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Sala de Lectura "Biblioteca Tercer Milenio" BIOGRAFIAS (

VIDA DE JOVELLANOS

1744-1811

 

 

Nació don Gaspar Melchor de Jovellanos el día 5 de Enero de 1744 en la villa de Gijón, del principado de Asturias, hoy provincia de Oviedo. Su padre, don Francisco, fue un caballero ilustre de aquella tierra, muy aficionado a los buenos estudios, docto en humanidades amante de su patria. Doña Francisca Jove Ramírez, su madre, señora de extremada hermosura y de mayor virtud, cuidó de inspirar a sus hijos en los primeros años de la vida los sentimientos religiosos que tanto ayudaron a don Gaspar, andando el tiempo, a sufrir con resignación las desgracias que, como espantoso nublado, se desplomaron sobre su cabeza. Aún por entonces la impiedad y la falta de toda creencia no habían emponzoñado el corazón de los españoles; todavía no era moda en nuestra patria dudar de todo, burlarse de todo, querer reemplazar los milagros de la fe con los delirios de la razón. La madre de Jovellanos era el tipo de las damas españolas: religiosas y creyentes, educaban a sus hijos en las verdades de la santa religión; y cuando salían de sus brazos para entregarse al estudio de las ciencias, o al cultivo de las letras, o al manejo de las armas, si eran varones, o para contraer matrimonio, si eran hembras, llevaban grabados en el pecho los principios eternos de virtud, de honor verdadero, de caridad y de temor de Dios, que saben inspirar las mujeres cristianas y que jamás abandonaron o nuestro don Gaspar. Más de una vez en sus grandes tribulaciones, el ministro de Carlos IV y el miembro de la Junta central que gobernó los reinos de España en la cautividad de Fernando VII, tuvo ocasión de recordar aquellas máximas santas y preciosas, conque su buena madre templó su alma elevada antes de entregarle a los peligros del mundo; alguna vez le parecieron a Jovellanos de más subido precio que los bienes de fortuna que heredó de sus padres, que por otra parte no serían muchos, porque fueron nueve los hijos de aquel feliz matrimonio. Tan dilatada familia no podía menos de preocupar vivamente el ánimo previsor de unos padres cariñosos; y contando con las excelentes disposiciones que mostraba don Gaspar, con su precoz inteligencia, docilidad y buena índole, resolvieron dedicarle a la iglesia, para que libre de todo otro lazo pudiera servir de amparo a sus hermanos, y muy particularmente a las hembras, pues siendo cuatro, no sería extraño que alguna menos dichosa hubiese menester el arrimo y seguro apoyo de persona tan allegada. Con este fin, después de haber aprendido primeras letras y latinidad en Gijón, y filosofía en Oviedo, pasó en edad de trece años a la universidad de Ávila, donde emprendió la carrera de leyes y cánones bajo la inmediata solicitud del prelado de aquella diócesis, don Romualdo Velarde y Cienfuegos, gran protector de sus paisanos, que había convertido el palacio episcopal en una especie de seminario de los hijos de Asturias. Encantaron al Obispo el talento, la viveza y aplicación del nuevo alumno; y deseoso de estimular sus progresos, le confirió la institución canónica de dos beneficios. Más adelante, contemplándole con su carrera concluida, y ya licenciado en ambos derechos, creyó reducido campo a la capacidad y al saber de su protegido los límites de aquel palacio y provincia, y proporcionándole una beca en el colegio mayor de San Ildefonso, dispuso su traslación á la ciudad de Alcalá de Henares, cuya universidad era centro de doctrina, escuela de sabios, plantel de operarios entendidos para las diversas carreras del Estado.

Dos años residió nuestro don Gaspar en la ciudad que hizo famosa en todo el mundo el cardenal Jiménez de Cisneros, brillando en las academias, distinguiéndose en los ejercicios, haciéndose amar de todos, cuando resuelto a colocarse, y noticioso de que se abrían oposiciones a la canongía doctoral de la santa iglesia de Tuy, determinó aspirar a ella y emprender al efecto el necesario viaje a Galicia. Teníalo Dios dispuesto de otra suerte; en Madrid trataron todos sus amigos de persuadirle a que desistiese de la carrera eclesiástica, y en ello su tío el duque de Losada, sumiller de corps, formó particular empeño, prometiéndole obtener alguna plaza de alcalde del crimen entre las que a la sazón había vacantes en varias audiencias de la Península. Accedió don Gaspar a sus deseos, aunque ya había recibido la primera tonsura, y se dejó proponer dos veces por la cámara de Castilla.

Ocupaba el trono español el buen rey Carlos III, príncipe escrupuloso por demás en la elección de todos los funcionarios públicos, y muy especialmente de los que tenían a su cuidado la administración de justicia. Padre amoroso de sus pueblos, diligente investigador del mérito y circunstancias de los que había de elegir para cargos tan importantes, y deseoso de conservar en sus puestos a adelantar en sus carreras a los hombres dignos que una vez nombraba, hacía poco caso del favor y de la recomendación, y se pagaba mucho de los merecimientos, llegando a distinguirse por sus elecciones acertadas y por el empeño de conservar a los buenos servidores. Si andando luego los años, aquel esclarecido monarca hubiese podido ver las incesantes variaciones que se han hecho un día y otro en todos los ramos del servicio público, sin exceptuar la administración de justicia; si hubiera podido presenciar las destituciones en masa y los nombramientos en turbión al compás de las sucesivas revueltas y mudanzas, y el favor entronizado en el lugar propio del mérito, y el espíritu de bandería reemplazando al santo amor de la patria, ¿cómo no habría desesperado de un buen régimen en España, de una buena administración de los intereses públicos, la cual principalmente descansa en la inteligencia, que la mayor parte de los hombres sólo adquieren con la práctica, y en la pureza, que algunos, aunque no todos por dicha, sólo hacen compatible con su conservación y perpetuidad? ¡Lamentables consecuencias de las revoluciones posteriores! Son así las cosas del mundo: revuelto el mal con el bien, cuando por un lado se progresa, se retrocede por otro; y el espíritu humano ¡lastimoso error! presume en no pocas ocasiones de haber encontrado remedio eficaz y seguro contra las dolencias que afligen a la sociedad. En unos tiempos se confieren los destinos públicos, de que dependen la suerte del país y la tranquilidad o el honor de las familias, al favor de los palaciegos o de oscuros intrigantes de antesala; en otros, se atiende a ganar votos para la elección de un diputado, complaciendo a los que se llaman electores influyentes, o se encumbra a los más altos puestos, en vísperas de una votación parlamentaria, a un hombre político importante, como ahora se dice. ¿Cuál es mejor entre los dos sistemas? No lo sabemos; sólo pedimos a Dios para el solio español, y en eso estamos seguros de no errar, reyes como Carlos III; para los consejos, para los tribunales, para el gobierno, en fin, de nuestra patria, magistrados como Jovellanos.

Accedió al cabo el Príncipe a la segunda consulta de la Cámara, y fue nombrado don Gaspar alcalde de la cuadra de la real audiencia de Sevilla, para donde marchó, no sin haber ido antes a Asturias a ver a sus ancianos padres, pasando por Ávila con el fin de abrazar tiernamente a sus compañeros de estudio, y visitar el sepulcro del prelado, su favorecedor y patrono. Al despedirse en Madrid del conde de Aranda, le encargó éste que no siguiera la costumbre de cortarse el pelo para encasquetarse el empolvado pelucón que usaban todos los golillas. He aquí sus propias palabras, según refiere el mismo Jovellanos : «No, señor, no se corte usted su hermosa cabellera; yo se lo mando. Haga usted que se la ricen a la espalda, y comience a desterrar tales zaleas, que en nada contribuyen al decoro y dignidad de la toga.» Fue, en efecto, Jovellanos el primer magistrado que dejó de usar la peluca de estilo; y su ejemplo, imitado por otros en cuanto se supo que era tal el gusto del presidente del Consejo, desterró esa costumbre de los tribunales españoles. Lo cual, dicho sea de paso, ocasionó algunas punzantes murmuraciones contra el joven alcalde, puesto que imaginaron muchos que era el deseo de lucir su figura lo que le obligaba a prescindir del ridículo adorno. Porque era Jovellanos de proporcionada estatura, airoso de cuerpo, de semblante expresivo y agraciado, ojos rasgados y vivos, larga y rizada cabellera, y de modales sueltos y elegantes; su vestido siempre esmerado; su voz agradable y simpática; su conversación amena y entretenida. Era religioso sin afectación, ingenuo, sencillo como un niño, siendo fácil empeño engañarle; amante de la verdad, aficionado al orden, suave en el trato, firme en las resoluciones, agradecido a sus bienhechores; en la amistad constante; en el estudio incansable; duro y fuerte para el trabajo. Oía con placer los consejos de sus amigos, y respetaba la opinión de los doctos; pero cuando su convicción o su conciencia le impulsaban a obrar de una manera, todos los esfuerzos del mundo no fueron bastantes a desviarle de su propósito. Tal es la base de la justa reputación de Jovellanos, y los hombres nacidos a gobernar y a influir en las sociedades humanas se han de distinguir más bien acaso por el carácter que por la inteligencia. Con largos estudios y con ingenio privilegiado, pero con débil carácter, se puede ilustrar y causar asombro a la humanidad, mas nunca se la gobierna. Si Jovellanos brillara no más que por sus talentos, admiraríamos del mismo modo sus escritos; pero su levantado carácter es lo que hace sobresalir su figura en la corte desventurada de María Luisa, y que se le contemple como clara estrella en aquel nublado cielo.

No es mucho que con tan notables prendas el joven y agraciado alcalde se hiciese estimar pronto de los moradores de Sevilla. Concurría a la tertulia del ilustrado asistente don Pablo Olavide, y era su más bello adorno; se le confiaba la redacción de todos los informes y consultas del tribunal; y las actas, que todavía se conservan, dan testimonio de su laboriosidad, de su influencia, de su golpe de vista, de sus dotes de gobierno. Más tarde pasó de la sala de alcaldes del crimen a una plaza de oidor, y en ella se ensanchó el horizonte de su actividad y estímulo para sus estudios. Olavide, que le apreciaba sobremanera, le aconsejó que se dedicase al de ciencias que entonces no se habían generalizado, y le hizo aprender idiomas a la sazón poco sabidos en España. De esta suerte añadió a los conocimientos que en letras humanas adquirió de estudiante, y conservó toda la vida, otros no menos útiles para el desarrollo de la inteligencia y para el gobierno de los pueblos. Tuvo asiento en la sociedad de Amigos del País, y fue ocupación de sus mejores horas el desarrollo de todos los ramos de la industria. Sevilla no olvidó en mucho tiempo los favores de que le fue deudora. Él estableció escuelas patrióticas de hilaza, buscó por sí mismo los edificios en que se debían plantear, maestras expertas que supiesen dirigir, tornos y lino para las discípulas, proporcionó recursos, hizo el reglamento por que todas se habían de gobernar, y propuso premios para las que hiciesen mayores progresos. Introdujo en la provincia un modo de perfeccionar la poda de los olivos y de elaborar el aceite, trabajando mucho, y no sin algún resultado, en mejorar el beneficio de las tierras, los instrumentos agrarios y las pesquerías de las costas de aquella parte del Océano; procuró introducir el uso de los prados artificiales, y con sus consejos y socorros auxiliaba a gran número de inteligentes artistas y de honrados menestrales. Así que, necesariamente su casa fue el centro de los sabios, de los literatos y artistas; en ella se discurría sobre los negocios más graves de la gobernación, y sobre las obras maestras del ingenio humano; sobre los adelantamientos de las ciencias, y sobre la belleza de las artes. Allí acudían también los pobres sin dejar de recibir constantemente protección y recursos; y sí los necesitados no encontraban grandes socorros, porqué no era rico Jovellanos, conseguían de él eficaces recomendaciones para que se los prestasen los poderosos.

Encarecer cuánto se afanó por el establecimiento de un hospicio que llenase las grandes condiciones que él se proponía, es imposible. No parece sino que ya leía en lo porvenir aquella alma elevada, movida por la caridad, los problemas sociales que a algunos espíritus atrevidos estaba reservado plantear. Parece que adivinaba ya su inteligencia que andando los días habían de tener las casas de misericordia un importante fin de gobierno, mayor aún que en los tiempos antiguos. Si fue siempre necesario y justo que la sociedad socorra al desvalido, lo es más hoy, que se oyen por todas partes extrañas teorías sobre el derecho al trabajo, y suena en nuestros oídos la palabra socialismo y otras no menos peregrinas, nacidas de revoluciones pasadas y engendradoras de otras futuras. En vano se esforzarán los hombres, en vano buscarán remedio a males que los afligen y atormentan, en el estudio de quiméricas teorías, absurdas y peligrosas; o lanzándose a las calles, acero en mano, en busca de mejor fortuna. La tierra no es el paraíso; la igualdad es de todo punto imposible, y ni siquiera por aproximación puede establecerse: habrá siempre familias opulentas, gentes de mediana suerte, y muchedumbres de pobres y miserables. El remedio de todos estos males está dicho hace diez y ocho siglos y medio, y no hay otro ni puede haberlo; es preciso predicar a los pobres resignación, y caridad a los ricos: así, y sólo así, lanzándose gobiernos y pueblos por las vías católicas con perseverancia infatigable, se evitarán algún día las revoluciones, qué no hacen sino agravar la dolencia, y se reducirá todo lo posible el número de infelices que carecen de lo necesario para la vida.

No en balde dijimos antes que el bien y el mal andan siempre revueltos en el mundo; la sociedad descansaba en instituciones seculares, imperfectas, es verdad, llenas de inconvenientes y de defectos; pero en nuestros días se han destruido precipitadamente con ciega imprevisión, no se han reemplazado a tiempo, y ya el edificio parece como que se bambolea y amenaza ruina al impulso de violentas pasiones, de encontrados intereses, de aspiraciones infinitas. ¡Quiera Dios iluminar a los gobiernos, para que reprimiendo con mano vigorosa y fuerte las malas pasiones que por todas partes rugen feroces y desencadenadas, merced a los hábitos de licencia y de inmoderada discusión sobre todas las cosas divinas y humanas, se levante algún día puro y sereno el sol de la caridad, remedio divino de los males humanos!

La residencia de Jovellanos en Sevilla tuvo también gran influjo en su afición a las bellas artes, y en el buen gusto y exquisita erudición que avaloran sus ulteriores escritos. Así como hizo amistad en aquel pueblo con Olavide, y emprendió de sus resultas una serie de estudios que le dieron más tarde justo renombre, así igualmente don Juan Agustín Cean Bermúdez inclinó su ánimo a la contemplación de las bellezas artísticas, y a meditar sobre un punto que también le había de valer merecida fama. Allí, además, es difícil que un hombre medianamente dotado de sentimiento artístico no avive su afición y dé vuelo a su fantasía. La gótica bellísima catedral, el alcázar morisco, la lonja del severo Herrera, los lienzos de Roelas, del granadino Alonso Cano, de Zurbarán y de Murillo, y tantas maravillas como encierra en su seno la hermosa ciudad del Rey Santo, hablan a la imaginación un lenguaje elocuente, a que no resisten nunca los corazones sensibles y las inteligencias bien encaminadas. Y luego, aquel ardiente clima, y aquel purísimo cielo, y aquella atmósfera embalsamada con la más rica fragancia, todo, todo convida en Sevilla a gustar de las artes y a dejarse llevar del irresistible encanto de las obras de ingenios peregrinos. Allí adquirió don Gaspar las vastas noticias y el delicado gusto que admiraron después en Madrid los discretos, ya en la oración pronunciada en la academia de San Fernando el día 14 de Julio de 1781, con motivo de la distribución de premios á los alumnos, ya en el elogio del arquitecto mayor de esta villa don Ventura Rodríguez, que con ocasión de su muerte, acaecida en 26 de Agosto de 1785, leyó a la Sociedad Económica, y que, no satisfecho, adicionó más tarde con notas sobre la arquitectura por extremo curiosas. En el discurso pronunciado cuando la distribución de premios, exclama de esta manera JOVELLANOS:

«¡Gran Murillo! Yo he creído en tus obras los milagros del arte y del ingenio; yo he visto en ellas pintados la atmósfera, los átomos, el aire, el polvo, el movimiento de las aguas, y hasta el trémulo resplandor de la luz de la mañana.»

Estas palabras revelan que comprendía maravillosamente la belleza, y sentía como sienten los varones inspirados por el genio de las artes. Una y otra oración demuestran con evidencia que poseía en estas materias Jovellanos una instrucción riquísima, de que no podían hacer alarde sus contemporáneos; él fija el origen, hasta entonces generalmente ignorado, de la arquitectura llamada gótica, y examina tantos autores y con tan exquisito criterio, y presenta tan delicadas observaciones, tan acertadas conjeturas, deducciones tan verosímiles, y decisiones por lo común tan seguras y bien fundadas, que no solamente le granjearon el aplauso de los doctos nacionales y extranjeros, sino que le valieron también el dictado de historiador de las artes españolas y cronista de la arquitectura, la cual es para algunos la primera, la más importante y necesaria de todas. ¡Con qué acierto juzga a los grandes profesores de las varias escuelas de nuestra patria! ¡Con qué buen gusto describe las obras de Lucas Jordán y de Claudio Coello, insignes ambos, precipitado el uno por la avaricia a ser cabeza de los depravadores del arte, y llevándose el otro al sepulcro la esperanza de su restauración! Con cuánta exactitud refiere el paso de la arquitectura que llamamos gótica a la del renacimiento, y de ésta a la que ha hecho inmortales a un Toledo y un Herrera! ¡Con qué gracia y tino presenta luego el tránsito al género bastardo que introdujo el italiano Borromini, al que Churriguera ha tenido en España la desgracia de dar su nombre , y en que don Pedro Rivera, su más desatalentado imitador, dejó tan ridículos monumentos! Las fachadas del Hospicio y del cuartel de Guardias de Corps, y los templetes y terrezuelas del puente de Toledo, siempre serán muestra elocuente de los extravíos del humano entendimiento; y en cambio, las observaciones de Jovellanos guía segura para los que no estimen necesario que el ingenio riña con el juicio; y así durarán todo el tiempo que duren el buen gusto que las dictó y el idioma en que se escribieron.

A la época de su residencia en Sevilla pertenecen varios escritos de Jovellanos, que demuestran ya la generalidad de sus estudios y la prodigiosa flexibilidad y extensión de su entendimiento; cuéntanse, entre otros, un informe al Consejo de Castilla sobre el establecimiento de un monte-pio en aquella ciudad; la carta dirigida a don Pedro Rodríguez de Campomanes, remitiéndole un proyecto de erarios públicos o bancos de giro; un luminoso informe sobre el estado de la sociedad médica de Sevilla y del estudio de medicina en su universidad, y otro al Consejo sobre la extracción de aceites a reinos extranjeros. Allí también escribió varias de sus composiciones poéticas, entre las que sobresale la epístola a sus amigos de Salamanca, Meléndez Valdés y los padres González y Fernández, estimulándolos a que empleasen sus versos en asuntos graves, para que, labrando su propia gloria, consiguiesen la corrección de las costumbres y el ejercicio de la virtud. En Sevilla es también donde escribió su tragedia intitulada Pelayo y la comedia El delincuente honrado; ésta, con la siguiente ocasión: disputábase en cierta tertulia sobre el mérito de la comedia sentimental en prosa, o sea a la larmoyant, como entonces se decía en frase extranjera, o llorona, como en son de burla algunos la llaman ahora. Convinieron los tertuliantes en calificar de espúreo aquel género; pero así y todo, sostuvo la mayor parte de ellos que era interesante y propio para excitar los afectos del alma. Jovellanos fue de este sentir, y se propuso componer una inmediatamente. Es su comedia interesante en efecto; y hoy, que se aplauden y traducen a varios idiomas y se ensalzan a las nubes inverosímiles dramas y novelas estupendas, no teniendo en su abono sino que logran interesar, es de todo punto imposible ser severos con una producción, perteneciente en verdad a un género bastardo, pero que estaba entonces muy en boga y ha vuelto á estarlo después, escrita en prosa fácil y elegante, cuya distribución está muy bien calculada, cuya tendencia es laudable y cuya lectura gusta y enternece. El autor de estas líneas asistió, siendo niño, a una de sus representaciones en el teatro de la Cruz, y confiesa que le hizo profunda y muy grata impresión, que nunca olvidará, y de que participó todo el auditorio; y eso que ya la moda había pasado, o por lo menos no era exclusiva, que el escritor había muerto hacia bastantes años, y que las opiniones dominantes no eran a la sazón favorables a las del ilustre Jovellanos. Hay en el poema controversias un tanto dilatadas, disertaciones algo difusas, y el empeño de que la moral que se propone el dramático resulte de lo que se dice, y no de lo que sucede, contra lo que, a nuestro juicio, conviene en el teatro; bien que todo nace de que el fin de la obra es político, puesto que su propósito evidente es censurar la pragmática sobre desafíos. Pero dígase lo que quiera, por aquellos tiempos no se escribió comedia mejor en España; y a no brillar después don Leandro Fernández de Moratín, nadie aventajaría a Jovellanos entre los escritores cómicos del pasado y primeros años del presente siglo. Cierto que El delincuente honrado no tiene comparación con El sí de las niñas; pero en el propio caso se encuentran muchas comedias antiguas y modernas de autores justamente celebrados. Tal como es, ¿quién no la estima superior a La petrimetra, de Moratín padre, a El señorito mimado y La señorita mal criada, debidas a la pluma de Iriarte, y aun a El filosofo enamorado, escrita por Forner? La de Jovellanos fue representada por vez primera en uno de los sitios reales, y es de notar que se la acogiese con aplauso en tal coliseo, proponiéndose en ella censurar severamente una pragmática del Soberano.

