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LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLO

DÉCIMO TERCERA PARTE

El Protestantismo y el Papado

 

Ya se pueden ir sacando las primeras conclusiones finales que nos conduzcan de cabeza al final de mi respuesta a este Debate. Una palabra emerge todopoderosas de todo lo expuesto hasta aquí: Dinero. Un nombre tiene lo que los propios autores del acto que define este nombre llamaron Reforma: Rebelión. No hubo Reforma, hubo Rebelión.

La Reforma no fue en ningún momento un movimiento espiritual a la conquista de la “reforma” que la corte pontificia romana se había negado a realizar en los últimos siglos. Para nada. El Protestantismo fue la consecuencia de esas continuas negaciones del obispado romano a revocar la locura que, en el supuesto nombre de la autoridad jesucristiana y contra la dignidad divina de la Sucesión de Pedro, estaba en la base del desprecio de todas las naciones hacia -como gustaba llamarse a sí mismo- el timón rector de esta Nueva Arca de Noé.

No se puede ser muy infalible para comparar a la Iglesia Católica con un Arca. ¿Habiendo jurado Dios que no volvería a destruir al hombre mediante un diluvio, acaso acusaba el Papa a Dios de ser la causa del diluvio de las Invasiones de los Bárbaros, por ejemplo?

Hay que ser algo más que falible para por decreto propio situarse más allá de toda justicia, declarándose, por el poder de Jesucristo y contra el Espíritu Santo, obispo-dios.

Poco infalible hay que ser para, en virtud de la Sagrada Escritura y contra el Espíritu Santo de Cristo, declararse Papa más que Emperador.

Bastante más que sujeto a error había que estar para contra la doctrina de Jesucristo y por la Gracia de la sangre de los mártires llamarse Santo Padre.

Obispo-dios, papa-emperador, santo-padre, ¡por Dios Santo!, cómo se podía manipular el Símbolo de Unidad en que Dios convirtió la Debilidad de Pedro para transformar su Sucesión en una cueva de ladrones, obispado romano e italiano ahogando a golpe de excomunión y fuego de hoguera cualquier crítica.

Aquí, pues, era donde estaba la Reforma. Ahí era donde el Cielo y la Tierra clamaban por una Reforma. Al Espíritu Santo que condujo a sus siervos a la Victoria, el obispo romano le quitó el poder de sucesión apostólica que fuera la gloria del Cielo y la Tierra cuando san Ambrosio eligió a su sucesor, san Agustín, caso más llamativo y esplendoroso de la vitalidad invicta y vivificante de la actuación libre y amorosa del Espíritu Santo.

La necesidad, en efecto, obliga a muchas cosas. El imperio de las circunstancias arrastra a las criaturas a hacer lo que jamás creyeron que pudieran hacer. Es una de las leyes de la Ciencia del bien y del mal. Todos aprendemos de las vueltas que da la vida a valorarnos por lo que somos, a conocer nuestros límites, a comprender a los demás mirándonos a nosotros mismos en el espejo de la memoria. Sin embargo aquel obispado romano no parece que aprendiera para corregir, no parece que conociera para tener más juicio. Al contrario, como el enfermo que se despreocupa de su enfermedad y la deja crecer, el obispado romano fue de mal en peor y no paró de cultivar su enfermedad espiritual hasta que el grito de la fiebre causada en todo el cuerpo cristiano se tradujo en Rebelión.

Contra la Sabiduría, que diera por sentado que los sucesores apostólicos están sometidos a las leyes humanas y por tanto como cualquier hijo de hombre pueden equivocarse -de aquí que se diera un Símbolo de Unidad- el obispado romano se hizo infalible, cuando las páginas de su Historia están llenas de sus errores, de sus crímenes y de sus corrupciones.

Contra Dios Padre, que abolió el Imperio en el Cielo y fundó un único reino universal aquí en la Tierra, el obispado romano resucitó el Imperio, y no uno cualquiera, no, resucitó de su tumba el imperio que más odioso les era a Dios y a su Hijo, el Romano.

Contra su Señor, que se levantó contra el Templo Antiguo por haber sido transformado en una cueva de ladrones, el obispado pontificio en Francia y desde Francia transformó el Primado Romano en una nueva cueva de ladrones con un único propósito, la extorsión de los pueblos cristianos.

