imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y particularmente el voto de pobreza: algunos de sus sermones nos revelan con qué vigilancia procuraba que fuese rigurosamente respetado.

De modo muy semejante aunque con ligeras diferencias, san Martín, arrancado de la soledad al ser nombrado obispo de Tours (370-1), no había renunciado a la vida que llevaba en Ligugé, tanto para sí como para sus discípulos. Y así reunió también una comunidad bajo su dirección, si no como las precedentes en la misma ciudad episcopal, al menos muy cerca de ella, en Marmoutiers. Como la de Hipona, de la que saldría una docena de obispos, fue ésta un centro de formación eclesiástica que irradió por toda la región. Estas creaciones, que no fueron las únicas (se podría mencionar la acción análoga de san Paulino de Nola en Campania, de san Victricio de Rouen en la Galia del Norte), tuvieron grandes consecuencias para el porvenir, abriendo el camino a las futuras comunidades de canónigos regulares y a esa interpretación, tan característica de la iglesia de Occidente, entre la vida del clero secular y las exigencias del estado monástico.

 

CAPITULO SEPTIMO .- LA EXPANSION DEL CRISTIANISMO FUERA DEL MUNDO ROMANO

 

El monacato, con la gran riqueza y variedad de metas alcanzadas, es un fenómeno interior a la Iglesia. Pero ésta, al mismo tiempo, no olvidaba su vocación de religión universal y su deber misionero. Los años 310-430, en efecto, nos hacen asistir a extraordinarios progresos en el movimiento de evangelización del mundo. No cometamos un anacronismo : no se trata todavía de misión oficialmente organizada, dirigida desde arriba por la autoridad jerárquica (para esto habrá que esperar hasta 596, a san Gregorio Magno y la misión que enviará a los anglosajones); en el siglo IV este movimiento es algo mucho más espontáneo y, podemos decir, más general y más profundo. Como veremos, los éxitos más espectaculares se debieron a iniciativas personales tomadas en circunstancias muy particulares.

A este propósito hay un hermoso texto de Eusebio de Cesárea que merece ser releído y meditado (en su Historia eclesiástica, Eusebio lo inserta en el relato donde habla de los primeros comienzos del siglo segundo, pero debemos ver en él más bien un cuadro idealizado del movimiento misionero según lo que sucedía ante sus ojos en su tiempo, primer tercio del siglo IV): “En aquel tiempo muchos de los cristianos sentían su alma herida por el Verbo divino con un violento amor a la perfección. Comenzaban cumpliendo el consejo del Salvador y distribuían sus bienes a los pobres; luego, dejando su patria, marchaban a realizar la misión de evangelistas, con la ambición de predicar a los que todavía no habían oído la palabra de la fe y de transmitirles los libros de los Evangelios divinos. Se contentaban con poner los cimientos de la fe en cualquier país extranjero, luego nombraban pastores a otros y les confiaban el cuidado de cultivar a los que ellos habían hecho crecer. Después de esto marchaban de nuevo a otras tierras y otras naciones con la gracia y la ayuda de Dios”

Registraremos, en primer lugar, los progresos realizados fuera del Imperio romano.

 

1. EN EL IMPERIO SASANIDA

 

Hemos encontrado ya, sólidamente implantada a comienzos del siglo IV, la primera de estas iglesias exteriores, la de los sirios orientales de la Mesopotamia sasánida. A lo largo del mismo siglo esta cristiandad crece y se desarrolla, a pesar de las condiciones políticas cada día más desfavorables. Mal vistos por parte de la autoridad irania en cuanto que rompen la unidad religiosa de sus súbditos al adoptar una religión de origen extranjero, estos cristianos se hacen todavía más sospechosos a partir del momento en que, con la paz de la Iglesia y la conversión del emperador, el cristianismo aparece en cierta manera como la religión oficial del Imperio romano. Poseemos el texto de una carta de Constantino a su colega del otro lado del Eufrates, el Rey de reyes, encomendando los cristianos a su benevolencia; la autenticidad de este texto no está establecida; tampoco es seguro que Constantino diera un paso en este sentido; pero no había necesidad de ello para que estas comunidades cristianas resultasen a los ojos del soberano sasánida como una quinta columna al servicio de Roma instalada en el corazón del territorio persa.

Ahora bien, este siglo está dominado por el largo reinado de Shahpuhr II (309-379), uno de los reyes más grandes de la dinastía, un soberano típicamente sasánida: acérrimo enemigo de Roma, partidario decidido del mazdeísmo nacional. Durante toda la segunda parte de su reinado, a partir del año 339-340, la minoría cristiana fue objeto por su parte de una persecución violenta, encarnizada. Con ella se buscó sistemáticamente desmantelar la estructura de la Iglesia atacando especialmente a los miembros del clero, a hombres y mujeres que hubieran hecho voto de virginidad: tres titulares sucesivos de la sede episcopal de Seleucia-Ctesifón sufrieron martirio, a raíz de lo cual la sede central hubo de quedar vacante durante casi cuarenta años (348-388 aproximadamente).

Cruelmente diezmada, la iglesia “persa” se apoyó para sobrevivir en las otras comunidades de lengua siriaca desde antiguo establecidas y florecientes en los distritos de la Alta Mesopotamia sometidos a la autoridad romana (desde 297 y las victorias de Galerio, la frontera del Imperio había avanzado hasta el otro lado del Tigris). Conviene señalar el papel particularmente fecundo que desempeñó la Escuela de los Persas establecida primero en Nisibe y replegada desde 363 a Edesa tras el desastre sufrido por Juliano el Apóstata, escuela famosa especialmente por la enseñanza del gran doctor san Efrén (aprox. 306-373).

Se trata de una creación original que reunía los caracteres de un seminario eclesiástico y de una universidad cristiana. En el Imperio romano el cristianismo se había en cierta manera insertado en el árbol vigoroso de la cultura clásica y utilizaba los servicios de las escuelas profanas, griega o latina, únicas que existían; en esta Mesopotamia semita vemos aparecer por primera vez un tipo de enseñanza superior organizada en función de las necesidades de la vida de la Iglesia y que, dada en la lengua del país, viene a favorecer el desarrollo de una cultura nacional.

Pasada la tormenta, un obispo de esta región fronteriza, Márutá, de Maipherqat, dirigió la reconstitución de la iglesia persa: miembro de varias embajadas ante el cuarto sucesor de Shahpuhr II, Yezdegerd I (399­420), encontró la mejor acogida por parte de éste que, preocupado, sin duda, por la lucha contra las usurpaciones del clero mazdeísta, adoptó resueltamente una política de tolerancia frente a sus súbditos cristianos. Márutá pudo así reunir en Seleucia, en 410, un concilio de unos cuarenta obispos que adoptó solemnemente las decisiones dogmáticas y disciplinares del concilio de Nicea, estrechando así su comunión con la iglesia de los “Padres occidentales”; por otra parte estableció orden y jerarquía en toda la iglesia persa: una iglesia por parroquia, un obispo por diócesis, un metropolitano por provincia; a la cabeza del conjunto, el “gran metropolitano y jefe de los obispos”, el de Seleucia-Ctesifón (no recibirá el título de katholikos hasta algo más tarde, hacia 421-456). Así reconstituida, la iglesia del Imperio persa pudo prepararse para hacer frente a las nuevas persecuciones que le reservaba el siglo V, y, entre tanto, proseguir su actividad misionera: ya en 410 nos consta que había instalado obispos en puntos tan remotos como las islas Bahrein en el golfo Pérsico y el Khorassan, en dirección del Asia Central; se sabe que este esfuerzo se extendería a través de todo el continente asiático para penetrar finalmente en China en el siglo VII.

 

2. ARMENIA

 

Desde comienzos del siglo IV una segunda iglesia exterior empezó a desarrollarse al norte de la precedente: la de Armenia. Manzana de discordia entre los dos grandes imperios, Roma y el Irán, Armenia no cesó en el curso de los siglos de pasar bajo la influencia, el protectorado de uno o de otro. Su conversión al cristianismo merece ser evocada con cierto detenimiento porque presenta varios rasgos característicos que volveremos a encontrar en otras partes: es la obra de un hombre, un gran hombre, san Gregorio el Iluminador.

De noble nacimiento, emparentado con la antigua familia real, fue desterrado, bautizado, formado en la vida cristiana en país romano, en Cesárea de Capadocia, adonde volvería más tarde para recibir las sagradas órdenes. De regreso en Armenia, logró convertir al rey Tirídates (el acontecimiento se sitúa de manera imprecisa hacia 280 ó 290); a partir del rey y de la aristocracia, la religión nueva se extendió rápidamente por toda la nación; el clero pagano, en un principio hostil, vino a convertirse en bloque, conservando su rica dotación territorial. La iglesia armenia fue también sólidamente organizada en torno a una sede central que ocupó naturalmente san Gregorio, y después de él su dinastía (esta iglesia no adoptó el celibato, ni siquiera para los obispos).

Una conversión tan rápida no podía estar libre de inconvenientes. Tuvieron lugar algunos intentos de vuelta al paganismo, conflictos entre el soberano y el katholikos, y esto por razones tanto morales como políticas: si la adopción del cristianismo había parecido a Tirídates un medio de establecer distancias frente al monarca sasánida, en otros momentos se pudo temer que así podría caerse en una dependencia demasiado estrecha frente al emperador, también cristiano, de Constantinopla. Pero a medida que avanzamos en el siglo IV la vida cristiana penetra más profundamente en el pueblo armenio; estos progresos se debieron en particular a la acción perseverante de los grandes obispos Nerses (364-374) y Shahak (390-420-439) que llevaron a su madurez la obra inaugurada por su bisabuelo y tatarabuelo san Gregorio.

El primero reúne en 365, en su residencia de Ashtishat, un primer concilio nacional que da a esta joven iglesia las reglas disciplinares que necesitaba. Durante el pontificado del segundo, en los primeros años del siglo V, el sabio Meshrop dota a la lengua armenia de un alfabeto original, hace de ella una lengua de cultura, cultura nacional, pero ante todo cultura cristiana, traduce al armenio la Sagrada Escritura, comentarios y tratados patrísticos, y especialmente la liturgia. Así, entre la nación armenia y su iglesia se logra una síntesis que, a través de los siglos, resistirá a todos los asaltos: el hecho podrá comprobarse perfectamente cuando, a partir de 450, el rey persa Yezdegerd II quiera, en la línea de sus grandes predecesores Shahpuhr I y II, trabajar por la expansión del mazdeísmo e intente en vano atraerse a Armenia.

 

3- LOS PAISES DEL CAUCASO

 

Se ve cómo en estas iglesias orientales la evangelización va unida a una evolución cultural y a una promoción de las lenguas y del espíritu nacionales. Cuando, avanzando hacia el nordeste de Armenia, el cristianismo llega a la Albania del Cáucaso (el Azerbaidján de hoy), el mismo Meshrop vuelve a elaborar otro alfabeto para que se pueda escribir en la lengua local y utilizar ésta en el servicio de la Iglesia.

Volvemos a encontrar los mismos fenómenos en otro foco de cristianización aparecido de forma independiente, esta vez al noroeste de Armenia, en el seno de un pueblo que los antiguos llamaban los iberos, la Georgia de nuestros días; como Armenia, no cesó de verse disputado por la influencia o el protectorado bien de los romanos (297, 370), bien de los reyes sasánidas (363, 378).

Esta vez la conversión fue obra de una mujer. No es seguro que la historia haya conservado su nombre; se la venera bajo los de santa Nino, es decir —probablemente— “la monja”, o simplemente Christiana, “la Cristiana”. Era una esclava, caída en manos de aquellos bárbaros durante una razzia en territorio romano, que se impuso a la familia real de Georgia por la irradiación de su piedad y las curaciones que obtenía con sus oraciones. Una vez convertido el rey Mirian (el hecho tiene lugar sin duda hacia 330), la conversión del pueblo siguió normalmente; se pide a Constantinopla un obispo y sacerdotes, se organiza una iglesia, que pronto se hace autónoma. Aquí también es creado totalmente o adaptado de una escritura anterior un alfabeto especial, el khutsuri; sirve para fijar por escrito la lengua georgiana; se crea una literatura nacional cristiana que comienza, naturalmente, por la traducción de los libros santos y de los textos litúrgicos.

 

4. LOS PAISES ARABES

 

Podemos hablar también de una cierta penetración del Evangelio entre las tribus nómadas de la franja desértica en la frontera del Imperio romano que gravitaban más o menos en la órbita de éste. Con frecuencia es el prestigio de algún santo monje que vive solitario en aquellos parajes lo que da lugar a la conversión de esta o aquella tribu; así se cuenta de los sarracenos de la reina Mauwia y de su obispo el monje Moisés para el que fue creada, hacia el año 374, la sede de Farán en la península del Sinaí. Pero estas conversiones no llegan a ser numerosas y no dieron origen aquí a verdaderas iglesias nacionales.

La difusión del cristianismo fue todavía más esporádica en la Arabia propiamente dicha. Los mercaderes romanos que visitaban los puertos del Mar Rojo pudieron hacer algunos prosélitos, pero la embajada enviada hacia 350 por el emperador Constancio al rey de los himyaritas (en el Yemen actual) para conseguir que favoreciera a la misión cristiana no parece haber dado mucho fruto.