Menos feliz sin duda en la tragedia, confiesa el mismo autor que su plan es incorrecto y está poco meditado. Escribióla atropelladamente, y sacó del molde mil defectos; trató después de corregirlos, pero con poco fruto, porque los vicios originales nunca ceden a la corrección, como él propio asegura con noble ingenuidad. Ni el Pelayo de Jovellanos, ni la Hormesinda de don Nicolás Moratín, que se asemejan bastante, merecen examen detenido; uno y otro hubieran hecho mejor en estudiar los grandes modelos del arte que en lanzar sátiras contra Huerta, quien con su Raquel les dio, y a todos sus impugnadores, harto más brillante y gallarda respuesta que con sus apasionadas diatribas. Por lo visto, son de todos los tiempos tales escándalos: enfermedad muy frecuente en genus irritabile vatum, pero como hija del amor propio, aflige también á los demás hombres aún cuando no sean poetas. Hacen desmerecer la tragedia de nuestro autor principalmente los versos, que parecen más bien prosa elegante y esmerada; defecto que deslustra cuantas composiciones suyas pertenecen a aquella época. Hasta más tarde no supo imprimir a sus poemas el carácter de verdadera poesía : entre sus pasatiempos de Sevilla y la descripción del Paular, o las dos excelentes sátiras que le han valido celebridad tan justa, hay toda la distancia que separa del verdadero poeta á un hombre instruido, conocedor de su idioma y de las sílabas de que han de constar los versos. Para mayor desventura de su Pelayo, la tragedia que con igual título escribió después Quintana hace imposible que se recuerde otra alguna de las que se han compuesto hasta ahora sobre el mismo asunto; como que aún seguiría sin rival en todo lo que va de siglo, si Martínez de la Rosa no hubiese escrito el Edipo y Tamayo la Virginia.

Lástima grande nos parece que no ejercitase Jovellanos su flexible talento en escribir mayor número de comedias. Su genio observador, su posición en la sociedad y su notoria aptitud, nos dan derecho a presumir que habría sabido retratar las costumbres de su época de un modo admirable. Gran servicio es este último que hacen los escritores cómicos. La historia de los sucesos que agitan a un pueblo no es todo lo que interesa a la posteridad; es una buena parte, pero no lo único que busca la mirada diligente del estudioso. Para mostrarnos retratadas con viveza y exactitud las costumbres españolas en el siglo XVIII, no hay historia más propia que el teatro. Aquellas máximas de honor de que eran perpetuamente esclavos los caballeros; aquel respeto a la palabra empeñada; aquella galantería que los distingue en el trato con las mujeres, serán buscados en vano en historia alguna; el teatro refleja todo eso como un espejo, y en él hay que buscar, por regla general, los accidentes de la vida íntima y el carácter de un pueblo, con preferencia a los documentos que guardan los más ricos archivos. ¿Quién, por ejemplo, no echa de ver que en los dramas de nuestro siglo de oro aparecen rara vez las madres de familia? Quién no habrá reparado que en aquellos lances amorosos, que constituyen la fábula de todas las comedias, no figuran jamás las mujeres casadas? Doncellas son siempre las heroínas del teatro de nuestros abuelos, y cuidan de su honra los padres y los hermanos. En nuestros tiempos las cosas pasan de otra manera: el marido y la mujer suelen ser las principales figuras del cuadro; una pasión adúltera y culpable, que a veces se resiste, que a veces produce mayor caída, forma el nudo de casi todos los dramas que se componen en nuestros días. La mujer casada aparece constantemente en la escena, y la santidad de la familia está puesta siempre a discusión, aunque sea para que resulte enaltecida, que es lo mejor que puede suceder, y lo que no siempre acontece. ¿Inventan eso por ventura los poetas dramáticos? No por cierto; lo copian, lo toman de la sociedad que ven, son eco fiel de los sucesos que presencian : unos para enderezarlos por el camino de la virtud, otros para aumentar el daño, pintando la pendiente, que ellos llaman irresistible, de las pasiones. Sucede lo propio con los caracteres: el poeta dramático dibuja constantemente los que presenta, copiándolos de los que andan por el mundo. Por eso Moratín nos ofrece en su don Carlos de El sí de las niñas un joven enamorado y con todas las condiciones propias de su edad, pero que respeta a su tío, obedece sus órdenes, y le besa la mano al despedirse para volver a su regimiento; mientras Hartzenbusch, en su comedia intitulada Un sí y un no hace de Florencio un licenciado en leyes, que acabó su carrera ayer y ya sólo piensa en adquirir a toda costa bienes de fortuna, y no aspira al matrimonio sino como medio de proporcionarse una renta, y conversa con su padre con el desenfado de camarada y con la desvergüenza de un calavera. Por eso el mismo don Carlos de Moratín asegura a su tío, y precisamente cuando cree que éste le roba su amada, que ella se portará siempre «como conviene a su honestidad y a su virtud»; mientras Vega, en su Hombre de mundo, hace que diga don Juan, tipo del calavera corrompido de estos tiempos : «Volveré dentro de un año», al ver que no ha podido viciar a una esposa y turbar para siempre la paz de una familia, quizá por ser reciente el matrimonio. Vega y los otros dos, como él ilustres ingenios, han procedido cuerdamente : los tres han pintado lo que veían alrededor suyo; y no merecen en verdad pequeña alabanza los dos que hoy viven, presentando en sus excelentes comedias triunfante la virtud y ridiculizado el vicio. También Moratín, si ahora viviese, enriqueciendo con sus producciones el teatro, habría huido, no hay dudar, de exponer a la risa del público la disculpable ignorancia de una madre sencilla, apurando, por el contrario, los chistes y el gracejo en sacar a la vergüenza tantos ridículos tipos como desdoran y envilecen la sociedad; y en vez de censurar el forzado, pero noble sí que daban las niñas educadas en un convento, arrojaría al público desprecio y a la condenación general de las almas honradas, el no que pronuncian ahora algunos jóvenes educados de otra manera.

Pues bien, fundados en esto, y seguros de la índole y dotes del ingenio de Jovellanos, permítasenos lamentar que no hubiese retratado su época en muchas y sazonadas composiciones cómicas, cuando en El delincuente honrado y en las Sátiras se muestra capaz de producir obras muy apreciables y joyas dignas del teatro español.

Muy contento con su género de vida, y satisfecho con su posición desahogada y cómoda se hallaba nuestro don Gaspar en Sevilla, cuando el Soberano determinó en 1778 trasladarle a Madrid, confiriéndole el codiciado y honroso destino de alcalde de casa y corte. No le satisfizo, antes bien sintió con todas las veras de su alma este ascenso, y (según dice en carta a su hermano don Francisco) hubo de abandonar bañado en lágrimas las orillas del Guadalquivir. Esta para él sensible traslación le inspiró una Epístola a sus amigos, en que pinta con vivos colores el dolor que le causaba separarse de ellos y de la hermosa ribera del Betis, centro feliz, de sus venturas en días más claros y serenos. Y cuando más adelante, en la real academia de San Fernando, leía la oración ya citada con motivo de la distribución de premios, todavía dedicaba sus recuerdos a la ciudad querida : «Pasando a hablar de Sevilla, dice, permítame vuecelencia que no esconda los sentimientos de aprecio y gratitud con que mi corazón oye el nombre de un pueblo cuyos ilustres hijos han señalado la mejor parte de mi vida con singulares beneficios. Sí, gran Sevilla; sí, generosos sevillanos, voy a consagrar mi lengua en vuestro obsequio. ¡Feliz en este instante, en que la verdad me permite pagar a vuestra inclinación el tributo de gratitud y de alabanza que os debo de justicia »

Entre las causas que aumentaban su disgusto, era grande la consideración de volver a ocuparse en el conocimiento de los negocios criminales, que miró siempre con aversión y profunda pena. Así es que no pudo menos de apreciar como señalada muestra de la piedad del cielo que al año y medio de su nombramiento para alcalde de corte le pasaran al consejo de las Órdenes, en cuyo día se le descargó el pecho de una incómoda pesadumbre, y respiró tranquilo. Mas en ese período, en que era su ocupación ordinaria repesar los comestibles, asistir á los incendios, averiguar y perseguir atroces delitos o reprimir raterías de la vida holgazana y vagabunda, a fe que no estuvo ocioso para la letras. Entonces cabalmente escribió la célebre descripción del Paular, que entre sus más brillantes composiciones ocupa lugar aventajado, presentándola Quintana como prueba irrecusable de haber sabido llegar a veces Jovellanos a la más alta y verdadera poesía. Es una epístola a don Mariano Colon, duque de Veragua, oculto bajo el nombre de Anfriso. La bosquejó en la misma cartuja del Paular, a la sazón que allí permanecía formando la sumaria de un robo escandaloso hecho en el convento, aprovechando así los breves ratos que le permitía su comisión, y desahogando su espíritu de la pena de tan incómodo empleo. En nuestros días hay quien tiene, y es sin duda competente su voto, la tal epístola, no sólo por la mejor composición de Jovellanos, sino también por la más perfecta y acabada de cuantas produjo el siglo anterior en idioma castellano. Que es una de las mejores, créenlo todos; y es que brota espontáneamente del corazón, es que nace de la inspiración verdadera, es que, educado el autor en las máximas de buen gusto y de sana crítica, y seguro en ellas, deja volar la fantasía por los ricos horizontes de la belleza moral y material que descubren sus ojos extasiados, y acierta su pluma con la dicción poética, cuando su alma se ha empapado en las regiones de la más sublime poesía.

Llegado apenas a Madrid, le llamó a su seno la Sociedad Económica; poco después, a propuesta del conde de Campomanes, ingresó en la Academia de la Historia; coincidió con su nombramiento de consejero de las Órdenes su entrada en la de Nobles Artes de San Fernando, y en 24 de Julio de 1781 le concedió la Española el título de académico supernumerario. Fuera prolijo y cansado en demasía referir los trabajos científicos, artísticos y literarios que en el espacio de diez años salieron de su pluma, ya por encargo de los cuerpos referidos, ya por el tribunal de que era parte, ya para las academias de Cánones y Derecho patrio, fundadas por Carlos III, y a que perteneció Jovellanos. El lector puede consultar sus informes, dictámenes o discursos sobre tantos y tan diversos ramos del saber, y le causará maravilla aquella extensión de conocimientos, aquella profundidad de estudios, aquella seguridad de doctrina, aquella claridad en la expresión, aquella elocuencia vigorosa, aquella sensibilidad, aquel exquisito tacto que resplandecen en todos sus escritos. La vida entera de un hombre se necesita para adquirir los rudimentos no más de las ciencias en que sobresalió. Parece imposible que el cronista de la arquitectura sea el profundo jurisconsulto y canonista eminente; que el poeta inspirado del Paular sea el sabio economista; que escriba con igual acierto y con la misma superioridad sobre literatura, sobre artes, sobre la roturación de los campos, sobre el cultivo de las tierras, sobre la conservación y aumento de nuestra ganadería, sobre la extracción y contratación de nuestros productos. Si en la silenciosa y ordenada paz de la vida monástica hubiera pertenecido a una de aquellas órdenes regulares cuyos hijos pasaban la vida dedicados al estudio y a la meditación, aún costaría trabajo explicar su inagotable deseo de aprender y el éxito pasmoso que alcanzó en tan variadas materias; pero viviendo en el mundo, asistiendo constantemente al desempeño de su obligación en sus destinos, y no faltando jamás ni a las corporaciones que se honraban contenerle en su seno, ni a las tertulias y reuniones de los hombres doctos de su época, toma el escritor y repúblico a nuestros ojos la proporción de un verdadero prodigio. Cierto es que escribimos en un tiempo en que son muy comunes los hombres enciclopédicos; cierto que desde las aulas se practica ahora el método de enseñarlo todo en confuso revoltijo, y que apenas salidos de la escuela, pluma en ristre, acometen mozos imberbes la tarea de enseñar al género humano desde una y otra tribuna. Mas cabalmente por eso crece nuestro asombro; los escritos de Jovellanos viven, y los de nuestros días, a que vamos ahora aludiendo, mueren antes que sus autores; mal hemos dicho, mueren con el sol que los vio nacer, pareciéndose en eso, por lo menos, a la pura, encendida rosa, de quien Rioja decía :

 

Tan cerca, tan unida

Está al morir tu vida,

Que dudo si en sus lágrimas la aurora

Mustia tu nacimiento o muerte llora.

 

Son las de Jovellanos a las de sus imitadores de hoy, lo que las obras monumentales a los productos efímeros del tercio de siglo en que vivimos; lo que el acueducto de Segovia y la catedral de Toledo a los puentes colgantes que cerca de Madrid y Zaragoza vinieron abajo apenas construidos en estos últimos años, y la iglesia parroquial del barrio de Chamberí, que se tiene en pie a duras penas; lo que un sólido edificio a una decoración de teatro.

Ni somos panegiristas ciegos de nuestro autor, ni enemigos jurados de la época en que vivimos; antes bien aquel tiene defectos, y no hemos vacilado en señalarlos; en ésta hay ingenios peregrinos y adelantamientos portentosos, y no los desconocemos. Pero milagros como aquel no son de todos los días, y en tiempos como los presentes , en que abundan los medios de que abusa la charlatanería, importa recordar a cada paso con el poeta:

 

¡Cuán callada que pasa las montañas

El aura, respirando mansamente!

¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

 

Gozaba entonces de grandes satisfacciones Jovellanos, y duraron cuanto el reinado de Carlos III, que pasó de esta vida en 14 de Diciembre de 1788. Un mes antes, el 8 de Noviembre, leía don Gaspar en la Sociedad Económica Matritense el elogio de aquel monarca, en el que, con el vigoroso estilo de su correcta prosa, parece como que le despedía del mundo, exhortando a los príncipes a cumplir la obligación de atraer la prosperidad sobre los pueblos que les tiene encomendados la Providencia divina, y con voz enérgica les recuerda cómo de sus acciones depende que sea venerado o maldecido su nombre en los siglos futuros. Conviene advertir que era un panegírico, y no un estudio histórico, lo que la Sociedad había encargado al autor; que si esto último fuese, echaríamos de menos la censura que merecen algunos lunares de aquel período. El pacto de familia y la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles, nunca hallarán, para quien escribe estas líneas, justificación ni disculpa. Merécela, sin embargo, don Gaspar, no siendo de aquella sazón entrar en tales pormenores ni juzgar uno por uno los hechos de aquel reinado. Ni estaba bien a la Sociedad que con laudable propósito había erigido el Príncipe, alzar la voz para otra cosa que para rendirle agradecidas alabanzas. Fuera de que a Carlos III se le podía alabar sin pecar de adulador : la lisonja había de consistir solamente en pasar en silencio algo que, por otra parte, no era tampoco de la incumbencia de aquel cuerpo. Aun así, es menester juzgar al autor por la atmósfera que respiraba, dado que con sus palabras o con su silencio hubiera alabado o dejado de censurar la persecución de la Compañía de Jesús ; porque hoy es, y todavía a pesar del tiempo trascurrido, de las justificaciones publicadas y de las preocupaciones desvanecidas, no falta quien ensalce con sinceridad y con brío aquel acto de inquisitorial y tremenda tiranía. De gran provecho ha sido para la memoria de don Carlos que la voz de Jovellanos se alzara en su elogio; por eso ni lo olvidan ni lo dejan de consignar cuantos hacen su apología. Pero de todos modos, ¿se puede pronunciar mejor discurso en su alabanza que la protección que dispensó a los sabios, que las mejoras que hizo, que los monumentos artísticos que erigió, que las carreteras de que cruzó la Península? No es lo mejor que salió de la pluma de Jovellanos el Elogia de Carlos III; pero los edificios y monumentos que labró este rey son los mejores que Madrid ostenta, y no los aventajan ni igualan otros en lo demás de España, a pesar de la época de cultura en que vivimos . Fue propósito constante de aquel monarca remover los obstáculos que se oponían a la prosperidad del reino, y, entre ellos, los que no dejaban tomar vuelo a la decaída agricultura. Con tal objeto formó el Consejo de Castilla un expediente de ley agraria, sobre cuyo punto quiso oír a la Sociedad Económica, y es el origen del famoso Informe que escribió Jovellanos, que todos conocen siquiera de oídas, aun los menos doctos, y que ha valido a su autor grandes alabanzas y amargas censuras, al compás de las diversas opiniones que han subdividido a nuestra patria en variados grupos y partidos encontrados andando luego los tiempos.

La imparcialidad más severa exige que el libro de nuestro autor se juzgue con arreglo a la época en que fue escrito y al estado social del reino: mirado por ese prisma, es imposible dejar de tributarle grandes alabanzas. Procediendo de otro modo, ¿cuáles serán las obras humanas que se libren de áspera censura? Cualquiera otra manera de juzgar es contraria a las exigencias más vulgares de la razón y de la buena fe. Todos los males que especifica el Informe sobre la ley agraria son ciertos y reales, y era urgente el remedio. No es Jovellanos responsable de que la revolución haya aplicado fuego al edificio antiguo antes de tener levantado el nuevo, dejando descubiertos y a la intemperie grandes y respetables intereses, que se han visto en peligro, y que acaso no están aún del todo asegurados. Si se juzga así de las obras humanas, ya lo hemos dicho, ninguna hay buena ni digna de alabanza. Fuera de que nace al punto la contienda entre los que sostienen que la irritación revolucionaria proviene del que señala los males existentes, y los que aseguran que es hija de los males mismos; disputa de imposible solución. Cuando Jovellanos decía que era conveniente enajenar las tierras concejiles para entregarlas al interés individual y ponerlas en útil cultivo, asentaba una verdad evidente a nuestros ojos; cuando decía que uno de los medios más seguros de proteger el interés particular de los agentes de la agricultura sería variar las leyes que favorecían la amortización, exponía un principio certísimo, y a nuestro modo de ver incontrovertible. ¿Tiene él, por ventura, la culpa de que haya llegado época en que se mandase todo eso sin respeto a los derechos adquiridos y con notorio detrimento del orden social, que exige el mayor pulso y cordura en buscar la sazón y disponer el modo de plantear las más necesarias mejoras? No por cierto; semejante acusación es una injusticia enorme, y no puede pesar sobre el ilustre Jovellanos en cuanto las pasiones, irritadas por espectáculos dolorosos, dejan libre paso a la razón serena. Si de aquella suerte fuera lícito apreciar las obras de los hombres, habría que decir que nuestro inmortal Cervantes, descargando el golpe de gracia sobre los libros de caballería y sobre sus gigantes y vestiglos, es culpable del positivismo en que ha venido a caer la sociedad moderna; que el primero que predicó a los reyes máximas de prudencia y de amor a la justicia, como Fenelón, tiene la culpa de los horrores de la revolución francesa y de los asesinatos de Luis XVI y de su Real familia; que el inventor de la imprenta es responsable de los libros inmundos o de los extravíos del periodismo. No: tal modo de razonar es absurdo, tan absurdo como suponer que el autor del Informe sobre la ley agraria tiene la culpa de que se haya despojado a la Iglesia de sus bienes sin su consentimiento y contra su voluntad; de que se hayan arrebatado sus rentas a las casas de caridad, sin reemplazarlas siquiera con otras igualmente saneadas, por ellas con gusto recibidas; y de que se haya atentado a la propiedad colectiva, abriendo ancha puerta a los ataques contra la propiedad individual. No : Jovellanos no es el que inspira con su libro a las modernas asambleas para romper tratados, infringir pactos solemnes, y arrancar de cuajo el firmísimo cimiento de la sociedad, que es el respeto debido a todo linaje de propietarios; lo que hace es manifestar el rumbo que deben seguir gobiernos y legisladores para poner remedio a males positivos y gravísimos, con medidas eficaces, pero sucesivas, bien meditadas y tomadas con anuencia de los propios dueños. Sobre esto no puede quedar duda: cuando comienza la parte que dedica a las tierras concejiles, por cuya venta o distribución se decide, no olvida que «esta propiedad es tan sagrada y digna de protección como la de los particulares»; cuando sostiene ser la excesiva amortización eclesiástica una de las causas que tienen atrasado el cultivo, no olvida manifestar que «la aplicación del remedio toca a la Iglesia, y al Rey nada más que promoverle»; y por último, para que en todo se note la gran previsión y prodigioso tacto que le hacían eminente repúblico, cuando se declara enemigo de las vinculaciones, de que en efecto se hallaba plagado el territorio español, no se olvida de aconsejar que retenga la nobleza sus mayorazgos; porque es justo que, ya que no puede ganar en la guerra estados ni riquezas, se sostenga con las que ha recibido de sus mayores; porque es igualmente justo que el Estado asegure en la elevación de sus ideas y sentimientos el honor y bizarría de sus magistrados y defensores; porque si no puede negarse (¿y cómo pudiera?) que la virtud y los talentos no están en el nacimiento vinculados, y que fuera grave injusticia cerrar a nadie el paso a los servicios y premios, es, sin embargo, tan difícil esperar de una educación oscura y pobre el valor, la integridad, la elevación de ánimo y las demás grandes calidades que piden los grandes empleos, cuanto es fácil hallarlas en medio de la abundancia, del esplendor y aun de las preocupaciones de aquellas familias que están acostumbradas á preferir el honor á la convenien­cia, y a no buscar la fortuna sino en la reputación y en la gloria. Firme en estas ideas, que sostiene con elocuencia admirable, propone que se cierre en lo sucesivo la puerta a las vinculaciones; pero si un ciudadano, a fuerza de grandes y continuos servicios, se colocare en aquella altura que atrae a sí la veneración de los pueblos, cuando las recompensas dispensadas a su virtud le hubiesen engrandecido con autoridad y largos bienes de fortuna, sea entonces remate y corona de los premios la facultad de fundar un mayorazgo que trasmita su nombre á las generaciones futuras.