¿Había razones para una Reforma? ¿Volvemos a hablar de Pornocracia de los santos-padres, aquellas series de miserables obispos romanos que se sucedieron en las camas de sus prostitutas sagradas, convirtiendo la sucesión de San Pedro en una lista negra de bestias compitiendo entre ellas a ver quién era el peor, el más sanguinario, el más depravado? ¿Hablamos de la maldición pontificia que a raíz de la entronización del obispo-dios, por obra y gracia de la locura de Gregorio VII condujo a los obispos romanos a huir de su sede, violando el derecho canónico que le prohibía a un obispo abandonar su sede por miedo a la muerte? ¿Volvemos a hablar de la esquizofrenia egolátrica de aquel Bonifacio que convirtió el Oficio Pastoral en Imperium?

¿Había causas para una Reforma? Pero por qué hablar tanto cuando las palabras de un hijo de hombre no son más que viento y sólo por el amor del Creador a su criatura se le concede el maravilloso don de la palabra. Que hable el Hijo de Dios y de su boca sempiterna se oigan los términos del Contrato por el que los Obispos y todos los sacerdotes son contratados a su Servicio, y por su Gloria y Majestad transfigurados en su Cuerpo:

“No vayáis a los gentiles ni penetréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de Israel, y en vuestro camino predicad diciendo: El reino de Dios se acerca. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratis lo recibís, dadlo gratis. No os procuréis oro ni plata, ni cobre para vuestros cintos, ni alforja para el camino, ni dos túnicas ni sandalias, ni bastón, porque el obrero es acreedor a su sustento. En cualquier aldea o ciudad en que entréis, informaos de quién hay en ella digno y quedáis allí hasta que partáis, y entrando en la casa, saludadla. Si la casa fuera digna, venga sobre ella vuestra paz; si no lo fuera, vuestra paz vuelva a vosotros. Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies. En verdad os digo, que más tolerable suerte tendrá la tierra de Sodoma y Gomorra en el día del juicio que aquélla ciudad”.

Y de nuevo:

“Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, astutos como serpientes y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor a mí, para dar testimonio entre ellos y los gentiles. Cuando os entreguen, no os preocupéis cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro padre el que hablará en vosotros. El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y les darán muerte. Seréis aborrecidos de todos por mi nombre; el que persevere hasta el fin, ése será salvo. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; y si en ésta os persiguen, huid a una tercera. En verdad os digo que no acabaréis las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del hombre. No está el discípulo sobre el maestro, ni el siervo sobre el amo; bástele al discípulo ser como su maestro y al siervo como su señor. ¡Si al amo le llamaron Belcebú cuánto más a sus domésticos! No los temáis porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajaritos por un as? Sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin la voluntad de vuestro Padre. Cuanto a vosotros, aun los cabellos todos de vuestra cabeza están contados. No temáis, pues valéis más que muchos pajarillos. Pues todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos. No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos mía, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor a mí, la hallará. El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El que recibe al profeta como profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe al justo como justo tendrá recompensa de justo; y el que diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca en razón de discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa”.

Y se calló. El que quisiera firmar el Contrato de Siervo que lo firme, el que no que se quede en casa. A nadie obliga, el Hijo de Dios no va por ahí sacando de la cama, látigo en mano obligando a la gente a volver a nacer a la imagen y semejanza de Cristo. La cuestión es, viendo este perfil del Discípulo-Siervo ¿en qué se asemeja o se le parece aquel obispado romano contra el que se hizo la Rebelión de media Cristiandad, y con toda la razón del mundo? Rebelión es el término que define el acontecimiento que sus protagonistas llamaron Reforma. Ahora que hable Lutero:

 

 

 

CAPÍTULO 88.

La Iglesia y el Papa

 

-Del mismo modo: ¿Qué bien mayor podría hacerse a la iglesia si el Papa, como lo hace ahora una vez, concediese estas remisiones y participaciones cien veces por día a cualquiera de los creyentes?