Desearíamos conocer mejor la personalidad del embajador escogido por Constancio, Teófilo el Indio, un curioso personaje originario de alguna isla lejana que desgraciadamente nos es imposible situar con precisión: ¿Mar Rojo, Océano Indico? Enviado, siendo todavía muy joven, como rehén al emperador Constantino, había sido educado en país romano, convertido al cristianismo, promovido al diaconado por Eusebio de Nicomedia y más tarde al episcopado por los miembros de su partido. Se había adherido a la forma más virulenta del arrianismo, la de los anomeos, que le dispensaban un gran honor y lo veneraban como taumaturgo. Con motivo de su misión a la Arabia del Sur había visitado su isla natal y otras regiones costeras del Océano Indico donde se dice que encontró cristianos de más o menos estricta observancia. Pero todo esto resulta muy difícil de precisar.

 

5. ETIOPIA

 

Mientras tanto había nacido ya, al sur del Mar Rojo, otra iglesia, otra nación cristiana, la de Abisinia. Se trata de uno de los éxitos más paradójicos y más fecundos del apostolado del siglo IV. Dos jóvenes oriundos de Tiro, Fenicia, Frumencio y Edesio, que habían acompañado a su preceptor en un viaje de exploración, fueron los únicos que sobrevivieron a la matanza de su tripulación por los indígenas de la costa de Somalia. Reducidos a esclavitud, vinieron a parar en la corte del soberano de Etiopía que tenía entonces por capital Axum, donde no tardaron en ocupar puestos de confianza, el primero como secretario y el segundo como copero. Su favor creció más aún con la muerte del rey; la reina les confió la educación de su o de sus hijos. Los jóvenes aprovecharon esta ocasión para difundir en torno suyo la fe cristiana. Habiendo obtenido de su discípulo, el rey Ezáná, permiso para volver a su país, Frumencio marchó a poner al corriente al obispo de Alejandría, entonces san Atanasio, de las perspectivas de evangelización que ofrecía el reino de Axum y le instó que enviara un obispo. Atanasio no pudo encontrar mejor candidato que el mismo Frumencio (el acontecimiento es difícil de situar con exactitud en la carrera de Atanasio, entre 328 y 356). 

Puede suponerse que una vez de regreso en el país como obispo, Frumencio vio acentuarse el éxito de su misión, pero una profunda oscuridad envuelve la historia de los primeros pasos de la iglesia abisinia. Parece cierto que el rey Ezáná acabó por superar el estadio de una benévola tolerancia hacia el cristianismo y se convirtió; pero es posible que algunos de sus sucesores volvieran al paganismo y sólo más tarde, en el siglo V, puede considerarse la conversión oficial del pueblo etiópico como definitivamente adquirida.

Igualmente, aunque desde la primera mitad del siglo IV la lengua nacional, el ge’ez, adopta una escritura derivada de un alfabeto sud-arábigo —escritura particularmente precisa, pues es la única escritura alfabética semítica que nota completamente las vocales—, sólo después de varias generaciones, como en Armenia, se realiza el trabajo de traducción y de redacción que debía dotar a la iglesia etiópica, como a las otras iglesias orientales, de una versión propia de las Escrituras, de una liturgia y de una literatura cristianas.

Ordenado por san Atanasio, Frumencio había establecido sólidamente su iglesia en la más estricta ortodoxia nicena; el emperador Constancio intentará, pero en vano, llevarla a la tendencia arrianista que entonces hacía él triunfar en el Imperio. La gestión diplomática planeada en este sentido fue quizá uno de los objetivos de la misión de Teófilo el Indio que se situaría así durante el año 356-7. El arrianismo tendría más éxito en otros círculos.

 

6. LOS GERMANOS Y WULFILA

 

Los movimientos de pueblos que culminaron en las grandes invasiones habían hecho que un grupo de tribus germánicas, los godos, se instalaran a partir del siglo in en las llanuras que bordean al Mar Negro, entre el Danubio y el Dnieper. Su evangelización fue iniciada a partir de bases cristianas en Crimea o Dobrogea, pero también aquí los resultados más decisivos se deben a la iniciativa de un hombre, Wulfila, cuyo destino presenta numerosos rasgos comunes con el de los grandes misioneros que acabamos de evocar.

Era el hijo menor de unos cristianos oriundos de Capadocia capturados por los godos en su incursión por Asia Menor en 257-8 y llevados cautivos al otro lado del Danubio. Después de dos generaciones, Wulfila (su nombre germánico es característico, pudiéramos tener aquí una mezcla de sangre) conocía perfectamente la lengua y las costumbres del pueblo godo sin haber olvidado ni el griego ni el latín, ni sobre todo el cristianismo. Desempeñaba las funciones eclesiásticas de lector y sin duda había comenzado ya su apostolado cuando una embajada enviada a territorio romano le facilitó ocasión de entrar en contacto con las autoridades de la Iglesia. Pero era en tiempo de Constancio, en 341, en el momento del concilio de las Encaenies, cuando triunfaba en Oriente la reacción antinicena. Ordenado obispo por Eusebio de Nicomedia, se adhirió naturalmente a la tendencia teológica entonces dominante; muerto, al parecer, en 383 sin haber podido ser reintegrado a la ortodoxia bajo la influencia de Teodosio, Wulfila y la iglesia fundada por él profesaron siempre el arrianismo, en el sentido definido por el concilio homeísta de Constantinopla en 360, al que por otra parte había asistido Wulfila.

Vuelto a territorio godo, Wulfila desarrolló una intensa y fecunda actividad misionera; adoptó un método análogo a los que acabamos de constatar casi en todas partes: los caracteres rúnicos que poseían ya los germanos, pero de los que sólo hacían un uso limitado, sobre todo mágico, son sustituidos por Wulfila por un alfabeto más preciso. De él se sirvió para transcribir la traducción que preparó de la mayor parte de los libros santos; han sobrevivido restos importantes de esta biblia gótica, monumento insigne de la lengua germánica. Wulfila acaba su carrera en la antigua provincia romana de Misia, al sur del Danubio, donde se había retirado bien para huir de una de las persecuciones que intentaron, aunque en vano, detener los progresos de la religión cristiana entre los godos, bien para acompañar la instalación de una fracción de ellos en territorio romano. Como se sabe, empujados por la presión creciente de los hunos, los visigodos, seguidos más tarde de los ostrogodos, hicieron irrupción en territorio romano para instalarse, primero en el norte de los Balkanes y luego en Iliria, esperando avanzar más hacia Occidente.

Como se recordará, el arrianismo había echado raíces profundas en el Ilírico desde los tiempos del mismo Arrio, de Ursacio y de Valente; parece cierto que las iglesias nacidas por la predicación de Wulfila encontraron aquí los elementos intelectuales que les permitieron consolidar su tradición doctrinal.

Conservamos, en efecto, pocos indicios de una literatura cristiana en lengua germánica (fragmentos de un comentario a san Juan y de un calendario litúrgico); por el contrario, es mucho más considerable y por otra parte de gran interés la obra de los obispos arrianos de expresión latina, discípulos o sucesores de Wulfilu como Auxencio de Durostorum, Paladio de Ratiaria (dos ciudades situadas en la frontera del Danubio), o aquel Maximino que tuvo el honor de oponerse a san Ambrosio en Milán, y más tarde, en Africa, a san Agustín.

Poco a poco el movimiento de conversión se extendió y el cristianismo, una vez más bajo la forma homeísta, se convirtió, por así decirlo, en la religión nacional de la mayoría de los pueblos germánicos, y esto no sólo de los que habitaron durante más o menos tiempo en el crisol de las llanuras del Bajo Danubio, sino también de otros que estuvieron siempre bastante lejos de este foco original como los vándalos, una de cuyas ramas, la de los silingos, se había establecido en el país que todavía conserva su nombre, Silesia, antes de ponerse en marcha en dirección de la frontera del Rhin.

De todos los pueblos que debían sucesivamente invadir y conquistar las provincias occidentales del Imperio romano, sólo los francos y una parte de los lombardos habían escapado a este movimiento. El carácter herético de la profesión de fe trinitaria de estas iglesias germánicas no debe hacernos olvidar la sinceridad y la profundidad con que ellas vivieron su cristianismo. La adhesión de estos pueblos a su religión nacional será también, como veremos, causa de grandes dificultades y conflictos con sus súbditos católicos en los reinos creados por ellos en el antiguo territorio del Imperio.

Puede apreciarse, pues, la irradiación del cristianismo durante el siglo IV: del Rhin al Cáucaso, del Mar Caspio a Etiopía, un inmenso arco de iglesias y de cristiandades nuevas se despliega más allá de los países mediterráneos y jalona el avance de la evangelización del mundo.

 

CAPITULO OCTAVO .- LOS PROGRESOS DEL CRISTIANISMO EN EL INTERIOR DEL IMPERIO

 

Los progresos no fueron menos importantes en el interior del Imperio romano. Desde Lactancio o Eusebio hasta san Agustín, durante todo el siglo IV se manifiesta un sentimiento de alegría triunfante: por todas partes el paganismo retrocede, la fe de Cristo se convierte, prácticamente se ha convertido ya, en la religión de todo el mundo romano. Pronto no quedará más que un puñado de irreductibles; para acabar de convencerlos, una teología de la historia un poco prematura recurre para argumentar a este mismo éxito inesperado, en cierto sentido milagroso, de la predicación evangélica. Los cristianos de este tiempo tienen, como diríamos hoy, el sentimiento de ir en el sentido de la historia.

El golpe decisivo fue la conversión de los emperadores, de Constantino y sus hijos a Teodosio. Más aún que el favor imperial, según se manifiesta en la construcción y dotación de iglesias, las inmunidades y de más privilegios concedidos a los clérigos, las restricciones legislativas cada vez más severas impuestas al paganismo, lo que favorece al cristianismo es el ejemplo dado así desde arriba por el soberano todopoderoso puesto por la providencia en la cumbre de la jerarquía terrena: la tendencia totalitaria cuya existencia en el Bajo Imperio hemos señalado se ejerce ahora en beneficio de los cristianos; el fuerte anhelo de unidad que ex­perimenta el cuerpo social amenazado de disolución tiende a pensarse ahora bajo la forma de una unidad religiosa, y las mismas razones que bajo Diocleciano militaban en favor de los dioses de la antigua Roma han puesto ahora su peso al servicio de la religión nueva.

 

1. EL OCCIDENTE LATINO

 

Hacia 400-410 la Iglesia ha acabado de implantarse sólidamente en todas las provincias del Imperio. Estos progresos son particularmente pronunciados en el Occidente latino, donde, como se ha visto, quedaba tanto por hacer a comienzos del siglo. La Italia del Norte, por ejemplo, sólo contaba hacia el año 300 con cinco o seis obispados: Rávena, Aquilea, Milán. En 400 éstos se elevan a una cincuentena, es decir, prácticamente hay uno en cada centro urbano de cierta importancia.

Igualmente en la Galia: en 314 encontramos veintidós sedes episcopales; a finales de siglo habrá ya setenta y, como en Italia, esta red cubre ahora de manera continua el conjunto del país.

No nos es posible dar precisiones análogas por lo que se refiere a España, pero también allí el establecimiento de la Iglesia se había extendido desde Andalucía hasta llenar toda la península. De la vitalidad que posee ya entonces el cristianismo ibérico da testimonio el número de sus obispos que intervienen en las contiendas trinitarias del tiempo: encontramos aquí todas las variedades del horizonte teológico, desde la izquierda arrianizante con Potamio, primer obispo de Lisboa, hasta la extrema derecha luciferiana con Gregorio de Elvira, por otra parte predicador original. Con el gran Osio de Córdoba hay que relacionar quizá el diácono Calcidio, traductor y comentador del Timeo, de Platón; a finales de siglo encontramos a Paciano de Barcelona, teólogo de la penitencia.

Hecho característico —porque la herejía, ese subproducto de la creación teológica, es siempre un síntoma de actividad— es la aparición en España de una herejía original, el priscilianismo; si a nuestros ojos resulta difícil de definir (¿neo-gnosticismo, iluminismo, exageración ascética?), su gravedad no puede dejarnos lugar a duda, a juzgar por las violencias que suscitó: anatematizado por los concilios de Zaragoza (380) y de Burdeos (384), su jefe, Prisciliano, fue condenado a muerte por el emperador usurpador Máximo y ejecutado en Tréveris el año 385, primer hereje que cae a los golpes del brazo secular.

La avalancha cristiana se cierne también sobre las fronteras mismas del Imperio. Probablemente en el actual condado de Cumberland, un poco al sur de la línea del Muro de Adriano, nace, hacia 389, san Patricio, el futuro apóstol de Irlanda, de una familia romano-bretona, cristiana al menos desde dos generaciones (su padre era diácono; su abuelo, presbítero).