Al cabo de tantos años, de tantas experiencias, de tan grandes escarmientos y de tantas exageraciones, a lo que proponía Jovellanos hemos venido a parar, y al arsenal de sus razones han acudido los defensores de la última reforma constitucional, entre los cuales se cuenta el autor de este discurso, para esgrimir buenas y bien templadas armas. ¡Quiera Dios que no se malogre la empresa por no tener presentes los consejos del Informe que vamos analizando! Según el cual se han de dispensar esas gracias con parsimonia y con notoria justicia para que no se envilezcan. “Si el favor o la importunidad las arrancan para los que se han enriquecido en la carrera de Indias o en los asientos, dice Jovellanos, ¿qué podrá reservar el Estado para el premio de sus bienhechores?”

No se limita el Informe a sólo estas materias ;abraza una exposición clara y metódica de los estorbos que se oponen al interés de los agentes de la agricultura, y, por consecuencia, a su progreso, ya sean políticos o derivados de la legislación, ya morales o nacidos de las opiniones a la sazón reinantes, ya físicos o producidos por la naturaleza de nuestro suelo. Desenvolviendo o demostrando la existencia de tan diferentes estorbos, se indican los medios de removerlos; y una y otra tarea se ven desempeñadas con profundo conocimiento de causa, y, generalmente, con singular acierto. Muchas de las opiniones allí sustentadas son hoy comunes en plazas y corrillos, pero eran poco estimadas y conocidas en aquel tiempo; y aun por eso existían abusos entonces que hoy parecen imposibles. En conclusión, el Informe sobre la ley agraria puede presentarse como modelo, así por la claridad y sencilla elegancia del lenguaje, como por la profundidad de las ideas; así por el acierto en recorrer y presentar los males, como por el tino en señalar los remedios. En este último punto se puede muy bien no discurrir ni opinar siempre como Jovellanos, pero nadie dejará de tributarle el respeto que merecen opiniones sinceramente profesadas, vigorosamente expuestas, y razonadas con un caudal de noticias y de observaciones a que no es dado llegar sin grandes estudios, sin vasta capacidad, y sin gran elevación de miras y alteza de pensamientos.

Hemos dicho más arriba que pasó Jovellanos a ocupar una plaza en el Consejo de las Ordenes, y ya adivinará el lector que allí no estaría ocioso quien en todas partes se distinguió por su laboriosidad. La Consulta acerca de la jurisdicción temporal del Consejo, y el Reglamento del colegio imperial de Calatrava, en la ciudad de Salamanca, se han de estimar como dos modelos en sus respectivos géneros. La consulta, que es un resumen de la historia política de las órdenes militares y del cuerpo que aconseja al Rey al ejercer el cargo de gran maestre, brilla por la escogida erudición que oportunamente ostenta, por la atinada distribución del plan, por la gracia del estilo y por la perspicuidad con que están presentadas las ideas. El Reglamento es más bien un plan completo de estudios, el más cabal y perfecto que hubo hasta entonces en parte alguna de Europa, filosófico y cristiano a un mismo tiempo; lo cual de intento decimos, no por creer que corren separados el cristianismo y la filosofía, sino porque se escribió en época en que se llamaba vulgarmente filosofía á una colección de máximas reñidas con los preceptos de nuestra santa religión, y en que se pensaba (¡mentira parece!) que era preciso ser impío para merecer el nombre de filósofo. Los que tengan obligación de ocuparse en mejorar la instrucción pública, o en preparar métodos de enseñanza, o en dirigir establecimientos de educación para la juventud, no pueden dispensarse de leer el Reglamento del colegio imperial de Calatrava, en que se hallan juntos un plan de estudios sabiamente pensado, y reglas de disciplina dictadas por el ingenio observador y profundo de quien había cursado en las aulas, y conocía el humano corazón y las mudanzas que experimenta en las diversas épocas de la vida.

Apenas hacia un año que ocupaba Carlos IV el solio español, cuando empezó contra el varón cuyos hechos bosquejamos la cadena de infortunios y desventuras que ya, puede decirse, no habían de tener término hasta el fin de su vida; pero también comienza en este momento la época de su mayor gloria, que corre pareja con sus fatigas y quebrantos. Fue el primero, y el que abrió la puerta a los demás, la persecución que en 1789 sufrió el conde de Cabarrús. Era Jovellanos su amigo, preciábase de ello, y no consentía su carácter firme y honrado que renegara de sus cordiales afectos a la hora de la desgracia. Tomó parte en sus tribulaciones por lo tanto; y como a título de representante y apoderado de varios pueblos de Nueva España concurriese a las juntas del banco nacional de San Carlos, terreno el más propio para defender a Cabarrús, no quiso desperdiciar la ocasión, y tuvo a gala mostrarse a los ojos del público y de la corte como su protector decidido. Lerena, a la sazón ministro de Hacienda, y sus agentes, dirigían terribles tiros contra el Conde, siendo el resultado de la intriga encerrarle incomunicado en un castillo, y mandar que Jovellanos saliese de Madrid inmediatamente y partiese a Asturias para hacer un reconocimiento general y prolijo de las minas de carbón de piedra. Dejar a su amigo en situación tan triste y sin poderle valer fue lo que sintió don Gaspar, que no volver a su país y recorrer los lugares en que pasó su infancia, y dedicarse a estudios que tanto le agradaban y a otros que revolvía en su mente, y que en efecto había de realizar con gran provecho del principado y gloria suya. Tardó en llegar a Gijón, porque se hubo de detener en Salamanca desempeñando unas comisiones del Consejo de las Órdenes, a quien informó sobre ellas; con lo cual, desembarazado, siguió su camino, y a 12 de Setiembre de 1790 entró en casa de su hermano mayor, que era la misma en que había nacido. Recibióle con agasajo el dueño, pues le amaba tiernamente, y en su compañía pasó el largo período de su primera desgracia. Así la llamaremos, porque al cabo así la llama el mundo. Llamarémosla así, además, porque es en efecto desgracia para un súbdito leal incurrir en el enojo de su rey, aunque sea inmotivado e injusto; merece también ese nombre porque fue la primera entre las varias vicisitudes que cayeron sobre su cabeza desde allí en adelante, sin darse lugar unas a otras y en precipitado torbellino; pero es lo cierto que aquellos años dedicados por Jovellanos al estudio, a la lectura, a la contemplación de la naturaleza, al examen de cuestiones importantes para el desarrollo de la riqueza pública, y sobre todo, a la fundación del Real Instituto Asturiano, fueron para él felicísimos, y comparables solamente con los de su residencia en Sevilla. Y en aquel honesto destierro se vigorizó su alma para los sucesos posteriores; que en eso principalmente se distinguen los hombres de levantado espíritu (que son los menos, sin duda) de la muchedumbre de los mortales. El aislamiento, la injusticia del mundo o de los poderosos, las persecuciones no merecidas abaten los corazones vulgares y los hacen escépticos, insensibles, contemporizadores con todo género de demasías. Las almas elevadas reciben nuevo temple, se purifican, se enaltecen, y, en lugar de abatirse, se preparan a las nuevas luchas que en lo por venir les depare la Providencia. Hombres como Jovellanos perdonan a sus enemigos, olvidan los agravios, no guardan rencor a sus perseguidores; pero salen de sus tribulaciones con nueva fuerza, con más fe, con propósito más decidido de no transigir nunca con lo que no sea decoroso y propio para labrar su fama y la prosperidad de su patria. En aquel rincón de la Península, en que le creían mortificado y abatido, pasaba días serenos y alegres, consagrado a planes que Asturias no olvidará jamás. Visitó las recién descubiertas minas de carbón de piedra, hizo presente al Gobierno el estado en que las encontró, y propuso para su beneficio y explotación los medios más convenientes. Promovió y erigió después el célebre Instituto, abriendo en él, desde luego, cátedras de matemáticas, de física, de mineralogía y de náutica, que eran las más necesarias para que los alumnos se dedicaran con provecho al beneficio y comercio del carbón; y con su acostumbrada actividad formó por sí mismo los planes de enseñanza, arregló los métodos, y aun regentó las cátedras cuando faltaban profesores. Tuvo siempre amor de padre a este Instituto, sin descansar hasta que más tarde le completó y realzó agregándole los estudios de humanidades, geografía, historia, dibujo, y de los idiomas inglés y francés, escribiendo él mismo, por cierto con lucidez admirable, los tratados que habían de servir de texto en la mayor parte de estas últimas cátedras.

No contento con eso, y deseoso de emplear en más ancho campo las fuerzas de su privilegiada inteligencia, propuso al Gobierno con vivísimas instancias la construcción de una carretera de Oviedo a León. Demostró en sabios informes y extensos memoriales que la situación ventajosa de Asturias en la costa septentrional convidaba a un poderoso comercio con las demás provincias litorales del reino y con ambas Américas; que los frutos sobrantes de las Castillas se exportarían por los puertos asturianos, y recibirían en cambio por el mismo conducto los preciosos frutos de Andalucía y de Valencia, y los azúcares, cacaos y demás efectos ultramarinos que necesitasen para su consumo. Demostró, asimismo, con copia de datos, que el camino que proponía produciría grandes ventajas para la cómoda extracción de lanas del ganado trashumante; que fijada, como estaba, la trashumancia de las merinas en las montañas de León, no estarían mejor en ninguna parte los esquileos y lavaderos que en las orillas de los ríos Bermuesga y Luna; que si se habían establecido en las faldas de Guadarrama, país frío, falto de pastos, y así distante de los veraniegos como de los puertos de mar, había sido por la falta de carretera; hecha la cual, y establecidos los esquileos en las referidas márgenes, conducirían las ovejas sus lanas hasta el pie de los mismos montes en que habían de veranear, librándose de atravesar, ya desnudas, cincuenta leguas por un territorio destemplado y yermo, en estación en que todavía hay heladas, lluvias y ventiscas; se haría el esquileo en más apacible clima, en país defendido de los vientos y rico en sabrosos pastos; tendrían los lavaderos a la mano abundantes y regaladas aguas, y las lanas, apenas cortadas y empaquetadas, podrían ser conducidas al puerto de extracción con un viaje de veinte y dos leguas, en lugar de sesenta que recorrían con enorme dispendio. La demostración de tan palpables beneficios no pudo menos de decidir al Gobierno a aprobar el plan de Jovellanos, a lo que también se agregó el deseo de tenerle entretenido para prolongar sin violencia su destierro; y en su virtud se le nombró subdelegado y director de la carretera. Este y otros encargos análogos, que recibió durante su destierro, le obligaron a recorrer variados territorios de Castilla la Vieja, Rioja, Santander y provincias Vascongadas, cuidando de extender unos diarios, en que puntualmente describe cuanto en aquellas comarcas halló digno de estudio perteneciente a los reinos animal, mineral y vegetal; todo lo relativo a la población de las ciudades, villas y lugares; a los fueros, privilegios y gobierno civil y eclesiástico de cada pueblo; al estado de la agricultura, industria y comercio, ferias y mercados, usos y costumbres de los habitantes; describiendo las montañas con expresión de su materia, situación y figura; el nacimiento, dirección y confluencia de los ríos, con su pesca y las vegas o arboledas situadas en las orillas; el giro y construcción de los caminos nuevos y la dirección que llevaban los antiguos; los monumentos arruinados, los templos, castillos, palacios, conventos, hospitales y colegios; los puentes, muelles y dársenas; los archivos de los pueblos, con expresión de sus códices y documentos antiguos : en fin, de todo cuanto se presentaba á su vista indagadora dan razón esos preciosos diarios.

En Gijón, y en la época que vamos reseñando, como que tiene la fecha de 29 de Diciembre de 1790, escribió la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España. Acerca de este escrito nada podemos decir, porque pronunció su fallo tribunal competentísimo; y siendo nuestra opinión, aunque humilde, en todo conforme a él, nos limitamos a copiarle. La Real Academia de la Historia, por cuyo encargo lo había compuesto Jovellanos, celebró su lectura con vivo y general aplauso, acordando darle las gracias, como en efecto lo hizo por medio de la siguiente comunicación, firmada por el secretario don Antonio Capmany:

“Di cuenta a la Academia del informe sobre los espectáculos públicos que usía ha trabajado y remitió con su carta de 29 de Diciembre último, por conducto del señor director; y habiendo acordado que se leyese, lo ejecutó nuestro compañero, señor Vargas, con grandísima satisfacción de todos los oyentes, y del señor conde de Campomanes, que la tuvo particular en la junta de ayer, ya que no pudo asistir por sus ocupaciones a la anterior en que se empezó la lectura. Celebraron todos a una voz la elocuencia, la energía, la suma política y sólida filosofía con que usía ha tratado tan nueva, ardua e importante materia en tan corto tiempo, y falto de los auxilios que se podía procurar en la corte. La Academia, muy complacida del esmero y acierto con que usía ha desempeñado su encargo, me manda darle en su nombre las más expresivas gracias, como lo ejecuto con especial satisfacción mía.” ¿Qué añadir a estas palabras, que no las desvirtúe? Díjolas una corporación justamente apreciada por todos los sabios de Europa; y se sirvió, para que las trasmitiera a Jovellanos, del autor de la Filosofía de la elocuencia.

Más adelante, a 12 de Junio de 1792, escribió don Gaspar una carta a Vargas Ponce, en que le propone el plan que debía seguir en una disertación que iba a escribir éste contra las fiestas de toros. De aquí sin duda nació la idea, que aún conservan algunos, de que fue Jovellanos el autor del opúsculo intitulado Pan y Toros, la cual es completamente equivocada. Fuera de que no es suyo el estilo, ni se parece siquiera el de esta obrilla a ningún otro escrito del mismo autor, la carta a que nos referimos lo demuestra de una manera a nuestros ojos evidente. Publicárnosla en esta colección por haber logrado una copia que posee la Academia de la Historia, y la acompañan las notas que consideramos suficientes para esclarecer este punto. Don Carlos Posada, amigo de Jovellanos, que le trató toda la vida con la mayor intimidad, y a quien habló sobre el particular en carta que también damos a luz, aseguró que el tal opúsculo le fue atribuido por la malicia de alguno de sus enemigos, con el designio de perderle; nosotros podemos añadir que los que aún insistan en adelante en sustentar que es obra suya Pan y Toros, o no se han enterado de la cuestión, o quieren falsear deliberadamente el carácter y opiniones de Jovellanos.

En tal situación, entregado a tales entretenimientos, desterrado de la Corte, estándole prohibido llegar a ella ni a sus inmediaciones en los viajes y correrías, ¿cómo había de esperar la nueva que vino súbito a sorprenderle en su retiro? Que no fue otra sino la de que su majestad le había nombrado primero su embajador en Rusia, y muy poco después ministro de Gracia y Justicia.

¿Qué era aquella mudanza repentina? ¿Por ventura un capricho de la corte? ¿Acaso el conocimiento de que se había obrado mal, y el deseo de reparar un agravio? Estas y otras muchas imaginaciones revolvía Jovellanos en su acalorada mente, y se propuso renunciar el ministerio; prohibióselo su hermano, y don Gaspar, dócil a quien tenía en lugar de padre por el amor y el respeto; triste, pero resignado, seguro de un fracaso, pero resuelto a cumplir dignamente con su obligación, emprendió el viaje. Despedíanle con júbilo y algazara sus agradecidos paisanos, porque le veían caminar a la cima del poder; respondíales él con serena apostura, amable, pero no alegre; como quien sabía que adonde caminaba era al fondo de un precipicio. La corte estaba en el Escorial; en el puerto de Guadarrama le esperaba un amigo; contóle la causa y la historia de su nombramiento, y emprender la fuga fue el primer impulso del ministro. Pero su honor, su decoro, la confianza que tenía en sí mismo para resistir las malas tentaciones y para sufrir las consecuencias de la integridad de su carácter, ganaron, como debían, la partida, y se presentó en su puesto. ¡Puesto de espinas siempre en épocas revueltas y azarosas! Más aún en aquella en que le ocupó el ilustre Jovellanos.

Mas ¿por qué caminaba triste el nuevo ministro? ¿Por qué había sido nombrado? ¿Qué le dijo el amigo que salió á recibirle en Guadarrama ?

Sabíase en Asturias y en todo el reino español la situación de la corte. Cierto que no había entonces telégrafos, ni frecuentes comunicaciones, ni correos diarios, ni siquiera diligencias que condujeran viajeros de uno a otro extremo de la Península; pero las malas nuevas corrieron siempre con rapidez espantosa, sin necesidad de alambres eléctricos. Quien sepa lo que acontecía en aquella lamentable época, si ha podido formar con la lectura del presente escrito idea cabal, o al menos aproximada, de Jovellanos y de su carácter, no se sorprenderá de verle venir camino de la corte, resignado, aunque no abatido; sereno, pero triste. Dócil instrumento de ajenas e interesadas miras no podía ser aquel hombre, ni cómplice siquiera; remediar el cáncer que devoraba las fuerzas y la vitalidad de la monarquía, no lo estimaba posible; luchar en vano era, pues, su destino; lidiar sin esperanza y volverse á su destierro, si es que no le estaban reservados mayores males a su pronta salida del ministerio.

Su nombramiento se verificó de esta manera: había logrado el conde de Cabarrús la gracia del Príncipe de la Paz. Era el privado de instrucción escasa, y aunque no destituido de entendimiento, como han querido suponer sus implacables y desatentados enemigos los consejeros del entonces Príncipe de Asturias, todavía no alcanzaba aquella elevación de inteligencia, única que alguna vez logra el perdón de una subida rápida y de un favor incesante; pero no fue hombre de mala intención, ni cruel, ni de duras entrañas. Habría querido (¿y cómo no?) hacer la ventura de su patria y eternizar su nombre; que eso quieren sin duda cuantos llegan al poder, si no tienen una naturaleza depravada y un corazón pervertido. Pero no sabía cómo hacerlo, no conocía los males, menos aún los remedios; y como se apoyaba además su grandeza en reprobados cimientos, faltábale el apoyo de la opinión pública, faltábale la ayuda de varones rectos y entendidos. Sagaz y emprendedor el conde de Cabarrús, digno por su talento e ilustración de la amistad de Jovellanos, pertenecía al número de esos hombres frecuentes en tiempos de universal trastorno y algazara, de conciencia elástica y acomodaticia, que piensan que debe hacerse el bien, sean cuales fueren los medios, buenos o malos; de esos hombres que se llaman conocedores del mundo, que de sus preocupaciones, hasta de sus vicios, creen que es lícito valerse para aspirar al logro de sus propósitos, y llegan hasta a hacer alarde de su doctrina si sus propósitos son buenos. Pero ¡ay! que la Providencia es la única y sola que por medios desconocidos convierte el mal en bien algunas veces, y hace brotar de una serie de crímenes y de escarmientos la regeneración de un pueblo : camino vedado para los hombres. Deben éstos cumplir con la conciencia, y dejar a Dios, por cuya voluntad se gobierna el mundo y se rigen todas las cosas, que las disponga a su arbitrio y con arreglo a sus designios.

Conversaban a menudo el Príncipe y el Conde sobre las necesidades de la nación, procurando Cabarrús hacer que recayese la plática sobre la conveniencia de que el valido se rodease de hom­bres eminentes que lograran sacar a salvo la nave del Estado y que hiciesen memorable la época de su privanza; amenazábale con la triste suerte de antiguos privados, y ponía delante de sus ojos con singular osadía el desastroso fin de don Alvaro de Luna, que, vencedor de los moros en Sierra-Elvira y de sus adversarios en Olmedo, no había acertado a dar prosperidad ni abundan­cia ni reposo al pueblo castellano. Deducía de todo que era indispensable hacer el bien de la monarquía para perpetuar el favor, y que el único medio de lograrlo había de ser nombrar ministros a un Jovellanos y a un Saavedra, a quien quería que se encomendase el despacho de los negocios de Hacienda. Dejóse convencer el Príncipe por las razones del Conde; y fuerza es confesar que si había algún modo de salvarse, era en efecto el que le aconsejaban y que él aceptó de buen grado. La justicia exige también que digamos que no era un perverso quien así procuraba que su privanza redundara en provecho de todos. Tiene razón cuando estampa en sus Memorias que nadie podrá afirmar que Jovellanos le hubiese adulado en ningún tiempo; tiénela asimismo cuando asegura que ni con él ni con Cabarrús le ligaba de antemano lazo ninguno de amistad; envanécese con justicia de haberle hecho nombrar ministro sin tratarle, ni deberle servicios ni lisonjas; pero rinde igualmente tributo a la verdad, y debe agradecérselo la historia, cuando añade que “los principios de una estrecha y severa filosofía (debería haber dicho virtud) le produjeron (a Jovellanos ) los poderosos enemigos que contaba en el reino.”