 

Dinero es el objeto en juego. De Reforma de la Curia no se habla. Contra la esquizofrenia egolátrica del obispado romano y el milagro de la transformación de la fe en la gallina de los huevos de oro el reformador no dice palabra. No quiere reformar, quiere entrar en el negocio. No levanta su dedo crítico, no alza una voz profética; su voz es la de la mente racional que mira a la fe desde la plataforma del conocimiento y desde esa posición entabla una discusión con los ladrones que habían hecho de la Iglesia una cueva, pero no para enfrentarse al Dragón cual san Jorge, sino para frotarse las manos y participar en el robo. ¿O acaso él era un Quijote, uno de esos locos de atar a la cama de fuego, Savonarola por ejemplo? No señor, el papa es el Santo Padre y a él le debe todo su respeto la mente racional de Lutero, lo único que le interesa al reformador es hablar de Dinero.

 

 

 

CAPÍTULO 89.

La salvación de las almas

 

-Dado que el Papa, por medio de sus indulgencias, busca más la salvación de las almas que el dinero ¿por qué suspende las cartas e indulgencias ya anteriormente concedidas si son igualmente eficaces?

 

Maestro en artes filosóficas, doctor en teología y de hobby experto en derecho canónico. Un buen partido. Un aliado fenomenal para un negocio que no le estaba dando todo el fruto esperado a su amo y estaba levantando una polvareda superior a lo que se hubiera podido esperar de algo tan simple como la venta de indulgencias, algo que se llevaba haciendo nadie sabía desde cuándo. ¿Qué podía importarle a un Lutero, que por doctrina evangélica predicaba el odio a sí mismo, y era de suponer que desde su odio a sí mismo poco le podía importar el resto del mundo, empezando por aquella maldita reforma que no llegaba nunca y nunca dejaba de ser pedida; qué le podía importar a aquel Lutero que por orgullo propio tirara por la borda su juventud; qué le podía importar a aquel Lutero, amargado por cobarde, que sólo en la Razón pudo encontrar salvación para su locura, que ya hasta veía al Diablo en su celda; qué le podía importar a ese Lutero la crítica de los intelectuales de su tiempo contra el negocio que se habían montado el arzobispo, el papa y los Fugger? Con la Fe sola no se come.

¡Qué le importaba a él si el papa remitía todos los pecados y hasta al mismo Diablo absolviera de violar a la madre de Dios! A él toda esa payasada de los racionalistas de turno como Erasmo le importaban tanto como el odio al Yo Propio que predicaba; lo que de verdad le importaba a Lutero era el Dinero, el negocio, entrar en el negocio, progresar en su carrera eclesiástica. Dar un paso adelante, salir de aquella Wittenberg oscura donde vivía su condena de profesor de teología hasta la muerte. Él era más que todo eso, estaba preparado para algo más que nada más que eso. Sabía cómo darle la vuelta al fracaso que estaba experimentando el negocio y quería hacerlo. ¿Por qué no darle la oportunidad? Él sabía y podía:

 

 

CAPÍTULO 90.

La desdicha de los cristianos

 

-Reprimir estos sagaces argumentos de los laicos sólo por la fuerza, sin desvirtuarlos con razones, significa exponer a la Iglesia y al Papa a la burla de sus enemigos y contribuir a la desdicha de los cristianos.

 

Por supuesto que aquel maestro en artes retóricas estaba preparado para vencer estos argumentos “sagaces” de los laicos contra las indulgencias.

Y sus jueces no lo pusieron en ningún momento en duda. Lo que no les gustó para nada fue la amenaza que latía en su pulso en caso de no aceptar su oferta. Lutero no se ofrecía a servir a su amo el arzobispo con la humildad del que es movido por un celo impulsivo y arrastrado por su fuerza sale en defensa de la dignidad y santidad del santo padre y sus siervos. No. Lutero amenazaba. Aparte de que el negocio no estuviera resultando todo lo bueno por culpa de los argumentos sagaces de los laicos y otros no tan laicos, le ofendía a todo un arzobispo, señor feudal en toda la regla, que un lacayo se atreviera a amenazarle con doblar la sagacidad de esos argumentos si no se le abría la puerta y se le concedía el cargo del comisario ante el que todos los obispos debían bajarse los pantalones.

Aquello era demasiado. Pedido el puesto de otra forma, hecha la oferta bajo otros términos, quizá quizá quizá...

 

 

 

CAPÍTULO 91.

El espíritu y la intención

 

-Por tanto, si las indulgencias se predicasen según el espíritu y la intención del Papa, todas esas objeciones se resolverían con facilidad o más bien no existirían.