En el continente, textos y monumentos atestiguan la presencia y la vitalidad del cristianismo desde la desembocadura del Rhin hasta la del Danubio, a lo largo de estos dos ríos que, desde finales del siglo ni, señalan de nuevo el límite del mundo romano. Así en Xanten, donde a partir de finales del siglo IV adquiere gran auge el culto del mártir san Víctor, de donde la antigua Colonia Traiana recibirá su nombre moderno (Xanten, ad Sanctos); en Bonn, Colonia, Maguncia, Worms, Spira. En el interior, a orillas del Mosela, Tréveris, residencia imperial de Constantino a Máximo, es el centro eclesiástico de estos países renanos.

Lo mismo ocurre a orillas del Danubio, en Ratisbona, Passau, Lorch, Carnuntum al este de Viena, Aquincum (Buda), etc., hasta las ciudades, latinas en el interior, griegas en la costa, de la provincia de Scythia Menor (Dobrogea). Sirmio, a orillas del Save, es, desde el punto de vista religioso, igual que del administrativo, el equivalente danubiano de Tréveris y Milán.

Lo dicho se refiere sólo al Occidente latino, donde la evangelización tenía más retraso que recuperar, pero los progresos de ésta no fueron menos notables en el Oriente griego. Por todas partes la red de sedes episcopales se hace más tupida, las conversiones se multiplican y llegan a las masas; provincias que hasta entonces habían desempeñado solamente un papel muy limitado, no sólo en la vida de la Iglesia, sino también en la del mundo civilizado, se ven proyectadas ahora al primer plano. Así, en el corazón de Asia Menor, la provincia de Capadocia, que da a la Iglesia, en la segunda mitad del siglo IV, una pléyade de grandes obispos que pertenecen al número de sus mejores teólogos.

Sin embargo, la conversión del conjunto de las poblaciones romanas dista mucho aún de estar acabada en las proximidades de los años 400­410. En todas las regiones del Imperio existe aún una minoría más o menos numerosa de paganos resueltamente refractarios a la religión nueva. El. análisis debe trasladarse aquí de la geografía a la sociología: estas supervivencias del paganismo se encuadran sobre todo en dos ciases sociales, los campesinos por un lado, y los medios aristocráticos y cultos por otro.

 

2. LA CONVERSION DE LOS CAMPESINOS

 

No pretendemos afirmar que las masas urbanas estaban ya totalmente convertidas. Si a finales de siglo, gracias al apoyo cada día más firme que les asegura la legislación imperial, los cristianos logran apoderarse, casi siempre para destruirlos, de los santuarios a los que todavía siguen acudiendo gentes, esto no ocurre sin dificultad ni, en la mayoría de los casos, sin violencias. Así, por ejemplo, sucede con el famoso Serapeum de Alejandría en 389, con el templo del dios local Mamas destruido, con otros siete, por el obispo Porfirio de Gaza en 402 (Fenicia sigue siendo un punto de apoyo del paganismo: san Juan Crisóstomo envía allí una misión en 406 que también suscita vivas reacciones); de igual modo en Occidente, en el caso del templo de Juno Celeste de Cartago el año 399. Pero se trataba de poner término a los últimos cultos paganos todavía populares, de acabar la obra de evangelización; ésta, en el campo, se hallaba aún en una situación bastante menos avanzada.

Las masas rurales sólo imperfectamente habían sido contaminadas por el florecimiento de la cultura antigua, un fenómeno esencialmente urbano. Su vida religiosa no había cesado de alimentarse, en cuanto a la esencial, de los viejos fondos de creencias ancestrales cuyas raíces penetraban muy hondo en el pasado, quizá hasta la época neolítica: culto a las fuerzas de la naturaleza, concretizado por fiestas y ritos tradicionales, con frecuencia asociado a lugares en que los hombres sentían la presencia de lo sagrado, montaña, bosque o árbol sagrado, fuente santa.

Bajo la influencia griega o romana, estos cultos se habían encubierto casi siempre bajo una máscara tomada del politeísmo oficial; pero bajo los nombres de Saturno (en Africa) o de Mercurio (en la Galia), de Artemis o de Cibeles, seguía sobreviviendo la misma realidad de la vieja religión. En la medida en que, a través de la descomposición helenística y el nacimiento de una religiosidad nueva, el paganismo clásico había quedado en cierta manera vacío de su sustancia, este viejo fondo era lo único que conservaba cierta vitalidad. En realidad es con él con quien se enfrentaron los misioneros que encontramos en acción, en las últimas décadas del siglo IV, cuando el movimiento de evangelización, centrado durante largo tiempo en las ciudades, pudo al fin atacar resueltamente la conversión del campo.

Por doquier encontramos los mismos problemas, vemos aplicados los mismos métodos, hasta el punto que el relato de estas hazañas acabará por convertirse en un cliché hagiográfico: se tratará siempre “de derribar las imágenes de los dioses, de talar los bosques sagrados, de incendiar templos y santuarios, de levantar —a menudo sobre el mismo emplazamiento— iglesias o capillas, de consagrar allí un altar y de proceder al bautismo de las multitudes...”

El más conocido de estos misioneros es, en la Galia, san Martín, obispo de Tours (370-2-397); fenómeno comparable al de san Antonio, su celebridad se debe en gran parte a un acontecimiento literario, el éxito que encontraron los escritos de su biógrafo Sulpicio Severo (397, 403­404). Estos nos lo presentan evangelizando los cantones rurales de su diócesis, y ello a pesar de la resistencia, muchas veces obstinada, de los campesinos. Para conseguir la destrucción de un ídolo necesita, más de una vez, reforzar el efecto de su predicación con su prestigio y sus poderes de taumaturgo. Obtenida la conversión, es preciso prolongar y estabilizar sus efectos: se atribuye a san Martín la creación de seis parroquias rurales, especialmente en la periferia de su territorio episcopal.

A diferencia, en efecto, de lo que observamos en Egipto, en Africa y en la Italia del Sur, las diócesis galas (y las de la Alta Italia) eran todavía demasiado extensas para que la iglesia episcopal, urbana, pudiese continuar satisfaciendo las necesidades litúrgicas de todo el pueblo cristiano. La cristianización del campo lleva consigo la aparición de las parroquias rurales y su desarrollo progresivo, porque la red se establecerá lentamente (por lo que atañe a la diócesis de Tours, los sucesores de san Martín deberán prolongar su esfuerzo durante tres generaciones) y la autonomía canónica de la parroquia sólo se conseguirá poco a poco. Estas parroquias se establecieron casi siempre en aldeas u otros centros regionales, centros de carácter administrativo, comercial o religioso: más de una vez la iglesia cristiana sucedió al santuario pagano, de modo que la adopción del cristianismo no interrumpió una cierta continuidad en la vida del país.

Pero san Martín no es un caso aislado; poseemos testimonios de una actividad enteramente análoga por parte de muchos obispos de la misma época, así de san Victricio de Rouen, apóstol del antiguo país de los morini y nervü (posteriormente Flandes), de san Simplicio de Autun, o, fuera de la Galia, de san Virgilio de Trento en los Alpes julianos: en 397, una misión compuesta de tres clérigos que éste había enviado al Val di Non sufrió martirio por obra de los montañeses fanatizados.

En territorio griego, donde, aunque la evangelización se había extendido antes y había avanzado más que en Occidente, quedaba todavía mucho por hacer, vemos plantearse los mismos problemas y emplearse para resolverlos los mismos métodos. Y si es verdad que el trabajo aparece en plena marcha hacia 400-410, dista mucho aún de estar acabado en ningún sitio y deberá ser continuado en el siglo siguiente.

En los mismos años 380-390 encontramos un homólogo de san Martín en el otro extremo del mundo romano: el monje Jonás, también soldado, pero de origen armenio, fundador del monasterio de Halmyrissos al oeste de Constantinopla. En la vida de su discípulo san Hipado leemos: “Apenas oía que en algún sitio se adoraba a algún árbol u objeto semejante, se presentaba allí inmediatamente con los monjes sus discípulos y, después de abatir el árbol, lo reducía a cenizas; así las gentes se hicieron poco a poco cristianas. Y, efectivamente, el señor Jonás, que fue el padre espiritual de Hipacio, había civilizado la Tracia de esta manera y cristianizado a sus habitantes”

 

3. LA ARISTOCRACIA Y LA GENTE DE LETRAS

 

En el otro extremo de la escala social encontramos esas familias de grandes terratenientes donde el Imperio reclutaba tradicionalmente la mayoría de sus altos dignatarios; aun las de origen relativamente reciente (muchas habían nacido a raíz de los trastornos sociales del siglo III) se sentían solidarias con la herencia —que reivindicaban a la vez— de todo el pasado histórico de Roma (la familia materna de santa Paula, una de las hijas espirituales de san Jerónimo, pretendía descender de los Escipiones y de los Gracos); y la vieja religión nacional, el paganismo, formaba parte de estas tradiciones. La adhesión a éstas era tanto más ardiente cuanto que la herencia aparecía más amenazada y como vacía de su sustancia por la marcha de la historia.

Tal es el caso, en particular, del ambiente senatorial de la antigua Roma que, abandonada por los emperadores, sólo desempeña, desde el punto de vista administrativo, un papel municipal o, a lo sumo, regional. A lo largo de todo el siglo IV entrevemos en este ambiente una sorda oposición a la política de los emperadores cristianos; y estalla abiertamente cuando, a partir de 379, el joven emperador Graciano renuncia a llevar el título de Pontifex Maximus como habían hecho todos sus predecesores desde Augusto y realiza la separación del paganismo y el Estado: los senadores paganos protestan contra la remoción del altar de la victoria que adornaba y sacralizaba su salón de sesiones (382; la cuestión surgirá de nuevo en 384, 389, 392, 402-3). Conocemos bien este ambiente senatorial de los años 380: durante la generación siguiente será evocado en las Saturnales, de Macrobio, otro testigo de la larga resistencia pagana.

Precisamente porque lo conocemos bien, hasta el punto de poder recomponer sus árboles genealógicos, podemos asistir a la penetración gradual del cristianismo en este ambiente tan pertinazmente hostil. Porque también a él le llega su turno; tal es el caso, por ejemplo, de la familia de los Cacionii Albini, a la que pertenecen o están aliadas las santas monjas dirigidas por san Jerónimo o su amigo Rufino, santa Marcela y santa Paula o las santas Melania. Las primeras conversiones, que se remontan a mediados del siglo, tienen lugar entre las mujeres: Marcela, su hermana Asela; los hombres, en conjunto, continúan paganos: su tío se casa con una sacerdotisa de Isis; sin embargo, un primo, el senador Pammaquio será cristiano y, lo que es más, monje. En la generación siguiente aceptan casarse con cristianas, y por mediación de éstas la religión nueva se aclimata pronto; a partir del año 400 se hace dominante. Sólo los mayores, jefes de ramas familiares, mantienen durante algún tiempo la tradición ancestral; pero todos los que les rodean, parientes, aliados, amigos, son ya cristianos, y ellos mismos, en el atardecer de su vida o en el lecho de muerte, acaban por pedir el bautismo.

La resistencia de los senadores paganos de Roma presentaba un aspecto intelectual, la alta cultura formaba parte también de las tradiciones de la aristocracia. Este ambiente, cuyos jefes son a menudo ellos mismos escritores, acoge e inspira a los últimos escritores paganos la lengua latina : a Pretextato, Simmaco, Nicómaco Flavio, Rutilo Namatiano, se unen el gramático Donato, el historiador Ammiano Marcelino, los misteriosos falsificadores de la Historia Augusta (si es que no pertenecen a la generación siguiente).

De modo semejante, en país griego el paganismo mantiene uno de sus últimos bastiones en los ambientes intelectuales, trátese de filósofos neoplatónicos (los alumnos y sucesores de Jámblico, muerto en 330, estrechan cada vez más su alianza con la religión pagana e incluso con las formas menos racionales de ésta) o de maestros de sofística, profesores de retórica y oradores de rumbo, como Himerio en Atenas, Themistio en Constantinopla, donde alcanzará los más grandes honores, Libanio en Antioquia (muertos, respectivamente, en 386, 388, 3Q3).

Sin embargo, también este ambiente, tan obstinadamente refractario, comienza a abrirse el Evangelio: Himerio tiene como colega rival en Atenas, el centro universitario más activo de este tiempo, a un cristiano convencido, Prohairesios. Hacia 355, su colega latino en Roma, el célebre retórico Mario Victorino, se convirtió en la vejez, pero una vejez bastante vigorosa para que le permitiera hacer una nueva carrera de teólogo al servicio de su fe. Treinta años más tarde, en otoño de 386, otro profesor ilustre, también africano de origen, titular de la cátedra municipal de retórica en Milán, se convirtió a su vez siguiendo su ejemplo: san Agustín.

Que el vínculo, tan duro de romper, entre paganismo y cultura clásica era de una gran profundidad orgánica, aparece claramente en el caso curioso del emperador Juliano. Es fácil señalar los motivos negativos que podían apartarle del cristianismo: para este escapado a la matanza de 338 en que había visto perecer a su padre, su tío y sus primos, aquél era la religión de los asesinos de su familia, la religión de sus perseguidores y carceleros; los hombres de Iglesia con que había tratado eran o prelados de corte, como Eusebio de Nicomedia, su pariente lejano y primer tutor, o teólogos abstractos, como el anomeo Aecio, a quien su medio-hermano el César Galo lo había encomendado.