La persona que le esperaba en el puerto (que no era otra que Cabarrús) le enteró de la situación de la corte, confirmando las noticias que por Asturias corrían; refirióle lo sucedido, le enteró de la causa de su elevación al ministerio, y no le ocultó que se había logrado contra la voluntad y la opinión de la Reina, que era la que pocos días antes le había hecho nombrar embajador en Rusia para desviarle del gabinete, cediendo al fin, mal su grado, a las reiteradas instancias y al empeño decidido del Príncipe de la Paz. ¿Cómo no había de aterrarse en oyendo tales noticias? Pero era imposible retroceder: su renuncia habría sido inexplicable en aquellos momentos, y no quedaba otro recurso que resignarse; fuera de que tal vez pondría la suerte en su mano hacer un gran servicio a su patria. Consiguiendo ganarse la voluntad del Monarca, aficionándole a los negocios, podría enterarle del mal estado del reino, interesarle en acudir al remedio y reorganizar la administración pública. Acaso lograría alejarle poco a poco del privado, y ¡quién sabe! separar a éste de la corte con algún motivo honroso o con alguna comisión en que fuese útil a su soberano y a su patria. Resolvióse, pues, a ser ministro del Rey, nada más que del Rey, y a llevar adelante su hidalgo propósito, el cual le había de conducir, saliendo bien (cosa al parecer imposible), a salvar la monarquía, mal encubiertamente amenazada por la revolución vecina; y saliendo mal, que era lo más probable, a volverse en breve a su retiro. Continuó, pues, el viaje, presentóse en la carta, visitó a la Real familia, y tomó posesión de su cargo después de conferenciar con Saavedra, trabando con él desde aquel momento relaciones de compañerismo sincero y de cariñosa amistad.

Seguir paso a paso este período importante, aunque corto, de la vida de nuestro autor, no es de la índole de la presente publicación estereotípica; quien escriba la historia del reinado de Carlos IV tendrá obligación de explicar ese episodio. Nosotros hemos echado sobre nuestros hombros la tarea de componer una biografía de Jovellanos para que aparezca al frente de sus obras, y de examinar sus principales escritos; y como él no habló nunca de tales sucesos, como jamás salió de su pluma, ni aun creemos que de sus labios, una sola palabra contra sus perseguidores ni contra los enemigos que le concitó su vida ministerial, entendemos que es nuestro deber encerrarnos en igual silencio. Diremos sólo que a poco tiempo de subir al ministerio salió del gobierno el Príncipe de la Paz, quedando en él Jovellanos, lo cual prueba que no fracasaron, antes bien comenzaron a lograrse, los proyectos de tan insigne varón, quien a los cinco meses de esto cayó en desgracia sin causa alguna conocida y fue exonerado, reemplazándole en la secretaría del despacho de Gracia y Justicia don José Antonio Caballero, personaje de infausta memoria. Nada más añadiremos sino que en el destierro a que volvió, en el convento en que estuvo más tarde recluido, en la fortaleza en que fue después encerrado con extraordinario rigor, nos parece más grande que en la fortuna sus contemporáneos. Más digno le creemos de envidia en la cartuja de Valdemuza y en el castillo de Bellver, que los gobernantes que en el pueblo español, abatido, pobre, sin ejército, sin arsenales, sin recursos y sin crédito, ofrecieron cebo tentador a una invasión alevosa y criminal. Toca a estos últimos la responsabilidad de grandes calamidades, que no habrían llovido tal vez sobre nosotros a no venir á tierra los planes de Jovellanos ; pero son inescrutables los juicios de Dios, cuyos fines desconoce el hombre. La sangre de nuestros padres, derramada en los campos de batalla durante la guerra de la Independencia, que hicieron necesaria los sucesores de nuestro autor, nos regeneró sin duda; y las glorias del Dos de Mayo, de Bailen, de Zaragoza y de Gerona, atrajeron hacia esta tierra de España la estimación y el respeto de la asombrada Europa. Y aunque sea adelantar el discurso, no se ha de omitir aquí una consideración, que completa el cuadro, probando que un en esta vida reciben muchas veces las buenas acciones el merecido premio. En la heroica y gigantesca lucha que hemos de ver más tarde sostenida por esta nación altiva y pundonorosa contra el hombre más grande que han producido los siglos modernos, y uno de los más famosos de todas las edades; en esa guerra que ilustra el nombre español tanto como su cruzada de siete siglos y sus conquistas en Europa y en América, veremos figurar el nombre de Jovellanos organizando la resistencia nacional, gobernando a un pueblo huérfano de sus monarcas, y dirigiendo la poderosa voz en nombre de su rey a sus compatriotas. ¡Justo galardón de la virtud!

Pero tomemos de nuevo el hilo de los sucesos: volvió Jovellanos a su destierro, y Carlos IV a su vida acostumbrada, que, según él mismo refería después a Napoleón, corrió veinte años empleada en salir a cazar todos los días por mañana y tarde, en invierno y en verano, sin más tregua que la precisa para comer y regresar al instante al cazadero. Y para que a todo buen español sea más doloroso este período de la historia patria, conviene advertir que, según atestiguan cuantos conocieron y trataron a aquel rey, tuvo comprensión fácil y memoria vasta; amó la justicia, y cuando por acaso alguna vez se empleaba en el despacho de los negocios, mostraba expedición y tino; llegando el conde de Toreno a afirmar, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, que con otra esposa que María Luisa no hubiera desmerecido su reinado del de su augusto antecesor y padre. Mas eran tales prendas deslucidas por un insigne defecto, a saber : la dejadez y habitual abandono, con los de ningún otro monarca comparables; y esto cabalmente cuando rugía en nuestra frontera misma la revolución francesa, y más que nunca se necesitaban tranquilidad interior y un gobierno solícito, previsor y vigoroso.

Al llegar a su asa de Gijón nada de cuanto dejaba atrás ocupó el ánimo del desterrado; afligíale vivamente la falta de su hermano, a quien durante su ausencia había arrebatado la muerte. Su amor le era antes consuelo y compañía, y ahora estaba solo, abandonado a sí mismo; todo le traía a la memoria la persona querida que habitaba allí de ordinario; y cuanto más agradables los objetos que se ofrecían a su vista, convertíanse más fácilmente en torcedor de su alma. Quiso buscar reposo en el trabajo, y puso el pensamiento en su Instituto, pero el Gobierno le negó todo auxilio; no desistió por eso, y hubo de sufrir grandes amarguras. En vano dirigía repetidas súplicas reclamando la protección necesaria para aquella escuela; ninguna obtenía resolución ni respuesta. ¿Ni cómo podía ser otra cosa? Estaba meditada su ruina, y a fe que no se hizo esperar mucho tiempo. Cuando fue destituido del ministerio se procuró extender la voz de que era hereje, y que por ello cabalmente había caído del poder. Llegó la noticia a sus oídos sin que le causase mella alguna: tal era y tan absurda la calumnia, que no merecía más castigo que el desprecio. Pero se esparcieron por Asturias algunos ejemplares de una versión del Contrato social, impresa en Londres, y diciéndole sus amigos que en cierta nota del traductor se le dispensaban grandes elogios, receló si sería algún lazo que le tendían sus émulos; que tales cosas habían hecho con su persona, que estaba autorizado a temerlo todo. Escribió inmediatamente al ministro de Estado contando lo que pasaba, según lo referían personas de crédito, porque él no había logrado tener a la vista ningún ejemplar de semejante libro; se le contestó que recogiese cuantos pudiera, y como no diesen resultado ninguno las más exquisitas diligencias, lo puso de nuevo en conocimiento del Gobierno. Esta comunicación tuvo por respuesta prevenirle que se abstuviera en adelante de escribir a los ministros. Pocos días después, el 13 de Marzo de 1801, fue sorprendido en la cama antes del amanecer, y con escolta de soldados, en la más rigorosa incomunicación, le hicieron atravesar toda la Península por León, Burgos y Zaragoza hasta la ciudad de Barcelona, de donde, embarcándole en el bergantín correo, le llevaron con las mismas precauciones a Mallorca. En llegando, fue al punto presentado al Capitán General, quien sin dilación le envió a su destino, que era la cartuja de Jesús Nazareno, en Valdemuza, a tres leguas de Palma, sin fijar plazo ni término a su reclusión, y disponiendo que no tuviese trato con otros que con los monjes.

Al propio tiempo que hacían presa en su persona, se apoderaban de todos sus papeles, que examinaron y sellaron. Fue el reconocimiento prolijo y minucioso, indudablemente queriendo dar a entender que buscaban o habían hallado pruebas de que era hereje, o ateo, o revolucionario; y este escrutinio le causó más honda pena que su prisión incomunicada, que su traslación humillante y vergonzosa, y más, en fin, que todas las vejaciones personales. Comprendía muy bien (porque a su costa iba sabiendo ya á qué punto suele llegar la perversidad humana) que se le hiciese víctima de una venganza inmerecida, no provocada, injusta; pero no podía sufrir que para cohonestar su persecución, villanamente se supusiera y extendiese que él, tan religioso, tan monárquico, tan temeroso de Dios, tan amante del trono, era capaz de haber escrito cosa alguna que menoscabara los sentimientos de piedad o la lealtad a sus reyes, que distinguieron siempre a los españoles. Así es que apenas instalado en la Cartuja, el 24 de Abril, dirigió una exposición a su majestad, respetuosa, pero llena de vigor; documento bellísimo, que nuestros lectores hallarán en el lugar correspondiente, porque le merece distinguido en la presente colección; suplica en ella al Rey, no en son de pedir gracia, sino reclamando justicia, que si se le ha imputado algún delito se le haga cargo de él y se le oigan sus defensas, con arreglo a las leyes, ante cualquier tribunal públicamente reconocido, ya fuese el Consejo de Estado, de que era miembro, ya el de las Ordenes, a que había pertenecido, o a título de caballero profeso de la de Alcántara, ya en el Consejo Real, el primero de los tribunales civiles de la nación, ya ante el acuerdo de la Real audiencia de aquellas islas, a que había sido conducido con extremado rigor y ruidoso aparato; y que declarada que fuese su inocencia, «de lo cual, dice, estoy bien seguro», se dignase su majestad, no sólo reintegrarle en su antiguo estado, que era para él lo de menos, sino también reparar amplísimamente la nota y baldón que tantas violencias y atropellamientos cometidos en su persona hubieren podido causar a su reputación y buen nombre. Remitió esta exposición al marqués de Valdecarzana, sumiller de corps y primo suyo, con encargo de que la pusiera en las propias manos del Rey; mas eran tales los aires que corrían, que el Marqués, hombre sin duda apocado y a quien no podemos librar de la nota de egoísta, no se atrevió á presentarla. Súpolo el preso a los seis meses, allá por el de Octubre, y en seguida hizo nuevo recurso, vigoroso y digno, pero en frase la más respetuosa. Unióle copia de la anterior y lo envió a su casa, encomendando al capellán de ella, don José Sampil, que pasase a la corte y viese el modo de que tan importantes documentos llegasen al poder del Soberano. Había en Asturias agentes secretos con la comisión de averiguar las comunicaciones que mediasen entre el preso de Mallorca y sus amigos, parientes y paisanos, y en trasluciendo el encargo que tenía el sacerdote, dando pronto aviso a Madrid, enviaron postas a la ligera para detener en el camino al conductor de la instancia. Bien comprendió el honrado capellán que era preciso emplear suma diligencia en su cometido; y usó de tanta, que los espías supieron el caso cuando llevaba algunos días de viaje, por lo cual no pudo ser habido en el camino. Fueron más felices los agentes de policía en Madrid; se apoderaron de él en los momentos de entrar en la corte por la puerta de Segovia, y le condujeron a la cárcel llamada de la Corona, por estar destinada para reclusión de eclesiásticos. Siete meses estuvo allí encerrado en premio de su lealtad y diligencia, y al cabo de ellos le llevaron a Oviedo, previniéndole que no saliera de la ciudad y se presentase todos los días al reverendo Obispo. Conocemos gentes que en vista de este suceso dirán cómo hizo bien el de Valdecarzana en guardarse el papel y no entregarlo; seguros estamos de que la historia imparcial continuará calificándole de egoísta.

Entre tanto circulaban por Madrid copias de las dos representaciones, y eran leídas con afán donde quiera que no llegaba la vigilancia de los agentes del Gobierno; en las tertulias y reuniones de toda especie se hablaba continuamente de Jovellanos, siendo su nombre objeto de veneración, y de lástima su mala ventura; los padres le proponían por modelo a sus hijos, y hacían las mujeres gala de demostrársele aficionadas; que siempre fue compasiva y generosa esa bella mitad del género humano. Un sujeto desconocido, por caridad sin duda, y creyendo dispensarle singular obsequio, hizo una copia de ambas exposiciones, y dióse tan buena maña, que logró ponerla en manos del Rey; pero éste en seguida se la entregó a sus ministros para que la examinaran. Grande debió ser después la desesperación de aquella buena alma, al saber que su oficiosa compasión había sido causa de que se le sacase a Jovellanos del convento y se le condujese, en medio de un destacamento de dragones, al castillo de Bellver, situado en una alta colina a media legua de la capital de la isla de Mallorca.

Fuerza es hacer mención del trato que recibió el preso mientras estuvo en la cartuja de Jesús Nazareno; porque son aquellos cenobitas, encargados de su custodia, dignos de los mayores elogios, y seguro es que se los prodigarán cuantos lean la vida de Jovellanos. Su propia familia no le hubiera asistido con mayor esmero: atentos a su comodidad y regalo, ellos en persona le cuidaban, aderezándole y sirviéndole la comida con sus propias manos; y ya solícitos le acompañaban para hacerle olvidar su aislamiento, ya se ocupaban en buscarle libros, ya, descubierta su afición á toda clase de útiles conocimientos, sacábanle a pasear por aquellos fragantes montes y pintorescos valles, con pretexto de buscar plantas y yerbas para el estudio de la botánica, que en efecto le enseñaban los religiosos, explicándole la figura, virtudes y propiedades de las plantas. Don Gaspar escribía con método estas explicaciones; y entre todos hicieron un tratado de botánica, que repartido á los moradores de las cercanías, fue muy útil a más de una familia necesitada. En una ocasión se le hincharon las piernas de un modo tal, que infundió serios temores al facultativo a quien llamaron los monjes para que le asistiese; creyóse que no sólo las amarguras padecidas y las molestias del viaje de doscientas leguas, que preso, incomunicado, sin comodidad alguna, acababa de hacer, serian causa de su mal, sino que también podía tener parte la continua comida de pescado que, con sujeción a la regla del convento, servían al recluido. Aquellos buenos religiosos acudieron al Soberano Pontífice pidiendo una bula para servirle otros manjares, y un día le sorprendieron presentándole cubierta la mesa con los más excelentes y regalados; ellos, que en todo tiempo, en la juventud como en la vejez, en la fuerza de la vida como en la proximidad del sepulcro, insistían en comer sus pobres viandas. Resistióse el cautivo a probar alimentos allí exóticos; mostráronle el breve de Su Santidad, y le dijeron la opinión del médico; todo en vano: el enfermo dio la comida a los pobres del pueblo, y no probó otra que la de sus compañeros y amigos, los santos moradores del convento. Pero tan tierna solicitud le hizo derramar lágrimas de purísimo gozo; su corazón, naturalmente benévolo y expansivo, se abrió a los consuelos de sus nuevos hermanos, y no sólo se curó, sino que llegó a olvidarlo todo y a vivir satisfecho y alegre en aquella sociedad, que bien valía tanto, por lo menos, como la mejor que hubiese cultivado en todos los días de su vida. No hubo medio tampoco de que los religiosos aceptaran nada en remuneración del gasto que les hacía; dijéronle que era uno de ellos y que no podían admitir estipendio. Vínoles bien a los pobres, porque Jovellanos destinó sus ahorros a socorrer con limosnas a los vecinos necesitados de Valdemuza, y a dar pensiones á losjóvenes de escasos recursos que se dedicaban al estudio de la latinidad. Cuando le arrancaron de aquella santa casa, no pudiendo darle otra cosa, diéronle lágrimas y bendiciones, que no dudamos nosotros le infundieron la fortaleza necesaria para soportar resignado seis años de encierro en una nueva cárcel.

¿Movería, acaso, el interés a los monjes? Necesitado estaba Jovellanos de favores, que no en ocasión de dispensárselos a nadie; ni por entonces se columbraba que para él habían de amanecer mejores días. Tampoco los guiaba el espíritu de partido, menos el deseo de vengar agravio alguno; la caridad tan solo. ¿Ni qué premio podían ellos esperar? Por palacio su convento, por viandas los pescados de aquellos mares, por ordinaria ocupación el rezo, la penitencia y las obras de misericordia; por esparcimiento y regalo los montes y las selvas de las cercanías, por lujo un tosco sayal, por esperanza la gloria eterna; nada de esto les había de arrancar el poder, quien quiera que lo ejerciese. Ninguna otra recompensa aguardaban pues aquellos piadosos varones, sino la que ya habrán alcanzado, porque han fallecido todos.

Muy diversa fue la vida de nuestro héroe en el castillo, donde tenía siempre un centinela de vista, el cual y su criado eran las únicas personas con quien podía comunicarse. Mas se permitió luego la entrada a un religioso, y en él halló el pobre cautivo compañía, consuelo, docta y amena plática, y alivio todas sus amarguras. Llevóle dos códices antiguos que existían en la librería del convento de San Francisco, y de ellos el preso copió, y tradujo después al castellano, una geometría que Raimundo Lulio compuso en París el último año del siglo XIII. Viendo el religioso que así lograba distraerle, facilitóle también un códice original de mano del célebre Juan de Herrera, que contenía un discurso sobre la figura cúbica, y don Gaspar lo copió igualmente con todas las figuras geométricas, añadiendo a la copia una larga y erudita advertencia sobre el origen y circunstancias del códice. Estos trabajos, una curiosa y amena descripción que hizo de la propia fortaleza que le servía de cárcel, y otros varios escritos sobre antigüedades de la isla, sobre fábricas preciosas y sobre excelentes pinturas, sirviéronle de ocupación y entretenimiento durante algunos períodos de aquellos siete años de persecución tenaz y rigorosa.

Quien así tenía presentes las bellas artes, no era natural que se olvidase de las letras: en el castillo de Bellver escribió tres excelentes epístolas, una a Cean Bermudez, y dos a don Carlos Posada, canónigo de Tarragona. Bien merecía éste los repetidos recuerdos que le consagraba don Gaspar; en cuanto supo su destierro voló a Palma, se disfrazó de religioso, penetró en la prisión, y con grave riesgo de ser descubierto y de sufrir los mismos daños que su amigo, tuvo el placer de abrazarle. Don Gaspar en una de las epístolas que le dedica, le exhorta a que no le tenga compasión, porque no es infeliz su suerte:

 

¿Infeliz?... ¿Cómo?

¿Acaso puede un inocente serlo?

¿Con la virtud, con la inocencia puede

Morar el infortunio? El justo cielo

No lo permite 

Él las sostiene, las conforta, y tiende

Para apoyarlas próvida su mano.

 

Aconséjale igualmente que no haga caso de las calumnias que contra él se divulguen, ni sufra por ellas molestia alguna:

 

¿Qué puede el ronco

Rumor de la calumnia? ¿Qué la envidia,

Aunque con soplo venenoso incite

Las furias del poder, su fragua encienda,

Y sus rayos invoque en mi ruina ?

Yo en tanto escucho intrépido su aullido.

 

Ruégale que no se aflija, suponiendo que le falta la libertad, puesto que no le falta :

 

No, no ; que no le es dado

Hasta el alma llegar, donde se anida

Y aherrojarle no puede

¿Es esto esclavitud? No, Posidonio

Por más que esta porción de polvo y muerte

Yaga en austera reclusión sumida,

Libre será quien al eterno alcázar

Pueda subir; al Protector, al Padre

De la inocencia y de la vida, absorto

Y postrado adorar

 

Quiérele consolar, él, que está preso, al amigo que vive libre y en la abundancia; y para quitarle todo motivo de pena, le recuerda cuál ha sido su vida:

 

Que fui patrono

De la verdad y la virtud, y azote

De la mentira, del error y el vicio

 

Contra nuestra costumbre hemos copiado estos versos de una de las epístolas, porque habrían sido inútiles cuantos esfuerzos hubiésemos hecho para pintar el espíritu de que estuvo poseído Jovellanos durante su larga prisión, y la lectura de estas pocas palabras dan de ello una idea completa. Es también preciosa la composición dedicada a Cean Bermúdez, pocos meses antes de salir de su encierro : figurar en el mundo, dice, es presuntuoso y necio desvarío; en la virtud y en la práctica de la religión está la felicidad. Enternece ver que quien llevaba más de seis años de incomunicación rigorosa, tuviera cristiana resignación suficiente para escribir a sus amigos que vivía tranquilo, que era feliz, que su corazón se abrasaba en amor de Dios, y se deshacía en inmensa gratitud por los bienes que sobre él a manos llenas derramaba la suprema Misericordia. Razón tenía; semejante conformidad era don de la Providencia, mil veces más envidiable que las riquezas y los honores.