 

El perro se tumba, alza las patas y muestra su panza para que su amo lo acaricie. (Los perritos me perdonen por usar esta comparación y meterlos a ellos donde no debiera). “Por tanto si las indulgencias se predicasen según el espíritu del papa.....”. ¿Hacen faltas más palabras?

 

 

 

CAPÍTULO 92.

Pueblo de Cristo

 

-Que se vayan pues todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: “Paz, paz”; y no hay paz.

 

Vamos a jugar a las palabras. Y usando las armas retóricas de Lutero traducimos esta proposición en su contraria: Que vengan todos los profetas que gritan Guerra, Guerra, y haya Guerra.

Hermano Lutero, ¿cómo podía sonar esta amenaza en las orejas de un arzobispo al que no le iban precisamente bien las cosas? ¡El negocio que se había montado con los Fugger cuesta abajo y tú le entras amenazándole con guerra si no acepta tu oferta! Esa no era forma de cortar tajo, hermano Lutero. Como diablo de abogado no fuiste muy listo. Bueno, no fuiste listo ni una sola vez en tu vida. Primero la cagas por una tormenta de las que en Alemania las ha habido toda la vida y tiras tu futuro y tu juventud por la borda; después vuelves a cagarla cuando te estás volviendo loco en el convento y no eres capaz de colgar la sotana. Y ahora vuelves a cagarla por tercera vez.

Hermano Lutero, el papa era un diablo de obispo, pero tú eras un diablo de profesor de todo y de nada que se creía más listo que el resto del mundo. Y eso no puede ser, hermano Lutero. Nadie tiene la razón todo el tiempo, nadie puede estar equivocado todo el tiempo. Según tú, tú no te equivocaste nunca. O sea, eras tan infalible como aquel al que mandabas al infierno. ¿Qué tal si los dos discutís allí si la Reforma fue Revolución o Rebelión? ¿Qué querías, que el arzobispo despidiera por las buenas a los comisarios y pusiera en tus manos el negocio? No te podías conformar con un trozo ¿verdad, hermano Lutero? Tú tenías que tener, como el otro la espada, el cuchillo para partir la tarta. Hombre de Dios, ¿no sabías que demasiado azúcar hace con los dientes lo que un buen puñetazo, echarlos abajo? Pobre hermano Lutero, una pata en el infierno y enemistado a muerte con el único que puede echarle un cable, ¿qué haremos contigo, te encenderemos una vela sobre las ruinas de los altares que ordenaste destruir? ¿Diremos una misa por tu alma en la iglesia contra la que prohibiste rezar por los difuntos? ¿Cómo pudiste llevar tan lejos tu incapacidad para tomar esas decisiones correctas que hubieran alegrado tu propia vida? ¿No fuiste capaz de decidir por ti mismo y para ti mismo qué era lo mejor para tu propia felicidad y te atreviste a decirle al resto del mundo qué era lo que le convenía para la salvación de su alma? ¿O no escuchaste lo que Jesucristo dijo: De qué le vale a hombre salvar al mundo si pierde su alma?

Hermano Lutero, eras un necio, ¿si no te podías salvar a ti mismo cómo ibas a salvar a tu prójimo, y menos a un mundo? La respuesta venía con la pregunta. Árbol bueno da fruto bueno; árbol malo, fruto malo. Hasta un chiquillo es capaz de comprender esta filosofía divina. Si el fruto del árbol de tu Razón fue convertirte en un hijo de la perdición, ¿cómo un hijo de la perdición iba a salvar a nadie? También se puede decir desde la filosofía natural: A tales fines, tales medios. ¿Ves cómo no había que estudiar tanto para aceptar la verdad con el corazón inocente y puro de un chiquillo?

Hay Cielo y hay Tierra; hay Infierno y hay Paraíso. Hay Verdad y hay Mentira; hay Diablo y hay Cristo. Hay Reforma y hay Rebelión, pero tú hiciste lo último, no lo primero; tú hiciste que los primeros, los pobres, fueran los últimos, y los últimos, los ricos, los primeros. Tú pusiste Odio donde Jesús puso Amor. Tú pusiste Guerra donde Jesús puso Paz: Jesús puso Guerra entre el Diablo y su reino, pero Paz entre los hermanos. Tú rompiste esa Paz en nombre de tu fracaso. Nunca pudiste aceptar que te equivocaste, nunca distes tu brazo a torcer. Era tu defecto, y tu defecto era tu locura. Pero tu locura nunca fue sabiduría a los ojos de Dios. Aunque la sabiduría del obispado romano sí era locura a los ojos de Dios, esta locura no la atacaste, y no la atacaste porque tú querías ser el siguiente dios en la Tierra. Tu ambición te perdió, hermano Lutero. Y por eso decías cosas tan increíbles como la que sigue:

 

 

CAPÍTULO 93.