Pero si se quieren buscar las razones positivas que lo llevaron al paganismo, no cabe duda que fue, mucho antes de su encuentro con el neo­platonismo y el espejismo de sus charlatanes, el descubrimiento de los esplendores de la literatura clásica que le habían sido revelados por su preceptor, cristiano por cierto, el eunuco Mardonio, durante sus seis años de destierro en la fortaleza de Macellum. La apostasía de Juliano es el primer ejemplo que encuentra el historiador del cristianismo (encontrará muchos otros hasta los tiempos modernos y contemporáneos) de estos renacimientos neopaganos, inoculados por el redescubrimiento de la literatura y las artes de la antigüedad. Para Juliano, el cristianismo, religión de pescadores de Galilea, es una religión bárbara, despreciable, por tanto, frente a un paganismo cuyas credenciales de nobleza se remontan a la época homérica.

 

CAPITULO NOVENO .-. LA EDAD DE ORO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

 

De todas las medidas hostiles promulgadas por Juliano, la que más duramente repercutió entre los cristianos fue su ley escolar del 17 de junio de 362, prohibiéndoles la enseñanza de las letras clásicas y remitiendo con desprecio “a los Galileos a sus iglesias para que comentasen a Mateo y Lucas”. La misma opinión pagana, como se ve por Ammiano, la juzgó excesiva. En efecto, una oposición tan radical entre “helenismo” y cristianismo no correspondía ya a la realidad y había comenzado a disolverse. Más sensible ya al interés de sus valores humanos que a sus peligros, ciertamente reales, la Iglesia cristiana había tolerado primero, y después aceptado plenamente, la educación y la enseñanza tradicionales

La actitud asumida por Juliano tenía en aquel momento algo de anacrónico y, en el sentido estricto del término, de reaccionario. Ya no había entonces oposición entre la élite intelectual y la fe cristiana; los grandes señores, los profesores, los literatos cristianos aparecen como hombres cultos con el mismo título que sus colegas paganos. Más aún, la formación básica, el bagaje mental que han recibido de la educación clásica entran al servicio del nuevo ideal religioso y, a costa de trasposiciones y aplicaciones inesperadas, reciben de él una vida nueva. Mientras la cultura de los intelectuales paganos tiende casi siempre (exceptuando parcialmente el sector filosófico) a anquilosarse en un comportamiento de decadencia, el siglo IV nos hace asistir al surgimiento de una cultura cristiana, tradicional por los materiales con que trabaja, pero original en su síntesis.

La vida del espíritu, desconectada de las fuentes profundas del ser, se perdía en refinamientos de pura forma; la inspiración religiosa que ahora la anima le comunica un vigor nuevo que se manifiesta bajo formas inesperadas : el estudio y la meditación de las Sagradas Escrituras sustituyen al estudio de Homero o Virgilio como actividades culturales básicas; la predicación desplaza a la conferencia pública como género literario dominante; los esplendores de la liturgia satisfacen las necesidades que habían dado origen al teatro; hasta la afición a lo novelesco encuentra un manantial a que acudir en la floración legendaria de los Apócrifos y de la hagiografía.

Es cierto que la exégesis bíblica hereda las técnicas minuciosamente elaboradas por la escuela del gramático para la explicación de los poetas clásicos; igualmente el sermón recibe la herencia de la retórica, la controversia el de la dialéctica y la teología todo el arsenal de la filosofía. Pero no se trata de puro y simple traslado, sino también de creación original. Si Mario Victorino, para insistir en su ejemplo, utiliza hábilmente su profundo conocimiento del neoplatonismo y en particular de Porfirio en la elaboración de su teología trinitaria para defender el dogma de Nicea, lo hace a costa de toda una serie de trasposiciones cuyo resultado es una variedad original de neoplatonismo muy distinto del de sus maestros y émulos paganos; crea verdaderamente ese neoplatonismo cristiano de expresión latina cuyas riquezas debían explotar después de él san Ambrosio y, sobre todo, san Agustín, poniendo de relieve toda su fecundidad.

Pero hay más. Frente a un paganismo empobrecido por el desgaste del tiempo o comprometido por sus condescendencias con el ocultismo, el cristianismo representa el sector activo, el elemento ascendente, el principio director del Zeitgeist, de la atmósfera cultural del siglo. Conviene subrayar, por otra parte, la relación que se observa siempre entre sociología y cultura: estadísticamente hablando, el cristianismo aparece en posición ventajosa. ¿Cómo extrañarse de que el nuevo ideal de la cultura cristiana agrupe a la mayoría de los mejores espíritus de este tiempo?

La segunda mitad del siglo IV vio florecer lo que ha podido llamarse la edad de oro de los Padres de la Iglesia. A esta época pertenecen los más grandes entre los escritores y pensadores de la antigüedad cristiana, tanto en el Oriente griego como en el Occidente latino, casi todos los maiores doctores que veneramos en una u otra iglesia. Nada más significativo que relacionar sus nombres y sus fechas: nacidos, generalizando un poco, durante los años 330-350; es decir, en las dos generaciones que habían seguido a la paz de la Iglesia, forman un haz coherente; todos contemporáneos, en relación directa unos con otros o en relación de influencia mutua, constituyen un grupo extraordinariamente característico que se distingue tanto de sus predecesores —la generación anterior, por ejemplo, la de Atanasio o Hilario, que, por contraste, aparecen más como teólogos especializados, limitados por su propio tecnicismo— como de sus sucesores, comenzando por la generación de Cirilo o de Teodoreto que encontraremos más adelante y que se presta a consideraciones análogas. Los Padres del siglo IV y de comienzos del V representan un momento de equilibrio particularmente precioso entre una herencia antigua todavía poco minada por la decadencia y perfectamente asimilada, y por otra parte una inspiración cristiana llegada a su plena madurez.

Se trata, en todos los casos, de grandes y fuertes personalidades; a pesar de su innegable individualidad, sus destinos presentan tantos puntos comunes que podemos aventurarnos a esbozar una imagen global, un tipo ideal de Padre de la Iglesia (las excepciones señaladas de paso permitirán evitar lo que el esquema pudiera tener de demasiado sistemático):

1. Como consecuencia evidente de los progresos realizados por el cristianismo en el interior de la sociedad romana, los Padres de la Iglesia pertenecen por su origen a la élite de esta sociedad y a veces a las clases más elevadas de ésta: san Ambrosio es hijo de un prefecto del pretorio; san Juan Crisóstomo de un maestro de la milicia, los dos cargos más altos, civil o militar, de la jerarquía imperial. Aquí la excepción más llamativa es la de san Agustín, nacido de una familia de aquellos curiales, o nobles municipales, aplastados por el implacable peso fiscal del Bajo Imperio, ambiente que se ha podido definir, en términos modernos, como una burguesía baja en vías de proletarización.

2. Excepción al mismo tiempo reveladora: la ambición y el sacrificio de sus padres, la protección de un mecenas permitieron a este adolescente de talento recibir la educación de calidad propia de la élite; san Agustín pudo así tener acceso a la carrera profesoral que le abría el camino del ascenso en la escala social y, procedente de una clase ajena a la cultura, ascendió socialmente merced a ella. De este modo entra en la categoría general: todos los Padres de la Iglesia, procedentes de la aristocracia o más generalmente de holgada familia provincial, hicieron sólidos y serios estudios. San Basilio y su amigo san Gregorio Nacianceno, dejando su Capadocia natal, marcharon a recibir durante largos años las enseñanzas de los más célebres profesores de la Universidad de Atenas; san Jerónimo, nacido en Dalmacia, al norte de Trieste, escuchará en Roma las lecciones del gramático Donato; Crisóstomo, en Antioquia, las del retórico Libanio —maestros paganos, es cierto, pero ilustres. A pesar de Juliano el Apóstata, en esta época la enseñanza superior es completamente neutral, y los estudiantes escogen sus maestros sin que la religión de unos u otros intervenga en la elección.

Esta educación es esencialmente literaria y tiene por coronación el estudio paciente, obstinado, de la técnica oratoria. Nos hallamos en la época de la “Segunda Sofística”, que presencia el apogeo de la retórica clásica. Todos los Padres de la Iglesia serán grandes escritores, sobre todo si se les juzga en función del ideal de la época; por lo menos todos sabrán poner al servicio de su pensamiento un incomparable dominio de su lengua.

Ya que excepciones no existen, examinemos las variantes. San Jerónimo, especialista de la filología sacra y de los estudios bíblicos, aprenderá el griego mejor que la mayoría de sus contemporáneos latinos, por ejemplo, san Agustín (si san Ambrosio lo conoce bien, se debe a un privilegio de aristócrata); a esto añadirá una rara ventaja, la del hebreo. Todos los literatos de este tiempo presentan un mayor o menor barniz filosófico, pero sólo san Gregorio de Nisa, entre los griegos, fue un filósofo auténtico, por temperamento y por cultura. Entre los latinos, san Agustín tiene también derecho a reivindicar el primero de estos dos títulos, pero su excepcional vocación de pensador no tuvo la suerte de contar con una formación básica equivalente a la de Gregorio; filosóficamente san Agustín fue un autodidacta.

3. Todos los Padres de la Iglesia encontraron instalada en su Cuna la fe cristiana, bien porque toda su familia se había convertido, y a veces desde varias generaciones antes, como en el caso de san Basilio y sus hermanos, o porque al menos su madre era cristiana. El papel desempeñado por estas fervorosas cristianas en la formación y evolución espiritual de cada uno de ellos tuvo con frecuencia una importancia considerable. Todo el mundo conoce la obra de santa Mónica en el alma de san Agustín, pero podrían citarse otros muchos ejemplos: la madre de san Ambrosio, la de san Juan Crisóstomo, Antusa, que habiendo enviudado a los veinte años renunció a casarse de nuevo —hecho que suscitaba la admiración de un pagano como Libanio—, para consagrarse por entero a la educación de su hijo; y el de santa Macrina, hermana mayor de san Basilio, que realizó una misión semejante en beneficio de su hermano pequeño Gregorio de Nisa y, persistiendo en su virginidad, acabó los días en un monasterio.

4. La mayoría de ellos, una vez acabados los estudios, comenzaron una carrera profana, casi siempre la de profesor, como convenía a unos buenos alumnos. Así Basilio, los dos Gregorios, san Agustín; curioso es el destino de Gregorio de Nisa o de Teodoro de Mopsuestia, quienes, tras haberse orientado hacia la vida eclesiástica o religiosa, retornaron al mundo; Gregorio de Nisa, el futuro teólogo de la virginidad, llegó incluso a casarse. Casos particulares son el de san Martín, que, por ser hijo de un veterano, estaba obligado a la carrera de las armas, o el de san Ambrosio, a quien su nacimiento orientaba hacia los altos cargos de la administración y al que en el momento de su elección para el episcopado veremos desempeñar las funciones de consularis, es decir, gobernador civil de la provincia de Liguria, cuya capital era Milán, residencia imperial.

5. Aparte de estos casos excepcionales (con el de san Agustín, cuya brillante carrera de profesor —que lo llevó desde Tagaste, su ciudad natal, a Cartago, Roma y Milán— se prolongó mientras perduraron los largos debates interiores que, a través de mil dificultades doctrinales, le devolvieron poco a poco la fe de su infancia), esta primera fase de su existencia no duró mucho tiempo; quedó interrumpida por una conversión, en el sentido de Pascal, cuando escucharon y siguieron la llamada a la perfección. Y entonces, en torno a los treinta años, los vemos recibir el bautismo que habían diferido según una costumbre todavía muy difundida en aquella época;tal era la seriedad que se concedía a los compromisos contraídos con él.

Para los hombres del siglo IV la vida perfecta se encontraba en el de­sierto. Todos los Padres de la Iglesia fueron monjes durante un período más o menos largo y se ejercitaron en la práctica de una ascesis a menudo rigurosa, en contacto y bajo la dirección de maestros de la vida espiritual; como se ha visto, muchos realizaron una obra importante en la historia de la institución monástica.

La única excepción, debida a circunstancias particulares, a esta ley general es san Ambrosio: habiendo acudido, como buen magistrado romano, a restablecer el orden en la asamblea tumultuosa que debía elegir candidato para la sede vacante de Milán, se impuso a la multitud con tal autoridad que ocasionó la unanimidad sobre su persona; aclamado obispo y otorgada la autorización imperial, fue bautizado y, a los ocho días, consagrado, en contra de las reglas canónicas que negaban el episcopado a un “neófito”. El caso de Gregorio de Nisa también es especial: habiéndose casado, no pudo comenzar por ser monje y no lo será hasta quedar viudo, cuando llevaba ya trece años de obispo.

6. Formados en la soledad, cuya nostalgia conservarán toda su vida, salen de ella al cabo de tres o cinco años y, respondiendo a la llamada de la Iglesia, aceptan consagrarse en adelante enteramente a su servicio.