Todo esto prueba su resignación, pero hay todavía más : Jovellanos gozaba de la serena tranquilidad con que Dios se digna fortalecer las almas de los justos. ¿Quién acertaría á discurrir que en aquella mansión escribiese una obra encaminada a la enseñanza de la niñez? Pues así es en verdad : encerrado en las mazmorras de Bellver, compuso el Tratado sobre educación pública, con aplicación a las escuelas y colegios de niños. Lo cual vale tanto como decir que estaba en la prisión entregado a las mismas meditaciones que en Sevilla, en Madrid, en Asturias; que su fantasía volaba con deleite y con libertad detrás de los muros en que estaba aprisionado su cuerpo. Y si por acaso se le antoja a alguno sospechar que estaba animado nuestro héroe de la estoica filosofía que precedió en el imperio romano a la venida del Redentor, y que fue resucitada en Francia a fines del siglo pasado por los revolucionarios, los cuales, renegando de la doctrina de Jesucristo, necesitaban buscar en cualquiera parte un átomo de fuerza y de valor para marchar á la ven­gadora guillotina, o un disfraz para la criminal cobardía de refugiarse contra ella en el suicidio, sepa que tenemos al punto contestación cumplida para demostrarles que era la de don Gaspar cristiana conformidad y resignación valerosa, capaz únicamente de ser infundida por la religión del Crucificado. Y la respuesta ha de ser elocuente, porque no la daremos nosotros, Sino el mismo Jovellanos : «Pero entre todos los objetos de la instrucción (dice en la obra a que nos referimos), siempre será el primero la moral cristiana, de que va a tratarse ahora; estudio el más importante para el hombre, y sin el cual ningún otro podrá llenar el más alto fin de la educación. Porque qué hará ésta con formar a los jóvenes en las virtudes del hombre natural y civil, si les deja ignorar las del hombre religioso? Ni ¿cómo los hará dignos del título de hombres de bien y de fieles ciudadanos, si no los instruye en los deberes de la religión, que son el complemento y corona de todos los demás? Yo no creo que sea necesario persuadir entre nosotros esta preciosa máxima, cuyo abandono y olvido ha producido ya en otras partes tantos males. Pero ¿acaso ha tenido el influjo que debiera en nuestros métodos de educación? Creo que no, y he aquí por qué me he propuesto tratar con más detenimiento esta parte de mi plan. La enseñanza de la moral cristiana presupone el conocimiento de los misterios de la religión que estableció su divino Autor. Pero ¿cuál es el plan de educación que haya reunido en un mismo sistema estos dos sublimes estudios? ¿Cuál es el que haya consagrado a ellos todo el tiempo y todo el cuidado que requieren? ¿Cuál es el que los haya tratado en el orden, por el método y con la extensión que convienen a su dignidad e importancia?... ¿Qué hay por qué admirar que en materia de religión sea la instrucción tan imperfecta y limitada, aun en personas que se dicen bien educadas? ¿Ni qué tampoco que la juventud salga al mundo tan indefensa y poco prevenida contra los sofismas y artificios de una impiedad que la asesta por todas partes? Este presentimiento (de Platón) fue confirmado para dicha del género humano, con la aparición de nuestro Salvador en el mundo, el cual vino á ilu­minar, derramando sobre él aquella luz divina que debía disipar todas las tinieblas, deshacer todos los errores de los filósofos, confundir la presunción de la sabiduría humana, y abrir a los hombres las fuentes de la verdad y los caminos de la verdadera sabiduría. Así que quisiéramos que la enseñanza de las virtudes morales se perfeccionase con la luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante, ni verdadera ninguna virtud.” Tenemos que resistir a la tentación de prolongar la cita; nuestros lectores, además, acudirán presurosos a admirar por sí mismos y por completo este escrito del cautivo, que se tenía por dichoso; y lo era en efecto, porque creía en Dios y practicaba la religión.

No crea el lector que estos pasatiempos, merced a los cuales solían correr veloces para Jovellanos las interminables horas de la cautividad, eran benévolamente consentidos por la corte ni por sus carceleros. Antes al contrario, según las prescripciones de la consigna dada al oficial de su guardia, y la cual ha llegado hasta nosotros, dos centinelas debían de vigilarle constantemente, colocado el uno delante de la puerta, y enfrente el otro de una ventana del encierro; a toda costa era preciso evitar que nadie le hablase ni le diese papel, lápiz o tintero; y el propio oficial de la guardia había de estar presente cuando necesitase del criado para su servicio o el aseo de la persona, a fin de impedir que éste le entregara cartas o le comunicase noticias. ¿Qué más? Para que pudiera confesarse, fue menester consultarlo al Gobierno; y el ministro Caballero respondió que confesara en buen hora, pero exigía que de antemano prometiese el sacerdote no tratar con él de más asuntos que de los relativos a su conciencia, y ordenaba que se cuidase de que por tal conducto no recibiera papel alguno, y que en adelante se le impidiese comunicar hasta con su mismo criado. De resultas de la inflamación de una parótida, producida por la falta de ejercicio y por el calor y poca ventilación del cuarto que le servía de encierro, tuvo que sufrir dolorosa operación y larga cura para que se le cerrase la herida: el comandante de la plaza representó espontáneamente para que se le permitiese algún desahogo y ejercicio, acompañando la certificación de los médicos, que así lo estimaban indispensable; el Gobierno no contestó, creyendo sin duda que la necesidad no sería urgente cuando nada reclamaba el interesado. ¿Cómo lo había de pedir, sin papel, pluma ni tinta? Probable es que aun pudiendo nada habría solicitado. Un principio de cataratas le acometió al año siguiente, originado, según dictamen de los facultativos, por las mismas causas; y el Capitán General pidió permiso para que se bañase en el mar. Accedió a la instancia el ministro Caballero, pero con la condición de que el preso, vigilado por dos centinelas, se bañase en un paraje público cercano al paseo; Jovellanos renunció al remedio probable de sus padecimientos, no queriendo hacerse blanco de la lástima y el desprecio de las gentes. Un año después el General reprodujo su petición, y entonces el Gobierno, ordenando que en nada se alterasen las demás formalidades antes prevenidas, consintió en que se eligiera un sitio menos concurrido para los baños; con ellos, con el consiguiente paseo de ida y vuelta y con el aire libre, alcanzó alivio en sus dolencias: debióse esto al general don Juan Miguel de Vives, así como el que pudiese leer y escribir en la cárcel al religioso de que ya hemos hablado, y cuyo nombre sentimos mucho ignorar.

Yacía nuestro héroe en el encierro donde le tenían confinado enconos palaciegos, cuando el motín de Aranjuez vino a arrancar el cetro de las débiles manos de Carlos IV y a dar en la persona de Godoy nuevo testimonio de la incons­tancia de la fortuna. Aún no se habían quebrantado los hierros de la ilustre víctima, y ya estaban castigados sus verdugos. El valido, encerrado, no en un castillo, sino en un rollo de esteras, acosado por la sed, con un panecillo por toda provisión, debió acordarse de los pronósticos de Cabarrús, si estaba serena su mente; más aun debió sentir no haber dejado que el Rey gobernase la monarquía, aconsejado por ministros entendidos y leales. Suelen ser lecciones de Dios lo que se ha dado en llamar caprichos de la veleidosa fortuna. Cuando atravesaba la plaza de San Antonio, jadeando, herido, insultado por la amotinada plebe, apoyadas las manos en los caballos de los guardias de corps que corrían al trote, cuando se miraba tendido sobre unas miserables pajas, sonó sin duda en sus oídos, tremendo y pavoroso, el nombre de Jovellanos : magnífico palacio le hubiera parecido entonces el castillo de Bellver.

No era éste, sin embargo, el último golpe que le tenía reservado su fatal estrella; a perder la vida en aquella ocasión á manos de los revoltosos, librárase de la afrenta de firmar después, como plenipotenciario de Carlos IV, el indigno tratado que se concluyó en Bayona a 5 de Mayo de 1808, por el cual se cedía al emperador de los franceses todos los derechos a la corona de las Españas y de las Indias. Ningún español debió suscribir semejante convenio; jamás echó sobre su fama borrón más negro que aquella firma el Príncipe de la Paz. ¡Cuántas veces lo habrá llorado en los largos años que ha sufrido después, de expatriación y de pobreza! Cuántas veces habrá envidiado la firma de Jovellanos, puesta al pie de los decretos de la Junta Central! Inútilmente procura defenderse de este cargo en sus Memorias: supóngase en buen hora que sin conocimiento suyo había hecho el Soberano la renuncia; que él reprobó este acuerdo cuando, ya tarde para el remedio, le enteraron de lo acaecido; que aún insistió, prestándose a sostener la negativa en nombre de su majestad; créase cuanto el Príncipe dice, y así y todo, antes que estam­par su firma en tan ignominioso papel, debió cortarse ambas manos, que no la derecha solamente.

Verdad es que hay otro convenio, el de 10 de Mayo, y una firma en él de otro español, don Juan Escóiquiz, en que el rey don Fernando hace igual renuncia; el ignorante y presumido canónigo, ¡mal pecado! después de infamar de tal modo su nombre, reconoció y juró a José Napoleón como rey de las Españas. ¡Y había creído poder gobernar la monarquía, guiando a su augusto alumno! ¡Había imaginado perpetuar su fama rigiendo la nave del Estado por entre los escollos de tan revueltos y furiosos mares! A lo menos el Príncipe de la Paz se habrá podido consolar, y se ha consolado en efecto, con los versos de Meléndez Valdés y de Moratín cuyo protector fue y cuyos elogios envanecerían a los más grandes monarcas; ¿qué le queda a Escóiquiz, sepultado ya como escritor en el polvo del olvido, y vivo sólo en la memoria de las gentes como consejero funestísimo de un príncipe joven e inexperto ?

La fecha del primer tratado, por el cual hace Napoleón que se le traspasen los derechos a la soberanía de España, consumando una gran iniquidad, es capaz de asombrar el ánimo más despreocupado y descreído. El día cinco de Mayo : este día fue también el primero que vio amanecer en su destierro de la isla de Elba, y el último que alumbró su vida en la roca de Santa Elena.

Entre tanto había corrido ya la generosa sangre española; Madrid dio el grito de guerra, y después, toda a un tiempo, se levantó la nación por su Dios, por su Rey y por su Patria. Jovellanos, a quien se mandó poner en libertad en un Real decreto de 22 de Marzo, expedido por Fernando VII y refrendado (¡quién lo diría!) por el marqués Caballero, volvía entonces a su hogar, deseoso de reponerse de los males padecidos en su larga prisión. Tan pronto como salió del castillo, no más tarde que al día siguiente, corrió a la Cartuja de Valdemuza y pasó la Semana Santa en compañía de los ejemplares anacoretas que tanto le habían favorecido, recibiendo ahora de ellos nuevas pruebas de amor; y no se desprendiera tan pronto de sus brazos a no instarle dentro del pecho el recuerdo que siempre vivo conservaba de sus paisanos, del pueblo que le vio nacer, del Instituto y de sus alumnos. Ardía en ansia de volver a Gijón para consagrar los años que le restasen de vida á dirigir su escuela, enseñar a losjóvenes de la provincia, y procurar la felicidad y los adelantamientos de su país natal. Esperaba, además, reparar en aquel sitio el quebranto de su salud; teníala tan escasa, y tal le había dejado de macilento y extenuado su encierro, que aun dos meses después no le conoció al verle un grande amigo suyo, don Juan Arias Saavedra, con quien fue á pasar unos días en su casa de Jadraque. Pero antes de embarcarse para el continente, que fue a 19 de Mayo, residió algún tiempo en Palma, y visitó varios puntos de la isla; entonces bosquejó una memoria sobre las fábricas de Santo Domingo y San Francisco de Palma, y una descripción histórico-artística del edificio de la Lonja de la misma ciudad, cuyos opúsculos, con la descripción del castillo de Bellver, de que ya antes hemos hecho mérito, y las memorias de la misma fortaleza, compuestas también mientras en ella estuvo preso, forman un precioso estudio de gran interés para la historia general de la arquitectura, y utilísimo para conocer a fondo la de la edad media.

Al llegar a Barcelona le recibió con grandes muestras de aprecio el general Ezpeleta, que tenía el mando de las armas en aquella provincia, y era sabedor de sus merecimientos y desgracias. Ofrecióle su casa y le instó a que tomase en ella algún descanso; pero después de tan largo encier­ro le era á Jovellanos insoportable el bullicio de las grandes poblaciones, y determinó partir inmediatamente a Molins de Rey, dejando en la ciudad a su mayordomo con el encargo de recoger el equipaje y de buscar y disponer un coche para continuar en breve la marcha. Y como el fiel servidor supiese cuán ardientemente deseaba su amo partir, para mayor desembarazo y celeridad resolvió dejar confiado a persona amiga el equipaje. Perdióse éste a la entrada de los franceses, y con él una escogida colección de libros y algunos manuscritos y apuntamientos, que eran fruto de sus tareas en los breves espacios en que durante su dilatada reclusión se le permitió leer y escribir. “Pérdida pequeña en sí, dice él mismo en su Memoria; grande en mi estimación”; grande sin duda para los aficionados al estudio de las ciencias y al culto de las letras.

Cuando llegó a las puertas de Zaragoza, ya se había levantado este pueblo, y al punto con ruido y confusión rodearon su coche gente de la ciudad y del campo, informadas de que venía de Barcelona. Pedían unos á voces que se registrara con la mayor escrupulosidad el carruaje, y otros que se arrestase al viajero y se le llevara a presencia del nuevo general, don José de Palafox. En esto conocióle alguno de los circunstantes, súpose quién era, y corriendo la voz, cesó el tumulto; trocóse en aplauso la desconfianza, y fue entre vítores conducido a casa de su amigo el marqués de Santa Coloma. Apresuróse Palafox a verle, y con reiteradas instancias le pidió que permaneciese en su compañía y le ayudara con sus consejos; pero Jovellanos no podía tenerse de pie; más parecía un moribundo que un hombre capaz de organizar ejércitos y juntas de gobierno, y sintiéndose falto de todo vigor, suplicó al caudillo de los aragoneses que, lejos de detenerle, protegiera la prosecución de su viaje. Cedió benévolo Palafox a sus ruegos, le acompañó durante la noche a una posada extramuros, y al amanecer del siguiente día le puso en camino, dándole una escolta de escopeteros, mandada por el tío Jorge, el insigne patriota que murió después sobre una batería en la primera defensa de la ciudad siempre heroica, cuyo nombre ha de servir perpetuamente de enseñanza y de bandera a los pueblos que quieran resistir el yugo de extraña gente.

Llegó, por fin, a Jadraque, y allí estaba bien avenido con la tranquilidad de espíritu que aquella residencia le proporcionaba, respirando el aire puro del campo, y confortándose con las atenciones de la amistad, cuando se presentó a des­hora un correo de Madrid; enviábale el príncipe Murat, general en jefe de las tropas francesas que habían invadido la Península, y era portador de una orden para que se presentase Jovellanos en la capital. Contestó que estaba enfermo y no podía moverse, y con esta evasiva despachó al posta, proponiéndose desoír todos los nuevos mandatos que a este tenor se le hiciesen. Mas no es posible figurarse la sorpresa, la indignación, la vergüenza que se apoderaron de su ánimo candoroso cuando otro correo, despachado desde Bayona por el mismo Napoleón, le trajo la noticia de haber sido nombrado ministro de lo Interior en el gobierno del rey intruso, y la orden del Emperador para que antes de encargarse del ministerio pasase a Asturias y con su ejemplo y su voz apaciguara el principado. Habían de ser sus compañeros en el ministerio grandes amigos suyos, como Urquijo, Azanza, Mazarredo y Cabarrús; de uno de ellos traíale carta el portador de las órdenes ; en ella le refería Azanza todo lo acaecido en Bayona, y noticiábale que en lo sucesivo regiría a los españoles una constitución ilustrada, destruyéndose los abusos contra cuya existencia había clamado siempre el perseguido escritor, y al propio tiempo planteándose las mejoras por él aconsejadas y defendidas antes, con lo cual muy luego se transformaría el reino; participábale tam­bién cómo el mismo rey don Fernando, no contento sin duda con haber hecho renuncia de todos sus derechos, acababa de escribir una carta a Napoleón felicitándole por el advenimiento de su hermano José al trono de España; y añadía, por último, que los mismos individuos de la comitiva de Fernando, apegados a su persona y consejeros de sus actos, un duque de San Carlos, un Escóiquiz, habían dirigido un humilde escrito al rey de la nueva estirpe, considerando como obligación suya muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado y estar prontos a obedecer ciegamente su voluntad (la de José) hasta en lo más mínimo. Cierto era, por desgracia, lo que Azanzareferia, como que están copiadas textualmente estas palabras del espontáneo memorial presentado al rey intruso por la servidumbre del legítimo monarca. Tales noticias, ya de muchos españoles conocidas, no pudieron hacer cambiar de resolución a Jovellanos; contestó al Emperador en términos parecidos a los que había usado con Murat, y a Azanza dijo que «estaba muy lejos de admitir ni el encargo ni el ministerio, y que le parecía vano el empeño de reducir con exhortaciones a un pueblo tan numeroso y valiente y tan resuelto a defender su libertad.» Redoblaron sus instancias los de Bayona; y Ofárril, Mazarredo y Cabarrús le escribieron esforzando las razones de Azanza, exponiendo otras nuevas y pintándole como desesperada e inútil toda resistencia. A unos y otros dio respuesta, repitiendo lo que ya tenía manifestado, y expresando en una de sus cartas «que cuando la defensa de la patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y la que a todo trance debía preciarse de seguir un buen español.»

Palabras dignas de eterna alabanza y de pasar a la posteridad.

Absurda y desatinada era por entonces, sin duda, la resistencia de los españoles, si han de juzgarse empresas de este género por sus probables resultados. Abatida y en silencio la Europa; vencidos grandes y poderosos ejércitos, capitaneados por ilustres caudillos; obedientes casi todos los gabinetes á la voz del emperador francés, ni aun siquiera podía soñarse que la resistencia española fuese más que una gran locura, una heroica, pero inútil calaverada. Si a esto se agrega el mal estado del reino, si se toma en cuenta que los consejeros del monarca nuevamente aclamado eran mucho más ineptos que los del anterior; que su conducta había sido torpe hasta llegar a Bayona, y ajena a toda grandeza y elevación en llegando a aquella ciudad; si se trae a la memoria que nuestros reyes habían abdicado la corona y traspasádola a las sienes del jefe del imperio, dando con ello pretexto a que se acallaran los escrúpulos de la lealtad jurada; y si, por último, se tiene presente que José Bonaparte comenzaba su reinado prometiendo todas o la mayor parte de las mejoras por que anhelaban los hombres doctos de aquel tiempo, y se proponía sostenerlas con gran número de aguerridos soldados, fácilmente se comprenderá por qué no era de esperar otra cosa, sino que ante el nuevo ídolo doblasen la rodilla los españoles. Así se explican las defecciones que tuvo la causa de la patria, y la circunstancia de reclutarse aquellos a quien se llamó afrancesados entre los hombres que pasaban por más instruidos y capaces. ¿Y cuál otro hubiera podido dejarse alucinar con mayor disculpa que Jovellanos, a quien siete años tuvo preso el gobierno de la dinastía legítima, y que ahora recobraba la libertad, en virtud de un decreto refrendado por el mismo ignorante ministro que antes se había prestado a ser instrumento de todas sus desgracias? No oyó, sin embargo, la instigadora voz del rencor, ni tampoco la persuasiva de la amistad; y sin vacilar un instante, abrazó la noble causa de su patria, que se arrojó denodada a la pelea.

A pesar de sus constantes negativas y explícitas declaraciones, dieron el mal paso sus amigos de insertar su nombramiento en la Gaceta de Madrid: conducta que habría de estimarse pérfida, si no la abonase la buena intención; mas ni empañaron con eso el lustre de su limpia fama, ni le obligaron a aceptar el ministerio; expusiéronle, sí, a una nueva persecución del usurpador y del general Murat, que no pecó de blando para con los españoles. La jornada de Bailén, por siempre memorable en los fastos de nuestra historia, le libró de todo riesgo; la corte de José y su ejército tuvieron que retirarse de Madrid, y no pararon hasta verse en las orillas del Ebro. Jovellanos pudo respirar tranquilo en medio de los ardientes aplausos que todos le prodigaban por haber desdeñado el ministerio y acogídose desde el primer momento a las banderas de la patria.