“Cruz, cruz”

 

-Que prosperen todos aquellos profetas que dicen al pueblo: “Cruz, cruz” y no hay cruz.

 

¿Qué diremos de la lectura de esta declaración de locura? Ciertamente no había entre toda aquella gente culta, laica o seglar, uno sólo del que se pudiese decir: He ahí un Siervo de su Señor. Lógico por tanto que fuese la hora de esa sabiduría que es locura a los ojos de Dios.

Lutero, Lutero, todo hombre es culpable de los crímenes que comete y de los que con sus palabras arrastra a otros a cometer. Pero para todos está ahí Quien a todos otorga Sabiduría para no caer en el abismo al que el papado arrastró a la cristiandad y estuvo en la Causa de la Rebelión Protestante que fue su Efecto. Sólo ella, la Sabiduría, salva al pueblo de la alianza entre lobos y pastores. Quien no tiene inteligencia para evitar su perdición por culpa de tales monstruos no tiene tampoco excusa estando ahí nuestro Dios y Padre para concedernos toda la inteligencia que haga falta. Y si alguno cree que en todo el Cielo no hubiera tanta para satisfacer su sed de conocimiento ya se enterará cuando tenga que decir: Señor, ¿no ves que me ahogo?

 

 

CAPÍTULO 94.

Penas, muertes e infierno

 

-Es menester exhortar a los cristianos que se esfuercen por seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas, muertes e infierno.

 

En otras palabras, hay que exhortar a los cristianos a que sigan siendo eternos borricos.

Hermano Lutero, tu ignorancia no tenía enmienda. Lo único y sólo a que se debe exhortar a un hermano es a no tenerle miedo al Padre de todos y convencerle para que le pida inteligencia, que la Sabiduría, como ya dije, ama al hombre y siendo el espejo del amor divino se derrama en los que la buscan. Ella es la Ciudad inconquistable tras cuyos muros vive el cristiano como príncipe invencible que se ríe desde la Torre de la Gracia de los ataques del Infierno. Nosotros somos la Descendencia Invencible a la que bajo juramento se ató el Altísimo, diciendo: “Por mí mismo juro, palabra de Yavé, que por haber hecho tú cosa tal, de no perdonar a tu hijo, a tu unigénito, te bendeciré largamente, y multiplicaré grandemente tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar, y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus enemigos, y en tu posteridad serán bendecidas toda las naciones de la tierra, por haberme tú obedecido” (Génesis-El sacrificio de Isaac). Ahora bien, ¿cómo nos enfrentaremos a la que no vemos y repta en el polvo invisible de las letras de los libros de nuestros muertos?

La Muerte, el último enemigo, nos reta. El Rey en persona sale al frente de los ejércitos, sus hijos en la vanguardia abren la marcha. Una sola doctrina para todos. Sabiduría, más Sabiduría, y siempre Sabiduría. Que todos los ejércitos despierten y vengan a recoger tanta como puedan sus músculos llevar. Inteligencia, entendimiento, fortaleza, consejo y temor de Dios, el espíritu que estuvo al Principio y anduvo sobre la superficie de las Aguas anda de nuevo al Final llamando a todos a caminar sobre las aguas de la ignorancia. Moisés dividió el mar, Jesús anduvo sobre sus aguas. Él es nuestra gloria y el Camino que trazó es nuestra senda. Que diga Lutero su última palabra:

 

 

 

CAPÍTULO 95.

Ilusoria seguridad

 

-Y a confiar en que entrarán al cielo a través de muchas tribulaciones, antes que por la ilusoria seguridad de paz.

 

Bueno, ya es hora de cerrar este Debate. Es la ley de la evolución de las cosas. Y en fin, el fruto de toda relación entre hermanos mira al crecimiento de todos para que ya nadie tenga que enseñar a nadie. Este era mi objetivo. Y creo que bajo su luz me he conducido. Por vosotros mismos podéis refutar la estupidez de estas últimas palabras.

 

 

EPÍLOGO