Esta afirmación es cierta incluso en el caso de san Jerónimo, que no llegará al episcopado y permanecerá simple monje toda su vida. También él sólo hizo al principio un breve ensayo de vida eremítica (374-376) en el desierto de Calcis, cerca de Antioquia; luego deja el desierto para ir a completar su formación científica en la misma Antioquia, en Alejandría y Constantinopla, vuelve a Roma, donde realiza una intensa actividad a la sombra del papa Dámaso antes de retirarse definitivamente, como hemos visto, a su monasterio de Belén (385-414). Ordenado sacerdote hacia 379 por Paulino de Antioquia, jamás se consideró ligado a una iglesia particular. ¿Reflejo de defensa de un intelectual preocupado por conservar la libertad en su amor al estudio? Puede ser, pero esos mismos estudios —traducciones, comentarios, polémicas— nos lo muestran consciente de servir a las necesidades de la Iglesia universal; en el plano de su vocación particular, también él obedeció a la misma llamada.

Si hubiera que hablar de una verdadera excepción, esta sería sin duda la de Evagrio el Póntico, cuyo destino sigue una marcha inversa de la normal: comenzó, como hemos señalado, en el clero secular para acabar en el desierto de Escitia, donde su alma inquieta se encerró en un retiro riguroso, negándose obstinadamente a salir de él para ejercer el episcopado. Pero ¿podemos contar entre los Padres de la Iglesia a este espíritu aventurero, hereje probado?

Los Padres de la Iglesia, en el sentido estricto de la palabra, no rehuyeron la carga, admitieron el episcopado y fueron grandes obispos, fielmente apegados a la Iglesia que los había escogido. Y esto es cierto incluso en el caso de san Gregorio Nacianceno, a pesar de su compleja carrera, que denuncia quizá una cierta inestabilidad psicológica: aunque promovido al episcopado para la sede de una oscura población de Capadocia, Sasima, por su amigo el metropolitano Basilio y a pesar de haber ocupado durante algún tiempo la sede de Constantinopla (379-381), merece plenamente conservar el sobrenombre que le ha dado la historia, porque fue en Nacianzo donde durante más tiempo desempeñó las funciones episcopales como coadjutor y luego (374) sucesor de su propio padre Gregorio el Antiguo.

Finalmente, todos desarrollaron la parte principal de su actividad como obispos, aunque muchos de ellos comenzaron por un prolongado ministerio en el presbiterado. Quizá pueda exceptuarse san Juan Crisóstomo, cuyo episcopado fue breve y agitado (398-404, pasó el fin de su vida en el destierro); se trataba, no lo olvidemos, de la difícil sede de Constantinopla; mucho más fecundos habían sido los doce años que trabajó como presbítero en la iglesia de Antioquia, donde se había hecho famoso por el esplendor de su predicación (386-397).

7. Más adelante procuraremos evocar este duro oficio de obispo; pero en el concepto tradicional de Padres de la Iglesia, es el elemento propiamente cultural el que, con la santidad de vida, ocupa el lugar preponderante. Estos obispos fueron también, y en primer término, escritores, oradores (estamos todavía en un tiempo en que la palabra humana conserva su predominio tradicional sobre la escrita), predicadores, pensadores religiosos.

Su obra, considerable, se concretizó en una serie de géneros literarios muy característicos: la predicación, en primer lugar, siempre rica de contenido doctrinal y alimentada con citas y explicaciones bíblicas; la exegesis propiamente dicha, comentario científico y espiritual a la vez de los Libros Santos; la teología, que en este período todavía arcaico y agitado por tantos combates presenta casi siempre el carácter de con­troversia: hay pocos tratados doctrinales que en realidad no vengan ins­pirados por la necesidad de refutar a algún insidioso hereje y que no estén escritos “contra” nadie. Correspondencia diversa en que la dirección espiritual ocupa un lugar destacado; entre ellos, la teoría de la vida interior, incluso en un tratado ex profeso, nunca aparece muy distante de la práctica.

Este breve catálogo basta para poner de relieve las grandes líneas y la originalidad de esta cultura cristiana, doctrina Christiana cuya carta redactará san Agustín precisamente en un manual con este título, comenzado en 397, reemprendido y acabado treinta años más tarde. Esta cultura religiosa, enteramente organizada en torno a la fe y a la vida espiritual, es la que en adelante ofrece la Iglesia a la élite de sus fieles, clérigos o seglares, monjes y gentes del mundo. Pero es preciso señalar que, aunque los Padres de la Iglesia que crean las bases de esta cultura son hombres de Iglesia (en el sentido moderno de la palabra), ésta se impone igualmente a todos los cristianos capaces de interesarse por las cosas del espíritu. Nada más extraño al ideal de la nueva religiosidad que anima la civilización de este siglo iv que la noción medieval de una cultura religiosa propiamente clerical o que la distinción moderna en el seno de la cultura entre el dominio de los valores estrictamente laicos y un dominio reservado a lo sagrado. .

 

CAPITULO DECIMO .- LA VIDA CRISTIANA A FINALES DEL SIGLO CUARTO

 

Llegados al final de este gran siglo IV, tan decisivo para nuestra historia, creemos oportuno hacer un alto para intentar responder a la cuestión de conjunto: ¿en qué consistía entonces el hecho de ser cristiano? Situémonos en las proximidades del 400: ¿qué formas particulares había revestido entonces la vida cristiana? ¿Cómo se manifestaba la influencia del cristianismo en la vida diaria, personal o colectiva, y más generalmente en el ambiente de civilización de los hombres de aquel tiempo?

 

I. LA ORGANIZACION DE LA IGLESIA

 

Ser cristiano es, en primer término, venir a ocupar un lugar dentro de una sociedad original sólidamente estructurada. A lo largo del siglo cuyo desarrollo acabamos de seguir, ésta ha perfeccionado su organización, precisado su disciplina interna.

Hemos de subrayar a este propósito la eficacia de esa institución original que representan los Concilios. Hasta ahora hemos mencionado sobre todo su papel con ocasión de las contiendas doctrinales; en el dominio de la reglamentación interior su obra no fue menos importante. Incluso las asambleas que habían sido convocadas para resolver el problema concreto planteado por un cisma o una herejía, desde el Concilio de Arles (314) o de Nicea (325) al de Constantinopla (381), se preocuparon de estos problemas de organización y cada uno promulgó un cierto número de decisiones reglamentarias o cánones relativos, por ejemplo, al reclutamiento del clero, la jerarquía eclesiástica, la administración de los sacramentos, la reconciliación de los herejes. Las reglas así promulgadas, reunidas poco a poco en colecciones, servirán ulteriormente de base a la elaboración de lo que ha venido a ser el derecho canónico.

Los concilios provinciales y sobre todo regionales, que vemos multiplicarse precisamente a fines de siglo, también se preocuparon de aportar soluciones prácticas a semejantes problemas, al mismo tiempo que regulaban las cuestiones doctrinales y disciplinares de interés local, como la liquidación del arrianismo en el Ilírico o el problema priscilianista en España. A título de ejemplos mencionemos la obra canónica de los concilios de Valencia, en la Galia (374), de Roma o más bien del Vaticano en 386 (es el primero de que se precisa que se ha celebrado ad sancti apostoli Petri reliquias), de Hipona (393: san Agustín, recientemente ordenado presbítero, realiza su primera intervención oficial pronunciando ante la asamblea su sermón De fide et symbolo), o de Cartago (397). La iglesia de Africa, fuertemente organizada en torno a la sede de Cartago, reúne aquí casi todos los años su “concilio plenario”; lo mismo hace en torno al papa de Roma la Italia suburbicaria (los dos tercios del sur de la península).

Sin embargo, estas instituciones presentan una suficiente fluidez para que la intervención de una fuerte personalidad baste para modificar de manera considerable su funcionamiento normal. Tal es el caso de san Ambrosio de Milán, cuya actividad imperiosa se manifestó a lo largo de su episcopado (373-397) en una serie de sínodos en que no sólo estaba interesada la Italia del Norte hasta Aquilea, sino también la Galia (concilio de Turin, 398), el Ilírico e incluso las provincias latinas del Bajo Danubio, Misia o Dacia.

En este sentido, el papel desempeñado por san Ambrosio resta brillo al —a su vez no menos importante— de su contemporáneo el papa Dámaso (366-384). Por el contrario, el sucesor de éste, el papa Siricio (384­399), se nos presenta ejerciendo no sólo una jurisdicción ocasional de apelación, sino una verdadera autoridad disciplinar en forma legislativa, y esto no sólo sobre los obispos italianos de su jurisdicción inmediata, sino en todo el Occidente cristiano: le vemos enviar a un obispo español (385), al episcopado galo o africano cartas ordenando con autoridad y precisión la conducta a seguir; son ya verdaderas “decretales”, las primeras que nos han sido conservadas de una abundante serie que va a constituir también una de las fuentes mayores de nuestro derecho canónico.

Una vez resuelto el problema doctrinal planteado por el arrianismo (y lo fue, en el plano teológico, cuando el episcopado oriental aceptó la fe de Dámaso: Antioquia, 379), Roma ya no interviene en el gobierno de las iglesias de lengua griega que tienden a administrarse de manera autónoma.

A finales del siglo IV vemos formarse grandes agrupaciones regionales que preparan los futuros patriarcados. El canon 3º del concilio de Constantinopla (381) reivindicó para el obispo de esta ciudad el primado de honor en segundo lugar después del de Roma, pretensión cargada de amenazas para el porvenir; de momento, la nueva Roma, incluso en el plano político, sólo desempeña un papel bastante secundario. Arriana bajo Constancio y Valente, bajo Teodosio y sus hijos llamará a dos grandes obispos, san Gregorio de Nacianzo (379-381) y san Juan Crisóstomo (398-403-4), pero no sabrá retenerlos: la corte, como la capital, es excesivamente mundana para poder tolerar el ser gobernada por santos. Pero en el plano de la administración eclesiástica Constantinopla extiende ya su influjo más allá de su propio dominio, la Tracia europea, para irradiar sobre Asia Menor en detrimento de las metrópolis, Efeso y Cesárea de Capadocia.

En Siria, el “Oriente” propiamente dicho, según la terminología ofi­cial, Antioquia sigue siendo el polo de atracción, un centro activo rebosante de vida, un tanto tumultuosa. En Palestina, Jerusalén, la ciudad santa, rivaliza con Cesárea. Finalmente, Egipto sigue siendo un dominio firmemente controlado por el poderoso obispo de Alejandría; robustecido por su tradicional alianza con Roma, habituado a mandar como señor en su casa, se siente exageradamente inclinado a intervenir fuera de ella; es lamentable ver sucesivamente a los dos alejandrinos Timoteo y Teófilo venir a agravar las dificultades que encuentran los dos santos obispos de Constantinopla y contribuir a su deposición.

 

2. LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS

 

Pero el cristianismo es esencialmente una comunidad organizada para dar al verdadero Dios el culto en espíritu y en verdad de la nueva alianza. Y la vida religiosa del cristiano, a finales del siglo IV lo mismo que hoy, tiene por centro la participación en ese culto oficial, la liturgia, el sacrificio eucarístico. Liturgia que casi en todas partes se ha hecho diaria, celebrada con mayor solemnidad el domingo (en Egipto, el sábado y el domingo) y los días de fiesta.

El año eclesiástico comienza a adquirir forma. El ciclo temporal se organiza en torno a dos polos: el primero es, naturalmente, Pascua (el Oriente griego y el Occidente latino todavía no calculan su fecha según el mismo cómputo), la fiesta de las fiestas que se prolonga por un lado en dirección de la Pentecostés, y por otra parte viene preparada por un tiempo de penitencia, la cuaresma. Durante el siglo IV se fija la disciplina concerniente a ésta, con variantes regionales, sobre todo en la duración del ayuno.

El segundo polo, el de las fiestas de invierno consagradas al misterio de la Encarnación, tiene un origen más complejo. Las iglesias de Oriente habían establecido el 6 de enero una fiesta, en cierto sentido ideológica, que celebraba la aparición, la manifestación de Dios sobre la tierra, Epifanía, Teofanía; la conmemoración de la Natividad el 25 de diciembre aparece en Roma poco antes de 336. Parece ser que el cristianismo triunfante se apropió, imponiéndole una significación nueva, la fiesta pagana del aniversario del Sol Invicto, cuya religión había intentado el emperador Aureliano en 274 convertir en la religión común del Imperio. ¿No es Cristo el verdadero Sol de Justicia? A finales del siglo rv las diversas iglesias tomaron unas de otras sus fiestas, yuxtaponiéndolas luego en sus calendarios.

Entre otros nombres, la liturgia eucarística llevaba en griego el de synaxis, “reunión” del pueblo fiel en tomo al altar. En principio la regla era la participación en el servicio divino acompañada de la comunión; pero muchas veces la entrada de las masas en la iglesia vino acompañada de un relajamiento en el fervor, y la asistencia comenzó a ser pasiva e incluso irregular: los sermones de san Juan Crisóstomo o de san Ambrosio demuestran que en Antioquia o Milán, en su tiempo, algunos sólo comulgaban con ocasión de las grandes fiestas, y hasta una sola vez al año en Pascua; en España, un concilio de Toledo (400) llega a amenazar con la excomunión a los cristianos tibios que se abstienen de aparecer en la iglesia tres o cuatro domingos consecutivos.