Gloriosa fue, a más no poder, la conducta de España: invadida alevemente, ocupada por sorpresa, no tenía a quién volver los ojos; de ejércitos organizados carecía por completo; de generales prácticos en la guerra, dignos de medirse con los invictos caudillos de las armas francesas, nadie tenía noticia; los hombres de estado, suponiendo que algunos mereciesen tal nombre, por cálculo los unos, creyendo segura la victoria, por convencimiento los otros, pensando que la dinastía de Bonaparte reinaría con gloria sobre los españoles, habíanse hecho partidarios de José Napoleón. Pero el instinto general juzgó de otra manera, y resolvió con acierto; someterse equivalía a perder la nacionalidad, derribar la línea natural del Pirineo, entregarse al coloso de Francia, uncirse al carro triunfador del héroe extranjero, borrarse del mapa de Europa como pueblo independiente, y sufrir el yugo infamante que pesa sobre las naciones envilecidas que hacen traición á la santa causa tradicional de su existencia. Quizá no se discurrió sobre nada de esto en el momento primero; pero todo se sintió con vivísimo impulso, y produjo el levantamiento más universal, más espontáneo, y más glorioso, por consiguiente, que en sus páginas registra la historia. Los jóvenes que se dedicaban al estudio abandonaron las universidades, los religiosos dejaron sus conventos, los canónigos sus catedrales, los médicos se olvidaron de sus enfermos, los abogados de sus pleitos, los labradores soltaron el arado, los fabricantes sus máquinas, y todos corrieron a combatir, en confuso turbión algunas veces, con más orden después, con desgracia en muchas ocasiones, con gloria siempre, al enemigo que alevoso y artero se había apoderado de nuestro territorio.

Se han burlado algunos, y entre ellos nuestros mismos poco desinteresados auxiliares y sus capitanes más célebres, de aquellos nuestros ejércitos improvisados, sin táctica, sin disciplina, sin conocimiento del arte de la guerra, sin oficiales experimentados ni generales famosos: en esto precisamente se cifra nuestra gloria, y por esto, además, vencieron los españoles. Que la tierra en que vimos la luz produce grandes hombres y capitanes invencibles, lo tenían ya demostrado muchas generaciones. Los más de nuestros antiguos reyes fueron eminentes caudillos; bastan los Alfonsos, los Fernandos, los Pedros y los Jaimes de Castilla y de Aragón para formar un catálogo tal de heroicos monarcas, que no pueda presentarle más numeroso ni de mayor valía pueblo alguno de Europa; el Gran Capitán, el duque de Alba y Hernan Cortés han elevado su gloria y la de la patria, sin que nadie se atreva á oscurecerla; nuestra infantería en Italia, nuestros tercios en Flandes, nuestros hombres de armas en Pavía, en San Quintín y en Otumba, no han menester que ahora nuevamente se les alabe. De lo que a España cumplía dar testimonio, y patente lo dio, asombrando al orbe entero, es de que sin soldados veteranos, sin generales expertos, sin planes estratégicos y sin plazas pertrechadas, todavía es incontrastable por el indómito valor de sus moradores. Tan gloriosa es a nuestros ojos la batalla de Bailen como la rota de Ocaña; figurará la primera en los fastos de nuestras marciales glorias; la segunda contribuye a formar esa magnífica epopeya en que vencedores o vencidos, bien acaudillados como en Bailen o mal dirigidos como en Ocaña, nuestros padres no economizaban su sangre, ni perdían el denuedo, ni se arredraban por los reveses, ni se cuidaban del éxito de una batalla, ni dejaban de volver a la pelea. Hambrientos casi siempre y desnudos, guiados por hombres de humilde extracción, como Mina y Morillo, o por hijos de casas solariegas, como Castaños y Palafox; revueltos los descendientes de nobles familias, como los que después fueron duques de Frías y de Rivas, con proletarios, como el Empecinado, y con modestos representantes de la clase media, como el padre del autor de estas líneas, soldado voluntario en aquellas campañas, nunca cejaron en su propósito, aunque alguna vez, aunque muchas veces, fueron derrotados en encuentros infelices. Las guerras de gabinete terminan en un día con batallas como la de Austerlitz o la de Jena; las guerras nacionales no concluyen ni aun con der­rotas tan sangrientas como la de Medellin, en que perecieron al filo de las espadas vencedoras diez mil españoles, cuyos despojos blanquearon por mucho tiempo en aquella vasta llanura, ocultando las pintadas flores de una y otra primavera.

Momentos hubo, y el que siguió á este glorioso desastre fue uno de ellos, en que los caudillos imperiales dieron por terminada la guerra; pero España continuó luchando, puesta la confianza en Dios y en su justicia. En tal coyuntura se redoblaron las solicitaciones dirigidas a Jovellanos, escribiéndole el general Sebastiani una carta que así decía :

« Señor : La reputación de que gozáis en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro amor por la patria, el deseo que manifestáis de verla feliz y floreciente, deben haceros abandonar un partido que sólo combate por la Inquisición, por mantener las preocupaciones, por el interés de algunos Grandes de España, y por los de Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer aumentar las desgracias de España. Un hombre cual vos sois, conocido por su carácter y sus talentos, debe conocer que la España puede esperar el resultado más feliz de la sumisión a un rey justo e ilustrado, cuyo genio y generosidad deben atraerle a todos los españoles que desean la tranquilidad y prosperidad de su patria. La libertad constitucional bajo un gobierno monárquico, el libre ejercicio de vuestra religión, la destrucción de los obstáculos que varios siglos ha se oponen a la regeneración de esta bella nación, serán el resultado feliz de la constitución que os ha dado el genio vasto y sublime del Emperador. Despedazados con facciones, abandonados por los ingleses, que jamás tuvieron otros proyectos que el de debilitaros, el probaros vuestras flotas y destruir vuestro comercio, haciendo de Cádiz un nuevo Gibraltar, no podéis ser sordos a la voz de la patria, que os pide la paz y la tranquilidad. Trabajad en ella de acuerdo con nosotros, y que la energía de España sólo se emplee desde hoy en cimentar su verdadera felicidad. Os presento una gloriosa carrera; no dudo que acojáis con gusto la ocasión de ser útil al rey José y a vuestros conciudadanos. Conocéis la fuerza y el número de nuestros ejércitos, sabéis que el partido en que nos halláis no ha obtenido la menor vislumbre de suceso; hubierais llorado un día si las victorias le hubieran coronado; pero el Todopoderoso, en su infinita bondad, os ha libertado de esta desgracia. Estoy pronto a entablar comunicación con vos y daros pruebas de mi alta consideración.»

Quiso la buena suerte de Jovellanos depararle ocasión oportuna para que, a raíz de la sangrienta catástrofe presenciada por el pueblo en que nació Hernan Cortés, fuese el órgano de los sentimientos de España. Su respuesta contiene las siguientes palabras, que no han menester elogio ni comentario:

«Señor General : Yo no sigo un partido; sigo la santa y justa causa de mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habernos jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición, ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los Grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra Constitución y nuestra Independencia... No hay alma sensible que no llore los atroces males que esta agresión ha derramado sobre unos pueblos inocentes, a quienes, después de pretender denigrarlos con el infame título de rebeldes, se niega aún aquella humanidad que el derecho de la guerra exige y encuentra en los más bárbaros enemigos. Pero ¿á quién serán imputados estos males? ¿A los que los causan, violando todos los principios de la naturaleza y la justicia, o a los que lidian generosamente para defenderse de ellos y alejarlos de una vez y para siempre de esta gran y noble nación? Porque, señor General, no os dejéis alucinar; estos sentimientos, que tengo el honor de expresaros, son los de la nación entera, sin que haya en ella un solo hombre bueno, aun entre los que vuestras armas oprimen, que no sienta en su pecho la noble llama que arde en el de sus defensores... En fin, señor General, yo estaré muy dispuesto a respetar los humanos y filosóficos principios que, según vos decís, profesa vuestro rey José, cuando vea que ausentándose de nuestro territorio, reconozca que una nación, cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros soldados, no es el teatro más propio para desplegarlos. Este sería ciertamente un triunfo digno de su filosofía; y vos, señor General, si estáis penetrado de los sentimientos que ella inspira, deberéis gloriaros también de concurrir a este triunfo para que os toque alguna parte de nuestra admiración y nuestro reconocimiento. Sólo en este caso me permitirán mi honor y mis sentimientos entrar con vos en la comunicación que me proponéis, si la suprema Junta Central lo aprobare.»

Tiene por fecha esta carta el 24 de Abril de 1809; sus palabras nos conducen naturalmente a referir cómo había sido nombrado Jovellanos para la Junta Central.

Cuando después del Dos de Mayo se hubo levantado todo el reino con irresistible impulso y como si de pronto le agitara con la rapidez del pensamiento algún secreto resorte, cada provincia encomendó su dirección y gobierno a una junta especial. Muchos han creído que este proceder fue hijo de conservar cada cual de las comarcas españolas distintas tendencias y costumbres, y anhelo inextinguible por aislarse de las demás a consecuencia de haber formado en lo antiguo todas ellas reinos separados, independientes y aun rivales. Nosotros, sin negar que este mal exista en España y que sería conveniente acudir a su remedio con tino y perseverancia, a fin de que se arraigue y fortifique la unidad nacional, no nos conformamos con la opinión de los que juzgan que fue tal la causa de conducirse las provincias, según se ha visto, en los principios de la guerra contra los franceses en 1808. Hicieron entonces lo que únicamente les era dado, no habiendo de elegir sino entre dos caminos: o someterse y tolerar el oprobio y la aniquilación de la España independiente, o levantarse como se levantaron, organizarse como se organizaron, y combatir como combatieron. De la capital del reino estaba ya apoderado el extranjero, y de varias plazas y fortalezas; no era posible una comunicación tranquila, periódica, á través de ejércitos numerosos distribuidos en varios puntos de la Península. Pues ¿qué otro partido adoptar, sino el que adoptaron los españoles, aconsejados del patriotismo para su alzamiento, y de la necesidad para su organización? Cabalmente entonces no había peligro alguno, ni el más pequeño, de que se desmembrase el reino, tan a duras penas formado en el trascurso de muchos siglos y a costa de tan grandes fatigas. El lazo de unión entre las diversas comarcas de la Península es la religión y la monarquía; sin la unidad católica y sin el sentimiento monárquico no hay para qué disputar si habríamos adelantado más o menos en las pasadas edades, porque no habría España. Y como la religión y la monarquía, el catolicismo y la legitimidad del trono, fueron los dos móviles de aquella santa y patriótica guerra, no había nada que temer de la formación necesaria, indispensable, de las juntas de gobierno para cada una de las diversas provincias. No se nos oculta que en adelante, puestos los ojos en aquel ejemplo, se ha procedido de la misma manera organizando resistencias rebeldes contra gobiernos legítimos; pero eso nada quiere decir contra las juntas de 1808. Las unas por los medios que están a su alcance se proponen defender la nacionalidad; introducen las otras el desconcierto en el seno de la madre patria, y tienden a desbaratar y destruir la monarquía, haciendo imposibles por muchos años el gobierno y la administración; las unas son el resultado de un pensamiento universal y unánime, que tiene por mira libertarse de extraño yugo; y son hijas las otras de las intrigas de un partido en contra de sus adversarios, siendo el fin de cada uno de ellos apoderarse del mando y repartir entre sus secuaces los cargos públicos y los sueldos que les sirven de estipendio.

Prueba irrecusable es de que las juntas formadas para el gobierno de las provincias en la invasión francesa no hacían peligrar la integridad del territorio y la unidad nacional, el haber procurado estas corporaciones, en cuanto les fue posible, ponerse de acuerdo entre sí, uniformar sus medios de acción, y sujetarse a un centro superior y único. Tan pronto como la batalla de Bailen obligó a retroceder hasta la frontera de Francia á los ejércitos imperiales, entraron en tratos y negociaciones las juntas de provincia para la formación de una Central y Suprema, que gobernase el reino en nombre del ausente y oprimido monarca. Se ha dicho que también este pensamiento fue desacertado y anárquico, y que en vez de la Junta, debió crearse una regencia de uno, tres o cinco individuos, como manda la ley de Partida, y concentrar el poder en pocas manos, y éstas vigorosas y firmes. Nueva ilusión y error, que se desvanece con el mero recuerdo de los hechos y sus circunstancias. La Regencia, que en sentir de algunos procedía formar según la misma ley, había de ser nombrada por las Cortes. ¿Y a éstas entonces quién las convocaba? Y si las Cortes no, ¿quién nombraba la Regencia? Desde que pasó la corona a la dinastía austríaca, en España realmente no se habían reunido las Cortes; menos aún pensó en ellas la augusta estirpe de Borbón. Antiguamente celebráronse en Castilla de una manera, de otra en Aragón, de otra en Navarra, y aun separadamente en Valencia y Cataluña; y de las de Castilla fueron expulsados los Grandes y los nobles en el reinado del emperador don Carlos. Fuerza era, pues, en la ocasión de que se trata, resolver en qué forma deberían convocarse. ¿Podía llamar por sí cada junta unas Cortes especiales? Absurda presunción, propia sólo para aumentar la anarquía y aniquilar el reino. ¿Habían de congregarse Cortes distintas en cada una de las antiguas monarquías peninsulares? Hubiera sido esto incurrir en el propio defecto que se censura, y en un solo día deshacer la obra lenta y progresiva de los siglos; separar de un solo golpe lo que poco á poco juntó infatigable perseverancia; perpetuar, sin que la necesidad lo disculpara, el sistema de gobiernos provinciales, que por el pronto habían sido necesarios. ¿Y cuál sistema se había de elegir? ¿El antiguo de Castilla, acaso el moderno, el de Aragón, el de Navarra, o uno que respetando las tradiciones comunes a todos, se pudiera llamar español? Pues mientras todas estas cosas se resolvían, para resolverlas, y para gobernar entre tanto, era de todo punto indispensable formar la suprema Junta Central. El Rey no lo podia resolver; ausente como se hallaba é incomunicado con sus pueblos, tuvo solamente ocasión de manifestar que de su renuncia estaba pesaroso, o que la había hecho forzado; había dicho también que era su voluntad que se celebraran Cortes; pero sin ordenar nada acerca del modo de celebrarlas y proveer a la gobernación de la monarquía. Hízose, pues, a la sazón, como al principio, lo que únicamente permitían las circunstancias; y ahora, como antes, hubiera equivalido el no hacerlo a desistir de la guerra, o cuando menos, a dar de mano al pensamiento patriótico y salvador de formar un gobierno que aunase los esfuerzos de todos los miembros dispersos.

Lo que sí estaba en lo posible y aconsejaba la prudencia era que la misma Junta Central, una vez instalada y reconocida por todos los defensores de la legitimidad, crease con individuos de su propio seno una regencia interina, que ya se llamara así, ya comisión ejecutiva o de gobierno, ya de otro modo diferente; la cual hubiera debido conservar a la Junta para que, en calidad de auxiliar o consultiva, la informase y la ayudara, y aun para que determinase la forma, sitio y ocasión en que conviniera reunir las Cortes, si bien ejerciendo el mando ella sola, dirigiendo las operaciones militares, reasumiendo el poder que las juntas de provincia habían delegado en la Central, y que ésta podía delegar a su vez en su comisión ejecutiva o de gobierno. Tal fue el parecer de Jovellanos; pero, sin desaprobarlo jamás, fueron sus colegas aplazando de día en día el tomarlo en cuenta; y no llegó al fin a discutirse, porque lo impidieron las circunstancias y los enemigos, que seguían apurando cada vez más a los españoles. Convenimos en que debió hacerse lo que queda expresado, y la iniciativa del pensamiento corresponde precisamente a don Gaspar; en que la reunión de la Junta pecase de ilegítima y desacertada no convenimos de ningún modo. Como quiera que sea, para esa Junta Central y Suprema es para la que fue ele­gido Jovellanos por el principado de Asturias.

Tan pronto como se le comunicó el nombra­miento, dejó su retiro de Jadraque, se dirigió a Madrid y se dispuso a cumplir las obligaciones de su cargo, a pesar de sus muchos años, graves achaques y escarmientos anteriores; que nunca fue sordo a la voz de su patria, y menos que nunca era noble y justo en aquellos días anteponer la conveniencia personal al interés y a la defensa del Estado. Quería en sus previsores pensamientos que la Junta se reuniese en Madrid; pero habiendo resuelto el mayor número que se estableciera en Aranjuez, verificóse solemnemente su instalación en el palacio de este Real sitio a 25 de Setiembre de 1808.

No es el presente escrito lugar oportuno para juzgar a aquel gobierno : formado de muchas personas, no tuvo la cohesión conveniente; reinando en él diversas y aun encontradas opiniones, no fue posible que señalara con mano segura el rumbo que en España debían seguir las ideas nuevas para producir resultados ventajosos sin trastornos y perturbaciones. Pero en fidelidad a su rey y a su patria, en celo por la defensa del territorio, en constancia para sostener la guerra contra el invasor, ninguno de cuantos gobiernos le sucedieron logró aventajarle. En el seno de la Junta Central comenzó el famoso litigio entre las ideas antiguas y las modernas acerca de la forma de gobierno; pendiente está todavía de fallo en el continente europeo, y darle ahora y en este sitio sería presunción temeraria. Puede tan sólo asegurarse con evidencia que en algunos períodos de la vida de los pueblos no es fácil elegir entre dos opuestos sistemas; los que son llamados a gobernar no han de proceder como un filósofo que medita y escribe en el fondo de su gabinete, sin consideración a los días presentes ni a las circunstancias del momento. Decida éste de un modo abstracto y absoluto cuál es a sus ojos el sistema mejor para regir las sociedades; el repúblico ha de enterarse de lo que pase a su alrededor, ha de tomar las cosas tal cual las halle, los hombres según sean, las opiniones como corran y dominen, contentándose con hacer el bien que esté en su mano, lo cual muchas veces consiste en evitar el mayor número de males posible. A principios del presente siglo, formada la inteligencia de los jóvenes con la lectura de los libros que había dado a luz la revolución de Francia, con el ejemplo vecino y con el espectáculo doloroso del reinado de Carlos IV y de la privanza de Godoy, cuyas consecuencias exageraba unánime el pueblo español, era imposible no decidirse por el régimen representativo. El conde de Floridablanca, presidente de la Junta Central, fue en ella el jefe de un partido que se oponía a innovaciones peligrosas, y quería con­servar intacto, y aun ensanchar, el poder de nuestros monarcas; ni era enemigo de las luces ni de las mejoras morales y materiales que exige la moderna cultura y el espíritu de la época; pero a su juicio, mejor las realizaría un rey dotado de amplias facultades y asesorado de Consejos sabios y numerosos, que los gobiernos que se llaman representativos, condenados a perpetua instabilidad y agitación extraordinaria. Tenía acaso razón el antiguo y afamado ministro de Carlos III, y llegará quizá día en que su plan sea por todos considerado como el solo capaz de salvar a las naciones de una espantosa ruina; pero se engañaba tal vez sosteniendo que en aquel tiempo era posible dejar de dar al pensamiento alguna latitud, y al gobierno un tinte de representación pública, de libre discusión y de formas constitucionales, a por mejor decir, parlamentarias. Jovellanos opinaba lo contrario. ¿Cuál de estos dos sistemas predominará cuando vuelvan en su acuerdo los pueblos, curados al fin del horrible delirio que hoy los conmueve? ¿Quién de ambos acertaba, Floridablanca o Jovellanos? Ya lo hemos dicho: no es todavía llegada la ocasión de sentenciar definitivamente este proceso; cualquiera fallo pecaría aún de apasionado y habría de tenerse por alegación de una de las partes contendientes, y no por sentencia inapelable de competente tribunal. Falle como juez la posteridad algo más remota, amaestrada por la historia de los pasados siglos y fortalecida con el caudal de experiencia que nosotros le legaremos.

Pero lo que ya no es lícito dudar, lo que está ya patente para la vista menos perspicaz y el más vulgar entendimiento, es que una vez decididos nuestros padres por el régimen constitucional o representativo, para designarle como ahora se estila, lo que tan sólo ofrecía probabilidades de permanencia y duración, y virtud suficiente para librar al reino de las revoluciones y reacciones que tantas veces le han alterado, presentándonos rebajados a los ojos de la Europa, aun después de tan gloriosas campañas como las de la Inde­pendencia, era el plan que proponía Jovellanos.