Parece también que es a finales del siglo IV cuando las diferentes familias litúrgicas entre las que va a dividirse el mundo cristiano comienzan a adquirir forma y a ver fijarse sus ritos. Así, para la liturgia romana, se admite comúnmente que en torno al año 370, es decir, bajo el papa san Dámaso, una vez abandonado definitivamente el griego por el latín, el texto del Canon de la misa es redactado en sus partes esenciales según lo conocemos todavía hoy.

Estas liturgias presentan una gran diversidad, no solamente en las iglesias orientales, sino también en el Occidente latino, donde se distingue una liturgia africana, una liturgia galicana (para esta época tenemos pocos informes de España); aunque bajo una profunda influencia de Roma, la liturgia de Italia del Norte posee también caracteres propios, como lo atestigua la liturgia ambrosiana conservada por la iglesia de Milán.

Sin duda, en esta época todavía arcaica los diversos ritos no se hallan aún tan diferenciados como vendrán a estarlo más adelante; en la mayoría vemos coexistir caracteres que, según los casos, acabarán por desarrollarse o atrofiarse. Así, en la oración de consagración, el relato de la institución, la anamnesis (Unde et memores...) o la epiclesis (Supplices te rogamus..., y Quam oblationem...).

No obstante, los caracteres propios a cada familia son ya bastante claros para imponerse a la observación del arqueólogo, traducidos incluso en el plano y en la disposición interior de las basílicas. Así, la misa latina se celebra de cara al pueblo; el altar, generalmente al nivel de la nave, se encuentra delante del coro, algo levantado con relación a la nave y en cuyo fondo ocupa su trono el obispo rodeado de su clero, sentado a su vez en un banco semicircular que sigue la concavidad del ábside. En Antioquia, por el contrario, y en toda la Siria del Norte el altar se halla al fondo del ábside y el oficiante da la espalda a la asamblea; durante toda la primera parte de la misa el clero ocupa un curioso estrado en forma de herradura, situado en medio de la nave central y que sirve también de ambón para las lecturas y la predicación.

A pesar del crecimiento en número del pueblo cristiano, de lo que da testimonio la amplitud de las grandes basílicas, el culto conserva el carácter de una celebración de misterios: la parte central de la acción sagrada se celebra a puerta cerrada entre iniciados cualificados. En todas las liturgias, un rito especial señala un corte entre las dos partes de la ceremonia, la ante-misa y la parte propiamente eucarística que se inicia con el diálogo solemne del prefacio; se procede entonces a la expulsión de los miembros de la comunidad indignos de participar en la celebración: los catecúmenos y, según los lugares, también los penitentes y los energúmenos (posesos o dementes: la Iglesia cristiana se ocupa caritativa de estos desventurados).

Llegamos así al segundo aspecto de la vida propiamente religiosa del cristiano: la recepción de los sacramentos. El bautismo de adultos sigue siendo el caso más general y, como lo hemos visto a propósito de los Padres de la Iglesia, coincide a menudo con una etapa decisiva en la vida espiritual. Se comprende que fuera precedido de un período de prueba y preparación serias, con investigación y exámenes, ritos especiales (exorcismos, etc.), y en particular una breve pero densa formación doctrinal que se continuaba en los días siguientes a la administración del bautismo. De Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisóstomo y otros grandes obispos del siglo IV poseemos sermones de esta clase dirigidos a catecúmenos o recién bautizados, y que nos dan la más alta idea de la seriedad con que se efectuaba esta enseñanza.

La ceremonia tenía lugar durante la noche pascual, secundariamente en Pentecostés; en Oriente (y por influencia oriental en Occidente), también en Epifanía (o Navidad). Estaba reservado para ella un edificio especial, el baptisterio; la presencia, en el centro de éste, de una piscina no debe crearnos una falsa ilusión: el bautismo se efectúa por infusión y no por inmersión total. La confirmación, dada en un local vecino, sigue inmediatamente.

El sacramento propiamente dicho de penitencia conserva un carácter impresionante: la penitencia es pública, la reconciliación sólo se concede tras un largo periodo de expiación (los concilios se ocupan de precisar su duración en función de la gravedad de los casos), que puede prolongarse durante varios años e incluso hasta el momento de la muerte. La reconciliación de los penitentes es objeto de una ceremonia solemne; en Roma, el jueves santo. Una vez recibido este sacramento no podrá ser reiterado: ¡el cristiano que ha recibido el bautismo está llamado a la santidad!

El siglo IV vio surgir también, aunque no se trate aún de una práctica general (no se habla de obligación), la bendición solemne de los esposos en el momento de la celebración del matrimonio; esta bendición va acompañada de ritos heredados de costumbres paganas; así, en Roma, la imposición de un velo sobre la cabeza de los esposos, velatio coniugalis. Estos mismos ritos aparecen también en la consagración y bendición de las vírgenes: la trasposición era perfectamente natural, ya que las vírgenes eran consideradas como sponsae Christi.

 

3. PIEDAD POPULAR

 

Pasemos por alto los otros sacramentos. Junto a estas formas oficiales del culto cristiano ocupan también un espacio considerable corrientes de devoción que brotan de la iniciativa privada, corrientes que la Iglesia, en cuanto institución, se esfuerza por captar, controlar y, finalmente, por integrar.

Un primer aspecto de esta devoción privada revela el papel piloto desempeñado por la institución monástica: cuando un cristiano que vive en el siglo aspira a llevar una vida religiosa más intensa, espontáneamente su mirada se vuelve a los monjes para definir el estilo de vida que, salvando las proporciones, procurará imitar; y este es el estilo de vida ascética que la Iglesia prescribe a sus penitentes públicos durante su periodo de expiación. En tres palabras: ayuno, oración, limosna.

Pronto volveremos a encontrarla; la celebración del oficio divino a las horas canónicas es en su origen una institución propiamente monástica, pero que vemos extenderse progresivamente. En Jerusalén, por ejemplo, hacia el año 400 vemos piadosos seglares, hombres y mujeres, acudir a unirse con monjes y vírgenes en el santuario de la Anástasis para cantar maitines en su compañía bajo la dirección de algún clérigo. Finalmente, al ayuno acompaña toda una serie de otras austeridades relativas al sueño, al vestido, al confort, a la limpieza. Puede erigirse en símbolo el hecho de renunciar al uso de las termas, ese lujo característico de la dolce vita romana.

 

4. EL CULTO DE LOS MARTIRES

 

Mucho más importantes aún por el papel que desempeñan en la vida religiosa del tiempo, más espectaculares por lo menos, son las corrientes nacidas de la piedad popular, consecuencias evidentes de la conversión de las masas que, entradas en la Iglesia, llevan a ella su sensibilidad modelada por viejas tradiciones, por su psicología propia con sus exigencias y sus límites. La Iglesia del siglo IV, en esto ya extraordinariamente “católica” en el sentido moderno de la palabra, se mostró muy comprensiva y, aunque atenta a posibles desviaciones y excesos, muy acogedora frente a formas de piedad que denuncian la necesidad de una religión más concreta, deseosa de garantías tangibles, de intercesores muy cercanos, fácilmente accesibles, formas de piedad alternativamente novísimas o curiosamente fieles a usos ancestrales.

El hecho más saliente es la proliferación verdaderamente exuberante del culto a los mártires. Sin duda éste era conocido desde hacía mucho tiempo, desde finales del siglo segundo, y en cierto modo había sido admitido oficialmente en la Iglesia cristiana; pero a partir del fin de las grandes persecuciones y con la paz constantiniana la veneración y el entusiasmo que suscitan los “testigos” de Cristo no cesan de crecer y consolidarse. Y si el historiador orientara su juicio fundándose sólo en los testimonios exteriormente más visibles, estas manifestaciones del culto a los mártires podrían aparecer como el fenómeno principal de la vida religiosa del siglo IV.

Los motivos que inspiran esta veneración son, no cabe duda, específicamente cristianos: la creencia en el sufragio de los santos, que pueden interceder por nosotros delante de Dios. Los fieles esperaban de ellos favores que no eran siempre de orden escatológico ni siquiera espiritual; de ahí los innumerables relatos de curaciones milagrosas y otras manifestaciones de su poder de taumaturgos. Asimismo, los honores tributados a sus restos se dirige a lo que permanece de una carne santificada por el espíritu, en la que se había manifestado el poder victorioso de Cristo —carne, por otra parte, destinada a la resurrección (lo cual explica que los cristianos, de acuerdo en ello con una tendencia que se había hecho dominante en el mundo romano, rechazasen siempre la práctica de la incineración y prefirieran la inhumación, en señal de respeto al cuerpo).

Pero las formas bajo las que se expresaban semejantes creencias eran en gran medida tributarias de las prácticas tradicionales por medio de las cuales los paganos honraban a sus difuntos, y especialmente a los que creían promovidos a la “heroización” (reservada originariamente a ciertos casos excepcionales, esta promoción a un estatuto privilegiado en la vida de ultratumba, se había difundido ampliamente en la época imperial): atenciones particulares concedidas al sepulcro, a veces monumental; banquetes celebrados junto a la tumba el día de los funerales o después en cada aniversario; esta última práctica era susceptible de un valor simbólico (participación anticipada en el banquete celeste), pero podía también expresar supersticiones groseras (alimentación de los muertos); por eso vemos a los cristianos vacilar en su actitud a este respecto.

La costumbre del banquete funerario o refrigerium en honor de los difuntos, y especialmente de los mártires, había sido admitida por la Iglesia como un mal menor para desplazar las fiestas paganas del mismo género; pero a finales del siglo IV vemos a los Padres de la Iglesia preocupados por reprimir los abusos que de ello resultaban. San Agustín nos informa de que san Ambrosio había prohibido esta práctica en Milán, y extirparla en Hipona será uno de los primeros capítulos de su actividad sacerdotal (392). Al refrigerium vemos yuxtaponerse, para acabar por desplazarlo, la celebración del sacrificio eucarístico especialmente en la fiesta del mártir, fijada en el día “aniversario” de su depositio.

La arqueología encuentra en toda la extensión del mundo cristiano numerosos monumentos construidos sobre la tumba de los mártires; su diversidad es grande: puede tratarse de una simple mesa (mensa) o de una sala acondicionada para el banquete conmemorativo; otros, ya más suntuosos, presentan una u otra de las formas arquitectónicas creadas por los paganos para sus mausoleos.

En la Siria del Norte, los sarcófagos o relicarios vendrán con frecuencia a ocupar un lugar en úna capilla adosada al santuario de las basílicas, en el extremo de una de sus naves laterales. Finalmente, para satisfacer las necesidades crecientes del fervor popular, algunos de estos martyria acabarán por asumir proporciones de amplias iglesias. Así, cerca de Antioquia, se han descubierto las ruinas de un vasto edificio de cuatro naves dispuestas en forma de cruz en torno de un santuario cuadrado; según sus mosaicos, se remonta al año 397, y estaba consagrado, sin duda, a san Babilas, mártir particularmente venerado en Antioquia. O también, en la misma Roma, la inmensa basílica de cinco naves consagrada a san Pedro en el Vaticano, construida por los emperadores Constantino y Constancio y concebida enteramente para poner de relieve la caja de mármol que encerraba los restos del. misterioso monumento levantado en tiempos del papa Ceferino, hacia el año 200, en honor del Príncipe de los Apóstoles.

Todas estas grandes iglesias-martyria son construidas en los arrabales, casi siempre en una zona destinada a enterramientos: las basílicas propiamente urbanas, situadas intramuros, no poseían en su origen cuerpos santos, porque la vieja ley romana que prohibía los enterramientos en el interior de la ciudad se sigue observando escrupulosamente, al menos hasta finales del siglo.

En el plano literario, la veneración a los mártires se manifestó en la proliferación de una literatura hagiográfica —actas, pasiones, colecciones de milagros— de carácter más o menos histórico (la parte de lo novelesco resultará con mucha frecuencia excesiva), de sermones y de panegíricos pronunciados durante la liturgia celebrada en su honor.

Pero son las reliquias de los mártires lo que se hace objeto de atenciones particulares, precisamente porque ellas permiten establecer, en cierta manera, un contacto directo con el santo. De ahí, por ejemplo, la costumbre de la inhumación ad sanctosi se procura escoger la tumba lo más cerca posible del lugar en que reposan los últimos restos de un mártir venerado, en la convicción (que se expresa ingenuamente en los epitafios) de que así el santo acogería al difunto que se colocaba bajo su protección, y le haría de abogado delante del Señor el día del juicio. Bajo el suelo o en las proximidades inmediatas de los martyria nuestras excavaciones han sacado a luz una cantidad incalculable de tumbas cristianas, apretadas unas contra otras y a menudo ordenadas en diversas capas.

Los Padres de la Iglesia se interrogan con cierta inquietud por esta forma de devoción que trabajan por espiritualizar. Tal es el caso, por ejemplo, de san Agustín en su tratado De cura pro mortuis gerenda, donde contesta a la pregunta de san Paulino de Nola que veía precisamente tomar auge semejante costumbre en su propia iglesia, en torno a la tumba del mártir san Félix.

Pero la devoción apasionada a las reliquias debía dar origen a otros muchos abusos: el afán de poseerlas llevó pronto a multiplicar traspasos o traslados. Así, en el caso de una ciudad de fundación reciente como Constantinopla (en 356 fueron llevadas allí las presuntas reliquias de san Timoteo, en 357 las de san Andrés y san Lucas, etc.), de una región como la Galia que, por no haber sufrido mucha persecución, se encontraba desprovista de ellas (así en los años 380 ó 390 san Victricio hizo traer de Italia para su catedral de Rouen reliquias de los santos Juan Bautista, Andrés, Tomás, etc.), o finalmente el repliegue de las poblaciones ante la amenaza de invasión, como fue el caso de la región del Danubio.

Otro fenómeno característico es el de la invención o descubrimiento de reliquias hasta entonces olvidadas o desconocidas; descubrimiento casi siempre provocado o garantizado por alguna intervención considerada milagrosa, sueño o visión: así el de las reliquias de los santos Gervasio y Protasio por san Ambrosio, en Milán (386), en lo más enconado de su lucha contra la emperatriz arriana Justina, solemnemente trasladadas y colocadas por él bajo el altar de una basílica suburbana.

A medida que el tiempo avanza, más se multiplican estas manifestaciones, a pesar de la firme oposición de la legislación imperial (por ejemplo, la de Teodosio en este mismo año de 386). El traslado no se refería siempre a todo el cuerpo del mártir, sino sólo a una parte, un fragmento e incluso reliquias simbólicas: un trozo de tela que había tocado el cuerpo del santo, aceite perfumado introducido en el relicario y cuidadosamente recogido mediante un sistema de orificios ingeniosamente dispuestos, o simplemente un poco de polvo raspado de la tumba. La citada ley de Teodosio nos habla bien claro sobre los abusos a que podían dar lugar estas prácticas: tiene que prohibir todo tráfico o comercio de reliquias. Estos abusos aumentaron a medida que crecía la devoción privada y el deseo de los fieles fervorosos o supersticiosos de poseer para sí mismos alguna reliquia preciosa.

 

5- LAS PEREGRINACIONES

 

El siglo IV vio finalmente nacer otra devoción característica: las peregrinaciones. Las multitudes acuden, y a menudo desde muy lejos, a los santuarios consagrados a mártires célebres: san Menas en Egipto, al oeste del Delta, los siete hermanos Macabeos, san Babilas en Antioquia, san Juan en Efeso, san Demetrio en Tesalónica; en Ilírico, santa Anastasia en Sirmio, san Quirino en Siscia (antes de su traslado a Roma), etcétera. No menos visitados eran los santuarios de los Santos Lugares de Palestina, que constituyen una categoría particular de martyria y son los primeros en adquirir importancia desde 330 como lo confirma el testimonio de Eusebio y las construcciones de Constantino: en Jerusalén la rotonda de la Anástasis en torno al sepulcro de Cristo, la basílica vecina sobre el emplazamiento del Calvario, en el Monte de los Olivos la basílica de Eleona y el santuario de la Ascensión; en Belén la basílica de la Natividad, etc.; se visitaba también toda una serie de martyria consa­grados a recuerdos del Antiguo Testamento: el de Abrahán en Mambré (Hebrón), el de Job en Carnea y, naturalmente, el de Moisés en el Monte Nebo así como, mucho más lejos, en el Monte Sinaí.

Estas peregrinaciones constituyen por sí solas un fenómeno de gran importancia del que conservamos numerosos vestigios: poseemos, fechado en 333, un itinerario de Burdeos a Jerusalén, los pintorescos recuerdos; de viaje de la monja Egeria, oriunda, según parece, de Galicia (hacia 400: ¿395, o más bien 411, 417?), libro precioso por los detalles que nos facilita sobre la liturgia celebrada en Jerusalén, liturgia que precisamen­te a causa de las peregrinaciones irradiaría sobre toda la Iglesia.

Es este un fenómeno complejo en que el análisis distingue componentes de cualidad diversa: la piedad sin duda, una devoción legítima a las raíces históricas de la fe cristiana; un elemento ascético, si no penitencial, teniendo en cuenta las dificultades y lo longitud de los viajes; elementos también más profanos, curiosidad, turismo, a veces un poco de inestabilidad psicológica o sociológica. Se comprende que algún Padre de la Iglesia, san Gregorio de Nisa, por ejemplo, expresara sobre esta forma de devoción un juicio matizado de ciertas reservas, las mismas que brotarán un milenio más tarde de la pluma del autor de la Imitación de Cristo.

Una última categoría de peregrinos visitaba a personajes venerados ya en vida. Ya hemos aludido a este hecho al hablar del monacato: los grandes solitarios, san Antonio en primer lugar, atraían a las multitudes que acudían a pedirles ejemplos, consejos, oraciones, milagros. Después de su muerte, los lugares que habían esclarecido con su presencia y sobre todo su tumba continuaron siendo metas de peregrinación con el mismo título que los Santos Lugares o las reliquias de los mártires. Tal es el caso, por ejemplo, de la tumba de san Martín de Tours (muerto en 397). Para distinguirlos de los mártires propiamente dichos, se reserva a estos santos, ascetas y taumaturgos, el título de confesor que originariamente designaba a los que, en el transcurso de una peisccución, habían padecido por la fe —cárcel, destierro, tortura— sin llegar a morir.

 

CAPITULO ONCE .- CHRISTIANA TEMPORA

 

Debemos analizar ahora qué repercusión tiene la fe del cristiano más allá del dominio propiamente religioso. En diversas ocasiones san Agustín se sirve de la expresión Christiana témpora, “la época cristiana”, para designar, por oposición a los siglos paganos, el período de historia inaugurado por la conversión de Constantino. ¿Es legítimo el empleo de esta expresión? ¿En qué sentido y hasta qué punto puede decirse que la civilización del mundo romano en el siglo IV fue una civilización cristiana?

Que el Estado se creyó entonces cristiano, quiso ser cristiano, no deja lugar a duda: el hecho resulta de la estructura monolítica de esta monarquía absoluta. A partir del momento en que el omnipotente soberano se declara cristianó, el Imperio se cristianiza, por así decirlo, con absoluta naturalidad. En cierta manera esta convicción se afirma oficialmente: desde 315 las monedas presentan el monograma de Cristo grabado sobre el casco de Constantino; en los años 326-330 aparece el labarum, el estandarte triunfal, la bandera cuadrada de la caballería romana, adornado con el retrato de los soberanos reinantes y con el asta coronada por el mismo monograma rodeado de una corona de laurel (de ahí el nombre de laureatum, transformado en labarum a través de la transcripción griega).

No se trataba de un ideal puramente teórico; de Constantino y Constancio a Graciano y Teodosio (sin olvidar la reacción intentada por Juliano y la pausa que señala Valentiniano), hemos visto al Imperio romper progresivamente sus lazos con el paganismo, para acabar proclamando al cristianismo, bajo su forma católica, religión de Estado.

Desvinculado del paganismo, el Estado se incorpora estrechamente a la Iglesia. Así se explica el libro XVI del Código teodosiano (compilado en los años 429-439) que se ocupa de cuestiones religiosas; hallamos en él unas ciento cincuenta decisiones consagradas a la defensa de la ortodoxia, e incluso a su definición. El emperador interviene hasta en los pormenores de la disciplina eclesiástica: en 390, una constitución de Teodosio prohibe la entrada en la iglesia a las mujeres que “en contra de las leyes divinas y humanas” tuvieran la osadía de cortarse los cabellos, y prevé sanciones contra los obispos que pretendieran admitirlas. Esta política de intervención va acompañada, como hemos visto, de toda una serie de privilegios y favores diversos en beneficio de la Iglesia y de su clero.

 

I. INFLUENCIA CRISTIANA EN LA LEGISLACION

 

El respeto, los favores de que es objeto la religión cristiana por parte del gobierno imperial no son una simple actitud hipócrita o interesada de éste. Existe en él un esfuerzo real por penetrar de espíritu cristiano la estructura de las instituciones, la vida misma del mundo romano. Ahora va a ser el calendario cristiano el que marcará el ritmo de la vida social: desde 325 el domingo se convierte, oficialmente, en día de descanso; las fiestas paganas, tan del gusto del pueblo, sobre todo en Roma o en las grandes ciudades, a causa de los espectáculos y demás regocijos que las caracterizaban, subsisten sin duda, pero se realiza un esfuerzo por eliminar de ellas los aspectos religiosos, y acaban por perder todo carácter oficial. La lista de fiestas de guardar, establecida por una constitución de 389, sólo comprende, además de las fiestas cristianas, el 1° de enero, los aniversarios de los emperadores y los que conmemoran la fundación de las dos capitales.

Se sabe que los emperadores cristianos desplegaron una intensa actividad legislativa que modificó profundamente la fisonomía del derecho romano. ¿Hasta dónde se extiende la influencia que ejerció el cristianismo en esta legislación? Alternativamente se la ha ensanchado o restringido con exceso; los hechos son a menudo de interpretación delicada. Cuando Constantino, por ejemplo, suprime en 320 las restricciones legales que pesaban sobre los célibes y que habían sido inspiradas en otro tiempo por la política natalista de Augusto, ¿es seguro que esto obedece a un deseo de rendir homenaje al ideal cristiano de la virginidad consagrada? Una dependencia con respecto a la moral evangélica y la disciplina eclesiástica aparece más claramente en las constituciones relativas al matrimonio: prohibición del concubinato para el hombre casado, severidad en el caso de adulterio o rapto, obstáculos al divorcio que había venido a ser demasiado fácil.

Lo mismo ocurre con las medidas encaminadas a dulcificar la condición servil (aunque éstas prolongan una tendencia ya bien marcada por influjo del estoicismo en el derecho del Alto Imperio): prohibición de separar las familias de esclavos, nuevas facilidades ofrecidas para la obtención de la libertad, especialmente en la iglesia por simple declaración en presencia del obispo.

Más original y de gran interés es el esfuerzo realizado por introducir un poco de humanidad en el atroz régimen de las cárceles. El Código teodosiano reúne bajo este título siete leyes escalonadas de 320 a 409; la primera llega incluso a prohibir a los carceleros que dejen morir de hambre a los prisioneros; la última ordena que sean conducidos al baño una vez por semana, el domingo, invocando para ello consideraciones religiosas; el clero, obispo y sacerdotes, recibe un derecho de atención sobre la suerte de estos desgraciados.

 

2. DIFICULTAD EN LA CRISTIANIZACION DE LAS COSTUMBRES

 

Pero todo esto no pasa de ser medidas aisladas que no bastan para esclarecer el problema: ¿estamos ante una civilización cristiana? Cuestión difícil que sólo puede recibir una respuesta compleja también y matizada.

 No era una tarea fácil cristianizar en algunos años o en algunas generaciones una civilización nacida y madurada en el seno del paganismo. No se modifican tan fácilmente reflejos inveterados, sobre todo en el seno de las masas. Sólo algunas almas de la élite son capaces de adquirir conciencia de las implicaciones prácticas que se desprenden del nuevo ideal religioso que acaban de entrever o de adoptar.

1) Tomemos como test las dos costumbres características de la sociedad pagana contra las que se alzaban con violencia los apologistas del siglo segundo: la exposición de los recién nacidos y las luchas de gladiadores. Con respecto a la primera legislación de los emperadores cristianos se presenta confusa y contradictoria. Ciertamente encontramos algunas medidas que facilitan al niño recogido y criado como esclavo la posibili­dad de recuperar la libertad; en 374 es prohibido el infanticidio, pero no parece que se haya llegado a reprimir el abandono en sí mismo, a pesar del desprecio que esto entrañaba frente a la persona humana. Las luchas de gladiadores son objeto de una primera prohibición en 325, pero ésta seguirá siendo durante mucho tiempo teórica, a pesar de los es­fuerzos de la propaganda cristiana; sólo hacia 434-438 es definitiva. Sin embargo, las luchas en el anfiteatro no cesarán, aunque se limitarán a cazas en que el hombre no se enfrentaba con otro hombre sino solamente con fieras; por otra parte, el interés de estas exhibiciones pasa progresivamente del combate sangriento al elemento destreza, acrobacia.

2) Religión del jefe, religión de las masas, el cristianismo debe asumir ahora la responsabilidad de la ciudad temporal. No nos precipitemos a hablar, para deplorarla, de una mundanización de la Iglesia; los cristianos del siglo IV no podían rechazar las tareas que les imponía el éxito mismo que había encontrado la evangelización del mundo romano.

Mientras no habían pasado de ser una débil minoría, por añadidura sospechosa y mal tolerada, habían podido vivir en cierta manera enquistados dentro del organismo social, dejando a los otros, a la mayoría pagana, al Estado pagano, el cuidado de afrontar y resolver los difíciles problemas planteados por la existencia y las necesidades de la sociedad humana.