Quería este varón insigne, verdadero fundador del partido conservador o moderado, que se convocasen unas solas Cortes generales para todo el reino, atento a no romper la unidad nacional; pero las quería parecidas a las que de antiguos tiempos recordaban la historia y la tradición. Si este dictamen hubiera prevalecido; si en lugar de seguir el ejemplo de la asamblea constituyente de Francia, se hubieran tenido en cuenta los que presentaba la historia patria; si nuestros prelados y nuestros grandes hubiesen tomado asiento desde luego en las asambleas legislativas, lícito es pensar que otra habría sido la suerte de la nación española. Jovellanos afirmaba que España tenía ya su constitución, no articulada, no escrita en un cuaderno de pocas páginas, pero sí fundada en sus antiguas costumbres y consignada en sus códigos y en su historia. Recopilarla y establecerla era su anhelo y su propósito, e imitar así la conducta que observó Inglaterra en su revolución de 1668, consiguiendo provechosos y permanentes resultados, porque nunca se salió del carril histórico-tradicional. A no haberse empeñado todos en aquel país (que los liberales del continente, sin reflexionar lo que dicen, presentan como modelo en que los lores temporales, cubiertos con sus armiños y adornados con sus blasones, y los espirituales con sus vestiduras, siguiesen recibiendo siempre en la barra a los comunes; en que jamás se considerase completo el parlamento sin el concurso del Rey; y en sostener la constitución antigua por respeto a las formas tradicionales, ¡cuántas veces se habrían visto cubiertas de barricadas las calles de Londres! Cuántas habría ya corrido la sangre de aquellos isleños en las ciudades y campos de la Gran Bretaña! Pero aquí se procedió a la francesa, y aun peores frutos que nuestros vecinos recogimos nosotros. Se convocó una Asamblea popular, única, omnipotente; hizo ésta una constitución medio monárquica, medio republicana, monstruo informe de partes abigarradas, exótica en España, contraria a nuestras costumbres y antiguas leyes; y vínose abajo, por su propio peso, sin que lo sintieran el clero ni los nobles, cuyas pretensiones más legítimas había desairado; sin que en el mismo pueblo produjera su caída disgusto, sino antes al contrario cierta alegría; y teniendo motivo el Rey, que no pretexto, para derribarla de un soplo. Líbrenos Dios de justificar, ni de disculpar siquiera, la conducta rigorosa y cruel que se observó después con sus cándidos autores, que pecaron de inexperiencia, y no de malicia; pero su obra por fuerza tenía que morir al punto, y si bien es probable que la historia se muestre severa con la reacción de 1814, no será blanda con los autores de un código que echaba por tierra la monarquía, y no se podía presentar con formalidad al Rey para que le aprobase.

Figúrese el lector que el plan de Jovellanos se hubiera realizado. ¡Cuán diversas habrían sido las consecuencias, no sólo para la tranquilidad pública, sino también para los mismos partidarios de las opiniones constitucionales! Sólo Dios puede sondear el corazón de los hombres y saber lo que habría hecho Fernando VII al regresar de Francia, próximo a despeñarse Napoleón de su portentosa grandeza; pero no es temerario suponer que acaso habría aceptado, de buena o mala gana, las instituciones antiguas, vestidas en lo posible a la moderna; lícito es creer que no habría der­ribado una constitución que se pareciese a la de nuestros antiguos reinos, siempre que la monarquía hubiese quedado incólume en su representación, y fuerte y libre y desembarazada en sus prerrogativas. Y si aun así el Rey tampoco la hubiese aceptado, esta constitución a lo menos, restablecida más tarde, no habría sido derribada ciertamente por un ejército de Luis XVIII de Francia, cruzándose de brazos y consintiéndolo Inglaterra.

Todo lo que escribió a este propósito Jovellanos es propio de un verdadero hombre de estado y merece ser detenidamente leído. Confesemos para gloria suya que cuanto se ha dicho en el mismo sentido desde 1834 hasta el presente por varios oradores y escritores, es una imitación de sus informes a la Junta Central, y de una parte relativa a este asunto de la Memoria que compuso en defensa de aquel cuerpo. Le ha sucedido en semejante empresa lo mismo que con las opiniones que había sustentado en el Informe sobre la ley agraria. Los enemigos de toda reforma política, y algunos de los que hoy, escarmentados en vista de lamentables extravíos, que no admiten justificación ni disculpa, vuelven los ojos con envidia a tiempos anteriores y quisieran resucitarlos, censuran a Jovellanos, haciéndole responsable de todos los males a que dio origen la reunión de las Cortes, por haber sido él en la Junta Central jefe del partido que la consideraba necesaria. Esta acusación es tan injusta y tan fácil de desvanecer como la otra : su pecado (si es que le hay, que nosotros no lo hemos de decidir) consistiría, si acaso, en ser aficionado al régimen representativo; pero dentro del partido que se decidió a variar la forma del gobierno, no cabe proceder con mayor juicio. Cuando propuso a la Central, a poco de instalarse, en 7 de Octubre de 1808, su pensamiento acerca de la institución del nuevo gobierno, dejó asentado que ningún pueblo tiene el derecho de insurrección, y que concedérsele en cualquiera forma sería destruir los cimientos de la obediencia debida a la autoridad suprema, sin la cual no habría de ofrecer á la sociedad su constitución garantía ni seguridad de ninguna clase. Cierto es que en su arrebatado frenesí dieron al pueblo los franceses este derecho, consignándolo en un código que se hizo en pocos días, llenó pocas páginas y duró muy pocos meses; «más esto fue sólo para arrullarle mientras que la cuchilla del terror corría rápidamente sobre las cabezas altas y bajas de aquella desgraciada nación.» Cuando más adelante elevaba a la Junta su dictamen sobre la convocación de las Cortes por estamentos, decía que, según el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el Monarca, sin que la más mínima porción de ella exista ni pueda existir en otra persona ni en cuerpo ninguno; que ha de considerarse, por lo tanto, como una herejía política el sostener que una nación completamente monárquica es soberana, atribuyéndole las funciones de la soberanía; y que siendo ésta indivisible por su naturaleza, no puede haber manera de despojar al Soberano, ni tampoco de que el Soberano se despoje á sí propio de parte alguna en favor de otro, ni aun de la nación misma.

Pero donde más notoriamente se comprende que, seguidos los consejos de este ilustrado repúblico, no habrían ocurrido después los sucesos que han abismado a España en opuestas direcciones; donde más resplandece su previsión, es en unas palabras notabilísimas, que nos creemos obligados a reproducir textualmente, porque dan testimonio positivo de la fidelidad con que hemos interpretado sus opiniones.

“Y aquí notaré (dice en la consulta ya citada sobre las Cortes por estamentos, firmada en Sevilla, a 21 de Mayo de 1809) que oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva constitución, y aun de ejecutarla; y en esto sí que a mi juicio habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su constitución? Tiénela sin duda; porque ¿qué otra cosa es una constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan el derecho del Soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar unos y otros? Y ¿quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse. ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase. Nuestra constitución entonces se hallará hecha y merecerá ser envidiada por todos los pueblos de la tierra que amen la justicia, el orden, el sosiego público y la verdadera libertad, que no puede existir sin ellos. Tal será siempre en este punto mi dictamen, sin que asienta jamás a otros que so pretexto de reformas, tratan de alterar la esencia de la constitución española. Que en ella se hagan todas las reformas que su esencia permita, y que en vez de alterarla o destruirla la perfeccionen, será digno del prudente deseo de vuestra majestad (tenía este tratamiento la Suprema Junta), y conforme a los deseos de la nación. Lo contrario, ni cabe en el poder de vuestra majestad, que ha jurado solemnemente observar las leyes fundamentales del reino, ni en los votos de la nación, que cuando clama por su amado rey, es para que la gobierne según ellas, y no para someterle a otras que un celo acalorado, una falsa prudencia o un amor des­medido de nuevas y especiosas teorías pretenda inventar.”

Digan ahora los hombres de recto juicio, y aquellos, sobre todo, que por su edad o por sus circunstancias estén desapasionados y no hayan tomado parte en la contienda, si practicándose lo que Jovellanos propuso, habría sido de esperar la conducta observada por el Monarca en 1814, ni la serie de revueltas que, originadas por el grave desacierto en que se incurrió desoyendo consejos tan sabios y propios de un previsor estadista, empezó entonces, y dura todavía cuando esto escribimos.

No cabe mayor desdicha que la de España en estos últimos tiempos : pudiérase creer, en leyendo las precedentes líneas, que las opiniones de Jovellanos no prevalecieron en la Junta Central, y no fue, sin embargo, tal cosa lo que aconteció; antes al contrario, con su claro razonamiento y persuasiva elocuencia triunfó de sus colegas, logrando que se aprobara su dictámen. Pero la mano aciaga de los motines comenzó ya en este punto á revolver las heces de la sociedad, y bajo el pretexto de que el enemigo se entraba por Andalucía y se había apoderado de Jaén y de Córdoba, impacientáronse las turbas en Sevilla, movidas por descarados revoltosos; y la Junta Central tuvo que salir fugitiva, encaminándose a la isla de León, habiendo sido Jovellanos el último que se embarcó en el Guadalquivir. Perdieron sus equipajes aquellos leales defensores de la patria, y corrió gran peligro de perder también la vida el arzobispo de Laodicea, que desde que murió Floridablanca hacia veces de presidente. ¡Cómo si la Junta Central tuviese la culpa de que nuestros ejércitos hubieran sido desbaratados! ¡Cómo si no hubiese hecho bastante con no desmayar en medio de tantos y tan crudos reveses, y con rechazar tenaz y heroica todos los tratos que movió el enemigo para que abandonase la causa de su legítimo soberano! Pues ¡qué! ¿ignoraban que había triunfado nuevamente del Austria el dominador de la Francia, obligando a los antiguos césares a darle una princesa para su tálamo imperial? ¿No sabían que el autócrata de todas las Rusias tenía por entonces a honra solicitar su amistad y su alianza? ¿No habían visto al ejército inglés retroceder delante de su persona, y no parar hasta refugiarse en sus naves, ancladas en la Coruña? Jamás injusticia igual se cometió con un gobierno; pero quedó franca desde aquel instante la puerta a las asonadas, y ya en lo sucesivo no tienen cuento las injusticias. Excusado parece añadir que los promovedores del alboroto, tan fieros y tan bravos con los inermes vocales de la Junta, no intentaron siquiera defender su hermosa ciudad, y permitieron que en ella entraran los franceses sin la menor resistencia.

Los pueblos del tránsito estaban ya alborotados por los emisarios de Sevilla, y aun hasta Cádiz llegaron sus manejos. La Junta Central acordó nombrar una regencia de cinco individuos y entregarle el mando, a fin de que, concentrado en pocas manos, cobrase vigor y fuerza; mas propúsose realizar lo acordado con dignidad y prudente calma, como en prueba de que no se disolvía con la precipitación del miedo ni por sugestiones interesadas. Fijó, pues, en un reglamento los medios de acción de los regentes, hizo que estos jurasen por Dios y por Jesucristo crucificado conservar la religión católica apostólica romana, sin mezcla de otra alguna, expeler a los franceses del territorio español, volver al trono de sus mayores al rey don Fernando VII, y no quebrantar ni permitir que se quebrantasen las leyes, usos y costumbres de la monarquía; ordenó que ninguno de sus miembros pudiese formar parte de la nueva regencia, y expidió el decreto convocando las Cortes. En este notable docu­mento, escrito por Jovellanos, se encuentran las siguientes cláusulas :

«El Rey, y a su nombre la Suprema Junta Central de España e Indias... he venido en mandar y mando lo siguiente. Primero : la celebración de las Cortes generales y extraordinarias, que están ya convocadas para esta isla de León y para el primer día de Marzo próximo, será el primer cuidado de la Regencia que acabo de crear, si la defensa del reino, en que desde luego debe ocuparse, lo permitiere. Segundo : en consecuencia, se expedirán inmediatamente convocatorias individuales a todos los reverendos arzobispos y obispos que están en ejercicio de sus funciones, y a todos los grandes de España en propiedad, para que concurran a las Cortes en el día y lugar para que están convocadas, si las circunstancias lo permitiesen. Tercero: no serán admitidos a estas Cortes los grandes que no sean cabezas de familia, ni los que no tengan la edad de veinte y cinco años, ni los prelados y grandes que se hallaren procesados por cualquiera delito, ni los que se hubieren sometido al gobierno francés... Duodécimo : serán éstas (las Cortes) presididas a mi Real nombre, o por la Regencia en cuerpo, o por su presidente temporal, o bien por el individuo a quien delegare el encargo de representar en ellas mi soberanía... Décimoquinto : abierto el solio (ya antes en otro artículo se manda que esta ceremonia se haga según las antiguas prácticas), las Cortes se dividirán para la deliberación de las materias, en dos solos estamentos : uno popular, compuesto de todos los procuradores de las provincias de España y América, y otro de dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del reino.”

De propósito hemos transcrito estos mandatos, porque encargados de componer una biografía de Jovellanos, cúmplenos procurar que sea conocido con sus verdaderas facciones, y no con las que aparece en los falsos retratos que de él han hecho atrevidos dibujantes, fantaseándole a su propia imagen y semejanza, y delineándole a medida de su deseo.

¿Por qué no se publicó este decreto? No se ha podido averiguar, ignorándose además la causa de que no circulasen las convocatorias a los grandes y prelados. En vez de cumplirse lo que en el citado documento se disponía, fueron llamadas Cortes de una sola cámara, y se proclamó el principio de la soberanía nacional. Los que tal mandaron dieron al olvido la tradición y todos los antecedentes, entre los cuales figura el de que con la expulsión de los nobles de las Cortes habían desaparecido las libertades públicas en Castilla; olvidaron asimismo que las clases privilegiadas, que hoy no deben aspirar ni aspiran a otro privilegio, son las conservadoras naturales del orden social y de una libertad racional y prudente. Ellos son, pues, los que dieron muerte a la que Jovellanos llamaba con razón antigua constitución de España, y engendraron otra sin ninguna condición de posible vida; de ellos es la culpa de que naciese moribundo el gobierno representativo entre nosotros; de ellos también la más grave de que los trastornos sucesivos hayan dado el triunfo alguna vez a los principios revolucionarios, y nunca a la libertad; la cual, como dice nuestro autor, “no puede existir sin la justicia, el orden y el sosiego público.”

¿Consistiría la falta de publicación del decreto en que creyese la Regencia que había sido ilegítima la Junta Central? No puede ser, porque de ella recibió la investidura y en su seno prestó juramento. ¿ Eran acaso los miembros de la Re­gencia más inclinados a las ideas nuevas que los de la Junta Suprema? No por cierto; antes se tachó a ésta de haberlos elegido entre personas aficionadas al antiguo régimen. Fue sin duda que aun no habían pasado todos los días de prueba que Dios tenía reservados para la nación española.

Disolvióse, pues, la Junta Central en la noche del 31 de Enero de 1810, asistiendo a su sesión postrera y tomando en ella posesión la Regencia, presidida por el general Castaños, a quien tocaba este honor hasta tanto que se presentase el obispo de Orense, que había de ser presidente en propiedad. Así coronó aquel cuerpo respetable las funciones de su augusto ministerio, procurando salvar a la patria de la horrible anarquía en que sus enemigos internos la tenían envuelta, y habiendo cumplido el sublime juramento que hizo en Aranjuez, acosado ya por las avanzadas del ejército enemigo, de no oír ni admitir proposición alguna de paz sin que se restituyese á su trono el soberano legítimo, y sin que se estipulase por primera condición la absoluta integridad de España y de sus Américas, sin la desmembración de la más pequeña aldea. ¡Aun es glorioso, al contemplar estos hechos, haber nacido en España! Parece que asistimos al senado romano cuando el ejército de Aníbal acampaba no lejos de la ciudad, después de la batalla de Canas.

Los que tan rudamente combatieron a la Junta Central para derribarla, causaron a sus individuos un daño mayor que el de despojarlos del mando supremo: la calumnia se había cebado en su fama; y en cuanto estuvieron reducidos a la clase de particulares y súbditos, fueron por todas partes atropellados, no sólo con falta de justicia, sino también de decoro. Primero y lastimoso ejemplo fue éste (del cual, por cierto, han sobrevenido grandes daños) de humillar el principio de autoridad; seguido en más de una ocasión, ha sido causa de que los gobiernos no hayan procedido siempre con el vigor y desembarazo indispensables para reprimir las malas pasiones. Se necesita un temple de alma nada común, y esfuerzo casi heroico, para exponerse a riesgos ciertos en lo futuro, cumpliendo obligaciones que son además desagradables y penosas. Cierto que debe ser examinada la conducta de los ministros, y castigados ellos si han cometido actos de infidelidad o de peculado; mas hágase esto por quien tenga facultad competente, según las leyes, y con la circunspección necesaria, a fin de que no redunde en descrédito de todos el desdoro de los malos gobernantes, y pierdan sus sucesores el prestigio que han menester para regir un reino. Cuando alzan su voz las pasiones, rompiendo todo freno; cuando se permite que la calumnia se ensañe con los que un día gobernaron a su patria, y que la injuria sea el derecho común de los caídos, los gobiernos no son fuertes, y la sociedad encierra en su seno un germen de perdición. Los individuos de la Junta Suprema fueron atropellados indignamente por la chusma; la Regencia, que lo toleró y que en algún caso se convirtió en instrumento del ciego furor del vulgo, fue también a su vez calumniada y abatida. Las famosas Cortes de Cádiz, más atentas al afianzamiento de la libertad política que a la conservación del orden, hicieron muy poco caso de estos desmanes; y también los diputados sintieron muy pronto estallar sobre sus cabezas la tormenta de la saña popular, y desenfrenada y ciega la muchedumbre, los calumnió y maltrató como antes a los beneméritos patricios de que la Junta se componía. Nada menos que de traidores y ladrones se oyeron acusar aquellos hombres de bien, y hasta osaron decir los mismos que habían trabajado con el fin de que soltasen las riendas del gobierno, que se apresuraban a dejarlas y abandonarlo todo para poner en salvo el fruto de sus rapiñas : en presencia de los alborotadores y de la tripulación de la fragata Cornelia, anclada en la bahía de Cádiz, y a cuyo bordo se habían trasladado los más, fueron ignominiosamente registrados sus baúles y maletas, sin que a ninguno de ellos se le encontrase otra cosa que las prendas habituales de su vestido y las sumas proporcionadas a su condición respectiva.

Jovellanos, por una casualidad, se libró de esta afrenta : en compañía de su fiel amigo el marqués de Campo-Sagrado, habíase embarcado también en la fragata que, debiendo marchar a Galicia en busca del obispo de Orense, los conduciría hasta punto no lejano de su provincia, desde donde pensaban hacer por tierra el resto del viaje. Noticiosos de que se dudaba en Cádiz de su honradez, se apresuraron a remitir una especie de reto, provocando a los calumniadores a salir a la luz del día y justificar en algún modo sus alevosas acusaciones. No consintió el Gobierno este noble desenfado, temeroso de que se promoviera mayor bullicio, y Jovellanos trató de pasar a tierra a fin de poner en claro los sucesos; mas impidiéronlo el Marqués y su esposa, conociendo que sería insultado por las audaces turbas y que no hallaría en las autoridades la protección necesaria. Supo también entonces que por la ciudad corría la nueva de que los miembros de la Central estaban arrestados a bordo de la Cornelia, voz que sin duda dejó correr el Gobierno con el intento de apaciguar a los revoltosos; y como Jovellanos era partidario decidido de las situaciones despejadas y claras, y a la sazón se encontraba en aquella bahía un bergantín de paso para los puertos de Asturias, pidió permiso al Consejo de Regencia para trasbordarse a él con Campo-Sagrado y su familia: accedióse al punto a su deseo, y con esto, vuelta la calma a su espíritu, pudo apreciar las intenciones del Gobierno respecto de su persona, y dio respuesta contundente, aunque muda, a los propagadores de la degradante noticia. A pesar de todo, pidió a la Regencia su jubilación o retiro de consejero de Estado, y licencia para marchar a Gijón con objeto de procurar alivio a sus achaques y cuidar del Instituto. El Gobierno, que procuraba ser justo cuando podía, no enterándose el público (sin reparar que la debilidad en los que mandan es tan perniciosa como la falta de justicia, y que ambos defectos vienen a confundirse en uno de trascendentales y funestas consecuencias), respondió que no consentía en su retiro, pero sí en que se trasladase a su casa por todo el tiempo que la total curación de sus dolencias reclamara: bien entendido que una vez restablecida su salud, debería volver al Consejo de Estado para coadyuvar a la salvación del reino con sus notorias luces, acreditado celo y acendrado patriotismo. Autorizábale juntamente para continuar desempeñando los encargos que en otro tiempo había tenido, de adelantar la explotación y comercio de carbón de piedra, que él había promovido, y de perfeccionar el Real Instituto Asturiano, por él fundado; y como hubiese renunciado a la mitad del sueldo que le correspondiera mientras durasen aquellas urgencias, disponíase en la misma Real orden que lo cobrase íntegro y que emplease la mitad que quería ceder, del modo que le dictara su patriotismo. A darse a esta honrosa reparación, suscrita por el marqués de las Hormazas, ministro de la Regencia, la debida publicidad, y a no tolerarse la persecución de que eran blanco otros vocales de la Central, llegando dos de entre ellos a verse encerrados en los fuertes de la plaza y a morir uno en la prisión, no habrían tenido que sufrir Jovellanos y Campo-Sagrado las nuevas vejaciones y molestias que en el camino les sobrevinieron.