Por ejemplo el problema de la guerra. En tiempos de Tertuliano y de Orígenes el cristiano podía obedecer estrictamente a la letra del Decálogo (“no matarás”) y al espíritu del Evangelio, consagrándose a la vez enteramente a su vocación en cierto sentido sacerdotal. “Por medio de incesantes oraciones —escribía Tertuliano— pedimos para todos los emperadores un reinado tranquilo, un palacio seguro, tropas valerosas, un senado fiel, un pueblo leal, un universo en paz”; otros voluntarios se encargaban de constituir el ejército que aseguraba la paz en las fronteras. La situación militar, demográfica y religiosa del Bajo Imperio ya no permite una actitud semejante, que por otra parte no carecía de equívoco (los cristianos gozarían de la paz romana sin pagar su precio).

Muy pronto la Iglesia tuvo que hacer frente a sus nuevas responsabilidades: el tercer canon del concilio de Arles (314) amenaza con excomunión a los soldados desertores, “pues el Estado ya no es perseguidor” (si es que se ha de interpretar así la expresión oscura y de significado discutido, in pace, “en tiempo de paz”, religiosa). Esto no quiere decir que desde entonces la Iglesia se resignara a sacrificar el ideal evangélico de no-violencia; la actitud de sus doctores más autorizados no deja lugar a duda, y eran obispos perfectamente conscientes de su deber de pastores. Así, todavía hacia 370, san Basilio no repara en aconsejar a los soldados que tengan sus manos manchadas de sangre que se impongan tres años de penitencia.

Igualmente un poco más tarde, san Ambrosio, sin considerarlo una obligación, aprueba a los magistrados que se abstienen espontáneamente de los sacramentos después de dictar una pena capital. La severidad del derecho penal en vigor entrañaba no menos violencias en el servicio civil que en el servicio militar (la lengua e incluso el uniforme confundían a uno y otro bajo el mismo apelativo de “milicia”).

Vemos aparecer aquí una oposición entre las exigencias opuestas de la ciudad terrena y de la ciudad de Dios. La contradicción aparece en el interior mismo de la política imperial. Por una parte, y esto desde 313, vemos multiplicarse en beneficio de los clérigos las exenciones de todo género, inmunidades fiscales, dispensa de cargas cívicas, etc.; pero, por otra parte, la estructura a la vez compleja y rígida del sistema social de que depende la buena marcha del Estado no puede tolerar que la clerecía se convierta en un medio para eludir esos deberes.

Desde 329 Constantino prohíbe la entrada en el clero a los curiales, esos nobles colectivamente responsables del cobro de los impuestos debidos por sus municipalidades; pero ¿no era esto eliminar una fuente importante del reclutamiento sacerdotal? Por eso el legislador se ve obligado a volver una y otra vez sobre esta cuestión: de 361 a 399 encontramos una docena de leyes relativas a ella en que se dosifican de diversas maneras concesiones, restricciones, amnistía.

¡Y si sólo existieran los curiales! Otras categorías sociales, sujetas igualmente a alguna obligación de Estado, se ven a su vez cerrar el acceso a las funciones clericales: en 361 los empleados de las oficinas de finanzas, en 365 los panaderos, en 398 los obreros de tintorerías de púrpura, en 408 los salchicheros.

3) Finalmente, es preciso tener en cuenta la inercia propia a los fenómenos de civilización que se desarrollan según una lógica interna, al. encadenarse causas y efectos según un determinismo propiamente técnico sobre el que las intervenciones exteriores no pueden ejercer, al menos inmediatamente, más que una influencia limitada. Una vez puesto en marcha, el régimen totalitario inaugurado por Diocleeiano llegó bajo sus sucesores a sus consecuencias implacables: coacción, tiranía, terror, crueldad —y esto a pesar de las exhortaciones de orden moral que la Iglesia y la conciencia cristiana no cesaron de dirigir a los iefes y a sus agentes: llamamientos a la clemencia, a la mansedumbre, a la humanidad.

La correspondencia de los grandes obispos del siglo IV nos los presenta interviniendo sin cesar ante las autoridades en favor de los débiles y las víctimas de un régimen tan duro con todos los que oprime. A veces se trata de individuos, a veces de colectividades, como en 282, cuando el obispo Flaviano pide a Teodosio perdón para su ciudad de Antioquia tras la sedición que había profanado las estatuas imperiales; en un caso análogo, en 390, san Ambrosio no pudo impedir la salvaje represión ordenada por el mismo emperador en Tesalónica —siete mil personas reunidas en el circo y exterminadas sin piedad—, pero se atrevió a exigir y obtuvo del culpable una penitencia pública (penitencia, por otra parte, mitigada, y sanción de principio, pero por primera vez un emperador se resignaba a reconocer la superioridad de la ley divina y se sometía a la autoridad espiritual de la Iglesia). El derecho de asilo en las iglesias comienza a pasar a las costumbres, si no está ya reconocido oficialmente; se trata de un nuevo caso en que se enfrentan lo temporal y lo espiritual.

Pero si así la influencia cristiana pudo tener algún resultado benéfico en un cierto número de casos particulares, no pudo, en cambio, penetrar hasta las raíces mismas de la causa de tales excesos ni contener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el principio mismo del régimen establecido. Hemos hecho alusión a la creciente barbarie del derecho penal e incluso administrativo en el Bajo Imperio; nada más característico que el recurso cada vez más frecuente en la práctica de la tortura. El derecho romano, al finalizar la república, se había honrado renunciando casi completamente a ella (aunque siguió practicándose cuando se trataba de esclavos). Había penetrado subrepticiamente en el Imperio en el caso de lesa majestad, pero una vez admitido el principio no había cesado de extenderse.

Pertenece a la lógica de una monarquía de tipo oriental, de un régimen policía, el temer sin cesar la conspiración, se tortura a la menor sospecha, en busca del menor indicio, a presuntos culpables, cómplices eventuales y, finalmente, simples testigos. Y ¿dónde colocar los límites de la alta traición? Un deudor del fisco, un contribuyente en falta pone también en peligro la seguridad del Estado.

Hay que contar también con lo arbitrario. Los representantes del poder absoluto son a su vez omnipotentes —al menos mientras conservan la confianza del príncipe; si caen en desgracia, pasan a ser traidores, y con ellos son traidores sus parientes, sus amigos, sus protegidos.

El alma cristiana no puede sino gemir ante esta abominación; se cita incluso el caso de desgraciados injustamente condenados que el pueblo cristiano veneró después de su suplicio en cierta manera igual que a los mártires, como esos “santos pacientes” que tanto mueven a la piedad rusa. San Agustín escribirá en la Ciudad de Dios una hermosa página sobre lo absurdo de la tortura, fuente inevitable de errores judiciales y de sufrimientos injustificados. Pero esta página se halla inserta en el cuadro pesimista que el santo presenta describiendo las calamidades inherentes a la condición humana; como la guerra, el hambre, la enfermedad, la tortura le parece a la vez insoportable e inevitable. Aquí podemos constatar cómo, al estar encuadrado en un contexto dado de civilización y en cierta manera prisionero de las perspectivas concretas que éste impone, el esfuerzo mismo del moralista y del teólogo se ve paralizado por fuertes barreras.

Lo mismo hemos de decir de las intervenciones de la autoridad eclesiástica en materia económica y social: recelo frente a la profesión comercial, fácilmente sospechosa de lucro ilícito; severidad frente al comercio con el dinero: concilios y teólogos del siglo iv condenan unánimemente el préstamo a intereses; pero esta postura, dada la decadencia de la economía monetaria, no tiene entonces la importancia que adquirirá más tarde.

La Iglesia asiste con la misma impotencia relativa al nacimiento de las estructuras pre-feudales o cuasi-feudales que acompañan al de la gran propiedad: sólo puede protestar contra los abusos cometidos por los “poderosos”, esos grandes señores que, arrancando al Estado privilegios excesivos, oprimen a los campesinos de sus dominios; si el estatuto de los esclavos rurales tiende a elevarse y convertirse en el que conocerá la Edad Media bajo el nombre de vasallaje, la suerte de los colonos o campesinos libres se hace cada vez más pesada; entre ambos hay solamente una diferencia de grado.

Vemos a los obispos practicar la misma política de intervención y de presión moral ante los “señores” que ante las autoridades administrativas o judiciales; pero este llamamiento a la piedad, a la bondad, tampoco puede otra cosa en este caso que corregir excesos particulares sin atacar a reformas de estructura. El Estado había realizado también un intento —que resultó vano— en este sentido mediante la institución de “defensores del pueblo” (368), destinados a proteger a los humildes contra las iniquidades de los poderosos; pero esta función degeneró pronto y fue confiscada por los mismos contra quienes estaba destinada a luchar (400). Es necesario esperar hasta el año 400 para ver a un concilio español amenazar con la excomunión a los poderosos que despojasen de sus bienes a un clérigo o a un pobre.

4) De todo lo precedente podríamos concluir que la influencia cristiana en la sociedad romana del siglo IV no pasó de ser marginal. Es innegable que la conversión de ésta al cristianismo no acarreó consigo un florecimiento general del ideal evangélico. Considerando las cosas desde el punto de vista colectivo —estadístico pudiéramos decir—, que es el del historiador de la civilización, esta época trágica, “este tiempo agitado” (para utilizar uno de los conceptos fundamentales de Arnold J. Toynbee), revela un endurecimiento de la sensibilidad, un salvajismo creciente en las costumbres y las instituciones; por una de esas paradojas que abundan en la historia, el mundo romano sólo había logrado superar el desafío que suponía la amenaza bárbara a costa de aceptar en cierta manera su propia barbarización.

Pero nuestro cuadro ha quedado incompleto. El cristianismo introdujo también en la civilización preocupaciones nuevas que se manifiestan en la aparición de instituciones originales destinadas a alcanzar en los siglos futuros un gran desarrollo, pero que se imponen ya a nuestra atención por realizaciones importantes. Nos referimos a la noción de caridad en el sentido social del vocablo, de ese sentimiento de solidaridad y de responsabilidad del hombre frente a todos sus hermanos los hombres, por muy desheredados que sean: los pobres, los sin hogar, vagabundos o caminantes, los enfermos, los dementes.

El mundo pagano no había conocido ese respeto religioso de la persona humana considerada como un valor absoluto, objeto del amor misericordioso del Dios creador y salvador. Las liberalidades del patrono con sus clientes eran una cosa totalmente distinta, lo mismo que las prestaciones, panem et circenses, que recibía el pueblo de la capital, dividendo percibido sobre el producto de las conquistas por los herederos de los conquistadores del Imperio. En este punto, el siglo IV merece ciertamente recibir el título de época cristiana: asistimos a una amplia manifestación de la caridad.

La limosna, reconocida como uno de los deberes esenciales del cristianismo, alcanza dimensiones de servicio público, dada la fortuna enorme de la aristocracia a la que pertenece ya una parte de la élite cristiana. A la muerte de su mujer Paulina, el senador Pammaquio, uno de los amigos de san Jerónimo, invita a todos los pobres de Roma a un banquete en la basílica de San Pedro en el Vaticano; la multitud que acude llena la inmensa basílica y su atrio hasta la plaza (397). San Paulino de Nola que nos refiere el hecho tiene el sentimiento de la revolución operada en los valores sociales; califica a los mendigos de patronos de nuestras almas, patronos animarum nostrarum; los ricos aparecen ahora en postura de clientes.

Como siempre los obispos aparecen en primer plano. Sostenidos, sin duda, por las liberalidades imperiales, toman la iniciativa en la organización de obras de caridad sobre una base institucional. Así, a partir de 372, vemos a san Basilio edificar en un suburbio de su ciudad episcopal, Cesárea de Capadocia, un conjunto de construcciones: iglesia, monasterio, hospicio y hospital, provisto del personal cualificado necesario, médicos, enfermeros, y destinado a acoger a los viajeros, los desgraciados, los enfermos y especialmente los leprosos. Semejantes “casas de pobres”, no son un fenómeno aislado; en la misma época encontramos otras varias, por ejemplo en Amasea del Ponto y otras ciudades de Oriente.

La iglesia de Alejandría, como siempre, hace las cosas en grande. Cuenta con un cuerpo de enfermeros a las órdenes del obispo, los parabolanso cuyo número (en 416-418 pasará de quinientos) y turbulencia acaban por inquietar a la autoridad imperial. El Occidente sigue el ejemplo; el mismo Pammaquio funda un hospicio-hospedería, en el Puerto de Roma, cerca de Ostia, donde desembarcaban innumerables peregrinos y viajeros. Otra gran romana perteneciente también al círculo ascético animado por san Jerónimo, Fabiola, construye en Roma el primer hospital, nosokomion, consagrado al servicio de los enfermos.

Nos hallamos aquí en el origen de instituciones que, secularizadas hoy —asistencia pública, seguridad social...—, han venido a ser atributo esencial de todo Estado civilizado; el historiador de la civilización debe subrayar que tales instituciones nacieron por inspiración cristiana, que surgieron, se desarrollaron y durante largos años hubieron de vivir bajo la protección de la Iglesia. Así el siglo IV adquiere todo su valor; en lugar de extrañarnos por la lentitud con que logró hacer penetrar un poco de su ideal espiritual en la dura realidad humana, es preciso reconocerle el mérito de haber emprendido ese lento trabajo de cristianización de instituciones sociales que habría de dar más adelante frutos hermosos en la ciudad medieval.

 

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SAN ATANASIO Discursos Contra Los Arrianos

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