Que no habían manejado con pureza los caudales públicos era uno de los delitos que les imputaba el revuelto populacho : a este cargo contesta nuestro autor refiriendo que cuando iba a salir de Cádiz examinó el estado de su pobre bolsillo, y halló que todo su haber se reducía a 7,985 reales vellón y 200 onzas de plata en cubiertos; es decir, que atendidas las circunstancias de aquellos días, los riesgos que se corrían por todas partes y las dificultades que aun por mar ofrecían los viajes, a duras penas poseía lo necesario para llegar a su casa, en la que nada le quedaba, por haberla entrado a saco los franceses; y si tenía que parar en algún punto, bien a causa de que las operaciones del enemigo no consintiesen el desembarco, bien por accidente ocurrido en la navegación, ignoraba cómo había de procurarse la subsistencia. De este apuro le sacó su mayordomo, ofreciéndole 12,000 reales, ahorrados al cabo de trece años de servicios, y que aceptó agradecido Jovellanos. Llamábase tan leal servidor don Domingo García de Lafuente, y es el mismo que le acompañó en la Cartuja y en el castillo con singular fidelidad y constancia, bien recompensadas por cierto con las tiernísimas palabras que en su célebre Memoria le dedica su amo. De infidencia era la otra acusación; ya se ha visto la conducta de Jovellanos en particular y las cartas que mediaron con Sebastiani; fuera de que, como ya va apuntado, los franceses no le dejaron en su casa de Gijón ni muebles ni ropas, ni otra cosa más que las paredes, y aun éstas conmovidas y en ruina. Por lo que hace a la Junta, nadie hay ya que ponga en duda la pureza y desinterés de todos sus vocales. Y en cuanto a la fidelidad con que cumplían sus juramentos, menester es consignar, para honra de aquellos varones, que por el mismo tiempo que se tentaba la de Jovellanos, un antiguo magistrado, de nombre Sotelo, que seguía la causa de los franceses, recibió el encargo de hacer proposiciones al gobierno de Sevilla, siendo el acuerdo que tomó la Junta digno en todo de la elevación y grandeza de aquella guerra descomunal: « Si Sotelo trae poderes bastantes para tratar de la restitución de nuestro amado Rey y de que las tropas francesas evacúen al instante todo el territorio español, hágalos públicos en la forma reconocida por todas las naciones, y se le oirá, con anuencia de nuestros aliados. De no ser así, la Junta no puede faltar a la calidad de los poderes de que está revestida, ni a la voluntad nacional, que es de no escuchar pacto, ni admitir tregua, ni ajustar transacción que no sea establecida sobre aquellas bases de eterna necesidad y justicia. Cualquiera otra especie de negociación, sin salvar al Estado, envilecería á la Junta, la cual se ha obligado solemnemente á sepultarse primero entre las ruinas de la monarquía que oir proposición alguna en mengua del honor e independencia del nombre español.» Y como Sotelo insistiese por conducto del general Cuesta, la Junta se limitó a ordenar a este caudillo que volviese a leerle el anterior acuerdo, y le advirtiese que en adelante no recibiría más contestación si los franceses no empezaban por allanarse a cumplir lo que el gobierno español tenía reclamado. Entre tanto, y considerando que en algunas jornadas, como en la de Ciudad Real, había reinado desorden y confusión; y que en Medellin se había combatido, aunque con desgracia, con ánimo sereno, perdiendo la batalla, pero con el rostro siempre de frente al enemigo,— elevó a Cuesta, que la había mandado y dirigido, a la suprema dignidad de capitán general de los ejércitos. No conocemos resoluciones más heroicas de gobierno alguno ni en los antiguos ni en los modernos tiempos : ni sintió decaído su ánimo la Central a pesar del peligro que le amenazaba de cerca, ni desesperó jamás de la salvación de la patria. Otro tanto, y nada más, era suficiente para adquirir renombre inmortal en la república romana. Mayor lauro merece quien no cuenta con la justicia de envidiosos contemporáneos, y vive en una tierra de quien ya se dijo en el siglo XIV : «Esta es Castilla, que hace los hombres y los gasta.»

Dio la vela el bergantín el día 26 de Febrero; por delante de las costas de Galicia navegaba en la noche del 4 al 5 de Marzo, cuando se levantó furiosa borrasca, que puso el mar por los cielos. Perdió el barco su rumbo, y cerca del amanecer estuvo para estrellarse contra las rocas de la isla de Ons; pasado el grave peligro, no sin gran trabajo y a punto de naufragar, tomó abrigo en la ría de Muros de Noya, pueblo de aquel antiguo reino, en la parte que es hoy provincia de la Coruña. Los que salieron a reconocerle en cumplimiento de las leyes de sanidad, dieron a los pasajeros la triste nueva de que segunda vez se habían enseñoreado de Asturias los franceses; aquí fue el dolor de los dos amigos y su amargura y quebranto. Saltaron a tierra, inciertos del partido que tomarían; pero se hallaron sorprendidos con un recibimiento cordial y entusiasta en aquella para ellos casi ignorada población, cuyos moradores agradecían a los miembros de la Junta Central los servicios prestados a la patria : allí no se les tenía envidia y no se les levantaban falsos testimonios; no llegaba a los oídos de aquellos sencillos y laboriosos gallegos la voz de la calumnia, que arrastra detrás de sí la duda y la sospecha, y las va depositando en el ánimo de los oyentes. Todos se les ofrecieron, y hubo familia que abandonó su casa para que la ocuparan los náufragos : premios son éstos y compensaciones que Dios envía, que pasan ignorados del mundo, que no conocen las almas encenagadas en la soberbia, y que estiman de gran precio los corazones sensibles y generosos. Los labradores y pescadores (pues no era otra la ocupación de los vecinos de Muros de Noya), celebrando en su antigua colegiata , con la posible solemnidad, la salvación de las preciosas vidas de los dos tristes náufragos, dan testimonio de que nunca desampara el cielo la causa de la inocencia.

Pero las voces siniestras que esparcían los insurrectos de Sevilla y los maldicientes de Cádiz, habían ya circulado por el reino, y los miembros de la Suprema Central eran en todas partes objeto de medidas violentas y bochornosas : cinco de ellos , que llegaron al Ferrol a bordo de la Cornelia, fueron presos en un castillo, y contra Jovellanos y Campo-Sagrado disparó la junta de la Coruña una comisión militar que recogiese sus pasaportes y examinara sus equipajes, apoderándose de todos los papeles. Es fama que Jovellanos en aquel trance perdió su calma habitual y se condujo con un calor y vehemencia que jamás se le habían conocido en las adversidades de su vida; confiésalo él mismo, y da como causa de que la indignación llegara a su colmo, «que habiendo sentido una vez la mano feroz del despotismo, ejecutando sobre él igual atropellamiento, ni le quedó humor para sufrirle otra, ni creía que llena ya la medida de horror con que la nación miraba estas violencias, pudiese ningún ciudadano estar expuesto a ellas.» Lo cierto es que hizo enmudecer y vacilar al coronel encargado de tan penosa comisión, y que dejándole registrarlo todo, y aun sacar copia de sus papeles si quería, le dijo que estaba resuelto a no entregarlos, y que sólo se los arrancaría a viva fuerza; para lo cual podía empezar a hacer uso de la que llevaba, cuando bien le pareciese. Retiróse en esto el jefe militar con todo su aparato de asesor, escribano y escolta, y la junta de la Coruña no pasó adelante, mandando, por el contrario, poner en libertad a los presos del Ferrol. ¡Tanto corrieron las injuriosas sospechas contra aquellos desventurados gobernadores de la monarquía! Pero ni un momento faltaron a los detenidos en Muros de Noya el aprecio y el respeto de sus generosos huéspedes; inútilmente quisieron alguna vez mudar de residencia para no causarles mayores vejaciones y opúsose todo el pueblo, sin aquietarse mientras no obtuvo palabra de que morarían en él hasta que estuviera libre de enemigos la villa de Gijón y sus contornos. Allí, pues, residió Jovellanos más de un año, y en Julio de 1811 dispuso y emprendió su viaje por tierra, noticioso de que los franceses se habían retirado de Asturias.

Allí es donde entre honradas gentes, pero ignorantes y oscuras, sin libros, sin documentos, sin el consejo y censura de doctos amigos, ni otra guía que su claro juicio y recto corazón, escribió la Memoria en defensa de la Junta Central; oración elocuentísima, la más patética y tierna y vigorosa que recordamos en idioma español, y comparable con las más renombradas del príncipe de los oradores del Lacio. Al acabar su lectura desfallece el ánimo más atrevido : estilo elegante y sencillo, vuelos elevados y majestuosos arranques, nunca reñidos con la dicción pura y limpia, claridad portentosa, método ordenado y lógica irresistible, son las dotes que principalmente resplandecen en aquel precioso modelo de castellana elocuencia. Nunca tuvo aplicación más exacta que en el presente caso la máxima conocida de que el orador ha de ser hombre de bien y de honrados pensamientos; hay que nacer, ante todo, con disposición, que sólo concede el cielo; es necesario además cultivarla con el estudio incesante, y ser docto en las ciencias y conocedor de las bellas letras; es menester formar el buen gusto con la lectura de escogidos modelos; y sobre todas esas cualidades, nativas o adquiridas, es preciso que guie la pluma o mueva los labios la buena fe, la rectitud, la probidad sincera. Así brillan los autores de insignes oraciones dignas de pasar á la posteridad; no de otro modo habría podido componer su Memoria el defensor de la Junta Central. Quien escriba o hable en apoyo de ridículas paradojas, quien no se sienta inspirado por el amor de la justicia y de la verdad, quien no haya depurado su gusto con el estudio y la lectura, el que no haya meditado sobre la belleza de las formas literarias,—ése que no escriba, que no hable, que no se llame orador, que no borrajee discursos que ha de matar en breve la mano implacable del tiempo. Ocasiones habrá en que sean aplaudidos los desaliñados esfuerzos de algún energúmeno ignorante, por el interés o las pasiones de este o aquel partido; mas la gloria sigue los pasos del que avanza por segura senda; muere y desaparece la maleza de tantos arbustos enanos, para que la vista se espacie en la contemplación de algún árbol robusto y frondoso que desafíe a la fortuna y al tiempo. Si de algo puede valer el desinteresado consejo para los que aspiran a brillar en la oratoria profana, rogárnosles que en sus estudios no olviden esta oración de Jovellanos: no ofrece nuestra lengua, de muchos años a esta parte, mejores modelos en que aprender, ni fuera de nuestra patria exceden a éste otros que gozan de fama bien adquirida. Un defecto le hallamos, y no lo hemos de ocultar: en algunos pasajes, bien pocos por dicha, se deja llevar el autor de la irritación disculpable que á la cuenta le dominaba, y rompe con insólita destemplanza en frases desnudas de todo miramiento, dirigidas a señaladas personas. Si hubiese tenido ocasión de dar la última mano a su trabajo, de seguro con la lima habrían desaparecido estos lunares; bueno es hacerlos notar, para que advertidos los estudiosos, no se vicien, ni confundan con la elocuencia el pugilato repugnante de descarados insultos; defecto fácil de adquirir, y contra el que, por lo mismo, hay que estar prevenidos en el régimen parlamentario: porque echados a luchar los representantes de los opuestos bandos a la vista del público, aguijoneados por la ardiente pasión de los amigos y por la contradicción sistemática y tenaz de los adversarios, y bajo la impresión del amor propio herido o lastimado, se llega a tomar la desvergüenza por gracia y el insulto por razón. Semejante tendencia, provocada por las discusiones públicas, es acaso uno de sus mayores riesgos, y el escollo, o uno de ellos, en que pueden fracasar las instituciones modernas.

Dio, por fin, vista a su patria Jovellanos; al contemplar de lejos sus risueños campos se le humedecieron los ojos con lágrimas de placer. La acogida que tuvo en Gijón fue digna del huésped que recibía en su seno el pueblo en que había nacido : echadas a vuelo las campanas, tronando la artillería como si se celebrase la feliz llegada de algún príncipe, la multitud se agolpaba en las calles, anhelosa de saludar al virtuoso magistrado. Desde que salió de su casa arrancado por la fuerza de las bayonetas para ser conducido de pueblo en pueblo y de convento en convento hasta la cartuja de Valdemuza, que ha hecho célebre con su residencia, no le habían vuelto a ver sus amantes compatriotas. Las salvas sonaron en sus oídos con agrado, porque ellos las disponían, pero más aún le conmovieron las lágrimas de hombres y mujeres, niños y ancianos: éstos le recordaban mejores tiempos y le hacían salva con sus corazones; los pequeñuelos lloraban de ver llorar a sus padres, y en aquel día aprendieron a pronunciar con amor y respeto el nombre de Jovellanos. Aquel triunfal aparato, aquellas muestras de hidalga correspondencia, aquella veneración, no han cesado todavía; los hijos de Gijón, los asturianos todos, llámanle aún su bienhechor y su padre. No ha sido, no, desgraciado Jovellanos; parécelo a los ojos de una generación esclava del deleite, devorada por hambre y sed inextinguible de goces materiales; mas no fue desgraciado aquel cuyos dolores calman y cuyo espíritu fortalecen y alegran los cenobitas de Jesús Nazareno, los aldeanos de Muros, los habitantes de Gijón. Justo es ensalzar la memoria de los varones ilustres; pero no menos digno, ni útil, consagrar un recuerdo á sus bienhechores.

Las armas francesas volvieron en breve a dominar en aquella comarca; oponiéndose a la nueva invasión, hicieron otra vez rostro los asturianos al formidable enemigo. Jovellanos los animaba al combate, y entonces fue cuando escribió el himno guerrero que se hizo tan popular y que conocen todos los que presenciaron aquellos sucesos; vale más esta composición por el sentimiento patriótico que la vivifica, que por la inspiración poética; tiene, no obstante, ardor y energía, con ser obra de un anciano. La suerte de las armas no favoreció a los soldados españoles, y de nuevo se desparramó el ejército enemigo por aquellas provincias. Don Gaspar se acogió en un barco vizcaíno que bogaba por la costa, con intención de refugiarse en Rivadeo, pueblo limítrofe entre Asturias y Galicia; alborotado el mar, se opuso a sus intentos; una deshecha borrasca, que duró ocho días, hizo al pequeño bergantín juguete de los vientos y de las olas; desembarcó al cabo Jovellanos en un pueblecito llamado Vega, en los confines de Asturias, entre Luarca y Navia, y reposó en la casa y en los brazos de su amigo don Antonio Trelles Ossorio, caballero morador de aquella aldea. Uno de sus compañeros de infortunio, don Pedro de Valdés Llanos, rendido a la fatiga y al desvelo, contrajo enfermedad mortal, y entregó su espíritu al Creador; Jovellanos le asistió con amorosa solicitud de día y de noche, hasta que una violenta pulmonía le puso a él mismo en los umbrales del descanso eterno.

Preparóse a morir como buen cristiano, recibió los Santos Sacramentos con fervorosa devoción, y obtuvo de una vez, y para siempre, el premio de sus afanes, pasando a mejor vida, entre nueve y diez de la noche, el día 27 de Noviembre de 1811; faltábale poco más de un mes para cumplir sesenta y siete años. Cuando iba a terminar su tránsito por este mundo, quiso Dios darle una muestra de su infinita misericordia : el constante servidor que nunca le abandonó en la desgracia, el leal compañero de su prisión en Bellver, el honrado mayordomo que con tierna solicitud le entregó sus ahorros para que pudiese salir de Cádiz, quedóse allí colocado, mas a la hora de la muerte estuvo presente en Vega, salvándose milagrosamente de un naufragio, y pudo estrechar la mano desfallecida y cerrar los entornados ojos de su señor y su amigo. ¡Siempre vela la Providencia por los buenos! Teniendo a su lado Jovellanos a aquel hombre, tenía familia, amistad, cariño; tenía sobre todo quien al lado del sacerdote dirigiese humildes ruegos a Dios por el perdón de sus pecados, caliente aún su cadáver.

Llegó al fin para don Gaspar Melchor de Jovellanos la hora de las justas alabanzas: cundió por toda España la noticia de su fallecimiento, y calló la envidia, enmudecieron las pasiones; donde quiera, con clamoreo universal, se levantaba su nombre a las nubes. ¿Quién sabe si harían mayores alardes de entusiasmo sus propios detractores? De alguno consta que habiendo consentido sus crueles padecimientos, no escribió de él sino alabanzas después de su muerte. Como patricio, obtuvo la honra de ser calificado de benemérito de la patria en grado eminente y heroico, por las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz, en época en que este género de declaraciones no se había aún prodigado; enalteciendo a la par tan solemne manifestación la memoria de Jovellanos y la de los miembros de la Asamblea, puesto que es hija de la imparcialidad y la justicia, vencedoras esta vez de los malos sentimientos que suele engendrar la diferencia de opiniones políticas. Recomendó, además, el Congreso a su comisión de Agricultura que tuviera presente y en su día estudiase el Informe sobre la ley agraria. Como escritor le encomia cuanto es debido, en su elegante Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII, don Manuel José Quintana, que sirvió a sus órdenes cuando joven, como oficial de la secretaría de la Junta Central, y cuyo juicio no llegó a ofuscarse en el examen de nuestro autor por la circunstancia de ser diversas, o mejor dicho contrarias, sus respectivas tendencias filosóficas; mereciendo grande estima, por otra parte, el voto de Quintana en la apreciación del mérito literario. Pero ya antes, la lumbrera de nuestro moderno teatro, don Leandro Fernández de Moratín, le había dedicado una preciosa epístola, a la cual contestó Jovellanos con otra en igual metro, que en nada desmerece aun cuando se la compare con la primera y se lean ambas de seguida. En una de las notas que posteriormente puso á sus poesías sueltas aquel insigne escritor, gloria de nuestro Parnaso, le dedica las siguientes palabras, que son su más completo elogio, hecho por persona tan competente y autorizada :

“Don Gaspar Melchor de Jovellanos, uno de los más distinguidos españoles que ilustran los reinados de Carlos III y Carlos IV, literato, anticuario, economista, jurisconsulto, magistrado, buen poeta, orador elocuente, unió á estas prendas la amabilidad de su trato, hija de su virtud tolerante y benéfica. A este hombre célebre debió Moratín una cordial estimación, que ni la ausencia, ni el tiempo, ni las violencias ni alteraciones políticas pudieron extinguir ni debilitar. No se omita en el recuerdo de un varón tan ilustre el mayor elogio que puede dársele : sus ideas y su conducta no eran acomodadas a la edad de corrupción en que vivía, ni al palacio, que nunca hubiera debido conocer. No es mucho, pues, que el autor de El delincuente honrado padeciese destierros y cárceles, sin que ningún tribunal tuviese noticia de su delito. Agitada después la nación en el conflicto de una invasión, precisada a formar un gobierno para su conservación, y un ejército que la defendiese, volvió Jovellanos a ocupar el puesto que le pertenecía; y a poco tiempo la envidia, la ambición, los privados intereses, el furor de los malvados le arrojaron de él; que en tales agitaciones y desórdenes nunca es el mando recompensa de la virtud, sino del atrevimiento. Insultado, proscrito, fugitivo de una a otra parte, anciano y enfermo, evitando a un tiempo el encuentro de las armas enemigas y la injusticia de su patria, apenas halló el benemérito escritor de La ley agraria un asilo remoto en que poder espirar. Añádase este borrón a los muchos que afean la historia de nuestra literatura.”

Negro debía ser el humor de Moratín al estampar en el papel estas últimas palabras. Arrojado a tierra extranjera por su mala ventura, lejos del cielo de España, espiró fuera de ella, habiéndola ilustrado con sus escritos. Ya, por fin, reposan entre nosotros sus cenizas, y estará desagraviada su sombra al contemplar los unánimes aplausos que le dispensa su patria. Exprofeso hemos dicho que era en extremo competente su voto: ¿quién más autorizado que Moratín para dar la corona de buen poeta y de elocuente orador? Uno de los primeros entre nuestros poetas cómicos, el más eminente de nuestros literatos en su tiempo, es el que honra la memoria de Jovellanos y le confiere sus títulos. Y en lo demás que de él dice, su elogio es doblemente imparcial y desinteresado, por lo mismo que nunca tuvo la dicha de estar conforme con su amigo: a la privanza del príncipe de la Paz, tan preñada de desastres para Jovellanos, fue deudor Moratín de protección y amparo singulares; cabalmente por haber conservado siempre viva dentro del corazón la llama del agradecimiento, y porque así lo hizo constar con generoso brío y noble franqueza, cuando Godoy era desgraciado sin vislumbre alguna de esperanza, merece los plácemes de todos los hombres de bien, que cuentan la gratitud en el número de las más esenciales virtudes. Si en la invasión francesa abraza Jovellanos la causa de su legítimo Rey, Moratín se hace partidario de la dinastía de Bonaparte, proviniendo de aquí su destierro y su desgracia; pero nada es superior a la fuerza de la verdad, y por más que Moratín no reniegue de sus bienhechores, ni parezca arrepentirse de su comportamiento en el conflicto de la invasión, no por eso deja de tributar a su antiguo amigo fervorosas alabanzas en todo lo que las merece, sin excepción de aquello mismo en que siguió conducta y opiniones contrarias a las suyas. Confundidos ya por la muerte, confúndenlos también en la estimación y el respeto sus compatriotas, aunque por causas distintas.